Artículos
Recepción: 31 Enero 2024
Aprobación: 17 Junio 2024
DOI: https://doi.org/10.35600/25008870.2024.20.0324
Resumen: Sin asumir una perspectiva de tipo “representacionista”, procuramos reconstruir el horizonte utópico a partir de una exploración de la otredad constituyente de la identidad propia, pensada como un ensamble ya siempre en vías de formación y jamás completo o definitivo. Sobre esta base, siguiendo la estela de El Anti-Edipo, nos propusimos identificar algunos de los principales hilos que anudan la dimensión económica de la pobreza con el plano no meramente psicológico, sino ontológico, del deseo. Como resultado, dejando fluir una voz que exploró, además del material bibliográfico pertinente, huellas emocionales, memorias y ausencias presentes (recuerdos de infancia, hitos históricos, fragmentos de canciones), sacamos a la luz que nuestro yo es intrínsecamente plural y que la apelación a esa urdimbre colectiva resulta decisiva para todo proyecto de transformación del mundo. Finalmente, llegamos a la conclusión de que –en la medida en que las manifestaciones de deseo (tal como establecieron Deleuze y Guattari y nos ha recordado recientemente Fujita Hirose) serían lo único que el capitalismo no podría resistir– la liberación de la producción deseante, en cuanto producción material de lo real, sigue siendo la operación clave para abrir fisuras en el sistema capitalista.
Palabras clave: Deseo, Nosotros, Pobreza, Subjetivaciones.
Abstract: Without adopting a "representationalist" perspective, we have sought to reconstruct the utopian horizon on the basis of an exploration of the constitutive otherness of one's own identity, conceived as an assemblage that is always in the process of formation and never complete or definitive. On this basis, and in the wake of The Anti-Oedipus, we set out to identify some of the main threads that knot the economic dimension of poverty to the not merely psychological but ontological level of desire. As a result, through a voice that, in addition to the relevant bibliographical material, explored emotional traces, memories and present absences (childhood memories, historical milestones, fragments of songs), we have brought to light that our self is inherently plural and that appealing to this collective distortion is crucial for any project of world transformation. Finally, we conclude that –insofar as manifestations of desire (as Deleuze and Guattari noted, and Fujita Hirose has recently reminded us) would be the only thing that capitalism could not resist– the liberation of desire production, as the material production of the real, remains the key operation for opening fissures in the capitalist system.
Keywords: Desire, Poverty, Subjectivations, We.
1. Introducción/Presentación.
Una voz que arrastre, en su fluir, los restos humeantes de aquellas utopías que –en un pasado que amenaza con volverse tan remoto como el precioso futuro que ellas prometían– hacían más ligera la vida y más resuelta la muerte; una corriente de ideas y de palabras –las cuales, en el discurso, se rozan y se confunden, se alían y se ensamblan, se atraviesan y se separan para volver a unirse aunque sin lograr fundirse jamás unas en otras– que, aunque ocasionalmente pronunciadas por alguien que dice yo y que se hace aquí presente, con algo así como una identidad de la que se hace cargo y en función de la cual es (para bien o mal) reconocido, no hacen más que desprenderse de un firmamento virtual de posibles, de pensamientos que ya han sido pensados y que ahora vuelven –ya sea enmascarados o, por el contrario, despojados, pero siempre diferentes y, por eso mismo, fraternalmente ligados entre sí en la medida en que están a la vez tenazmente enfrentados a otros que, por el contrario, bajo el signo de la conciliación y el diálogo, no hacen más que contribuir al crecimiento del desierto y del fascismo–; pensamientos locos que, en el proceso de su desalienación, se convierten en un grupo de iluminaciones (Exposto, 2021) que atraviesan los cuerpos y los vinculan tan estrechamente que, al final, uno ya no sabe si está allá, en el Buenos Aires de la nevada y los Ellos (Galvani, 2009), resistiendo la invasión y el exterminio –o a bordo del Granma, en una aventura que parece más propia de una novela de Salgari que un acontecimiento que vaya a constituir un punto de inflexión en la historia latinoamericana; o en la selva de Chiapas, sin rostro