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Sodoma y el barón Haussmann: Por una deslocalización queer
Sodom and Baron Haussmann: Towards a queer delocalization
Revista de Filosofía Aurora, vol. 34, núm. 61, pp. 267-286, 2022
Pontifícia Universidade Católica do Paraná

Dossiê


Recepción: 30 Enero 2022

Aprobación: 05 Marzo 2022

DOI: https://doi.org/10.7213/1980-5934.34.061.DS13

Resumen: La discusión de las políticas culturales del duelo ofrecida por Judith Butler tras los atentados del 11 de septiembre servirá aquí para cuestionar las fracturas sexuales, genéricas y raciales, entre otras, que rigen la inteligibilidad cultural de la vulnerabilidad compartida en contextos pandémicos. Esta revisión de la idea de comunidad se pondrá en relación con el desarrollo de la medicina social urbana explorado por Michel Foucault para deslocalizar la resistencia a los procesos de estigmatización y normalización puestos en marcha por la pandemia del sida para pensar, hoy, las biopolíticas emergentes en nombre del cuidado de la salud colectiva.

Palabras clave: Duelo, Biopolítica, Políticas queer, VIH, Covid-19.

Abstract: The discussion of the cultural politics of mourning offered by Judith Butler after the September 11 attacks will serve here to question the sexual, gender and racial fractures, among others, that govern the cultural intelligibility of shared vulnerability in pandemic contexts. This review of the idea of community will be related to the development of urban social medicine explored by Michel Foucault to delocalize the resistance to the stigmatization and normalization processes set in motion by the AIDS pandemic to think, today, emerging biopolitics in name of public health.

Keywords: Mourning, Biopolitics, HIV, Covid-19.

Como citar: NAVARRO, P. P. Sodoma y el barón Haussmann: Por una deslocalización queer. Revista de Filosofia Aurora, Curitiba, v. 34, n. 61, p. 267-286, jan./abr. 2022.



A la peste responde el orden; tiene por función desenredar todas las confusiones: la de la enfermedad que se trasmite cuando los cuerpos se mezclan. (Michel Foucault).
Todas somos nos/otras. (Gloria Anzaldúa).
"Drastic interventions are reserved for truly dangerous subjects" Is this hyperreal? (Atari Teenage Riot).

Por algún motivo, desde los inicios de la pandemia de Covid-19 me viene ocasionalmente a la mente un comentario de Judith Butler escrito, como de pasada, en el primer capítulo de Deshacer el género: “En las últimas décadas todos (sic)[2] hemos perdido a alguien a causa del sida” (2006a, p. 36). Solo ahora me doy cuenta de que se trata de una variación del que se incluye de una forma, en cierto modo, más fría, en Vida precaria: “En las últimas décadas, todos perdimos algo a causa del sida” (2006b, p. 46, cursivas mías). Tal vez lo recuerdo, me digo también ahora, porque en su simplicidad contienen algún tipo de antídoto contra la desorientación política en el presente contexto pandémico. Con esa intuición en mente, el texto que sigue no es sino un intento de leer esas dos frases de Butler a la luz de la distancia que media entre ellas.

Las políticas culturales del duelo servirán aquí, además, como inspiración para articular un incierto “nosotras” capaz de puentear, como lo expresara Gloria Anzaldúa, las barreras que se erigen entre diversos colectivos estigmatizados por la posición que ocupan en los imaginarios racistas y heteronormativos del contexto pandémicos. En ese camino, las reflexiones desde los márgenes de la pandemia del sida de autoras como Susan Sontag, Samuel R. Delany, Herbert Daniel, Néstor Perlongher e Phen Chiang serán tratadas como una caja deslocalizada de herramientas para la crítica de, al menos, algunos aspectos de las biopolíticas emergentes para el gobierno de poblaciones durante la pandemia de covid-19.

El dilema de la comunidad

Quizá resulte útil, para comenzar, situar ambas frases en contexto. En los dos casos, el comentario formaba parte de una meditación la forma en que la experiencia de duelo expone ciertos vínculos que nos unen a las demás y que, si bien escapan por completo a nuestro control, constituyen una parte irrenunciable de quienes somos. Por ese motivo, argumentaba Butler, la pérdida del otro se confunde con la de nosotras mismas y nos recuerda que estamos deshechas (2006a, p. 38) las unas por las otras. Desde ese punto de vista, el duelo representa un desafío a las declinaciones políticas del individualismo que resultaba tanto más apremiante en el contexto de la reacción patriótica e imperialista a los atentados del 11 de septiembre. Temáticamente hablando, ese momento de la obra de Butler acostumbra a ser leído como un giro desde las políticas de la performatividad de género hacia la ética y, en particular, hacia una ética de vulnerabilidad y la interdependencia. Esa sería, sin duda, una lectura legítima. Desde otro punto de vista se puede argumentar, no obstante, que la crítica cultural de las políticas del duelo ofrecida por Butler no hace sino insistir en motivos filosóficos recurrentes de su “traducción cultural” (2007, p. 7) del postestructuralismo a los estudios de género.

