Resumen: La familia mediterránea era fuertemente patriarcal, con predominio de los mayores sobre los jóvenes. Sufrió transformaciones en América desde la Conquista y en el siglo XVIII los jóvenes empezaron a reclamar un lugar más importante en la sociedad y las instituciones. Con la revolución de Independencia tuvieron oportunidad de un mayor protagonismo en el gobierno y la guerra. Sin embargo, la importancia de la familia se mantuvo, si bien sufrió cambios. Fue la generación posterior a la Independencia la que inició una batalla contra el orden familiar tradicional y a favor de un mayor papel de los jóvenes.
Palabras clave:patriarcalismopatriarcalismo,demografíademografía,universidaduniversidad,independenciaindependencia,cambio socialcambio social.
Abstract: The Mediterranean family was strongly patriarchal, with predominance of its elders above the young members. It underwent transformations in America from the Conquest, and in the 18th century young people began claiming for a more important place in society and institutions. The Independence revolution gave them prominence in government and war. Nevertheless, the importance of family institutions was maintained, although underwent changes. It was the generation after Independence that began a battle against the traditional family organization and in support of a major role for young people.
Keywords: patriarchalism, demography, university, independence, social change.
Artículos
Juventud, Ilustración, Independencia: edades e ideas
Youth, Enlightenment, Independence: ages and ideas
Recepción: 18 Septiembre 2020
Aprobación: 23 Noviembre 2020
Quanto è bella giovinezza
che si fugge tuttavia;
chi vuol esser lieto sia,
del doman non c’è certezza.
Fuente: Lorenzo de Médici
Severa era la estructura patriarcal que regía en la Europa mediterránea y fue traída por los españoles y portugueses a América: de ella hacían parte, junto al concepto de honor familiar y a la sumisión de la mujer, el fuerte dominio parental sobre los hijos. Estaba respaldado éste no sólo por la costumbre sino también por la ley, que lo prolongaba más allá de la edad adulta para los hijos solteros, y a éstos otorgaba tarde, a los 25 años, la posibilidad de heredar. Hasta la venta de los hijos permitían las Siete Partidas, que siguieron vigentes en Indias. De allí la sorpresa despectiva que manifestaron los invasores al notar la falta de una jerarquía semejante entre los amerindios: “ninguna obediencia ni cortesía tienen mozos a viejos ni hijos a padres” criticaba López de Gómara (1979, cap. 217, p. 311), aunque más tarde y con mejor conocimiento otros cronistas elogiaron por el contrario la obediencia y cortesía filial entre los grupos amerindios socialmente más complejos.
La conquista parece haber reforzado la posición de los mayores (Vergara Quiroz, 1981: 81) pero también introdujo cierto desorden familiar, tanto entre los indígenas como entre los criollos y grupos mestizados, y hasta entre los rígidos españoles que se quedaban unos años en Indias. La moral de todos ellos fue juzgada por reiterados testimonios como sumamente laxa, entre otras cosas por la libertad y aun predominio de las mujeres y el poco caso que de los padres hacían los hijos. En mucho formaban parte de las opiniones estereotipadas en torno a las colonias, pero también eran comprobación de condiciones reales, resultado de un proceso de transformación de la familia mediterránea. Este proceso tuvo distintos movimientos; hubo etapas de disolución y otras de afirmación familiar. Un ejemplo de las primeras se observa en los tiempos de la Independencia, que fue el primer paso hacia un nuevo papel de los jóvenes y del discurso en torno a ellos, un terreno que poca atención ha recibido.1
Me propongo realizar aquí unos apuntes al respecto, sobre todo en el plano de las ideas vigentes en la época sobre la función social y la posición familiar de los jóvenes, y aun las escasas muestras de reivindicación de su papel y de crítica al de los mayores. Enlazo de esta manera con la vieja “historia de las ideas” pero recuperando elementos de los enfoques que después llegaron: historia de las mentalidades y hasta historia intelectual y conceptual. Por otro lado, sigo pensando que las ideas están estrechamente ligadas a transformaciones sociales, aunque éstas, si bien son aludidas, no ocupan el centro de mi atención. La metodología usada, más que apuntalar, precisar o cuestionar trabajos teóricos previos, busca componer una narrativa que yuxtapone testimonios múltiples extraídos de fuentes primarias y secundarias diversas, la cual irá proponiendo una argumentación que suministre al lector claves para orientarse en la problemática.
Como se verá, sostengo en estas páginas que la familia mediterránea, que nunca había sido totalmente traspuesta a América, se quiso afirmar durante el gobierno borbónico, pero dejó de funcionar adecuadamente en las décadas en torno a la Independencia; que hubo esfuerzos desde varios sectores por recomponerla pero que éstos fueron, a la larga, vanos. El papel de los jóvenes, como tantos otros elementos de la organización familiar, se transformó, preparando el terreno para una rebelión juvenil que sí sería explícita en la generación posterior a la Independencia.
Sobre las costumbres traídas hay cantidad de apuntes dispersos y una muy gráfica descripción de Reginaldo de Lizárraga: “Castigaron los viejos conquistadores y criaron en mucha policía a los montañeses y a los meros españoles, como a ellos los criaron sus padres; ningún muchacho había de hablar, ni cubrir cabeza, ni sentarse delante de los viejos, aunque tuviese barbas, ni los viejos ni al más estirado llamaban sino tú, cuando mucho un vos muy largo”.2Una severidad similar o peor reinaba en el Brasil patriarcal cuyo auge y decadencia pintó Gilberto Freyre. En el rústico Uruguay se nos habla hasta de cierto desapego o desamor hacia los hijos. En el alejado Paraguay notaba Félix de Azara cómo “es frecuente odiar la mujer al marido y el hijo al padre”. Abundaban los nombres entre afectuosos y despectivos para los niños.3 En general los despliegues públicos de cariño eran desaprobados (Freyre, 1977; Freyre, 1990; Barrán, 1989: 68-71; Azara, 1943: 196; Lavrín, 1991: 38).