pero de pie, con las raíces bien hundidas en la tierra y la mente bien abierta al cosmos y a una liberación que, al fin y al cabo, solo podría llegar a ser Intergaláctica (Casmiro Gallo, 2020; Sergi, 2006)... Pensamientos que, en fin, cruzan la frontera entre realidad y ficción, generando movimientos de desterritorialización y reterritorialización que, en alguno de sus cruces y en ciertas coordenadas imprevistas, generan un nudo –siempre abigarrado, siempre mal hecho, siempre en vías de deshacerse– al que llamamos sujeto. Algo así como un agenciamiento de fragmentos heteróclitos, de sensaciones y de recuerdos, de personas en el sentido teatral del término, de hechos y de fantasías. Ya ni siquiera se es otro sino más bien otros y otras: de todas las regiones y de todas las épocas, del mundo profundo de los sueños y de la dimensión plana de las pantallas. Otros y otras que, además, nunca se combinan en calidad de seres globales: siempre lo hacen en partes, despedazándose o, más bien, desarmándose y propiciando alianzas insólitas sobre la base de combinaciones una y otra vez inéditas. Así, uno es el brazo libertario del Che que ya no distingue entre disparar sobre la historia (Carlos Puebla y los Tradicionales, 1965, 1) y tirarle al cielo su amor (Páez, 1985, 9); y, si osa mirarse al espejo, acaso vea –en lugar de lo que esperaba ver, esa imagen familiar que las fotos le aseguran que es la suya– que el pañuelo de las Madres hace juego con los lentes redondos de Lennon y la barba exuberante de algún profeta revolucionario; y, de fruncir más el ceño, de mirar con más atención, es probable que descubra marcas que creía perdidas, y también huellas anónimas, y cicatrices que remiten a encuentros que cuesta ya determinar si se han producido o si, en verdad, están aún por producirse –con lo cual, paradójica y maravillosamente, estaríamos surcados por un futuro que, hábil para esconderse, jugaría a disfrazarse de pasado–. Y, sin embargo, uno está, aquí y ahora, presente. Y dice ser quien es, y (se) expone.
“Encantado de conocerlos, espero que intuyan mi nombre” (The Rolling Stones, 1968, 1, trad. nuestra) –el cual es verdad, al fin y al cabo, únicamente en cuanto mentira–.
2. Pobreza.
¿Cómo se habla de la pobreza? ¿Podemos hacerlo desde la pobreza misma, vale decir, siendo pobres? ¿Cómo hacerlo si, en el marco de innumerables rigores y padecimientos, solo hay energía –y cada vez menos, cada vez más próxima al agotamiento– para satisfacer las necesidades básicas y conformarse con seguir existiendo al menos bajo la forma de la supervivencia? ¿Cómo tomar distancia, cómo hacerse del tiempo y de las fuerzas, cómo disponer de una vacuola burguesa de ocio para pensar y, de esa manera, tomar conciencia de nuestro estado, de la opresión a la que se nos somete, de esa trampa material y simbólica que no nos preexiste sino que nos atrapa gracias a que nosotros mismos la creamos –o, más bien, somos forzados a crearla– día tras día? ¿Cómo generar una línea de fuga, cómo abrirse paso, cómo hallar una salida de la prisión que es construida con nuestro trabajo, físico y mental, y en la que se nos invita a permanecer –a través de una chicana ontológica que nos dice que, al menos, esa prisión es real y, por lo tanto, más segura y confiable que cualquier ensoñación– como si fuese nuestro hogar, nuestro terruño, nuestra patria? Pero, por otro lado, ¿cómo podría hablarse acerca de ella sin sufrirla? ¿Qué derecho posee quien no la padece, si nos detenemos en la forma, a objetivarla y a brindarnos la descripción exacta y fehaciente de su paisaje? ¿Qué sabe de ella, además, si sólo la ha estudiado y objetivado; qué puede efectivamente saber de la pobreza, si nos quedamos en la materia, quien no está bajo su yugo y no posee la cruel vivencia de no tener nada y, por consiguiente, no tener nada que perder (Dylan, 1965, 1)? ¿Con qué finalidad, en fin, habría de desplegar –ante sus colegas, ante la academia, ante la comunidad internacional– el abigarrado mapa de sus causas y consecuencias? ¿Tendría validez un discurso –rigurosamente científico, prolijamente elaborado, meticulosamente aséptico– que se produjese fuera de ella y se le aplicase, siguiendo una por una las reglas del método, a la espera de ser corroborado? Y, en caso de tenerla, ¿cuál sería el precio que habría que pagar en moneda existencial? ¿Cuáles, en suma, los presupuestos y los objetivos de semejante ciencia de la pobreza?
