Resumen: La preocupación por el desarrollo de América Latina y el denominado “Tercer Mundo” fue una tónica de época, que comenzó a gestarse en los años 1950. Ella vino acompañada de un renovado interés por la “reforma agraria”, como forma de solucionar los problemas del desarrollo rural. Intelectuales, corporaciones empresarias y partidos políticos de diverso signo, elaboraron sus propios diagnósticos. El estudio historiográfico de estos diagnósticos, ha quedado circunscripto a partidos, intelectuales y corporaciones ligadas a la clase dominante. Fue relegado un actor importante de la etapa, particularmente en los años 1970, que esbozó sus propios diagnósticos sobre la cuestión agraria argentina y, con mayor énfasis, sobre la reforma agraria: la izquierda. A los efectos de comenzar a abonar ese terreno aún inexplorado, en este artículo nos proponemos reconstruir el diagnóstico del Partido Comunista de la Argentina sobre el agro, para enfocarnos en particular en su propuesta de reforma agraria. Nos interesa poder evaluar en qué medida esta organización, que se postulaba como una opción opuesta a los partidos de la clase dominante o llamados “tradicionales”, ofreció una imagen del campo argentina y de las herramientas necesarias para su transformación, que se distanciara de la que elaboraron aquellos.
Palabras clave:reforma agrariareforma agraria,desarrollo agrariodesarrollo agrario,izquierdasizquierdas,Partido ComunistaPartido Comunista.
Abstract:
The concern about the development of Latin America and the so-called "Third World" was an essential topic, which began to take shape in the 1950. It was accompanied by a renewed interest in “agrarian reform”, as a way to solve the problems of rural development. Intellectuals, corporate associations and political parties of various kinds, developed their own diagnoses. The historiographic study of these diagnoses has been limited to parties, intellectuals and corporations linked to the ruling class. An important actor was relegated, particularly in the 1970, who outlined his own diagnoses on the Argentine agrarian question and, with greater emphasis, on agrarian reform: the left. In order to begin to investigate this field still unexplored, in the present article we propose to reconstruct the diagnosis of the Communist Party of Argentina on agriculture, to focus in particular on its proposal for agrarian reform. We are interested in being able to evaluate to what extent this organization, which postulated itself as an option opposed to the parties of the ruling class or called “traditional”, offered an image of the Argentine countryside and the tools necessary for its transformation, which distanced itself from that those made. agrarian reform, agrarian development, left, Communist Party
Keywords: agrarian reform, agrarian development, left, Communist Party.
Artículos
La idea de Reforma Agraria en los años 1960 y 1970 latinoamericanos: la mirada de los comunistas argentinos
The idea of Agrarian Reform in the 1960s and 1970s in Latin America: the view of the argentine communists
Recepción: 30 Abril 2020
Aprobación: 31 Julio 2020
La cuestión del desarrollo del campo y la reforma agraria en la década del 1960 y 1970 fueron temas del amplio debate que abarcó a buena parte del continente latinoamericano, espacio que, además, empezaba a transitar una etapa histórica signada por una intensa agitación social que no fue privativa del ámbito urbano. Intelectuales, corporaciones empresarias y partidos políticos de diverso signo, elaboraron sus propios diagnósticos sobre el campo y, a partir de allí, definieron programas para dar solución a lo que consideraban eran los principales problemas. Por aquellos años fue común encontrar entre las plataformas electorales de los partidos, en los balances de los intelectuales o en los reclamos de las cámaras empresarias, la mención a medidas de gobierno que intentaban introducir cambios en el agro.
La preocupación por el “desarrollo”, sobre todo de América Latina y el denominado “Tercer Mundo” fue una tónica de época, que comenzó a gestarse en los años 1950. En este punto, el llamado “desarrollismo” fue la expresión más sintomática de una renovada preocupación por el crecimiento de los países “periféricos”. Detrás de esta preocupación se encontraba la evidente inquietud ante el ascenso de la Unión Soviética y la consolidación del comunismo como una opción frente al capitalismo. La expresión más clara de estos elementos, tanto por la búsqueda de vías de desarrollo como de alarma ante el comunismo, fue la obra de Walt Whitman Rostow, Las etapas del crecimiento económico. Un manifiesto no comunista, publicada en 1961 (Rostow, 1974). Allí presentaba, de manera esquemática, cinco etapas que debían recorrer los países para alcanzar su pleno desarrollo capitalista.
No fue casual que la carrera política de Rostow estuviera ligada a la figura de John Fitzgerald Kennedy, de quien fue, entre otros cargos, Consejero de Planificación Política y, entre 1964 y 1966, miembro del Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso. En efecto, la Alianza para el Progreso fue un programa de ayuda económica y política para estabilizar el continente americano en pos de contener en el redil capitalista a toda la región, en una etapa donde comenzaba a despuntar la Revolución Cubana. Dentro del paquete amplio de medidas desarrolladas, tuvo un rol particular la reforma agraria como mecanismo para aplacar y/o neutralizar la insurgencia rural.
Ya en la década de 1950 proliferaron instituciones que, preocupadas por el “subdesarrollo”, dedicaban sus esfuerzos a investigar el problema. A partir de una confluencia entre profesionales provenientes de la economía, la sociología y la historia, se produjo una extensa bibliografía rica en datos empíricos y un amplio acervo de estadísticas. En 1948 fue fundada en Chile la primera sede de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), dependiente de la Organización de Naciones Unidas (ONU); en 1957 fue el turno de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) para América Latina y el Caribe, formada por iniciativa de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).
