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Tras los rastros de la desafección democrática. Representación política y subjetividades contemporáneas
Following the traces of democratic disaffection. Political representation and contemporary subjectivities
Revista CoPaLa. Construyendo Paz Latinoamericana, vol. 9, núm. 20, 2024
Red Construyendo Paz Latinoamericana

Artículos


Recepción: 11 Febrero 2024

Aprobación: 02 Junio 2024

DOI: https://doi.org/10.35600/25008870.2024.20.0338

Resumen: En este artículo abordamos el problema de la desafección democrática como rasgo ineludible que estructura el escenario político presente. Para ello, realizamos un análisis sobre el ordenamiento institucional que produjo la modernidad occidental y su impacto en la subjetividad. En ese sentido, mostramos cómo los sujetos emergentes de las instituciones modernas se encontraron insertos en entramados identitarios colectivos que los dispusieron a ser representados. En efecto, fundamentamos que el funcionamiento de la representación política no puede comprenderse acabadamente si no se lo ubica en el armazón institucional moderno. Entendemos la crisis de estos dispositivos a partir de su pérdida de legitimidad como emisores autorizados de los modos en los cuales se comprendía y habitaba el mundo. En ese marco, los ideales que sustentaron la democracia representativa y las identificaciones colectivas que le daban sustento pierden sus significados históricos. Por ello, exploramos la transformación de ciertos significados que daban sostén a la vida en común y abrimos interrogantes sobre las posibilidades efectivas de que, en el presente, se logren altos niveles de satisfacción con las instituciones democráticas.

Palabras clave: Democracia, Instituciones, Representación, Subjetividad.

Abstract: In this article we address the problem of democratic disaffection as an unavoidable feature that structures the present political scenario.To do this, we carry out an analysis of the institutional arrangement that produced Western modernity and its impact on subjectivity. In that sense, we show how the emerging subjects of modern institutions found themselves inserted in collective identity frameworks that prepared them to be represented. In effect, we argue that the functioning of political representation cannot be fully understood if it is not located in the modern institutional framework. We understand the crisis of these devices from their loss of legitimacy as authorized transmitters of the ways in which the world was understood and inhabited. In this framework, the ideals that supported representative democracy and the collective identifications that supported it lose their historical meanings. For this reason, we explore the transformation of certain meanings that supported life in common and raise questions about the effective possibilities of achieving high levels of satisfaction with democratic institutions in the present.

Keywords: Democracy, Institutions, Representation, Subjectivity.

Introducción

La insatisfacción de amplios sectores de representados con el funcionamiento de la democracia representativa se ha profundizado en la última década y se presenta como un rasgo ineludible para analizar la presente situación socio-política. Las encuestas que se llevan a cabo por organizaciones especializadas utilizan la expresión “desafección democrática” para identificar la pérdida de confianza, interés o participación de los ciudadanos en el sistema democrático representativo.[1] Asimismo, términos como desilusión o desencanto (asociados a la desafección) hacen referencia al distanciamiento de los representados respecto de las instituciones y los procesos democráticos. Esta situación se ha transformado en la última década en un tópico recurrente, tanto en los círculos académicos especializados como en los medios de comunicación de amplia difusión.

Por lo general, este fenómeno es abordado como consecuencia de hechos que se originan en el ámbito político-gubernamental e impactan en la ciudadanía. Por ello, la disminución de la participación en elecciones, la falta de confianza en los líderes políticos, la percepción de corrupción en el sistema, o la creencia de que las instituciones democráticas no representan adecuadamente los intereses de la población son, casi siempre, presentados como corolarios del accionar de “los políticos” (Ramírez Nárdiz, 2014). En este sentido, la falta de transparencia, incapacidad, malicia o corrupción de los representantes se esgrimen como las grandes causas del malestar ciudadano.

Frente a este diagnóstico, los gobiernos han creado, en las últimas décadas, diversos espacios de control institucional y participación ciudadana que buscan sanear el sistema y volverlo más transparente, sobre todo en el manejo de los fondos públicos (Gonzalez Ulloa Aguirre, 2021; Annunziata, 2016). Al mismo tiempo, desde la sociedad civil han emergido numerosas organizaciones cuyos propósitos están ligados a la inspección y vigilancia del accionar gubernamental. Estas acciones, sin embargo, no tienen un correlato en la confianza de los representados (Ríos Ramirez y Garro, 2017). Por el contrario, la desafección democrática persiste y se intensifica en los últimos años al tiempo que las asociaciones pro-democracia encuentran cada vez menos resonancia en sus iniciativas o veredictos.

Nuestro interés radica en analizar este proceso de desafección en el marco de la crisis de las instituciones modernas y su modelo de socialización identitaria. En ese sentido, entendemos a la representación política como una institución que formó parte del entramado que modeló las subjetividades en los últimos dos siglos. Su crisis (develada a partir de la desafección de los representados), se apalanca en el pasaje de una forma social articulada en torno a la obediencia absoluta a los límites o normas, hacia otra organizada sobre el incentivo permanente a una búsqueda ilimitada del placer. Esta transformación profunda de la lógica social afectó particularmente a la representación política en un aspecto medular: el debilitamiento profundo de las identificaciones colectivas construidas a partir de la socialización institucional. La interacción de los sujetos en el marco de las normas institucionales propició la formación de colectivos a partir de la pertenencia a esos dispositivos. Allí, el otro se presentaba como semejante y la identificación se construía a partir de lo que Berardi (2019) llamó lenguaje conjuntivo. En ese modelo, el contexto de interacción cara a cara era el espacio en el que se elaboraba un código, lo cual permitía redes de solidaridad, acción conjunta e identificación.