De los patriarcas han sobrevivido abundantes cartas y evidencia anecdótica que los muestra en constante llamado a sobrinos que habían quedado en España para que los alcanzaran y ayudaran en el trabajo. Se ha dicho que el esfuerzo por establecer una posición social había retrasado su matrimonio y descendencia (Mörner, 2000), pero posiblemente haya una razón más, y era que en sus propios hijos ya no podían contar con personal tan disciplinado como ellos habían sido o sus sobrinos recién llegados serían. La prueba es que estos últimos también eran buscados como parientes por las familias aquí asentadas. Sucedía que la severidad de los primitivos pobladores se iba desvaneciendo, como el mismo Lizárraga documentaba en fecha temprana al agregar melancólicamente a sus observaciones que “ya han perdido esta policía, muertos los viejos”, escandalosa mutación de la cual en otro lado señala las causas:
críanse o críanlos los padres muy mal, con demasiado regalo, y no ha nacido el muchacho cuando ya le han hecho los griguiescos, monteras etc y lo llevan a la iglesia, cuando los van a bautizar, en fuentes de plata grande, un abuso jamás oído, digno de ser prohibido. Nacido el pobre muchacho, lo entregan a una india o negra, borracha, que lo críe, sucia, mentirosa, con las demás buenas inclinaciones que hemos dicho y críase, ya grandecillo, con indiezuelos, ¿cuál ha de salir este muchacho? (Lizárraga, 1987: libro 2, cap. 50, p. 377)
Esta crítica a la influencia de las nanas y sirvientes fue repetida: “apenas comienzan a hablar que empiezan a mandar” criticaba Gómez de Vidaurre en Chile (1889: 292), mientras otros se explayaban sobre la también extendida impertinencia de los jóvenes, actitud relacionada con el muy estudiado ascenso de criollos y mestizos: en Paraguay, el tesorero Hernando de Montalvo (1585) señalaba la necesidad de gente española por la gran cantidad de mancebos criollos o mestizos, que “amigos de cosas nuevas vanse cada día desvergonzados con sus mayores, tienenlos y han tenido en poco”; en Charcas, el licenciado Cepeda (1591) aconsejaba elegir gobernador “de edad y bondad” “para que le tengan respeto y obedezcan los soberbios e inquietos mozos criollos y mestizos que la mandan y van usurpando los oficios de justicia y república, que no puede parar en bien la tierra que tal gente y edad rige y manda”; similar consejo el de un miembro del cabildo en Córdoba en 1588: que se prefieran para los cargos concejiles a hombres de 35 para arriba y se elimine así la práctica de excluir a “los hombres viejos principales y de calidad casados y de buen ejemplo y costumbres y de quien la república y mancebos han de ser bien gobernados” (Zorraquín Becú, 1967: 82ss).
Son ejemplos del deterioro del dominio patriarcal, como de muchas otras cosas, en medio del desorden familiar y sexual indiano y de la construcción de un papel peculiar de la mujer, mezcla de sumisión y dominio. Contra la tendencia, buscaban reimplantar la severidad tanto la legislación y la Iglesia como los rígidos migrantes españoles que llegaban. El patriarcado era algo más que asunto doméstico, era uno de los pilares del régimen colonial, una de las cadenas de dominio, cuya versión severa se trataba de extender a los grupos que conocían formas más suaves que la mediterránea o donde regían valores fluidos, variaciones sociales en que la repetida tesis acerca de la falta de atención premoderna a la niñez encontraba alguna confirmación pero también desmentidos.4
Las situaciones que nos presentan las fuentes llevan a pensar en un movimiento pendular de afirmación y de aflojamiento de la familia, al ritmo de cada nueva generación indiana −“abuelo zapatero, hijo caballero, nieto pordiosero”. En las clases populares, sobre todo urbanas, escaseaban los matrimonios consagrados y duraderos, mientras los nacimientos legítimos, la protección a los niños y la figura paterna faltaban.5 Resultaba ello en una situación que resumía, al hablar de las costumbres de los gauchos, Domingo Faustino Sarmiento: “con la juventud primera, viene la completa independencia y la desocupación” (Sarmiento, 1977: 33). Escándalo que hasta la actualidad siguen deprecando moralistas y sociólogos.
Varios procesos agregaron elementos a este cuadro en la última etapa de la Colonia. En ciertas regiones, especialmente en ciudades y áreas costeras, aumentó la población (Sánchez-Albornoz, 2014: 113-128), debido al crecimiento natural −que se había ido acelerando en el siglo XVIII en toda la ecumene y tuvo su capítulo también en América−, a las migraciones desde Europa y al incremento del tráfico esclavista. Por otro lado, la vida familiar parece haber empezado a cambiar, con más pedidos de divorcio y denuncias por maltrato conyugal, mayor número de hijos ilegítimos, una edad promedio más avanzada de las mujeres para el matrimonio, un incremento de la familia nuclear entre las clases populares.