En el terreno específicamente argentino, las coordenadas propias de un país de base agraria, donde la producción de mercancías agropecuarias resultaba ser la rama más dinámica de la economía, empujaban a reflexionar sobre ese espacio toda vez que se abría una coyuntura de crisis. En este sentido, desde mediados de los años 1950 la crisis de acumulación de capital en el país reactualizó el llamado problema agrario argentino. Estas reflexiones, sin embargo, no eran enteramente nuevas. Esto se debía justamente a lo que acabamos de señalar: la propia estructura socio-económica obligaba a pensar en los problemas del campo en toda reflexión sobre el desarrollo nacional.
A pesar de estas determinaciones más profundas, en la etapa en estudio confluían elementos que respondían a una coyuntura particular que reabría el debate. Se trataba de las transformaciones que comenzaron a operarse en las décadas de 1960 y 1970 en lo que se dio en llamar la “revolución verde”. La innovación tecnológica y el avance de la maquinaria agrícola, la incorporación de nuevos y mejores abonos, el desarrollo de plaguicidas y herbicidas, la modificación genética de semillas, entre otras novedades, significaron un despegue de la producción y un incremento de la composición orgánica del capital en la rama agraria, que condujo al desalojo de las fracciones más débiles de la burguesía que acumulaba en el campo. Ese trasfondo colaboró en la reactualización del problema agrario.
Estos intensos debates han sido estudiados por cierta bibliografía, a la que nos remitiremos en el próximo apartado. Sin embargo, el abordaje de este problema, hasta ahora, ha quedado circunscripto a partidos, intelectuales y corporaciones ligadas a la clase dominante. Por este motivo, fue relegado un actor importante de la etapa, particularmente en los años de la década de 1970, que esbozó sus propios diagnósticos sobre la cuestión agraria argentina y, con mayor énfasis, sobre la reforma agraria. Nos referimos a las organizaciones políticas de izquierdas que, en diferentes grados y con diversas apuestas estratégicas, pretendían lograr transformaciones profundas en la estructura socio-económica del país.
A efectos de comenzar a abonar ese terreno aún inexplorado, en este artículo nos proponemos reconstruir el diagnóstico del Partido Comunista de la Argentina (PC) sobre el agro, para enfocarnos en particular en su propuesta de reforma agraria. Nos interesa poder evaluar en qué medida esta organización, que se postulaba como una opción completamente opuesta a los partidos de la clase dominante o llamados “tradicionales”, ofreció una imagen del campo argentina y de las herramientas necesarias para su transformación que se distanciara de la que elaboraron aquellos. Nuestra investigación es de carácter fundamentalmente cualitativo; por tanto, se basa en la recolección y análisis de una variedad de materiales empíricos. Para ello, utilizamos como fuente principal de nuestro estudio documentos partidarios internos (aquellos elaborados por instancias congresales), así como documentos públicos como el periódico partidario (Nuestra Palabra) y la revista teórica (Nueva Era). Asimismo, incluimos libros elaborados por teóricos ligados al Partido Comunista. Estudiamos críticamente cada una de nuestras fuentes a los efectos de poder calibrar el lugar que ocupó la consigna de “reforma agraria” en la estrategia política del PC, a la vez que apuntamos a desentrañar como esta última era el resultado de un determinado diagnóstico de la realidad nacional en la que el partido buscaba incidir.
En el profundo y extenso debate acerca del capitalismo agrario argentino, se pueden identificar dos grandes corrientes: la agrarista o reformista y la liberal o liberal conservadora (Sanz Cerbino, 2017; Balsa, 2010). Ambas partían de diferentes supuestos acerca de la naturaleza social de la burguesía agraria, de la estructura social del agro pampeano argentino y de los problemas del desempeño agrario. Compartían, sin embargo, un mismo diagnóstico, aquello que identificaban como una situación de estancamiento que afectaba la dinámica general de la economía argentina. Naturalmente, cada corriente proponía una solución diferente que se basaba en los supuestos de los que partían.
La corriente agrarista encontraba que los déficits de la acumulación de capital en el agro se explicaban por las características intrínsecas de las capas más grandes de la burguesía agropecuaria. En la mayoría de los casos rubricada como “oligarquía terrateniente”, esta clase era caracterizada por un comportamiento parasitario o especulativo, propenso al consumo suntuario y renuente a la inversión productiva. La percepción de la renta agraria sería su actividad central, como resultado de una productividad natural muy alta de la tierra, fruto de la fertilidad del suelo pampeano. En general, esta fracción de la clase dominante era presentada como una capa de grandes ganaderos, concibiéndola como una actividad que demandaba bajas dosis de esfuerzo.
De este modo, se configuraría una estructura agraria dominada por el gran latifundio improductivo o ineficiente, que encararía una producción de tipo extensiva, baja en capital y en productividad. Esto traería dos consecuencias inmediatas. Por un lado, la imposibilidad del acceso a la tierra de los “verdaderos” productores. De allí que, en el mejor de los casos, pudieran acceder a explotaciones rurales exclusivamente por la vía del arrendamiento y, en general, en minifundios. En este punto, se hacía hincapié en la creciente inseguridad e inestabilidad del productor y sus consecuencias en cuanto a despoblamiento del campo y el éxodo hacia la ciudad en búsqueda de mejores opciones. Así estaría vedado un “verdadero” desarrollo capitalista en el agro, desarrollo que, en cierto sentido, debería seguir el modelo farmer, es decir, de pequeños propietarios. Por otro lado, el bloqueo al desarrollo no se limitaría solo al ámbito agrario sino que se extendería al conjunto de la economía. Al no reinvertir productivamente la ganancia, la oligarquía impediría el despegue de la producción industrial. De allí que el latifundio y la oligarquía operaran como una traba al conjunto del desarrollo capitalista nacional.