La crisis de sentido que enfrentan las instituciones y el consecuente debilitamiento de sus normas suscita profundos deslizamientos en los significados que organizaban la vida en común. Por lo tanto, la vida en comunidad ya no se asume como destino colectivo sino como historia personal; como proyecto individual de autorrealización. Entonces, ¿cómo es posible que subjetividades construidas a partir de estos rasgos de socialización se sientan satisfechas con el funcionamiento de un dispositivo creado para la representación del “pueblo”?; ¿qué significa la palabra “pueblo” si la subjetividad contemporánea no permite la producción de un individuo dispuesto a ceder parte del deseo individual en relación a un fin mayor, comunal?

Así, la representación política se enfrenta a los mismos dilemas que fatigan al resto de las instituciones modernas: construir sentidos colectivos frente a una mutación subjetiva que fluye a partir de habitar ámbitos y prácticas que propician una presunta singularidad exclusiva.

La representación política y la creación del pueblo

La presencia de instituciones se registra cuando existen grupos humanos con leyes de funcionamiento, un sistema de reglas y modos de transmisión (Enriquez, 2002). Por ello, se fundan sobre un saber y un sistema de valores que tiene fuerza de ley. Estos preceptos tienen que ser internalizados en comportamientos concretos y la obediencia debe provenir de una interiorización del ideal y no de la exigencia (Foucault, 1992). En última instancia, lo que se pretende es una sumisión activa.

En este marco, la proclamación de la “soberanía del pueblo” implicó la necesidad de poner en marcha los mecanismos que legitimaran un gobierno de las minorías (representantes) sobre las mayorías (representados) sin apelación a fundamentos divinos (Morgan, 2006). Esta “invención” no podía efectuarse de un momento a otro, por el contrario, era un trabajo que las élites debían emprender. Se necesitaba poner en marcha un andamiaje institucional con la tutela del Estado que permitiera resolver la paradoja fundante de la democracia representativa: el pueblo soberano carecía de existencia empírica. En palabras de Rosanvallon (1998), el “pueblo inhallable” generó tensiones que signaron la historia de la democracia representativa. Sin embargo, como bien expone Morgan, fruto de contingencias históricas y legitimidades en disputa, la ficción de la existencia de un pueblo capaz de actuar para otorgar poderes resultó funcional —en el plano prescriptivo— como reemplazo del derecho divino de los reyes.

Al igual que el resto de las instituciones, la representación política precisaba crear un campo de identidades homogéneas y para ello había que definir los límites de la ciudadanía en línea con el sujeto “ideal” del proyecto moderno: varón, blanco, padre de familia, propietario, letrado y heterosexual (Castro-Gómez, 2003). El Estado debía presentarse entonces como la esfera donde todos los intereses encontrados de la sociedad podían llegar a una síntesis ordenada bajo criterios racionales y, por lo tanto, debía ser el encargado de prescribir las metas colectivas. La educación, otra arista fundamental de la trama institucional, fue la encargada de transmitir el recetario normativo que permitiría el acceso a la comunidad de ciudadanos. La exigencia de autocontrol y represión de los instintos se tornó basal para fabricar el “nosotros” comunitario que podía ser representado. No alcanzaba con “crear” al pueblo, había que educarlo (Caruso y Dussel, 2001).

Por todo esto, los estados modernos pusieron en marcha un entramado de instituciones que dieron a luz a un verdadero sistema organizacional con interdependencias recíprocas. El rasgo distintivo de dichos espacios era la construcción de subjetividad a través de la interacción grupal entre pares que reforzaba la interiorización de las normas. De ese modo, la existencia del pueblo como comunidad nacional se volvió innegable (Anderson, 1993). Más allá de las desigualdades propias del sistema productivo, el pueblo fue cobrando existencia real a partir de un sentimiento de compañerismo profundo y horizontal. La representación política requería de esas organizaciones concretas en las que “el pueblo” dejaba de ser una idea metafísica y cobraba sentido práctico. La formación de un “nosotros” resultaba así el basamento sobre el que era verosímil instaurar gobiernos representativos con cuerpos de electores cada vez más amplios e inclusivos. Los sujetos moldeados en las instituciones modernas eran pasibles de comprenderse como integrantes de una estructura gobernada legítimamente con proyección hacia un futuro esperanzador.

Sostenemos entonces que, para analizar la “desafección democrática”, la “crisis de representación” o “la insatisfacción generalizada”, resulta primordial ubicar a la representación política en un entramado institucional que propagaba lazos vinculares entre los sujetos. La construcción de “semejantes” que asimilaban los principios de la institución se lograba a partir de habitar las organizaciones concretas que les daban vida: fábrica, escuela, hospital, familia, cuartel, etcétera.

Los ideales democráticos y el desencanto actual

Respecto del problema de la desafección democrática, existen dos grandes líneas contrapuestas en las que podrían agruparse a un gran número de autores. Por un lado, están aquellos que critican ciertos aspectos del funcionamiento del sistema y proponen modificaciones para perfeccionarlo en pos de construir sistemas más saludables y participativos (Gómez Velásquez, 2017; Welp, 2016). Enfrente se encuentran los que reniegan de la representación como forma legítima de consagrar a una minoría que gobierne a la mayoría y aspiran a mecanismos de democracia directa (Jurado Gilabert, 2013). Estos últimos, subrayan el carácter usurpatorio del sistema y refieren que la democracia como gobierno del pueblo se transforma en estafa con la representación (Córdova Molina, 2015; Cohendet, 2020).