Con el aumento demográfico, con más familias y más individualidades, con el aporte juvenil en que la migración y la trata negrera se enfocaban, la población rejuveneció, así como el porcentaje de plebe urbana mestizada, generalmente pobre, marginal y con numerosos jóvenes vagos y a veces delincuentes. En Lima “clases peligrosas” y juventud pasaron a ser sinónimos (Premo, 2002). Eran parte del material inflamable que temía en Cuba el realista Arango y Parreño hacia 1825, junto a los descamisados, los aventureros, los esclavos (Arango y Parreño, 1888: 496). Otro grupo, mejor ubicado socialmente, y a veces acatando estrategias familiares, optó por seguir estudios universitarios, llave para un empleo en un medio cada vez más competitivo. En Nueva Granada se ha documentado su número, sus costumbres y las quejas por la inmoralidad real o supuesta de los muchos que iban a vivir solos a las ciudades con universidad (Silva, 2008: 46ss, 96ss).
Se han notado en este momento fundacional de la modernidad algunos cambios que tuvieron lugar en Europa y también su manifestación en las colonias americanas, por los cuales la niñez encontraba su individualidad, su vestimenta propia, su lugar en la iconografía y en las preocupaciones de los gobernantes (Rojas Flores, 2010: 22ss). Según es habitual, los jóvenes eran vistos como grupo contrario a las costumbres establecidas: una zumba repetida en poemas y artículos satíricos estaba dirigida contra las recientes modas en el vestir, bailar, hablar, actuar y pensar de personajes llamados petimetres o currutacos. Una carta remitida al Mercurio Peruano versaba sobre “el abuso de que los hijos tuteen a sus padres” (1791).
Hubo sucesos peores: una rebelión de estudiantes en la argentina Córdoba, lejana prefiguración de aquella otra más famosa de 1918, tuvo lugar en 1776, y acabó con la expulsión del rector. La movilización de sus homólogos neogranadinos de 1791 suscitó el comentario típico de que “la juventud estaba desordenada” (citado en Soto Arango, 1999: 49). Lo estaba sí en Buenos Aires, donde hubo una tercera rebelión en el Colegio de San Carlos, dirigida por el futuro general independentista José Gregorio de Las Heras, entonces de dieciséis años, donde los escolares recibieron a balazos a los enviados del virrey (1796) (Probst, 1940: 24; Pigna, 2019). Las invasiones inglesas a Buenos Aires les dieron más alas; con ellas “la juventud ha adquirido allí un grado de licencia que antes no conocía, y ha sido fuertemente tentada con la vida libre de la milicia, donde adquieren desde su entrada cierta independencia de los padres y empiezan a figurar en la sociedad, más que un padre en la soledad del claustro” (Moreno, 1812: 42).
Junto a las anotaciones burlescas, severas o temerosas, obras como los Elementos de filosofía moderna (1774) de Benito Díaz de Gamarra, la Rusticatio Mexicana (1781) de Rafael Landívar, las Primicias de la Cultura de Quito (1792) de Eugenio de Santa Cruz y Espejo, están dedicadas o dirigidas a “la juventud americana”. Más inclinado al tema me ha parecido el Papel Periódico de Santafé de Bogotá, que incluyó constantes llamados y reflexiones a la juventud, con un ejemplo saliente que son los “Avisos a los jóvenes”, y un “Discurso previo a la juventud”, firmados por Hebephilo, nombre que el editor explica como “Amante de la juventud”. Además, incluyó un comunicado satírico (de Severino Vegecio) contra la “plaga de viejas”, chismosas y corruptoras, en el marco de la recomendación de un hospicio para viejos que proyectaba fundar:
un viejo es un viviente insufrible en una casa. Todo lo quiere gobernar, todo lo ridiculiza y todo lo ensucia. ¡Qué de impertinencias, qué de riñas y qué de despropósitos no obra la caduquez de un viejo en la familia! ¡Pero aun son peores antes de caducar! Ellos pervierten el buen orden de todas las cosas con su indocilidad, mal humor y autoridad maniática, porque se consideran privilegiados para ejecutar cuanto se les antoja, y de ningún modo obligados a ceder a los consejos que se les dan (Papel periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, 8-IV-1791: 58ss; n. 47 (6-I-1792): 303-306 y n. 49 (20-I-1792): 319-320).
Crítica de viejos, y alabanza de jóvenes, como la de Manuel Belgrano en la finalización de unos cursos de matemáticas establecidos en Buenos Aires (1806). Años antes (1799), al inaugurarse tales cursos, Pedro Antonio Cerviño revelaba que “las canas o la autoridad suelen perpetuar las preocupaciones, la verdad no está vinculada a la edad ni a los empleos”.6 Una expresión más atrevida ostentaba la carta de Francisco de Miranda al joven chileno Bernardo O’Higgins, que estudiaba en Inglaterra: “Desconfiad de todo hombre que haya pasado de la edad de cuarenta años, a menos que os conste el que sea amigo de la lectura y particularmente de aquellos libros que hayan sido prohibidos por la Inquisición […] La juventud es la edad de los ardientes y generosos sentimientos”.7
Como correlato de estas observaciones desde fuera, se manifestó cierta conciencia de sí mismos entre los jóvenes. En tiempo del virrey peruano Agustín de Jáuregui se constituyó en Lima la Academia de la Juventud Limeña (Gil Aguado, 2016: 488), y se editó el Mercurio Peruano, cuyos redactores manifestaban: “nos parecía que la Patria miraría siempre con aprecio, o a lo menos con tolerancia, los esfuerzos literarios de unos Jóvenes que hermanaban el deseo de servirla y el de evitar el ocio y el espíritu de bagatela”, y cuyo saber los ponía en condiciones de refutar a cierto devoto y rezador que “tiró contra los mozos, que sólo saben escribir del amor o declamar contra el fanatismo”, ignorante de quiénes eran: “Jóvenes todos, empleados algunos en el servicio del REY, otros graduados en los distintos ejercicios de la Universidad, otros Ministros del Altar, hemos abrazado unánime y gustosamente la difícil empresa de abrirnos una nueva senda, que nos conduzca al término feliz de ser útiles a la patria”.8
Antes se vio que este mismo Mercurio Peruano desaprobaba o por lo menos no apoyaba el tuteo en familia; en general era un periódico conservador en lo social: la declaración previa es en efecto de conformidad con las instituciones, Rey, Altar y Ministros, que escribe con mayúsculas, lo mismo que Patria, pero también… Jóvenes. Es decir que podemos entrever en sus páginas la presión sobre una privilegiada fuente de ingresos, los empleos en la burocracia y la Iglesia, que no tenían lugar para todos, y el deseo de que se abrieran más espacios a esas nuevas y tan estudiosas generaciones. Era también lo expresado poco antes al abrirse el Colegio de Nobles en Bogotá, ciudad cuyo Papel periódico, que hemos descubierto afín a la juventud, celebraba el final de una situación en que “el joven de potencias más bien complexionadas, el más amigo de saber, se veía precisado a abandonar la carrera de sus estudios” (Papel periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, n. 71, 22-VI-1792: 154).