Desde ese punto de vista, dicha crítica no haría sino deslocalizar, en el sentido de desplazar para reiterar en otro lugar[3], la forma en que determinadas performances género — desde la travesti que se sienta a nuestro lado en el autobús, cual Rosa Parks en drag, en “Performative acts and gender constitution” (1988) hasta las butchs y femmes de El género en disputa (2007) — se interpretaban como posibilidad de desnaturalizar el conjunto de ficciones y artificios que, sostenidas por signos corpóreos y otros medios discursivos, llamamos “género”. En el proceso, la performatividad del género nos envolvería en su peculiar cinta de Moebius: “si dicha realidad se inventa como una esencia interior, esa misma interioridad es un efecto y una función de un discurso decididamente público y social” (BUTLER, 2007, p. 266). Desde ese punto de vista, tanto el duelo como el carácter público y social de las normas de género vienen a poner límite a la fantasía de un sujeto plenamente autocontenido y dueño de sí, al exponer los vínculos que nos atan - desde nuestra más íntima “interioridad” -, con un otro al que no elegimos.

Podríamos remontar igualmente la inquietud por las formas en que el sujeto se encuentra siempre ya, de uno u otro modo, fuera de sí, al interés de Butler por la recepción de Hegel por parte de la filosofía francesa del siglo XX. Así lo hacía en Subjects of Desire, donde Butler recorre el largo camino seguido por la dialéctica del amo y el esclavo desde la Fenomenologia hasta el desmantelamiento “definitivo” de su carácter teleológico en el campo proliferante de las relaciones de poder de la biopolítica foucaultiana (1987, p. 221). Baste con observar aquí que, como ya sucedía con las políticas del performativo, la incursión de Butler en la política cultural del duelo huye de todo determinismo. En ambos casos, la experiencia ética de la interdependencia no se ofrece más que, a lo sumo, como posibilidad: ni travestirnos nos convierte, necesariamente, en potencias subversivas, ni la experiencia colectiva de la pérdida bastaría para legitimar cualquier proyecto de reformulación de la vida en común.

Conviene señalar — en segundo lugar y algo más cerca, creo, de los motivos que me llevan a recordarlo — que la palabra “todas” del apunte de Butler se dirige a una audiencia que no resulta fácil delimitar. La dificultad queda subrayada por la propia variación en su formulación: sin duda, no es lo mismo haber perdido algo por el sida — quizá, incluso, sin saberlo —, que haber perdido a alguien. En su abstracción, la primera formulación resulta compatible con un “nosotras” casi tan amplio como queramos concebirlo. La segunda apela, por su parte, a un público más restringido, compuesto tal vez por quienes, al leerla, no podemos evitar enumerar nuestras amigas, amantes o familiares muertas a causa del sida. No se trata, por tanto, del mismo “todas”, ni se dirige este a un mismo “nosotras”. Tampoco nos encontramos, en el segundo caso, ante un recorte arbitrario del sujeto colectivo implícito. Resulta importante, me parece, subrayarlo: no todas tenemos las mismas posibilidades de reconocernos en la segunda versión de la frase de Butler, entre otras cosas porque no ocupamos las mismas coordenadas de raciales ni geográficas con las que se relaciona la función biopolítica — el poder para “hacer vivir o repudiar hasta la muerte”, en palabras de Foucault (1977, p. 181, traducción mía) — de los sistemas de patentes farmacéuticas. Basta con consultar, además, las estadísticas para comprobar que quienes formamos parte del informe y moralmente cuestionable “nosotras” compuesto por maricas, hombres bisexuales, mujeres trans, trabajadoras del sexo, población reclusa y usuarias de inyectables tenemos unas probabilidades mucho más altas de contraer el VIH que la llamada “población general”[4]. Digan lo que digan, por cierto, sobre la inexistencia de los grupos de riesgo: el duelo por mis amigas maricas me ha hecho demasiado consciente de mi pertenencia a, al menos, uno de ellos.

Extraño “nosotras” el que, en su particularidad, se anuncia bajo la palabra “todas”. El efecto no es el de la simple exclusión de quien no se reconozca en la diferencia en cuestión — aunque este sea, sin duda, uno de sus efectos posibles. Se trataría más bien de un guiño cómplice mediante el cual una posición radicalmente particular de sujeto se desplaza hasta usurpar el lugar del universal. El gesto recuerda, en ese sentido, a la forma en que Wittig describió el movimiento revolucionario del sujeto lesbiano, en tanto que no-mujer y frente de abolición de la diferencia sexual, en los términos de una universalización del punto de vista particular. De manera similar, la aparición de la palabra “todas” en las dos frases citadas — y, más aún, la diferencia que media entre ambas, a condición de dotarla de un cierta dirección y de un cierto sentido, como si de un vector de fuerza se tratase — implica un desplazamiento o deslocalización de un sujeto definido por una relación muy específica con el duelo pandémico – haber perdido a alguien por el sida-, que se ofrece como ocasión para dirigirse a un sujeto colectivo más amplio y vago, compuesto por quienes no pueden dejar de reconocer sus propios duelos bajo la fuerza interpelativa de la palabra todas. Parece estar aquí en juego, pues, la noción de comunidad que, tras las citadas variaciones de la misma frase, presenta Butler de la siguiente manera:

Creo que si todavía puedo dirigirme a un “nosotras”, e incluirme en sus términos, sería el de aquellas que vivimos en cierta forma fuera de nosotras mismas, ya sea por la pasión sexual, por el duelo emocional o por la rabia política. En cierto sentido, el dilema reside en comprender qué tipo de comunidad es esta que se compone por quienes se encuentran fuera de sí (2004, p. 20, traducción y cursivas mías).

