Resumen: El presente trabajo se pregunta por la supuestamente natural correlación entre libertad y paz, dos de los valores supremos para la convivencia tanto estatal como interestatal (y con ello por la coherencia normativa de los mismos). Tomando como objeto de análisis la grandeza de Atenas tal y como aparece desarrollada en la obra del gran rétor clásico Isócrates, la conclusión a la que se llega es dramática para dicha convivencia. La libertad, en efecto, al producir naturalmente hegemonía, se muestra más afín a la guerra, de la que obtiene más potencia y por ende más grandeza, que a la paz, y muestra en ese magno ejemplo la fragilidad constitutiva de los sueños con los que los seres humanos damos forma a un mundo mejor.
Palabras clave: Isócrates, Atenas, grandeza, libertad, paz, guerra.
Abstract: The present work asks about the supposedly natural correlation between freedom and peace, two of the supreme values for both state and interstate coexistence (and thus about their normative coherence). Taking as a object of analysis the greatness of Athens as it appears developed in the work of the great classical rhetor Isocrates, the conclusion that is reached is dramatic for such coexistence. Freedom, in fact, by naturally producing hegemony, is more akin to war, from which it derives more power and therefore greater grandeur, than to peace, and shows in that great example the constitutive fragility of dreams with that human beings shape a better world.
Keywords: Isocrates, Athens, Greatness, Freedom, Peace, War.
Editorial
LA GRANDEZA DE ATENAS Y EL PROBLEMA DE LA PAZ EN ISÓCRATES
Recepción: 1 Diciembre 2019
Aprobación: 1 Abril 2020
Democracia y paz, dos de los ideales humanos más universales, ¿son compatibles siempre y necesariamente? La pregunta, para el sentido común, quizá sea insoportable y antes que nada por redundante: ¿qué sería de los seres humanos si no pudieran conciliar sueños que se presentan ante los ojos de su espíritu como el alimento y las ganas de comer ante los de su cuerpo? Mera prolongación la una de la otra -y no son ellas solas, añadirá el sentido común, aún agraviado- es poco: es la misma y única línea con la que dividimos nuestra existencia y completamos la humanidad. Al autogobierno de cada pueblo siguen como su sombra a escala internacional las pacíficas relaciones entre pueblos que se autogobiernan: el sentido común levanta acta ahí de su profesión de fe kantiana.
¿Se revelará la razón igual de entusiasta ante la paulatina concreción del progreso tal y como le mueve los hilos el ilustre hijo de Königsberg? ¿Sabrá la experiencia más que tan celebrado sabio y musitará en los oídos de aquélla alguna verdad que ofenda tan arraigada creencia? ¿Y será capaz de asimilarla sin que tiemblen los pilares de la tierra?
La concepción de Isócrates de la grandeza de Atenas facilita a la razón el acceso a una nueva verdad sin siquiera tener que pedir personalmente consejo a la experiencia: le basta al respecto con la invocada por el longevo rétor ateniense en sus argumentos. Intentaremos exponerla, en primer lugar, acarreando los materiales que conforman dicha grandeza y trayendo a la luz la criatura oculta en su noche: la hegemonía. Pasaremos después revista a lo que dice Isócrates sobre ella contraponiéndolo a lo que creemos que en realidad piensa y a lo que políticamente es, lo que supone desvelar otras criaturas ocultas. De ahí será sencillo deducir la trabajosa relación a que dan lugar democracia y paz. El resultado envolverá al lector en una atmósfera más pesimista de la relatada por aquél, mas nos esforzaremos por retenerlo más acá de la desesperación.
Desde su nacimiento parecía un juguete con el que un buen número de dioses quería jugar. Atenas, se diría según algunos de sus apologetas -no todos ciudadanos suyos-, podría haberse fundado en el Olimpo y residir allí, dadas las perfecciones sobrehumanas con las que desde casi sus primeros vagidos anunciaba la valía de sus acciones, ésas que un día le harán ganarse el derecho a ser diosa. Y no habría desentonado2 . Como el sabio estoico de Zenón, medalla de oro anunciada allá donde compita3, la grandeza de Atenas no abarcó un único campo del quehacer humano, sino que se forjó en todos ellos: maestra en artes, instituciones, cultura, valores, gestas, su nombre ondeó por ello en las torres más altas de la fama. No obstante, no vamos a seguir a Isócrates en un itinerario que repite en ocasiones diversas, y sin apenas abandonar el territorio marcado desde el principio, a lo largo de su vida, sino que nos limitaremos a resumir el catálogo de bienes que integran el tesoro, del que sólo analizaremos más en profundidad el dedicado a la constitución de Atenas; es cuanto requiere nuestro propósito en el presente estudio.