Siempre se nos ha dicho que los mejores puestos eran acaparados por los españoles; también es cierto que por los más viejos, los que habían ido ascendiendo en un escalafón burocrático asentado. Los demás buscaban insertarse: era la “empleomanía” después tan denunciada (a veces por los que ya tenían su sólido empleo) pero contra estos deseos se erguía la severa y parsimoniosa organización administrativa imperial, que les imponía límites, ya que el gobierno borbónico buscaba eliminar el nepotismo.
En esa situación, un reforzamiento de la familia provino de una nueva oleada de inmigrantes españoles, provenientes de las regiones periféricas de España, Cataluña y el País Vasco. De ellos se han conservado algunos retratos de quienes los conocieron, como el del hostil mexicano Servando Teresa de Mier: “salidos en lo general de aldeas o pequeños lugares pequeños e insignificantes, y por lo mismo inocentes, acá venían a ver las primeras ciudades populosas, donde la multitud heterogénea que se amontona sin oficio ni beneficio, amontona también los vicios”, por lo que adquirían una pobre opinión de la moralidad americana. Agregaba matices, cuando la Colonia ya había desaparecido, su compatriota Lorenzo de Zavala: jóvenes de las provincias deprimidas de España, pobres e ignorantes, sin idea del mundo y que se daban a una vida austera. Completaba el cuadro, aunque con los colores de la admiración, su compatriota Lucas Alamán: “Los dependientes en cada casa eran tenidos bajo un sistema muy estrecho de orden y regularidad casi monástica, y este género de educación espartana hacía de los españoles residentes en América una especie de hombres que no había en la misma España, y que no volverá a haber en América” (Teresa de Mier, 1978: 325; Zavala, 1831: 84; Alamán, 1985, tomo I: 8); tenía que ser un tópico común el de los rígidos inmigrantes, ya que por entonces lo mencionaba también el regalista Diario de La Habana, de 1831 (citado en Tornel y Mendívil, 1985: 110).
Algo de odio había en tal denuesto, algo de idealización en tal elogio, compuestos ambos en el desorden posterior a la Independencia; nos sirven para intuir qué tipo de español era el que estaba llegando a Indias y cómo aquí reconstruía su personalidad en función del sostenimiento de las instituciones, para lo cual actuaban como grupo: así se enlista a los jóvenes dependientes de comercio en una constancia del pago colectivo que realizaron conjuntamente para una acción de gracias (Suplemento a la Gaceta) y como fuerza de choque en la deposición del virrey novohispano Iturrigaray en 1808.
En alianza con los inmigrantes, el gobierno borbónico intervino en la familia, como una forma más de su reconquista de América, con la pragmática real de 1776, “expresión del patriarcado sociopolítico de la Corona española”, que “la indispensable y natural obligación de los hijos de respetar a sus progenitores” y la intención de “conservar la autoridad inherente a los padres de familia”, al exigir el consentimiento paterno para el matrimonio (contra una tradición que dejaba a los contrayentes la libre elección). La legislación portuguesa tuvo una evolución parecida (Lavrín, 1991: 33).
Ello iba contra tradiciones americanas aceptadas, que la misma aristocracia limeña expresaba a fines del XVI: aquí la práctica es dar a los hijos libertad para casarse, proclamaron. Dos siglos después, en Venezuela, un viajero notó la poca autoridad de los padres para influir sobre el matrimonio de los hijos (Premo, 2009; Depons, 1960: 88). El intento imperial llevó a disputas, con casos de matrimonios ajenos a la voluntad paterna entre hijas de la elite, con los ejemplos mexicanos de Leona Vicario o Josefa Ortiz, o el episodio célebre en Buenos Aires a cargo de la quinceañera Mariquita Sánchez, que no tuvo empacho en rechazar públicamente al candidato. Muchas otras parejas se vieron envueltas en juicios para casarse sin el consentimiento paterno (Socolow, 1991). Se dijo que el caso de Mariquita (1805) inspiró El sí de las niñas de Moratín (1806), pero más bien iniciaba un tema muy socorrido después, desde el romanticismo a las telenovelas, el del matrimonio por amor opuesto al dictado por la sociedad, y apareció ya en el teatro americano con el sainete de rioplatense Juan Cruz Varela A río revuelto, ganancia de pescadores (1810-1816).9
Eran actitudes que tensionaban lo que seguía siendo el discurso dominante: en su obra sobre el México antiguo ensalzaba Clavijero el respeto que los aztecas tenían por sus padres, y esos pasajes eran reproducidos en la prensa de Buenos Aires en 1801, que también remachaba el tema en las “Lecciones de un Camilucho a su hijo”, con tono moralizador y severo (Telégrafo mercantil). De manera tópica los Borbones seguían comparando la patria con una familia (Gomes, 2005). Ocurría sin embargo que esta gran familia metafórica empezaba a quebrarse, y junto con ella también lo hacían las pequeñas y reales familias que la componían. Todo se iba a combinar con la lucha de Independencia, la cual, notaba Carlos Real de Azúa, involucró varios conflictos: el de liberalismo y absolutismo (“la guerra civil”), el de americanos y españoles, rencillas locales “y quiebra generacional entre viejos y jóvenes (también ‘civil’, demasiado soslayada en las múltiples interpretaciones de la Independencia americana)” (Real de Azúa, 1961: 70).