El dilema al que se refiere así Butler vincula la idea de comunidad con una enumeración que resulta sobradamente familiar cuando la leemos en forma de secuencia — sexualidad, duelo, rabia — y que puede asociarse con relativa facilidad con las condiciones de emergencia de los activismos queer. Esto es, con las políticas de coalición y desobediencia civil con que estos hicieron frente a la desidia institucional, la mercantilización de la salud, la estigmatización de los grupos de riesgo y, no menos importante, a la deriva asimilacionista de los colectivos LGTB durante las primeras décadas de la pandemia del sida. Esta asociación constituye, no obstante, una limitación excesiva al alcance de un “nosotras” que, desde su particularidad, se ve desbordado por una apertura a la disyunción — . la sexualidad, . el duelo, . la rabia — que desborda los límites de cualquier comunidad históricamente específica. De esa forma, el nosotras de Butler evoca y, al mismo tiempo, desplaza la fuerza con que, a finales de los años ochenta, un conjunto difícilmente delimitable de militantes maricas, consumidoras de inyectables, travestis, trabajadoras del sexo, lesbianas y población sin techo politizaron una densa intersección entre la sexualidad, el duelo y la rabia para hacer frente al rearme de la agenda moral de la extrema derecha a lomos del sida. Esos serían, en suma, los deslocalizados términos en los que Butler retoma el dilema de la comunidad en un contexto pandémico para pensarnos, a pesar de todo, en relación, en el escenario inmediatamente posterior a los atentados del 11 de septiembre.

En ese contexto, el prudente condicional - “si todavía puedo…” — sugiere una apertura a la coalición con una comunidad excéntrica, sin un centro que la defina más que a partir de un cierto distanciamiento de sí. Una comunidad que resulte, en ese sentido, irreductible al proyecto inmunitario de asumirse, como lo expresara Esposito, “como absolutamente ‘propia’” (2009, p. 144). Este distanciamiento crítico resulta, me parece, crucial cuando se trata de responder a la experiencia colectiva de la pérdida y, sobre todo, de mitigar la violencia de los proyectos de restauración de la fantasía de invulnerabilidad perdida. Ya sea que esta se refiera, por cierto, al pueblo estadounidense, a las naciones ricas del norte global, a la sacrosanta familia heterosexual o a una hipotética comunidad queer. Claro que, a fin de cuentas, nunca existió comunidad alguna — ni, mucho menos, una ciudadanía[5] — bajo ese nombre. A menos que entendamos que esta estuvo, siempre ya, entrecomillada, en otro lugar y respondiendo por otros nombres: fuera de sí, como el sujeto en duelo y como la dilemática comunidad a la que hacía referencia Butler.

Sodoma y el Barón Haussmann

Inmersas como estamos en otra pandemia cuya escala tan solo nos resulta accesible a través de su representación mediática a tiempo real — que nos sume en un duelo, en el sentido dado por Baudrillard a ese término, hiperreal — ¿qué formas de hacer y deshacer la comunidad entran en juego en los proyectos de inmunización colectiva? ¿Qué formas del duelo y de la pérdida se ven silenciadas por las normas que rigen la inteligibilidad cultural de una pandemia en la que se confunde, con demasiada frecuencia, la necesidad de protegerse de algo con la de hacerlo de alguien? ¿Cómo poner al descubierto las relaciones de interdependencia existentes entre las más vulnerables, las más contagiosas y, por ese mismo motivo, las más inmorales de entre nosotras?

Es posible que, por definición, tan solo las más impredecibles protestas, revueltas y otras perturbaciones del orden puedan responder a esta última pregunta. En ese sentido, tal vez una de las más contundentes entre las respuestas posibles haya sido la del movimiento Black Lives Matter — dos de cuyas fundadoras se identifican, justamente, como queers, como si de una alegoría de la deslocalización se tratase — junto al resto de colectivos que, en numerosas ciudades de todo el mundo, desafiaron las restricciones de los estados de emergencia para llevar a las calles la lucha antirracista. Personalmente, al menos, pocas veces fui más consciente de la importancia de tender puentes entre nos/otras, como lo expresara Anzaldúa[6], como al seguir las manifestaciones del movimiento negro por las calles de Belo Horizonte, en Brasil. Escoltadas por la misma Policía Militar de quien se exigía su abolición, cientos de jóvenes negros y negras atravesaban las calles desiertas al grito de “parem de nos matar”. La solidaridad transnacional era evidente y, al mismo tiempo, las protestas se dirigían contra los efectos locales del racismo estructural que la pandemia no había venido sino a intensificar. Una pancarta, en particular, acompañaba la foto de George Floyd con la de João Pedro Matos Pinto, estudiante de catorce años que murió bajo los disparos descargados por la policía sobre la casa en que se encontraba — pasando así a formas parte del cuarenta por ciento de aumento de la letalidad de las acciones policiales en la periferia de Rio de Janeiro durante los primeros meses de pandemia (ISP, 2020) y exponiendo además, con irónica crudeza, los límites raciales del lema “fique em casa”. De esa forma, tendiendo puentes entre las luchas de diferentes contextos, la protesta trascendía la política de pauta única impuesta por la pandemia entre los colectivos de izquierda. La composición racial de la manifestación no dejaba, en este sentido, lugar para dudas: el movimiento Vidas Negras Importam permanecía aislado del conjunto de la izquierda brasileña, en la que no habían faltado incluso llamamientos a no sumarse a la convocatoria para no contribuir, como lo expresara un sociólogo experto en seguridad pública, a “propagar el virus en nuestros grupos” (SOARES, 2020 cursivas mías).