Conviene empero recordar aquí que explicitar la grandeza de Atenas no constituye la finalidad del Panegírico4, consistente en “aconsejar la guerra contra los bárbaros y la paz entre nosotros”, los griegos5; y como en esa guerra debe haber un jefe que los guíe, el recuento de las razones de su gloria es el modo de persuadir a todos de que sólo ella puede y debe serlo. La grandeza de Atenas es a la vez, pues, explicación y justificación de su necesaria hegemonía.
El idilio de Atenas con la historia empezó ya desde sus orígenes, por su condición de autóctonos: ese siempre estuvimos ahí con el que el nacionalismo ensangrentará más tarde la historia, que apunta a un pueblo puro, sin mezcla de razas, y cifra en eso su superioridad sobre los demás; sólo ellos de entre los griegos son habitantes originarios de la tierra que habitan; sólo ellos se hallan en grado de aspirar a una unión, se diría, mística con ella y a llamar “nodriza, patria y madre” a la ciudad que operó el milagro de una conexión así entre tierra e individuos6.
Con todo, la grandeza ateniense se configura con elementos de índole muy diversa, mitológica e histórica, que se añaden al factor étnico aludido y ocupan el máximo espacio al explicar su formación. Sus méritos se repartieron en forma de beneficios para los demás pueblos griegos, a los que procuró desde su supervivencia física con la invención de la agricultura hasta la supervivencia espiritual para los iniciados, la inmortalidad, con los Misterios de Eleusis: dos regalos en uno en cuanto vinculadas ambas supervivencias a la misma diosa: Démeter7 .
Súmense a ello los derivados de la fundación de colonias, que permitieron respirar de nuevo a las ciudades griegas bajo yugo persa devolviendo a sus horizontes el color de la esperanza; o los de las leyes y la libertad, que ponían fin a un inframundo en la tierra, unciendo a tan dulces yugos a multitud de compatriotas dispersos, atemorizados y oprimidos por el puño de los tiranos, ofreciendo a los antiguos esclavos el espejo de su constitución a fin de mirarse en el modelo más perfecto de devenir ciudadanos; o los de los valores en grado de diferenciar entre las calamidades humanas las producidas por la ignorancia, que es menester combatir, de las engendradas por la necesidad, a las que hay que soportar, fijando de este modo los lindes por los que la acción sepa moverse a voluntad; o los de los espectáculos y acontecimientos culturales, que también facilitaban a las grandes masas la oportunidad de ser y sentirse griegos, de rememorar lazos comunes y renovar pactos de hospitalidad, y en los que Atenas competía con cualquiera de las festividades panegíricas en esplendor y superaba a todas en calidad, ya que a las ceremonias en las que prevalecía el músculo sobre el espíritu propios de aquéllas -las Olimpiadas, recuérdese, eran las principales- añadía aquéllas en las que prevalecía el espíritu sobre el músculo, como el teatro y las artes en general, entre las que cabe contar los dominios de la elocuencia y el intelecto, es decir, el de los discursos: precisamente el mejor criterio disponible para diferenciar al sabio y al libre de sus opuestos exponiendo el triunfo de la buena educación, límite que ni el poder ni la riqueza logran fijar. O, en fin, los de las gestas militares, que eran, antes de producir semejantes efectos - condensados en nombres epónimos de la gloria ateniense como Maratón o Salamina, aunque ésta fue más griega-, gestas morales, ya que los soldados atenienses, enfatizaba Isócrates, acudían al combate pensando más en ayudar a los débiles contra el propio interés que en aliarse con los fuertes para cometer injusticia8 .
La fuente de tan fecundo manantial de bienes fue, lógicamente, la constitución, “el alma de la ciudad”9, que enhebra con un único hilo normativo toda la conducta humana, leyes y costumbres, tradiciones y prácticas, cuanto, en fin, según Isócrates, funda a la comunidad en una sola memoria y la proyecte unida hacia el futuro.
Esa constitución que hoy yace en peligro casi mortal bajo el fuego de la propia potencia ateniense, simbolizada en su señorío sobre el mar10, y que es menester reinventar imitando a los grandes antepasados: a los Solón y Clístenes11 .
En la Pátrios Politeia, como se conoce a dicha constitución, ni democracia, ni libertad ni igualdad eran, como en cambio hoy sucede, palabras vacías. Ni tampoco la felicidad, a la que aquéllas propendían una vez convertida la conducta de los ciudadanos en provincia de la virtud. La clave de bóveda del entero sistema era la igualdad, pero no la aritmética, sino la geométrica, esto es, no aquélla que repartía los bienes políticos entre los ciudadanos sin ningún distingo, sino aquélla que para asignar un cargo público unipersonal miraba antes los méritos de los posibles candidatos a ejercerlo. Eran los mejores, no cualquiera, los elegidos, y por lo tanto no era el sorteo quien decidía (sujetos que habían aprendido a trabajar duro, a ganarse así su existencia sin desear los bienes ajenos, privados o públicos, eran quienes hacían posible que un sistema tan perfecto fuera tan llevadero)12.
