Resumen: De origen siciliano, Francesca Gargallo estudió Filosofía en Roma y Estudios Latinoamericanos en México. Entre su vasta producción destacan los libros Ideas feministas latinoamericanas. Feminismos desde Abya Yala y Las bordadoras de arte. También escribe poesía y ha publicado novelas. Entrevistada por Gustavo Cruz y Agustina Fornero, habla aquí acerca de su itinerario intelectual, de su militancia feminista, de los complejos vínculos entre lenguas y estados-nación, de su crítica a la idea de Latinoamérica, de su interés por las luchas de las mujeres indígenas, del respeto a la palabra y del diálogo como formas de trabajo, de la importancia de la dimensión estética, del lugar del diálogo en las distintas tradiciones feministas, del feminismo como epistemología cuestionadora e inversora de las jerarquías.
Palabras clave:ideas feministasideas feministas,Abya YalaAbya Yala,historia de las ideashistoria de las ideas,estéticaestética.
Abstract: Of Sicilian origin, Francesca Gargallo studied Philosophy in Rome and Latin American Studies in Mexico. Her production includes the books Ideas feministas latinoamericanas. Feminismos desde Abya Yala and Las bordadoras de arte. She also writes poetry and has published novels. Interviewed by Gustavo Cruz and Agustina Fornero, she talks here about her intellectual journey, her feminist militancy, the complex links between languages and nation-states, her criticism of the idea of Latin America, her interest in the struggles of indigenous women, her respect for the word and dialogue as forms of work, the importance of the aesthetic dimension, the place of dialogue in different feminist traditions, feminism as an epistemology that questions and inverts hierarchies.
Keywords: feminist ideas, Abya Yala, history of ideas, aesthetics.
Entrevistas
Historia de las ideas en diálogos feministas. Entrevista a Francesca Gargallo Celentani
History of ideas in feminist dialogues. Interview with Francesca Gargallo Celentani
¿Cómo narrarías tu tejer y andar por la filosofía, la historia de las ideas y la investigación social? ¿Y por la literatura y la poesía, que son imposibles de desvincular de la filosofía? Subrayamos el tejer porque es una figura importante para tu pensamiento.
Desde que empecé un diálogo, que a veces se interrumpe y a veces es más intenso, con mujeres de diversas culturas de América o de Abya Ayala, me di cuenta que tejer es un hecho importantísimo para narrar nuestra historia, nuestras imágenes y símbolos. Creo que la imagen del tejer es importantísima. Por otro lado, tejer me remite a un saber de mujeres, que generalmente las culturas no retoman. Pero las mujeres son tejedoras desde siempre. Desde el siglo XVII, la imposición de las Bellas Artes ha hecho que el tejido se convirtiera en un arte menor, un arte de mujeres, y por eso fuera ¡muy libre!, ¡porque ya no lo controlaban!
Me doy cuenta que después de escribir unos tres poemas que me nacieron de la emoción, después de escuchar la voz y ver cómo se movían las mujeres migrantes por todo el territorio mexicano, por este territorio-frontera –porque debemos cuidarle la espalda a Estados Unidos–, pasé después a escribir tres artículos centrados en una reflexión, uno más periodístico, otro que es un intento de análisis de qué es la migración de las mujeres en los territorios americanos, donde todas las fronteras son coloniales. Las fronteras realmente son un invento de los últimos doscientos años, cuando por mil años los pueblos fueron de Norte a Sur y de Sur a Norte. Entonces, paso de la poesía a la investigación social sin interrupción, así como una aguja entra y sale de la tela.
Yo estudié Filosofía en la Universidad de Roma La Sapienza, en la década de 1970, porque no existía la carrera de Historia. Entré a la Universidad a los diecinueve años. A la historia se llegaba por vía de la literatura o por vía de la filosofía. Sin embargo, tanto el Instituto de Historia Medieval como el de Historia Moderna eran muy importantes. En esos años, inmediatamente posteriores al 68, las y los estudiantes armábamos nuestro propio plan de estudios solamente con el registro ante un profesor. Y yo armé un plan de estudios con las ocho materias del campo de la filosofía teorética y todas las demás materias que podía escoger. Elegí las que me gustaban de la filosofía, todas las demás fueron de historia, sobre todo de historia medieval.
