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La era de la irracionalidad política global
Germán Carrillo García
Germán Carrillo García
La era de la irracionalidad política global
The era of irrational global policy
Migración y Desarrollo, vol. 18, núm. 34, pp. 57-113, 2020
Red Internacional de Migración y Desarrollo
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Resumen: Este artículo pretende contribuir al debate intelectual sobre las raíces de la crisis del mundo actual. La tesis que se desarrolla se basa en la relación orgánica de los diversos factores perturbadores que la han desencadenado. Se argumenta que aquellas formulaciones teóricas que intentan disociar la naturaleza dialéctica de los campos del conocimiento, siguiendo la estricta división del trabajo académico, se muestran claramente insuficientes. Por ende, he intentado aquí ponerlos en relación histórica, comparativa y conceptual que es como lógicamente se desarrollan y actúan. Desde esta perspectiva metodológica, acontecimientos como el terremoto especulativo que desencadenó la Gran Recesión de 2008, la pandemia global provocada por el coronavirus covid-19, así como la llegada al poder de regímenes autoritarios extendidos por la geografía global, o la extraordinaria espiral descendente de las clases medias y el profuso deterioro de las condiciones laborales que han brotado en casi todo el mundo, entre otros, no son considerados como elementos aislados de la variable temporal, antes bien, constituyen la variable dependiente de casi medio siglo del proyecto neoliberal.

Palabras clave:irracionalidad políticairracionalidad política,capitalismo autodestructivocapitalismo autodestructivo,proyecto neoliberalproyecto neoliberal.

Abstract: This article contributes to the intellectual debate on the roots of the current global crisis. The thesis developed here is based upon the organic relationship of the various disruptive factors that it has unleashed. It is argued that those theoretical expressions which intend to disassocicate the nature dialectic from the fields of knowledge, following a strict academic division of labor, are shown to be clearly insufficient. Therefore, here we have attempted to place them in a historic, comparative and conceptual context that shows their logical development and outcomes. From this methodological perspective, we account for the speculative earthquake that led to the Great Recession of 2008, the global pandemic of the covid-19 coronavirus, as well as the coming to power of authoritative regimes throughout the globe, as well as the extraordinary tailspin of the middle class and the sharp decline in working conditions that have come to pass throughout the world, which are not considered as isolated, short-lived elements, but rather they constitute an essential variable from almost a half-century of the neoliberal project.

Keywords: policy irrationality, self-destructive capitalism, neoliberal project.

Carátula del artículo

La era de la irracionalidad política global

The era of irrational global policy

Germán Carrillo García
Universidad de Murcia, España
Migración y Desarrollo, vol. 18, núm. 34, pp. 57-113, 2020
Red Internacional de Migración y Desarrollo

Recepción: 04 Marzo 2020

Aprobación: 02 Abril 2020

Introducción

Hoy día la humanidad ya se ha acostumbrado como hecho normal a llevar vidas de contradicción interna, que se desgarran entre un mundo

de sentimientos y una tecnología insensible a la emoción, entre el ámbito de la experiencia y el conocimiento empírico a escala humana y el ámbito de las magnitudes absurdas, entre el «sentido común» de la vida diaria

y la imposibilidad de comprender, salvo para unas exiguas minorías,

las operaciones intelectuales que crean el marco en el que vivimos.

Eric Hobsbawm

Nuestra comprensión del mundo se hace cada vez más oblicua y confusa. Inmersos en una atmósfera en la que lo efímero se combina con lo absurdo e irracional apenas somos capaces de observar con cierta nitidez las contradicciones subyacentes que están alterando, sin precedentes históricos, la naturaleza social y ecológica del mundo. Y, sin embargo, lo más preocupante y paradójico es que a pesar de disponer de toda una vasta masa de conocimiento acumulado, nuestros aparatos conceptuales y teóricos, así como las «estrategias políticas» empleadas, adolecen de numerosas limitaciones (Harvey, 2014:12). La obstinada tendencia a observar los problemas sociales desde perspectivas sectoriales, deslegitimando los esfuerzos analíticos estructurales que metodológicamente perseguían la sistematización de las relaciones humanas, tan comunes hasta la década de 1970, es parte del problema, que no es únicamente metodológico, se trata también de una cuestión ideológica. El predominio analítico de simplificar la naturaleza dialéctica del conocimiento, aislando virtualmente la esfera cultural o política de la lógica capitalista es un grave error. David Harvey lo ha planteado con admirable claridad:

En ese sentido, la expansión sistémica del capitalismo ha arrastrado y modelado «cada vez más áreas de la vida cultural» (Harvey, 1998:376). Esto es lo que quería decir Immanuel Wallerstein en El capitalismo histórico con la «mercantilización de todas las cosas». Paradójicamente, a medida que la «ciencia moderna» ha ido diseccionando virtualmente las áreas del conocimiento, se ha producido un alejamiento de la «búsqueda de las causas finales y de toda consideración de intencionalidad» (Wallerstein, 2014).

No veo ninguna diferencia entre el vasto espectro de actividades especulativas e igualmente impredecibles asumidas por empresarios (nuevos productos, nuevas estrategias de marketing, nuevas tecnologías, nuevas localizaciones, etcétera) y el desarrollo igualmente especulativo de los valores e instituciones culturales, políticos, legales e ideológicos en el capitalismo.

Tal vez por ello no es de sorprender que a pesar de que el sistema económico global se está derrumbando ante nuestros ojos, dejando a su paso un rastro de ruinas sociales y ecológicas, o ambas combinadas en forma de pandemia (virus sars-cov-2 o covid-19), decretada por el director general de la Organización Mundial de la Salud (oms) Tedros Adhanom el 11 de marzo de 2020, por más onerosas y abyectas que objetivamente puedan parecer sus consecuencias, cualquier manera de imaginar un sistema mundial distinto está ausente del vocabulario común del statu quo liberal. Al fin y al cabo, las escasas disposiciones de alternativas a un sistema caducado, más allá de la exigencia de su necesaria abolición en forma de protestas sociales exacerbadas por todo el mundo, han permitido al capitalismo cambiar de apariencia constantemente para mantener, no obstante, incólume su naturaleza cimentada en la perpetua acumulación de capital. Las guerras culturales libradas por la conquista de derechos sociales han sido, en última instancia, las que se han librado con más encono en los campos de batalla políticos. Pero la acumulación de capital en ausencia de una sólida oposición política, y con la imparable neoliberalización mundial, ha ido arrastrando a las sociedades hacia el abismo.

Vivimos inmersos en una era de irracionalidad política global. La lucha contra el descenso del crecimiento económico se combina con las batallas políticas por domesticar nuevas geografías donde el capital excedente se apropia de modos de producción y modos de vida tradicionales, lo que a su vez genera efectos no deseados sobre el medio ambiente y reconstituye una y otra vez el dominio del imperialismo secular. La dramática lucha contra el cambio climático se mantiene cautamente resguardada de cualquier relación con la lógica acumulativa del capital. La entrega con la que se defienden los derechos humanos no halla siempre su necesaria y lógica correspondencia con la explotación de la fuerza laboral en los países emergentes, donde el aflujo de capital excedente ha transformado de forma radical el mapa del trabajo global. El incentivo ilimitado del consumo de satisfacciones o compensatorio, bajo el predominio de la economía de la oferta financiarizada, se compagina plácidamente con la retórica de la inocente etiqueta «desarrollo sostenible» y la utopía del mercado autorregulado. La extinción de miles de especies desde las últimas décadas se mantiene prudentemente alejada de una economía intensamente dependiente del consumo de usar y tirar, al estilo Starbucks o McDonald’s.

Mientras que durante la espectacular expansión del primer capitalismo norteamericano, a mediados del siglo xix, los «magnates ladrones» formaban parte de la «demonología de demócratas y populistas» (Hobsbawm, 2003:153), en la actualidad la lista de los milmillonarios (la segunda generación de Robber baron), publicada con recurrencia por medios e informes funcionalistas, es recibida como una epifanía de la prosperidad de la economía global, ante cierta pasividad y complicidad crónica de los medios de comunicación de masas, así como de un amplio espectro político y social (Carrillo, 2018). La era de las políticas de provisión pública de la segunda posguerra mundial ha sido asaltada por una «institución feudal» que Harvey ha denominado con acierto «nexo Estado-finanzas», un nuevo leviatán «que ejerce un poder extraño y totalmente antidemocrático, no sólo sobre la circulación y acumulación del capital, sino sobre todos los aspectos de la vida social» (Harvey, 2016:53). Un tejido de tecnócratas entusiastas de la creación privada de riqueza al servicio del uno por ciento ha sacrificado la democracia por una oligarquía financiera. Con el fin de desintegrar la política democrática, ha argumentado Michael Hudson en su perspicaz y detallado Matar al huésped, el control sobre el «poder Ejecutivo se ha desplazado hacia los bancos centrales y unos ministros de Hacienda cuyo personal se compone básicamente de apparatchik bancarios» (2018:387). La irracional lógica del capital ficticio, es decir, la «acumulación de derechos de giro sobre la riqueza que aún no se ha producido, que toma la forma de endeudamiento privado y público, capitalización bursátil y diversos productos financieros», ha dejado a las sociedades secuestradas, incluso, de la posibilidad de organizar su propio futuro (Durand, 2017:151).

El trumpismo, la salida de la Union Jack de una Europa políticamente desgastada, o la expansión global de regímenes autoritarios, acontecimientos que dejaron absortos al público liberal y a la izquierda neoliberalizada, fueron entregados por los niveladores mediáticos de la opinión pública como fenómenos estrictamente ideológicos, separados orgánicamente del tiempo y encarnados de nacionalismo esencialista o populismo irracional. Y aunque no podían negarse tales sesgos, se ha eludido con demasiada diligencia del debate político y mediático un enfoque contextual e histórico de lo que Rogers Brubaker llamó «dinámica procesual del nacionalismo». De ese modo, se suprimió de un plumazo la larga cadena de consecuencias económicas de las nefastas políticas ultraliberales cargadas sobre las espaldas de las clases trabajadoras y las clases medias, sumidas en un estado crónico de servidumbre por deudas. Por ello, Mike Davis, en su fecunda revisión del nacionalismo tras la mirada de Karl Marx, ha criticado acertadamente a aquellas perspectivas que han concedido una excesiva «autonomía de lo discursivo, lo cultural o lo étnico» y que han contribuido a edificar una «muralla china entre la historia política del nacionalismo y las historias económica y social del Estado nación», entre cuyas consecuencias están «la incapacidad de abarcar integralmente todo el campo de las relaciones de propiedad y sus conflictos derivados» (Davis, 2015). Frente a esa decreciente capacidad analítica hay que volver a incidir directamente en el funcionamiento de la acumulación capitalista que en su versión neoliberal mantiene, como en cualquier otra variedad de capitalismo histórico, una relación dual entre la «forma territorial del Estado nación» y la «ideología del nacionalismo». La explicación de esta irrevocable dependencia territorial e ideológica para el capital es bastante evidente: dado que la competencia es una característica constitutiva del capitalismo, la clase capitalista tiene una perpetua «necesidad de retener las bases territoriales para sus operaciones», en especial cuando las consecuencias de dichas operaciones conllevan pérdidas en sus balances. Por tanto, el nacionalismo es, como concluye Neil Davidson, el «corolario ideológico necesario del capitalismo» (2008:36).

En la elocuente crítica que Cédric Durand vierte sobre Crashed, del historiador Adam Tooze (2018a) —la «crónica más exhaustiva hasta la fecha de la gran crisis financiera» de 2008—, pone de relieve la dimensión que hace el autor de las «malas políticas» que desencadenaron el terremoto y que mantuvieron después, con poderosas innovaciones de ingeniería financiera, un mundo social y económico en estado de shock permanente. Sin embargo, como lacónicamente concluye Durand, la crisis del capitalismo contemporáneo es algo más que «un cuento político de terror», por ello prefigura una conceptualización de crisis orgánica gramsciana, donde las contradicciones entre la política, la geopolítica y la economía se hallan integradas en una combinación difícilmente disociable (Durand, 2019). La profundidad de las nuevas perspectivas ecológicas del mundo convierte en insuficiente toda interpretación realizada a partir únicamente de las contradicciones apuntadas. Una nueva gramática suficientemente audaz para intentar desentrañar esta era de irracionalidad política global debería integrar también los efectos combinados de la presión antrópica sobre la ecosfera. No se trata en absoluto de un enfoque novedoso, como lo demuestran los estudios de ecología política, pero sí de uno largamente pospuesto. Así, por ejemplo, en 1970 Karl William Kapp preparó un prólogo para la reedición de su obra The social costs of private enterprise (1950) en la que había analizado las consecuencias derivadas de la restricción de los controles institucionales de las empresas privadas. En el acervo crítico de Kapp —una antinomia de la economía convencional— «la necesidad absoluta de tener en cuenta los costes sociales y la perturbación del medio ambiente más que cualquier otro factor», debía estimular de algún modo a la «sociedad industrial a sustituir la decisión individual de asignación y de inversión, la elección privada de la tecnología y la selección del lugar de producción, por nuevas formas de producción». Sus argumentos trataban de desacreditar la larga tendencia histórica de entornos productivos que han inhibido el mantenimiento de una «relación razonable entre el crecimiento económico y un ambiente compatible» con el bienestar de las sociedades presentes y las generaciones futuras (Kapp, 1971:vii-viii, xxi). Casi medio siglo después las persuasivas palabras de Kapp adquieren un carácter irrefutable, pero también evocan la fuerza decreciente de nuestro compromiso político por cambiar un sistema económico irracional y claramente autodestructivo. A continuación, intento dar respuesta a esta extraña paradoja de nuestro tiempo.

Leviatán democrático

Cuando la propiedad está amenazada, no hay opiniones políticas; no hay diferencias entre gobiernos y oposición.

Josep Fontana

Los sombríos pronósticos que Robert Dahl hiciera sobre las democracias occidentales unos años antes de que finalizara la época dorada del capitalismo de la segunda posguerra parecerían haberse cumplido. Y no sólo en Occidente. El eminente politólogo especuló sobre el nacimiento de un nuevo «leviatán democrático» gobernado por «líderes profesionales y casi profesionales» que no constituirían «más que una pequeña parte de todo el conjunto de los ciudadanos». La novedad histórica de este leviatán se elevaría sobre las bases políticas de las «virtudes del pragmatismo, la moderación», el lenguaje anfibológico de la burocracia experta, pero también adquiriría la más extraña adicción al «exceso de consenso» entre partidos políticos históricamente antagonistas. Entre otras consecuencias, este nuevo sistema presuntamente «antiideológico» tendería a instrumentalizar la política en favor de los intereses particulares de las clases dirigentes, alejando al mismo tiempo de forma implacable al ciudadano común de los sistemas políticos democráticos, institucionalizados en el gobierno representativo del Estado nación. Como afirmó Peter Mair, quien escribía con el pensamiento de Dahl las últimas líneas de su obra póstuma Ruling the void: «La oposición política nos permite hacernos oír». Cuando se diluye el campo de batalla de la oposición se pierde «esa voz, y con ella, el control de nuestros propios sistemas políticos» (Dahl, 1965, citado en Mair, 2013). Dahl no fue el único en especular en torno de la asombrosa mutación de la política democrática. George Lichtheim, por ejemplo, en su Imperialism publicado en 1971 ya persuadía a sus lectores acerca del cambio direccional que se estaba adoptando a escala global: «La anterior convergencia del darwinismo y el expansionismo», escribía, ha hallado un heredero moderno en la «visión tecnocrática de una economía planetaria» dirigida por unas élites minoritarias y por sus «administradores capacitados científicamente que han dejado atrás el Estado nacional y han fusionado sus distintas entidades en la formación de un cartel global que une a todos los centros industrialmente avanzados del mundo». Al evocar la «sombría idea» de Kautsky formulada en 1914 como «ultraimperialismo», Lichtheim estaba delimitando las líneas arquetípicas de la globalización económica y su racionalidad tecnocrática (Lichtheim, 1972:18).