Esta última formulación resulta, me parece, representativa del modo en que las políticas de distanciamiento social sedimentaron rápidamente en la forma de profundas fracturas políticas. Porque, a la postre, ¿qué izquierda sería esa que se define por su capacidad para evitar el espacio público en sociedades atravesadas por desigualdades, raciales y de clase, tan acusadas como Brasil? ¿En qué presunciones acerca de las condiciones de seguridad, salubridad, convivencia y habitabilidad en los espacios domésticos descansa la crítica del uso del espacio urbano para protestar? La llamada a “quedarse en casa” ocupa, sin duda, su lugar en una ética del cuidado, pero resulta problemática cuando, elevada a la categoría de imperativo moral kantiano, se convierte en justificación para la vigilancia política, cuando no en pretexto para la represión policial y la militarización del espacio público. La situación resulta especialmente paradójica cuando la tutela moral procede de los sectores de izquierda porque, a fin de cuentas, ¿cuántas desigualdades deben ser ignoradas y cuántos riesgos[7] laborales, normalizados, para que una sola de “nosotras” pueda elegir quedarse en casa? ¿En qué presupuestos de segregación económica y racial descansa la cesión del espacio de la protesta a las extremas derechas?

Para Susan Sontag, uno de los más problemáticos campos semánticos que acompañan el avance de las epidemias es el que las representa como si de una guerra declarada contra la población se tratase[8]. La retórica belicista sería la responsable de la moralización progresiva de la enfermedad y por generar un escenario poblado por víctimas inocentes y enemigos a combatir entre los que se cuentan, con demasiada frecuencia, las propias víctimas. Así lo advertía, en particular, en relación con el sida:

No, no es deseable que la medicina, no más que la guerra, sea «total». Tampoco la crisis creada por el sida es un «total» de nada. No se nos está invadiendo. El cuerpo no es un campo de batalla. Los enfermos no son las inevitables bajas ni el enemigo. Nosotros — la medicina, la sociedad— no estamos autorizados para defendernos de cualquier manera (SONTAG, 2003, p. 63).

Resulta difícil subestimar los efectos de una pandemia de metáforas. En Nueva York, nuestra Wuhan del sida, la “guerra” contra la pandemia permitiría nada menos que la consumación de la reforma neoliberal del centro de Manhattan, cuando la desidia institucional cedió el paso a la histeria higienista en un “acontecimiento compuesto por otros menores, entre ellos la destrucción de acres de arquitectura, inúmeros espacios comerciales y viviendas y la desaparición permanente de más de dos docenas de salas de teatro”. Así lo expone Samuel R. Delany (2001, p. 144) en Times Square Red, Times Square Blue, donde compara con lucidez las reformas urbanas propiciadas por los pánicos morales generados en torno del sida con la transformación del París del siglo XIX impulsada por el Barón Haussmann. Esto es, con la destrucción de las intrincadas calles del centro histórico y la expulsión de la clase obrera a la periferia en beneficio de la reactivación de los ciclos de acumulación de capital privado y deuda pública, todo ello en nombre de la manutención de la salubridad y el orden público.

No fue este un caso aislado. El asedio a las contraculturas sexuales descrito por Delany sería emulado en muchos otros lugares donde “el fantasma del sida” devino en coartada para expulsar a los “disidentes eróticos” (PERLONGHER, 1988, p. 68) que habitaban en los bares, cines porno, esquinas y parques de los centros de las grandes ciudades de occidente. La pandemia se convertiría así en excusa para una haussmanización de la disidencia sexual que Herbert Daniel, militante seropositivo en el Brasil de los 80, describió con perspicacia en los siguientes términos:

Sodoma precisa ser urbanizada e higienizada. Ya andaban antes buscando un elemento capaz de justificar la tarea. Algunas enfermedades sirvieron como globo sonda. Todavía resuena el fantasma de la hepatitis B, del herpes... el SIDA, por fin, puede prestarse a interpretar el papel de “peste”, de la tragedia sanitaria que justifica el esfuerzo de remodelación arquitectónica. El mito SIDA… el monstruo, el tigre que cumple su papel… higiénico. Sodoma va a tener mayores calles, calzadas, sus perspectivas osadas. Y, naturalmente, una blanca y paternal policía que vigila eficazmente y aconseja el uso del mapa de la ciudad (DANIEL; PARKER, 2018, p. 106)