Después de dos años, mi maestro de Historia Medieval me dijo: “Sabes qué, Francesca, eres una extraordinaria historiadora, pero tu latín es muy pobre ¡y tu griego es casi nulo! Pásate a Historia Moderna.” [Ríe] Y me pasé a Historia Moderna, que me abrió a otro campo de la filosofía: la Historia de las Ideas y la Historiografía. Y sobre todo a la Filosofía de la Historia, que tenía una larga tradición en la Universidad de Roma. Por otro lado, también me abrió a la Antropología, para no quedarme sólo con la historia occidental moderna europea. Eso determinó, de alguna manera, que terminara dándole importancia a la filosofía.
Para mí fue un cambio total, la filosofía me llevó a la filosofía política, a otras lecturas y a la presencia de una maestra maravillosa, la única maestra de filosofía mujer en esa época. Era Ida Magli. Con ella me abrí a entender por qué las mujeres estamos ausentes en la historia, no sólo del registro –que finalmente es una cosa grave– sino ausentes del reconocimiento de nuestra capacidad epistemológica, de producir y crear conocimiento.
Eso me llevó siempre a preguntar: ¿quién produce conocimiento?, ¿quién hace las cosas? Y en hacer las cosas está también el hacer artístico. El hacer de la poeta y el hacer de la narradora se entrelaza con el hacer investigación, con el estudiar, que también es un hacer. Y por supuesto con esta parte más fácil de reconocer que es la militancia y el trabajo con otras mujeres. Así se tejió mi camino, desde muy joven intento construir redes. Y estas redes, que a veces se convertían en enredos [ríe] (¡mis redes a veces se enredan mucho!). Siempre intentaba sacarle el jugo, quizás no siempre lo logré; sin embargo, volví a tomar la mano que se me tendía para pensar con otras personas o con otro grupo de personas.
Seguramente pasé de una militancia de corte más marxista a una más feminista. Sigo pensando que hago política desde el feminismo. Desde un lugar. Pero eso significa muchas cosas, entre otras, que no hago política desde el saber institucionalmente reconocido. Y claro, en eso me ayudó muchísimo seguir mis estudios fuera de Europa. Llegar a México; y entrar a la Maestría en Estudios Latinoamericanos en la UNAM donde, además de los maestros que se me asignaron, tuve la suerte de encontrarme con un maestro-amigo, con un hacedor de grupo y libertario del pensamiento como Horacio Cerutti Guldberg. Horacio es un hombre que me dio la libertad de pensarme como alguien que hace filosofía. Hasta ese momento nunca me había atrevido a pensarme como tal. Me pensaba como historiadora. Me pensaba como ¡muchas cosas!, pero decir la palabra filósofa me costaba. Hasta que un día Horacio me dijo: “Déjate y acéptalo. Tú haces un pensamiento teorético. Por lo tanto, tu historia es una historia compleja, te interesa la historia de las ideas”. Me doy cuenta de que hoy, que me estoy ocupando más de estética, me llama sumamente la atención la modificación de los conceptos estéticos a lo largo de la historia.
Francesca, tú eres siciliana. ¿En qué sentido eso te dio un modo particular de entender el mundo y América Latina?
Bueno, ser siciliana quiere decir ser una persona que tiene el pasaporte del país que la invadió. Así de fácil. Yo tengo el pasaporte italiano, e Italia es un país que se construye en 1860 a partir de la invasión militar de los piamonteses sobre todo el resto del país, donde había ocho Estado-naciones u ocho Estados por Nación. En particular, en Sicilia: como éramos ricos fuimos empobrecidos. Para empobrecernos se tuvo que imponer la idea de que éramos feos, atrasados, incapaces de desarrollo. Lo decía sobre todo un ser, que yo detesto con toda mi alma, y que como historiadora me niego a justificar. Un tipo que se llamaba Nino Bixio y que fue el acompañante de ese pobre ingenuo de Giuseppe Garibaldi. Bixio era un mal bicho, un colonizador, que decía que un siciliano muerto al final de cuenta era un problema menos. Y cuando nos llamó a firmar la paz, apostó a sus soldados y nos mató a treinta mil.
Es una historia muy muy parecida a la historia indígena. Yo no lo sabía antes de llegar a América, por supuesto. Pero el hecho de ser siciliana me hizo siempre ser muy cercana a las historias que me contaban las personas que me iba encontrando en los pueblos. Recién llegada a México, por ejemplo, una vieja señora zapoteca me dijo: –“Otra historia hubiera sido que si la llegada de los españoles no hubiese sucedido exactamente un año después de que nosotros habíamos perdido frente a los mexicas”. Me di cuenta de que había algo muy cierto. Los zapotecos y mixtecos habían resistido setenta años a los mexicas, los mal llamados aztecas. Entonces cuando llegaron los españoles estaban agotados. Habían agotado sus recursos y sus fuerzas, y la población estaba disminuida: no pudieron resistir como hubieran resistido. Entonces, esta historia me recuerda a la mía.