Cabe preguntarse si este incrementalismo de la tecnocracia responde tal vez, como ha sugerido Jürgen Habermas, a la problemática de «regular políticamente» la creciente y contradictoria complejidad de las sociedades contemporáneas. En efecto, Habermas reconoce que los urgentes desafíos globales, como el cambio climático, las crisis económicas o la reestructuración de las políticas nacionales bajo el influjo de la inextricable globalización, han desbordado la capacidad de las instituciones legítimas del tradicional Estado nación. No obstante, el filósofo alemán muestra un razonable escepticismo concerniente a las instituciones supranacionales y en particular acerca del deliberadamente ambiguo término governance, con el cual se «seguirán expandiendo regímenes tecnocráticos mientras no se consiga hallar fuentes de legitimación democrática también para las autoridades supranacionales». Para resolver esta compleja ecuación política Habermas propone una «transnacionalización de la democracia». Un proyecto que según el pensador «toca la relación entre política y mercado» (Habermas, 2016:57-67). Una relación que, sin embargo, tras el terremoto financiero de 2008, desencadenado por una salvaje fiebre especulativa originada en el gran boom de la década de 1980, ha puesto de relieve la asunción de nuevos y sofisticados instrumentos de poder supranacionales y financieros, haciendo que la distinción liberal entre Estado y mercado no sea más que lo que ha sido siempre: «un mito» (Streeck, 2018:156-157).

Por ello mismo y ante la controversia del debate, Perry Anderson ha subrayado las trazas favorables que concede Adam Tooze a las «estructuras tecnocráticas» como valor agregado de la política y salvaguarda de las «pasiones irracionales de la democracia de masas»; y también cómo al mismo tiempo Tooze arrolla con vehemencia contra el neoliberalismo considerándolo «una política antidemocrática», que resuelve la tensión subyacente entre capitalismo y democracia «limitando el rango de las libertades democráticas o interfiriendo directamente en el proceso democrático» (Tooze, 2018b, citado en Anderson, 2019:98-101). ¿No alberga, en todo caso, una contradicción inexplicable esta forma de abrazo tecnocrático y a la vez rechazo al proyecto neoliberal? Cuanto menos se puede subrayar la correspondencia con el argumento de Mair en cuanto al debilitamiento de la oposición política y el exceso de consenso con la política pragmática de la burocracia experta. De hecho, como ha demostrado profusamente Hudson, «la reducción progresiva del gasto público y la privatización de la infraestructura es la alternativa», por supuesto «técnica», que ofrece la ortodoxia neoliberal como recambio de la socialdemocracia clásica. Además, bajo la retórica de alejar las pasiones irracionales de la democracia de masas de las eficientes decisiones de las estructuras tecnocráticas subyace el control del aparato gubernamental. En este punto Hudson es taxativo: «¡Como si hacer que la política financiera sea ajena a la supervisión por parte de los legisladores electos fuera democrático!» (Hudson, 2018:406, 387). Esta descarada forma de succionar hacia las élites financieras la legitimidad de la política democrática ha sido recalcada insistentemente por Wolfgang Streeck: «La independencia institucional es un aspecto crucial, que en nuestros días significa ante todo aislamiento con respecto a la política electoral». Descendiendo al «corazón de las tinieblas del capitalismo financiarizado», con The ascendancy of finance del filósofo alemán Joseph Vogl, Streeck y Vogl coinciden con los argumentos de Hudson: el propósito de los bancos centrales de cultivar una «autoridad autónoma» se fundamenta en una «competencia técnica» constitutiva que sin duda saben ejercer política y socialmente. De ese modo, el establishment financiero y su legión de acólitos incondicionales desde los palcos políticos y los «departamentos de economía» no han dejado de persuadirnos a los comunes mortales, sobrepasados ante «tanta complejidad», que «ellos manejan teorías para hacer que la economía se comporte en función de los intereses de la sociedad, al menos a largo plazo, cuando por desgracia todos estaremos muertos» (Streeck, 2018:156-157). Como había sucedido en el pasado, durante el periodo de restauración del orden social tras el debilitamiento de los ecos de la Revolución francesa, el capitalismo y sus gerentes mantuvieron como objetivo fundamental y sin fisuras «garantizar el poder a los prop

ietarios» del capital. Con asombrosa nitidez lo expresó un periódico parisino durante la revolución de 1830: «Cuando la propiedad está amenazada, no hay opiniones políticas; no hay diferencias entre gobierno y oposición» (Fontana, 2019:149-150). ¿Dónde hallamos hoy, entonces, la oposición política a estas estructuras del poder financiero? La izquierda, explica mordazmente Hudson, se ha thatcherizado. El partido del Nuevo Laborismo de Tony Blair en Gran Bretaña, el Partido Socialista francés de François Hollande, o el partido pasok de Grecia con George Papandréu bajo su dirección, constituyen algunos ejemplos del giro político que desplazó cualquier alternativa económica o financiera a la «privatización, a la austeridad o a la desviación de la presión fiscal desde el sector fire [financiero, inmobiliario y aseguradoras, por sus siglas en inglés] a la mano de obra» (Hudson, 2018:387, 389-390).

Esta alteración endémica de las democracias comenzó mucho antes, cuando las fuentes del crecimiento económico del boom de posguerra durante la década de 1970 empezaron a secarse. En aquel momento «los regímenes neoliberales y el capital», argumenta Davidson, penetraron en una turbulenta fase que inhibía a los Estados la posibilidad de actuar de «manera efectiva» y a largo plazo en favor del capitalismo mismo, situación que los condujo, en cambio, hacia una dirección en la que «la ideología» minaría las bases mismas de la «economía sensata». La gravedad fue más acusada cuando se hizo evidente que cualquier política reformista adquiría el «potencial de constituir demandas revolucionarias en un contexto donde los regímenes» en permanente estado de excepción no podían «permitirlas». Aunque Davidson centra su minucioso análisis histórico y conceptual en la debacle neoliberal del Reino Unido, con ciertas aproximaciones a Estados Unidos, es decir, en el «twin metropolitan heartlands» del experimento neoliberal bajo regímenes democráticos, los elementos constitutivos de la historia que traza mantienen una cierta constancia global: pueden observarse tanto en el caso griego tras la crisis de 2008, como en el laboratorio neoliberal que se estableció durante la dictadura ejercida con mano de hierro por el general Augusto Pinochet en el Chile de 1973. En general, al finalizar la década de 1970, el proyecto de crecimiento económico keynesiano se había agotado y la coyuntura fue aprovechada por una acción coordinada de la derecha mundial para desmantelar cualquier alternativa al proyecto neoliberal. Simultáneamente se llevó a cabo un ataque consciente del sindicalismo a través de diversas estrategias políticas y económicas: desde la devaluación salarial hasta la deslocalización del tejido productivo y el control efectivo del aparato estatal de las huelgas, lo que daría como resultado el debilitamiento de las bases de la izquierda política tradicional. En suma, después de la sepultura del capitalismo keynesiano del segundo periodo posbélico, tal y como observó acertadamente Eric Hobsbawm, «tanto la vía revolucionaria de Lenin como sorprendentemente la socialdemocracia de Bernstein perdieron toda posibilidad». Los cimientos del edificio reformista se estaban resquebrajando al mismo tiempo que la heterogénea clase trabajadora occidental fue abandonando buena parte de su condición de clase «unificada y unificadora». De hecho, este deslizamiento fue tan pronunciado que algunos sectores sociales, aferrados en el pasado a movimientos de izquierdas, abrazaron sin objeciones a partidos del liberalismo económico, como sucedió durante los regímenes neoliberales en el mundo angloamericano. No tardaron en brotar partidos radicales nacionalistas de derecha que sedujeron a muchos votantes de clase trabajadora (Hobsbawm, 2012:417-418). Fue precisamente Hobsbawm, con la publicación de «The forward march of labour halted?» en Marxism Today, uno de los «escasos analistas importantes», como ha subrayado Göran Therborn, en observar la «culminación del siglo del movimiento obrero». Si bien los «sellos políticos de la nueva era estaban todavía por estamparse», pronto serían indiscutibles: «Las victorias electorales de Thatcher y Reagan en 1979-1980 fueron seguidas por la capitulación del gobierno de Mitterrand ante el neoliberalismo en 1983 y el abandono del plan Rehn-Meidner por los socialdemócratas suecos» (Therborn, 2012:11). Y durante los años 1990, la euforia especulativa de las políticas clintonianas y sus retoños de la tercera vía europea formados en torno al centro-izquierda por los cuadros políticos de Blair, Jospin, Schröeder, impusieron una severa restricción a cualquier movimiento político que se opusiera a la desregulación del sector financiero. La pronunciada desigualdad social ocasionada por una combinación de desindicalización, disminución de la provisión pública y una contracción de la demanda agregada, fue contrarrestada por la asombrosa dilatación de la deuda privada que se infiltraba sin piedad entre la ciudadanía y el tejido empresarial. La etiqueta empleada para definir esta nueva era de especulación y endeudamiento fue la de «keynesianismo privatizado», con la que se pretendía describir la inédita «sustitución de la deuda pública por la privada» (Streeck, 2011). La hegemonía del capital financiero, sostenida sobre un andamiaje macroinstitucional, comenzó a asaltar los bastiones de la política pública y la provisión social, proporcionadas hasta entonces y desde el periodo posbélico por los Estados nacionales.

Y aunque el terremoto económico de la Gran Recesión de 2008 puso al descubierto los factores perturbadores de las manipulaciones financieras que lo provocaron, no hubo, empero, signos de rectificación. De hecho, en el epicentro de la crisis, la esperanza para la izquierda estadounidense, aunque no en exclusiva, encarnada por Barack Obama, fue «un caso único entre los presidentes norteamericanos»: no sólo incumplió sistemáticamente sus promesas políticas sino que terminaron siendo «precisamente lo contrario». A pesar de su notable popularidad, la política económica continuó drenando riqueza hacia los sectores sociales y empresariales de la cúspide social; durante su mandato presidencial la «desigualdad social y los niveles de pobreza» no dejaron de acrecentarse (Fontana, 2017:568-569). Mientras adoptaba una estrategia centrada en las políticas identitarias y culturales, guardaba en cambio «silencio con respecto a la agenda económica». Una agenda que avivó la retórica de Margaret Thatcher y Augusto Pinochet acerca del «capitalismo laboral» y la «propiedad de los medios de producción» en posesión de los trabajadores, con la expresa finalidad de pretender que la fuerza laboral asumiera de modo irrevocable la responsabilidad de los planes de jubilación, por ejemplo, al confiar sus ahorros a money managers (Hudson, 2018:390).

A fortiori, no debería extrañar que la asombrosa dilatación del gasto y el déficit públicos que la Administración Roosevelt realizara en 1938 (antes de entrar en una economía de guerra y después de liberarse de la cruz del patrón oro en 1933), combinado con una variedad de políticas de creación de «empleo público directo», constituyan ahora un elenco de propuestas políticas percibidas como una amenaza para el dominio avasallador del capital ficticio. Un New Deal rooseveltiano, argumenta correctamente Anwar Shaikh, «interferiría con los planes neoliberales de utilizar fuerza de trabajo barata internacionalmente, lo que permite no sólo un coste de producción más barato en terceros países sino que también frena el crecimiento de los salarios en las metrópolis» (2011:55-58). Independientemente del agitado y controvertido debate acerca de si el liderazgo mundial de la recuperación del colapso de 1929 fue ostentado por Estados Unidos o bien por Japón, debate que Perry Anderson reaviva con Barry Eichengreen, al otorgar la primacía a la expansión monetaria y al estímulo fiscal de la economía nipona bajo el timón de mando del ministro de finanzas Takahashi Korekiyo (Anderson, 2019:82), lo cierto es que para que el capitalismo «recuperara la licencia de caza después de la Gran Depresión», la clase capitalista tuvo que pagar un costoso peaje. El «matrimonio forzado con la democracia social» tras la segunda posguerra ofrece un escenario del capitalismo avanzado más o menos convergente:

El Japón de la posguerra tenía una afiliación sindical entre 80 y 90 por ciento y un gobierno socialista hasta que fue eliminado por la ocupación estadounidense; en Alemania, los capitalistas más destacados del país estaban encarcelados hasta que fueron liberados por los estadounidenses para que ayudaran en la guerra de Corea, mientras en 1947 el manifiesto de la Unión Cristianodemócrata (cdu) declaraba que el capitalismo era una amenaza para los «intereses políticos y sociales vitales del pueblo alemán»; en Reino Unido, llegó al poder un gobierno laborista que nacionalizó alrededor de 40 por ciento de la capacidad industrial del país, mientras Estados Unidos todavía era el país del New Deal, en el que existían amplios controles de capital, un sector financiero muy regulado, fuertes sindicatos en la industria y programas sociales ambiciosos para compensar a sus soldados-ciudadanos los sacrificios que habían hecho por su país en el campo de batalla mundial (Streeck, 2017a:227).

Ese mundo ha sido reconstituido varias veces tras casi medio siglo de ortodoxia neoliberal, dejando además un legado de desencanto político que contrasta con la espectacular politización de la sociedad del periodo de entreguerras (Tooze, 2018c). Aún más, la persistencia de una amnesia histórica entre buena parte de la masa crítica de intelectuales que, cercados por los límites del campo experto, no fueron capaces de percibir, por ejemplo, que las políticas de ajuste estructural que el Fondo Monetario Internacional (fmi) y el Banco Mundial (bm) impusieron despiadadamente durante las décadas de 1980 y 1990 en América Latina y en general a gran parte de las denominadas «economías emergentes», mantenían estrechas semejanzas con las políticas antisociales y de austeridad impuestas a las economías del sur de Europa «afectadas por la Gran Recesión» (Stiglitz, 2017:15). Por eso, John K. Galbraith, al estudiar la crisis de 1929, «la crisis de mayor auge especulativo (...) de los tiempos modernos» (si exceptuamos el derrumbe de 2008 que lógicamente él no pudo ver), afirmó: «Es muy importante conservar viva la memoria de aquellos días (...) porque si hay algo que prevenga estos ciclos especulativos es el recuerdo de cómo, en el pasado, la gente sustituyó la realidad por la ilusión y se pilló los dedos» (Galbraith, 1976:7). La memoria, sin embargo, es evanescente y la codicia ilimitada. En su soberbia Historia del siglo xx, Hobsbawm se lamentaba de esta dramática situación que nos conduce una y otra vez hacia el abismo: «Para aquellos de nosotros que vivimos los años de la Gran Depresión», es cuanto menos incomprensible que el apostolado ultraliberal, ampliamente denostado, haya «podido presidir nuevamente un periodo general de depresión a finales de los 1980 y comienzos de los 1990, en el que se ha mostrado igualmente incapaz de aportar soluciones» (Hobsbawm, 1995:110). En Fictitious capital Cédric Durand emite un juicio análogo al de Galbraith y Hobsbawm:

En el siglo xx, la euforia bursátil de los locos años veinte condujo a la Gran Depresión. Finalmente, en nuestra propia era, la burbuja de las puntocom y la burbuja de las finanzas de casino que siguió inmediatamente nos sumergieron en la Gran Recesión (...). La hegemonía de las finanzas, la forma de riqueza más fetichista, sólo se mantiene a través del apoyo incondicional de las autoridades públicas. Dejado a sí mismo, el capital ficticio colapsaría; y, sin embargo, eso también derribaría a todas nuestras economías a su paso. En verdad, las finanzas son un chantajista (Durand, 2017:114, 155).