Al plantear tales interrogantes solo me propongo resaltar la encrucijada paradójica que lo que llamamos pobreza supone. Y, llevándola al extremo, no hay más forma de abandonarla, de dejarla atrás, que instalándose en ella y aceptando el desafío. Aproximémonos al tema a través de un rodeo. Apelando a la terminología marxista clásica y a cierta fórmula muy conocida en filosofía, uno podría decir: sin un proletariado con conciencia de clase, con una intuición clara y transparente de sus intereses objetivos que lo impulse a la acción emancipadora, no hay revolución; pero, a la inversa, sin revolución –sin una transformación radical de la estructura material de la sociedad en la que hunde sus raíces el mundo de la cultura, sin un desmontaje de la maquinaria de los aparatos ideológicos (de Estado o de los grupos hegemónicos: mucha agua ha corrido bajo el puente)– no parece ser posible la conciencia de clase al menos a un nivel “masivo” (Spinelli, 2021), es decir, a un nivel que no sea el de algún puñado de casos circunstanciales o excepcionales. Las discusiones acerca de si la revolución política tendría que preceder a la revolución cultural o viceversa nos conducen a la especulación abstrusa y al pesimismo de la inacción. Es preciso poner ambos movimientos en marcha, a un mismo tiempo, con todas sus contradicciones –es decir, poner en marcha una dialéctica, si se quiere, tensiva, que sea compatible con un proceso de devenir-revolucionario que tire hacia ambos extremos a la vez sin llegar nunca a una Aufhebung, a una resolución definitiva–.
Ahora bien, no habría necesidad de revolución alguna –me refiero, espero que se me disculpe el adjetivo, a auténticas revoluciones y no a mitines, alzamientos de carapintadas o golpes de Estado– si no hubiese pobreza como la consecuencia necesaria, estructural e inexorable de un capitalismo tanto más salvaje cuanto más civilizado, tanto más implacable cuanto más pudoroso, tanto más perverso cuanto más seductor. La pobreza se exhibe y a la vez se esconde, se combate y a la vez se justifica, es una y a la vez es múltiple. Material, por un lado –hay que discutir de raíz esa vieja distinción entre tener y ser, ya que quien nada tiene está privado de su ser mismo; es (vuelvo a Dylan, 1965, 1) alguien que ha sido arrancado y segregado de la humanidad, aislado, en soledad absoluta (on his own), que no tiene hogar ni ningún camino de regreso (no direction home), sin identidad (a complete unknown): un vagabundo (rolling stone) que hay que diferenciar del nómade en el mismo sentido que es preciso distinguir entre el zombi catatónico generado por la psiquiatría y el esquizo materialista que vive y experimenta la naturaleza como proceso de producción–. Simbólica, por el otro –ya que no es únicamente económica, en el sentido estricto del término, sino que impacta a nivel espiritual (no hay que disculparse por hacer uso de la terminología, y algo más que la terminología, hegeliana) y nos sumerge en lo más hondo de la naturaleza. Aquel joven Marx del cual cierto marxismo procura deshacerse sabía perfectamente que la pobreza constituye la condición de posibilidad de la riqueza a todo nivel y en todo sentido. Así como el majestuoso Olimpo, según Nietzsche (2014), hunde sus raíces en el tenebroso subsuelo dionisíaco, la fastuosa civilización occidental, con todas sus maravillas, con todos sus avances tecnológicos y científicos paradójicamente próximos al milagro y a la magia, se yergue sobre la base de una explotación siniestra de los recursos –que aún, por costumbre, llamamos “naturales” y “humanos”–.