Después me encontré, hace unos nueve o diez años, con una de las mejores y más entrañables lingüistas de América, una mujer del pueblo Mixe, mixe o ayuuk, que se llama Yásnaya Aguilar Gil. Ella me enseñó que las lenguas indígenas juegan en todo el mundo un mismo papel: el de resistirse a la lengua del Estado-Nación. El papel que ha jugado el Estado Nación ha sido el de borrar nuestras lenguas. Ella dice: “–Al inicio de la vida independiente de México el 82% de la población hablaba alguna lengua originaria además del español. Hoy sólo el 13% de la población lo hace”. Es decir, los doscientos años de vida independiente y republicana jugaron un papel en la educación, directamente relacionado con la pérdida de las lenguas que no son las lenguas nacionales. ¿Y qué son las lenguas indígenas? ¿Y qué es el siciliano?, ¿qué es el catalán?, ¿qué es el bretón en Francia? Son lenguas que no tienen un Estado-nación que las impulse sobre las demás lenguas habladas por la población en un territorio. Por lo tanto, son lenguas que han vivido en la Modernidad última, desde el Romanticismo y el Siglo XX, una lucha constante contra el Estado-nación que se quería formar con una lengua, una religión, un gobierno, etcétera, pero siempre uno. Como si fuese un dios único. Yo soy politeísta total.
Retomando la cuestión de la Historia de la Ideas, eres una pionera en realizar una historia de las ideas feministas “latinoamericanas”. ¿“Latinoamericanas” o “nuestroamericanas” o “del Abya Yala”? ¿Cómo surge esta historia de las ideas?
La historia de las ideas feministas, como historia de las ideas, vino de mi militancia. En 1993 estábamos en el 6º Encuentro Feminista Latinoamericano en El Salvador, y un grupo de mujeres dijimos ¡no! No pertenecemos a la corriente hegemónica del feminismo latinoamericano que va a aceptar ocuparse sólo de violencia, violencia sexual en particular, y de derechos reproductivos. Debemos seguir pensando la creatividad de las mujeres, la fortaleza de las mujeres como creación de formas de construcción de algo que no fuera patriarcal. En ese momento nos dimos cuenta que las feministas autónomas no éramos sólo cuatro gatos –porque éramos realmente poquísimas– sino que éramos una corriente que pensaba distinto de la corriente general. Y no éramos la única corriente. Es cierto, éramos las que estábamos dando la cara. Pero había un feminismo de los sectores populares que tenían un plus de cercanía con el feminismo hegemónico, que tenían pensamientos muy diferentes. Piensa en el conflicto sobre el trabajo, sobre la idea misma del trabajo, una diferencia que puede ver únicamente una empleada doméstica. Eran pensamientos distintos, no eran sólo condiciones de clases distintas. Era un pensamiento que nacía de la condición de clase. Y creo que Ideas feministas latinoamericanas (2006)1 nace después de la experiencia del 1993 a 1997 con el feminismo autónomo latinoamericano, donde pensamos la autonomía feminista ya no sólo con respecto a los partidos políticos –como en los años setenta–, sino también con respecto a la autonomía de las financiadoras, que a través del chantaje del dinero podían decirnos qué debíamos investigar, en qué línea debíamos ir. Por ejemplo, dejaban afuera al eco-feminismo, al pensamiento revolucionario de las mujeres, a la reflexión sobre cómo derrotar al patriarcado.
El patriarcado había sido tan bien descripto por una alemana que se llama Gerda Lerner, una grandísima historiadora, quien se atrevió a decir que el patriarcado era histórico. Seguida por un grupo de historiadoras que reconoció la necesidad de entrar en la Universidad y dar clases.
La academia siempre fue una amortiguadora de las ideas más radicales y necesita de alguna manera lograr que la investigación sea aceptada por la mayoría silenciosa y una minoría que gira alrededor del poder de la enseñanza, sobre todo la que se quiere imponer a través de la enseñanza de Estado. A pesar de que en América Latina las universidades son autónomas, que es muy importante, siempre responden a una demanda general de la economía y de las políticas del Estado. A pesar de esto, las universidades latinoamericanas son más libres que las europeas, porque son autónomas. Renunciar a la autonomía sería muy grave.
