Resumen: El artículo reconstruye la historia de los baños de Los Arquitos, uno de los monumentos más importantes con que cuenta la ciudad de Aguascalientes, cuya construcción fue impulsada por el cabildo en 1821, en el contexto de la emergencia de una nueva cultura de la higiene personal. En 1837 ya eran considerados uno de los edificios más notables de la ciudad. La ley de desamortización de bienes de corporaciones de 1856 forzó su venta a un particular, al que también se confió el cuidado del acueducto que abastecía de agua potable la ciudad. A partir de entonces, hubo grandes problemas entre los dueños de los baños y el cabildo por la gestión y el aprovechamiento del agua. Como resultado de la nueva legislación impulsada por la Revolución de 1910-1917, el cabildo fue desplazado y emergió el gobierno federal como figura que arbitraba las disputas por el agua. Los baños entraron en un periodo de franca decadencia a mediados del siglo XX, que se profundizó debido a la modernización de la ciudad y a los avances de la higiene pública. En 1993, cuando se temía su total destrucción, fueron comprados por el gobierno del estado, que los restauró y los convirtió en un centro cultural.
Palabras clave: baños públicos, higiene, gestión del agua, historia urbana, Aguascalientes, conflicto y negociación.
Abstract: The article reconstructs the history of the baths of Los Arquitos, one of the most important monuments of Aguascalientes city. It is recalled that its construction was driven by the council in 1821, in the context of the emergence of a new culture of personal hygiene, stocking up on hot springs Ojocaliente wellhead. In 1837 they were already considered one of the most remarkable buildings of the city. The law of confiscation of property of corporations of 1856 forced its sale to a private care of the aqueduct that supplied water to the city was also trusted to this care. Thereafter, there were great problems between the owners of the baths and the council for the management and use of water. As a result of the new legislation promoted by the Revolution of 1910-1917, the council was displaced and the federal government emerged as a mediator figure to the water disputes. The baths entered a period of serious decline in the mid-twentieth century, which deepened due to the modernization of the city and advances of public hygiene. In 1993, when it was feared its total destruction, they were purchased by the state government, which restored them and converted them into a cultural center.
Keywords: public toilets, hygiene, water management, urban history, Aguascalientes, conflict and negotiation.
INTRODUCCIÓN
Los baños de Los Arquitos son uno de los tres monumentos históricos con declaratoria presidencial con que cuenta la ciudad de Aguascalientes.1 Su construcción fue alentada por el cabildo en 1821, en el contexto de la emergencia de una nueva cultura de la higiene personal y el cuidado del cuerpo. Sus salas de baño y albercas se abastecían de las aguas termales del manantial del Ojocaliente, que desde fines del siglo XVI habían alimentado las fuentes públicas y las huertas de la ciudad. En 1856 fueron desamortizados y desde entonces su aprovechamiento corrió por cuenta de particulares, hasta que en 1993, cuando su grado de deterioro hacía temer su total destrucción, fueron comprados por el gobierno del estado, que los restauró por completo y los convirtió en un magnífico centro cultural (García Rubalcava, 1994, p. 9). Este artículo recupera la historia de esos baños, haciendo un énfasis particular en las dificultades relacionadas con la gestión del agua.
Construcción
La villa de Aguascalientes fue fundada en 1575, en el contexto del descubrimiento de las minas de plata en Zacatecas, la consiguiente “guerra de los chichimecas” y la consolidación del camino que comunicaba esas minas con la Ciudad de México. El lugar preciso fue escogido gracias a los manantiales del Ojocaliente, que proveían agua “muy dulce y sana” y de los que se desprendía “un arroyuelo perpetuo del que beben todos los vecinos”, como atestiguó un viajero a principios del siglo XVII (De la Mota y Escobar, 1966, p. 58). Por su parte, en 1609 el visitador Gaspar de la Fuente reordenó el lugar y trató de alentar el desarrollo de las huertas, argumentando que había “abundancia de agua” (Topete del Valle, 1980, pp. 45-48). En 1644 el oidor Cristóbal de Torres recordó que los manantiales eran “la causa principal” de la fundación de la villa, pero advirtió que no todos los vecinos tenían acceso al agua, porque los más ricos “sacaban y quitaban la dicha agua de la acequia principal” para regar sus trigales, “con que los pobres perecían y no iba en aumento la dicha fundación”. Con el propósito de resolver el problema, Torres ajustó un título de composición con los vecinos, los cuales dispusieron desde entonces del agua “para el servicio de sus casas y familias, riego de sus tierras, viñas y chilares”, quedando en manos del cabildo la facultad de hacer nuevas mercedes y arbitrar las disputas (Gómez Serrano, 2014, pp. 43-45).
Esta medida introdujo un principio de orden y un criterio de acuerdo con el cual se repartió el agua, lo cual no significa que en lo sucesivo dejara de haber problemas. De hecho, hubo muchos, unos entre la villa y el barrio de Triana, que se formó durante la segunda mitad del siglo XVII, otros entre los indios del pueblo de San Marcos y los padres del convento de La Merced, e incluso uno muy sonado que tuvo como protagonista principal a un alcalde mayor que regaba generosamente sus trigales, al tiempo que los chileros de Triana “perecían por ser pobres” (Chevalier, 1976, pp. 276-277).
Pese a todos los problemas, se mantuvo vigente el espíritu del título de composición de 1644, que establecía que el agua era propiedad “del común” y confiaba su administración al cabildo, el cual tenía la obligación de mejorar la infraestructura y dar mantenimiento a las acequias. Al ramo de propios ingresaba el producto que dejaba la venta de agua y un regidor se encargaba de verificar que se dieran a cada propietario los riegos a que tenía derecho según su título o merced. Aunque los vecinos tomaban la que necesitaban para el consumo humano y la limpieza de sus casas, la mayor parte del agua se usaba en el riego de las numerosas viñas y huertas de la villa.
Esto empezó a cambiar en la época independiente debido al establecimiento de baños públicos, la construcción de plazas ajardinadas y jardines, como el de San Marcos (1831), y la creciente deman-da de agua para el consumo humano y la higiene personal. De una manera lenta y casi imperceptible, pero a la vez irreversible, emergían nuevos hábitos de higiene, que impactaban directamente la demanda, el consumo y la administración del agua.
En este sentido, el primer aviso de que se avecinaban nuevos tiempos fue la solicitud que en mayo de 1808 hizo el dueño de la hacienda de Ojocaliente al virrey Iturrigaray para construir unos baños (Salas López, 1919, pp. 263-264; Topete del Valle, 1973, p. 68). Al parecer, la gestión no prosperó, o si el permiso se concedió la obra no fue ejecutada, pero es obvio que en los baños se pensaba emplear agua del Ojocaliente, lo cual, hasta donde se sabe, tampoco fue objetado por el ayuntamiento, gestor de los derechos relacionados con el uso de esas aguas.
No muchos años después, el 4 de mayo de 1821, en vísperas de la consumación de la Independencia nacional, fue el propio cabildo el que, “en consideración a la mucha utilidad que debe resultar [al] público”, acordó impulsar la construcción “de algunos baños en el paraje del repartidero del agua del Ojocaliente”, es decir, donde la acequia que bajaba del manantial se dividía en dos: la de Triana, que abastecía las huertas del sur de la
ciudad, y la de Texas, que hacía lo propio con las del noroeste y descargaba sus remanentes en el llamado Estanque (figura 1). Como la corporación no tenía dinero para acometer la empresa, le propuso a cinco acaudalados vecinos que “a sus expensas” construyeran otros tantos cuartos para baño. Los escogidos fueron el cura párroco José María Berrueco, el capitán Felipe Pérez de Terán, el presbítero Remigio Terán, el señor José María de Ávila (en compañía de su hermano, el presbítero Luis de Ávila) y el bachiller Benito Medina (asociado con Francisco Ávila).2
Los baños se construyeron con dinero de particulares pero para beneficio del “público”, lo cual implicaba que su propietario era el cabildo. En un principio parece que hubo cierta confusión sobre el tema de la propiedad de los baños y los derechos del cabildo, pero en marzo de 1822, ya construidos y en uso, sus patronos donaron en toda forma sus derechos a la corporación municipal. A cambio, obtuvieron algunos privilegios, como el de que ellos y sus familiares pudieran usarlos de manera preferente y en forma gratuita. Para el público en general se fijó una cuota de medio real por persona, siempre y cuando entraran dos o más personas al mismo cuarto, pues si entraba una sola pagaría un real. Se previó también que el dinero recaudado fuera empleado en “la recomposición de los expresados baños o placeres, para que estos no se arruinen”, y en el mejoramiento de la “calzada o paseo del Ojocaliente”.3
El paraje en que fueron construidos los baños se escogió “por venir a aquel lugar más templada y limpia”, pero tenía el inconveniente de que no pertenecía al cabildo ni a ninguno de los patronos, sino a la hacienda del Ojocaliente, con la cual no se había llegado todavía a un acuerdo en marzo de 1822, cuando su administración fue cedida al cabildo. No fue sino hasta junio de 1830 cuando José María López de Nava, en su carácter de jefe político del partido de Aguascalientes y presidente del ayuntamiento, acordó con Tadeo Gutiérrez Solana, dueño de la hacienda, el pago de una renta de 20 reales al año por solar, que aseguró para el cabildo la posesión de los baños, aunque la hacienda conservó la propiedad del terreno, lo que en términos del derecho novohispano era un contrato de enfiteusis. Pero, “como no se sabía cuánto terreno ocupan los expresados baños”, tuvieron que ser medidos, determinándose que ocupaban tres cuartos de solar, por lo que la renta o canon anual se fijó en 15 reales, “exhibiéndose tan luego como se otorgara la escritura las rentas que corresponden desde julio del año de 1819 hasta la fecha”. Esta última precisión sugiere que se había tomado posesión del terreno desde mediados de 1819, aunque como se indicó en este escrito el cabildo acordó iniciar la construcción de los baños hasta mayo de 1821.4 Con el paso del tiempo, el canon cobrado por la hacienda aumentaría, porque el crecimiento de los baños determinó la ocupación de un terreno mayor.
Es probable que a mediados de 1830, cuando se acordó el pago de la renta, todavía no estuvieran construidos el gran pórtico de entrada y la galería con arcos neogóticos que acabó dándole nombre al lugar, pues el establecimiento se describe sólo como “los baños primeros del Ojocaliente […] sitos al fin de esta ciudad, al viento oriente, dando vista al poniente”. No muchos años después, en 1837, ya se mencionaba este edificio entre los notables de la ciudad, precisándose que contaba con “ocho placeres públicos para baños, en otras tantas piezas, bajo un grande corredor”, lo cual quiere decir que se habían añadido tres baños y que ya se había construido toda la galería, el pasillo techado y los característicos arcos ojivales, aunque seguían sin mencionarse por ese nombre. Los baños representaban una mejora para la higiene pública, pero eran asimismo interesantes porque “el agua termal llega a ellos a una temperatura bastante baja y en un grado de calor que no puede ser nocivo” (Sociedad Mexicana de Estadística y Geografía, 1850, p. 178).