Desde estas perspectivas, los “efectos” causados por las decisiones concretas de gobierno alcanzan para explicar la frustración generalizada de los gobernados. Estas miradas parten de la existencia de un pueblo como verdadero depositario de la soberanía y el problema radica en buscar los mecanismos para hacerla efectiva. En este marco, existirían ciertos “intereses populares” traicionados en pos de mantener los privilegios de las minorías, ya que serían los “poderes reales” quienes definen las políticas efectivas. Así, la mímica representativa se habría vuelto tan fantasiosa y mal actuada que no podría tener otra recepción de parte de la ciudadanía. De hecho, se presenta al universo de los representados (ciudadanía o pueblo) como mero espacio de repercusión que reacciona a lo que tiene enfrente. Continuando la metáfora, la degradación se habría producido arriba del escenario mientras que el público, invariable, se retiró del suceso antes de tiempo o se dedicó a abuchear a los actores.

En más de dos siglos de historia de gobiernos representativos, se han constatado diversas discrepancias (hasta ahora insalvables) entre los ideales democráticos y los sistemas realmente existentes. Incluso podría sostenerse que las prácticas y las instituciones democráticas liberales nunca llegaron a cumplir sus promesas y en ocasiones las invirtieron de modo cruel. Sin embargo, coincidimos con Brown (2015) en que la presencia de ideales de libertad e igualdad compartidos universalmente encauzó demandas políticas de sectores excluidos e impulsó las ampliaciones que experimentó el sistema (p. 11). Como remarca Sartori,

(...) sin una tendencia idealista una democracia no nace, y si nace, se afloja rápidamente. Más que cualquier otro régimen político, la democracia va contra la corriente, contra las leyes inerciales que gobiernan los grupos humanos. Las democracias, las autocracias, las dictaduras son fáciles, nos caen encima solas; las democracias son difíciles, tienen que ser promovidas y “creídas” (Sartori, 1974, p. 119).

Dicho con otras palabras, esos ideales y las prácticas que los sostienen precisan de culturas que los mantengan vigentes. La propia idea de un pueblo libre y soberano (y portador de intereses) fue fruto de múltiples acciones colectivas e individuales que perduraron en el tiempo, incluso con discusiones y reperfilamientos hegemónicos. El andamiaje institucional-estatal, en ese sentido, aportó las experiencias concretas que dieron forma -y al mismo tiempo limitaron- a los preceptos básicos en pos de reproducir las relaciones de poder. Si damos por sentado que la representación aportó una solución en un determinado momento histórico protagonizado por ciertos tipos de sujetos, se abre el espacio para reflexionar en torno a la situación actual. Como se pregunta Brown (2015), “¿por qué añorarían los sujetos y las subjetividades desdemocratizadas este régimen político, cuando esa añoranza no es natural ni la cultiva la actual condición histórica?” (p. 11).

Bien podríamos preguntarnos entonces si la desafección democrática no emerge como síntoma de un nuevo ordenamiento social que carece de ámbitos en los que se reproduzca la reivindicación de aquellos ideales. Ya no alcanzaría con analizar el campo de los representantes o sus iniciativas, sino que resultaría preciso rastrear cuáles son los rasgos en las nuevas maneras de concebir el mundo que están jaqueando la posibilidad de que las mayorías gobernadas se sientan representadas. En este sentido, se torna valioso tomar en cuenta los deslizamientos semánticos que experimentaron los principios que daban sustento a la democracia representativa como forma de ordenar la vida en común

La libertad: una subjetividad al margen de toda estructura

¿Es posible pensar la vida pública - política, sus instituciones y manifestaciones, al margen de las formas en que asumen los modos de sociabilidad? Comprender las tensiones generadas al interior de esos espacios y prácticas políticas, en sus modos de representatividad, ¿no requiere de un examen a la luz de las modificaciones en la manera de asumir qué es el mundo y cómo funciona, acaecidos en las últimas décadas?

Las formas en que se anclan las experiencias de los individuos a su época implica la adecuación a un límite que podríamos denominar como la posibilidad de devenir sujeto. Se trata de un proceso a partir del cual los individuos comprenden qué es el mundo e internalizan cómo funciona, a la vez que asumen cuáles son sus tareas/roles al interior de una sociedad determinada. Según Therborn (1995), esta internalización de los roles y de las reglas sociales que permite la construcción del sujeto en cada momento histórico, se produce a partir de que determinados mecanismos de interpelación ideológica consiguen instalar a cada sujeto frente a un modo de comprender qué es el mundo y cómo funciona (qué es lo que existe–qué es lo verdadero). También a partir de lograr que los sujetos asuman determinadas manera de entender qué es lo bueno-correcto-justo-bello, y con ello acepten cuál es su papel a cumplir en la sociedad y cuáles son las habilidades y aptitudes que se espera que adquieran para lograrlo. Por último, a partir de delimitar cuáles son las aspiraciones que cada sujeto puede tener (qué es lo posible-deseable).

La concreción de estos procesos implican la puesta en marcha de una serie de dispositivos que dotan a cada individuo de un conjunto de habilidades y aptitudes, así como también de ciertas incapacidades y carencias, en razón de las que los sujetos se insertan en aquellos modos existentes de interacción social, mientras que naturalizan esos vínculos. Por lo tanto, todo proceso de creación y captura de las subjetividades se inscribe dentro de un entramado de posibilidades previamente definidas en función de las relaciones de poder y dominación existentes en cada momento histórico. Posibilidades que, a su vez, se desarrollan con arreglo a las formas en que cada sociedad organiza la producción-apropiación de la riqueza socialmente generada.