Retomo la idea. Me di cuenta en los noventa que en los años ochenta América Latina había sostenido la línea del pensamiento feminista que, por lo menos en Estados Unidos y en la Europa de [Margaret] Thatcher, había sido brutalmente agredida. Hay estadounidenses que hablan directamente de que en la década de los ochenta el gobierno de [Ronald] Reagan inició una guerra contra las mujeres. En cambio, en América Latina en 1981 se hacía el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe; las mujeres se manifestaban abiertamente feministas.
Pero desde finales de los ochenta, con el fin de las guerras de liberación nacional en Centroamérica y de las dictaduras en Sudamérica, empieza a decirse que el feminismo no sirve de nada, que las mujeres ya lo tienen todo. Y en 1993 las madres de Ciudad Juárez (México) dicen: “A las mujeres nos están matando, están matando y desapareciendo a nuestras hijas”. Y nace todo un pensamiento alternativo sobre algo que son las madres que nombran, que después las activistas urbanas y las académicas empiezan a analizar y nombrar como feminicidio. Pienso en Marcela Lagarde, en Rita Laura Segato, en Julia Monarres. Pero pienso también en hombres como Sergio González y su grandísimo libro Huesos en el desierto. Se dan cuenta del fenómeno que han nombrado las madres populares. Sus voces son recogidas no como voz de informantes sino como víctimas que deciden no ser víctimas. Una madre de una mujer asesinada es una víctima del feminicidio de su hija y decide saltarlo e ir más allá.
Nosotras en El Salvador nos enfrentamos a aceptar las ideas de la socialdemocracia. Para 1993 ya había caído la Unión Soviética. En el pensamiento político masculino las mujeres debían ser atraídas hacia una izquierda que ellos dominaban, donde no podían ser radicales. En realidad, en 1993 las feministas autónomas resistimos la “social-democratización neoliberal” o el “enjuague posmoderno” de todo el feminismo latinoamericano. Y lo hicimos sin darnos cuenta de que éramos una punta de lanza hacia otras ideas, que venían de los sectores populares que no aceptaban por ejemplo las firmas de los acuerdos de paz, o que no aceptaban que con la firma de los acuerdos de paz se había acabado la lucha política.
Ahí me di cuenta que debíamos escribir esa historia. Es la historia de las ideas que se confrontaban en ese momento en América Latina desde posiciones feministas. Y que las academias menospreciaban porque estaban atraídas por categorías como “género” o “sexo-género”, que vienen del feminismo estadounidense. Nosotras no hablábamos en términos de género sino de sexo político-social. El gender, esta palabra tan inglesa, se ha impuesto. Es un concepto útil desde la historia y la antropología, pero es un concepto no-político. Es un concepto explicativo que sirve para darse cuenta de cómo una sociedad construye la división entre mujeres y hombres como una división de poder. Pero no sirve para darle la vuelta. Los años noventa eran difíciles. Nos empezaron a matar, como dieron la alarma las madres de Chihuahua. Nos empezaron a matar desde Ciudad Juárez hasta la Patagonia, sin que los Estados intervinieran, ni le pusieran fin a eso. Desde Chihuahua a la Patagonia somos asesinables y los asesinos son impunes. Eso empezó en los años noventa y era algo que debíamos revertir de alguna manera. No era sólo apelar a más seguridad; queríamos construir otra cultura y lo decíamos. Lo decían las madres, las defensoras de los barrios populares.
Muy pronto, desde finales de los años noventa, se empezaron a levantar las voces de las mujeres indígenas. También porque en 1994 se dio el levantamiento zapatista, las mujeres nasas de Colombia se lanzaron a apoyar a las mujeres zapatistas, y se dio allí una unión increíble entre el CRIC [Consejo Regional Indígena del Cauca] colombiano y los zapatistas por una comunión de ideas que eran también ideas de las mujeres. Mujeres nasas y mayas decían: “decidimos sobre nuestro cuerpo y tenemos derecho a elegir”. ¡Nada menos! ¡Me voy a casar con quien yo decida y voy a estudiar como yo quiero! No es casual que entre los mayas y las mayas zapatistas y entre las nasas haya una relación público-privado enorme. El intento zapatista de que todos los cargos al interior de la organización de los territorios liberados sean un 50% a cargo de mujeres y un 50% a cargo de hombres fue un cambio ideológico, que es un cambio práctico, y no hay diferencia entre las dos cosas. Ésa es una idea que hay que subrayar: no hay diferencia entre mi práctica y mi teoría. Esto sucede también, o ha intentado suceder en el CRIC. No sé si ha sucedido en otras organizaciones mixtas indígenas de América Latina. Creo que esto cambia a América Latina completa. Hay un feminismo académico, hay un feminismo indígena, hay un feminismo popular…
Tu libro Feminismos desde Abya Yala (2012, primera edición)2 abrió un debate urgente sobre los feminismos indígenas –o, mejor, sobre cuatro corrientes “feministas indígenas”– el feminismo “latinoamericano” y el feminismo “blanco u occidental”. ¿Qué piensas hoy de tu obra y su recepción?