Dados a la tarea de corroborar con datos la frase de Real de Azúa, observamos decrepitud en muchos partidarios del antiguo régimen: tras la destitución del virrey Iturrigaray en México en 1808, debía nombrarse en su lugar al oficial más antiguo y el puesto le correspondía al casi nonagenario Pedro Ruiz Dávalos, al cual fue preferido Pedro Garibay, septuagenario. Mientras, el regente de la audiencia de México, Pedro Catani, era un anciano catalán, “lleno de pretensiones y vacilante de carácter”. El presidente chileno Francisco Antonio García Carrasco, “un pobre viejo, de edad avanzada”. El presidente de la Audiencia de Quito, Manuel Urries, se mostraba “viejo débil sin talentos”; Juan Sámano, militar español de más de sesenta años, se señalaba como “cruel y fanático”. He usado palabras de observadores coetáneos.
Sistematizando, Julio Heise reunió algunas edades de los patricios que actuaron en la Primera Junta chilena, hombres maduros, hasta viejos: Mateo de Toro Zambrano, de 83 años, José Martínez Aldunate, de 80, José Antonio Rojas, de 78, que cedieron el paso a una nueva promoción, la cual abandonó las posiciones vacilantes (1975: 50). Podemos proseguir y ampliar esta comprobación con una estadística de las edades de los últimos virreyes, desde mediados del siglo XVIII, en Nueva España, en Perú, en Nueva Granada y en el Río de la Plata: resultarían como promedios respectivos 58.7 años (el más joven tenía al ocupar el cargo 39 años), 60.75 (el más joven 51), 57.2 (el más joven 44 o 39) y 58.5 (el más joven 44).10 También en referencia a Chile, Mary Lowenthal Felstiner señala para los capitanes generales un promedio de 60 (y el más joven 47) (1983: 171). Edades ya avanzadas para la época.11
Posiblemente un rastreo entre las eminencias de la Iglesia, el foro y la administración lleve a promedios similares, y por el contrario una estadística de las edades de las nuevas autoridades nacionales tendría que arrojar datos opuestos, y es efectivamente lo que parece mostrar Alfredo Ávila al contabilizar las de los protagonistas políticos del primer gobierno independiente mexicano, hallando que los partidarios de la república habían nacido después de la Revolución Francesa, y los de la monarquía pertenecían a la generación anterior (Ávila, 2014: 178). Sin embargo, es difícil alcanzar resultados uniformes en un arco temporal y geográfico mayor, dado el desorden y alternancia frecuentísima de autoridades que sobrevino con la Independencia.
Si no las estadísticas, nos confirman anotaciones sobre la reducción en el rango de edades, como la del viajero francés Gaspard Mollien, que “se vieron ministros de veintiún años y presidentes de veinticuatro; la juventud emprendedora y decidida se adueñó de la cosa pública” (1944: 123). El tema fue utilizado en el debate político, bajo la forma de descalificaciones basadas en los pocos años de los contrincantes: en un folleto de José Bianchi contra dirigentes venezolanos se tildaba a Mariño y a Valdez de “hombres niños, inmorales y disipadores de lo suyo y mucho más lo ajeno [...] Bolívar un joven aturdido y malcriado” (González, sf: 275).
Se trata de expresiones que fueron recogidas por la tradición posterior: la de Lucas Alamán al hablar de las elecciones para el congreso de 1822, escalera de “no pocos jóvenes poseídos de las teorías más exageradas en materias políticas, que hicieron entonces el aprendizaje de legisladores y después han regido los destinos de la república en los más elevados puestos”. En Nueva Granada los dardos fueron contra la “juventud escolástica”, “que por su inexperiencia es fácil de extraviar”, “aprendiendo la historia en las novelas y en catecismos diminutos”, “mozalbetes que salían de las aulas con ínfulas de doctores y que, harapientos y famélicos los más de ellos, a fuerza de audacia impudente, de falsificaciones y bajezas, arrebataban, o mejor dicho arrebatan un puesto que no debieron ocupar nunca”. En Perú, “jóvenes exaltados, cuyas aspiraciones estaban sofocadas en el gobierno monárquico, salieron a la luz” (Alamán, 1985, tomo 5: 480; Posada Gutiérrez, 1971: 124, 176-177, 465, 525; Paz Soldán, 1874: 57).