El pueblo, por su parte, tiene su lugar claramente especificado en la constitución, pues, si bien no legisla, elige, castiga y juzga, facultad esta última que comprende el control del poder, esto es, enjuiciar, y en tal caso absolver o castigar, a los que desempeñaron las magistraturas unipersonales, valorar si quienes aparecían como los mejores antes de ser designados para un cargo público -disponían de “tiempo y medios suficientes”13 - estuvieron durante su mandato a la altura de las expectativas inscritas en sus méritos. En suma, era, al decir de Isócrates, el amo de los mejores14 .
El sistema político se prolongaba en un sistema social dominado por las tradiciones, tanto en lo tocante a la religión, donde la piedad, en lugar de revestirse con los oropeles del fasto, exhibía frugalidad, cuanto a las relaciones interindividuales, que no presidía ni la envidia de los inferiores hacia los superiores ni el desprecio de éstos a aquéllos, sino el respeto mutuo, conscientes los primeros de que en la hacienda de los segundos podía hallar, llegado el caso, un refugio, y éstos de la humillación de aquéllos a manos de la pobreza, por lo que se esforzaban a menudo por sacarlos de ese agujero negro social. El buen trato entre ambos polos de la esfera social se acreditaba en la seguridad de las transacciones, la estabilidad de la propiedad y su disfrute por los menesterosos15 .
El sistema político y el sistema social permanecían anclados sobre una institución básica que constituía la auténtica roca fuerte de la Pátrios Politeia: el Areópago. Compuesto por aristoí ahítos de prudencia y virtud se esforzaron por privilegiar las tradiciones frente a las leyes, pues el respeto a aquéllas era, creían, un seguro contra la multiplicación de éstas, y también por encaminar a los pobres hacia trabajos de diversa naturaleza con el propósito de mantenerlos permanentemente ocupados, persuadidos como estaban de que era menester cancelar la línea recta que, trámite la pobreza, conducía desde el ocio a la maldad. El Areópago se convertía por tanto en garante del buen gobierno, de la prestancia de la moral cívica, de la correcta educación de los jóvenes y de la sana administración de justicia16 .
El compendio de elementos constitutivos de la grandeza ateniense desarrollado hasta aquí quedaría sin embargo cojo si no la considerásemos en relación con la intención manifiesta de la obra (procurar la concordia entre los griegos como paso previo al ataque contra los persas17), e igualmente, como se verá, en relación con la metodología mediante la cual llevarla a cabo: valerse de la persuasión en el primer caso y de la constricción en el segundo18 . Así, la pregunta es excepcionalmente sencilla, no ya en su planteamiento, sino en su respuesta: ¿cuáles son las consecuencias políticas de dicha grandeza? ¿Y cuáles podrían ser, responde Isócrates, cuando los griegos se topan con una potencia igualmente helénica agraciada por los dioses y la naturaleza desde su cuna19, que luchó por ellos hasta crearlos por segunda vez aun a costa de sus propios intereses, que elevó a canon los productos fruto de sus variopintas relaciones con las más heterogéneas de las artes, que hacía ya ciencia cuando otros aún recurrían al mito, que navegaba por los mares como si los hubiera inventado ella y por eso sus enemigos parecían disolverse ante su vista por numerosos que fueran, etc., y que todo ello no era sino la respuesta forzosa dada por su voluntad a su constitución? Una constitución, añadamos, con la que había plasmado el modelo a imitar por sus aliados. Demasiados méritos juntos como para no recabar justicia.
La respuesta tiene dos partes: la primera es que el prestigio de Atenas ocupó todo el cielo de Grecia antes de volar por todo el cielo; la segunda, la naturalidad con la cual dicho prestigio debía obtener su renta política: la hegemonía. Que, en efecto, le había sido graciosamente otorgada por los griegos en diversas ocasiones en el pasado, una idea ésta muy presente en la mente helena, por cuanto el orador la compartía con otros oradores, como Esquines20 .
Así pues, tropezamos aquí con la primera paradoja del discurso de Isócrates: lo que la grandeza ateniense desvela es la hegemonía (en sí paradójica también si comparamos su naturaleza real con la esgrimida por él), que ni requiere reclamarse como derecho ni, menos, imponerse como poder, porque la aquiescencia helena la transforma en gracia. De lo que se trata ahora, por tanto, es de investigar la naturaleza y alcance de dicha gracia, dado que también nos aparece otra cara de la hegemonía, la que se debe usar frente al enemigo persa, más en consonancia con lo que la experiencia dicta de ella21 .