Sigo creyendo que es una obra donde yo intenté ser muy respetuosa de la palabra que se me confiaba y poníamos en diálogo. De entrada, es un libro que no se hubiera escrito jamás, de no existir una poeta maya q’eqchi’ como Maya Cu, que aceptara dialogar conmigo sobre algo que un principio nos pareció muy simple: la actitud racista. Empezamos a dialogar sobre la expresión del racismo. Yo he tenido beneficios por el racismo que me he negado a recoger, pero me los daban igual y para mí eso era terrible. Porque reconocerse como portadora de estos beneficios, fundamentalmente por mi pasaporte europeo, era terriblemente agresivo. Porque yo sí quería –soy una filósofa de la diferencia– que todas nuestras diferencias tuvieran oportunidades. Y eso no se da, pues el racismo lo impide. Y al racismo lo recibes como un privilegio, en determinadas condiciones como la de una mujer blanca, sana, con estudios, con cierto lugar en la sociedad. Perteneces a ese grupo minoritario que en América Latina coincide casi siempre con un grupo de clase acomodada o de clase que tiene facilidad para llegar a tener buenos salarios y buenas posiciones en la representación pública. Hablamos de eso con Maya Cu, que es tan buena poeta como puedo serlo yo y toda poeta semejante. Pero Maya logra con mucha dificultad y con apoyo de otras mujeres publicar sus poemas aun en condiciones de discriminación. Entonces, fue en este diálogo que pudimos decir lo que percibimos desde América Latina, desde dos condiciones distintas, una desde un anhelo de igualdad de posiciones y la otra desde la urgencia de obtener la igualdad de condiciones. Pudimos empezar a hablar del racismo, la cultura, la economía y el feminismo latinoamericano. Ese es el origen primero de ese libro.
Yo venía leyendo a mujeres indígenas porque en América Central, más que en México, había visto constantemente el esfuerzo de mujeres y hombres de escribir todo en sus propias lenguas sin el apoyo del Estado. Como por ejemplo Emma Chirix. Ella escribe los primeros libros sobre sexualidad maya, desde la perspectiva feminista, y si ella lo hizo lo deben haber hecho otras. Eso me llevó a escuchar a las mujeres indígenas cuando estaban en ciudades cercanas dando alguna conferencia. Empiezo a acompañar a un amigo poeta mapuche de Chile, Elicura Chihuailaf, a los encuentros de poetas de lenguas originarias. “Mira Elicura tú eres un hombre con nombre y apellido, te presentan como poeta mapuche con tu nombre y apellido; pero si se presenta una mujer con una poesía, ni mejor ni peor que la tuya, a ellas las presentan como Juanita o como la joven Rita, o sea ni siquiera tienen nombre, ¡tienen apodos! ¡tienen diminutivos!”
Soy una lectora constante de la poesía escrita en lenguas originarias por mujeres. Creo que la poesía enseña mucho y que de la poesía se puede pasar –así como del trabajo– a hablar sobre cómo conocemos el mundo y qué queremos transformar de ese mundo. Creo que eso es lo que más vale la pena de Feminismos desde Abya Yala, además de subrayar que es absurdo hablar de América Latina en un continente donde se hablan muchísimas lenguas que no tienen nada que ver con lo latino. Es indispensable visualizar que las lenguas indígenas son lenguas de no-Estado, no son lenguas de Estado, que nunca va a apoyar una lengua que con su sola presencia pone en entredicho a la modernidad y al proyecto educativo formal del Estado-nación. Cada lengua demuestra una nación y al Estado le cuesta muchísimo asumir su carácter plurinacional. Pensar los feminismos desde el Abya Yala es pensar también el internacionalismo del feminismo al interior de la misma América. Un internacionalismo que se puede dar también al interior de unas fronteras nacionales. En el momento que una mujer zapoteca se solidariza con una mujer ayuuk estaríamos hablando de internacionalismo.