La evidencia anecdótica parece confirmar una corta edad: en las Provincias Unidas de Nueva Granada, Liborio Mejía fue vicepresidente y presidente a los 24 años, y Francisco de Paula Santander encargado del Poder Ejecutivo de Cundinamarca a los 27 años, con lo que se convirtieron en los mandatarios más jóvenes de Colombia. En Argentina, Ignacio Álvarez Thomas fue director, es decir encargado del poder ejecutivo, a los 28 años. En Paraguay, hizo parte del primer gobierno Pedro Juan Caballero a los 25. Los hermanos Carrera en Chile contaban con 28, 25 y 18 años al comenzar su turbulenta trayectoria. A los ejércitos se arrimaron voluntarios de pocos años, como Felipe Santiago Salaverry en Perú, de 12 años y otros que enseguida veremos como “héroes niños” o “niños soldados”. Al componer la primera Historia de Venezuela, Rafael María Baralt señalaba a sus protagonistas “casi todos estudiantes y mancebos imberbes que nunca habían manejado las armas” (Baralt y Díaz, 1841: 199).
Hoy hablaríamos de adolescentes. La palabra apenas estaba apareciendo en castellano y era otra la usual, como nos explica el chileno Vicente Pérez Rosales: “entonces éramos niños hasta la edad de 17 años y muchachos más allá de los 20” (Pérez Rosales, 1993: 105). Es un uso ajeno al nuestro, y evidentemente al de la época en que Pérez Rosales escribía: Pedro Acevedo Tejada, “el Héroe Niño de la Independencia”, ya tenía unos quince años cuando participó en la batalla de El Palo; el quiteño Abdón Calderón Garaycoa, “el Niño Héroe”, contaba con 18 cuando cayó en combate en 1822; de los Niños Héroes mexicanos, que resistieron en 1847 frente a los invasores estadounidenses, el menor tenía 12 años y pico, pero otros 18 o 20. El neogranadino José María Durán, dirigente de la revuelta de los Comuneros, era llamado “el Niño Pepito”, nombre que también recibió José de la Riva Agüero (nacido en 1783) cuando disputaba la presidencia del Perú (en 1823), mientras el “Niño Goyito” de la sátira del peruano Felipe Pardo y Aliaga (1840) arrastraba ya una edad avanzada cuando emprendió temeroso un primer viaje.
Niños, y niñas, eran pues los hijos legítimos y no casados de las familias “decentes”, es decir con cierta estabilidad y honorabilidad pública, acepción que continuó en el habla latinoamericana y que connota cierta dependencia y condescendencia. Estas últimas hacían más sensible su nuevo protagonismo al inicio de la época republicana.
Quienes han estudiado el tema de la juventud en países europeos han hallado variadas causas sociales detrás de análoga, y más robusta, aparición de los jóvenes en escena: transformaciones en la distribución del trabajo y de la propiedad, con repercusiones en el tamaño de las familias, la obra de las revoluciones. Se nos reitera la precocidad de Napoleón Bonaparte, entre una generación de generales veinteañeros. Tiempos eran en que Herder exaltaba la juventud alemana y personajes conservadores la denostaban: Edmund Burke hablaba de clubes de jóvenes presuntuosos, Metternich le hacía eco. El tema de la oposición generacional apareció en la literatura (Max Stirner, Ivan Turguénev) (Gillis, 2017; Luzzato, 1996).
En América debían necesariamente de operar factores distintos. Por ahora sólo acertamos a señalar una vieja tradición, que remonta a la conquista misma y resurgió en el XVIII; la mayor prescindencia de la Iglesia en los conflictos intergeneracionales, lo cual redujo el círculo de quienes mantenían autoridad ante las nuevas generaciones (Premo, 2007); el mencionado movimiento demográfico que daba en una juventud numerosa, la cual había comenzado a emanciparse también con el paso de la comunidad a la sociedad, cosa que continuaron los movimientos revolucionarios. Ya los contemporáneos anotaron la aparición de estos nuevos protagonistas.
Es así que, del mismo modo que se nos señalaba en las calles de Lima elementos juveniles peligrosos, se lamentaba un periódico en Buenos Aires: “Llena está nuestra Capital, aun más que las dilatadísimas campañas que nos cercan, de jóvenes sin ocupación y sin destino, que o por la reprehensible inacción de sus padres, o por la falta de medios o ideas necesarias para destinarlos a una ocupación lucrosa, pasan sus preciosos días en la más lamentable ociosidad”. Un historiador chileno recordaba la aparición de “esa especie de polilla viva que brotó en gran manera de las veredas de Santiago casi junto con la independencia y que se llamó los ‘chiquillos de la calle’, que como el gamín de París, salido de las convulsiones de la revolución, no eran todos sino los aprendices del vicio y del delito”; así la trataba el prejuicioso historiador patricio, que se alegraba cómo la polilla había sido aplastada por la policía a mediados de siglo (Semanario de Agricultura, Industria y Comercio; Vicuña Mackenna, 1869: 385). Antes de que sucediera reinaron durante décadas en las calles entre desmanes, batallas callejeras y una suerte de cobro de protección a los comerciantes. Nada menos que Domingo F. Sarmiento había encabezado pandillas de ese tipo.
El bullicio callejero infantil fue escuela y antecedente de una hermandad y ascendencia general de los jóvenes, que adquirieron autoridad y prestigio, así como un conocimiento del mundo (hispanoamericano y también europeo) más extenso que el de sus padres. Los movimientos de población (éxodos, exilios), los episodios de resistencia popular y sobre todo las operaciones militares, en las cuales participaron los niños héroes citados, los alejaron del control familiar y de las escuelas que abandonaban al llamado de la insurrección (Rojas, 2010: 81-82). Muchos padres murieron y los hijos (y esposas) debieron quedar a cargo de familia y negocios. Personajes de nacimiento ilegítimo, oscuro o dudoso llegaron a puestos elevados: Simón Rodríguez, Bernardo O’Higgins y Bernardo Monteagudo fueron los más notables.