La solución a aquel problema estructural, se encontraría en una mayor intervención estatal que produjera reformas profundas en la estructura agropecuaria. Así, se liberarían todas las trabas que impedían el acceso a la tierra por parte de los “verdaderos” productores, que obtendrían la seguridad necesaria para producir. La propuesta concreta de esta intervención se declinaba en función de la variante del agrarismo que la postulaba. Las más radicales proponían una reforma agraria que avanzara en la expropiación de los terratenientes y repartiera la tierra. Dentro de esta propuesta había diferentes modulaciones. Por caso, se debatía si la expropiación debía compensarse con indemnizaciones o si debía realizarse sin pago alguno. Otros proponían un cambio gradual de la estructura, lo que implicaba utilizar instrumentos de menor radicalidad como planes de colonización, impuestos a los grandes propietarios o ayuda crediticia para los arrendatarios.
La corriente liberal sostuvo un diagnóstico opuesto al del agrarismo. Para el liberalismo, la baja acumulación de capital en el agro no se explicaba por la burguesía agraria ni se debía tampoco a las deficiencias estructurales del campo, es decir, nada tenía que ver con la distribución de la tierra y con el régimen de tenencia. Por el contrario, el locus del atraso estaba justamente en lo que el agrarismo proponía como solución: la intervención del Estado.
En efecto, los liberales centraban su crítica en lo que consideraban una intromisión funesta de los poderes públicos en asuntos privados. Denunciaban que mecanismos como los impuestos, los aranceles a las importaciones y la alteración del tipo de cambio implicaban una expoliación sobre los productores de la rama más dinámica de la economía argentina. El resultado sería el cercenamiento de los excedentes, con el consiguiente bloqueo de la posibilidad de reinversión y la caída de la producción y de la productividad. Asimismo, se produciría un despilfarro económico, toda vez que los ingresos generados por el agro irían a parar, bajo la forma de transferencias, al entramado industrial ineficiente y al gasto público para sostener el entramado estatal.
En consecuencia, la solución que esta corriente esbozaba para superar el estado de estancamiento agropecuario, consistía en la definitiva erradicación de la intervención estatal. Detrás de ello estaba evidentemente el supuesto según el cual el mercado era un eficiente distribuidor de recursos, de manera que la autorregulación permitiría el mejor desempeño económico, premiando a los productores eficientes (los del agro) y castigando a los más ineficientes (los industriales). En lo inmediato, esta propuesta implicaría tres cuestiones. En primer lugar, la eliminación de todos los mecanismos de sustracción de recursos al agro. En segundo lugar, el ajuste en las cuentas públicas del Estado, a los efectos de reducir los gastos que demandaban mayores succiones a los ingresos de la burguesía rural. En tercer lugar, la eliminación del proteccionismo a la industria local.
A comienzos de 1963, sesionó el XII Congreso Nacional del Partido Comunista. Allí, se votó un documento programático para el partido. El programa elaborado caracterizaba a la Argentina como “un país de desarrollo económico atrasado y desigual, dependiente del imperialismo, cuyo pueblo trabajador sufre grandes penurias” (Partido Comunista, 1963: 3). El atraso y la dependencia serían los culpables de que la enorme riqueza nacional fuera arrebatada de las manos del “pueblo” por “un reducido grupo de grandes terratenientes, de grandes capitalistas y de monopolios extranjeros que los explotan unilateralmente” (Partido Comunista, 1963: 3). Esta estructura capitalista particular habría obturado un “desarrollo económico independiente y una vida próspera y feliz a nuestro pueblo” (Partido Comunista, 1963: 3).
En este planteo, la oligarquía tenía un lugar central. Desde la declaración de la independencia del país, este grupo habría acaparado tierras en grandes extensiones que dedicó a la ganadería y a la agricultura en forma extensiva. La concentración habría producido, de este modo, un tipo particular de capitalismo agrario, aquel que seguía la forma de la llamada “vía prusiana”. Esto es, el desarrollo de relaciones capitalistas en el campo sobre la base de la gran propiedad y la supervivencia de resabios semifeudales como la aparcería y la mediería.
Como la oligarquía tenía por objetivo la prosecución de ganancias “fáciles y cuantiosas” y se despreocupaba del desarrollo nacional, adoptaba “formas irracionales de producción” (Partido Comunista, 1963: 5), cuya consecuencia era la crisis agraria: falta de diversificación agrícola, expulsión de pequeños y medianos productores, proliferación de plagas y epidemias, entre otras. Siguiendo la lógica de este razonamiento, la contracara de esta explicación era la posibilidad de un capitalismo que, libre de ataduras imperialistas y semifeudales, promovería el impulso de una producción variada, asentada en la pequeña y mediana producción y en armonía con la naturaleza.
Como resultado de la concentración oligárquica, se produciría la ruina de los “verdaderos productores”: las “familias campesinas, los medianos y pequeños arrendatarios y propietarios, los medieros y aparceros” (Partido Comunista, 1963: 16). Estas serían ya empujadas a abandonar voluntariamente el campo o serían desalojadas por la concentración de las tierras en manos de la oligarquía y de las sociedades anónimas extranjeras. La baja de los precios por la acción de las comercializadoras, el incremento de los arrendamientos y de la carga fiscal, junto con la escasez de créditos y su alto interés, llevaría a la ruina.
Partiendo de esta relación entre las clases y del desarrollo alcanzado por el país, el partido planteó la necesidad de impulsar una “revolución democrática, agraria y antiimperialista con vistas al socialismo” (Partido Comunista, 1963: 27), que contemplara la reforma agraria y la nacionalización de las empresas, para liquidar el atraso económico y social. Esta transformación debía ser motorizada por un frente de lucha amplio que, cumpliendo tareas previas al socialismo, aglutinara a todas las fuerzas nacionales interesadas en resolver aquellos problemas. Al conglomerado de “grandes” fuerzas oligárquico-monopólico-imperialista debería oponérsele un “Frente Democrático Nacional”, de características antioligárquicas y antiimperialistas. Ese sería el polo de agrupamiento de “los trabajadores y todos los patriotas argentinos” (Partido Comunista, 1963: 3), para instaurar un gobierno democrático y popular que transformase la estructura económica y la superestructura política del país. Participaría allí la burguesía nacional, bajo la hegemonía de una alianza obrero-campesina.