El clásico tema de los nombres de nuestra región. Eres crítica a la idea de Latinoamérica y tu pensamiento recupera más los nombres de Nuestra América o Abya Yala ¿Qué piensas al respecto?
Nosotras, que estudiamos historia de las ideologías, sabemos que el tema del nombre no es superficial. Cómo y por qué nombramos es una cuestión epistémica y de relaciones de poder. En el siglo XXI, yo soy crítica de la idea de latinidad. Pero me doy cuenta de que, en el siglo XIX, para Francisco Bilbao reivindicar la latinidad de América era importantísimo frente a la negación de un pensamiento que no se hiciera en Estados Unidos. Es decir, Bilbao es un pensador desde un país tan del Sur, como podía ser Chile, que se reivindica como latinoamericano. Para esa mirada del siglo XIX, no es lo mismo que lo que significa la latinidad como imposición lingüística de los Estados contra las lenguas indígenas. Son momentos concretamente distintos donde el significado mismo de la “latinoamericanidad” cambia.
En América hay 609 pueblos indígenas, probablemente muchos más pueblos que hablan sus propias lenguas, que no tienen nada que ver con lo latino, siendo las lenguas latinas absolutamente coloniales: el español, el portugués y el francés. Hoy yo puedo hacerle una crítica, pero si estuviera en 1830 probablemente reivindicaría el término “América Latina”.
Por otro lado, Nuestra América es una idea que nos llega diferente. En esta América martiana, que es nuestra porque reza en latín y todavía cree, como decía José Martí. Nuestra América me dio por un período la posibilidad de pensar lo nuestro como algo agregativo. Yo me reconozco en lo que nos es común y lo común es lo nuestro. Pero después, la tercera gran crisis me viene no con lo “nuestro” como “latino”, sino con la palabra “América”. Y es cuando me doy cuenta de que existen una cantidad impresionante de nombres para definir este territorio maduro, como dicen los kuna, este territorio bello y maduro, que eso significa Abya Yala, y que no es un término colonial. ¡Wooow! ¿Y por qué no Anáhuac? ¿Por qué no Abya Yala? ¿Por qué no Pachamama? Yo sé que Pachamama tiene otras connotaciones que no son sólo el nombre territorial, pero hubiera sido más lógico.
¿Qué cambios y continuidades hay desde tu obra Ideas feministas latinoamericanas (2006, segunda edición) a tu nuevo libro Las bordadoras de arte. Estéticas feministas (2020)?3
Tengo una amiga que es una vieja cabrona que me dice: “Ay si, tú eres como Kant”, ¿Cómo que como Kant? “Si, si, te echaste tu libro de teoría, tu libro de ética y tu libro de estética” [Ríe]. Bueno, es una amiga filósofa que se ríe. En realidad, lo que hay es exactamente un proceso histórico, que es cambio y continuidad como decía mi padre. Es la relación entre el cambio y la continuidad.
El cambio es quizás ligado al momento de mi involucramiento con grupos de mujeres. En Ideas feministas latinoamericanas yo estaba muy cercana a grupos alternativos feministas en Honduras, en Guatemala, en México, en Chile, en Bolivia. Y me interesaba mucho cómo estos grupos formaban sus ideas alternativamente a la corriente hegemónica. Mientras que en Feminismos del Abya Yala me interesó cómo las mujeres construían sus teorías feministas a partir de culturas, de elementos políticos, culturales, lingüísticos y éticos, que no eran los del Estado-nación, sino los de los pueblos indígenas, los de las comunidades. Mientras esto sucedía, yo siempre fui muy atenta al elemento creativo del pensamiento feminista. Por eso para mí la estética –aunque está relacionada con construcciones de reconocimiento de clase, racistas, etcétera– tiene mucho que ver con la emoción creativa de quien interviene, rompe y transfigura a través de prácticas artísticas este pensamiento en que la imagen y la construcción del otro a través del gusto, de la idea de belleza, de la idea de lo feo, de la idea de armonía o de algo distópico, construye la acción de las mujeres.