Esta breve definición habilita a preguntarse sobre ¿qué elementos constituyen los límites de la posibilidad de devenir sujeto en la actualidad y cómo impactan en las formas de organizar la vida en común, y por tanto en la esfera pública - política? El sujeto contemporáneo ya no tiene como horizonte el "deber ser normal", lo que desea es realizar su singularidad exclusiva. Esto último se trata de una de las marcas constitutivas de la subjetividad actual: la vida en comunidad ya no se asume como destino colectivo sino como historia personal. Por ello, a continuación se buscará presentar el modo en que se articulan algunas de las nociones y prácticas que se han constituido en elementos claves del proceso de formación de las nuevas subjetividades: la definición de libertad - comunidad (a partir del consumo) y la afirmación de una sociabilidad basada en el rendimiento (la competencia) y la autopromoción digital de los individuos.

Arraigada en aquella idea según la cual la sociedad en sí no es más que la esfera de los intercambios voluntarios y libres entre los individuos, la elaboración de una asociación entre elección individual y libertad se ha constituido en una parte fundamental de la cadena de significantes, en la que son arraigados los tipos de subjetividades necesarios para sostener el actual orden social. Para que esta noción de libertad asociada a la elección mercantil se convierta en un núcleo de sentido potente, requiere disolver el carácter fundante, determinante que tiene la estructura social (y el peso que cada actor colectivo tiene en el proceso generador de límites, cierres o potencialidades surgidos a partir del conflicto). Como señala Wendy Brown (2021) al analizar la propuesta de este discurso, se trata del desmantelamiento epistemológico de la sociedad:

Si no hay tal cosa como la sociedad, sino sólo individuos y familias regidos por los mercados y la moral, entonces no hay tal cosa como el poder social que genera jerarquías, exclusión y violencia, y ni hablar de subjetividad en la clase, el género o la raza (p. 77).

Para la autora, el éxito de este proceso ideológico se evidencia cuando consigue desdibujar el carácter estructurante de las determinaciones económicas, sociopolíticas y culturales. Y es por ello que resulta lógico comenzar a asumir la libertad en la forma en que se la ofrece: como un modo indeterminado y aleatorio de experiencias, naturalizando positivamente a la incertidumbre como el estilo de vida en el presente. Bajo estos términos, para Brown, la libertad sin la sociedad es un puro instrumento de poder, desprovisto de las preocupaciones por los otros, el mundo o el futuro.

Ligada cada vez más nítidamente a la propuesta de una utopía individual de felicidad privada a partir de la adquisición de productos, la libertad ha quedado estrechamente asociada a la elección de objetos: la libertad de acción tiende a ser reducida a la libertad de elección en el consumo (importa menos lo que elijo que el hecho de que elija permanentemente). Sobre esta primera acepción los aportes de Sara Ahmed permiten colocar la atención en un elemento central: el concepto de felicidad. La autora explica que la definición y difusión de este concepto de felicidad es muy relevante a la hora de organizar los comportamientos sociales, dado que podría observarse como un medio para efectivizar normas sociales. Según la autora, la conceptualización de la felicidad implica, por parte de los sujetos, una serie de esfuerzos por aproximarse a determinados ideales, una trayectoria que contribuiría a alcanzar la felicidad. Además, Ahamed (2019) explica que esa conceptualización de la felicidad se encarnaría en un conjunto de objetos felices, los cuales se obtienen sólo si los sujetos orientan sus comportamientos dentro del recorrido esperable de acceso a esos bienes. Somos direccionados hacia una serie de objetos específicos a los que se les ha atribuido de antemano la imagen de deleite, de ser aquellos de lo que disfrutan quienes tienen buen gusto.

Adquirimos hábitos, es decir, formas del buen gusto que saben diferenciar los objetos en función de su valor afectivo y moral. Debemos trabajar sobre el cuerpo de manera tal que sus reacciones inmediatas, el modo en que sentimos el mundo y le damos sentido, nos lleven en la dirección “correcta" (p. 80).

Pero, a la vez, el significante libertad ha sido definido e instalado bajo otra acepción: se trata de un estado particular, un estilo de vida, otorgado a quien posea un determinado conjunto de bienes que permiten a los sujetos ajustarse a la norma saliéndose del molde. Elegir sin límites y asumir que el consumo es un espacio de transgresión individual es el núcleo de la noción de libertad en estos tiempos. En tal sentido, y del mismo modo que se toma como posible y deseable la potencialidad ofrecida de consumo, experiencias, relaciones, comunicación, todo sin límites; se asume como un hecho incuestionable lo ilimitado de la jornada laboral y el imperativo del rendimiento: hacer que la incesante disposición al trabajo sea vivida como la vía para la realización personal. Se desdibuja así la secuencia espacio-tiempo que caracterizó al modo anterior de generar y consumir esos bienes. La posibilidad de llevar “en el bolsillo”, y a todas partes, las obligaciones del trabajo: en cualquier momento y lugar se puede recibir una solicitud o notificación. Disponer de medios técnicos que permitan una permanente conexión de cada sujeto con sus labores también ha contribuido a borrar las variables espacio-temporales tanto del proceso productivo como de la vida en general. De esta manera, por medio de esta integración informática, no solo se diluye la relación entre el trabajo y el espacio físico, además se indetermina el límite del tiempo de trabajo, y con ello del momento de ocio. Es así que, en ese magma, el llamado a la productividad se vuelve una acción sin límites, lo mismo que la invitación al consumo, y potencialmente realizable en cualquier sitio. Bajo estas coordenadas es posible vislumbrar una referencia a lo común ligada a la noción de libertad definida previamente.