Con el paso del tiempo se construyó una segunda galería neogótica que hacía esquina con la primera y daba frente al sur. Todo el conjunto, incluidos unos lavaderos que daban servicio al público y una huerta, llegó a ocupar una extensión de dos solares, el equivalente de unos 3 500 m2. Como se recordará, en un principio los baños sólo ocupaban tres cuartos de solar y tal vez esa ampliación determinó también un aumento del pago que se hacía a la hacienda del Ojocaliente, dueña del terreno, pues originalmente se habían convenido 20 reales por solar al año.5
El primer “depositario” o administrador de los baños fue el capitán Felipe Pérez de Terán, segundo en la lista de patronos, que fue ratificado en el cargo en marzo de 1822, “por ser un sujeto de toda probidad, desinterés y acreditada conducta, y en quien puede este cuerpo descansar sin el más leve temor”.6 La fórmula no es de mera cortesía, pues los baños fueron muy exitosos desde un principio y nada despreciable el dinero que producían. Conviene recordar que, aparte de ser uno de los hombres más ricos del lugar, Pérez de Terán había sido subdelegado y comandante militar del partido entre 1811 y 1816, la época más dura de la represión realista. La gran confianza que se depositó en él en los últimos días del régimen colonial fue ratificada en la época del Imperio, lo cual hace pensar que el retrato de este personaje como un “tirano” temible y fanático, autor de “inauditas crueldades” e “instrumento ciego de los verdugos de su patria”, es básicamente una creación de la historiografía liberal y patriótica del siglo XIX, que hizo de la guerra de Independencia una hazaña, y convirtió a los insurgentes en héroes y a los realistas en traidores. El propio Agustín R. González, a quien debemos ese retrato, se muestra perplejo ante el hecho de que un hombre así, “que tantos odios concitó, no haya sido víctima de una venganza cuando dejó de ser autoridad”, ni se le haya exigido responsabilidad luego de caído el antiguo régimen. “¡Terán murió en su hogar y en el seno de su familia el mes de diciembre de 1826”! escribe, admirado y casi estupefacto (González, 1881, pp. 53-55). ¿Qué hubiera escrito de haber sabido que el cabildo constitucional de la villa a la que supuestamente aterrorizó con sus exacciones le confió ya en la época del Imperio la administración de sus rentas “por ser un sujeto de toda probidad, desinterés y acreditada conducta”?
Aunque nadie pareció reparar en ello, la construcción de estos baños alteró los criterios con que se administraba el agua del manantial del Ojocaliente. A partir de entonces, antes de entrar a los diferentes barrios de la villa y regar las huertas, el agua abastecía los baños. Cinco en un principio, pero tan solicitados por los vecinos que con el tiempo llegaron a ser 19: 15 “chicos” y cuatro “grandes”. Además, el éxito de este establecimiento puso sobre aviso al coronel José María Rincón Gallardo, el riquísimo dueño del latifundio de Ciénega de Mata, quien en 1829 compró la hacienda del Ojocaliente, donde estaba el manantial, y enseguida construyó unos “cuartos para baño”, lo que implicaba reducir el volumen de agua que llegaba a la ciudad y daba riego a las huertas. Un viajero francés observó en el verano de 1824 que si las aguas del manantial se usaban en un establecimiento de baños públicos producirían “fortunas”, lo que tal vez haya llegado a oídos de Rincón y estimulado su imaginación (Beltrami, 1976, p. 152). Como sea, la construcción de estos baños provocó un ruidoso enfrentamiento entre Rincón, que basado en la constitución federal argumentó que como particular podía “hacer de lo suyo lo que mejor le agrade”, y el cabildo, que afirmó que Rincón era un “potentado” insolente que se complacía “en las lágrimas de los infelices hortelanos de este suelo”, pero que no era él sino el pueblo el verdadero “dueño del agua”.7 Sin mencionarlo, se aludía al título de composición de 1644, que en la época independiente seguía usándose como piedra angular de los derechos que tenía el ayuntamiento sobre las aguas del manantial. Hay que añadir que a mediados de 1832, cuando empezó a construir los nuevos baños, Rincón Gallardo tenía concesionada por el cabildo la explotación de los viejos. El ayuntamiento se opuso a la construcción de los nuevos baños con todos los medios a su alcance, pero su resistencia fue inútil y en 1836 la hacienda contaba ya con 14 “cuartos para baño”. Desde entonces hubo los baños de Los Arquitos (también llamados Baños de Abajo o Baños Viejos), propiedad del cabildo, y los baños del Ojocaliente (conocidos también como Baños de Arriba o Baños Nuevos) (Acosta Collazo & García Díaz, 2015; Gómez Serrano, 2013).
Al fundar Constantinopla, el propio emperador se ocupó de enriquecer los baños de Zeuxipo con “altas columnas”, mármoles y “más de sesenta estatuas de bronce”; 100 años después, a principios del siglo V, la ciudad contaba con ocho baños públicos y 153 privados (Gibbon, 2000, p. 251). Esta gran herencia grecorromana se conservó en el mundo musulmán pero se diluyó hasta casi desaparecer en la Europa cristiana. En 1561, cuando Madrid se convirtió en capital de la monarquía, no había en la villa ni una sola casa de baños. En el curso del siglo XVII se fueron cerrando casi todos los baños que había en diversos pueblos y ciudades; los de Madrid, instalados en 1628, eran tal vez los únicos, “pero se decía que eran poco frecuentados”. Hubo que esperar hasta fines del siglo XVIII para que, a la par que se extendían las nuevas ideas sobre la higiene pública, se empezaran a generalizar esta clase de establecimientos “en algunas capitales de provincia” (Matés Barco, 1999, p. 100).
En diversas ciudades mexicanas había baños públicos, que en algunos casos fueron construidos en la época colonial. Querétaro contaba con los del pueblo de indios de La Cañada, a las afueras de la ciudad, construidos por José Escandón en 1734. En 1815 fueron ampliados y con sus productos se pagaba el salario del maestro de la escuela del pueblo. Su administración corría por cuenta de la Junta de Caridad. Guillermo Prieto cuenta en sus Viajes de orden suprema que los cuartos de baño estaban “maltratados” y que su apariencia era “pobre”, pero los salvaban sus deliciosas aguas termales, “que refrescan y vivifican los cuerpos […] y despejan los espíritus”. Las familias pudientes los visitaban en sus coches, acompañados de sus criados, que aseaban el baño antes de que fuera usado por sus patrones, proveían ropa limpia, encendían el fuego, preparaban la comida y alejaban a los curiosos. A las afueras de los baños se formaba un estanque llamado El Piojo, al que, como su democrático nombre sugiere, tenía acceso el pueblo en forma gratuita. Aunque luego se pusieron en servicio otros establecimientos, los baños de La Cañada eran los únicos que seguían funcionando en Querétaro a principios del siglo XX, pese a los lamentos de algunos cronistas, que decían que se habían convertido en un “foco popular de prostitución” (Suárez Cortez, 1998, pp. 37-38).
Desamortización
Amparado por la Ley Lerdo, que preveía la adjudicación en propiedad a sus arrendatarios de “todas las fincas rústicas y urbanas que hoy tienen o administran como propietarios las corporaciones civiles o eclesiásticas de la República”,8 Jesús Carreón solicitó y obtuvo “la venta convencional de los baños que están ubicados en los suburbios de esta ciudad al rumbo oriente, conocidos por de los Arquitos”.9
Carreón era un cincuentón chaparro, gordo, tartamudo y atrabiliario; un miembro conocido del partido liberal en la localidad, un hombre “activo, valiente y apasionado”, “inculto e intolerante”. Diputado al congreso local constituyente de 1857, “no comprendió el espíritu de las instituciones ni las prácticas parlamentarias”. En política seguía “ciegamente” las opiniones de José María Chávez. Había hecho carrera en el ejército, del que llegó a ser coronel. En 1848 secundó la revuelta del padre Jarauta, poniéndose al frente de un cuerpo de la guardia nacional, y en 1852 apoyó el levantamiento del general Yáñez en Jalisco, ocasión en la que él y sus soldados “pelearon denodadamente”, aunque fueron derrotados por completo, pues “cometió la torpeza de escoger para centro de sus operaciones militares la plaza de Guanajuato, donde cuatro años antes había sucumbido una revolución”. “Ese hombre se había labrado una fortuna” que por lo menos en parte tenía sus orígenes en la desamortización de los bienes del clero, dice alguien que lo conocía bien (González, 1881, caps. XII, XIV y XVI). El coronel Carreón sería un buen ejemplo de esa clase de liberales que logró convertir la desamortización en un gran negocio, adquiriendo bienes a precios ridículos, sin tener que hacer siquiera un desembolso inicial (Bazant, 1977, p. 315; Knowlton, 1985, pp. 110-112).
La escritura de compraventa se otorgó el 8 de octubre de 1856, en los términos fijados por el ayuntamiento, que dadas las características de la ley de desamortización no tenía realmente mucho margen de maniobra. La fábrica de los baños se cedió junto con “el uso del agua”, reservándose el cabildo tan sólo una naranja,10 de la que podría disponer “como y cuando lo tenga por conveniente para las fuentes públicas”. Carreón se convirtió igualmente en propietario “del acueducto o trayecto que conduce el agua a los baños desde su nacimiento” y de la “caja o depósito del agua”, pero tenía la obligación de conservar ambas obras “siempre en buen estado”, pudiendo “echar una cortina de calicanto a fin de volver el agua a la caja de donde hoy se filtra”. Después de usarla en los baños, Carreón tenía que regresar el agua a la acequia, exactamente en los términos que se venía haciendo, “pues una vez que salga de los baños el agua ya no le pertenece”.11
Este desagüe, cabe recordar, alimentaba la acequia de Texas, que después de regar en su trayecto las huertas de ese barrio descargaba sus remanentes en el Estanque, con el que se regulaba parcialmente el riego de las huertas de la ciudad. En época de lluvias, la mayor parte del agua del manantial iba a dar al Estanque. La prescripción sobre el hecho de que el agua, después de usada en los baños, “ya no le pertenece” a Carreón, es importantísima y debe insistirse en el hecho fundamental de que el cabildo no vendió la propiedad del agua, sino sólo su uso; aquí está la clave del silencio de los horticultores, que no se opusieron a la desamortización de los baños y el acueducto, a pesar de que eran parte del sistema con que se regaban sus huertas, que como se dijo muchas veces constituían una pieza fundamental de la economía de la ciudad. La mejor prueba de ello se tendría unos años después, cuando dos particulares pidieron que se desamortizara en su favor el Estanque y tuvieron que enfrentar la ruidosa y bien orquestada oposición de los horticultores.