Sin duda, la pandemia del sida ha tenido una agitada vida metafórica por su asociación con el campo de la (homo)sexualidad, el intercambio de fluidos corporales, la abyecta erótica de la analidad y la trágica decadencia del cuerpo joven vencido por el “cáncer gay”, entre otros factores. Fue esta dimensión simbólica la que posibilitó que una crisis de salud pública fuese tratada “como una amenaza sexual sin precedentes”, como expone Leo Bersani en “Is the Rectum a Grave (1987, p. 198). En contraste, el covid-19 parece encontrarse demasiado lejos del peso moral del sida como para que se puedan impulsar, en su nombre, reformas comparables de la Sodoma global. Pero, ¿es esto realmente así? Minimizar el poder normalizador de los eventos pandémicos sería, a todas luces, un grave error, del que Foucault contribuyó en gran medida a desprendernos con sus estudios sobre las íntimas relaciones existentes entre el desarrollo de la medicina social y biopolítica de poblaciones en los siglos XVIII y XIX.

La medicalización del espacio

Textos como “La política de la salud en el Siglo XVIII” o el “Nacimiento de la medicina social” resultan especialmente aptos para sopesar la íntima relación genealógica existente entre el desarrollo del biopoder — que combina la disciplina del cuerpo individual, o anatomopolítica, con la masificante biopolítica de la población (FOUCAULT, 1977, p. 83) — y las técnicas implementadas para la contención de diferentes enfermedades. Como expone en ellos de forma convincente Foucault, con la respuesta de las ciudades europeas a la peste se daría inicio a un proceso de vigilancia policial-sanitaria o, si se quiere, de medicalización del espacio urbano que se emancipó pronto de la propia peste para constituir todo un “ámbito político-médico sobre una población que se ve encuadrada por toda una serie de prescripciones que conciernen no sólo a la enfermedad, sino también a las formas generales de la existencia y del comportamiento (alimentación y bebida, sexualidad y fecundidad, vestimenta, remodelación del hábitat)” (1999, p. 338). Incluso la adopción del panopticismo como paradigma securitario en ciudades como París — a fin de cuentas, las reformas de Haussmann pueden leerse como la inscripción de un panóptico colosal (Figura 1) en un trazado urbano (Figura 2) — habría sido, para Foucault, uno de los efectos del creciente poder de las autoridades médicas para diferenciar entre “buenos” y “malos” sujetos en nombre de la protección de la salud de la población. Así lo defiende, en especial, en Vigilar y castigar, donde se presenta el panopticismo como síntesis entre el modelo disciplinario de la peste — “Cada cual encerrado en su jaula, cada cual asomándose a su ventana, respondiendo al ser nombrado y mostrándose cuando se le llama” (1976, p. 200)- y las políticas higienistas de destierro y expulsión para la “purificación del espacio común” (1999, p. 374) con que se hizo frente a la lepra. Cabe entender, en ese sentido, el panopticismo como un paradigma securitario configurado mediante transformaciones sucesivas de las políticas sanitarias hasta constituir un eficaz “reticulado disciplinario” (1999, p. 202) para el control del espacio urbano. De ahí el vínculo genealógico que toda biopolítica mantiene con la medicalización del espacio urbano:

La ciudad apestada, toda ella atravesada de jerarquía, de vigilancia, de inspección, de escritura, la ciudad inmovilizada en el funcionamiento de un poder extensivo que se ejerce de manera distinta sobre todos los cuerpos individuales, es la utopía de la ciudad perfectamente gobernada. La peste (al menos la que se mantiene en estado de previsión), es la prueba en el curso de la cual se puede definir idealmente el ejercicio del poder disciplinario. Para hacer funcionar de acuerdo con la teoría pura los derechos y las leyes, los juristas se imaginaban en el estado de naturaleza; para ver funcionar las disciplinas perfectas, los gobernantes soñaban con el estado de peste (FOUCAULT, 1976, p. 202).

La llamada “medicina social” habría caminado además, desde su formación, muy próxima de los intereses de la clase burguesa, comprometida como se encontraba con mitigar su inquietud por el crecimiento del proletariado en las ciudades — su pánico urbano, como lo llama Foucault — con el combate a todas las formas del desorden. Incluyendo, en especial, el que se anuncia en la forma de la revuelta: “¿Cuál fue la reacción de la clase burguesa que, sin ejercer el poder detentado por las autoridades tradicionales, lo reivindicaba para sí? Recurrió a un modelo de intervención bien conocido, pero raramente utilizado: el modelo de la cuarentena” (1999, p. 373).