Hemos visto ya los hechos que la respaldan: una ciudad privilegiada desde sus orígenes y en sus fundamentos que se ha jugado la vida por que la Hélade no perdiera la suya y erigida a lo largo del tiempo en hontanar de beneficios para ella; magnífica por su cultura, con la que ha permitido agraciar la convivencia de las restantes póleis con los dones del orgullo y el bienestar; y enmarcada su práctica en una Politeia -musa para tantas otras- que al racionalizar y moderar a ricos y poderosos de un lado, y al empoderar mediante la prudencia y la templanza a necesitados y débiles de otro, ostenta el sello de la buena constitución y ha permitido al pueblo por ella ordenado traspasar los umbrales de la gloria. Frente a un gigante así entre ellos, los demás griegos, empequeñecidos, acuden solícitos a depositar en el trono de aquél la corona, digámoslo así, de su soberanía.
Pero observemos la escena desde los ojos del gigante. ¿Cabría en su cabeza una reacción distinta, esto es, habría algún escape para la voluntad de los demás helenos de que su libertad actuara no movida por semejante necesidad? El gigante llega al foedus con una imagen de sí mismo probablemente idéntica a la que los enanos tienen de él, es decir, la de un superhombre al que la historia, de haber podido obrar milagros, en determinado punto de su devenir habría debido trasladar directamente al Olimpo, pues incluso ha dejado entre los helenos una herencia más rica que la de los otros dioses22. Porque, precisamente, la convicción de un pueblo incomparablemente superior a los otros es el segundo aspecto, junto al de la hegemonía, al que se halla conectado como la causa a su efecto, alumbrado por la grandeza ateniense: los hechos realizados y el prestigio extraído de ellos sirven de prueba objetiva para todos23.
Ahora bien, si las partes coinciden en la imagen sobrenatural de Atenas, ¿puede prolongarse dicha igualdad en el foedus que sanciona la hegemonía de aquélla? Dada la manifiesta buena voluntad de Atenas, que conforma en parte su grandeza al decir de Isócrates, sin duda sí; después interrogaremos sobre eso a los hechos que el orador precisamente aspira a reconducir con su discurso, pero por ahora limitémonos a indagar en ese sí. Isócrates se quejaría seguramente de que hablemos de pacto, dado el aparato formal que implica, cuando para él se trata de un simple homenaje voluntario a la magnitud de Atenas la cesión de poder inherente al reconocimiento de su hegemonía. No obstante, permítasenos por un momento prolongar su queja, al menos mientras exponemos la previsible reacción ateniense en esa situación.
Atenas, que se ha autorrevelado gigante con su grandeza, que no está dispuesta a que se la desplace del pedestal, y que conoce por su constitución cómo la igualdad a tener en cuenta en política es aquélla en la que la justicia ratifica al mérito como titular del poder, el que sean los más dotados los encargados de ejercer las magistraturas unipersonales, experimentaría un profundo sentimiento de ingratitud, con su séquito de desconfianza incluido, si sus gestas y demás méritos permanecieran sin la recompensa de la hegemonía, por lo que para ella las cláusulas del pacto deberían antes de nada determinar a qué le daba derecho dicho reconocimiento. El huevo de la serpiente de la superioridad que da naturalmente derecho a la fuerza para transformarse en dominio se ha incubado así en su pecho y se volverá una fortaleza inexpugnable en sus creencias en tanto su corazón y su mente nutran la idea de justicia expuesta y la apliquen sin más a cualquier contexto. Para ella, por tanto, la cesión de la hegemonía debería refrendarse en un pacto: en el pacto que ratifica la real renuncia a la soberanía operada por los demás griegos.
Para éstos, en cambio, paradójicos discípulos coyunturales del ateniense Isócrates, con su reconocimiento de la hegemonía darán mucho menos de lo que creen haber recibido -o mejor, de lo que objetivamente tienen derecho a recibir- los atenienses; para ellos resultará impensable un simple cambio de amo, o peor, el azote que supone titularse esclavos de su libertador. De ahí que su soberanía permanezca intacta24 en sus convicciones y que la cesión de poder sólo represente, desde el punto de vista político, un paréntesis en su propio autogobierno forzado por el contexto, aun cuando desde un punto de vista cultural rendirse al prestigio del rival ahora amigo pudiera subyugarles de manera permanente25 .
¿Y qué significaría entonces una supuesta soberanía otorgada? Que las póleis, a las que Isócrates nunca imagina conformando una unidad política, y que por ello actuarán cada una en función de sus propios intereses26, de pronto se han tropezado con un interés común sobre el que acordarse, y que las creencias, opiniones, inclinaciones, afectos, gustos que lo respaldan en cada una de aquéllas son asimismo mayoritariamente semejantes o idénticas; que ese interés puede tener un administrador principal que diseñe la estrategia política colectiva, incluida la guerra; que existe por tanto una especie de solidaridad natural que refuerza al conjunto; que debe haber elementos compartidos entre los miembros, asimismo naturales, que impulsen tal solidaridad; que hay, pues, una suerte de igualdad prepolítica que será respetada en una supuesta alianza -si omitimos hablar de pacto-, que sustrae a las diferencias, la de potencia comprendida, el derecho a la humillación; y, por no alargarnos más, que los conflictos entre los miembros de la alianza deben ser mínimos y a los que surjan se dará una pronta y sencilla resolución.