Corresponde destacar que la evaluación comunista acerca de la estructura socio-económica argentina no respondía únicamente a la realidad nacional. Por el contrario, había factores exógenos que estaban determinados por la vinculación con el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Como centro político de todos los partidos sindicados como comunistas, el PCUS imponía una línea política rectora. En el caso argentino, al PC local le cabían las determinaciones propias de aquellos agrupamientos que actuaban en países “coloniales y semicoloniales” donde, sostenía el PCUS, el capitalismo no se había desarrollado plenamente y, por tanto, los revolucionarios debían trazar alianzas con sectores llamados “progresistas” de la burguesía nacional, a los efectos de liquidar las trabas “semifeudales”, en un verdadero frente nacional que abriera las puertas, más tarde, al socialismo.
En virtud de la propuesta política que desarrolló el PC, puede intuirse la estrategia que intentó desplegar en los años bajo estudio. En efecto, su propuesta fue la “alianza obrero-campesina”. Su fundamento era una premisa que constituía el corazón político del partido: tanto el proletariado como el campesinado formaban parte de las “masas laboriosas del campo”. Ambos eran productores en el sentido profundo del concepto: eran quienes generaban valor en el campo y ambos, por tanto, eran explotados. Kohen, intelectual comunista, caracterizaba al campesino como un productor directo que, al ser expropiado por los terratenientes y los monopolios, se encontraba en una situación análoga a la del proletariado (Kohen, 1968: 120). Esa expropiación alcanzaba no solo al trabajo suplementario sino al necesario, de manera tal que anulaba por completo la posibilidad de obtener una ganancia.
Es este punto, el PC discutía con otros partidos. Por un lado, con sectores que consideraban que el capitalismo estaba plenamente desarrollado en el agro, siendo entonces la contradicción central burguesía versus proletariado. Frente a ella, defendió la existencia de la masa campesina que, de ser negada, conduciría a un sectarismo afín a los intereses del gran capital, al limitar la posibilidad de alianzas introduciendo un frente de disputa con todos los productores del agro en bloque (Kohen, 1968: 94).
Por otro lado, el partido criticaba a quienes, según su evaluación, exaltaban al campesinado y olvidaban que la clase hegemónica era el proletariado. Frente a ambas posiciones el PC señalaba, primero, que la clase obrera estaba destinada a dirigir la alianza con los campesinos; segundo, que esta clase tenía por tarea atraer a todos los aliados posibles. La política de alianzas era notablemente amplia e incluía a todas las fracciones de clase que tenían como enemigo común a los latifundistas, los monopolios y la gran burguesía imperialista. Esta alianza debía soldarse a partir de la mutua defensa de intereses propios y comunes. El proletariado lucharía por salarios y condiciones de trabajo, mientras que el campesino lo haría por la rebaja de los arrendamientos, por precios compensatorios y por la reforma agraria.
A pesar de definir al campesinado como una capa laboriosa, el partido terminaba reconociendo que existían sectores explotadores de fuerza de trabajo, al señalar que la alianza debía cimentarse sobre el no enfrentamiento directo contra el conjunto de los productores: “Su política [la del proletariado] fue y es la de buscar los pactos y acuerdos zonales y no la lucha o la huelga en bloque contra los productores” (Kohen, 1968: 17). Lo que se estaba reconociendo en aquella frase era que fracciones del campesinado empleaban fuerza de trabajo asalariada, pero que los obreros por ellos explotados debían ajustar su lucha a las necesidades de la “alianza obrero-campesina”; es decir, que no debían hacer huelga a los patrones “campesinos” sino solo a los terratenientes. La consigna central entonces era “marchar con todos los sectores antilatifundistas, aún con el de los campesinos ricos” (Kohen, 1968: 117).
Finalmente, el PC reconocía que el factor que explicaba el atraso y daba pie a la alianza transformadora, era el régimen latifundista, que frenaba el desarrollo de las fuerzas productivas e impedía la colonización agraria. En el agro, el latifundio ahogaría el desarrollo de la agricultura, al arruinar a los pequeños y medianos productores que se veían imposibilitados de introducir maquinaria, ampliar sus extensiones de tierra y contratar mayores cuotas de mano de obra. El grueso de la producción quedaba así en manos de la “oligarquía ganadera” que empleaba métodos extensivos. En esas unidades, el incremento de la productividad no redundaría en mayores niveles de producción sino en un achicamiento de la explotación para obtener la misma ganancia con menos esfuerzo. Como complemento, se degradaban las condiciones de trabajo y se pauperizaba la masa de trabajadores. La contracara implícita de esto era un agro dominado por pequeños y medianos productores que redundaría en un beneficio material para la clase obrera, la que obtendría más oportunidades y mejores condiciones de venta de su fuerza de trabajo. De allí que la clase obrera deba confluir en la lucha antilatifundista del campesinado.
En cuanto al campesino, el desarrollo latifundista redundaría en su empobrecimiento y desalojo. A su vez, se dificultaba su capitalización por el aumento del costo de la maquinaria, los fertilizantes y los impuestos, y por el acceso restrictivo al financiamiento. El avance del latifundio conllevaría el del desalojo. En este punto surge una pregunta: la suerte que corría el productor campesino, ¿no era finalmente la propia de aquel capital chico que no podía competir en un momento en que aumentaba la tecnificación y, por tanto, las inversiones necesarias, y terminaba sucumbiendo en un proceso de concentración y centralización del capital? El PC respondía negativamente e indicaba que este fenómeno era propio de la lógica latifundista. Sin embargo, sus propios estudios indicaban lo contrario. En el mismo texto en el que se señalaban lo que describimos en este párrafo se indica:
Cuando se habla de costos de producción hay que tener en cuenta que estos no son los mismos para un campesino pobre, para uno medio o para un campesino rico. Al fijarse los costos promedios debe tenerse en cuenta que los costos uniformes suben al descender la capacidad económica del campesino y disminuyen notablemente al subir la escala de capacidad económica. Para los campesinos pobres los costos de producción son siempre mayores y los rindes más bajos (Kohen, 1968: 145).