El argumento de Durand nos envía directamente al citado nexo «Estado-finanzas» de Harvey: un territorio desprovisto de «control democrático o popular» cuya misión no ha sido otra que regular y controlar el «sistema bancario en beneficio del capital en general». En definitiva, el sector financiero promueve, como si de una regresión a la era victoriana se tratara, una «aristocracia financiera, un nuevo tipo de parásitos disfrazados de promotores de empresas, especuladores y directores meramente nominales; todo un sistema de fraudes y engaños con respecto a la promoción de empresas, emisión de acciones y negociación de éstas» (Harvey, 2019:242-243). Pero, para llegar a esta situación de enfermedad crónica entre los sistemas democráticos, a la que ha contribuido el capital libre de restricciones y la mala política a escalas nacional e internacional, una vasta proporción de la izquierda no mostró la suficiente resistencia al ethos neoliberal. En efecto, hasta tal punto se produjo su menoscabo que «sus orígenes del siglo xix se perdieron en la historia en favor del enfoque posmoderno»; un enfoque que ingenua o deliberadamente ha tratado de mostrar los complejos problemas de nuestro tiempo, o del pasado, mediante explicaciones simplistas reducidas a monocausalidades culturalistas o ideológicas. «La política económica», mientras tanto, se fue dejando en manos de «tecnócratas aparentemente objetivos reclutados en las filas derechistas»; o bien entre intelectuales rendidos incondicionalmente al servicio de la élite cosmopolita global que, al encarnar la economía de la eficiencia, no ha dejado de demostrar con insistencia y ¡todavía! que el mercado autorregulado es la única alternativa plausible para evitar la desintegración de los sistemas democráticos. Nada más significativo que la prudente distancia que guardan a escala global los partidos políticos herederos del reformismo socialdemócrata con la defensa de la provisión pública, las tasas impositivas al revivido capital rentista, o la rehabilitación de una «tributación más progresiva de la renta y de la riqueza en general». Un sistema que, finalmente, adquiere visos autodestructivos puesto que «condena a todos en general —consumidores y productores, comerciantes, terratenientes, e incluso a los mismos financieros— a un estado de servidumbre por deudas». De manera paradójica, hemos regresado a un estado de irracionalidad ideológica que subestima la teoría de la renta como base para distinguir «entre los ingresos del trabajo y los ingresos no ganados». El monopolio de la riqueza actual detentado por una clase rentista, cuyo control de mando de la máquina reguladora de los Estados le permite la evasión y elusión impositivas, es la misma problemática a la que se enfrentaron los economistas clásicos. Pero los John Bates Clark, defensores de la racionalidad económica esencialista de la era de los primeros Robber baron, hoy son multitud. Al definir cualquier ingreso como ganado despreciaban, como despreciarían después los apologetas neoliberales, la distinción que introduce la teoría de la renta clásica entre los «ingresos del trabajo» y aquellos otros beneficios obtenidos de la búsqueda especulativa de renta. Dicho de otro modo, los terratenientes de ayer constituyen el sector financiero de hoy «en la posición de principal sector rentista», elevado a rango de una auténtica «aristocracia postindustrial» (Hudson, 2018:68-71, 389, 398).

Cubriendo el vacío

Mientras vacían la democracia de todo contenido, acusan de «pulsiones autoritarias» a cualquiera que se oponga a este vaciamiento.

Marco D’Eramo

En este extraño mundo gobernado por la codicia, las democracias se vacían de todo contenido político. Pero el vacío democrático dejado por la política pragmática y del consenso arraigado en los partidos tradicionales ha sido cubierto por los denominados partidos «populistas», en especial de derechas, aunque no exclusivamente, los cuales tratan de movilizar a los «grupos marginados» para oponerse al sistema y a sus dirigentes (Streeck, 2017a:37). Es así como el ascenso de los partidos nacionalistas y las «pasiones anti-Estado», desde el Tea Party norteamericano hasta las formaciones políticas «antieuro» en Europa y la oleada reaccionaria en América Latina tras la consumación de la pink tide, mantienen como vector común una ciudadanía indignada que observa cómo sus gobiernos electos han sido «secuestrados por los banqueros para imponer la austeridad financiera y revertir la imposición progresiva clásica». En cierto modo, el capital financiero y sus cómplices en el gobierno «han fabricado en secreto un populismo oligárquico falso», en las antípodas de un sistema de igualación tributaria, o de cualquier regulación fiscal que no favorezca al capital financiero. No obstante, como ha sucedido con los partidos nacionalistas europeos, el Tea Party ha sido «capaz de desarrollar estrategias tácticas» hacia la «izquierda», donde se han ido suscribiendo las masas de desempleados, el precariado global, los resentidos irracionales y, por supuesto, las élites económicas que observan con agrado el descenso continuo de las exacciones tributarias al capital, así como la suculenta privatización de la provisión pública (Hudson, 2018:389, 398-399, 406).

Pankaj Mishra ha subrayado, en parte apoyándose en Gary Younge, el excesivo énfasis puesto por los analistas en la «vinculación entre la angustia económica y el nacionalismo de derechas»: «Muchos hombres y mujeres ricos, por no hablar de afroamericanos e hispanos, también votaron por un sobón compulsivo, y las clases prósperas de la India, Turquía, Polonia y Filipinas se mantienen inquebrantablemente leales a unos demagogos cada vez más impredecibles. Con estos argumentos Mishra mantiene lógicamente cierta suspicacia con el popular Thomas Piketty acerca de la victoria de Donald Trump y su relación orgánica con la «explosión de desigualdad económica y geográfica». Mishra nos habla de resentimiento, de la caducidad del proyecto Ilustrado y de su visión fatalmente lineal de la historia; del fracaso del imperialismo neoliberal que ha generado una sociedad de individuos en «desconexión con la colectividad»; de una sociedad de «individuos emprendedores» enjaulados en una racionalidad de mercado y secuestrados por la «religión de la tecnología y el pib», etcétera, lo que ha engendrado «una rebelión nihilista contra el orden mismo» (Mishra, 2017b:217, 229). Si bien comparte en lo sustancial su crítica, adolece del mismo sesgo antidialéctico que Marx observó en Proudhon, a saber, que el capitalismo como sistema social no podía interpretarse distinguiendo laxamente entre los aspectos «buenos» y aquellos otros que constituían su lado más abyecto (Davidson, 2013:920). La interpretación que hace Mishra no presta la suficiente atención a las contradicciones subyacentes del sistema que estallan constantemente en la superficie social. Contiene, a la postre, una forma de protesta subversiva en lo narrativo más que una alternativa al capitalismo realmente existente. Algo parecido ha sugerido Robert Pollin a aquellos que dicen defender un programa «multiuso y no detallado» de una economía basada en el «decrecimiento», en especial si la izquierda desea tomarse en serio un «proyecto mundial viable de estabilización del clima» (2018:30). La principal crítica es, por supuesto, metodológica y se puede observar con el pensamiento de Antonio Gramsci y Karl Marx y su indisociable vínculo entre el mundo de las ideas, las sensibilidades y las relaciones económicas. Porque, sin duda, existe una relación dual entre «la locura de la razón económica», que arrastra sus «efectos a través de la austeridad y la economía de libre mercado», y la reproducción social de «una locura paralela, que en este caso llega a la cólera, también en la esfera política». Los «antojos, necesidades y deseos» humanos se hallan en permanente estado de construcción y reconstitución, al mismo tiempo que lo hace el capital (Harvey, 2019:231, 66). Por eso, cuando Mishra invoca los temores de Alexis de Tocqueville ante las consecuencias niveladoras de la «revolución democrática» estadounidense, donde se fraguarían las promesas de la meritocracia, la justicia social, inter alia, y cuya forma de gobierno podría generar un inquietante mundo de «ambición desmesurada», «envidia corrosiva» y un estado social de «insatisfacción crónica», se sitúa en el lugar común de los analistas que no han dedicado la atención suficiente al estudio de la relación orgánica entre la teoría marxista de la infraestructura económica y «la pensé tocquevillienne como teoría de la superestructura política» (Davis, 2018). Aspecto que queda claro cuando subraya con Tocqueville que esa «pasión por la igualdad se inflamaría hasta alturas de furia y conduciría a muchos a aceptar una restricción de sus libertades y a anhelar hombres fuertes en el gobierno»; o en la idea de que ha sido «nuestra obsesión cuantitativa» la que ha desplazado o excluido «durante mucho tiempo lo que no se puede contar: nuestras emociones subjetivas» (Mishra, 2017b:220-229). Como bien sabe Mishra, «los cambios en los modos de pensar, en las creencias, en las opiniones no suceden por explosiones rápidas y generalizadas sino, tal como argumentó Gramsci, suceden comúnmente por combinaciones sucesivas según fórmulas sumamente variadas» (Gramsci, 1981:100). No ha sido, por supuesto, la «pasión por la igualdad» la que ha multiplicado por doquier la degradación de las condiciones materiales y políticas de los perdedores del proyecto neoliberal. Ha sido el malestar social largamente preterido por la política consensuada en torno al neoliberalismo la que ha cumplido la función de legitimar el nuevo orden económico y de estatus alcanzado por los cosmopolitas de la era global, deslegitimando a la vez a los perdedores ante su presunta incapacidad cultural o moral, o su «brecha educativa». Como consecuencia, los conflictos sociales derivados de la desnivelación de la riqueza económica y el incremento de la desigualdad de oportunidades, así como el subsiguiente inmovilismo de la estructura social, han sido sutilmente catalizados por una química política, nada novedosa por cierto, cimentada en el nacionalismo sustancial, el chovinismo territorial y, por ende, en la xenofobia y el racismo.

Los «principales partidos y sus expertos en relaciones públicas», junto al aparato burocrático estatal, ha escrito Streeck en su perspicaz artículo «El retorno de lo reprimido», no tardaron en responder ante la «amenaza letal» que supone para las democracias parlamentarias la emergencia de estas posiciones políticas extremas. Pero su respuesta fue tan ambigua como la seductora e insidiosa relación mantenida con la ortodoxia neoliberal que, de hecho, había creado toda una acumulación de despojos sociales que dio como resultado una ciudadanía exacerbada que ahora pretendían combatir. «El concepto empleado en esta lucha y rápidamente incluido en el vocabulario posfáctico» no fue otro que «populismo», en el que fueron estrujadas o estiradas, como los viajeros que dormían en el lecho de Procusto, todas las «tendencias y organizaciones de izquierda y de derecha que rechazan la lógica tina [There Is Not Alternative] de la política responsable bajo las condiciones de la globalización neoliberal». Si bien el problema subyacente no ha sido otro que el campo de batalla entre «el capitalismo global y el sistema estatal», los conflictos sociales derivados han sido interpretados con demasiada frecuencia, o instrumentalizados de forma deliberada, como simples actitudes irracionales de una ciudadanía incapacitada para valorar adecuadamente las ventajas de la nueva dinámica del capitalismo (Streeck, 2017b:16, 13). En suma, mientras las élites cosmopolitas y sus incondicionales apoyos políticos «vacían la democracia de todo contenido», culpan de «pulsiones autoritarias» a aquellos que manifiestan su oposición a este «vaciamiento». Pero, allí donde proliferen «medidas antipopulares» se exacerbarán las masas que sufren las restricciones; y sus emociones, sin duda, estarán muy ligadas a su bolsillo. Sin perífrasis lo ha expresado Marco D’Eramo:

¿Que quieres sanidad para todos? Vaya un populista (sobre todo en Estados Unidos). ¿Quieres que tu pensión aumente en función de la inflación? ¡Pero qué pedazo de populista! ¿Quieres poder mandar a tus hijos a la universidad sin desangrarte? Ya sabía yo que, en el fondo fondo, eras un populista. Así es como los bufones de la oligarquía tachan de populista a cualquier instancia popular (2013:39-40).

Cada vez es más evidente la incapacidad de «concretar una salida viable de la intolerable crisis» en la que se halla el turbulento mundo actual, una incapacidad compartida por las «élites capitalistas y sus acólitos académicos e intelectuales» y por las «fuerzas de izquierda tradicional», sometida a una fragmentación al parecer imparable y por ello mismo más debilitada para oponerse a los dominios del capital. Tras algo más de cuatro décadas de ofensiva de la derecha mundial, combinado con el colapso del socialismo soviético post 1989 y la lamentable y errónea desacreditación del marxismo, la izquierda, incluso en sus versiones más radicales, «quedó fuera de los canales de la oposición organizada o institucional», anhelando, no sin cierto espíritu panglosiano, que las «acciones de pequeña escala y el activismo local» pudieran hacer brotar de algún modo una «gran alternativa satisfactoria». Una izquierda que «por extraño que parezca acoge una ética de antiestatismo libertaria e incluso neoliberal» y se sostiene «intelectualmente por pensadores como Michel Foucault y todos los que han vuelto a juntar los fragmentos posmodernos bajo el estandarte de un posestructuralismo en gran medida incomprensible que favorece las políticas identitarias y se abstiene de los análisis de clase» (Harvey, 2014:14). Con demasiada frecuencia, cuando se hace alusión a la lucha de clases, los «teóricos multiculturales tienden a lanzar advertencias» contra lo que denominan «esencialismo de clase», es decir, a la reducción de las luchas racistas y antisexistas» a meros epifenómenos; «no obstante, si echamos un vistazo rápido a cómo funcionan vemos que (con raras excepciones) simplemente ignoran la lucha de clases». Aunque su vocación nominal está formada por la tríada «sexo-raza-clase», no afrontan «realmente la dimensión de clase». Ésta se halla fuera del vocabulario común del «discurso multiculturalista» (Žižek, 2018:289). De ese modo, mientras las políticas neoliberales se han extendido en forma de privatizaciones de la provisión pública, desregulación de los sectores industriales y financieros, desintegración de los movimientos sindicales, inversión decreciente en los sectores productivos, etcétera, fortaleciendo así el poder del capital ficticio, las pérdidas han sido compensadas a través, por ejemplo, del «reconocimiento de las reivindicaciones de género y multiculturales». Esta contumaz abstención conceptual y empírica de las herejías económicas y de los conflictos derivados de la lucha de clases no alcanza a comprender, dice con elocuencia Shaikh, que el capitalismo cambia permanentemente de apariencia con el fin de mantener intacta su naturaleza que no es otra que la perpetua búsqueda de beneficio (Shaikh, 2011:46).

Por ello no debería de extrañarnos que el establishment incondicional y sus fieles mediáticos despertaran del letargo tranquilizador de la política centrista, asombrados ahora por la terrible irrupción del trumpismo o la inesperada escapada del Reino Unido del viejo continente. Lo cierto es que su asombro es la prueba indiscutible de la incapacidad adquirida mediante entrenamiento, por usar la expresión de Thorstein Veblen, para rehuir sistemáticamente cualquier análisis dialéctico de la naturaleza del capitalismo. Mientras éste se ha revestido desde hace décadas con diversos ropajes neoliberales, cambiando de apariencia y reajustando sus elementos reactivos a los movimientos sociales identitarios y culturales, el creciente poder del sector financiero ha evolucionado como un auténtico leviatán antidemocrático. Nada más significativo que el enorme desembolso público de los países del capitalismo avanzado hacia los dominios insaciables de las finanzas, que entre el «otoño de 2008 y principios de 2009» había superado por cuatro décimas el equivalente a 50 por ciento del pib mundial (Anderson, 2019:55). Tal vez sería pertinente dejar por un momento «las guerras culturales» para centrar la atención en primer lugar en los asuntos de la economía política, por ejemplo «garantizar o no la propiedad privada»; la organización fiscal y tributaria entre Europa y sus componentes «locales, regionales o nacionales»; las limitaciones y posibilidades de la «solidaridad fiscal de las economías ricas con regiones o Estados pobres; las incertidumbres y desequilibrios presupuestarios», el insoportable peso de la deuda pública y privada; el impulso necesario de políticas industriales; la «regulación de los mercados financieros y laborales»; políticas unificadas y progresivas de recaudación tributaria, etcétera (Streeck, 2017a:232-233).