A través del consumo, los sujetos somos interpelados a interpretar la noción de comunidad, por lo menos, en dos instancias. Inicialmente, somos convocados a recibir ciertos beneficios en sus consumos, en este sentido los individuos somos llamados a integrar la comunidad que agrupa a los usuarios/consumidores de cada marca o servicio. Incluso en razón de esta forma de ligar estilo de vida y marca, es que todos somos colocados a "cazar" promociones, a dedicar una parte importante de nuestro tiempo a estar atentos a los descuentos que nos permitan seguir consumiendo determinados logos, y así sostener nuestra integración a esa comunidad simbólica. Los sujetos somos invitados a agruparnos e identificarnos con un estilo de vida representado por una marca, donde el logo que se porta en el cuerpo comunica un determinado conjunto de valores, ligados a un código estético de distinción diseñado por diversas empresas. Así, el logo (marca) y la comunidad (de consumo) como significaciones de pertenencia parecen afianzarse como las formas más elementales de proponer lo común.

No obstante, es posible distinguir otra referencia de lo común ligada a la noción de libertad trabajada anteriormente. Se trata de una elaboración discursiva en la que determinados objetos son presentados y socialmente validados en tanto a través de ellos sus portadores o usuarios consiguen romper determinados límites, experimentando así una idea de vida sin restricciones ni molduras fijadas de antemano. Es lo que podría denominarse como la posibilidad de ajustarse a la norma saliéndose del molde. En virtud de esta propuesta de acción, los sujetos somos convocados a desafiar las convenciones sociales o las reglas morales y estéticas, incluso al imperativo de ser éticamente responsables y comprometidos. Pero siempre a través de la compra, es decir: romper los límites sin atravesar el límite. Sobre este punto, Ezequiel Gatto (2018) señala:

Como un prestamista generoso, la moneda parece decir: “gracias a Mí podrás tener lo que quieras... con la condición de que lo que quieras sólo lo puedas tener a través mío”. La multiplicación de posibilidades tiene su contracara en una determinación absoluta del acceso: el dinero amplía (tendencialmente al infinito) lo existente a condición de reducir (tendencialmente a uno) el modo de acceso. (...) Amplía y reduce las posibilidades de la vida traduciéndolas a sí mismo (p. 47).

Este es el modo en que emerge “la fantasía de que el consumismo occidental, lejos de estar intrínsecamente implicado en la desigualdad global sistémica, puede más bien contribuir a resolverla. Lo único que tenemos que hacer es comprar los productos correctos” (Fisher, 2016, p. 39).

Así, se produce una significación de lo común dotada de un contenido ético, fundada en un singular compromiso, en el cual el acto de consumo es presentado ante el sujeto para que éste no encuentre allí nada nocivo. Por el contrario, el sujeto encuentra una retórica a su medida para cuestionar determinados códigos normativos modernos dentro de la lógica del mercado. Así, por medio de estas propuestas, los sujetos no solo experimentan la posibilidad de ensanchar los límites de “su” libertad, sino que a la vez se consolida el reconocimiento de ciertas diferencias, pero al interior de unos límites muy precisos. Este tipo de reorganización de las pautas de reconocimiento de las diferencias ocurre sin desafiar la lógica social que estructura esos emergentes; es decir, sin poner en el centro del debate las relaciones sociales que producen el sometimiento, la explotación y la desigualdad que configuran esos emergentes. Si en lo que hace a la posibilidad de construcciones identitarias, la conceptualización de lo diverso funge como parte del dispositivo ideológico que torna soportable lo desigual, en esa misma estructura ideológica lo múltiple hace lo propio respecto de la posibilidad de pensar lo colectivo. Dado que cada grupo buscará afirmar su identidad y su presencia desde la parcialidad de su singularidad o su individualidad, esa forma de asumir la multiplicidad conlleva ahondar la fragmentación, desplazando la posibilidad de pensar lo colectivo como un elemento abarcador de lo múltiple.

Por lo tanto, más allá de que el consumo en su forma mercantil puede categorizarse como un acto masivo, mas no colectivo, se trata de una actividad que es ofrecida como capaz de generar un propósito: la integración social, y por ello se la considera organizadora de la sociabilidad en tanto que comanda los esfuerzos de las mayorías. Por lo tanto, que la mediación mercantil produzca una significación de lo común a través del consumo debe darnos una pauta tanto de la profundidad de su penetración social, como del grado de subsunción de los sujetos dentro de la lógica del capital. Se trata de un proceso que permite llevar a cabo, de un modo más profundo, el control sobre la vida por fuera de la labor productiva: la organización del tiempo sobre los principios de mercantilización (consumo), financiarización (endeudamiento), entretenimiento (espectácularizaciòn de la vida cotidiana) y virtualización (digitalización de los vínculos).

La articulación de los procesos examinados hasta aquí nos permite observar nítidamente lo analizado por Hall (2017) acerca de cuáles procesos hacen posible que una cultura dominante devenga hegemónica: la necesidad de no destruir la resistencia visible, sino incluirla junto a las demás alternativas y posibilidades, permitiéndoles existir dentro de los espacios que la cultura dominante le asigna (p. 80). De esta manera, las alternativas son colocadas como las formas en que se asumen las opciones de diferenciación aceptadas por los sectores dominantes. La amplificación de esta lógica se articula con una modificación significativa en los mecanismos que regulan la vida social: mientras el deber hacer y las prohibiciones dejan de ser los principales mecanismos utilizados para la gestión de los comportamientos, emerge una situación en la que la estimulación al poder hacer sin restricciones se muestra más eficiente a la hora de dar estabilidad al orden social en su etapa neoliberal.[2] Por lo tanto, el estímulo a las transgresiones dentro de los límites del mercado resulta un componente lógico de esta nueva configuración hegemónica. Ante un sinfín de interacciones que se materializan como actividades individuales, esas acciones no solo aparecen como la vía de realización personal, de trascendencia individual; también emergen como prácticas imbuidas de una carga colectiva, ofrecidas bajo un sentido de comunidad dentro del mismo ámbito del consumo.