La cita muestra un reconocimiento de que lo que se titulaba como “campesinos chicos y medios” eran productores menos eficientes, dados sus mayores costos de producción y su productividad inferior. Sin embargo, como finalmente para el PC todo el problema del agro se reducía a la renta de los terratenientes, la consigna central que construía la alianza obrero campesina era la de reforma agraria.
Para el PC el rol del proletariado en la revolución no era el mismo que el del campesinado. Como ya señalamos, el proletariado debía ser la clase hegemónica que nucleara y liderara las fuerzas que confluirían en la revolución. El obrero rural era, por ese mismo carácter, una pieza clave en el terreno agrario, pero por sus condiciones de vida, su dispersión y aislamiento no podía ejercer plenamente su función unificadora; motivo por el cual seguía considerándose a la fracción industrial como la más importante. La conquista del campesinado se lograría a partir de la solidaridad en la lucha, las acciones comunes, la creación de instancias de confluencia (congresos, asambleas, etc.) y la inserción de reivindicaciones propias de cada sector en un programa común. Así, el proletariado se daría la tarea de conquistar a todas las capas campesinas, fundamentalmente chica y media, pero también a la rica, siendo que una parte de la burguesía nacional podía ser ganada si entraba en colisión con el latifundio. Estas alianzas no debían ser entendidas “como una cuestión táctica transitoria, sino de principio […] como factor de unificación de todos los sectores interesados en cambios estructurales en la organización económica y política de Argentina […] es la columna vertebral del Frente Democrático Nacional” (Kohen, 1968: 175).
La reforma agraria fue la consigna central que marcó, en las décadas de 1960 y 1970, la intervención del PC en el agro argentino, tanto en relación con el proletariado rural como con el campesinado. En la óptica del partido, la reforma vendría a liquidar el atraso del agro argentino, lo que en concreto implicaba barrer con el sistema de explotación irracional del latifundio de carácter extensivo, atrasado técnicamente y de bajo rendimiento.
La reforma agraria sería la solución a dos problemas. En primer término, a la inequitativa distribución del suelo. En efecto, la reforma conllevaría la entrega de tierra barata y en cantidad suficiente a los que quisieran trabajarla, tanto en propiedad individual como cooperativa (García, 1963: 4). Una vez resuelto este problema, podría resolverse el segundo, a saber: la mejora en la tecnificación y mecanización del campo, siempre “en función de favorecer la creación de fuentes de trabajo y bienestar de la población laboriosa” (García, 1963: 4). Detrás de estas posiciones se observa una defensa del capitalismo de libre concurrencia, toda vez que se supone que, liberado de los monopolios y de la injerencia externa, una estructura basada en la pequeña y mediana explotación, tendería a garantizar el bienestar general de la nación y, por tanto, de las dos clases que en ella se asientan: burguesía y proletariado.
La reforma se inscribía en el programa general del PC. García, a quien ya nos hemos referido, aclaraba que no era todavía una medida socialista, sino que se ubicaba dentro del programa de la Revolución Democrática, Agraria y Antiimperialista. Lebedinsky, otro intelectual comunista, reforzaba esta posición al señalar que “entre la etapa agraria antiimperialista y la etapa socialista hay relación y hay diferencias. No hay una empalizada insalvable entre ambas, no hay cadenas de montañas, pero tampoco son la misma cosa” (Lebedinsky, 1965: 224). De allí que se la definiera como una revolución “en vistas al socialismo” (Lebedinsky, 1965: 224). La transición se realizaría por la vía de las cooperativas. Su función se explicaba en los siguientes términos:
Los comunistas, para los países que se han sacudido del yugo imperialista, propiciamos la vía no capitalista de desarrollo. Esa vía no significa, desde luego, la expropiación de los campesinos dueños de su tierra y de sus instrumentos de labor, sino su incorporación a la economía socialista a través de las cooperativas de producción, que elevan la productividad mediante la explotación de grandes extensiones con medios modernos y evitan la ruina para la mayoría de los campesinos (García, 1964: 79).
La cita muestra una contradicción que el partido intentaba procesar. La producción campesina de pequeña escala no podía ser la base de un incremento de la producción y de la productividad, ni un punto de partida para la colectivización socialista, en tanto fragmentaba aquello que se buscaba centralizar. El reconocimiento de la necesidad de instituir cooperativas de productores muestra efectivamente que era necesaria una concentración de los medios de producción y no su atomización en productores más pequeños.
En cuanto a la estrategia, la reforma agraria debería hacerse por “medios pacíficos”, para lo cual era condición sine qua non que se uniera “la gran mayoría del pueblo” en un gran Frente Nacional para derrotar a las “fuerzas retardatarias”. En caso de que esa minoría opuesta a la transformación se negase a admitirla, se “deberá incluso recurrir a medidas de fuerza para obtenerlo” (García, 1963: 4).