Según la escritura de compraventa de los baños, el canon o censo de 9.60 pesos anuales que se daba a los dueños de la hacienda de Ojocaliente por el terreno en que estaban construidos sería pagado en lo sucesivo por el comprador, lo cual quiere decir que el cabildo consideró que sólo la fábrica material de los baños estaba afectada por la ley de desamortización, pero no el terreno que ocupaban, que era propiedad de particulares. En los términos previstos por la ley de desamortización, se determinó que el valor de los baños resultaría “de los productos líquidos que dieron el año próximo anterior de 1855, capitalizando la cantidad que resulte al 6% anual”. Al respecto, la tesorería municipal informó que se habían recaudado 718 pesos y 3 reales, con lo que el valor de la operación se fijó en 11 973 pesos, cantidad que Carreón reconoció deber al cabildo y garantizó con la fábrica misma de los baños, pagando un rédito o interés anual de 6%.12
Evidentemente, la operación fue muy ventajosa para Carreón, quien se convirtió en dueño de una negociación productiva sin tener que hacer ninguna inversión, corriendo apenas con los gastos derivados de la escrituración. Atado de manos por la ley de desamortización, el cabildo tuvo que desprenderse de una finca muy útil, que generaba un ingreso regular y nada despreciable, pero conservó la propiedad de las aguas del manantial del Ojocaliente, que había controlado en forma monopólica a lo largo de toda la época colonial y que en una fecha tan reciente como 1831 había defendido de las pretensiones de un hacendado rico e influyente. No fue un logro menor, habida cuenta del “frenesí por adjudicarse bienes de corporaciones” que hubo en esos meses en Aguascalientes y en todo el país; según sabemos, no sin dificultades se evitó la desamortización de la finca conocida como Parián, que proporcionaba la quinta parte de los ingresos municipales.13 En un terreno muy sensible, debido a esta operación el ayuntamiento quedó por completo a merced de un particular. Incluso tuvo que desprenderse de la caja de agua y el acueducto, aunque eso en apariencia entrañaba una ventaja, pues el nuevo dueño de los baños tendría que hacerse cargo de las reparaciones. Sin embargo, como fue quedando claro con el paso del tiempo, Carreón y sus sucesores no se preocuparon nunca por la cantidad y la calidad del agua que llegaba a la ciudad, sino tan sólo por el abasto de los baños. La actitud completamente pasiva o resignada del cabildo se advierte también en la forma en que fueron repartidas las aguas: una naranja “para las fuentes públicas” y toda la demás para los baños. En ese momento ni siquiera se trató de medir el caudal del Ojocaliente, sino que se estimaron de manera gruesa las necesidades de las fuentes que había en la ciudad, sin prever que la población crecería y con ella la demanda de líquido. Muchos años después se determinó que el manantial descargaba 16 naranjas de agua, lo que quiere decir que junto con los baños de Los Arquitos el cabildo cedió más de 90% del agua, lo cual tendría implicaciones catastróficas en términos del abasto urbano. Fue un problema del que no se tuvo conciencia en 1856, tal vez por ese “frenesí” al que nos referimos líneas arriba; un problema que no fue enfrentado ni mucho menos resuelto hasta fines de siglo, durante la gestión del gobernador Rafael Arellano
Curiosamente, los únicos que protestaron por la operación fueron dos sobrinos del presbítero Remigio Terán, uno de los cinco patronos que tuvieron en un principio los baños. Argumentando que tenían derechos “de propiedad” sobre uno de los cuartos de baño originales, el que había sido costeado por su tío, le pidieron al cabildo una indemnización, la cual obviamente no les fue concedida. Al parecer el asunto ni siquiera le fue turnado a Jesús Carreón, el nuevo dueño de los baños, quien podría pensarse que era ahora el responsable.14
La propiedad de los baños, 1864-1885
En 1864, a la muerte de Jesús Carreón, los baños de Los Arquitos fueron heredados por su viuda, Josefa García de Carreón.15 Ésta se los vendió en noviembre de 1877 a Ricardo del Valle, en 2 000 pesos,16 quien a su vez, menos de un año después, en junio de 1878, se los traspasó a los hermanos José Refugio, Vicenta y Librado Avelar, en 2 500 pesos.17 Del Valle hizo un buen negocio, pues en sólo ocho meses obtuvo un dividendo de 25% sobre su inversión; de hecho, pudiera pensarse que lo suyo fue una mera especulación y que nunca tuvo la intención de administrar los baños y hacerse cargo de todos los trabajos y dificultades propios de ese establecimiento. Los que tal vez se vieron sorprendidos fueron los hermanos Avelar, que no eran vecinos de la ciudad, sino de la cercana villa de Paso de Sotos (actual Villa Hidalgo), y pudieron creer que el negocio de los baños era bueno, cómodo y seguro.
En todas las operaciones de traspaso, los adquirientes hicieron suyas las obligaciones con que fueron adquiridos los baños por Jesús Carreón en 1856, en especial el censo de 11 793 pesos a favor de la corporación municipal de Aguascalientes, que redituaba un interés de 6% anual, y el canon de 9.70 pesos a favor de los dueños de la hacienda, en cuyos terrenos estaban construidos los baños. En agosto de 1880 los hermanos Avelar solicitaron al cabildo que el censo que reconocían se disminuyera a 5 000 pesos, “por serles evidentemente perjudicial el pago de los réditos consiguientes” a la cantidad original. Argumentaban que la ubicación de los baños (en las afueras de la ciudad) o la dificultad de trasladarse a ellos “cómoda y decentemente”, implicaban que la concurrencia fuera “escasa” y por lo mismo reducidos los ingresos, con los que, según ellos, no bastaba para “cubrir ni en la mitad sus gastos y réditos correspondientes”. Decían también que la reciente y “repentina” apertura de cuartos para baño en el hotel de los hermanos Chávez “vino a empeorar” la situación, pues estaban mejor ubicados (en la calle de Obrador, del otro lado del arroyo), eran más baratos y tenían regulada la temperatura del agua.18 Esta circunstancia de “competencia” no había sido prevista cuando los baños se le vendieron al señor Carreón e implicaba, según ellos, que el valor relativo de los baños de Los Arquitos había disminuido y en esa misma proporción debía ajustarse el censo que reconocían. Para colmo de males, decían, a los baños llegaba menos agua que en la época del señor Carreón, pese a “las recomposiciones continuas del acueducto”; según ellos, no contaban con líquido suficiente “para surtir ni cuatro baños”. La consecuencia lógica de ello era que su establecimiento se había depreciado y tenía que ajustarse a la baja el monto del censo que reconocían.19
El cabildo desestimó por completo el alegato y sólo respondió que no era posible acceder a lo solicitado, pues ello implicaría “menoscabar los intereses” de la corporación. Los hermanos Avelar, convencidos de que habían hecho un mal negocio, dejaron de pagar los intereses del censo, de manera que a fines de 1880 le debían al ayuntamiento 718 pesos, correspondientes a los intereses de todo un año. Apremiados, solicitaron un plazo de seis meses para pagar, lo que en principio se les concedió, pero bajo ciertas condiciones, entre otras, que dieran una garantía hipotecaria adicional que asegurara el pago de los réditos y “la conservación en buen estado de la finca y sus acueductos”.20 Los Avelar no aceptaron, “por no creernos obligados en derecho a hipotecar nuevas fincas”, y porque en general los términos que se les proponían les parecían “bien complejos y ambiguos”. Desesperados, trataron de vender los baños o simularon una operación de traspaso, lo que notificaron al tesorero del ayuntamiento, pero desde luego no pudieron tirar la escritura de traslado correspondiente.21
Vencidos los plazos, el gobierno municipal ejerció la facultad económico-coactiva,22 embargó los baños, actualizó su avalúo y tomó la decisión de rematarlos. El nuevo avalúo de la finca consideró un total de 19 cuartos para baño, 15 “chicos techados de bóveda” y cuatro “grandes”, a más de despacho, corredor, cocina, unos “lavaderos deteriorados”, establo para caballos y el “huerto anexo”, todo con valor de 21 764 pesos, casi el doble de lo que se calculó en 1856, cuando fueron desamortizados a favor de Jesús Carreón. Vendidos a censo de 6% anual, hubieran implicado para el ayuntamiento un ingreso anual de 1 305 pesos. Aparentemente, el cabildo quiso corregir el error que cometió en 1856, obligado por la ley a vender a precio de ganga el establecimiento. La almoneda se llevó a cabo en las oficinas de la tesorería municipal el 18 de mayo de 1882, pero no se presentó ninguna oferta, lo cual puede atribuirse a la atonía económica de la época, pero también al hecho de que en el estado que guardaban, los baños no eran en realidad un buen negocio, cosa de la que estarían muy al tanto los posibles interesados. Ampliado el plazo, la subasta permaneció vacía, considerando incluso la “postura legal”, que suponía un descuento de la tercera parte sobre el avalúo. El comerciante Antonio Puga, dueño de un “acreditado” establecimiento en la calle de los Gallos (hoy Morelos), una de las mejores tiendas de la ciudad (Correa, 1937, p. 207, 1945, pp. 29-30), dijo que presentaría una oferta si los baños se le adjudicaban en los mismos términos que habían sido originalmente desamortizados y si, además, se le permitía redimir el capital “en abonos de a mil pesos”. El ayuntamiento decidió aceptar la oferta de Puga, dejando a salvo su derecho para cobrar a los señores Avelar los 1 155 pesos que debían por más de un año y medio de réditos vencidos. El 22 de mayo se dio posesión de los baños a Puga y el día 31 se otorgó la escritura correspondiente, fijándose el valor de la finca y todas sus mejoras en la cantidad de 11 963 pesos, que era apenas un poco más de la mitad de su valor real. Lo mismo que en 1856, los baños fueron cedidos con el agua del manantial del Ojocaliente y el acueducto, reservándose el ayuntamiento “una naranja de agua de corriente continua o como mejor le parezca” para surtir las fuentes públicas de la ciudad, pero dejando en manos del comprador la obligación de mantener en buen estado el acueducto y la “caja o depósito”. También se concedió al comprador el derecho de regar “un terreno o huerta” anexo a los baños. Los réditos se pagarían por anualidades vencidas y disminuirían en la medida en que Puga fuera redimiendo el capital. El comprador pagaría a los dueños de la hacienda de Ojocaliente “el canon o censo” por el valor del terreno en que estaban construidos los baños, los 9.70 pesos anuales establecidos desde la época de su construcción. Lo mismo que en la escritura primordial de 1856, se previó que “después del uso ordinario del agua y del que ahora se le concede para el riego de la huerta, queda obligado el comprador a hacerla volver para la acequia y bajo el mismo nivel, de la manera que hoy se verifica”.23
Un tercero en discordia
En forma sorpresiva, el remate y la adjudicación de los baños fueron objetados por la señora María Concepción Gámez de Serrano, dueña de la hacienda del Ojocaliente, alegando que el cabildo, que reconocía su “dominio directo” del terreno en que estaban edificados los baños, no le había comunicado su intención de enajenarlos, “por si quisiera adquirir el [dominio] útil haciendo uso del tanto y paga real y efectiva en el término legal”.24 Desde un punto de vista técnico, el error del cabildo consistió en no avisar directamente y con toda la formalidad debida a la dueña de la hacienda de su intención de subastar los baños. Era un error de procedimiento y hasta cierto punto insignificante, considerando la cantidad que la hacienda percibía por el uso de ese terreno (menos de 10 pesos anuales), pero el abogado Urbano Gómez convenció a la señora Gámez de iniciar un juicio para solicitar la nulidad del remate fincado a favor de Antonio Puga. Si el valor real de los baños era de 21 764 pesos y habían sido escriturados en sólo 11 963, el adquiriente había hecho (supuestamente) un magnífico negocio, pero no se había respetado el derecho de la señora Serrano de hacer un primer ofrecimiento.25