La acción de las mujeres es una acción simbólica y una acción estética. Rompe con lo dado y crea algo nuevo. El elemento creativo no sucede de la nada, sucede de una historia, que existe y que transformo. Me resultó importantísimo releer la literatura y releer cómo la literatura de las mujeres ha sido leída desde los sectores hegemónicos. Pienso siempre –voy a decir ahora una barbaridad–, que la mejor escritora colombiana del siglo XX se llama Marvel Moreno, no Gabriel García Márquez. Y ambos me gustan muchísimo, pero a Marvel Moreno la conocemos algunas lectoras. Ella ha hablado de cómo las mujeres se atrevieron a enfrentar desde diversas clases sociales –también desde la clase social acomodada a la cual ella pertenecía– el racismo, el clasismo y el lugar social de obediencia que tenían las mujeres en la sociedad patriarcal, aun cuando la desafiaran. Marvel Moreno crea un mundo del Caribe colombiano completamente distinto al de García Márquez, que narra las violencias sociales. Pero ella enuncia las otras violencias que no enuncia él. Por ejemplo, la violencia que puede sufrir una esposa o una amante, o una mujer aceptada en la familia mientras la amante no puede convertirse en esposa porque es negra. Todas estas cosas están en la literatura de Marvel Moreno.
Eso no sucede en el mundo de la literatura de los hombres. Eso no sucede en el mundo del reconocimiento de la obra creativa de todas las personas. Hay personas que no pasan por la exigencia de otra persona, o de una sociedad, de no ser importante. Lo mismo pasó con Rosario Castellanos en México, una de las grandes escritoras del siglo XX mexicano. Lo mismo ha pasado con muchas de las narradoras del siglo XIX, pienso en Clorinda Matto de Turner como la primera escritora y escritor latinoamericana/o que se atrevió a decir “los curas violan y violan con más facilidad a niñas mestizas porque no tienen protección”. ¡Lo dijo a mediados del siglo XIX!
Borradas, borradas de la historia intelectual del Abya Ayala y de América Latina. Entonces, creo que es muy importante hacer una historia de las ideas estéticas, de la recepción, de la construcción del gusto. Tanto en la denuncia del racismo, el gusto es construido con una función racista en América Latina, como en la denuncia de la realidad sexista. Necesitamos reconocer nuestra obra simbólica, pictórica, narrativa y poética. Así como pasa con la negación de nuestras ideas políticas, así pasa con la negación de nuestra diversidad, y en el sentido más amplio de la diferencia entre las mujeres, que es una diferencia positiva.
Pensando en cómo conocemos el mundo y en cómo transformarlo, y entendiendo que la producción de conocimiento situado tiene que ver con ese objetivo político de transformación: ¿metodológicamente cómo conocemos? Uno de tus grandes aportes, que no es tuyo en estricto sentido, expresado en Feminismos desde Abya Yala es el diálogo como metodología. ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad del diálogo para conocer poniendo en cuestión los privilegios?
Esto es super importante porque en realidad el diálogo en la filosofía es propuesto como una metodología dialéctica desde la época platónica. Sólo que, si vamos a revisar los diálogos de Platón, nos damos cuenta de que hay un autor –con todo lo que Foucault analiza del concepto de autor y de autoridad reconocida– que inventa personajes a los cuales les pone en la boca ideas que pueden permitir un debate, pero al final de cuentas el autor es quien determina cuál será la respuesta positiva. Ésta ha sido la idea de diálogo que la filosofía siempre ha reivindicado, cuando hay retorno de la dialéctica en la figura de Hegel: él decide quién dice la tesis y quién responde la tesis, la antítesis. Y la síntesis finalmente la hace él.
El intento de diálogo entre mujeres viene de una tradición feminista de mediados del siglo XX, que es la tradición de la autoconciencia. Las mujeres se hablaban entre sí, ¿cómo se dice en femenino, por ejemplo, amor? ¿Cómo se dice en femenino autoridad, confianza? ¿Cómo se dice en femenino tiempo para la creación o maternidad? Quitándole todo el significado patriarcal de producir y reproducir hombres con la marca del apellido del padre, o si no hombres no deseados por la sociedad que se convierten en bastardos.