Según cabe apreciar, los posibles puntos de vista de las partes se hallan lo bastante lejanos entre sí como para dar vida a esa criatura amorfa y espuria, una máscara con la que se escamotea la realidad y la naturaleza de la cosa al tiempo que se divulgan ilusiones y prejuicios, que responde al nombre de soberanía otorgada. Antes de escuchar la voz de los hechos sobre la misma, algo que pronto sucederá, recordemos que el descrédito y el odio que hoy en día27 sufren los atenienses a manos de los demás griegos significa -haya guerra o no- que una posible unidad entre ellos derivará de la correlación de fuerzas en lugar de una historia legendaria vivida por uno y glorificada por todos, como manda por tanto el nudo interés y no el olvido por recordado que esté o por mucha púrpura con la que se revista: derivará de una potencia que mediante la violencia ha impuesto sobre las demás su hegemonía28 . Su mera existencia es ya señal de desunión y de conflicto. Y puesto que vemos que a la misma no es inherente la paz, aunque sí puede serlo la democracia, bien que no sea del gusto de Isócrates, veamos si al menos por esa vía la paz puede aferrarse a aquélla.
Empero, lo que de momento nos ha quedado claro hasta aquí es el surgimiento de una nueva paradoja vinculada a la existencia misma de la hegemonía: al irrumpir en el mundo al socaire de la grandeza, y favorecida por la imagen de pueblo sobrenatural con la que Atenas se mira a sí misma, ella traía en sus bajos fondos, merced al dominio que implica, un secreto descorazonador para Isócrates, al punto de no reconocer jamás su paternidad: la necesidad de transformar al griego en persa para el griego: en potencial enemigo permanente.
Una democracia hegemónica era una realidad natural en la historia griega, como lo seguirá siendo después; no es, pues, con la democracia con la que tiene que vérselas la hegemonía, si bien al estar vinculada a la potencia y no ser ésta patrimonio exclusivo de un régimen político determinado se sentía asimismo a gusto con otras formas de organización política. Por otro lado, en una alianza o liga entre potencias, la hegemonía permitía a la autonomía sobrevivir en parte, al no exigir necesariamente la capitulación completa de las demás soberanías ante la suya. Empero, por implicar dominio, esto es, por usar la fuerza según su criterio en función de una situación dada, la hegemonía chocaba con mayor o menor violencia con el proyecto de Isócrates de aunar a los griegos en la guerra contra el bárbaro. La armonía -unidad y paz- pretendida entre las potencias constituía en sí un desafuero jurídico y una ofensa moral a la potencia política hegemónica, el proyecto con el que la creencia en una sustancia panhelénica natural trasladaba su pesadilla utópica a la realidad de las relaciones entre el conjunto de sus componentes.
En tal caso, la forzosa pregunta por cómo es posible la paz adquiere el tinte sombrío del sueño irrealizable. Isócrates, cuya ingenuidad le autoriza a creer en su existencia pese a la excedencia de pruebas en contrario, salva el drama mediante una contradicción29 y su creencia en la realidad de dicho sueño requiere tan sólo de una ingeniería institucional cuya complejidad es básicamente técnica, ya que la reforma moral presente en ella -la de dar utilidad a la virtud- se opera asimismo en el interior del ámbito político. Pese a escribirse tres décadas largas después, el referente normativo mediante el cual Isócrates expone sus consideraciones sobre la paz es la Paz de Antálcidas o Paz del Rey, estipulada en 386, que garantizaba autonomía para todos los griegos y un territorio propio para cada polis30.
En los extremos del razonamiento se sitúan la imagen abstracta de una hipotética ciudad feliz, cuyas líneas de fuerza pasan por la seguridad, la abundancia y la armonía de los ciudadanos entre sí, sumadas a la fama que una tal ciudad adquiriría entre los griegos, rasgos todos ellos que derivan de la paz y nunca de la guerra. E igualmente la feroz crítica a la actual política exterior ateniense, que completa con otra de la política interior. Ahí percibimos los estragos morales que la codicia y la ambición han causado entre los actuales atenienses, cómo les han alejado de sus antepasados, cuán profundamente distintos de ellos se han vuelto, cómo el imperio ha corrompido la democracia, etc. Pero, también, que tienen una oportunidad de volver a ser como eran con sólo hacer caso de las recetas que el discurso redentor de Isócrates pone al alcance de sus obras.