En primera instancia, el juez reconoció que el ayuntamiento había cometido el error de no darle aviso “directo e inmediato a la señora Concepción Gámez de Serrano” del remate de los baños de Los Arquitos, “cuyo dominio directo” le pertenecía, pero sentenció que ello no obstante “no ha lugar a decretarse la nulidad de la venta y consiguiente comiso del predio en que se hallan fincados los baños”.26 La sentencia fue apelada por la señora Gámez de Serrano mediante un prolijo escrito que recordaba la historia de la hacienda del Ojocaliente, la servidumbre que existía sobre el agua del manantial y el acueducto, el dominio directo que conservaban sus dueños sobre el terreno en que estaban construidos los baños y, sobre todo, los vicios de forma del remate que se fincó a favor de Antonio Puga. El abogado de la señora Gámez argumentaba que la postura presentada por Puga “no era legalmente aceptable” y debía haberse desechado, que la decisión del cabildo de aceptarla era igualmente irregular y que al final de cuentas “la enajenación se llevó a efecto privadamente, fuera de remate y sin solemnidad alguna por el Ayuntamiento”, lo cual implicaba su nulidad jurídica. Insistía en “la obligación que el enfiteuta [el dueño de los baños] tiene de dar anticipado y formal aviso al Señor [la dueña de la hacienda], del precio que por la cosa censada se le ofrece, so pena de que la enajenación que sin ese formal aviso se hiciere sea nula y que el dueño del dominio directo pueda recobrar el predio por comiso”. Pero, en sentido jurídico estricto, ¿quién era dueño de los baños en el momento del remate: el cabildo o los señores Avelar? En realidad eran estos últimos, pues el ayuntamiento, aunque había procedido al embargo de la finca para asegurarse el pago de lo que se le debía, no podía en forma alguna figurar como propietario, impedido como estaba por la ley de desamortización del 25 de junio de 1856. Si los señores Avelar eran los enfiteutas, a ellos correspondía la obligación de dar a la dueña de la hacienda “el aviso formal y previo de la enajenación que se iba a hacer a favor del señor Puga”, cosa que no había sucedido. Se podía conceder que el cabildo no había procedido como enfiteuta, sino “en nombre de los señores Avelar”, pero ello lo obligaba a “dar el aviso”, lo que no había hecho. De la misma manera, no eran los señores Avelar los que habían vendido los baños, e incluso se podía presumir que la venta se había llevado a cabo “contra su voluntad”, lo que volvía “irregular y vicioso” el remate. En pocas palabras, todo el proceso estaba lleno de anomalías, por lo cual el licenciado Urbano Gómez pidió que se determinara
la nulidad de la venta hecha por el ayuntamiento de esta capital a favor del Sr. Antonio Puga del terreno en que están construidos los baños de Los Arquitos, que tenía en enfiteusis dicha corporación y cuyo dominio directo corresponde a la Sra. Doña Concepción Gámez de Serrano, quien debe recobrar por comiso el predio, abonando al demandado las mejoras existentes.27
El asunto llegó hasta el Supremo Tribunal de Justicia del Estado, en cuya sala se formaron dos bandos: el de los partidarios de la forma, que veían con buenos ojos los muy “correctos y bien acabados alegatos” del abogado Urbano Gómez y querían por lo mismo anular el contrato de venta de los baños a favor de Antonio Puga, y el de los partidarios del fondo, que sin dejar de reconocer los vicios del proceso creían que era más importante cuidar los legítimos intereses del cabildo. En su sentencia, fechada el 17 de abril de 1885, el Supremo reconocía como “fuera de toda duda” el hecho de que la hacienda del Ojocaliente “tiene constituido en enfiteusis el terreno donde están fabricados los baños de Los Arquitos”, cosa que siempre había admitido el ayuntamiento y luego los dueños de los baños, “dándosele cada vez que se ha transferido el dominio útil, el correspondiente aviso por si quiere consolidar o reunir la propiedad”. Sin embargo, no se hizo así en el remate que se fincó a favor de Antonio Puga, pues ni el tesorero municipal ni el escribano que protocolizó la venta de los baños le dieron aviso a la señora Gámez de Serrano, la cual, por esa razón, pudo usar su derecho de tanto y reclamar “el recobro del predio por comiso”. Esta tesis había sido rebatida por el demandado, con el argumento de que el ayuntamiento no había concurrido al remate como vendedor, “sino como acreedor de los señores Avelar”, a más de que el remate había sido públicamente anunciado “por medio de avisos que circularon en el periódico oficial del estado”, lo cual probaba que la almoneda no había tenido un carácter “privado”, como quería el abogado de la señora Gámez de Serrano. Ésta había manifestado por lo menos en forma tácita su acuerdo con el remate y no expresó su “interés en reunir la propiedad”, sino hasta después de que los baños habían sido rematados, luego “de haber visto que se hacían a la finca de los baños algunas reparaciones”, lo que estimuló o despertó su interés.
En los considerandos de su sentencia, el Supremo Tribunal argumentaba que el ayuntamiento había vendido los baños no con carácter de “gestor voluntario” de los señores Avelar, como pretendía el abogado Urbano Gómez, “sino por su propia cuenta, ejercitando el derecho que la ley le concede para hacerse pagar por los deudores morosos”, o sea, la facultad económico-coactiva. También se reconocía que “la venta se anunció por medio de pregones en el periódico oficial y debió llegar al conocimiento no sólo del dueño del dominio directo, sino a todos los individuos de la sociedad”. Por esas y otras razones sentenciaba, en última instancia y sin posibilidad de apelación:
Se declara que por falta de aviso del remate que se verificó de los Baños de los Arquitos de que Don Librado, Don Refugio y Doña Vicenta Avelar fueron enfiteutas y cuyo dominio directo pertenece a la Señora Doña Concepción Gámez de Serrano, no ha lugar al comiso del predio ni la nulidad de la venta que de aquella finca se hizo en remate público.28
En resumen, el abogado Urbano Gómez no logró su propósito de anular el contrato de compraventa de los baños ajustado con Antonio Puga, pero colocó al cabildo en un serio predicamento, e incluso provocó que las finanzas de la corporación se resintieran, pues ésta, para asegurar la validez legal del embargo y del consiguiente remate de los baños, tuvo que emprender en paralelo negociaciones con los hermanos Avelar, que fueron a la postre los involuntarios beneficiados con ese proceso. Cuando la tesorería embargó los baños, los Avelar debían 1 155 pesos, pues habían dejado de abonar durante un año y siete meses los intereses que redituaba el censo que reportaba la finca, cantidad a la que se añadieron “los gastos causados en el juicio o diligencias practicadas por el tesorero municipal para el pago de dichos réditos”. En total, según las cuentas de la tesorería municipal, los Avelar debían 1 335 pesos. El tratar de recuperarlos por la vía judicial implicaba la posibilidad de que los afectados tomaran por oportunismo el partido de la señora Gámez de Serrano e impugnaran el remate fincado a favor de Antonio Puga, pues en ese remate el cabildo figuraba como vendedor y no podía serlo, impedido como estaba por la ley de desamortiza-ción de bienes de corporaciones. Para neutralizarlos, el cabildo tuvo que negociar directamente con ellos, condonándoles la totalidad del adeudo a cambio de que éstos se desistieron formalmente y ante notario “de cuantos derechos pudieran tener […] sea de la clase que fueren” relativos a la venta de los baños; igualmente se desistieron de su derecho “para hacer dichas reclamaciones” y dieron por terminadas “todas las diferencias, sin reservarse acción alguna para el futuro”, devolviendo incluso, “en prueba de su conformidad […] los títulos de propiedad que tenían en su poder”. Por supuesto, fue el cabildo el que se hizo cargo de los gastos relativos a esta negociación, para lo cual, además, tuvo que obtener un permiso especial del Congreso del estado para hacer la condonación a favor de los hermanos Avelar, pues en materia de hacienda pública sus facultades eran muy limitadas.29
Los baños y el mantenimiento de la acequia
En 1856, cuando los baños de Los Arquitos fueron desamortizados, el cabildo cedió también “el uso del agua” del manantial y el acueducto que iba del manantial a los baños, reservándose sólo una naranja “para las fuentes públicas” de la ciudad. Ello tenía la ventaja relativa de que el dueño de los baños iba a cargar con la responsabilidad de conservar la acequia “siempre en buen estado”, pero también implicó que el abasto de agua de la ciudad quedó a merced de un particular, que podía o no aplicarse en la conservación de esa obra. A un lado del acueducto o acequia que llevaba el agua a los baños, había otro, más pequeño, que conducía el agua potable que abastecía las fuentes públicas. Además, a lo largo de la acequia principal hubo siempre “placeres” o charcos que se usaban como baños públicos y lavaderos, lo cual quiere decir que el agua no llegaba limpia ni mucho menos a los baños. La experiencia demostró una y otra vez que los adquirientes de los baños nunca tuvieron ningún sentido de responsabilidad con respecto al abasto público de agua. Con criterios modernos es sorprendente advertir que no se calculó la cantidad de líquido proveída por el manantial y que el cabildo haya estimado en forma tan somera que la naranja de agua que se reservó era suficiente para abastecer las cinco fuentes que por entonces había en la ciudad (Epstein, 1861), sin considerar que con el paso del tiempo la población de la ciudad crecería, el número de fuentes se multiplicaría y emergerían nuevos hábitos de higiene, que elevarían en forma dramática los requerimientos de agua.30
Por otro lado, sería un error concluir que antes de 1856 el cabildo mantenía en perfecto estado la muy pobre infraestructura hidráulica de la ciudad y que la desamortización de los baños haya implicado un dramático parteaguas. El crecimiento de la ciudad, el consiguiente aumento de la demanda de agua, la multiplicación de fuentes públicas, la emergencia de nuevos hábitos de higiene, las demandas de los particulares para construir fuentes de agua en sus casas o sus fábricas, etc., modificaron por completo la percepción que se tenía del agua y de su importancia en la vida diaria; el agua se convirtió en el “vital líquido”, algo que a un lector moderno le parece obvio, pero que era completamente ajeno a la mentalidad de la época en que se realizó la desamortización de los baños, cuando ni siquiera los vecinos más ricos de la ciudad disponían de agua en sus casas. Como escribió Correa (1937, p. 219) a propósito de su padre, un abogado de buena posición y mejor educación, un “enamorado del agua” y las “abluciones matinales”, instalado en el más decente mesón de la ciudad, que para darse ese gusto tenía que trasladarse a los baños de Los Arquitos o a algún otro establecimiento de baños públicos que había en la ciudad; “eso de bañarse en el domicilio sólo a los enfermos se les concede”, añadía resignado, pues había que sacar el agua del pozo (eran muy pocas las casas que contaban con uno), “ponerla al sol para que se tibie y acarrearla después a la tina”, o bien colocar debajo de ésta un “estrambótico” calentador de hojalata, lo que a su vez tenía otros inconvenientes, como el humo y el olor despedidos por el combustible.