Resignificar las palabras fue un trabajo importantísimo para las mujeres, que en poco más de medio siglo han hecho una transformación tan grande que la mayoría de las mujeres que yo conozco no se plantean con quién tener hijos, se plantean si quieren o no tenerlos. Es algo muy fuerte. Porque hace sesenta años las mujeres, si entraban en una relación con un hombre, no podían no desear tener hijos. ¡No podían! Era un deseo que se decía que era natural, que era obviamente socialmente impuesto. Yo creo que estas transformaciones vienen del diálogo, las mujeres se preguntaron: “¿tú tienes ganas de tener hijos?”, y a lo mejor la otra decía “bueno, no me queda otra”; y la tercera decía “¿y si tuviéramos otra opción?” Entonces empezaron a desear, en el diálogo es tan importante, importantísimo, el elemento de fantasía como el elemento de realidad racional.
Por otro lado, hay una tradición del diálogo que viene de las asambleas en las comunidades indígenas. Las mujeres indígenas saben dialogar; no tanto porque pertenecieran a grupos de autoconciencia (como yo, que he pertenecido a ellos de joven), sino porque participan en la asamblea por la cual lucharon muchísimo. Porque en algunas comunidades no eran aceptadas en asamblea, entonces luchaban para poder estar ahí o para poder intervenir desde la casa en las decisiones que los hombres de su familia tomaban en la asamblea. En la asamblea el diálogo es muy importante: yo opino esto y se espera que la otra persona opine no para contradecir sino para aportar algo. Este diálogo aportativo del feminismo indígena es realmente transformador para la realidad de las mujeres en todo el mundo. Yo espero que tú hayas terminado de expresar tu idea para ver si yo con esa idea puedo coincidir y qué de esa idea me hace ruido. No es, como es típico de la cultura italiana, y me temo que también de la argentina, ese responder para contradecirte, para decirte que no tienes razón. No, aquí es un responder para aportar a partir de tu aporte. Eso es diálogo feminista, que me parece epistemológicamente más importante. Diálogo que viene de dos prácticas: de la autoconciencia y de la asamblea. Dos prácticas políticas
¿El pensamiento feminista latinoamericano es una epistemología? ¿Por qué?
Todo feminismo es una epistemología. Todo cuestionamiento de las jerarquías es una epistemología. Implica cambiar el lugar del pensamiento que vale y no-vale. En este sentido me remito a una pregunta de Urania Ungo, amada colega y compañera filósofa de Panamá, cuando analizaba hace más de treinta años el pensamiento de Julieta Kirkwood, una socióloga feminista chilena, y me decía “¡Yo no entiendo por qué las tesis latinoamericanas no están centradas en el pensamiento de Julieta Kirkwood!”. En ese entonces estábamos estudiando Estudios Latinoamericanos juntas en la UNAM, y preguntaba “¿por qué debemos citar a francesas, gringas y no a Julieta Kirkwood?” Cuando la citábamos nos decían que era una fuente no suficiente.
Recuerdo que en un artículo Urania escribió: –“Citar es un hecho político”. Esta idea la retomó nuestro maestro, ambas éramos alumnas de Horacio Cerutti. Citar es un hecho político. A mis alumnas les recomiendo citar fuentes locales cada vez que van a trabajar sobre la comparación entre algún tema, por ejemplo, entre México y Guatemala, que por lo menos mínimamente el 50% de la bibliografía sea local, de los lugares de los que hablan. Es como hablar de Bolivia sin citar a Silvia Rivera Cusicanqui. ¿Qué vamos a hacer como mujeres si no nos leemos entre nosotras? Hay una apuesta epistemológica en los feminismos, una apuesta no jerárquica. Esto nos confronta muchísimo también desde la academia, porque allí la mayoría de las profesoras se han formado con lecturas de extranjeras y reivindican como si fuera un hecho suplementario a su título que se hayan graduado en una universidad no latinoamericana.
Citar es un hecho político, citarnos entre feministas del Abya Yala y leernos desde el diálogo. Leernos también las académicas desde el diálogo, no para decir que la otra es una imbécil. Yo aprendí muchísimo de Rita Segato, todas las veces que la leo aprendo algo. ¡Claro!, a veces con ella y a veces en mi cabeza debato con lo que acaba de decir. Tengo con ella algunas diferencias muy fuertes, pero aprendo de ella. Me ayuda para entender lo que yo y otras estamos investigando, eso es fundamental.
Esta dinámica asamblearia del diálogo, que remite también a la experiencia de la autoconciencia, la podemos llevar también a nuestras lecturas y aprender a no jerarquizar los saberes sino a abrirnos a constelaciones de saberes que nos permitan rastrear genealogías de pensamientos feministas, genealogías de la poesía.
http://www.wirapuru.cl/images/pdf/2020/entrevista01_120-128.pdf (pdf)