El proceso de producción, no obstante, como señalan Deleuze y Guattari, es solo uno. No hay forma de reducir a la pobreza a millones de seres humanos sin devastar, a la vez, el cuerpo mismo de la Tierra; no hay forma, a la vez, de que la extracción de “riquezas naturales”, en un mundo capitalista, no redunde en la miseria de generaciones y naciones enteras. Los números terminan haciéndolo todo más fácil. Introducen un vector de racionalidad y, en la medida en que cuantificamos el desastre y el horror, nos acostumbramos. Al fin y al cabo, son nada más que entes ideales y, en algún momento, con un sabio ajuste de alguna de las variables, con un adecuado replanteamiento de la ecuación, con la eliminación rigurosa de las políticas deficitarias (y, ¿por qué no?, de la política en cuanto tal), las leyes económicas quedarán mejor demostradas que la ley de gravitación universal. En esa mentira, que atraviesa las pasiones y los deseos, se fundamenta, burlón, el liberalismo: pobres que no quieren ser pobres pero que confían en que, gracias a la quita de subsidios, al recorte de planes y a la supresión de la ayuda social a quienes “no se esfuerzan” y “no se lo merecen”, dejarán de serlo; pobres que no quieren ser pobres pero que no se plantan contra la pobreza porque sienten que lo único injusto es que los pobres sean ellos –que bien podrían, con un golpe de suerte, estar alguna vez entre los ricos-; pobres que no quieren ser pobres pero que están convencidos de que, para no ser pobres, no hay que protestar ni reclamar ni cortar calles sino simplemente “hacer merecimientos” y mostrarle a quien corresponda –al jefe, al gerente o al Estado– que han pasado el examen moral y son por lo tanto dignos de lo poco que tienen o de alguna mejora salarial. El liberalismo es más utópico que el socialismo, solo que sus sueños están al servicio de una pesadilla global y asesina. Circulan por las redes y las plataformas, se propagan por pantallas y dispositivos, se comparten y se transmiten como una especie de virus. Mercancías oníricas que están al alcance de nuestra mano, a solo un clic de distancia, y perfectamente listas para ser soñadas. Hay mucha ciencia ficción al respecto. Y toda una realidad, descarnadamente real, alimentada por esas ficciones.
3. Deseo.
En efecto, la producción de realidad es inseparable de la producción de deseo (Deleuze y Guattari, 2013a). Hay tanto una producción deseante de realidad como una producción real de deseo –y solo cabe distinguir entre una y otra de manera formal y a los fines del análisis–. El Anti-Edipo celebra sus cincuenta años de vida conceptual y, últimamente, no faltan quienes afirman que no ha envejecido bien, que sus categorías están obsoletas, que su crítica al psicoanálisis ya no tiene razón de ser. Sabemos que Deleuze y Guattari renunciaron al concepto de máquina deseante y apostaron, en su lugar, al de agenciamiento –inicialmente ligado al primero y no, como sugiere engañosamente el propio Deleuze, introducido para sustituirlo (Spinelli, 2023a; Spinelli, 2022) –. Un cierto dualismo entre el deseo y lo social amenazaba –a pesar de todos los señalamientos y todas las advertencias– esa prodigiosa teoría general de las máquinas cuyas pretensiones excedían el campo epistémico de la psicología y se postulaban, desafiantes, como ontológicas. Deseo y realidad se implican mutuamente en la medida en que la realidad del deseo –el deseo como hecho, como proceso de producción efectivo en el que intervienen determinadas máquinas que sostienen determinadas relaciones entre sí– no hace más que plasmarse como deseo de realidad –o, más bien, de cierta realidad que, tal como Deleuze y Guattari demuestran, articulando la metafísica de Spinoza con el freudomarxismo de Reich, suele ser contraria a los intereses de quienes la desean (Ferreyra, 2007)–. El Anti-Edipo nos enseña que el deseo maquina a la vez que es maquinado. No es una cuestión de ello ni de fantasmas ni de carencia o de falta. Al deseo no le falta absolutamente nada y es por eso mismo que, antes que a la psicología, importa más bien a la ontología. Eso que habitualmente llamamos “realidad”, aquello que nos rodea y en cuyo interior se despliegan nuestras vidas –la mecánica propia de las rutinas que seguimos, la organización social a la que nos sometemos más o menos dócilmente, la distribución y la reglamentación de los diferentes tiempos y espacios que enmarcan nuestra existencia– no sería tal si no estuviese sostenida por el deseo; y, por otra parte, si hay algo que cabe denominar “deseo” muy lejos está de pertenecer al reino de la ilusión o la fantasía.