La clave de bóveda del nuevo edificio moral en el que se ha de convertir la ciudad es el abandono “del dominio del mar”, genuino agujero negro de las otrora modélicas política y moral atenienses, causa suprema del desorden actual, del naufragio de la antigua y genuina democracia y de la mayor parte de los males que les aquejan, o mejor: “de los males que tenemos y de los que infligimos a los demás”31 . Otro de los síntomas graves de la descomposición ateniense, que enfila el corazón del envilecimiento moral que hoy le aqueja, es el hecho de servirse de mercenarios. Apuntan a una ciudadanía degradada que ya no quiere guerrear, pero sí dominar, e incapaz de corregir los desmanes cometidos por aquéllos, al punto de aplaudirlos al no poder frenarlos32. ¿Quién que amara la ciudad no recordaría contemplando tan turbador espectáculo esa otra Atenas en la que la nobleza, la lealtad, el valor y la solidaridad campaban a sus anchas33 ?
Así pues, la solución de Isócrates pasa por volver a repetir el proceso que a la larga desencadenó la situación actual, al trazar una brutal línea de discontinuidad entre la Atenas celeste y la Atenas terrestre, aquél ser sobrenatural que hablaba de tú a tú con los dioses y producía hombres desconocidos en el resto del planeta euro-asiático y sus desvaídas y errantes sombras de hoy, incapacitadas por su narcisismo, su egoísmo y su ambición de rendir honores a los galones que adornan su nombre.
Isócrates, ya lo vimos, no percibe la real naturaleza de la hegemonía surgida de la grandeza, ni la enemistad innata que crea entre los griegos, como no ha percibido nunca que éstos no representan una categoría antropológica aparte en el interior de lo humano; de ahí que no acepte no sólo la naturalidad de sus hostilidades mutuas, sino tampoco la igualdad con los bárbaros y, menos aún, la supremacía del persa, esa característica política del momento en el que escribe y que, de nuevo, será la razón para que tan coyuntural pacifista exija la guerra con aquél con la misma energía que ahora exige la paz entre los griegos, como si en ambos casos la historia hubiera forzado a la naturaleza a extraviar las leyes que la rigen34 .
Los hechos, en cambio, invitaban a mirar en otra dirección. En ocasiones rebajaban la cacareada superioridad moral de los griegos a la de codiciosos mercenarios que no sólo se vendían al mejor postor, sino que lo hacían sin recular ante diferencias patrióticas que introdujeran excepciones en la norma, y por eso no sólo combatían a sueldo de otro, sino que ese otro por el que combatían era persa y el enemigo al que combatían era griego. Los hechos testimoniaban que en la época aún dorada del imperio sabían comportarse como imperio, y que por lo tanto ejercitaban violencias sin cuento a los que se interponían entre aquél y su perpetuación. Los hechos ratificaban que la vitoreada hegemonía ateniense y la reconocida grandeza que lo respaldaba no eran sin más aceptadas por sus pares más débiles como una fuente de derechos coercitivos respecto de ellos. Los hechos rubricaban que unidad panhelénica sólo la había en casos excepcionales y ante un enemigo poderoso que gustaba saborear en la platea la amenaza que encarnaba para los griegos y coquetear con su desaparición; y que unidad interhelénica la había igualmente ante el enemigo, y que entonces era común que el propio griego fuera el enemigo, siendo semejante comportamiento más norma que excepción. Los hechos, en fin, se inclinaban piadosamente ante el sacrosanto interés de cada polis a la hora de decidir sobre el futuro de la misma sin miramiento que valga ante el suntuoso cadáver de cualquier historia, propia o -mejor- ajena, por venerable que fuera35 .
Cuando ante testigos tan insobornables reaparece de nuevo la cuestión de la posibilidad de la paz, la pregunta se vuelve más fácil de responder: la unidad cultural profesada por los griegos no constituía barrera alguna al estallido perpetuo de conflictos entre ellos y el dominio asociado a la heemonía, aunque dejaba intacta la posibilidad de supervivencia de una democracia y la parcial autonomía de los miembros de una alianza, constituía un enemigo innato de la paz.
Ahora bien, lo que todo ese conjunto de hechos y comportamientos saca a la luz es una nueva paradoja en el razonamiento de Isócrates, la tercera, a saber: que ni la democracia ateniense, ni las restantes potencias hegemónicas griegas, siempre en guerra entre sí o contra el bárbaro, o en ambos frentes de manera simultánea, al serles ajena la paz, son capaces, en la medida de lo posible, de brindar la necesaria protección a los ciudadanos o de blindar jurídicamente la defensa de cada polis . La seguridad personal y colectiva, tanto interior como exterior, por tanto, permanecerá sin tregua en manos de la incertidumbre al seguir a cargo de la eterna opción: la guerra.