La defensa de la consigna de reforma agraria se delimitó respecto de lo que se consideraba como una oposición por izquierda y por derecha; posiciones que tendrían en común la caracterización según la cual la Argentina habría completado su proceso capitalista. Los “derechistas” -así identifica el PC al desarrollismo-, defenderían la necesidad de impulsar el crecimiento capitalista por la vía de intensificar la productividad sin alteraciones en las relaciones de producción. Al desarrollismo se lo ubicaba entre los que están interesados en fomentar la “gran empresa rural”, eliminando la economía familiar por antieconómica (García, 1963: 26). Los “izquierdistas”, a los que se caracteriza como “grupos pequeños y sin base de masas” (Lebedinsky, 1965: 20), por su parte, señalarían la necesidad inmediata de dar paso a una revolución socialista, pues para ellos “los chacareros serían capitalistas del agro que ninguna posibilidad revolucionaria ofrecen. Entre los obreros rurales no habría pues deseo de luchar por la tierra” (González, 1963: 12). Esta frase es sumamente clarificadora del programa agrario del PC, ya que denota la defensa de la existencia de un potencial revolucionario en los llamados “chacareros” o campesinos, el cuestionamiento de su carácter capitalista y la reivindicación lo que podríamos llamar demandas agrarias de la clase obrera que aspiraría a convertirse también en propietaria.
Lo que estas dos posiciones obviarían, sería que el desarrollo industrial argentino era muy limitado, acotado sólo a la industria ligera, por lo cual no podría ser la base para un ensanchamiento en profundidad (es decir, de un aumento de productividad) en el agro. El dominio imperialista aseguraría el modelo basado en la exportación de productos agropecuarios a cambio de la importación de maquinaria que no se producían en el país. Por otro lado, que el agro se encontraría en un proceso de crisis, cayendo sus niveles de producción por la existencia del latifundio que degradaría las condiciones de vida del obrero rural y del campesinado, fomentando la emigración y el despoblamiento.
Un espacio particular donde se delimitó claramente lo que se entendía como reforma agraria fueron las Jornadas Agrarias de la Confederación General del Trabajo de 1963. Allí se combatió especialmente a las oposiciones “por derecha”. Por un lado, la del Centro Argentino de Ingenieros Agrónomos, expuesta por Araldo Eckell, quien, en sintonía con el desarrollismo, habría señalado que el problema central del campo era técnico y de inversiones (Sepiurca, 1964: 4). Héctor Argentato, en representación de la Asociación de Economistas Argentinos, sugirió que la reforma debía realizarse sobre tierras insuficientemente explotadas. Otras posiciones, como la del economista Aldo Ferrer, señalaron la posibilidad de realizar la reforma agraria afectando solo al 10 o 15% de la tierra, en un cambio evolutivo y no revolucionario. Dicho cambio se motorizaría por la vía de utilizar el sistema impositivo mediante un impuesto progresivo en proporción al rendimiento potencial. Esta última era considerada por el PC como una medida progresista que castigaría al productor ineficiente (latifundista). Serviría para trasladar el peso impositivo del “agro modesto” a la gran explotación improductiva (Lebedinsky, 1965: 229). De todos modos, se advertía que su implementación podría arruinar a pequeños productores, de manera que, aquí, el PC acababa reconociendo el carácter improductivo de éstos y, por ello, consideraba que este mecanismo era “accesorio” y no un reemplazo a la reforma agraria.
Para el PC, en conclusión, se trataba de variantes que no configurarían una verdadera reforma agraria. Ésta debía partir de la eliminación del latifundio, del arriendo y de otras formas de acceso a la tierra.
Habiendo descartado las opciones que el PC no consideraba alternativas reales, reconstruimos cuál era en concreto su propuesta. En primer lugar, su reforma agraria planteaba la expropiación por parte del Estado, sin indemnización, de las grandes propiedades terratenientes; independientemente de su carácter nacional o extranjero. Geográficamente, así como la reforma privilegiaba las grandes explotaciones, debía hacerlo con la pampa húmeda; región donde se encontraban las mejores tierras y donde estaba el grueso del sujeto protagónico del proceso: los campesinos arrendatarios y el proletariado rural (Lebedinsky, 1964: 10).
Esta propuesta de expropiación incorporaba los útiles de labranza y el ganado. Su reparto tendría como destinatario a los obreros sin tierra y a los campesinos. Las formas llamadas semifeudales -aparcería, mediería- serían prohibidas, y quienes se encuentren trabajando bajo esas relaciones, recibirían tierras en propiedad. Otros beneficiarios serían los ocupantes de tierras fiscales y las comunidades indígenas expropiadas. En este sentido, se advierte como la reforma era pensada como una punta de lanza para el desarrollo capitalista, en tanto que liquidaría los resabios precapitalistas y dotaría de medios de producción a aquellos que podían dar lugar a un verdadero desarrollo farmer: campesinos y obreros.
Quienes escaparían a la expropiación serían aquellos propietarios que llevaran adelante una explotación racional, aceptaran las leyes del Estado y aseguraran buenas condiciones de vida y trabajo a sus obreros. Tampoco serían expropiadas las pequeñas y medianas propiedades, ni aquellas cuyo parcelamiento resultara antieconómico. Estas últimas quedarían en manos del Estado o de cooperativas.
Los sectores interesados en la reforma serían los propietarios minifundistas, los arrendatarios, los hijos de colonos sin tierras, los peones rurales y los campesinos desalojados. Es decir, todos aquellos que conformaban, para el comunismo, las “capas laboriosas”. Sin embargo, despertaría interés, reconoce el PC, también entre los sectores urbanos: la clase obrera, los empleados, la pequeña burguesía urbana, los estudiantes, los profesionales y la burguesía nacional. Esto se debía a que la reforma agraria trazaría una alianza mercadointernista en la que confluiría la burguesía industrial: el excedente agrario estimularía las exportaciones y el mercado interno, ampliándolo. A su vez, eliminaría a la oligarquía y a sus “socios imperialistas”. Con estas transformaciones se habilitaría un incremento rápido de la producción agraria sobre la base del correcto aprovechamiento de la gran fertilidad del suelo del país. Esto, a su vez, ampliaría su capacidad de reproducción impulsando el desarrollo industrial, las fuentes de trabajo, el poblamiento del interior y la mejora de la cultura, la técnica y el progreso.