Los problemas descritos aquí remiten al deterioro del acueducto, el costo de las reparaciones, la negligencia de los dueños de los baños y la impotencia del cabildo. Cuando se reportaban fallas en el suministro, el jefe político del partido revisaba el acueducto y encontraba fugas, pero los dueños de los baños se limitaban a hacer reparaciones baratas e insuficientes. En febrero de 1871, por ejemplo, las autoridades advirtieron que escaseaba el agua en las fuentes públicas de la ciudad, pero la dueña de los baños aseguró que no había encontrado el punto de la cañería donde se fugaba el agua y contraatacó argumentando que junto a su acequia, que era la que llevaba el agua a los baños y a las fuentes de la ciudad, había otra, “de dominio público”, en la que mucha gente se bañaba o lavaba su ropa. Esta costumbre, por cierto, fue censurada por muchos personajes de la época, como el abogado y periodista Salvador E. Correa, quien habló de “los desórdenes que se cometen en la acequia del Ojocaliente al bañarse juntos hombres y mujeres”.31
A la dueña de los baños estas implicaciones la tenían sin cuidado; ella se decía interesada “en la conservación perfecta del acueducto”, por lo que disponía que “frecuentemente se inspeccione”, pero esa labor se dificultaba porque la acequia pública derramaba en determinados pasajes sus aguas en la suya, lo que impedía localizar el lugar preciso de la avería y sobre todo “hacer la reparación”. En realidad era necesario suspender la corriente mientras se hacía la compostura y luego “darle tiempo para que seque bien”, pero según ella le competía al cabildo dar esta instrucción o tomar las medidas precisas al respecto, pues habría que darle momentáneamente otro cauce al agua y desde luego suspender el abasto a la ciudad.
De manera sintomática, la señora Carreón aprovechó la reprimenda que se le hizo en febrero de 1871 para pasar a la ofensiva, esbozando un diagnóstico según el cual el problema era de la ciudad y le tocaba al cabildo resolverlo, pero no con su agua ni alterando los términos del contrato de desamortización:
Hace tiempo que en mis baños me está faltando el agua y ayer mismo sólo hubo la suficiente para cuatro de ellos, de donde se infiere, o que efectivamente se está derramando y toma otra dirección, o que aumentando el número de fuentes con las tres de los jardines de San Diego, la de la Plazuela de San Juan de Dios y la del patio del Hospital Civil, ya no basta para ellas la naranja de agua que se estipuló en la escritura tener obligación de dar al Ayuntamiento para surtirlas; y si fuere el segundo caso permítame hacerle presente desde ahora que ese aumento de agua para fuentes públicas será en perjuicio de mis intereses, porque los baños carecen de la necesaria para su servicio.32
Desde el punto de vista de la dueña de los baños, lo más importante era que hubiera agua suficiente en su establecimiento y se consideraba perdido el dinero empleado en la reparación del acueducto. A esta convicción se añadía muchas veces la negligencia del ayuntamiento, lo que daba por resultado que los problemas no se atendieran y que sólo emergieran en momentos de crisis, cuando faltaba agua en las fuentes públicas, lo que seguramente acarreaba las protestas de los vecinos y las denuncias en la prensa. A principios de 1876, por ejemplo, el ayuntamiento multó a la señora Carreón por “violar” la segunda cláusula del contrato de adjudicación de los baños, que obligaba a su propietario a mantener en buen estado la acequia. La señora Carreón alegó que el problema no era suyo y solicitó que la multa no se le cobrara, lo cual no le fue concedido, imponiéndosele el consiguiente embargo sobre sus bienes. Ello la obligó a iniciar una gestión judicial, pero pasaron “más de dos meses” sin que un representante del cabildo se presentara en el juzgado y se pudiera proceder al desahogo de las pruebas. El pleito se prolongaba y, podemos estar seguros, el abasto de agua no se regularizaba.33 Casi veinte años después, a mediados de 1894, se señaló que la alameda del Ojocaliente estaba inundada y en un completo abandono, “convertido aquel lugar en una laguna, o mejor dicho en un pantano”, lo que exigía la enérgica intervención del regidor del ramo.34
En estas y otras muchas ocasiones sólo se adoptaron soluciones parciales y baratas, porque el cabildo no tenía dinero, los dueños de los baños trataban de eludir o minimizar su responsabilidad y el diagnóstico técnico del problema tenía un carácter apenas aproximado. No se contaba con un plano de las obras, las cañerías se encimaban y ni siquiera se había medido la cantidad de agua que descargaba el manantial. Esto último debía interesarles a los dueños de los baños, que lo eran también del agua que excediera la naranja cedida al ayuntamiento para el abasto de las fuentes públicas, pero ellos sólo se alarmaban cuando veían que el agua que llegaba a los baños era insuficiente. En realidad, lo que sucedía con frecuencia es que el cabildo culpaba a los dueños de los baños de los problemas y éstos se defendían alegando que no estaba en sus manos resolverlos, por los costos que ello implicaba o porque en su opinión el asunto competía al cabildo. En el contexto del juicio al que aludimos en el párrafo anterior, el cabildo acusó a la señora Carreón de “cortar el agua que surte a las fuentes públicas”, pero ésta se defendió diciendo que eso no era cierto; que el problema tenía que ver con “la acción incesante del agua, la antigüedad del [acueducto] y su poca solidez”, lo que ocasionaba “una gran filtración”, hasta el punto de que el agua no bastaba para “surtir las fuentes públicas”, pero tampoco para abastecer “ni siquiera dos de los baños que me pertenecen”. Según esta argumentación, el problema la rebasaba y ella era víctima, al igual que el público, pues la gente no tenía agua ni en las fuentes públicas ni en los baños. Carreón añadía que cada vez que se ofrecía hacía las reparaciones necesarias en el acueducto y que de ninguna manera consideraba haber infringido el reglamento de regadíos, pues toda el agua usada en los baños era descargada en la acequia de Texas, que alimentaba el Estanque, de donde la tomaba el ayuntamiento para regular el riego de las huertas.35
La forma en que las composturas parciales fueron creando con el paso del tiempo un problema mayor, de muy difícil y costosa solución, puede ilustrarse con una denuncia que hizo el jefe político Juan Cardona, en enero de 1880, de la “escasez de agua” que se observaba en las “fuentes públicas” de la ciudad. Explicando el tema de la propiedad de los baños, el presidente municipal Luis de la Rosa dijo que la corporación sólo era dueña de una naranja de agua, pero que incluso así sus derechos eran relativos o virtuales, porque el acueducto consistía apenas en “un caño simple” a lo largo del cual había muchas fugas, lo que tenía como resultado “que las más veces en el repartidero respectivo para los baños y las fuentes, no da la cantidad de agua suficiente”. En ese momento se hacía “una compostura”, lo que exigía dejar sin agua las fuentes, pues de otra manera no se podían efectuar los trabajos, pero lo más grave era que éstos “no llenan las condiciones precisas para evitar la pérdida del agua”, lo que al jefe político le constaba de manera personal, porque junto con el alcalde había realizado una inspección o “vista de ojos a aquellos trabajos”. No se dice, pero se puede sobrentender que una reparación a fondo era muy costosa y técnicamente complicada, lo que la ponía lejos del alcance de los dueños de los baños o el cabildo.36
En diciembre de ese mismo año, el jefe político se dirigía de nuevo al presidente municipal, quejándose de “la absoluta falta de agua en las fuentes públicas”, lo cual se debía a que en algunos tramos el acueducto estaba destruido. Los dueños de los baños estaban haciendo “la compostura”, pero los trabajos avanzaban en forma tan lenta y su carácter era “tan provisional”, que no iban a durar más que un mes o poco más, lo que implicaba que los habitantes de la ciudad seguirían careciendo de agua. Por aparte, el jefe político se refería al estado lamentable de “la acequia que sirve para el uso del público”, la que se usaba en forma gratuita como baño y lavadero; ahí había no “filtraciones”, sino “verdaderos manantiales” que tenían inundado “una parte del camino que conduce a los baños grandes”. En esta denuncia puede apreciarse la complejidad del problema, pues el propietario de los baños no cuidaba como debía el acueducto y el cabildo no cumplía su obligación de abastecer de agua las fuentes públicas, pero tampoco le daba a la acequia el mantenimiento mínimo.37
Un poco después, a mediados de 1882, cuando acababa de adquirir en remate la propiedad de los baños, Antonio Puga se propuso reparar el acueducto y aumentar la cantidad de agua que llegaba a los baños. Es posible suponer que actuaba de buena fe, aunque de ninguna manera en forma filantrópica: sencillamente quería sacar el mayor provecho posible de su negocio. Sin embargo, pronto descubrió que eso iba a ser más difícil de lo que había pensado:
Al emprender las reparaciones que son necesarias, tropecé luego con el obstáculo de que la acequia pública está construida encima del caño que sirve para desagüe de los baños, lo que impide absolutamente poderlo limpiar y por cuyo motivo están inutilizados tres de los primeros baños. Además, como el agua de la referida acequia corre paralela con la del acueducto que sirve para surtir las fuentes públicas de la ciudad, no es posible advertir si hay [filtraciones] y aunque se notaran, no podrían evitarse por impedir la compostura la corriente continua del agua. Para evitar tan graves males, será preciso dar otro orden a la construcción de esa parte de la obra, ya sea cambiando el curso del agua de la acequia fuera de las paredes donde ahora está construida, hacia la espalda de los mismo baños o bien cambiar la forma que ahora tiene, pero de una manera que deje libre y expedito el caño de desagüe de los baños, facilitando a la vez para lo sucesivo, las composturas necesarias al acueducto de las fuentes en ese trayecto.
En un plan meramente técnico, este problema fue diagnosticado por Díaz de León (1892, p. 201), quien señaló que la causa era “la diferencia de altura entre la hidroteca”, o sea, la “caja” o charco en que se acumulaba el agua del manantial, y “el codo del hidrante en las fuentes públicas”, diferencia que provocaba que “la presión sea muy fuerte y determine con frecuencia la rotura de la cañería”; ésta, por su parte, estaba formada por “tubos de barro unidos por una soldadura especial”. Puga ofrecía llegar por su cuenta a un arreglo con los dueños de la hacienda del Ojocaliente, sobre cuyos terrenos corría la acequia, y hacerse cargo de los gastos derivados de la reparación, pero pedía a cambio que se le concediera “el uso del agua […] a su tránsito por mi propiedad, sin aprovecharla en cosa alguna que se consuma, ni que impida el uso a que está destinada”. En otras palabras, quería aprovechar el agua en sus baños, situándola luego en la acequia de Texas, que como sabemos descargaba en el Estanque. En respuesta, la Comisión de Aguas del cabildo le permitió a Puga desviar “el agua de la acequia pública” hasta el “punto que crea más conveniente” y usarla en sus baños, “siempre que no la gaste” y la devolviera a la acequia “sin desviar su nivel”.38
La evidencia documental disponible demuestra que las reparaciones que se hicieron en esa y otras ocasiones fueron provisionales y que de ninguna manera implicaron una verdadera solución del problema ni la utilización óptima del agua del manantial, con los criterios que proveía la ciencia moderna. Tampoco se resolvió nunca el problema de la escasez de agua en los baños de Los Arquitos y en las fuentes públicas de la ciudad, aunque como quedó claro después el problema remitía en buena medida a las grandes mermas que sufría el agua en su trayecto del manantial a los baños. Sólo tres años después, en septiembre de 1885, se lamentaba en el seno del cabildo la “mucha escasez” de agua que había en “las fuentes públicas de la ciudad”, lo cual se debía a las “roturas o filtraciones de consideración” que había en la acequia, las cuales “necesitan de una reparación pronta y eficaz”. ¿Qué había pasado con las reparaciones que acababan de hacerse y a las que por cierto no se alude? Lo más probable es que hubieran sido simples parches que resolvieron sólo de manera aparente y momentánea el problema. Como sea, se le recordaba al dueño de los baños su “obligación” de “conservar en buen estado del acueducto”.39 La experiencia demostró una y otra vez, a lo largo de 40 años, que las reparaciones parciales no resolvían el problema y que en realidad era necesaria una reconstrucción completa de la acequia, lo cual no era obligación de los dueños de los baños, por lo menos en sentido estricto; el contrato de desamortización los obligaba a mantener “en buen estado” la caja de agua y el acueducto, pero no a rehacerlos por completo. Por su parte, el cabildo podía admitir que el problema le competía, pero carecía de los medios financieros y técnicos para acometer una empresa de esa envergadura. Como se verá, fue finalmente el gobierno del estado el que se hizo cargo de la situación.