Figura 1
Figura 1 - Prisión panóptica


Figura 2
Figura 2 - Centro de París

Conviene tener muy presente, no obstante, que la sinergia así establecida entre el combate a la enfermedad y la manutención del orden público de la ciudad se vio acompañada — cuando no precedida, como defiende Laura Stoller con relación a los precedentes coloniales del dispositivo de la sexualidad — por su función como instrumento del poder colonial. Así se deduce de la sugerente exploración histórica con que Jih-Fei Chen pone al descubierto las imágenes racistas que acompañaron el descubrimiento del primer virus catalogado: el virus del mosaico del tabaco, o TMV. Como explica Chen, la expresión española “el tabaco se ha mulato”, documentada en los tratados del médico y explorador colonial Jules Creveaux en la Colombia de finales del XIX, usada para referirse a una enfermedad, en este caso, vegetal, era fiel reflejo de la desconfianza y las formas de vigilancia de las conductas que los latifundistas coloniales dirigían sobre la población afrodescendiente y racialmente mixta que trabajaba en sus campos. En efecto, la abolición de la esclavitud en 1851 no terminó con un régimen disciplinario de control del cuerpo negro que llevaría a culpabilizar al desvío moral y, como si de su corolario se tratase, a la mezcla racial de la decadencia de la producción de la planta de tabaco como resultado del contagio. La referida imagen inauguraba así un régimen de representación racista de las epidemias virales y de los propios virus no exento de vínculos con la vigilancia del orden sexual y, también, reproductivo, en tanto que origen último de la “inquietante” mezcla racial. Abriendo con ello, de paso, la puerta a un imaginario queer y decolonial de resistencia a la vida cultural de las epidemias, esto es, al conjunto de “reacciones sociales, culturales, económicas y políticas” que estas suscitan y cuyos efectos pueden ser, como advertían Herbert Daniel y Richard Parker al respecto del sida en Brasil (2018, p. 14), tan explosivos como los de la enfermedad misma.

Por lo que a su capacidad para señalar a los supuestos enemigos del orden y la paz social se refiere, al menos, parece bastante evidente que la pandemia de covid-19 parece una pésima candidata a cualquier tipo de excepción histórica. Así lo pusieron de forma muy temprana en evidencia, en occidente, las agresiones dirigidas contra la población de origen asiático: como apuntaba con ironía Susan Sontag “la enfermedad siempre viene de otra parte” (2003, p. 62). A estas le siguieron multitud de formas de estigmatización — migrantes, asintomáticas, menores, personal sanitario, y un largo etcétera — cuyos fundamentos epidemiológicos no siempre resultaban, en realidad, necesarios para su construcción. Entre estas últimas destacan, sin duda, aquellas formas de estigmatización que se vieron reforzadas, directa o indirectamente, por la representación del hogar como espacio seguro y por su generalizada confusión con el orden de la familia biológica, monógama y heterocentrada.

Este refuerzo del orden familiar ha tenido lugar, además, en un contexto de desmovilización agravado por el incremento de la violencia estatal dirigida contra los movimientos de la disidencia sexual y de género. Así lo pusieron en evidencia casos como las detenciones en los refugios de gays y lesbianas de Uganda, la represión policial de las manifestaciones del orgullo de Estambul o la detención quienes intentaban impedir la del activista no-binario Margot en Warsow, en el contexto de las protestas contra las LGBT-free zones; todas ellas oportunamente resignificadas como medidas de combate al covid-19. Cierto es que, en algunos lugares, el covid-washing del racismo, la homofobia y la transfobia de estado no impidieron que se produjeran importantes coaliciones entre colectivos trans, queer y antirracistas. Este fue el caso de las que se produjeron durante el orgullo más cancelado de la historia, como en el caso de las más de quince mil personas que reunió en Brooklyn, contra todo pronóstico, el movimiento Black Trans Lives Matter para denunciar el “estado de emergencia” de la juventud trans negra (GOLD, 2020), tanto como el de la Queer Liberation March, tomó las calles de Nueva York en solidaridad con el movimiento negro. De manera similar, la Plataforma del Orgullo Crítico marchó en Madrid para denunciar, entre otras cosas, el racismo y la xenofobia encubiertas por el Covid-19, mientras que Pride de Nuit lo hacía en París contra la instrumentalización de la pandemia para la represión de las movilizaciones antirracistas[9].

Dicho esto, lo cierto es que la desmovilización, sumada a los efectos estrictamente económicos de la pandemia, desencadenó en muchos casos una auténtica tormenta perfecta sobre determinados colectivos. Esta tormenta es la que permite explicar, en mi opinión, el parecido de familia que, como si de una auténtica pandemia de transfobia se tratara, vincula entre sí eventos aparentemente sin relación entre sí, como la segregación por géneros del espacio público durante las cuarentenas de Perú y Panamá, el incremento de las cifras de la violencia contra la población trans y travesti durante los cierres en Brasil -evocadora de la impunidad de los asesinatos de personas trans durante los primeros años del sida (PERLONGHER, 1988, p. 68), las iniciativas legislativas para la definición biológica del género durante los duros confinamientos de Hungría; pero también las más de 250 iniciativas legislativas que intentaron lo propio en más de treinta estados en los Estados Unidos en el mismo periodo (RONAN, 2021) y los renovados esfuerzos con que el sector trans-excluyente del feminismo institucional pretendió bloquear y condicionó finalmente, en España, los avances legislativos en materia de autodeterminación del género. Cabe entender, en este sentido, que el refuerzo de la vigilancia de todo tipo de fronteras y binarios oposicionales propiciada por la pandemia de Covid-19 — local/extranjero, conviviente/no-conviviente, sintomático/asintomático, seronegativo/seropositivo, etc. -, ha establecido sinergias con las normas que rigen el tránsito de los cuerpos entre los géneros y como ya sucediera, según el teórico trans Dean Spade, en el “contexto de intensificación de la vigilancia” inmediatamente posterior a los atentados del 11-S (SPADE, 2015, p. 158-161).