En resumidas cuentas, “en la reforma agraria está la gallina de los huevos de oro que puede sacar al país de su actual crisis y no en mendigar empréstitos onerosos a las metrópolis imperialistas” (Lebedinsky, 1965: 10). Aquí nuevamente se observa cómo la reforma era visualizada como la clave para resolver el atraso argentino, en la medida que, liquidada la “oligarquía”, se destrabaría el nudo que ahogaba a la industria, y la nación se embarcaría hacia un desarrollo capitalista integral; es decir, que comprendiera tanto al campo como a la industria urbana. En este sentido, el PC ubicaba todas las limitaciones al desarrollo industrial del país en la ausencia de excedentes, y defendía un ideal según el cual cualquier capitalismo sería capaz de alcanzar un desarrollo de todas sus ramas.
El Estado se erigiría en un actor central, encargado de controlar que la producción pudiera ubicarse a precios compensatorios en el mercado interno, y que el excedente pudiese ser colocado en el exterior en condiciones adecuadas. El mismo Estado se ocuparía de construir obras de infraestructura (caminos, transporte, etc.), fomentaría la creación de chacras y granjas experimentales, así como estaciones de tractores y maquinaria agrícola. La reforma agraria del comunismo tenía una clara impronta estatista, y debe tenerse en cuenta que el gobierno que emprendería esta transformación no era exclusivamente comunista sino fruto de una amplia coalición democrática.
El otro punto central sería el problema del pago de indemnizaciones a los expropiados. Partiendo del señalamiento de que el precio venal de la tierra se encontraba sobrevaluado, el comunismo descartaba la posibilidad de propiciar la reforma sobre la base del pago a esos montos. De hacerla de ese modo, se trataría de un negocio a favor de la minoría terrateniente y a expensas de la riqueza del país; sobre todo si su pago implicaba recurrir a empréstitos extranjeros. En tal sentido, se defendió que los precios deberían fijarse teniendo en cuenta los antecedentes históricos de la apropiación de la tierra por la clase terrateniente, el valor fiscal y el valor productivo. Con todo, se pagaría con bonos rescatables en 25 años con “intereses módicos”, de modo que el agricultor pudiera destinar el equivalente al 5 o 10% de lo que producía anualmente para el pago del rescate. En este punto, la propuesta exhibe su moderación, toda vez que no se basaba en la expropiación forzada y sin pago, sino en una cotización “justa” según determinados criterios.
Con la consigna de “reforma agraria”, el partido batalló en varios frentes. Por un lado, en el ámbito parlamentario, con un proyecto de ley que fue diseñado para implementar la reforma agraria por vía legal en 1962. Por el otro, una carta abierta editada en 1974 que intentaba establecer un dialogo con los campesinos para explicar la medida; es decir, que fue utilizada como herramienta de agitación.
El proyecto de reforma agraria fue presentado de manera integral por la militante comunista y concejal Alcira de la Peña en septiembre de 1961, en el marco de la interpelación al secretario de Abastecimiento y Policía Municipal de Capital Federal en el Consejo Deliberante de esa ciudad. Fue reeditado tres años después en forma de boletín para su difusión, a los efectos de realizar “un aporte patriótico y progresista a un problema tan fundamental” (Partido Comunista, 1965: 1).
Por otro, el partido también encaró una campaña de difusión masiva de sus ideas a través de un cuadernillo bajo la forma de “carta a los campesinos y al pueblo argentino”, en el que se explicaba de manera clara y sencilla lo que significaba la reforma agraria para el partido. Este documento está fechado a comienzos de 1974. Escrito a manera de carta abierta y refiriéndose a un lector que es “compañero campesino” o “compañero trabajador”, el autor lo interpelaba señalando que se trataba de un intento de que “comprendas bien [la reforma agraria] para que te pongas a trabajar para lograrla de una vez” (Bondone, 1974: 9).
El texto comenzaba ofreciendo cifras que mostrarían que la superficie de la Argentina se encuentra enormemente desperdiciada: en 137 millones de hectáreas ganaderas se ubican solo 54 millones de vacunos, mientras que, de 80 millones de hectáreas aptas para cereal, se encuentran sembradas solo 4 millones, a lo que se suman 22 millones de hectáreas de tierras improductivas. Una cuenta abstracta que suponía que toda la tierra era apta para la agricultura. El despilfarro de la tierra se complementaría con una baja población rural, estimada en siete millones y medio contra casi dieciséis millones urbanos, cifras que descienden a tres millones y medio y seis millones respectivamente si se atiende a la franja económicamente activa. Contrastado con países europeos, sería una población muy baja. Esto contribuiría a explicar el retroceso de la producción agropecuaria. ¿Cuáles serían las causas? La concentración de la tierra bajo la forma de latifundio, particularmente agravado porque buena parte de ella está en manos de extranjeros, “lo que equivale a la expropiación de la tierra nacional por empresas o intereses trasnacionales” (Bondone, 1974: 16). Los objetivos de estos terratenientes no pasarían por la producción sino por la especulación con el precio venal de la tierra. De allí que esta clase fuera la responsable del estancamiento del campo. Así, los enemigos del progreso eran, para el PC, la oligarquía y el imperialismo.
La vía para la superación sería la “ley de reforma agraria integral y profunda” para la liberación nacional. El texto apelaba al nacionalismo e incluso se emparentaba con la terminología utilizada por el peronismo que, entonces en el gobierno, tenía un discurso centrado en la “liberación nacional” contra la “injerencia extranjera”. Seguido a ello, discutía que la reforma fuera sinónimo de tecnificación o modernización. Por el contrario, su clave estaría en la “modificación sustancial del actual régimen de propiedad y tenencia de la tierra” (Bondone, 1974: 18), con la muerte del latifundio y del minifundio. Asimismo, el folleto insistía en la idea de un frente popular puesto que “de lo que se trata hoy es de impulsar un proyecto aceptable por todos, se trata de la unidad de acción en un proyecto común” (Bondone, 1974: 19).