Porque mientras el rigor analítico de la naturaleza del capital ha sido reemplazado por la moralidad culturalista, las ruinas sociales se han ido extendiendo irremisiblemente y, con ello, se ha exacerbado el resentimiento social. Allí donde el neoliberalismo se ha desarrollado de forma más completa, la desigualdad social ha estallado con más fuerza contra la política «responsable» del consenso liberal. Según ciertos informes de la onu, aunque el Reino Unido constituye la «quinta economía más grande del mundo, una quinta parte de su población (14 millones de personas) vive en la pobreza y 1.5 millones de ellos sufrieron indigencia en 2017». Por su parte el hegemon del siglo xx, Estados Unidos de América, albergaba en su interior al escribir esto 40 millones de hombres y mujeres en estado de pobreza y 18.5 malvivían en los límites de la pobreza extrema (onu, 2018, 2019). ¿Qué tipo de argumento, si no es decididamente demagógico, lábil y tramposo puede presentarse para defender la idea de que esta devastación social no ha sido, de hecho, la consecuencia de varias décadas de políticas económicas deliberadamente antisociales? Desde el corazón de Europa en Hungría a la Polonia del pis (Ley y Justicia), hasta el Brasil de Bolsonaro, o la Filipinas de Duterte, podemos observar la acumulación de infames consecuencias que han dejado a su paso el tsunami neoliberal y el dogma del libre mercado. ¿No fue acaso la «periferia desindustrializada», heredera del thatcherismo más duro, la que se alió en contra de la élite londinense «sellando el destino de la permanencia en la Unión Europea»? (Hazeldine, 2017:60). ¿No fueron los trabajadores blancos de los «condados industriales de Ohio» los que tras su confesa fidelidad a las promesas incumplidas del gobierno Obama desertaron «hacia Trump», justo cuando experimentaban una «nueva oleada de huida de puestos de trabajo a México y a los estados sureños»? (Davis, 2017b:8) ¿No constituyó la errónea decisión adoptada en noviembre de 2008 por Trichet al frente del bce de rechazar la provisión de «liquidez a las economías del este de Europa» la que provocó que Hungría tuviera que «solicitar un humillante crédito de emergencia al fmi», lo que generó irremediablemente una reacción nacionalista que contribuyó dos años después a la victoria aplastante del partido de vocación ultraderechista Fidesz, Unión Cívica Húngara? (Durand, 2019:224). La crisis económica demostró, una vez más, la fuerza irreverente de los antagonismos de clase tan denostada por los analistas posmodernos inmersos en su propio limbo abstracto poscapitalista, al igual que por sus presuntos contrapuntos ideológicos fieles al liberalismo centrista. Como ha sugerido Durand, no sin cierta ironía justificada, tal vez las clases sociales que sufrían sin piedad el estancamiento salarial no pensaban exactamente lo mismo que los «banqueros centrales y los funcionarios gubernamentales», los cuales «compartían la idea de que el interés público y la estabilidad financiera eran una y la misma cosa» (Durand, 2019:233). Lo cierto es que la amarga realidad cotidiana de la gente común no podía ser calificada como poscapitalista, dependía cada vez más de un salario decreciente bajo unas condiciones laborales agravadas por un estado de crisis permanente. Pero, entonces, ¿qué idea, por simple que fuera, podía ser administrada e inoculada a conveniencia para mantener a raya cualquier atisbo de subversión social más allá de puntuales manifestaciones coléricas? En La edad de la ira Mishra desnuda coherentemente la realidad que subyace bajo el tropo del «emprendimiento» y la penetrante «retórica del empoderamiento». Bajo la utopía «neoliberal del individualismo», en la que todos deben de pensar y actuar como empresarios en un mundo económico dinámico y flexible, inventivo y en constante mutación tecnológica, jóvenes recién graduados o con escasos estudios se hacían multimillonarios de la noche a la mañana en el área de San Francisco, y usuarios de Facebook, Twitter y WhatsApp parecían capaces de derribar regímenes totalitarios en todo el mundo. Pero los conductores de coches de Uber, que trabajan a destajo por tarifas increíblemente bajas, representan el verdadero destino de muchos «empresarios» autónomos. El capital no cesa de cruzar fronteras nacionales en busca de beneficios, arrojando desdeñoso a la papelera de la historia oficios y normas que la tecnología ha dejado obsoletos (Mishra, 2017a:278-279).

Esta naturaleza de destrucción schumpeteriana (no tan creativa) del capital comenzó a ampliarse a una escala sin precedentes durante la década de 1980. Desde ese momento el gran consenso político no ha sido otro que la defensa casi sin fisuras de los «mercados libres, libre comercio, libre circulación de capitales y otros derechos humanos» bajo la vigilancia de Estados Unidos y «sus aliados, de acuerdo con sus normas y sanciones, sus recompensas y sus represalias». Sin embargo, entre el público liberal las voces críticas con el libre comercio han sido demasiado indolentes. «Muy pocos liberales han impugnado seriamente los principios del libre comercio, argumenta Perry Anderson, así como la primacía de Estados Unidos o el imperio del derecho internacional consagrado en la Organización de las Naciones Unidas (onu), cuyas decisiones ha podido determinar en general Estados Unidos a su voluntad. El orden internacional liberal sigue siendo un icono preciado» (Anderson, 2019:98-99). Más extraño aún es observar esta incondicionalidad entre amplios sectores de la izquierda política, cuyas críticas han sido mordaces contra el neoliberalismo, y su desgaste progresivo de las políticas sociales; aunque esa causticidad apenas ha tenido la debida correlación con la lógica del capitalismo de libre comercio. Al respecto, Deepak Nayyar, en «Globalization and free trade: theory, history, and reality», ha argumentado sólidamente que el «comercio internacional es una parte integral, si no la vanguardia, de la globalización». «El comercio internacional» que puede plantearse dentro de un amplio abanico de arreglos institucionales, «no es lo mismo que el comercio sin restricciones», ambiguamente llamado «libre». Y continúa:

Los últimos años han sido testigos de la formulación de una lógica intelectual para la globalización que ha transformado la globalización misma, junto con el libre comercio, en una «ideología virtual» de nuestros tiempos, tanto que ambos son percibidos como un medio para garantizar no sólo la eficiencia y la equidad, sino también el crecimiento y el desarrollo en la economía mundial. Una creencia que, sin embargo, no puede ser validada por la realidad (Nayyar, 2007:69).

Contrariamente al proyecto neoliberal y a la fragilidad de los modelos macroeconómicos dominantes, Shaikh ha expuesto que «casi todo el crecimiento exitoso orientado a la exportación ha venido con políticas selectivas de comercio e industrialización». No existen, de hecho, pruebas empíricas que demuestren que la liberalización total del comercio haya producido fuertes tasas de crecimiento económico. Allí donde han surgido países con economías florecientes, la planificación política corregía la discrecionalidad del mercado y sólo se defendía el libre comercio cuando éste ofrecía «ventajas comparativas». Argumentos que pueden ser verificados «no sólo en los últimos tiempos, sino incluso en el pasado», cuando las economías avanzadas del capitalismo se hallaban inmersas «escalando la escalera del éxito». Por el contrario, la «liberalización total» de las economías chilena (que mantuvo un crecimiento menor del 1 por ciento per cápita entre 1974-1989), mexicana (después de 1985), o argentina (1991), que Shaikh cita como ejemplos representativos de América Latina, desencadenó la aniquilación a un mismo tiempo de «sectores débiles» como potencialmente fuertes y, sin duda, conllevó un «gran costo social durante un largo periodo» (Shaikh, 2007:50-68). Asimismo, «la centralización burocrática excesiva dentro de cualquier aparato estatal o imperial tiene a veces (pero sólo a veces) consecuencias negativas en la innovación y el crecimiento». En su acervo crítico del «dogma liberal y neoliberal según el cual un control excesivo por parte del Estado es siempre nocivo», Harvey ha subrayado que han sido los «Estados burocratizados y autoritarios» los que han dominado las curvas de crecimiento económico del «capitalismo contemporáneo», por ejemplo Japón, Corea del Sur, Singapur, Taiwán y, más recientemente, China. Conviene acentuar, de nuevo, que la ética antiestatista no ha sido exclusiva del dogma ultraliberal. Ciertas corrientes izquierdistas no han dejado de proclamar las virtudes de la descentralización del aparato estatal y han coincidido de paso con el énfasis puesto por personajes como Bill Gates y Deng Xiaoping en la «descentralización organizada» como forma de «control fuertemente centralizada» (Harvey, 2017:238). Esto ha llevado a la emergencia de fuertes tensiones políticas entre espacios autonómicos por la asignación de recursos fiscales y también por el desesperado anhelo de capturar flujos de capital de inversión extranjera. En otras palabras, la ofensiva coordinada y políticamente consensuada contra el «Estado grande», sin llevar a cabo la precisa distinción entre la «Gran Oligarquía y la economía mixta de la era progresista (lo que se solía llamar socialismo)», diluye la energía social y política necesarias para «regular y gravar la riqueza» y, finalmente, acaba favoreciendo las decisiones colectivas de las élites en el poder, «al estilo de los hermanos Koch» (Hudson, 2018:102).

Por todo lo argumentado hasta aquí, sería inverosímil disociar la globalización económica del ethos neoliberal y por supuesto de la asunción del capital ficticio, cuya combinación molecular ha allanado el camino hacia una crisis orgánica. Crisis que, de acuerdo con Gramsci, se producen cuando «en cierto punto de su vida histórica los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales» y sus dirigentes ya no son reconocidos incluso «por su clase o fracción de clase». Cuando se precipitan estas crisis, «la situación inmediata se vuelve delicada y peligrosa, porque el campo queda abierto a soluciones de fuerza, a la actividad de potencias oscuras representadas por los hombres providenciales o carismáticos». Lo que realmente es revelador de esta situación es «la inmadurez de las fuerzas progresistas» (Gramsci, 1999:52-53). ¿Cómo podemos, entonces, interpretar de forma ampliada las consecuencias de esta crisis orgánica?

Crisis orgánica y alienación universal

El capital produce alienación tanto en sus atuendos objetivos como subjetivos.

David Harvey

En su notable formulación en torno de la naturaleza de la crisis del capitalismo global, Harvey ha planteado tres «contradicciones peligrosas» cuya indisoluble relación constituye «un claro y presente peligro para la supervivencia del capitalismo en la era actual» (e incluso de la vida tal como la conocemos). En primer lugar, una desproporcionada relación metabólica con la naturaleza, que genera de manera consecutiva un deterioro acelerado de la ecosfera, donde confluyen y se retroalimentan las consecuencias del impacto antrópico con el calentamiento global. Segundo, un «crecimiento acumulativo ininterrumpido» que se desenvuelve en un escenario global dominado por la «escasez de oportunidades de inversión rentable» y la expansión sin límites del capital ficticio, «sobre el que se ha perdido todo tipo de control». Para la tercera contradicción peligrosa, Harvey ofrece una versión ampliada del concepto de alienación de Marx; concepto usado con escasa frecuencia en El capital aunque prolijo en trabajos anteriores, en particular en los Grundrisse: «El valor en Marx es trabajo alienado socialmente necesario. Dado que el capital es valor en movimiento, la circulación del capital implica la circulación de formas alienadas». De ese modo, la relación humana con la naturaleza y la propia naturaleza humana quedan subsumidas dentro de la lógica de acumulación del capital (Harvey, 2019:232). Esta última contradicción fluye ininterrumpida e inextricablemente con las dos precedentes, es decir, con el deterioro de la ecosfera y el crecimiento económico acumulativo ad infinitum, y tiende a reproducir «una inestabilidad política y geopolítica cada vez más problemática tanto dentro como a través del sistema estatal». A partir de este planteamiento Harvey otorga un carácter universal al concepto de alienación e intenta esbozar cuáles podrían ser sus manifestaciones más significativas. Comienza con la más obvia, a saber, «el surgimiento de partidos nacionalistas de derecha y el populismo autoritario representado por Erdogan, Modi, Sisi, Orban, Trump y Putin». Cabe precisar que esta deriva macroestructural de forma irrevocable aparece también encarnada en una vasta constelación de conflictos individuales. Una nueva alienación sellada a una escala ampliada en la miríada de «tragedias personales» que atraviesan cardinalmente el globo: epidemias; alcoholismo; declive de la esperanza de vida; suicidios de agricultores en Corea del Sur, en la India, o entre los trabajadores de la gran factoría de la tecnología global FoxConn (Shenzhen); el drama de la vida cotidiana de desempleados, subempleados y desahuciados; asesinatos de campesinos en América Latina, etcétera. Es evidente que cuando Marx definía los contornos de las leyes del capital, el capitalismo apenas dominaba «un rincón relativamente pequeño del mundo (Gran Bretaña, Europa Occidental y la costa este de los Estados Unidos)». Y lógicamente, durante el periodo en el que el capitalismo permaneció más o menos restringido a ese núcleo originario, las incertidumbres de la acumulación perpetua o los efectos no deseados del cambio climático no constituían «serias amenazas» (Harvey, 2018:424-439). No obstante, el carácter ecuménico constituye una especificidad inherente de la naturaleza de la evolución histórica del capitalismo y, por tanto, como Marx y Engels observaron en El manifiesto (1848) con un abrumador carácter presciente de la globalización neoliberal, la burguesía «impulsada por la necesidad de mercados siempre nuevos» ha cubierto el mundo en toda su extensión (Marx y Engels, 2011).

El capital no es el único agente volitivo en la nueva reconstitución revolucionaria de la economía mundial. La intensidad de los flujos migratorios o la competencia voraz de la fuerza de trabajo global, en correlación con las «complejas cadenas mercantiles» en mercados nacionales asimétricos, han puesto de relieve, junto a la reestructuración del capital, una «gama de tensiones y respuestas políticas que varían desde los movimientos antiinmigrantes a la reavivación de fervores nacionalistas». Así, los estallidos sociales desde Turquía a Brasil; la denominada «Primavera Árabe»; las protestas frente a los vetustos muros de Wall Street (Occupy); los movimientos secesionistas en Londres, Escocia, Cataluña y Hong Kong; la reactivación ultraconservadora en el Brasil de Bolsonaro; y los «gobiernos de extrema derecha en Hungría, Polonia y Estados Unidos»; apuntan hacia un clímax de «disidencia, descontento e incluso desesperación». Bill Keller, en «The Revolt of the Rising Class», nos persuade de buscar en las protestas de la Turquía de Erdogan elementos de desesperación radical. Se trataría, según el autor, de revueltas alimentadas y protagonizadas por la «clase media»: «Los ricos urbanos y educados que son de alguna manera los principales beneficiarios de los regímenes que ahora rechazan» (Harvey, 2019: 229-231).

Keller ofrece, sin embargo, las pinceladas de un retrato impresionista y no arroja luz sobre una realidad subyacente mucho más compleja. Por supuesto, su argumento no pierde por ello credibilidad, aunque debe ser matizado. Sin duda, la idea que subyace fue formulada con elocuencia por Hobsbawm al analizar el desmoronamiento y fragmentación de las «viejas ideologías de izquierda» que, entre otras consecuencias, dieron lugar a un «pensamiento radical o de izquierdas, pero sustentado en una base de clase media». Sus inquietudes, «por ejemplo, el medio ambiente, o la vehemente hostilidad a las guerras del momento», no necesariamente albergarían correspondencia «directa con las actividades del movimiento obrero», que además ya estaba sufriendo los estragos económicos y sociales de la desindustrialización y deslocalización productiva en las economías del Atlántico Norte. De hecho, las preocupaciones y exhortaciones de la heterogénea middle class podían antagonizar con los miembros residuales de la clase obrera (o de sus semejantes que iban a multiplicarse en las economías emergentes de las postrimerías del siglo xx, para los que la supervivencia dependía de actividades económicas que, por cierto, emitían toneladas de gases contaminantes a la atmósfera). Con gran frecuencia las aspiraciones de «transformación social» de la nueva clase media «constituían una protesta más que una aspiración». Podían autodefinirse como «anticapitalistas», pese a que no tenían una «idea clara del capitalismo» y mucho menos de lo que proponían como alternativa a éste (Hobsbawm, 2011:422).