Deseamos nuestra opresión, deseamos nuestras cadenas. Esto es un hecho y, sin embargo, corremos el riesgo de que lo que es un diagnóstico sea interpretado como una acusación, como un juicio de valor o de esencia (que, al fin y al cabo, viene a ser lo mismo) o, incluso, como una autoflagelación al servicio del pesimismo y, por ende, a la inacción. No hay fascismo si no hay deseo de fascismo, es decir, si no se nos inyecta el fascismo –como a Pink, en The Wall– con un “little pinprick” (Pink Floyd, 2016, II, 6) que nos hace sentir algo descompuestos pero que nos pone de pie y nos devuelve de inmediato al show con el firme y contagioso propósito de acabar con todas las diferencias. Una vez más, hay que insistir en que tal deseo se inscribe en el límite mismo entre “lo natural” y “lo humano”; una vez más, hay que señalar que, si bien el fascismo es también una cuestión de poder, el deseo –tal como le observa Deleuze a Foucault– es lo primero. Uno y otro coincidían –o, más exactamente, llegaron a coincidir en algún momento– en no poner el acento ni en la represión ni en la ideología (lo cual, claramente, no significa que “no haya” ni una ni la otra); lo que los dividió, lo que estableció un clivaje entre ellos, fue, básicamente, el rol que le atribuían al poder: primario, para Foucault, secundario, en el caso de Deleuze (Heredia, 2012).
Es por esto que hay que reasignarle al esquizoanálisis, en una época crucial en la que el vínculo entre fascismo y liberalismo se torna tan explícito que ya no puede ser ignorado ni tampoco refutado por una remisión a los orígenes –es decir, a las que serían sus formas “auténticas” y “verdaderas”, supuestamente inconciliables con sus versiones actuales–. Reich supo mostrar la esencia capitalista del nacionalsocialismo. Deleuze y Guattari, por su parte, han logrado poner al descubierto los rasgos cínicos de un sistema social que, ocultándose tras la máscara de la publicidad y la libre opinión, se pretende respetuoso y democrático. Aquí reside la razón por la cual, como podemos apreciar en ¿Qué es la filosofía?, el pensar filosófico se resiste a ser reducido a una teoría de la comunicación al mismo tiempo que la verdad escapa una y otra vez a las redes del consenso. El pensamiento deleuzo-guattariano retoma la apuesta planteada por Marx en su célebre Tesis XI y, en cierto modo, la eleva: se trata de crear conceptos, se trata de “hacer teoría”; y ello, con fines revolucionarios, es decir, como parte de un movimiento plural, activo y heterogéneo de transformación de la realidad que es nuestra realidad y que lleva el nombre de “Capitalismo”. El concepto de agenciamiento –que asoma con timidez en las páginas finales de El Anti-Edipo para luego convertirse en el concepto clave de la obra deleuzo-guattariana– nos permite dar cuenta de los ensambles maquínicos entre ese psicoanálisis desterritorializado que viene a ser el esquizoanálisis, las máquinas deseantes que son siempre y en cada caso “mías” y una máquina revolucionaria que solo puede constituirse efectivamente mediante un rizoma de alianzas entre diferentes sectores minoritarios; o quizá sea mejor decir menores, es decir, que producen minoría, que se sustraen a las identidades normalizadas y que se plantan frente a las tecnologías de subjetivación hegemónica, es decir, que se desterritorializan, que se filtran como hormigas –como en las experiencias alucinatorias confesadas en Mil mesetas (Deleuze y Guattari, 2013b)– por las grietas de las clases y los partidos precisamente en la medida en que son políticos por excelencia, o sea, en cuanto ya no se trata de “individuos” o “grupos de individuos” recortados de la esfera social y que se propondrían actuar sobre ella sino que se hallan ya siempre articulados en una trabazón indisociable con una multiplicidad de ámbitos; y esto, a su vez, de manera tal que solo pueden manifestarse a través de lo que Deleuze y Guattari (2013b, 13, trad. nuestra) llaman “agenciamientos colectivos de enunciación” y que, más que enunciar, anuncian o anticipan un posible por venir, un acontecimiento revolucionario.