Esa ley establecería la adjudicación de tierra con vivienda, maquinaria y créditos para la explotación y los arrendatarios, aparceros, medieros y obreros devendrían propietarios. Pero también serían beneficiados los anteriores propietarios que no tenían latifundios: “hay que sacarles de la cabeza el temor infundido de que ‘la reforma agraria les va a expropiar sus tierras’; esa es otra propaganda en contra de la reforma agraria que hacen los enemigos” (Bondone, 1974: 20). En definitiva, se beneficiarán los pequeños y medianos productores. Aquí, sin embargo, el piso en tamaño de las tierras expropiables se había bajado a mil hectáreas, al menos para la zona pampeana. El pago, como vimos, no se basaría en el precio venal porque “la reforma agraria hay que hacerla revolucionariamente, para hacerla hay muchas formas, pero vamos a ubicarnos en el momento actual -1974- con gobierno popular y tenemos esta solución: la tierra se pagará a valores no venales ni de especulación” (Bondone, 1974: 22). Intentando combatir la idea de que constituiría un enorme gasto dinerario, el autor del texto explicaba que se pagaría con bonos a cobrar en plazos no menores a los 33 años. Despejaba también el mito de la “nacionalización de la tierra”: “Estoy seguro que estarás pensando ‘que los adjudicatarios van a tener la tierra, pero el verdadero dueño va a ser el Estado’. No es así. Esa es otra forma de hacer propaganda en contra de la reforma agraria. La tierra que se adjudique lo será en propiedad” (Bondone, 1974: 23). Seguidamente explicaba que podrían explotarse individualmente o en una cooperativa voluntaria. Luego agregaba que el adjudicatario pagará el precio al que se expropió con un incremento del 6% para gastos de administración, contemplando reducciones del 5% del monto por cada hijo y condonación de la amortización en tiempos de mala cosecha. Esta ventaja tenía una obligación: respetar los planes que estableciera el Consejo no vendiendo la tierra. A cambio, habría facilidades de créditos y seguros. Las únicas tierras de expropiación sin indemnización eran las sociedades anónimas extranjeras. Finalmente, el aumento del ingreso por producción agraria permitiría que el país recuperara posiciones y prescindiera del crédito extranjero, lo que lo llevará a la liberación nacional.
En resumen, vemos que el partido concentró su estrategia en la alianza obrero-campesina, lo que convertía al agro es un espacio central. La consigna que debería forjar esa alianza era la reforma agraria, de la cual ya hemos explicado en detalle sus alcances, beneficiarios y mecanismos. Lo que todo ello pone sobre la mesa es que, en rigor de verdad, el beneficiario de esa alianza era el sector social llamado campesinado. El proletariado rural aparecía relegado y solo obtenía de la reforma algunas concesiones elementales: salario mínimo y vital, jornada de 8 horas, y otras conquistas sindicales. Este esquema muestra, una vez más, la coherencia de un programa político que consideraba necesario consolidar una burguesía y que, para ello, reivindicaba al pequeño y mediano capital, al que considera más productivo.
Como hemos podido reconstruir, el diagnóstico agrario del Partido Comunista puede resumirse en las siguientes líneas. El campo argentino estaba dominado por la gran propiedad agraria en manos de una clase suficientemente acotada en número: la oligarquía. Esta clase le imprimía una dinámica particular al desarrollo capitalista o, mejor dicho, lo frenaba. Ello se debía a su forma de comportamiento, ajena a toda racionalidad económica y alimentada por la búsqueda de grandes ganancias con bajos esfuerzos. El resultado era, finalmente, el despilfarro de la riqueza nacional y la baja productividad en la explotación agropecuaria. Al otro lado, una clase numerosamente importante pero económicamente débil sufría esta realidad: el campesinado chico y mediano. Incapacitado de acceder a la propiedad de la tierra, debía conformarse con unidades productivas pequeñas y arrendadas, lo que imposibilitaba su completo aprovechamiento. Así, en un extremo una capa parasitaria gozaba del control absoluto del factor productivo esencial, la tierra, mientras que los “verdaderos productores” permanecían desprovistos de lo más elemental.
La conclusión política de este diagnóstico fue la defensa de una estrategia para la transformación social profunda a la que el comunismo apostaba –la alianza obrero campesina- y una consigna que permitiera construirla –la reforma agraria-. Esta última tuvo un rol central en la práctica política del partido, llegando a ser el corazón de su propuesta en la etapa. Con ella, pretendía minar el poder económico de la llamada oligarquía y favorecer el desarrollo capitalista entregando la tierra a los productores que podían explotarla racional y productivamente, el campesinado.
Examinando esta propuesta desde la perspectiva del debate agrario argentino, en el cual se habían delineado dos posiciones –la liberal y la agrarista-, podemos concluir que el comunismo no se convirtió en una opción que terciara en el debate, sino que se ubicó en el terreno del agrarismo. En efecto, su diagnóstico era el mismo que defendiera esta corriente: el problema del desarrollo agropecuario estaba en las características sociales de la clase que dominaba el campo. Y la solución también se correspondía: desde el Estado era necesaria una medida radical, la reforma agraria, que expropiara a los que poseían en abundancia, para entregar a los desposeídos. Sin dudas, se trata de una modulación radical del agrarismo, pero no escapa a las determinaciones generales de éste. El comunismo abonó, así, una propuesta que introducía transformaciones significativas aún en el marco de un ordenamiento social capitalista que no era impugnado en sus fundamentos.
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