Lo cierto es que gran parte de las ruinas sociales del mundo actual están arraigadas en un rendimiento decreciente de las clases medias. No es ya una novedad que para aspirar a pertenecer a dicho privilegio de la estructura social se deba transitar, casi de forma inexorable, por la vía de la «deflación por deudas». Es decir, conlleva «asumir una deuda hipotecaria para comprar una vivienda propia, créditos de estudios para acceder a la educación necesaria para conseguir un buen empleo, un préstamo para el coche con el que ir al trabajo y una deuda de tarjeta de crédito sólo para que el deudor pueda mantener su nivel de vida mientras va hundiéndose en el pozo» (Hudson, 2018:49, 402). Con el revelador título Under Pressure. The squeezed middle class, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde) ha puesto de relieve el debilitamiento espectacular de dicha condición social. Desde hace tres décadas en países con economías tan dispares como Hungría, Suiza, Alemania, España, Grecia, Islandia o Portugal, los ingresos de las clases medias «aumentaron un tercio menos que el ingreso promedio de 10 por ciento más rico». Unos ingresos decrecientes que se han ido ajustando con un drástico incremento de los precios de los activos básicos del «estilo de vida de la clase media». El precio de la vivienda se incrementó hasta «tres veces más rápido que el ingreso medio de los hogares» durante las dos últimas décadas. Lo mismo sucedió con respecto al acceso a recursos básicos de salud pública y educación universal. La clase media ya no podía ser considerada el «centro de gravedad económica». Las certidumbres económicas, laborales y, en última instancia, existenciales de los baby boomers se desvanecían en el territorio líquido de los millennials. Ahora, uno de cada seis trabajos de «ingresos medios» se hallaba amenazado por un «alto riesgo de automatización». Los gastos superaban a los ingresos en algo «más de uno de cada cinco hogares» autoidentificados como clase media. Por su parte, el «sobreendeudamiento» era superior para los ingresos medios que para aquellas clases sociales de ingresos bajos y altos (ocde, 2019:13-14, 24). Aunque sea posible discrepar de la debilidad de ciertos argumentos en Piketty, lo cierto es que su diagnóstico fue refrendado por el secretario general de la ocde: «Nunca en la historia de la ocde la desigualdad en nuestros países fue tan grande como hoy» (Lessenich, 2019:184).

En opinión de Mishra, si bien nuestras emociones y otras derivadas subjetivas no deberían sustraerse de las elegantes ecuaciones economicistas (en cuyo nombre decía Pierre Bourdieu se desata una terrible violencia social), son éstas las que colaboran en la depresión de nuestras condiciones materiales y hacen que aflore un estado de ressentiment social. Es cierto que con el fin de orientarnos mejor en este mundo caótico necesitamos «ante todo mayor precisión en los asuntos del alma» (Mishra, 2017b:229). Por eso «Margaret Thatcher, después de todo, se propuso no sólo cambiar la economía, sino también cambiar el alma», y en eso, explica Harvey, «tuvo cierto éxito». Tal vez convenga recordar aquí con Jean-François Lyotard que la irrupción a una escala sin precedentes del «contrato temporal», tan afín a los nuevos mercados posfordistas de trabajo «flexible», ha ido alterando de forma intensa a las «instituciones permanentes en la esfera profesional, emocional, sexual, cultural, internacional y familiar, así como también en los asuntos políticos». Porque, al contrario de la economía vulgar, «el capital produce alienación tanto en sus atuendos objetivos como subjetivos» (Harvey, 2019:66; 2007:8; 2018). En ese sentido, Travis Kalanick, miembro selecto del club de ultrarricos de la generación x y fundador de Uber, les dijo a sus incondicionales: «Nos gusta pensar en Uber como el cruce entre el estilo de vida y la logística, donde el estilo de vida es lo que quieres y la logística es cómo llegar allí. Si podemos conseguir un coche en cinco minutos, podemos conseguirte algo en cinco minutos» (Moon, 2015:11). La evanescencia de cualquier racionalidad en tales palabras evoca el severo juicio de Hobsbawm sobre los hueros mensajes de ciertos sectores del movimiento estudiantil de 1968: «Nadie con un mínimo de experiencia de las limitaciones de la vida real, o sea, nadie verdaderamente adulto, podría haber ideado las confiadas pero manifiestamente absurdas consignas del mayo parisino de 1968 o del ‹otoño caliente› italiano de 1969: ‹tutto e súbito›, esto es, «lo queremos todo y ahora mismo». Escepticismo que, una vez más, vino a confirmar el historiador cuando observó las ocupaciones de las proximidades de Wall Street y otros dominios del sector financiero y bancario que le llevó a afirmar que «esos manifestantes que plantaron su tienda de campaña en terreno enemigo no eran 99 por ciento frente a los superricos». Constituían, como en tantas otras ocasiones, lo que se ha denominado el «ejército de escenificación» del movimiento intelectual, «el destacamento de estudiantes y bohemios dispuestos a movilizarse, que armaba escaramuzas con la esperanza de que acabasen convertidas en batallas» (Hobsbawm, 2013:195). Por eso, Nancy Fraser ha reiterado la ambivalencia como el rasgo más característico de la naturaleza política de los movimientos sociales. Así, mientras el alzamiento social del simbólico año de 1968 arrojó sus mordaces críticas contra las formas de protección institucionalizadas y sacó a la «luz jerarquías y exclusiones sociales injustas», en contraste, al adoptar la forma de insurrección, la batalla librada por los sectores políticos neoliberales consistió en desacreditar la «protección social» por «encadenar la libertad» de los individuos (Fraser, 2013:134-139). Therborn concluye con observaciones parecidas: el movimiento de 1968 desgastó el «patriarcado y la misoginia», deslegitimó el «racismo institucional» y minó la «diferencia y la jerarquía». Pero tras esta subversión cultural observamos la circunstancia paradójica de que «ha sido absorbida en su mayor parte por el capitalismo avanzado, por medio del informalismo de las industrias de alta tecnología, una oleada de altas ejecutivas, la normalización de los derechos de los homosexuales, o los matrimonios del mismo sexo» (Therborn, 2014:13).

Cuando Tim Cook y otros «individuos que personifican la avanzadilla del capitalismo global», observa Slavoj Žižek, «apoyan rotundamente los derechos lgbt+», deberían despertar entre el público liberal las debidas suspicacias, o al menos las mismas que despiertan la homofobia o el racismo fuera y dentro del mundo Occidental. Sin duda, esto no debería disuadirnos, continúa el filósofo, de apoyar a este movimiento social, sí en cambio «debería hacernos conscientes del trasfondo político-ideológico del asunto». El trasfondo no es otro que la recusación analítica de la lucha de clases, tal como vimos con anterioridad (Žižek, 2018:288-289). Al conceder una excesiva autonomía a los elementos discursivos y culturales, aislados virtualmente de los factores económicos, de forma paradójica, o tal vez no por lo mencionado, se reproduce aquello que se desea combatir. Es decir, se tiende ingenuamente a promover una aculturación global del proyecto neoliberal. De esa manera, mientras grandes compañías del utopismo tecnológico, el denominado modelo gafam (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft), reafirman su compromiso incondicional con la «vibrante comunidad empresarial lgbt+» a través de la Rainbow Chamber of Commerce Silicon Valley, han favorecido, por el contrario, un control monopolístico de los activos inmateriales de la era de las plataformas digitales, con lo que han obstruido la entrada al mercado de nuevos competidores y emprendedores: «Cuando un grupo dispone de intangibles puede distribuirlos a una escala inmensa. Esto favorece que las primeras empresas en entrar en un mercado, la primera en tener una idea, sea la que se haga con el control de ese mercado y, por tanto, obtenga los costes más ventajosos». «Con la ideología de Silicon Valley», el sistema capitalista «se ha vuelto reaccionario» (Bonet, 2019).

Cabe resaltar que el control monopolístico no se limita al «poder del mercado»; gracias a la concentración de las utilidades tecnológicas y de gestión, se transforma asimismo en un «monopolio legal» sobre ciertos «elementos del conocimiento». Ahora, en la fortaleza inflexible de los «derechos de propiedad», como ha escrito Ugo Pagano, se ha gestado una nueva era dominada por el «capitalismo de monopolio intelectual». Dado que el conocimiento no puede definirse dentro de un «espacio físico limitado», su control privado implica un «monopolio global» que restringe dramáticamente la «libertad de muchas personas en múltiples ubicaciones» (Durand y Milberg, 2019:6). Durante las últimas décadas, además, se ha constatado la variable dependiente del «capital humano» formado en la periferia y en el centro del sistema mundial y puesto a disposición de las grandes corporaciones de la era digital, «muchas de ellas con sede o con puestos de capital riesgo en Silicon Valley». Esta forma de «desarrollo» cimentada en la «acumulación de conocimiento y habilidades como un recurso productivo y una fuerza crucial de producción», argumenta Raúl Delgado Wise, «ha experimentado un proceso similar y está sujeto a las mismas condiciones del capital en otros sectores». Y continúa:

Esto incluye la concentración y centralización del capital, un proceso que tiene como objetivo reducir los costos laborales, transferir los riesgos asociados a los productores no capitalistas y capitalizar los beneficios apropiados a través de la propiedad de las patentes del conocimiento o la tecnología social incorporada en el proceso de producción (Delgado, 2019b:165).

Estos factores perturbadores de la economía política y de la lucha de clases, disociados convenientemente de la virtual emancipación de ciertos sectores sociales por medio de la inocente retórica culturalista y del optimismo iluso del fetichismo tecnológico, evocan el inflexible juicio de Marx acerca del trabajo cooperativo tras la experiencia del periodo de 1848 a 1864. Por «excelente que sea este principio, por útil que se muestre en la práctica, el trabajo cooperativo, limitado estrechamente a los esfuerzos accidentales y particulares de los obreros, no podrá detener jamás el crecimiento en progresión geométrica del monopolio, ni emancipar a las masas, ni aliviar siquiera un poco la carga de sus miserias». No otro es el auténtico motivo por el que ciertos «aristócratas bien intencionados, filantrópicos charlatanes burgueses» y desde luego «economistas agudos», se han decidido con tanta vehemencia «a colmar de repente de elogios nauseabundos al sistema cooperativo, que en vano habían tratado de sofocar en germen, ridiculizándolo como una utopía de soñadores o estigmatizándolo como un sacrilegio socialista». Para lograr la emancipación de las «masas trabajadoras», el movimiento cooperativo debe lograr un vínculo de carácter nacional: «Pero los señores de la tierra y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos» (Marx, 1864/1924:10). No es tan difícil observar en estas líneas a los Tim Cook y otros «charlatanes» de la ofensiva del capitalismo global.

Ahora, bajo la espesa niebla ideológica que anima al apostolado del silicio, las aspiraciones del comunitarismo autónomo de una parte considerable del izquierdismo que trata de salvar las dislocaciones sistémicas mediante la presión local o la fragmentación volitiva, encuentran una imprevista correspondencia en la laxitud de las comunidades políticas virtuales que con su smartphone y su devoción por la nivelación democrática, por supuesto ¡propagada a golpe de tweets!, han debilitado la propia esencia de la política. Desde esa perspectiva reduccionista, «todas las fallas del sistema humano», sostiene con sarcasmo Evgeny Morozov, se vuelven triviales «si disponemos de suficientes aplicaciones» (2016:12, 16). «Es una paradoja de nuestro tiempo», expresaba Hobsbawm en uno de sus últimos trabajos dedicado a la función social de los intelectuales, que la «irracionalidad política e ideológica» de la sociedad más «sistemáticamente antiintelectual del presente» no halle restricción alguna para convivir con la «tecnología avanzada; en realidad, usan ese recurso» (2013:195-196). Basta con observar la abrumadora expansión de una ciudadanía absorta en la inagotable hipérbole mediática y solipsista que han generado los mundos virtuales de WhatsApp e Instagram y que evoca la famosa afirmación de Thatcher «La sociedad no existe, sólo los individuos», para constatar el argumento hobsbawmiano.

La expansión de la irracionalidad y la restricción de la libertad no se han limitado únicamente al control del conocimiento, o del monopolio del mercado por parte del modelo big tech y sus incondicionales utópicos tecnófilos. La visión de un mundo liberado de la explotación de la fuerza laboral, gracias a la potencia «disruptiva» de la eficiencia tecnológica, liderada por la economía de las plataformas digitales y armada de toda una nueva nomenclatura de la que rumia plácidamente el público liberal y sus geeks intelectuales, no es más que pura mitología propagandística. La nueva economía digital y su modelo de servidumbre laboral, denominado con el eufemismo gig economy, se ha ido extendiendo pródigamente, impulsando la «externalización y deslocalización de la producción de bienes y servicios» sin precedentes, al mismo tiempo que ha contribuido a exacerbar la desigualdad social. Las menguantes perspectivas de empleo inducidas por la automatización de la producción que Martin Ford ha expuesto en su popular El auge de los robots son, por el momento, matizadas por Guy Standing. De hecho, «con independencia de lo que hagan o no en el futuro, las tecnologías aún no han producido paro masivo». Aun si se considera que el desempleo global ha crecido, este factor no puede disociarse del crecimiento demográfico y de la expansión de las cadenas de producción globales que «han multiplicado por más de tres la oferta mundial de mano de obra» (Standing, 2017:31).

Sin embargo, allí donde la tasa de desempleo se ha visto reducida después de la crisis financiera de 2008, ha sido gracias a una combinación de prodigiosas reformas legislativas (imputadas de derecha a izquierda del espacio político) que han elevado el subempleo a categoría cuasi universal. Esta nueva razón jurídica ha sido incorporada por la retórica de la economía neoclásica y su defensa sin fisuras del ultraindividualismo; o como ha subrayado Therborn con el ideal de una «sociedad de emprendedores», al que se ha sumado una parte del mundo académico en aras de explotar ese inocente modismo; y todo ello con el atrezo neoliberal a caballo entre la «economía colaborativa» y la perpetua innovación individualista ajustada a la oratoria hayekiana (Carrillo, 2018). Además, un ménage à trois entre «telefonía inteligente, sistemas de pagos sin efectivo» y, por supuesto, la emergencia de una nueva clase social que Standing ha puesto en circulación global con el citado término «precariado», han elevado el fetichismo tecnológico a una especie de ethos poscapitalista. Compañías como Handy, Luxe, Drizly, BorrowMyDoggy, Deliveroo, TaskRabbit, ThumbTack, o plataformas de externalización del trabajo creadas por Amazon (Upwork, PeoplePerHour, etcétera), son taxativamente calificadas por Standing como «entidades rentistas». Al actuar como meros «intermediarios laborales», gracias a su prodigiosa innovación app, pueden llegar a percibir 20 por ciento de las transacciones realizadas, a veces incluso más. ¿Podríamos denominar a dicha forma de extracción de renta con el término deliberadamente ambiguo de «economía colaborativa»? Con la sinceridad de uno de los directores ejecutivos de esas plataformas, el autor de La corrupción del capitalismo, acentúa la idea que subyace en esta nueva versión de servidumbre en la era de los monopolios digitales: «Puedes contratar a 10 mil personas durante 10 a 15 minutos. En cuanto han terminado, esas personas sencillamente desaparecen» (Standing, 2017: 208-209).