Esta ola global de refuerzo del binarismo de género se ha visto acompañada, además, por un punitivismo que parece encontrarse a sus anchas en el campo de la moral sexual. Así lo ha puesto de manifiesto, en particular, la intensa vida mediática de las intervenciones en todo tipo de fiestas y espacios de encuentro sexual para evitar la propagación de la pandemia y entre las que se incluyen incluso algunos que no parecen guardar relación con la respuesta a la pandemia. Entre estas últimas se cuentan, por poner un ejemplo que me resulta cercano, las medidas implementadas para atajar la práctica del cruising en Maspalomas, en la isla de Gran Canaria, consistentes en la retirada masiva de la vegetación afectada para proteger, paradójicamente, a la flora local. Cuanto menos, resulta difícil no relacionar la repercusión de un reciente estudio sobre el impacto ecológico del “sexo con extraños” en uno de los destinos de turismo gay más importantes de Europa con un contexto en que la monogamia ha sido ensalzada como estrategia de prevención por los más diversos organismos sanitarios (por ejemplo, en CDC, 2020). La no expresada, relación con el contexto pandémico se abre paso, por ejemplo, en el titular “Cruising viral: un estudio sobre los efectos ecológicos del sexo casual en Maspalomas da la vuelta al mundo a través de los medios de comunicación” (JIMÉNEZ, 2021; cursivas mías), en el que se confunde el carácter viral atribuido a la difusión mediática con los riesgos sanitarios subrepticiamente asociados con la propia práctica.

Esta última relación resulta más evidente aun y, tal vez, premonitoria de operaciones venideras, si se tiene en cuenta que la defensa del medioambiente ha tomado de forma muy directa el relevo a las medidas de protección sanitaria en ciertos lugares. Este es ha sido el caso del estado de Goiâs, en Brasil, donde las intervenciones policiales en fiestas sexuales por incumplimiento de las medidas no farmacológicas de prevención han cedido el paso a redadas policiales en los parques de la capital en una serie de actuaciones contra el cruising presentadas como medidas para la protección de la fauna y la vegetación de los parques urbanos. En el proceso, la exposición disciplinar del cuerpo marica, desnudo y dispuesto en filas en el suelo (por ejemplo en RODRIGUES, 2021), difundida en las noticias de las fiestas interrumpidas, y que mucho recordaban a las deshumanizadoras imágenes de los presos de las maras en las prisiones del El Salvador difundidas en el mismo periodo, ha sido ahora relevada por grandilocuentes vídeos en los que las redadas ecológicas contra el cruising se presentan como si de operaciones contra el narcotráfico se tratara.

Poco sorprendería, en realidad, la reorientación ecológica de la norma monógama y heterocentrada propiciada por la proliferación de dispositivos de biovigilancia sanitaria: la violencia dirigida a su perpetuación acostumbra a presentarse como legítima defensa de un estado de naturaleza vulnerable a las amenazas de contaminación y contagio procedentes de todo tipo de “malos sujetos” — excepción hecha, claro está, de la destrucción del planeta a manos de las grandes corporaciones.

Deslocalizar la resistencia

Me gustaría concluir haciendo referencia a la deslocalizada comunidad–esta vez, en sentido geográfico- que pernocta en los macro-campamentos improvisados para las migrantes llegadas por mar a las Islas Canarias desde diversos puntos del continente africano. Uno de ellos se encuentra a escasos metros de la casa en la que ahora concluyo este texto. Desde sus ventanas veo pasar, todos los días, decenas de jóvenes que han cambiado el paisaje humano de lo que siempre fue un barrio, por no decir una isla, casi absolutamente blanco. La situación sería, sin duda, para celebrar, si resultara de una mayor apertura y seguridad de las rutas migratorias que pasan por, o con destino a, las Islas Canarias. Lamentablemente, no es así, pues el reciente aumento de la población migrante llegada a las islas no es fruto de un aumento de la movilidad per se, sino un efecto secundario del cierre de puertos y el aumento de la vigilancia en las rutas del Mediterráneo, supuestamente, para proteger a la población sur-europea de la amenaza de contagio que representarían las refugiadas y migrantes procedentes de los países norteafricanos. Como resultado, la llegada a las islas por mar tiene asociada un riesgo y letalidad crecientes, a medida que aumentan las distancias recorridas para llegar hasta ellas. Peor aún, la situación en que se encuentran las migrantes a su llegada no es tanto de “acogida” sino, más bien, de retención indefinida, pues se les impide — ilegalmente, según las sentencias acumuladas al respecto- desplazarse a otros puntos del estado español, condenándolas a permanecer hacinadas en unos campamentos en los que a la falta de servicios básicos se han sumado con frecuencia el frío y la escasez de comida. Las migrantes han respondido a esta situación con huelgas de hambre, campamentos de protesta y manifestaciones que me recordaron vivamente, por la falta de apoyo local, a las del movimiento negro en Brasil.