Reconstrucción de la acequia
En realidad, el problema era tan grande que exigía una intervención mayor y muy costosa, lo que lo ponía lejos del alcance del cabildo, que no tenía dinero. No por casualidad, apenas instalado en el cargo, el gobernador, Rafael Arellano, dio pasos concretos y bien meditados en la dirección correcta. En diciembre de 1895, cuando tomó posesión, encontró que la acequia y el acueducto del Ojocaliente “se encontraban en un estado de deterioro lamentable”, por lo que ordenó su reconstrucción, repartiendo los gastos entre el gobierno del estado, la tesorería municipal y la Junta de Beneficencia (Arellano, 1899, caps. XXIII-XXIV). Sin embargo, lejos de atropellar a la corporación municipal e invadir el ámbito de sus atribuciones, tomó la razonable decisión de sumarla al esfuerzo, lo que facilitó los trabajos y permitió que la gran obra de renovación del sistema de abasto de agua arribara a buen puerto en el plazo de su mandato (Gómez Serrano, 2016).
Una de las primeras cosas que se hizo fue ordenar peritajes y estudios de carácter técnico. Puede parecer extraño, pero casi cuarenta años después de desamortizados los baños de Los Arquitos no se sabía cuánta agua producía el manantial, cuánta llegaba a los baños y cuánta se perdía en el camino. Se tenía la idea de que el desabasto y la insuficiencia de los riegos de las huertas se debían al hecho de que con el paso del tiempo había disminuido el agua disponible, pero en realidad nunca se hicieron mediciones serias. Por otra parte, la naranja de agua que en el contrato de desamortización de 1856 se reservó para el abasto de las fuentes públicas fue cada vez más insuficiente, pues la población no dejó de crecer y las fuentes públicas se multiplicaron. En enero de 1895, sólo un año antes de que se emprendiera la reforma radical del sistema, el cabildo lamentaba que esa poca agua era insuficiente “para surtir las fuentes públicas […] en la estación calurosa”, por lo que no podía obsequiar-se la solicitud de un empleado del Ferrocarril Central que quería “regar un pequeño jardín”; por lo demás, si el agua faltaba en las huertas, parecía completa-mente “superfluo” darla “para regar jardines”.40
Arellano pidió que se determinara con exactitud “la cantidad de agua que rinde el manantial del Ojocaliente”, la que llegaba a los baños de los Arquitos y “la que realmente utilizan éstos”, así como el estado de la “caja de agua” o represa que había a los pies del manantial. Se determinó que el manantial descargaba 1 037 litros de agua por minuto, “equivalentes a dieciséis naranjas”, y que el acueducto o acequia medía 1 300 metros y estaba lleno de filtraciones que se derramaban en “la acequia pública de riego” o formaban “pequeños pantanos”, lo que provocaba que en la caja repartidora de los baños de Los Arquitos sólo se depositaran 734 litros de agua por minuto, perdiéndose en el trayecto casi la tercera parte del caudal. Este sencillo cálculo constituía casi un hito, pues por primera vez en la historia de la ciudad se sabía con rigor cuánta agua producía el manantial que la había mantenido con vida durante más de trescientos años y, sobre todo, cuánta llegaba al lugar en el que se dividía entre los baños de Los Arquitos y la acequia que alimentaba las fuentes públicas.41
En forma simultánea, el gobernador obtuvo del cabildo las facultades que necesitaba para negociar con la dueña de los baños de Los Arquitos un nuevo contrato, que dejara para beneficio de la ciudad el caudal excedente que se obtendría con la reparación del acueducto. Claramente, el asunto estaba dentro de la órbita de las facultades municipales, pues era la corporación la que había firmado el con-trato de desamortización de los baños y tenía la responsabilidad del abasto de agua en la ciudad y del riego de sus huertas, pero Arellano convirtió el asunto en una de las prioridades de su administración y no se detuvo ante ningún obstáculo. Debido tal vez a los términos de claro beneficio público en que fue planteada la cuestión, el cabildo se limitó a cooperar, sin reclamar más protagonismo del que se le asignó. En una comunicación fechada el 9 de abril de 1896, Arellano daba por sentada la necesidad de reconstruir el acueducto, a fin de que dejara de perderse tanta agua, pero debería asegurarse que el volumen excedente “quedará en beneficio del municipio”. Para lograr eso le pedía al cabildo que lo facultara para que, en su representación, procurara la modificación del contrato que había con la dueña de los baños de Los Arquitos, “en el sentido de que construyéndose un nuevo acueducto para el servicio de dichos baños y de las fuentes públicas, quede a favor del municipio el agua que pueda obtenerse de aumento respecto de la que hoy utilizan aquellos baños para su servicio”.42
En forma muy rápida se dio trámite a esta solicitud. La comisión que estudió el asunto recordó que la dueña de los baños era la responsable de mantener en buenas condiciones el acueducto, pero que debido a su pésimo estado se perdían casi cinco naranjas de agua. Si se reparaba el acueducto y esa agua se añadía a la naranja de la que ya se disponía, sería posible vender “concesiones para uso de fuentes en las casas particulares”, lo que a su vez se traduciría en un nuevo arbitrio “de pingüe y segura utilidad”. Siendo el agua un elemento de tanta importancia en la vida de cualquier ciudad, el ayuntamiento tenía el “deber ineludible” de procurar que mejorara el abasto. La comisión recordó además que eran bien conocidas la “constancia y laboriosidad” del gobernador en todos los asuntos relacionados con “el bien público”, lo que aconsejaba ponerse en sus manos. De esta manera, sin más trámites ni dilaciones, se le autorizó para que en su representación gestionara la modificación del contrato que existía entre la corporación y la dueña de los baños de Los Arquitos, “en el sentido de que construyéndose un nuevo acueducto para el servicio de dichos baños y las fuentes públicas, quede a favor del municipio el agua que puede obtenerse de aumento respecto de la que hoy utilizan aquellos baños para su servicio”.43
En el despacho del gobernador se diseñaron las “bases preliminares” del nuevo contrato que se ofrecería a la señora Bernarda Mancilla viuda de Puga, dueña de los baños de Los Arquitos. La cantidad de agua de la que disponía la señora seria medida con “un procedimiento enteramente científico” y la medición se practicaría “en el lugar en que se separa la parte destinada a las fuentes de la ciudad”. Haciéndose cargo de los gastos, el ayuntamiento se obligaría “a construir en las mejores condiciones posibles el acueducto que sirve a los baños y fuentes y a conservarlo en buen estado, a perpetuidad”; la viuda de Puga haría una aportación única de 300 pesos “para la construcción del mismo acueducto”. Se preveía que una vez construido y en operaciones el nuevo acueducto, se mediría de nueva cuenta el caudal de agua, “con objeto de determinar la cantidad que pueda aumentar debido a la mejor construcción del acueducto”. La cantidad adicional obtenida, añadida a la naranja que garantizaba desde 1856 el contrato de desamortización de los baños, “quedará a beneficio y como propiedad de la ciudad, sin perjuicio de la señora Puga, supuesto que le quedará el uso de una cantidad de agua enteramente igual a la que hoy utiliza para el servicio de los baños”. Se preveía también la construcción de una nueva caja repartidora “que distribuya con precisión el agua que conforme a este contrato corresponda a cada uno de los contratantes”. Las medidas serían hechas por dos peritos “nombrados por cada una de las partes contratantes”, los cuales, “en caso de no ponerse de acuerdo, nombrarán ellos mismos un tercero que decida sobre la diferencia”.44
La propuesta era razonable para la señora Puga, pues se le garantizaba que dispondría de la misma cantidad de agua que alimentaban sus baños y se le relevaba de la obligación que tenía de conservar “en buen estado” y a sus expensas el acueducto y la caja de agua. Como explícitamente decía una de las bases propuestas, “la señora Puga dispondrá después de hecho el acueducto, de la misma cantidad de agua de que hoy dispone para los baños, y el Ayuntamiento dispondrá libremente de la que pueda obtenerse por el aumento”. Sin embargo, para sorpresa del gobernador, la señora Puga tomó tiempo para estudiar las bases que se le propusieron y al final de cuentas resolvió que eran “inadmisibles y por lo mismo inaceptables a sus derechos e intereses”. Con algo que parece enfado, el gobernador informó al acabildo del resultado de sus gestiones, limitándose a señalar que el arreglo que propuso “no pudo prosperar”.