Resulta paradójico, aunque no sorprendente dada la imparable desintegración de los proyectos políticos colectivos, que los «regímenes laborales nacionales de posguerra», instituidos en los campos de batalla del movimiento obrero con el fin de proteger las contingencias del mercado autorregulado, han acabado siendo subvertidos por una intensa «competencia internacional» que ha instalado en las economías del capitalismo avanzado, y más allá de sus fronteras, la precariedad, los «empleos cero horas, trabajo freelance y de reserva». A pesar del vacuo entusiasmo del público progresista, o precisamente por ello, la denominada «economía colaborativa», entregada como alternativa a un capitalismo depredador, ha provocado que los «riesgos laborales» acaben siendo privatizados e individualizados. Aún más, los tiempos y espacios de la vida personal, del descanso, de las relaciones íntimas y familiares, terminan fundiéndose orgánicamente con los del trabajo (Streeck, 2017a:43). Y mientras las condiciones laborales se recrudecen, ¡los geeks del establishment han proclamado que Das Kapital «está caducado»! Estamos en el momento propicio, han proclamado à la Fukuyama Mayer-Schönberger y Ramge, para «cerrar la puerta de la historia y eliminar oficialmente el término ‹capitalismo›». Una nueva era dominada por la democracia de la Big Data desplazará al «capital financiero y empresas», por «mercados ricos en datos» que «empoderarán a los seres humanos para que trabajen directamente entre sí», sustituyendo incluso precios por datos «como el principio organizador clave de la economía» (Morozov, 2019:74).

Esta nueva aristocracia tecnológica parece que ahora, en definitiva, puede prescindir del trabajo humano y no sólo en las sociedades del Occidente posindustrial. De acuerdo con Mike Davis, la escalera descendente de la clase trabajadora tradicional y su fuerza sindical y política, inercia en la que debemos incluir a los países emergentes (brics), «ha marcado una época». En el mundo Occidental «la erosión del empleo industrial a través del arbitraje, la subcontratación internacional y la automatización, han ido de la mano» del crecimiento abrumador de la «precariedad en el sector servicios», el auge de las plataformas digitales y la digitalización de los trabajadores de cuello blanco, así como el descenso del trabajo público sindicado. Como resultado de esta depresión global ha surgido un «nuevo darwinismo social» que, «si bien exacerba el resentimiento de la clase trabajadora contra las nuevas élites y los ricos tecnológicos, también ha reducido y contaminado las culturas tradicionales basadas en la solidaridad, aumentando los movimientos antiinmigración de la nueva derecha». Y a pesar de que el proyecto neoliberal fuese definitivamente enterrado, la amenaza que se cierne sobre la automatización global de la producción y la «gestión rutinaria», e incluso del trabajo experto de la investigación científica, no parece ya una idea tan descabellada (Davis, 2017a). Debería, por esa razón, levantar cierta desconfianza el hecho de que los «capitalistas de riesgo» de Silicon Valley respalden las propuestas de renta básica al igual que lo hace una parte considerable de la izquierda radical, evidentemente por razones diferentes. Sin embargo, aunque los primeros temen por el decrecimiento de la demanda efectiva inducido por sus nuevas tecnologías, los segundos se deslizan con cierta fragilidad entre la ecuación de la demanda keynesiana y el loable objetivo de «proporcionar una seguridad económica básica», dado que la «seguridad total no sería ni factible ni deseable» (Standing, 2018:13). El problema, conocido por la mayor parte de los defensores de la renta básica, no se reduce al aumento de la demanda efectiva cubierta por la asignación de un salario básico; de hecho, según Harvey, «no serviría de nada si los fondos especulativos compran casas embargadas y patentes farmacéuticas y elevan los precios (en algunos casos astronómicos) para llenar sus propios bolsillos con la creciente demanda efectiva ejercida por la población». El irracional incremento de las «matrículas universitarias, las tasas de interés usurarias en las tarjetas de crédito, todo tipo de cargas ocultas en las facturas telefónicas y el seguro médico [todavía resguardado allí donde el estado de bienestar no ha sido totalmente neoliberalizado] podrían devorar todos los beneficios». Con seguridad, las bases de la estructura social podrían verse beneficiadas de forma más eficaz a través de una «intervención reguladora estricta» con el fin de mantener un control sobre los «gastos vitales», limitando «la gran acumulación de riqueza que se produce en el punto de realización» del valor (Harvey, 2019:64).

Argumentos que invariablemente conducen al típico error analítico, con frecuencia sesgo ideológico, que consiste en disociar la fuerte interdependencia transfronteriza geográfica, social, económica o cultural, que existe entre la creación y la realización de valor. Esta perspectiva reduccionista impide una discusión simultánea y enriquecedora del funcionamiento del capitalismo global y, lo que es más acusado, su enorme coste social. Después de todo, el capitalismo contemporáneo se encuentra en una fase de interdependencia difícil de soslayar. Davis, apelando a un ejercicio de abstracción, ofrece un cuadro sugerente de tipos ideales que contribuye a entender el fenómeno. Por un lado, los nuevos talleres del mundo «superindustrial» situados en la franja costera de la masa continental de Asia Pacífico, cuya oferta productiva depende irrevocablemente del mercado de consumidores de la «financiera-terciaria del Atlántico Norte»; regiones que no podrían prescindir de la «hiperurbanizante-extractiva» geografía africana. Por otro lado, «un cuarto tipo ideal de sociedad en desintegración» está formado por la «exportación de refugiados y mano de obra inmigrante», un rastro de desesperación humana que se extiende por la geografía global. Debemos, no obstante, completar la taxonomía de la globalización neoliberal con la historia pendular de una desindustrializada-extractivista de América Latina que, después del turn to the left de la primera década del siglo xxi, se halla envuelta en una nueva situación política dramáticamente reaccionaria. En opinión de Davis, las abstracciones no son fiables, no lo son para confiar el futuro a una clase como sujeto histórico emancipador y no lo son porque suelen carecer de una rica variedad de detallismo empírico. Por eso, «contemporary Marxism must be able to scan the future from the simultaneous perspectives of Shenzhen, Los Angeles, and Lagos if it wants to solve the puzzle of how heterodox social categories might fit together in a single resistance to capitalism» (Davis, 2017a).

Perspectivas simultáneas, repercusiones recíprocas

Neben uns die Sintflut! (¡Junto a nosotros el diluvio!)

Stephan Lessenich

La advertencia de Davis adquiere una significación ampliada en La sociedad de la externalización del sociólogo Stephan Lessenich, cuyo título en alemán es mucho más clarificador: Neben uns die Sintflut. Die externalisierungsgesellschaft und ihr preis. Las consecuencias de la externalización de la producción material del núcleo original del capitalismo han sido, a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía mundial, tan desestabilizadoras como, en cierto modo, imprevisibles. Sin duda, constituye un proceso que ha desatado de forma permanente múltiples conflictos derivados. La multiplicación de industrias extractivas primarias en gran parte de América Latina y de África, la contaminación del aire a una escala sin precedentes, la virulencia de epidemias, o los daños psicológicos que se exportan a los mercados de los bordes exteriores del capitalismo avanzado, comprenden algunos de sus más abyectos ejemplos. En Neben uns die Sintflut! no hay determinismos: «Lo que hay frente a la sociedad de la externalización tampoco es un mundo homogéneo». Las desigualdades en los países del capitalismo avanzado son considerables, pese a que desde un punto de vista macroeconómico no alcanzan la mordacidad del Sur global. Metodológicamente, Lessenich es subversivo en medio de un mundo académico controlado por expertos. La «otra cara de la modernidad occidental» sólo puede analizarse por medio de un ejercicio intelectual complejo, indagando en las conexiones, captando las relaciones de dependencia, «las estructuras de relaciones globales y las repercusiones recíprocas». Los desastres ecológicos no desaparecen desde esta perspectiva en las diluciones contingentes de la casualidad que, como decía la sabiduría de David Hume, suele ser la inútil excusa para reprimir «cualquier investigación ulterior», dejando «al escritor en el mismo estado de ignorancia que el resto de la humanidad» (Hume, 2008:144). Así, la bauxita extraída en países como Brasil, donde se talan extensas zonas de selva tropical, aparece inopinadamente en las tazas de café de los sofisticados consumidores de cápsulas de usar y tirar. La limpieza de basura digital de redes sociales como YouTube o Instagram, con el fin de evitar rebasar «nuestra tolerancia moral», brota externalizada «en países lejanos, casi siempre en el Sudeste Asiático». Allí, trabajadores «de carne y hueso hacen manualmente por nosotros el trabajo sucio de su recogida, designada con el eufemismo de Commercial Content Moderation». Además de percibir un «sueldo miserable, luego sufren daños psíquicos. Los sufrimientos que el cierre mudo del horror de las imágenes causa en la propia cabeza abarcan desde la pérdida de la libido, pasando por insomnios, hasta depresiones, alcoholismo y desconfianza paranoica hacia otras personas (Lessenich, 2019:16-19, 195, 203).

Esta degradante y sofisticada fórmula de explotación laboral descrita por Lessenich se combina con otras formas más tradicionales de extracción de plusvalor, ampliamente conocidas pero ensombrecidas por el ruido mediático del fetichismo tecnológico. Por ejemplo, mientras la compañía Apple Computer ubicada en la ciudad californiana de Cupertino obtiene «una tasa de ganancias de alrededor de 28 por ciento», la multinacional taiwanesa FoxConn, que fabrica las computadoras en Shenzhen, China, puede alcanzar una tasa de beneficio de 3 por ciento: «Existe una gran brecha entre el lugar donde se crea el valor, que es en Shenzhen, y el lugar donde se realiza, que se encuentra en los Estados Unidos». De este modo, como parte del proyecto neoliberal, las corporaciones privadas (Walmart, The Gap, Ikea, Inditex, entre otras) obtienen enormes beneficios en el mercado internacional, mientras reconfiguran de forma radical el mercado laboral global: «Los mayores empleadores de mano de obra en los Estados Unidos en la década de 1960 fueron General Motors, Ford y us Steel. Ahora, son las sociedades de cartera de McDonalds, Kentucky Fried Chicken y Walmart. En estos últimos campos la oferta laboral es cada vez más precaria» (Harvey, 2018:431). Y dicha condición laboral se está extendiendo globalmente y con ella se ha exacerbado el malestar social y político, tal como se ha dicho. La insaciable naturaleza del capital, cuya tendencia histórica no es otra que maximizar la tasa de ganancia a través de nuevos mercados, destruyendo las antiguas formas de vida y de trabajo y con ello rehaciendo el mundo social a su paso, al liberarse de las restricciones del capitalismo keynesiano del periodo posbélico, nos ha sumergido a todos en el diluvio neoliberal.

Hoy la principal fuente de empleo en el país con el pib nominal más alto del mundo, Estados Unidos, la proporciona Walmart, si bien sus trabajadores «no pueden sobrevivir con el salario que perciben en régimen de jornada completa», lo que los arrastra de forma implacable a recurrir a la beneficencia de los «cupones para alimentos». Una tendencia a reforzar la disciplina laboral que, por cierto, ha sido generalizada en aquel país desde los 1980, cuando los sectores financiero, bancario e inmobiliario (el «auge del rentista»), acompañados de sus incondicionales publicistas y expertos en marketing, expulsaron a la producción industrial del podio de la renta nacional (Standing, 2017:38). Así fue como las necesidades de asistencia nutricional de los hogares estadounidenses, amortizadas por las instituciones de salud pública, se incrementaron de 19.6 por ciento en 1989 a 31.8 por ciento en 2015. Al escribir estas líneas hasta 6 millardos de dólares anuales provenían del Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria, entre otras modalidades de provisión pública cuya finalidad no ha sido otra que sostener un régimen laboral flexibilizado liderado por empresas como Walmart; mediante tales estrategias draconianas las «corporaciones relevantes» se abastecen de dinero público por medio de subsidios indirectos. Pero, Neben uns die Sintflut!: los algo más de 5 millones de estadounidenses que viven en «condiciones de pobreza absoluta, que la onu califica como «propias del tercer mundo» (onu, 2018), encuentran sus semejantes en la destrucción no tan creativa a la que también está contribuyendo Walmart ¡en la India! Allí, el estudio de Kheya Bag informa sobre una «ley sin precedentes» que ha eliminado las «restricciones a la inversión extranjera en el sector de la alimentación minorista, dando entrada a Walmart y otras multinacionales a expensas de millones de pequeños comerciantes indios, sin ninguna garantía de que mejore la infraestructura de producción y distribución de alimentos que tantos desnutridos deja» (Bag, 2013:155). Dicha versión ampliada de la explotación de la fuerza de trabajo global halla su expresión original en el análisis de Marx cuando sostenía, como ha escrito Fontana en su obra póstuma Capitalismo y democracia, que la «esclavitud oculta de los obreros en Europa» era determinante y complementaria al fenómeno de la «esclavitud de las plantaciones americanas» (Fontana, 2019:145). Esta reconfiguración geográfica de los mercados y del trabajo se amplió con la terapia de choque de las políticas de ajuste estructural por parte del bm y el fmi, cuya finalidad teórica era paliar la crisis de la deuda de finales de la década de 1970 en la periferia del sistema. Esa purga ideológica tuvo profundas consecuencias en la reestructuración de las economías periféricas y acrecentó abrumadoramente el sufrimiento humano. En tanto se alimentaba políticamente la contracción de la inversión industrial y la reducción del empleo público, aparte de canalizar la inversión nacional hacia rentas extractivistas, la «variable secreta y culpable de las ecuaciones neoclásicas del ajuste económico» depositaba sobre las espaldas de «mujeres pobres y sus niños» la pesada carga «de la deuda del tercer mundo». Así fue como en China, y en términos generales en las «ciudades industrializadas» del Sudeste Asiático, «millones de mujeres jóvenes se engancharon a las cadenas de producción y a las miserias de las fábricas». En todo el Sur global la «desindustrialización» y la creciente tasa de desempleo formal entre los hombres, «acompañada con frecuencia por su emigración», condujo irrevocablemente a las «mujeres a buscar el sustento como trabajadoras a destajo, vendedoras de licores y lotería, en la venta ambulante y en oficios varios como peluqueras, costureras, limpiadoras, recogedoras de trapos, niñeras y prostitutas» (Davis, 2014:203-209). La racionalidad monetarista de Milton Friedman coincidió con la coyuntura de la crisis de la década de 1970. En aquel momento los «bancos de inversión de Nueva York» se encontraban inundados de una cantidad de petrodólares procedentes de los países del Golfo; exasperados por hallar nuevas fronteras de «inversión en una época en la que el potencial de inversión rentable en Estados Unidos estaba exhausto, se dedicaron a prestar masivamente a países» de la periferia, fue el caso de México, Brasil, Chile o Polonia. Pronto las tensiones se hicieron sentir, cuando estalló la crisis de la deuda externa en 1980; más de 40 países, fundamentalmente latinoamericanos y africanos, de acuerdo con Harvey, tuvieron que afrontar serios problemas para «pagar sus deudas cuando los tipos de interés aumentaron repentinamente a partir de 1979» (Harvey, 2016:21-23). Por último, según las perspicaces observaciones de Hirschman, el deseo irresistible a instancias de Washington de convertir a los países latinoamericanos en clientes había sido consumado. Los «prestatarios latinoamericanos fueron cortejados por los prestamistas» y guiados por «la vía del jardín», tras la cual se les suministró convenientemente el Volcker shock de las tasas de interés vertiginosamente crecientes (Hirschman, 1987). Las consecuencias también se presentaron en Estados Unidos, cuando «Paul Volcker, recién nombrado presidente del Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos por el presidente Carter (1977-1981), elevó los tipos de interés a alturas sin precedentes», lo que provocó que las tasas de desempleo alcanzaran niveles similares a las del crac del 29 (Streeck, 2011). Desde entonces la tradicional soberanía de los Estados quedó socavada por la hegemonía de las finanzas y para asegurarse de que su poder fuera inquebrantable y que el dinero regresara con los pertinentes intereses a las cajas fuertes de los bancos, las políticas de ajuste estructural fueron la norma, más que la excepción, en todo el mundo (Harvey, 2016). En consecuencia se produjo un enorme crecimiento de las desigualdades sociales y económicas en el nivel mundial, aunque en la topografía social del Sur global la desigualdad, en cualquiera de sus formas, fue abrumadora. No de otro modo cabe explicar el despiadado incremento de la «emigración forzada» que se ha producido desde la periferia del sistema. Así lo ha planteado Delgado:

Es crucial darse cuenta de que en el contexto capitalista actual, la migración ha adquirido un papel nuevo y fundamental en la división del trabajo nacional e internacional. El desarrollo desigual genera un nuevo tipo de migración que puede caracterizarse en términos generales como migración forzada (...) es un hecho que la dinámica del desarrollo desigual ha llevado a condiciones estructurales que fomentan la migración masiva de poblaciones desposeídas, marginadas y excluidas (2019a:9).