Con lo que volvemos al principio, que ya es un nuevo principio: quien dice “yo”, quien se hace cargo de lo que dice o, más bien, carga con ello y pone su firma, no es “uno”. Es, por el contrario, una multiplicidad. Siempre una manada, siempre un grupo-sujeto, siempre una máquina de guerra que se planta –como en aquella canción de Björk (1995, 1)– a la manera de un ejército. No se trata de “hablar por los otros” –lo cual supondría una escisión ontológica y, desde el punto de vista de la ética, un sutil acto de indignidad sobre el cual he de volver enseguida–. Se trata de que “uno” es ya siempre “otro” aunque no, necesariamente, un “extraño” o un doble monstruoso, un Mr. Hyde, la suma de nuestros horrores subterráneos que pugna por emerger desde el fondo de nuestra conciencia. Esa dimensión de otredad, inherente a la identidad que cada uno es y constitutiva de ella, es un agenciamiento de marcas y de gestos, de huellas y de traumas, de imágenes y de voces. Pero decir que es “inherente” y “constitutiva” resulta aún insuficiente y, en cierto modo, engañoso. Daría la impresión de que estuviésemos hablando de algo previamente existente, ya dado, a lo que se le integraría –uniéndosele de forma inextricable, instalándose en su suelo originario– el elemento “extranjero”. Como si yo no pudiese no abrirme a otros, como si existir fuese un permanente estar-abierto-a-otros que, de un modo u otro –entrando o saliendo, permaneciendo o ausentándose, yendo y viniendo, invadiendo o anunciándose– habitarían mi “interioridad”; es decir, como si yo fuese un territorio bien definido y en el que, además de una población nativa, siempre habría inmigrantes, pasajeros o visitantes de ocasión, que oscilarían entre asentarse y “formar parte” de lo que soy o simplemente recorrerme, afectarme y luego partir, como quien vuelve a su casa. Pero no. No es esto lo que pasa.
Decir que “yo es otro” significa, a fin de cuentas, que ya no hay “yo” ni “otro”. Que bajo el nombre “Odradek”, en uno de sus cuentos más escalofriantes, Kafka (2020) supo cifrar el gris secreto que nos conmueve. Una singularidad que parece rota y, sin embargo, no lo está (recordemos aquel axioma, gloriosamente vitalista, de que las máquinas solo pueden funcionar estropeadas); una maraña absurda de hilos diversos y de todos los colores (una vez más, el agenciamiento o la composición rizomática de heterogeneidades) que, sin embargo, se halla aparentemente, completa (no hay falta ni carencia estructural; las máquinas deseantes que nos componen, de las que estamos hechos, se bastan a sí mismas); siempre en el límite entre ser algo o alguien, de origen y fin desconocidos, cuyo desplazamiento constante y nunca lineal implica siempre un retorno, un “regreso al hogar” que es siempre una vuelta a los rincones o a las zonas de paso de una casa que (si hacemos caso a Deleuze y Guattari, 2013b) no preexiste, una vuelta que es un ocultarse o un estar-dispuesto a partir nuevamente. Un ritornelo...
4. Conclusión/Despedida.
Como Odradek, uno parte de golpe y casi al mismo tiempo que ha llegado o, mejor dicho, en un acto indiferenciable. Volver, partir... ¿cuál es la diferencia? Irse, ¿no es acaso volver? Para volver, ¿no es preciso irse? Al fin y al cabo, solo hay un movimiento puro que vivimos como partidas o llegadas a la vez que descubrimos, por debajo de la historia o en sus márgenes, el flujo amorfo de un devenir que nos arrastra y nos hace pasar de un agenciamiento a otro –incluso, y muy especialmente, cuando estamos inmóviles y, burlándonos de toda percepción posible, más abiertos al caos y más desterritorializados–. Se puede, en este sentido, sentir esa turba que nos compone, esas líneas que se anudan y se enredan para desatarse y otra vez enlazarse, las configuraciones posibles que Edipo reprime y sobre las que impone, hoy más que nunca, su yugo metafísico. Llamamos “esquizoanálisis” al devenir-revolucionario que tiene lugar entre la teoría y la práctica, entre el pensamiento y la acción, entre el ser y el hacer. Llamamos “esquizoanalista” a quien libra un combate muy particular, a saber, a quien lleva a cabo la mind guerrilla (Lennon, 1973, 1). A quien descubre que decir “quien” es ya una humorada... Como sea, y en la medida en que hay ciertas regularidades inevitables (saludar, dar los buenos días, participar de la vida cotidiana...), solo queda replegarse –en una fuga más próxima a las de Mao que a las de Freud– y, tras la máscara que ofrecemos o que se ofrece sola, juntar fuerzas, unir vectores, anudar vínculos, volverse menor y a la vez múltiple, dejar de estar sujeto para devenir-colectivo...