Sin duda, han existido muestras de solidaridad, en especial, a raíz de la actividad de la Asamblea de Apoyo a Migrantes. Cabe pensar, no obstante, que esta situación de retención ilegal e indefinida no habría sido tan sorprendentemente fácil de crear si las vidas perdidas en el intento de alcanzar estas islas hubiesen sido objeto de una mínima parte del duelo público dedicado quienes la perdieron — eso sí, en menor número — en las islas a causa del covid-19 durante el mismo periodo. Esto es, si el duelo por las víctimas directas de la pandemia no hubiese monopolizado cuanto podemos escuchar en la esfera pública, abriendo profundas fracturas raciales en la representación del riesgo, de la vulnerabilidad, y de la pérdida en el contexto pandémico. Porque, a la postre, ¿qué idea de comunidad estaría en juego cuando a una parte de la población que comparte un mismo territorio se la condena a convivir en grupos de mil o dos mil personas mientras, para el resto, la posibilidad del encuentro se limita a grupos de apenas seis, en nombre del cuidado de la salud colectiva? En el proceso, ¿qué distinciones entre la institución del refugio y la del campo de concentración se habrían desplazado irremediablemente de lugar, si es que no se habrían disuelto por completo? ¿Y entre una ética del cuidado y el mero racismo?

Muchos de los ejemplos usados en este artículo proceden de lugares — Belo Horizonte, Goiania, Canarias- por los que me ha tocado transitar durante la pandemia de covid-19. Quien esto lea podrá encontrar, con toda probabilidad, otros más cercano y que le conminen también a preguntarse, de forma similar a como lo hiciera Butler en relación con las políticas del duelo post 11-S, ¿las pérdidas de qué “nosotras” saturan hoy cuanto podemos escuchar en la esfera pública, dando forma a un duelo hiperreal que determina, a la postre, lo que cuenta como una vida digna de ser protegida?

He argumentado en este texto que la reacción crítica a las políticas de estigmatización, exclusión y normalización desarrolladas en ciertos contextos pandémicos podrían ser útiles en otros y, en realidad, siempre que esté en juego nuestra capacidad de pensarnos, a pesar de todo, en relación. Esa deslocalización de estrategias nos permitiría, por ejemplo, pensar las fracturas raciales, sexuales y de género abiertas por la pandemia de covid-19 a la luz del impulso activista y teórico de los primeros años de la pandemia del sida. Asombra hoy especialmente, en ese camino, la capacidad de autores como Samuel R. Delany, Néstor Perlongher o Herbert Daniel para tomar distancia de la gran restauración moral llamada “sida” mientras aún se encontraban expuestas a sus devastadores efectos. Inmersas como estamos, como ellos, entre pandemias, sus advertencias pueden resultar útiles ahora que la supervivencia comunitaria depende, cada vez más, de nuestra capacidad para tender puentes entre luchas representadas, por motivos reales o imaginarios, como amenaza de contagio.

Referencias

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Notas

[2] El masculino universal es de la traducción. En este texto daré preferencia al uso del femenino universal común en movimientos y espacios feministas.
[3] Uso el término como antónimo de “localizar”, en el sentido de fijar o encerrar en límites determinados o, como lo admite su equivalente en inglés (delocalize), como liberación de las limitaciones del lugar, la situación y la ubicación.
[4] La “población clave” de las estadísticas globales de contagios comprende según UNAIDS a “los trabajadores sexuales, las personas que se inyectan drogas, los presos, las personas transgénero y los gais y otros hombres que tienen relaciones sexuales con hombres” (2020).
[5] Como la invocada por el nombre del colectivo Queer Nation, cuya ironía no estaría exenta de los riesgos representados por lo que Jasbir Puar llamaría, más tarde, homonacionalismo. Así lo defienden premonitoriamente, al menos, Laurent Berlant y Elizabeth Freeman en Queer Nationality (1992).
[6] “Al incluir mujeres y hombres de diferentes ‘razas’, nacionalidades, clases, sexualidades y edades complejizamos los debates de la teoría feminista tanto en el interior como en el exterior de la academia (…) Esta inclusividad refleja la naturaleza híbrida de nuestras vidas e identidades—todas somos nos/otras” (ANZALDÚA, 2002, p. 5; traducción y cursivas mías).
[7] Exploro con mayor detalle la dimensión biopolítica de la noción de riesgo en el contexto pandémico en “Riesgo y biopolítica: Réquiem por una pandemia” (2021).
[8] Comenzando por el ataque a las células tras la invasión del agente patógeno. Véase también “Juegos de guerra” en Immunitas: protección y negación de la vida (ESPOSITO, 2009, p. 215-225).
[9] Mención aparte merecen, entre las movilizaciones de la disidencia sexual y de género que se abrieron paso en el contexto pandémico, las trabajadoras del sexo que se manifestaron en ciudades como Sevilla o Belo Horizonte para reclamar, entre otras cosas, ser tratadas como grupo de riesgo al inicio de las campañas de vacunación.

Notas de autor

b PPN – PhD


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