Un sujeto para el hoy - ahora: la fantasía de lo único y diverso

Esto último nos permite introducir el segundo proceso característico de la producción de subjetividad en esta etapa del capitalismo: la consolidación de un modo de socialización cada vez más articulado en torno a la autopromoción en los diversos entornos virtuales. Se trata de un proceso que refuerza la probabilidad de que cada individuo se perciba como único y original, tanto como los objetos que consume —el sujeto puede elaborar una afirmación de sí mismo, de su individualidad, dentro del espacio mercantil, ya que puede sentir/pensar que consume productos no estandarizados de modo masivo, dado que las series de objetos y servicios aparecen segmentados por gamas de prestaciones y de precios, que incluso se pueden diseñar o customizar de manera personalizada, de igual manera que organiza su forma de pago—.

Si la posibilidad de efectuar variaciones personalizadas en los procesos de apropiación-consumo permiten velar el proceso de homogeneización, la exaltación de la exhibición de “vidas únicas” en las plataformas de socialización (redes sociales) se suma en un mismo sentido. Los sujetos se ven compelidos a destacarse o distinguirse por su originalidad individual exhibida en sus círculos de socialización. Sin embargo, esta invitación a diferenciarse por medio de la publicación de la “mejor versión de cada quien”, si bien produce una fuerte homogeneización —dado que se funda en el presupuesto de que cada individuo debe cumplir con un determinado conjunto de pasos, rituales y formas para mostrarse, siendo el primero una sobreactuación de la singularidad—; también refuerza la noción de una libertad personal, porque el sujeto cuenta con un canal personal, individual, de expresión estetizada a través del cual puede mostrar lo que es y lo que hace. En este sentido, ya no es tanto la preocupación por el “qué dirán”, con su carga moralizante, lo que regula los comportamientos humanos; ahora es el “que verán”, con su contenido estetizante, lo que modula y organiza los comportamientos. Así, en ese espacio de socialización las imágenes se han vuelto definitorias a partir de su instalación como el medio por excelencia para la autopromoción de los sujetos, quienes ahora aspiran a hacer de su individualidad una marca, un logo potencialmente comercializable.

Esta lógica de la autopromoción social es un elemento constitutivo de la nueva subjetividad neoliberal, en tanto que en ella se anuda un refuerzo de la individualidad con una desarticulación del pasado del lugar simbólico del pasado. Se trata de un modo de organizar la comunicación que puede pensarse como la contraparte de una dinámica social basada en el “rendimiento” y la “autovaloración de sí” (ligada a la forma en que se estructuran las relaciones laborales), así como a las dinámica generalizada del endeudamiento (como medio principal a partir del cual se organizan las formas de consumo). Estas tres dinámicas, la del sujeto que se auto-promueve, que se auto-explota y que se ve obligado a endeudarse para obtener lo necesario para vivir y sostener su integración simbólica en el todo social, implican un profundo y constante rediseño de la existencia: así como la deuda y la lógica del emprendedor conducen a los sujetos a producir un trabajo sobre sí a partir de instalar pautas de vida regidas por un feroz autocontrol de sus gastos y gustos en pos de valorizar comercialmente todas sus acciones y habilidades adquiridas (Lazzarato, 2014; Žižek, 2016). Es decir, el sujeto debe organizar su existencia como si se tratase de una empresa, cuyo plan de negocios debe permitir incrementar los ingresos a partir de asumir todas las acciones como inversiones que le permitan ampliar su "valor" de mercado. Por su parte, la estimulación a la autopromoción de los sujetos como medio de validación social, también implica un fuerte trabajo sobre sí por parte del sujeto, para lo cual ha sido fundamental que todo individuo esté dispuesto a romper con sus pudores y las prohibiciones morales para poder mostrarse públicamente en un formato de espectáculo.En un mundo en el que las formas de vida potencian los malestares —los cuales deben vivirse de un modo privado, y por tanto, despolitizados (Exposto, 2023)—, el espectáculo, el entretenimiento a partir de un disfrute estetizado-mercantilizado, aparece como su reverso. Es allí donde cobra sentido esta estimulación a la autopromoción.

En esta etapa del capitalismo, la dominación no se efectúa a través de un formato de poder externo-extraño, sino que este se ha vuelto constitutivo de la propia intimidad del sujeto: sometidos a un constante ejercicio de ensamblaje de partes como una manera de agregarse valor, los individuos se ven compelidos a adecuar sus existencias, compatibilizando el deseo y la realización de la vida con la producción del capital, lo que conduce a una mayor pérdida del control sobre nuestras vidas (Sztulwark, 2019). Esta reconfiguración ha hecho posible y necesaria la difuminación de la barrera entre lo público, lo privado y lo íntimo, donde se inserta la exaltación de la originalidad (singularidad) de cada individuo, la cual no solo dificulta la percepción social de la existencia de un proceso estructurante en clave de una diversificación homogeneizante, sino que además refuerza una construcción de identidades autocentradas, realzando la individualidad; o, cuanto mucho, en su variante colectiva, propicia la emergencia de modos de vinculación que no trascienden las fronteras de lo grupal. Es evidente que el desplazamiento de una subjetividad centrada en la interioridad-privacidad-intimidad hacia otra constituída en torno de la espectacularización de la intimidad -o “extimidad” (Sibilia, 2008), no solo es una torsión en la comprensión de las ideas de lo público y lo privado (y lo íntimo), también lo es respecto de los modos de pensar lo común, y por lo tanto, lo político.