La situación favoreció el desarrollo de la idea de una excelencia de las nuevas generaciones: por ejemplo, en una carta de Bolívar a José Fernández Madrid (31-V-1830) sobre “los colegiales de Bogotá, que oprimen aquella ciudad, porque entre nosotros los niños tienen la fuerza de la virilidad y los hombres maduros tienen la flaqueza de los chochos”. El viajero alemán Poeppig notaba cómo en Chile “se observa a menudo que personas de cierta edad reconocen con alguna vergüenza su situación de inferioridad, expresándose en forma menos favorable acerca del nuevo orden, que los ha relegado a segundo lugar” (Bolívar 1979; Poeppig, 1960: 208).
Proyección parece haber tenido este movimiento de ascenso en la figura que presentan los himnos nacionales de un padre vencido (Gutiérrez Estévez, 2004), en la tópica alusión a la juventud de América frente a la vejez de Europa (y de Asia), en el escepticismo ante los más viejos, ajenos a las Luces, y la esperanza de “apoderarnos por lo menos de la generación que comienza” (Espejo Caamaño). Paralelamente hay frases y anotaciones referidas a la edad de determinados personajes del antiguo régimen: “algunos viejos gobernadores” (Prospecto de El Independiente, 1815, en Quiroga, 1972: 62), el “indecente viejo Nieto”, “un hombre que empezaba a mandar a los ochenta años” llamaba Mariano Moreno al encargado de ejercer la represión en Alto Perú, del que ya el realista Santiago de Liniers había observado en carta al virrey Cisneros que “con sus achaques no es capaz de soportar las fatigas de la guerra” (Moreno, 1915: 156; Carta de Santiago Liniers al virrey Cisneros [19-V-1810], reproducida en Vázquez-Rial, 2012: 385).
Resta por ver si, más allá de frases y anotaciones que en el fondo son simple constatación de la gerontocracia colonial, existió alguna señal de la “ruptura generacional” de la que hablaba Real de Azúa, de un conflicto entre jóvenes y viejos mayor del que normalmente se manifiesta, y cómo en ese trastorno sufrió el rígido esquema familiar mediterráneo.
Debe empezarse por subrayar que fueron épocas posteriores las que dieron en enfatizar el ascenso juvenil durante la Independencia. En una carta escrita en 1839, el argentino Juan Bautista Alberdi (nacido en 1811) recordaba que “eran de nuestra edad los hombres que echaron a tierra en 1810 el viejo régimen español” (Carta del 28-II-1839, en Alberdi, 2002: 160). La exaltación del heroísmo y actuación juvenil se reiteran en las historiografías patrias a medida que se fueron escribiendo. Se refería Sergio Bagú a “núcleos pequeños de hombres jóvenes y cultos”, “grupos juveniles con personería”, contra los cuales se hallaban “muchos nativos de edad madura y lento cerebrar”. Enristraba Germán Arciniegas los tiempos de la revolución en una tradición de expresiones juvenilistas; lo seguían, entre muchos, Gregorio Bermann, Alfredo Palacios y Hugo Biagini (Bagú, 1965: 110; Arciniegas, 1971, esp. el capítulo 12; Bermann, 1946, esp. el capítulo 2; Palacios, 2007; Biagini, 2009: 39-42). En 1947 se estableció en Venezuela el Día de la Juventud, en recordación de los 800 estudiantes (algunos de 12 años) que enfrentaron a Tomás Boves en 1814.
Tales exégesis me parecen demasiado influidas por un pensamiento juvenilista que sólo empezó a gestarse posteriormente. No suministran, fuera de alguna retórica y apuntes sobre la edad de los protagonistas, evidencia de que se haya extendido en época de la Independencia una lucha de generaciones12 ni un cambio en la organización familiar. Posiblemente ocurrió que las condiciones de la guerra emancipadora abrieron muy rápida y fácilmente a los jóvenes las puertas de la actuación, la aventura, el poder, el dinero y los puestos, que el bando realista debió abandonar, y no hubo necesidad de oposición y crítica a la generación anterior.
En cuanto a una modificación de la familia, creo también anacrónica la interpretación de Juan Agustín García en 1900, quien hacía remontar a la Independencia el establecimiento del
tipo de familia jacobina, que comienza con los padres y termina a la mayor edad de los hijos, relaja los vínculos de la autoridad paterna con la intervención del Estado en todos los conflictos, con la emancipación forzosa que corta las últimas ligaduras del nido en cuanto el hombre puede dirigirse solo, con las restricciones de la libertad de testar, la legítima de los descendientes. La unidad del hogar ha sido disuelta: hasta su viejo y poético carácter sacramental ha desaparecido de la ley sin dejar el menor rastro (1900: 93).
Podría sí señalarse alguna coincidencia en los escritos coetáneos, como cuando repetidamente se calificaba a la insurrección de Miguel Hidalgo en México como “una revolución intestina en que los hijos pelean contra sus padres, la gente de color contra los blancos, el necesitado y el perdido contra el pudiente”; se hablaba de “hombres desnaturalizados que han roto los más estrechos vínculos de sangre, abandonando a sus padres, a sus hermanos, a sus mujeres y a sus propios hijos”; “un drama familiar en el que los padres se peleaban con los hijos o los esposos entre sí” (“Bosquejo de la revolución de Nueva España”, p. 28; Alamán, 1985, tomo 2: 391-393; sermón realista citado en Núñez Becerra, 2013: 61).