En esta ocasión, sin embargo, el cabildo y el propio gobernador no estaban dispuestos a cejar en su empeño, razón por la cual se exploró la vía judicial. Por principio de cuentas se determinó que la señora Mancilla de Puga había faltado a la obligación que tenía “de conservar el acueducto y depósito del agua en buen estado”, según se había establecido en el contrato de adjudicación de los baños de los Arquitos celebrado a favor de Antonio Puga. Por esa razón, con fecha 21 de diciembre de 1896, el cabildo en pleno acordó facultar a su síndico procurador, el licenciado Guadalupe López Velarde, padre del poeta, “para que exija judicialmente la rescisión [del contrato] formalizado el 31 de mayo de 1882, entre el Ayuntamiento referido y el señor don Antonio Puga”. Los seis meses trascurridos entre las gestiones amistosas del gobernador y esta resolución sugieren que se intentó un acuerdo privado con la señora Puga, pero que ésta no aceptó ninguna propuesta. Durante el juicio, la viuda de Puga argumentó que la propuesta del gobernador le ocasionaba perjuicios “de gravísima importancia”, pero la piedra angular de su defensa era una argucia jurídica: los baños habían sido adquiridos en remate y no mediante un contrato de compraventa, “y bien se sabe cuán distinto es un contrato de un remate y cuan distintos efectos jurídicos producen uno y otro”. Ello implicaba, según sus abogados, que no existían “vínculos jurídicos” que la obligaran a mantener en buen estado el acueducto y garantizar el abasto de agua de la ciudad. Además, si ese contrato era rescindido los baños volverían a ser propiedad del cabildo, lo cual implicaría una violación de las leyes de desamortización.45
Tal vez a la vista del curso incierto que podía tomar el juicio, tratando además de ganar tiempo, López Velarde llegó finalmente a un acuerdo privado con el mayor Alfredo M. Raphall, apoderado de la señora. A la postre, como dijo el gobernador, “sin grandes dificultades” fue posible conciliar las diferencias que había “entre el ayuntamiento y el propietario de los baños” (Arellano, 1899, cap. XXIV). En parte, las condiciones pactadas eran una repetición de las que se ofrecieron originalmente por medio del gobernador Arellano, lo cual quiere decir que no se cedió un ápice en lo fundamental, pero se añadieron ocho cláusulas que disipaban las dudas que aparentemente tenía la señora viuda de Puga. Se estableció que el ayuntamiento se haría cargo de la “conservación, mejora y cuidado del manantial que provee a los baños de Los Arquitos y fuentes de la población, así como la reparación de los muros que lo encierran y a los cuales se les ha dado el nombre de Caja de Agua”. Se previó que “en el remoto pero posible caso de que el producto del manantial disminuya de un modo extraordinario, de tal suerte que pueda considerarse reducido de un modo permanente, se reducirán también en proporciones las cantidades de agua que corresponden al Ayuntamiento y a la señora Puga, conforme a este contrato, debiendo en todo caso, quedar íntegra la naranja de agua que hasta hoy se ha destinado al abastecimiento de las fuentes de la ciudad”. Cuando faltara agua en los baños por causa de las obras de construcción o reparación de la caja de agua, el acueducto o la caja repartidora, el ayuntamiento estaría obligado a indemnizar a la señora Puga. Como la construcción del nuevo acueducto no podía hacerse hasta que hubieran terminado los trabajos que se hacían en la acequia “para el regadío”, la señora Puga se obligaba “a conservar en el mejor estado de servicio que sea posible el acueducto que hoy conduce el agua para los baños de Los Arquitos y fuentes públicas de la ciudad”. También se preveía que los gastos de peritaje “serán expensados por ambas partes, quedando a cargo de cada una el pago del perito que renombrare y si sólo se nombrare un perito, será pagado por ambas partes”; que la señora Puga se haría cargo de los gastos que había causado “el juicio que contra ella ha tenido que promover el Ayuntamiento en demanda de sus derechos” y que todo sería elevado a escritura pública, con lo cual quedaría legalmente modificado el contrato de adjudicación de los baños de 1882 a favor de Antonio Puga. La nueva escritura se otorgó sin muchas dilaciones, el 25 de febrero de 1897, añadiéndose tan sólo un calendario relacionado con el pago de la aportación de 300 pesos que debía hacer la viuda de Puga para el nuevo acueducto, la facultad que tenía el cabildo para determinar el paraje en el que debía construirse la caja repartidora y el hecho muy importante de que el ayuntamiento se haría cargo “en todo tiempo [de] la conservación, mejora y cuidado del manantial, así como [de] la reparación de los muros que lo encierran”, lo cual implicaba que “todos los gastos” relacionados con ello correrían por cuenta de la corporación. Por último, por razones de “amistad” del síndico López Velarde con el mayor Raphall “y por consideración a la señora Mancillas viuda de Puga”, se convino en ajustar en 200 pesos “las costas y gastos” derivados del juicio iniciado contra esta última, a pesar de que tan sólo las costas, “liquidadas conforme a arancel, valen una cantidad mucho mayor”.46
En la escritura aludida se preveía que, “después de hecho el acueducto”, se daría a los baños “la misma cantidad de agua de que hoy disponen”, correspondiendo al ayuntamiento “la que pueda obtenerse por el aumento”. Dicha cantidad fue medida el 13 de junio de 1898, “antes de hacerse la demolición del antiguo acueducto”, determinándose que los baños recibían 347.3 litros por minuto.47
La construcción del nuevo acueducto supuso la transformación de la acequia original, que serpenteaba y seguía el curso original del arroyo que formaban los escurrimientos del manantial, en una calzada completamente recta, un paseo arbolado trazado según criterios urbanísticos modernos (Espinosa, 1900, p. 25; Martínez Delgado, 2009, p. 127). La nueva avenida fue inaugurada el 16 de septiembre de 1899, con un “festival” al que acudió “lo más selecto de nuestra sociedad” y en el que hubo “juegos de sortija y carreras en bicicleta”; “por acuerdo especial del ayuntamiento” se le impuso el nombre de su promotor, el gobernador Rafael Arellano,48 convirtiéndose de inmediato en la avenida más importante de la ciudad, una extensa y vistosa calzada, una réplica a escala local del Paseo de la Reforma de la ciudad de México. Al mismo tiempo se reconstruyeron la acequia que llevaba el agua de los riegos de las huertas y el acueducto que llevaba agua limpia hasta la caja en donde se distribuía el líquido entre los baños de los Arquitos y la cañería que abastecía las fuentes públicas de la ciudad.
Reconfiguración de las relaciones de poder
Gracias a los manantiales, que proveían grandes cantidades de aguas termales, en la ciudad estaba relativamente extendida desde siempre la costumbre de bañarse; “la gente acomodada” usaba las piscinas y tinas de los baños de Los Arquitos, mientras que “la clase pobre” se bañaba en el Estanque o directamente en las acequias (Díaz de León, 1892, pp. 220, 222). Las obras patrocinadas por el gobernador Arellano transformaron la ciudad y mejoraron en forma sustancial el sistema de abasto de agua potable, pero también incidieron directamente en los baños de Los Arquitos, que eran el punto de partida de la nueva calzada. Aunque su dueña se resistió en un principio a aceptar la modificación del contrato que tenía con el ayuntamiento, no habrá tardado mucho tiempo en apreciar las grandes ventajas que las obras acarreaban para su negocio. La estación del Ferrocarril Central, los gigantescos talleres que esta empresa inauguró en 1903 al otro lado de las vías y la calzada con sus nuevos acueductos, su arboleda y su servicio de tranvías supusieron una transformación radical de toda esa zona de la ciudad, en la que incluso empezaron a planearse colonias para obreros. Y esa ciudad “moderna”, que era la prueba más visible de que el progreso había llegado a Aguascalientes, tenía como uno de sus atractivos los baños de Los Arquitos. Por los días en que se formaban en el horizonte los negros nubarrones que presagiaban la revolución y su inmensa ola destructiva, los baños de Los Arquitos se anunciaban como “un lugar de recreo entre árboles y flores, música y alegría” (figura 2); a los visitantes se les aseguraba que los domingos y los demás días festivos podían pasar un “rato agradable” en el jardín de la finca bebiendo iron beer, chocolate caliente o sodas minerales, comiendo sandwiches y escuchando a un conjunto de cuerdas que interpretaba “sus mejores piezas”.49
Pero la revolución lo cambió todo y en pocos meses el optimismo que transmitían esos mensajes se convirtió en angustia e inconformidad. Entre 1910 y 1911, bajo los auspicios del gobernador Alejandro Vázquez del Mercado, se llevó a cabo una segunda y costosa reforma del sistema de abasto de agua potable (Delgado Aguilar, 2011, pp. 106-116; Martínez Delgado, 2009, pp. 177-189). La Compañía Bancaria de Fomento y Bienes Raíces, con la que se contrataron las obras, tomó la decisión aparentemente absurda de cegar el manantial y construir un tanque elevado de almacenamiento de agua, el cual alimentaría la nueva red de abasto (y los baños de Los Arquitos). Pero las obras se hicieron mal y de prisa, pues tuvieron que entregarse en mayo de 1911, antes de que Váz-
quez del Mercado renunciara a su cargo y se refugiara en la ciudad de México. Esas obras, que costaron más de un millón de pesos y dejaron hipotecadas las finanzas públicas a largo plazo, no sólo no dieron los resultados apetecidos (la mejora integral del servicio de abasto de agua potable de la ciudad), sino que arruinaron las sencillas pero útiles obras patrocinadas sólo diez años atrás por el gobernador Arellano.
La señora Bernarda Mancillas viuda de Puga estaba segura de que sus baños no recibían los 347.3 litros de agua por minuto garantizados por el contrato de 1897, sino apenas un poco más de la mitad, sin considerar el hecho de que el ayuntamiento hacía caso omiso de su obligación de conservar el manantial y los acueductos en buen estado. A principios de 1912, un par de regidores realizaron una inspección de los baños, midieron el caudal que recibían y no tuvieron más remedio que darle la razón a la señora Mancillas, aunque alegaron que la culpa no era del cabildo, sino de la empresa que había hecho las nuevas obras de abasto, pues el bombeo de las aguas del manantial había provocado que disminuyera su nivel y, en consecuencia, que se viera afectado el suministro de agua en toda la ciudad, no sólo en los baños (Delgado Aguilar, 2011, pp. 235-236). Sin embargo, se tenía la esperanza de que el problema se resolviera pronto, pues la legislatura había declarado “insubsistentes” los contratos firmados entre el gobierno del estado y la Compañía Bancaria, lo que debía traducirse en la restitución al ayuntamiento de las facultades que tenía en materia de abasto de agua.50
Pero lejos de resolverse, los problemas se agravaron, porque esa medida tenía un carácter político, no técnico, y el propósito muy legítimo del gobierno era desconocer el inmenso fardo que había sido puesto sobre las raquíticas finanzas públicas, no resolver el tema del abasto de agua. De hecho, abundan entre 1912 y 1914 las quejas de las hijas y herederas de la señora Mancillas, en el sentido de que los baños carecían por completo de agua, lo que ellas atribuían al descuido del cabildo, que tenía abandonadas las obras de almacenamiento y distribución, aunque había que tomar también en cuenta el carácter atrabiliario de un alcalde, que suspendió el abasto de agua durante las noches a los baños, sin importarle que eso entrañara una nueva violación del contrato de 1897, que se suponía vigente.51
Por otra parte, hay documentos que sugieren que la calidad del servicio que se daba en este establecimiento decayó en forma alarmante. El 15 de junio de 1920, por ejemplo, los baños fueron inspeccionados por dos regidores, quienes los encontraron "en pésimas condiciones, tanto en lo relativo a su higiene como a su servicio". pues "el mozo encargado del aseo está atacado de una infección de la piel de las manos, los estropajos se usan dos veces […] la alberca se encuentra igualmente sucia, llena de cieno, de basuras y mugre” y las tinas no tenían llaves, empleándose en su lugar “tapones de madera con ajustes de trapos muy viejos y sucios”. El dictamen era demoledor y sin ambages se recomendaba que los baños fueran cerrados si no se lograba que sus dueños atendieran como debían un negocio de esa naturaleza, pues tal como estaban eran “un foco de infección y peligro” para sus usuarios. En marcado contraste, los mismos regidores encontraron que los “baños grandes” se hallaban “en buen estado de limpieza e higiene”.52 Habían transcurrido menos de diez años desde la época en que los baños de Los Arquitos se anunciaban como un hermoso e higiénico “lugar de recreo”, pero el servicio que brindaban distaba mucho de esa imagen idílica y quedaba claro que la culpa no podía echarse por completo a las dificultades para abastecerse de agua. Con alguna frecuencia llegaban a la prensa quejas sobre la dudosa limpieza de las albercas y baños, lo que motivó una reflexión sobre el supuesto carácter higiénico de esa clase de establecimientos, pues había en ellos tal cantidad de “microbios” que bien podía suceder que las personas que iban ahí “con la idea de asear su cuerpo” se contagiaran de “alguna infección”. De hecho, en varias ocasiones los baños fueron clausurados alegando su falta de higiene.53
El país se pacificó y las actividades fueron recuperando poco a poco su normalidad, pero los problemas de abasto de agua no sólo no se resolvieron, sino que se complicaron, pues al crecimiento de la ciudad y el consiguiente aumento en la demanda para usos domésticos se añadió la creciente injerencia del gobierno federal en materia de aguas. Como resume Martín Sánchez Rodríguez (2005, pp. 142-143, 150-151), el proceso de centralización de los recursos hidráulicos en manos del gobierno federal fue largo y complejo; se puede remitir a la Ley General de Vías de Comunicación de 1888, a la que se añadieron la ley de aguas de 1910 y el artículo 27 de la Constitución de 1917, que declaró que la nación ejercía sobre las aguas un dominio “inalienable e imprescriptible”, siendo el gobierno federal la única entidad facultada para concesionar su uso a los particulares. La culminación de este proceso de “pérdida paulatina” de las facultades que durante siglos habían ejercido los cabildos se dio en 1947, con la creación de la Secretaría de Recursos Hidráulicos. La lucha por el control del agua es uno de los terrenos en los que se pueden advertir claramente los hilos de continuidad que unen el porfiriato con el nuevo régimen emanado de la revolución y no deja de ser “una ironía de la historia” que los sepultureros de un régimen lo hayan llevado al mismo tiempo a su perfección, como le dijo Jean Meyer en entrevista a Christopher Domínguez Michael (2012, p. 368).54 Una de las claves radica en la absoluta “superioridad financiera y tecnológica” que detentaba el gobierno federal, que lo hacía capaz de “diseñar y emprender obras de abasto e irrigación que estaban fuera del alcance de las autoridades locales”; a través del Banco Nacional Hipotecario, Urbano y de Obras Públicas el gobierno federal otorgaba créditos para la construcción de sistemas de abasto de agua y drenaje, entre otras cosas, pero a cambio las autoridades locales cedían “la administración del servicio público correspondiente, incluyendo el manejo de los ingresos en caso de que se cobrara alguna tarifa, como ocurría con el abasto de agua”. Como era de esperarse, este proceso de centralización “desató múltiples resistencias” y “uno de los principales bastiones de oposición” fueron los ayuntamientos, que a lo largo de toda la época colonial y el siglo XIX habían desempeñado un papel protagónico en este terreno (Delgado Aguilar, 2011, pp. 126-127).