Es aquí donde se anuda esta singular manera de producción cultural: atravesado por una lógica identitaria articulada sobre la fragmentación de la comprensión de lo real —en la que desaparece la posibilidad de pensar más allá de los límites de su experiencia cotidiana, inmediata e individual—, este sujeto no se reconoce en ningún pasado compartido, por lo que sus referencias colectivas solo remiten a identificaciones grupales, sectoriales, situadas en el presente. Una pérdida de historicidad existencial, pero también colectiva. De allí que la reivindicación de su existencia singular resulte fácilmente reabsorbida, tanto por una propuesta de realización personal a través del rendimiento laboral, como por la posibilidad de una transgresión sectorizada tramitada a través del consumo.

Es precisamente la instalación de la experiencia de los sujetos en una temporalidad clavada en el presente lo que profundiza el proceso de producción de una subjetividad sin legado simbólico, en la que no es posible anclar la existencia más allá de la mercancía: el sujeto no se siente ligado a una cadena de generaciones que le precedieron, por lo tanto asume que no posee nada de sus antepasados para transmitir a sus descendientes. La vida cotidiana en clave neoliberal toma la forma de una seguidilla de momentos que giran aleatoriamente en el yo-hoy-ahora, dando sentido a aquella lógica de integración por medio de los espasmos o bocanadas de consumo. Este modo de organizar los procesos de consumo y apropiación de los bienes instala una propuesta de relación entre los sujetos con los objetos similar a la que se generó con la memoria, los legados y el pasado: mientras que los puntos de anclaje de las “experiencias valiosas y bellas”, las mercancías, se vuelven vaporosos a cada instante producto de los dictados de las modas; los espacios en los que podrían anudarse las biografías con las trayectorias sociales y colectivas, se tornan opacos, difusos y ajenos, ante la necesidad de llenar constantemente el presente con imágenes que acrediten existencia.

Se trata de un modo intermitente de integración-valoración, organizado en torno de la búsqueda incesante de experiencias "nuevas", "bellas" o valuadas como “emocionalmente imprescindibles”, por un lado; y por la aprobación de los demás consumidores de imágenes, por otro. Todo lo cual, hasta el momento se complementa muy bien con una forma de vida que genera individuos ubicados en la más pura y simple supervivencia. Atomizados, recluidos en estados mínimos de socialización, pero hiperconectados; mirando a todo el mundo a través de las pantallas y preocupados por las apariencias; puestos a vivir en una precariedad tal que las posibilidades de subsistencia se escurran, mientras que la integración simbólica amenaza con disolverse a cada paso, los sujetos experimentamos una constante volatilidad de nuestros estados de ánimo. Este es un escenario en el que se vuelve complejo encontrar/construir referencias estables, y en el cual la posibilidad de prever/proyectar nunca supera lo inmediato. El predominio de una emocionalidad volátil, inestable, se constituye como un rasgo dominante de la época.

Todos estos fenómenos señalados hasta aquí podrían inscribirse como catalizadores de la caracterización que Giovanni Orsina (2018) elabora acerca del conjunto de rasgos psicológicos generalizados que se han visibilizado en las sociedades occidentales desde la década de 1970. Se trata de un narcisismo que el autor describe a través de dos características. Por un lado, la obsesión por el 'yo' se basa en una distorsión cognitiva: la incapacidad de percibir la propia persona y la realidad como dos entidades separadas y autónomas entre sí, de distinguir el interior del exterior, lo objetivo de lo subjetivo. “Privado de consistencia y sentido autónomos, el mundo sólo puede entonces juzgarse en la medida en que obstaculiza o favorece el bienestar psicológico individual de quienes lo habitan. Es decir, por su valor psicoterapéutico”. Y, por otro lado, ese sujeto narcisista se caracteriza por ser alguien a quien “satisfacer sus urgencias psicológicas inmediatas es lo único que le interesa, por lo que vive exclusivamente en el presente: ha perdido todo sentido del pasado y, en consecuencia, ya no es capaz de imaginar siquiera el futuro”(p. 38).

Consideraciones finales

Hasta aquí hemos trazado un recorrido que nos permitió enfocar una problemática del mundo contemporáneo desde una perspectiva que la enmarca en las transformaciones sociales acontecidas en las últimas décadas. Lejos de entender la desafección democrática como consecuencia de lo que sucede en el campo político-partidario-gubernamental, nos enfocamos en analizar los significados a través de los cuales los sujetos incrustan sus experiencias concretas en la época actual.

Asimismo, mostramos cómo la representación política, que emerge como solución teórica en un determinado contexto, se engarza en un entramado institucional cuyo elemento esencial era la construcción de sujetos semejantes. Esto posibilitó que el pueblo dejara de ser simplemente una imagen aludida en los discursos políticos y se transformara, en ciertas coyunturas, en experiencias compartidas y prácticas concretas para las mayorías gobernadas. Si bien este proceso no hizo desaparecer completamente las tensiones fundantes de la democracia representativa, la exaltación de los ideales democráticos permitió tejer los vínculos necesarios para que los individuos se sintieran parte de un nosotros que podía ser representado-gobernado. Estas identificaciones coexistieron con otras en constante tensión ya que frente a ese pueblo de límites un tanto indeterminados, aparecían otras categorías como la clase social o la raza que exponían su carácter superficial y amorfo. No obstante, las instituciones estatales se encargaron de enfrentar esas tensiones a través de mecanismos que edificaban un pueblo en espacios compartidos donde la semejanza se daba a partir de la obediencia a la norma.