Unir a los griegos frente a los bárbaros resumía el proyecto isocrático al que intentaría dar forma desde el Panegrírico; es cierto que el Sobre la Paz o el Areopagítico parecen haberlo olvidado y aun que el primero, al centrarse en la obtención de la paz a toda costa, había renunciado sin ambages al mismo. Pero no lo es menos que la reforma de Atenas que ambos discursos postulan pasa por devolver a la vieja diosa su antigua hermosura, y que una vez seguidos sus preceptos y recuperado su inmarcesible grandeza, que haría de su decadencia actual una lejana pesadilla, la hegemonía volvería a la ciudad de la que nunca debió salir, y la hegemonía, pese a las veleidades de Isócrates, no significaba a la postre sino el reinicio del proceso imperial. Y en ese proceso, recuérdese, unir a los griegos como requisito previo a la lucha contra el persa no era sino la forma edulcorada de imponerse el dominio ateniense sobre los griegos, por mucho que el objetivo común de derrotar al enemigo común envolviera en una aureola de romanticismo patriótico y libertario el ejercicio de la dominación.
Nada prueba mejor la persistencia del ideal militarista de Isócrates que el discurso a Filipo, el poderoso rey macedón, pronunciado menos de una década después de los dos anteriores, en 346, lo que da pie a barruntar que continuara vivo pocos años más tarde, cuando empezó a redactar su última gran obra, el Panatenaico, en la que de nuevo se hace caso omiso de la lucha, aun cuando el elogio de Atenas que esculpe, resaltado por la crítica a Esparta que lo acompaña, no hace sino demostrar que determinado patriotismo es la continuación de la guerra por otros medios. El Filipo remarca la eterna continuidad de la línea política, de la que sólo confía en alterar el papel de los protagonistas mas no su función ni el objetivo final.
Ciertamente, la alteración señalada resulta profundamente reveladora, pues desplazar a Atenas por Filipo significa reafirmar enfáticamente la perennidad de su ideal, ya que para cumplirlo no duda en sustituir a la vieja y ajada diosa por el nuevo y vigoroso héroe. Así, el vínculo que de manera inmanente parecía unir Atenas con la unión panhelénica, que mostraría al tiempo el cualificado poder de su hegemonía y, a la postre, su rol prevalente en la derrota del persa, ha quedado roto para siempre. De hecho, será Filipo quien a partir de ahora se nutra de néctar y ambrosía, pues el elogio del preclaro y poderoso general -es el único al que el poderío de su capacidad, su ejército y sus riquezas avalan para llevar a cabo tan luminosa empresa- no ceja hasta que consuma su deificación36 . Y hay otra circunstancia decisiva en la elección de Filipo como hegemón que encabece el ideal hacia su realización. Las cualidades del personaje, y en ello no es Isócrates el único en caer rendido a los pies del padre de Alejandro37 -y de ahí asimismo la obstinación adversa de algunos detractores38 -, magnificadas por su improvisado hagiógrafo, llevan a la escena una doble consecuencia inmediata y decisiva a la vez: la deificación aludida del rey y la sanción de la monarquía39 como el único régimen fuerte, vale decir: apto para que el ideal no acabe su vida reposando en la región de los sueños. El acto final se diría irreconocible para un griego, pero fue otro, el gran Aristóteles, el que ya señaló que la ley de hierro de la aristocracia concluye revelando el secreto de la misma: la monarquía. Porque, después de todo, remachaba el estagirita, ¿qué impide prolongar un razonamiento que concede el gobierno a los mejores hasta una conclusión en la que el mejor de los mejores prive a los demás por sus méritos del botín del que privaron a la mayoría y que hasta ahora se repartían sólo entre todos ellos? El Rey, un nuevo Gran Rey no persa, era ahora ese mejor entre los griegos como su precedente lo fuera entre los enemigos persas, como enseñara Jenofonte en su obra recién citada.
Ahora bien, combatir al persa luego de reunir a los griegos en un proyecto común, significaba obligar a la grandeza a desvelar la última de sus confidencias íntimas. Si ya fueron apareciendo desde las profundidades de la misma, primero la hegemonía en su sentido real y luego la imagen de una Atenas sobrenatural y su consiguiente conflictividad natural con sus hermanos de leche helenos, ahora llega el requisito último para infundir en el ideal la verosimilitud de un proyecto: la necesidad de un enemigo innato. Y eso es lo que aporta definitivamente el persa. Combatir al persa no es sólo aspirar a dar solución a un problema coyuntural: es una obligación fisiológica de Grecia sin la cual no podrá desplegar con seguridad las alas de su cultura, en el sentido más amplio del término.