No hay en estas palabras –a esta altura ya no tendría que aclararlo, pero más vale ser precavido– ni una exaltación de la individualidad ni una promoción del hedonismo (aunque es preciso seguir diciendo “yo”; aunque el goce es clave e irrenunciable desde el punto de vista político). No hay un programa esquizoanalítico, lo sabemos. No disponemos de una fórmula. Tampoco de un método cuyas reglas, escrupulosamente seguidas, nos garanticen el acceso a la verdad. Y, sin embargo, se requiere un cuidado extremo. Una vez que sustituimos el ser por un proceso de producción universal y una vez que reemplazamos los entes por máquinas, solo cabe experimentar, hacer toda clase de pruebas: conectar, desconectar y reconectar todo lo que haga falta hasta sentir que ello funciona o, lo que es lo mismo, hasta sentirse funcionar. Para eso hay que saber jugar, desde ya, como resaltaba Moura (Virus, 1984, 2) –pero en el juego, recuérdese a Nietzsche, nos topamos con lo más serio y hacemos frente al mayor de los peligros–. El esquizoanálisis crece en los márgenes de la sociedad y en las grietas de lo absoluto. Se desarrolla en las fisuras que crea. Horada los modelos estereotipados de subjetivación aunque con la precaución necesaria para que la Muerte (o a veces algo peor) termine por imponerse.
Todo esto, siempre en términos políticos. Siempre como militancia. Si me preguntan, si me piden que simplifique las cosas al extremo, les diría: hacer esquizoanálisis es “introducir el deseo en el mecanismo, introducir la producción en el deseo” (Deleuze y Guattari, 2013a, 29, trad. nuestra) y, de esa manera, acceder al corazón mismo de la política. Un esquizoanálisis neutral, aséptico y sin compromisos es lisa y llanamente imposible. Prestemos atención y notaremos que su teoría no es otra cosa que el grito de los órganos aplastados, los cuerpos sometidos y las personas explotadas. No hay que pensarlo como una aplicación del marxismo al psicoanálisis ni convertir al psicoanálisis en un complemento del marxismo. Me atrevería a decir, más bien, que es psicoanálisis desterritorializado –retomo una expresión utilizada anteriormente– para un marxismo desterritorializado (Spinelli 2023b)–. O quizá sea el cruce, sin más, de dichas desterritorializaciones.
Dejé algo pendiente y lo retomo al final, porque así vuelvo a empezar a presentarme y a despedirme. Es indigno hablar por los otros porque eso significa segregarlos, excluirlos, declarar que son ajenos a “mí” –sea lo que fuere ese “mí”– y que solo puedo hacer algo por ellos en cuanto se hallan a conveniente distancia –bien lejos, o al menos lo necesario, en un estrato o piso inferior, allá abajo–. Es hora de que yo, al volver sobre mí, me deshaga; es hora de que desmonte los ensambles forzados, las constricciones maquínicas, las estriangulaciones deseantes. El esquizoanálisis, en este sentido, es una nueva forma de praxis emancipatoria –siempre una experimentación sin red, siempre una intervención urgente, siempre un arreglo–. Teoría y práctica se tornan indiscernibles: las palabras se unen y conspiran maquínicamente (Meneses Carvajal y Castillo Reyes, 2020) a la vez que los cuerpos discurren, hablan en su propia lengua, se manifiestan. Pero el esquizoanálisis no se limita a la destrucción o al formateo de las subjetividades normalizadas, de los “sujetos sujetados”, de los estereotipos a través de los cuales se produce y reproduce la hegemonía. Se trata de abandonar el negocio de las interpretaciones y la infantilización de la infancia como clave existencial... y económica, en el más amplio sentido del término. De incurrir, entonces, en un pragmatismo –como el propugnado por Guattari (1992) en Caosmosis– que es más bien propio de mecánicos: veamos de qué se trata esta máquina, este complejo de máquinas, y hagamos que entre en funcionamiento. De atender, en suma, a la diferencia de régimen que permite distinguir entre “máquinas deseantes” y “máquinas sociales” pero –esa es la principal advertencia que Deleuze y Guattari (2013a) formulan en El Anti-Edipo, y a la que no se le ha prestado la debida atención– siempre teniendo en cuenta que hay una identidad de naturaleza, es decir, que en primera o última instancia (variando la perspectiva como nos enseñó Aristóteles) solo hay máquinas. Y es menester que la teoría de las máquinas deseantes y la teoría de las máquinas sociales se unifiquen –a través del agenciamiento como hilo conductor– en una teoría general de las máquinas –tarea a la que espero, desde 2023, dedicarle unos cuantos años de vida y de trabajo. Que, en cierta forma, no es más que decir lo mismo en distintos idiomas.