Hablando de la experiencia latinoamericana, José A. Ocampo ha subrayado que la respuesta neoconservadora a los cauces de devolución de la deuda internacional durante la «década perdida» de 1980 desencadenó, «el episodio económico más traumático» de la historia de aquella región. Durante aquel nefasto periodo «la región retrocedió de 121 por ciento de promedio del pib per cápita mundial a 98 por ciento, y de 34 por ciento a 26 por ciento del pib por habitante de los países desarrollados». Las instituciones supranacionales actuaron en defensa de los intereses especulativos de los acreedores, al reducir a los países a meras variables que debían cumplir con la servidumbre de la deuda. La región fue sin duda la «víctima» propiciatoria de una estrategia de la solución de la crisis, no sólo de la deuda interna, también de la «crisis bancaria estadounidense» (Ocampo, 2014:40). En todo ello, asimismo, podía hallarse el rastro del pensamiento programático de la derecha mundial contra políticas típicamente keynesianas. Parecía que, sin embargo, con el giro a la izquierda impulsado cuasi continentalmente por el terremoto político y social de la revolución bolivariana, cuyo epicentro se situó en la elección de Hugo Chávez como presidente de Venezuela (1999-2013), se estaba sepultando el paradigma hegemónico del «Consenso de Washington». Lo cierto es que pronto se hizo evidente que las inversiones de capital y la explosión de demanda efectiva de materias primas procedentes de la extraordinaria industrialización de China, demostraron una vez más que la clásica imagen de las economías periféricas podía ofrecer un cuadro hiperrealista de regiones delimitadas por un patrón intensivo de especialización, combinado con altos niveles de desigualdad y abundancia de recursos naturales. En este aspecto, nada más revelador que las cifras de las cinco principales exportaciones de bienes primarios y materias primas del conjunto de países de la región (con excepción de México y Costa Rica) que en 2014 representaban nada menos que 80 por ciento del valor total de las exportaciones dirigidas al pujante mercado chino. Y es que la decuplicación del comercio internacional de productos primarios en Argentina o Brasil, por ejemplo, desde principios del siglo xxi que estimuló un vigoroso crecimiento económico de 8 por ciento, no fue sino a expensas de transformar a esos países en una «vasta plantación de habas de soja» (Harvey, 2016:217). Grandes regiones fueron adaptadas a los requerimientos agrícolas para plantaciones de cultivos de uso múltiple, es decir, los denominados flex crops o «cultivos comodín», destinados a uso alimentario o bien como fuentes de energía teóricamente sostenibles basadas en los biocombustibles. En otras palabras, la industria y el crecimiento económico no se orientaron hacia una dirección opuesta a la exportación de materias y bienes primarios. No fue, por tanto, fruto de la coincidencia que el recrudecimiento de la pobreza en la región coincidiera con el debilitamiento de los precios de materias primas, la moderación del crecimiento global y un deterioro de los flujos de capital. Factores perturbadores que, a su vez, provocaron que el vigoroso crecimiento de 5 por ciento de la primera década del siglo xxi fuera reemplazado por tasas más austeras de 1 por ciento (ocde/Cepal/caf, 2015:22-23, 45-46). Cuando desde 2012 las tendencias apuntadas se acrecentaron, la favorable disminución de los niveles de pobreza, que habían sido reducidos de 45.9 por ciento de principios de siglo a 28.5 por ciento según estimaciones para 2014 (lo que atenuó también la extremadamente pobre de 12.4 a 8.2 por ciento) comenzó a invertirse. El escenario económico neoextractivista había cubierto relativamente y por un tiempo las fallas sociales de la región, pero su carácter procíclico y volátil se hizo evidente cuando el ciclo de acumulación de capital se agotó y con ello el número de personas calificadas oficialmente como pobres podía alcanzar en 2017 la dramática cifra de 187 millones, o sea, 30.7 por ciento de la población latinoamericana (Cepal, 2018).

Previsiblemente el incremento de la desigualdad en la región pronto precipitó los movimientos sísmicos de protesta social de la gente común. Nora Lustig ha escrito que cuando se consideran de forma rigurosa los factores combinados del «retroceso en el bienestar de la población de los países de América del Sur», tras la finalización del ciclo de acumulación de capital inducido por la exportación de materias primas, con la debilidad de los «sistemas de pensiones y salud», el aumento de «precios de combustibles de primera necesidad en varios países, debido a la reducción de los subsidios gubernamentales», entonces, la intensidad de las «protestas como rebelión hacia la desigualdad adquieren todo el sentido». Por tanto, ese descontento social no puede considerarse en exclusiva como un «movimiento de protesta», ya que el voto popular de gran parte de los países de la región se caracterizó por un voto contrario al establishment con independencia de su vocación política: «Fue un voto de protesta frente a la pérdida de poder adquisitivo, el desempleo y la erosión de beneficios provenientes del gobierno» (Lustig, 2020:61, 56).

Con anterioridad se ha expuesto que no hay un vector único volitivo de la protesta política global. Al respecto, Fontana escribió en su monumental obra Por el bien del imperio que este despertar político de los albores del siglo xxi hunde sus raíces en «la resistencia de unas capas populares» que no aceptan las incertidumbres de un «futuro de indefensión y pobreza a que les condena el nuevo orden triunfante». Desde las protestas emanadas en el corazón de Europa hasta las «revoluciones de la Primavera Árabe», las revueltas sociales en Gabón, Camerún, Burkina Faso, Costa de Marfil o la República de Yibuti en el África Subsahariana, o los estallidos sociales en Chile desde octubre de 2019, albergan, sin embargo, una común y enérgica oposición al sistema. La retirada de las élites y la corrupción privada que asalta a los sistemas de provisión pública constituyen factores de peso que han favorecido el malestar social en todo el mundo. Fueron largos años de «desposesión, con los campesinos perdiendo la tierra y emigrando hacia las ciudades, con unos gobiernos incondicionales a las instituciones supranacionales del orden global» (Fontana, 2013:974-976). Mientras en Europa los programas de consolidación fiscal (control del déficit y austeridad) tras la crisis de 2008 allanaban el camino hacia la depresión social, fuera de ese heterogéneo continente las organizaciones supranacionales del fundamentalismo económico llevaban trabajando más de cuatro décadas para extender por la topografía social de la periferia del sistema los programas de ajuste estructural. En cualquier caso, el modelo político al que se aspiraba no era otro que el nefasto proyecto neoliberal angloamericano. Los resultados fueron decepcionantes, el mundo se encontró peligrosamente ante el abismo de su propia autodestrucción.

La dinámica global y nacional del desarrollo capitalista, la división internacional del trabajo, el sistema imperialista de las relaciones internacionales de poder y los conflictos que rodean la relación capital-trabajo y la dinámica del capital extractivo, han conducido a la mayor polarización económica, social, política y cultural entre países, regiones y clases sociales que se registra en la historia de la humanidad (Delgado, 2019c:51-52).

Desde el vuelco neoliberal en la década de 1970, el capital quedó fuera de los marcos de planificación política que corregía las discrecionalidades de las operaciones económicas privadas. El mercado se volvió absurdamente oligopólico: desde las corporaciones textiles y alimentarias, a los conglomerados farmacéuticos y sus socios Monsanto, hasta las nuevas estrellas de la economía mundial, las poderosas big tech, todos participaban de la irracionalidad del capital ficticio y se hallaban orgánicamente integrados en el nuevo leviatán antidemocrático del Estado-finanzas; todos compartían la lógica de crear valor en los talleres industriales de la periferia del sistema, o en los mercados laborales del centro después de haber devaluado globalmente las condiciones de trabajo y la masa salarial. Ahora bien, los compromisos con las inmoralidades del mercado y las miserias de la externalización no sólo podían atribuirse a los propietarios del capital. Por supuesto que entre los cómplices de la externalización y la deslocalización de los efectos negativos de la globalización neoliberal se hallaban los «grandes consorcios» y los gobiernos, así como las «élites económicas y políticas». No obstante, el «principio de desarrollo a expensas de otros» también ha sido ejercido con la aprobación tácita y la «participación activa de amplias mayorías sociales» (Lessenich, 2019:27, 19). Basta observar, por ejemplo, el asombroso crecimiento del «consumismo compensatorio» entre las clases trabajadoras que se complementa con el tradicional consumo de «bienes hedonísticos» de las élites, lo que hace que todas las clases sociales se sumerjan en un «despilfarro conspicuo» (Harvey, 2019:236). Lo que hoy es una epidemia global ya constituía una advertencia insular del activista socialista William Morris en la Inglaterra victoriana: «¿Es posible que no les deje perplejos, como a mí, pensar en la masa de cosas que ningún hombre en su sano juicio podría desear, pero que nuestro trabajo inútil produce y vende?»; cosas que «no son riqueza, sino desperdicio» (Morris, 1885/1994:185). Esa insaciable búsqueda de «satisfacciones de antojos, necesidades y deseos» que jamás será cumplida, adquiere su paralelismo lógico con el «crecimiento compuesto» en el campo productivo: «La gente y los productos que les corresponden son los necesarios para que el capital satisfaga el requisito del crecimiento compuesto indefinido». Esta forma salvaje de consumo no es más que la reductio ab absurdum que ha legitimado la acumulación virtualmente ilimitada del capital (Harvey, 2019:236-237).

Así, el nuevo escenario de «crecimiento sin empleo» que ha comenzado a invadir los talleres robotizados de FoxConn, en el corazón de la China industrial, donde la presión ejercida sobre los cuerpos de los trabajadores que debían «cumplir programas de producción muy agresivos» y que obtuvo como resultado una «epidemia de suicidios» en 2010 (Ford, 2016:27), se mantiene alejado con prudencia del público liberal de las economías financiarizadas en las que las orgías hiperconsumistas (Black Friday, el nuevo opio del pueblo para tasas salariales estancadas o decrecientes) adquieren una fisionomía irracional. En efecto, el consumo se ha transformado en una peligrosa forma económica adictiva cuya restricción puede tambalear las frágiles bases de la economía mundial; sólo en Estados Unidos, por citar el núcleo del capitalismo avanzado occidental, el consumo aporta en torno de 70 por ciento del pib. Hay que subrayar de nuevo que lo que ha sostenido la acumulación de capital después de la ofensiva de la derecha mundial en 1970 y «el colapso de los movimientos de la vieja izquierda», socavada tras el hundimiento definitivo de la Unión Soviética en 1991, no ha sido la búsqueda de utilidades a través de la eficiencia productiva. El crecimiento económico ha estado encarnado por las manipulaciones financieras y sus operaciones moralmente cuestionables de tipo especulativo, con lo que alienta de ese modo «el consumo por medio del endeudamiento» (Wallerstein, 2015:38-39). Desde la década de 1980, con unas «tasas de interés decrecientes y un crédito cada vez más fácil», el consumo no dejó de crecer «como una boya en un mar de deudas». Así fue como a pesar de la contracción de los salarios reales, los hogares se vieron «tentados» y obligados con demasiada frecuencia a adquirir bienes y servicios con «créditos cada vez más baratos» y cuyo único fin no era otro que sostener una economía de consumo (Shaikh, 2011).

De ese modo, «bajo el hechizo» del inagotable «consumo posfordista», entrelazado con la «política como entretenimiento posdemocrático», Streeck se pregunta, «¿cuánta gente sigue creyendo que puede haber bienes colectivos por los que merezca la pena luchar?» ¿Cuál será el «sujeto revolucionario» que nos redima de la consolidación fatal de la «tecnocracia neoliberal autoritaria»? ¿Qué fuerza política y social será capaz de «desglobalizar el capitalismo»? (Streeck, 2017a:230, 236). ¿Una clase media nivelada por la cruz de la deflación por deudas? ¿Un precariado global cuyas condiciones laborales se han igualado peligrosamente a las condiciones inhumanas del proletariado de la era victoriana? ¿Será, acaso, el vasto ejército proletarizado de la China industrial, o los trabajadores de talleres cautivos de Bangladesh? ¿Tal vez las consecuencias de la actividad antrópica sobre la ecosfera interrumpirán la deriva de esta era de irracionalidad política global? Y, en todo caso, ¿podremos continuar defendiendo con rigor una economía mundial sustancialmente adicta al crecimiento económico, al despilfarro hiperconsumista, a la abrumadora y consciente destrucción tecnológica del empleo y, aún más, al agotamiento de los recursos naturales del globo? ¿Deberemos elegir entre una regulación macroprudencial que nos sustraiga de los riesgos de un incontrolado y absurdo capital ficticio, combinando adecuadamente las debidas correcciones de austeridad fiscal ajustadas a las presiones neoliberales? O, en todo caso, ¿aspiraremos a vigorizar un keynesianismo expansivo que acreciente la demanda efectiva virtualmente ilimitada de consumidores irracionales?

Vientos en contra

El futuro no sólo no puede ser una prolongación del pasado, sino que hay síntomas externos e internos de que hemos alcanzado un punto de crisis histórica.

Eric Hobsbawm

No se trata de un simple arcaísmo recordar aquí con la perspicacia de Friedrich Engels en Dialectics of Nature que «por cada victoria que creamos haber conseguido sobre las fuerzas de la naturaleza», ésta «acaba vengándose de nosotros. Cada victoria, es verdad, en primer lugar produce los resultados que esperábamos, pero tras éstos, tiene efectos imprevistos que a menudo acaban por destruir aquellos» (Marx y Engels, 2010:460-461). La estólida economía de usar y tirar, inadvertida, tal vez, para el público del coffee to go plastificado, así como la agricultura hiperintensiva y su demanda inagotable de insumos de una variada gama química, el extraordinario consumo de objetos y de productos hechos y envueltos en interminables toneladas de plástico o la industria cosmética, han hecho que la «plaga plástica», contra la que Barry Commoner persuadía a sus lectores en 1971, hoy más que nunca sea una amenaza global. Entre 1962 y 2012 en torno a 59 por ciento de una muestra de 186 especies de aves marinas había ingerido algún tipo de sustancia plástica (Chris Wilcox et al., 2015). Dos años después se había estimado que el plástico alojado en el ambiente marino podía alcanzar la vertiginosa cifra de 5.25 billones de partículas con un peso aproximado de 268.940 toneladas (Gouin et al., 2015; Eriksen et al., 2014): «La biósfera, de la que depende la humanidad en su conjunto, está siendo alterada en un grado sin paralelo en todas las escalas espaciales. La biodiversidad está disminuyendo más rápido que en cualquier otro momento de la historia humana», decía el que probablemente sea el informe más completo sobre la situación de la salud planetaria. ¡25 por ciento de especies evaluadas entre plantas y animales se hallaban durante las primeras décadas del siglo xxi bajo la temible amenaza de la extinción, debido a las acciones humanas! (ipbes, 2019:10, 12). ¡Deberíamos ofrecer más contrapuntos con los que refutar los convencionalismos economicistas tendentes a elevar el crecimiento económico a religión universal! Sin duda, es preciso alcanzar cierta conciencia crítica acerca de la dimensión escalar que las fuerzas productivas y el consumo insaciable han adquirido globalmente. En esa tarea el neoliberalismo no ha dejado un solo milímetro de tierra incólume. Y China representa el ejemplo más paradójico y radical de dicha afirmación.