El persa, en efecto, aportaba la condición para la unidad helena: que se supieran griegos los griegos y que ese conocimiento obrara el milagro de extirpar o mitigar las divisiones de su espíritu que desgarraban su cuerpo. Ahora lo vemos sumar otra tan imprescindible como aquélla a dicho fin: un enemigo innato, con su sola existencia, exime de la tarea de buscar explicaciones sociales de la guerra; pero además dispensa de buscar urgencias para guerrear. Es una barrera que la naturaleza ha levantado en los lindes de nuestro territorio y que si no la escalamos una y otra vez -no cabe destruirla pues requeriría de sustitución- no podremos ver el mar, pensará un heleno. Y así, gracias a ese enemigo, los griegos no tendrán necesidad alguna de apelar a urgentes problemas defensivos o a amenazas contextuales para un enfrentamiento directo; y por eso las justificaciones morales del propio imperio, la ética casi épica con la que se pretende legitimar una venganza hoy ante una injuria de ayer, los intentos de convertir, por así decir, la historia en derecho para fundamentar una represalia, han devenido puros ejercicios de retórica (por no decir puros discursos de oradores que ambicionan el aplauso).
Merced a la existencia de un enemigo innato cobra sentido pleno la fórmula de unir al griego para combatir al bárbaro. A tal fin, lo que el repentino estratega propone al estratega profesional consiste en esforzarse por reunir a la flor y nata del helenismo - Argos, Tebas, Esparta y Atenas- en una fuerza concorde y ponerse él al frente, ejercer el supuesto soft power de su hegemonía para unificar a la Hélade en su imperiosa lucha contra el enemigo común40 . Cuenta con un aliado excepcional, la situación actual, pródiga en desventuras para las cuatro ciudades, que en la narración de Isócrates es un sencillo ejercicio para explicar cuán fácilmente, estando tan mal, querrán estar mejor. La existencia del enemigo natural facilitará la tarea: las causas de la guerra, aun no siendo tan evidentes, no tienen por qué ser particularmente rebuscadas; a la obtención de fama universal, con su cuota de inmortalidad añadida, o, si saliera mal, de sumo prestigio personal cuando menos en la Hélade; a la certificación de que Grecia se halla preparada para ella; al prurito ideológico de que la libertad disolverá la esclavitud, se añade el que bien podría ser, a nuestro juicio, el objetivo supremo de todos: recuperar la Grecia perdida que sobrevive en suelo hoy persa, a fin de conjurar lo que más pesa en toda alma hechizada por el helenismo, a saber, la mortificación de la actual superioridad de Persia sobre Grecia, la insoportable prueba de la rampante falsedad de la propia teoría, porque el pensamiento supremacista, que alimenta los prejuicios de que se nutre (como el de que un ser cultural y étnicamente superior no puede hallarse en una situación -de bienestar o paz, por citar dos ejemplos-, subalterna a la del inferior, esto es, la propia de la actual relación entre ambos enemigos irreconciliables), propina una tal bofetada de humillación al orador, y a toda Grecia en su opinión, que para su orgullo, su imagen, los proyectos y los ideales que con él teje, resulta literalmente imposible de soportar.
Es la idea imperial de volver a ser lo que se fue, de que Grecia se reencontrara en su sueño, el fin que impulsa el medio de la guerra para ser satisfecho. Filipo, por su papel, se verá elevado hasta ese momento en que la acción divide las aguas de la historia, esa posición virginal, la que con suma claridad vería más tarde Saavedra Fajardo -y que circunscrita al ámbito de la razón de Estado acabaría configurando el arte político41 -, en la que la voluntad, con su decisión, aísla el futuro del pasado aun tratando de reintegrarlo en él: un monarca hegemón al frente de un ejército griego es un prodigio antigriego, y como tal, bajo su mando y bajo las consecuencias de su mando, la Grecia que fue está a punto de perderse para siempre aunque consiga renovarse de otra manera.
Mientras el intento fructifica o fracasa, lo que sí sabemos es que la doctrina isocrática trae a colación una última paradoja: la de que la guerra no pone fin a la guerra (y ello aun si se aniquilara a ese enemigo). Así, y en tanto no se construya una idea no imperial de grandeza en la que refundar la identidad y por ende reorientar la acción, la seguridad personal y colectiva permanecerá adscrita a la incertidumbre, cuyo fuego la hegemonía, la gloria y la producción de enemigos innatos realimentan sin cesar, y ese será su sino en tanto la que selle el final del nuevo ciclo, dando provisionalmente paso al siguiente, el azar o la potencia no la transformen en definitiva. Peligros y amenazas no darán tregua a la vida mientras la guerra camine firme sobre las aguas.
Y, de este modo, acaba cerrándose la parábola que da respuesta, tremebunda respuesta, a nuestro planteamiento inicial: ni la democracia, ni por tanto tampoco los valores que incorpora a su séquito, como la libertad o la igualdad, están comprometidos por ningún pacto de sangre con la paz.