En el presente, la política representativa (sus procedimientos y sus actores) es presentada como un sistema lejano a los representados y sus demandas. En este sentido, las transformaciones subjetivas de la época actual fueron analizadas con el objetivo de reflexionar en torno a qué formas de comprender el mundo son las que propician dicha insatisfacción. Los rasgos narcisistas a los que se aluden en el trabajo permiten comprender que los representados acuden a la política en busca de satisfacer sus necesidades inmediatas de bienestar a la vez que descargan en ella las frustraciones propias de habitar un sistema que genera precariedad permanente. Así, la política y los políticos dejaron de referirse a un pueblo como colectivo proyectado hacia un futuro común, y pasaron a identificar demandas concretas a las cuales buscan “satisfacer”. Por lo tanto, la política se ve debilitada en las funciones dirigenciales que la democracia representativa le reservaba. Al narcisista nadie puede imponerle objetivos existenciales desde el exterior, a la vez que necesita desesperadamente del éxito social y la estima de los demás para encontrar sentido a sus acciones. Este es un proceso que abre paso a una profunda tensión respecto de la concepción de la vida pública y las instituciones estatales, así como de la actividad política y la funcionalidad de la democracia, dado que todas ellas son devoradas por un nuevo significante absoluto: la libertad limitada a su acepción personal-individual. Bajo estas coordenadas se abre un primer interrogante: fuera de la búsqueda del lucro, el reconocimiento individual o la consecución del placer, ¿por qué los sujetos se volcarían a participar y a comprometerse con la vida público - política?

Si la legitimación de la vida política moderna implicó la “creación” de una idea de pueblo (colectividad), a la que además se la formó por medio de instituciones específicas; actualmente, ¿el orden político requiere de la misma ficción para su legitimación? ¿Qué tipo de construcción de “los semejantes” implica? Y por otro lado, ¿por donde pasan los procesos de “formación” en clave de los códigos necesarios para la socialización “pública-política”? Y por último, si representar implica, en parte, ceder lo que colectivamente se posee (la soberanía), ¿la forma actual de subjetividad permite la producción de un individuo, aquel que busca ser representado, dispuesto a ceder en parte el deseo pleno individual en relación a un fin mayor, comunal?

Dentro de la trinidad emergida en la modernidad occidental, la democracia fue siempre el componente más débil tanto frente a los condicionamientos del mercado como ante las limitaciones impuestas dada las capacidades de control de los Estados. A pesar de los avances de los discursos más reaccionarios, esto no ha conducido a que los sistemas democráticos representativos sean impugnados en su totalidad, todavía. Por el momento, la legitimidad de la democracia representativa sigue vigente. Reducida cada vez más a un conjunto de normas y procedimientos, la democracia se ve disminuída en algunas de las características y funciones, mutando de un espacio para el debate y la elección de políticas al mecanismo de selección de políticos. No obstante, aún sostiene, en parte, su función de articuladora de la vida común. Sin embargo, en un clima de fuerte retroceso de las fuerzas que bregaban por construir modos alternativos de existencia, la política (en la práctica, pero también en la teoría) ha quedado reducida a ser la gestión profesional de carrera de los recursos públicos, centrada sólo en asegurar la gobernabilidad, perdiéndose en el sentido público la relevancia de las diferencias entre los proyectos. Se trata de una articulación, una composición que ha conducido, entre otras cosas, a la insatisfacción con las democracias, donde aparecen nuevos interrogantes: ¿cuáles son las otras demandas que el común de la población asume como necesarias y urgentes? A su vez, si la política no aparece como la instancia que canaliza esas necesidades, ¿en qué dispositivos o vehículos de representación de sus demandas están pensando esas extensas franjas de la población? ¿Qué herramientas o procedimientos imaginan o aceptan como válidos para canalizar estos pedidos o deseos?

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Notas

[1] Organizaciones como Latinobarómetro (https://www.latinobarometro.org/lat.jsp), El Bennet Institute de la Universidad de Cambridge (https://www.bennettinstitute.cam.ac.uk/) y la O.E.A. se encargan de establecer mediciones periódicas que luego son retomadas por universidades y medios de comunicación en cada uno de los países encuestados. Los resultados de los distintos sondeos presentan resultados similares.
[2] Como explica Han (2014), esta nueva lógica centrada en una perpetua estimulación en torno del total rendimiento y el imperativo de aprovechar todas las opciones siempre consigue generar sujetos que ven en las relaciones laborales-productivas los medios para su realización personal. Es decir, se concreta una forma más elevada de realización de la lógica del capital: generar sujetos que se auto-exigen rendir plenamente como la manera de encontrar allí sus propios intereses, viviendo ese proceso laboral productivo como un fin en sí mismo, el de su realización.
[ ------------------------------------ INFORMACIÓN AUTOR --------------------------------------------- ] .
[ Carlos Damián Gracian ], Actualmente me desempeño como Profesor Regular Adjunto de la cátedra Introducción a las Problemáticas del Mundo Contemporáneo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. También ejerzo como coordinador de ese espacio curricular en el área de Educación Virtual de la Universidad. Participo como investigador en el Centro de Estudios sobre el Mundo Contemporáneo, en el marco de la Programación Cientifica UnTref. Además, soy docente en Nivel Medio.
[ Diego Ariel Fracchia ], Licenciado y Profesor de Historia por la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Argentina), Docente universitario e investigador del Instituto de Estudios Históricos (IBH - UNTreF). Actualmente, en proceso de finalización de doctorado como becario CONICET. Estudia actores, instituciones y procesos vinculados a la representación política. Participa en diversos proyectos de investigación y publicó articulos en revistas especializadas con arbitraje académico.


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