Citas como éstas recogen un motivo ya presente en autores clásicos, que ve en la ruptura de los lazos filiales el extremo inconcebible al que puede llegar la subversión social. La intención era enfatizar el desorden generalizado; no percibo aquí indicios de que se creyera entonces en una crisis de la institución familiar. Más bien se apostaba a su salud. Se siguió hablando, era un uso antes romano y después colonial, de “Padres de la Patria”, de madre patria. El discurso patriótico está lleno de imágenes del gobierno como una familia o una federación de familias y ese lenguaje metafórico fue omnipresente (Felstiner, 1983), referido ahora al ámbito americano en la poesía de la emancipación (Shumway, 1997).
Se atacaba otra institución venerada, la monarquía, pero es significativa la manera en que lo hacía el canónigo argentino Domingo Achega, ya iniciado el proceso de independencia: nadie se atrevería a afirmar que la potestad de los reyes fuera tan natural como lo es la potestad de los padres sobre los hijos, “ésta, como se deja ver, es conocida en todos los pueblos de la tierra, y aquella es en muchos ignorada” (1907). El periódico fundado en Buenos Aires por el liberal español Felipe Senillosa se titulaba Los Amigos de la Patria y de la Juventud, pero su mensaje era de apoyo a la estructura familiar y moral heredada (Narvaja de Arnoux, 2010).
La institución familiar no sólo resistió el cambio de régimen sino que se reforzó en grandes redes todopoderosas (Balmori, Voss y Wortman, 1990). Con la finalización de la lucha revolucionaria, entre otras manifestaciones de retorno a un orden jerárquico se retomaron las afirmaciones sobre el poder paterno,13 se quisieron reimplantar los castigos físicos en las escuelas (Herrera Beltrán, 2013; Valle-Barbosa et al. 2014; Lionetti, 2015; Rojas Flores, 2010: 56ss). Aparecieron obras destinadas a encauzar, a moralizar, a la juventud; lamentos sobre su extravío (Hensel Riveros, 2006: 91-96). En Buenos Aires, el presbítero Francisco Castañeda llamaba en sus artículos de prensa, obras teatrales y propuestas legislativas a vigorizar la autoridad de los padres de familia por sobre los jóvenes, “los de las teorías, los despreocupados, los oráculos, y los que nos dan la voz con la satisfacción del mundo”.14
Hubo ejemplos de hostigamiento a la juventud, de control policial, expresiones despectivas de parte de políticos, historiadores y publicistas. Las primeras constituciones establecían límites de edad (25, 30, años) para ocupar los cargos legislativos y la presidencia, y hasta 40 años para puestos judiciales y el “poder moral”. La necesaria aprobación paterna para el matrimonio, introducida por los Borbones, perduró en la legislación republicana chilena, que también atenuó las penas por infanticidio (Lavrín, 1991: 35; Rojas Flores, 2010: 117). El estatuto de los hijos ilegítimos empeoró (Milanich, 2002; Rojas Flores, 2010: 93).
Los anteriores casos ofrecen ejemplo adicional de cierta reacción a los extremos en los que había caído el pensamiento de la Independencia, en temas sociales, políticos y familiares, hasta religiosos, reacción emprendida cuando ya se creyó necesario dar por finalizada la revolución e inclusive volver atrás a los dichosos tiempos de la estabilidad. Pero también son un ejemplo más del fracaso de esta reacción, o de su éxito sólo temporal, como sucedió igualmente en otros terrenos políticos y sociales, y en ello sí tienen su parte los cambios que la juventud experimentó en el paso del XVIII al XIX.
En efecto, el anhelado orden familiar empezó a ser objeto de embates por obra de la generación que siguió a la Independencia. Esta vez sí hubo expresiones de repudio a los más viejos, rebelión en las escuelas contra la disciplina, condena a la rigidez familiar, desaparición del poder patriarcal absoluto. Varios movimientos culturales utilizaron el lenguaje de las “generaciones” y tuvieron conciencia de ser representantes de una generación nueva, obligada a combatir ideas tradicionales. Manifestaciones en este sentido hallamos en la Generación del 37 argentina, en el movimiento político-cultural bogotano y en apuntaciones de ensayistas e historiadores sobre la reprobable severidad y hasta crueldad de las costumbres que caracterizaba a los mayores, a las cuales veían acertadamente como compañeras del poder colonial.
Se puede relacionar esto con otros fenómenos coetáneos, indicativos de nuevas sensibilidades y valores, el “descubrimiento de la infancia”, la internalización del sentimiento del deber y la culpa, el surgimiento de formas modernas de sociabilidad y el modelo de relaciones eróticas que puso de moda la novela romántica. En parte, era imitación de ideas, actitudes, inspiraciones estéticas y hasta sentimientos europeos, pero respondía también a una dinámica propia.
Ésta se encuentra en una transformación de la familia criolla, por lo menos en los sectores altos y medios, bajo la forma de redes familiares consolidadas y caracterizadas por la alianza entre los miembros masculinos jóvenes de las mismas, con frecuencia cuñados (Balmori, Voss y Wortman, 1990: 286). Después la incorporación de los nuevos países dentro del sistema mundial que se iba concentrando en el Atlántico norte dio lugar a una amplia labor organizadora que desde mediados del siglo XIX requirió colaboración de tales elementos jóvenes en la burocracia, la cultura, el ejército, la diplomacia, la economía. Tales elementos fueron absorbidos paulatinamente y hallaron su satisfecho lugar. Sólo a fines del siglo operó nuevamente un crecimiento demográfico que sobrepoblaba otra vez las vías de ascenso y dio lugar a quejas y al mucho más vocal juvenilismo de las primeras décadas del siglo XX.
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