La «sociedad armoniosa», el sustituto inocente con el que el Partido Comunista Chino ha intentado cubrir su drástica neoliberalización, se ha transformado en el motor de crecimiento de la economía mundial, bajo inspiración dilatada de las malas prácticas occidentales. No resulta alentadora, argumenta Harvey, la forma en que el gigante asiático se está revistiendo de «autopistas y automóviles», lanzándose a una vertiginosa carrera urbanística, llenando de nuevas ciudades amplias franjas territoriales, al mismo tiempo que extiende su «influencia cada vez más, participando en una vasta apropiación global de tierras y recursos en toda África [land grabbing] en particular, también en otros lugares donde puede encontrar una cabeza de playa, como en Latinoamérica. Las consecuencias ambientales del ascenso de China son enormes, pero no sólo para China» (Harvey, 2016:226). Cabe preguntarse, por ejemplo, si fue un hecho accidental que la gripe aviar que contagió a humanos en 1997 y el sars-Cov-2 en 2002, surgieran ambas en Guangdong, y desde diciembre de 2019 la covid-19 se registrase en Wuhan, todos ellos importantes epicentros de la industria global. Más allá de especulaciones, lo cierto es que las consecuencias de la asombrosa explosión industrial de este país, orgánicamente dependiente de la economía mundial, están generando unas condiciones ambientales inquietantes, tal como ha demostrado el detallado artículo de Richard Smith «China’s Communist-Capitalist ecological apocalypse». El despegue de la industrialización durante las décadas de apertura y reforma de 1980 y 1990 «agotó rápidamente los recursos del país», en particular la madera, el petróleo y los minerales. La industrialización «maníaca y sedienta» de las ciudades de la China septentrional (que debía alimentar el consumo maníaco estimulado por el capital ficticio en las economías del capitalismo avanzado) provocó el drenaje de sus acuíferos, dejando a su paso «unas 600 ciudades, incluida Beijing» afectadas por una gravísima escasez de agua y asimismo extendió la contaminación en la mayoría del resto de reservas. Según diversas estimaciones, durante la primera década del siglo xxi se podían contar por millones los chinos afectados por diversas enfermedades relacionadas con el consumo de agua contaminada y, en términos generales, por los efectos de un medio ambiente alterado: «A lo largo de los principales ríos de China, las aldeas informan tasas vertiginosas de enfermedades diarreicas, cáncer, tumores, leucemia y retraso en el crecimiento». La tala desmesurada de bosques por parte de «madereros hambrientos de ganancias» ha ido despojando a las montañas de su particular biodiversidad, contribuyendo a su vez a que los efectos de las precipitaciones hayan sido más dramáticos, hasta tal punto que en 2009 Beijing prohibió la tala arbórea doméstica. Pero el capital no puede inmovilizarse so pena de penetrar en un estado de crisis. Entonces, la industria maderera china se dedicó intensamente al despojo de los montes de «Siberia, Malasia, Indonesia, e incluso Nueva Guinea y partes de África».

Mientras Occidente se deshacía de forma inclemente del vetusto mundo industrial de la segunda posguerra y generaba a su paso todo un rastro social de desempleo y precariedad en los mercados laborales, al tiempo que enarbolaba el ambiguo término «desarrollo sostenible», las «industrias más sucias y menos sostenibles del mundo» se desplazaron hacia la China reformista de Deng Xiaoping (1978-1983). Desde entonces, en el gigante asiático el asombroso ejército de reserva de «mano de obra ultra barata» se combinó con la laxitud de la normativa medioambiental que creó, de ese modo, el escenario propicio para los inversionistas y las empresas de capital extranjero. Así, los factores perturbadores del medio ambiente comenzaron a sentirse con rigurosidad en aquel país; incluso, fueron tan severos que durante las décadas de 1990 y 2000, como respuesta a la creciente oleada de protesta social contra la «contaminación en las ciudades», Beijing, reprodujo el mismo y desacertado proceso occidental de externalización y deslocalización de la producción «sucia» y desplazó de las «ciudades hacia el campo y los pueblos rurales» la abrumadora contaminación, creando auténticas «aldeas oncológicas». Una vez más, Neben uns die Sintflut!, con la «revolución de los productos desechables», escribe Smith, la industria local, los talleres de reparación de calzado o de electrodomésticos y análogos oficios, fueron «desapareciendo de Occidente», a medida que reparar se volvía una operación más onerosa que volver a comprar (Smith, 2015). Las trazas de dimensiones globales que fueron adquiriendo la economía de los desechables, la extraordinaria expansión de la industria automovilística, o la salvaje urbanización, así como la industria de la «moda basura», tejida por los ilotas de la periferia, inter alia, iban a contribuir sustancialmente a acrecentar los problemas sociales y ecológicos.

Aquellos con buenos planes de salud que también pueden trabajar o enseñar desde casa, están cómodamente aislados siempre que cumplan con precauciones prudentes. Los empleados públicos y otros grupos de trabajadores sindicalizados con cobertura decente deberán tomar decisiones difíciles entre ingresos y protección. Mientras tanto, millones de trabajadores de servicios de bajos salarios, empleados agrícolas, desempleados y personas sin hogar están siendo arrojados a los lobos (Davis, 2020).

Unas fuerzas productivas ecológicamente insostenibles, en combinación con el escaso o nulo interés de inversión en cadenas de valor suficientemente sostenibles por parte de la hegemonía del capital financiero, están minando con severidad las opciones para la vida tal como la conocemos. Hace unos años, Nita Madhav y colegas persuadían a los lectores de los informes del bm acerca de la prevalencia exponencial de las pandemias debido al aumento desproporcionado «de los viajes y la integración global, la urbanización, los cambios en el uso de la tierra y una mayor explotación del medio ambiente natural». La agricultura y la ganadería industriales, junto con el «potencial de contacto» entre los reservorios de ganado y los procedentes de la vida silvestre, «la extracción de recursos naturales (como la silvicultura y la tala), la extensión de carreteras a hábitats de vida silvestre», entre otros aspectos de nuestra insaciable mercantilización de todas las cosas, han aumentado el riesgo de una «chispa zoonótica», esto es, la transmisión de enfermedades animales a seres humanos. La creciente concentración poblacional, en especial en grandes ciudades rodeadas de «asentamientos informales superpoblados», ha actuado como un auténtico foco infernal para la «transmisión de enfermedades» y ha favorecido el incremento de brotes y la transmisión de patógenos. Las consecuencias de un sistema mundial que se levanta sobre la infame base de la «desigualdad social, la pobreza y sus correlatos ambientales» es un sistema irracional que además actúa como superconductor de enfermedades infecciosas: «Las comorbilidades, la desnutrición y los déficits calóricos debilitan el sistema inmunitario de un individuo, mientras que factores ambientales, como la falta de agua limpia y un saneamiento adecuado, amplifican las tasas de transmisión y aumentan la morbilidad y la mortalidad» (Madhav et al., 2017). Por esa razón hay que subrayar que, en contra de la huera charlatanería mediática, ¡las pandemias, o las enfermedades en general, no nos sitúan a todos bajo las mismas circunstancias! La clase social, la condición étnica, el género y, por supuesto, la desigualdad geográfica, continúan siendo factores determinantes. Factores que se pusieron todavía más de manifiesto cuando desde el 11 de marzo de 2020 la oms declaró el estado de pandemia global por la covid-19. Así lo ha escrito Mike Davis:

Aquellos con buenos planes de salud que también pueden trabajar o enseñar desde casa, están cómodamente aislados siempre que cumplan con precauciones prudentes. Los empleados públicos y otros grupos de trabajadores sindicalizados con cobertura decente deberán tomar decisiones difíciles entre ingresos y protección. Mientras tanto, millones de trabajadores de servicios de bajos salarios, empleados agrícolas, desempleados y personas sin hogar están siendo arrojados a los lobos (Davis, 2020).

La pandemia ha desencadenado, lógicamente, todos los elementos propicios para una crisis económica mundial de una profundidad sin precedentes, una crisis que parecía, inclusive, poner fin al fenómeno de la globalización. Cabe resaltar que la pandemia mantuvo restringida en sus hogares a una cuarta parte de la población mundial y contrajo severamente a las economías de casi todo el mundo, lo que era previsible puesto que «la producción, el comercio y la inversión son lo primero que se detiene cuando las tiendas, las escuelas y los negocios se cierran para contener la pandemia». Aunque, al parecer, también hizo que las emisiones de gases de efecto invernadero (gei), en concreto en la China industrial, decrecieran asombrosamente; un hecho que constató lo que ya era de dominio público, a saber, la absoluta ceguera de un crecimiento económico que casi siempre ha actuado de espaldas a las consecuencias ecológicas. Disociar la forma en la que los seres humanos, a través de una variedad de arreglos institucionales, ponen en funcionamiento las fuerzas productivas materiales, alimentadas por las fuentes de energía de la naturaleza, es cuanto menos una estupidez. «El capital modifica las condiciones ambientales de su propia reproducción», ha sostenido Harvey, «pero lo hace en un contexto de consecuencias no deseadas (como el cambio climático) y en el contexto de fuerzas evolutivas autónomas e independientes que están cambiando constantemente las condiciones ambientales». Desde esa perspectiva, «no existe un desastre verdaderamente natural. Los virus mutan todo el tiempo para estar seguros. Pero las circunstancias en las que una mutación se vuelve potencialmente mortal dependen de las acciones humanas» (Harvey, 2020).

Del mismo modo que la causa de la Gran Recesión de 2008 no fue la crisis financiera estadounidense, sino el detonante que se había iniciado con el gran boom especulativo de la década de 1980 (Shaikh, 2011), es poco objetable afirmar que la crisis mundial de salud pública desatada por covid-19 fue el resultado de una crisis dual provocada por el programa neoliberal y su despiadada energía desplegada sobre las fuerzas contingentes de la naturaleza. En efecto, como ha expuesto el economista marxista Michael Roberts, antes de que se originara la pandemia en la mayor parte de las economías capitalistas, ya sea en el núcleo del capitalismo avanzado o en las economías del Sur global, la actividad económica se hallaba en proceso de desaceleración. Mientras algunas se estaban contrayendo en los sectores productivos y en la inversión nacional, muchas otras estaban frente al precipicio de la recesión: «Covid-19 fue el punto de inflexión». La epidemia asestó un duro golpe cuando las economías del capitalismo avanzado ya parecían estar languideciendo desde una perspectiva macroeconómica. Estados Unidos, Europa y Japón compartían un frágil crecimiento del pib que no superaba 2 por ciento. De manera complementaria, las llamadas economías emergentes (México, Brasil, Turquía, Argentina, Sudáfrica y Rusia), se hallaban inmersas en un proceso de estancamiento. Los dos gigantes asiáticos, China e India, también habían entrado en una fase de desaceleración económica desde 2019 (Roberts, 2020a; 2020b).

Y sin embargo, como he intentado demostrar aquí, nada de esto ha sido accidental. La crisis de las democracias occidentales y el deterioro acelerado de los sistemas de gobierno representativos, al menos allí donde existen tales formas políticas, comenzaron a resquebrajarse desde la década de 1980. A partir de entonces y con demasiada frecuencia la democracia se convirtió en un fetiche del capital ficticio. Durante la era de fantasía crediticia y de fiebre especulativa maníaca de los 1990, que iba adquiriendo trazas globales, varios analistas inteligentes albergaron sólidas suspicacias acerca del futuro. Conforme aparecía de nuevo el espectro de la crisis, explicó en aquel momento el economista Shaikh, con el acrecentamiento del desempleo y la espiral decreciente de salarios y ganancias, se hicieron patentes los «límites reales a la intervención económica del Estado». En la práctica política fue evidente la «incapacidad de los Estados capitalistas de todo el mundo para revertir la situación». Con amargura, agregó que a pesar de la «intervención estatal el colapso puede todavía llegar». Si la política conservadora, incapacitada por la teoría económica convencional y el afán insaciable de lucro del capital, halla la manera de debilitar las políticas de provisión social y los límites al capital financiero, «un devastador colapso está garantizado» (Shaikh, 1990:400-401). Casi dos décadas después de la persuasiva enunciación de Shaikh, la economía mundial, desde su epicentro en Estados Unidos, penetraba en la crisis financiera más profunda de la historia del capitalismo, seguramente hasta que en 2020 las fuerzas de la naturaleza alteradas sin piedad por la especie humana, como temía Engels, nos arrastraron a todos hacia un abismo sin precedentes en la historia del mundo contemporáneo.

Hemos argumentado que frente a esta forma irracional que asume el capitalismo, paradójicamente autodestructivo, los campos de batalla de ciertos sectores políticos de izquierda han sido insuficientes y ambiguos. El capital cambia de apariencia con el propósito de mantener intacta su naturaleza, que es la acumulación ilimitada de riqueza. Y es ahí, en el corazón mismo del sistema, donde la oposición política debiera haber sido más sólida e inquebrantable. De manera paradójica, pero no sorprendente dada la aculturación global del proyecto neoliberal, ha prevalecido un irracional consenso dirigido por las élites económico políticas y sus ejércitos incondicionales de burócratas y tecnócratas que usurpan la forma esencial de la política democrática, tal como advirtieron hace ya muchos años Dahl o Lichtheim. Mientras se libraban enconadas guerras culturales en los campos de batalla políticos y sociales, la naturaleza del capital ficticio, como centro de gravitación del ultraliberalismo, proseguía extendiendo las ruinas sociales y ecológicas en el planeta. La depresión mundial de las clases medias, sumidas en la deflación por deudas, la explotación de la fuerza laboral global, el asombroso y dramático crecimiento de la migración forzada, la creciente influencia de la filantropía en las dilatadas grietas de la política pública, o la abrumadora emergencia de regímenes autoritarios, conforman algunas de las pruebas aquí tratadas más evidentes de la abdicación, o debilidad, de la oposición política y de su esfuerzo por cambiar el mundo. Un mundo que, como escribió Hobsbawm en 1994, se halla «cautivo, desarraigado y transformado por el colosal proceso económico y tecnológico científico del desarrollo del capitalismo que ha dominado los dos o tres siglos precedentes». Tal vez sus lectores no se sorprendieron tanto como el público liberal ante la profunda crisis arraigada en el mundo actual:

El futuro no sólo no puede ser una prolongación del pasado, sino que hay síntomas externos e internos de que hemos alcanzado un punto de crisis histórica. Las fuerzas generadas por la economía técnico-científica son lo bastante poderosas como para destruir el medio ambiente, esto es, el fundamento material de la vida humana. Las propias estructuras de las sociedades humanas, incluyendo algunos de los fundamentos sociales de la economía capitalista, están en situación de ser destruidas por la erosión de nuestra herencia del pasado. Nuestro mundo corre riesgo a la vez de explosión y de implosión, y debe cambiar (Hobsbawm, 1995:576).

No obstante, como creo haber demostrado aquí, no lo ha hecho, al menos no en una dirección alternativa a las oscuras corrientes del pasado. Es una paradoja de esta era de irracionalidad política global que a pesar de contar con inmensas «posibilidades de alcanzar un mundo bueno para la especie humana considerada como un todo», el abismo que separa el «potencial humano» de las condiciones reales del conjunto de la humanidad quizá nunca haya sido tan profundo (Therborn, 2016:41). ¿Qué haremos entonces para remediarlo? La transformación de este mundo será imposible, decía Hobsbawm cuando su larga e inspiradora vida estaba finalizando, sin la aportación de los intelectuales, pero éstos no podrán hacer nada sin la «gente corriente». Probablemente este «frente unitario» sea hoy más difícil de conseguir que en el pasado: «He ahí el dilema del siglo xxi» (Hobsbawm, 2013:196).

Material suplementario
Agradecimientos

Trabajo realizado dentro del proyecto de investigación «Entornos sociales de cambio. Nuevas solidaridades y ruptura de jerarquías (siglos xvi-xx)» (har 2017-84226-c6-1-p), el cual fue financiado por el Ministerio de Industria, Economía y Competitividad del Gobierno de España.

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