Sí, las máquinas están en todas partes; y, con ellas, lo molar y lo molecular. Así como no hay máquinas esencialmente sociales o deseantes tampoco las hay esencialmente molares o moleculares. Si la primera tarea positiva del esquizoanálisis consiste en acabar con todo lo que haya que acabar para que las propias máquinas funcionen, la segunda tiene que ver con hacer que el esquizo se vuelva revolucionario –o, con más precisión, que el proceso de producción que Deleuze y Guattari (2013a) bautizan con el nombre de “esquizofrenia” se transforme en una insurrección tanto a nivel del deseo como en el plano social, tanto en lo micro como en lo macro: ni el enano fascista interior ni la bestia fascista en el Estado. Que las máquinas funcionen para estar en condiciones de emprender esa fuga revolucionaria que es en sí misma un contraataque y un reacomodamiento, una reorganización de las fuerzas.
Es por eso que Guattari (1989), en una coyuntura histórica crucial, ponía el acento en un análisis que, en vez de leer e interpretar síntomas a la manera tradicional, se abocara a la construcción de subjetividades divergentes, irreductiblemente heterogéneas, y a la invención de nuevas rutas existenciales. Seguir diciendo “yo” y “tú”, eso está muy bien y es, o puede ser, muy divertido; pero, simultáneamente, en la medida en que el deseo se abre paso a través de sus líneas de fuga, experimentar las multiplicidades que bullen bajo nuestro “yo” y que se abren, se enredan y se alían con las que se agitan tras el “tú”: esa es la apuesta esquizo. “Mis” multiplicidades en conexión con las “tuyas”, con las “suyas”, borrando los límites –recordemos una vez más El Anti-Edipo– entre el plano interior y el plano exterior, entre “yo” y “los otros” (Deleuze y Guattari, 2013a). Y si creemos que todo esto es muy abstracto, una vorágine confusa y anárquica de la que nada bueno podría esperarse, quizá sea útil que nos remitamos a la genial confesión que da inicio a “Rizoma”: “El Anti-Edipo lo escribimos a dúo. Como cada uno de nosotros era varios, en total ya éramos mucha gente” (Deleuze y Guattari, 2013b, 9, traducción nuestra).
Y si Félix más Gilles no nos da dos (en caso de que queramos sumar “personas”) ni tampoco cuatro (si intentásemos sumar “manos”) imaginemos, por un instante, una suma más audaz y un rizoma más desbordante, una proliferación incontrolable de cuerpos y sombras, de goces y malestares, de vivos y muertos. Imaginemos que nosotros, los pobres descubrimos un buen día que somos muchos más que los que creíamos ser –que somos quienes se han ido y quienes muy pronto vendrán; quienes desaparecieron y quienes han retornado; quienes cayeron y quienes se alzaron; quienes vieron desvanecerse sus sueños y quienes elevaron un puño victorioso–. Que despertamos y comprendemos que nosotros somos nosotras y que la pobreza a la vez es olvido, represión y padecimiento más allá de las fronteras. Que pobres, al fin y al cabo, refiere a un haz de vidas y de pueblos, de géneros y de etnias, de grupos y de tribus. Y que es hora de gritar ¡Ya basta! y de luchar “por un mundo donde quepan muchos mundos, un mundo que sea uno y diverso” (Le Bot, 1997, 22).
Un mundo así, hay que crearlo.
Imaginémoslo o, mejor dicho, deseémoslo, y “el mundo será este” (Lennon, 1971, 1).
Sin ánimo de ensoñación, sin lugar para la quimera.
Desear es hacer, es construir, es producir lo real (Sibertin-Blanc, 2010). Y estamos seguros –junto con Deleuze, Guattari y otros compañeros de ruta– de que el capitalismo puede sobrevivir a las manifestaciones de interés pero nunca, jamás, a las manifestaciones de deseo (Fernández Parmo & Spinelli, 2023a; Fernández Parmo & Spinelli, 2023b; Fujita Hirose, 2021).
Deseemos, entonces, su fin.
Referencias
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Notas