Pero como es sabido, las historias locales están llenas de entresijos y sorprendentes complicaciones, producto de las circunstancias, de tal manera que “el fortalecimiento del gobierno federal” no se tradujo siempre ni automáticamente “en la imposición de los intereses del centro sobre los grupos e instituciones locales”, sino en “una reconfiguración de las relaciones de poder a nivel regional”. En Aguascalientes, un episodio clave del intervencionismo federal fue la nacionalización del río San Pedro, el principal de la jurisdicción, a la que el gobernador Rafael Arellano Valle (1920-1924) se opuso inútilmente. A ello se añadió la nacionalización del manantial del Ojocaliente, impulsada por la Secretaría de Agricultura y Fomento y decretada el 14 de enero de 1929. El cabildo se defendió con todos los medios a su alcance y por supuesto exhibió el título de composición de 1644, piedra angular de sus derechos a esas aguas, pero todo fue inútil, pues la decisión del gobierno federal de cambiar las reglas del juego era irrevocable (Delgado Aguilar, 2011, pp. 128-132).
La relación entre los dueños de los baños de los Arquitos, el cabildo de Aguascalientes y el gobierno federal proporciona un ejemplo perfecto de esta reconfiguración de las relaciones de poder. En 1921 las hijas de la señora Mancillas obtuvieron del cabildo una concesión que se antoja extraordinaria para cavar un pozo en el manantial del Ojocaliente que abasteciera en forma exclusiva sus baños. Al mismo tiempo, por lo que parece, introdujeron mejoras y anunciaban en la prensa local que sus baños eran higiénicos, que los precios eran “bajos” y que a la clientela se ofrecía “un esmerado servicio”.55 Gracias a ese pozo pudo construirse la “alberca Puga”, la primera piscina que hubo en la ciudad, que tenía forma elíptica y unos 25 metros de largo; Heliodoro Martínez López (1978, pp. 29-30) recuerda que él y sus amigos iban a nadar en ella todos los sábados y realizaban una "hazaña" consistente en atravesarla en ambos sentidos. "nadando bajo el agua". Algunos años después, en 1928, se rescidió por mutuo acuerdo el contrato de 1897, con lo que las dueñas de los baños tomaron a su cargo "la conservación, mejora y cuidado del manantial, así como la reparación de los muros que lo encierran y el canal que conduce el líquido a los baños". Pero casi enseguida vino la mencionada nacionalización del manantial del Ojocaliente, lo que implicó, por así decirlo, la intrusión del gobierno federal y el desplazamiento del local. De inmediato, las dueñas de los baños le pidieron a la Secretaría de Agricultura y Fomento "la confirmación de sus derechos para utilizar las aguas de los manantiales", a razón de "59 litros por segundo" y un litro más por segundo "destinado al riego de la huerta y el jardin" (Delgado Aguilar, 2011. p.236).
La respuesta del cabildo no se hizo esperar, pues unió fuerzas con la legislatura local, la cual decretó, el 31 de enero de 1930, “la expropiación, por cuenta del gobierno del estado, de los manantiales de la hacienda de Ojocaliente, que abastecen de agua a la ciudad”. Obviamente, el gobierno federal no se quedó cruzado de brazos y exigió la derogación de ese decreto, argumentando que era inconstitucional e invadía sus facultades, toda vez que el manantial había sido nacionalizado. El gobernador no tuvo más remedio que pedirle formalmente al congreso que anulara la expropiación, “a fin de que tanto ese cuerpo legislativo como este ejecutivo no sigan apareciendo como desobedientes a las leyes federales” (Delgado Aguilar, 2011, pp. 237-238).
A la postre todo fue una escaramuza y cuando la polvareda se asentó pudo apreciarse con más claridad la nueva disposición del escenario. En lo sucesivo y a lo largo de muchos años los dueños de los baños de Los Arquitos y el cabildo pelearon por el agua del manantial del Ojocaliente ante el gobierno federal, el cual arbitró las disputas e impartió justicia invocando el bien superior de la nación. En abril de 1931, por ejemplo, “las hermanas Puga se quejaron de que el presidente municipal les impedía el acceso a los manantiales”, lo cual fue negado, aunque se reconoció que los trabajos de bombeo del ayuntamiento reducían “el nivel del manantial que surte a los baños de Los Arquitos”. Pero no había más remedio, pues el “bien público” debía preferirse a los intereses de un particular, sin considerar el hecho de que el acueducto que alimentaba los baños estaba en “muy malas condiciones”, lo que se traducía en la reprensible pérdida de gran cantidad de agua. Casi enseguida, en junio de 1931, el gobernador le sugirió al cabildo que tramitara ante la Secretaría de Agricultura y Fomento la cancelación de la concesión que tenían las señoras Puga, argumentando que en todo el país las autoridades locales estaban impugnando canonjías como esa, que reñían con “los intereses colectivos”. El cabildo tomó de buen grado la estafeta e hizo formalmente la petición, pero se llevó una desagradable sorpresa, pues en la ciudad de México se dictaminó que las señoras Puga no contaban como tal con un título que confirmara sus derechos y que las aguas que se usaban en sus baños eran enseguida devueltas “al canal municipal, que abastece a la población de Aguascalientes”, lo cual implicaba que el agua no se desperdiciaba. En realidad, todo parecía una maniobra urdida por el ayuntamiento con el exclusivo propósito de “perjudicar los intereses de las señoras Puga” (Delgado Aguilar, 2011, pp. 239-240).
En la década de 1930 los baños de Los Arquitos pasaron a manos del abogado Leopoldo Estrada, que ocupaba nada menos que el cargo de juez de distrito (Sandoval Espinoza, 2008, pp. 67-68). Este doble carácter convertía a Estrada en juez y parte de la disputa que sostenían autoridades locales, autoridades federales y particulares por el control del manantial del Ojocaliente. Puede leerse como un anuncio de lo que vendría un poco después el amparo que concedió en julio de 1941 a los dueños de varios baños públicos en contra del cabildo, a los que se les había suspendido el suministro de agua. Aunque su cargo de juez de distrito lo inmunizaba contra las quejas y maniobras del cabildo, en la ciudad se tenía la idea de que Leopoldo Estrada y sus baños de Los Arquitos eran en buena medida los responsables de la escasez de agua que se padecía. Los vecinos de la colonia Gremial y la combativa Junta de Usuarios de Agua llegaron a decir en 1943 que el gran problema de esos baños no era su carácter antihigiénico, sino el hecho de que desperdiciaban grandes cantidades de agua; abusando de su cargo y creyéndose “intocable”, Estrada “despilfarra miserablemente” más de la mitad del agua producida por los manantiales, pero las autoridades eran “pusilánimes” y preferían no enfrentarse con él (Delgado Aguilar, 2011, pp. 139, 143, 396).
La crónica escasez de agua en buena parte de la ciudad y la incapacidad del cabildo para resolver el problema determinó la radicalización de los quejosos, que estaban muy bien organizados y contaban con el apoyo del sindicato de trabajadores de los FFNNMM, muy poderoso en la localidad. Los baños de Los Arquitos se convirtieron en el chivo expiatorio o en la causa principal del “terrible” problema que padecía la ciudad, tal vez porque eran propiedad del juez de distrito, a quien se suponía prepotente y abusivo. Durante una manifestación pública de descontento que se llevó a cabo el 12 de junio de 1943, se demandó la clausura de los baños, “en vista del enorme volumen [de agua] que se pierde, ya que ni siquiera es utilizada por los propietarios de dichos baños, sino que limpia, sin usarse, es tirada a la acequia de Texas”; con esa agua podía abastecerse “una enorme cantidad de barrios de la ciudad”. El problema creció y el gobernador del estado se entrevistó formalmente con Leopoldo Estrada, a quien le pidió que le vendiera sus baños al cabildo o por lo menos que pusiera remedio al problema del desperdicio de agua; según parece se le ofreció más dinero del que valía su establecimiento, pero Estrada se negó de manera rotunda, pues alegaba que debido a la inflación cualquier cantidad que se la pagara resultaría “ficticia”.56
Ofendida, la Junta de Usuarios de Agua denunció ante el presidente Manuel Ávila Camacho al juez de distrito Leopoldo Estrada, dueño de los baños de Los Arquitos, quien se mostraba del todo indiferente ante las “penalidades” que sufría el pueblo a causa “de la escasez del líquido preciado”. Apelando a su “sentido patriótico y humanitarista (sic)”, la Junta le pidió al presidente de la república que tomara en sus manos el problema y lo resolviera. Para sorpresa de todos, Ávila Camacho lo hizo, pero no tomó el partido del “pueblo”, sino el de su verdugo, pues el 13 de enero de 1944 firmó el “título de confirmación” de los derechos que tenía Estrada a las aguas del manantial del Ojocaliente. El título, que tal vez por mera casualidad es el primero de los de su tipo, le aseguraba a los baños el uso de 60 litros por segundo, “hasta completar un volumen total anual de 1 892 160 metros cúbicos”, exactamente la misma cantidad que venían disfrutando desde 1921, cuando se perforó un pozo que los abastecía en exclusiva. Se especificaban las características de la bomba con la que se debía hacer la succión, las del acueducto que iba del manantial a los baños y el hecho muy importante de que todas las obras “de derivación, conducción y aprovechamiento de las aguas” habían sido revisadas y aprobadas por la Secretaría de Agricultura y Fomento.57
Aunque el cabildo siguió tratando por diversos medios de controlar el manantial, todo indica que este título de confirmación, expedido al nivel de la presidencia de la república, lo hizo entender que había perdido la batalla y de hecho “abandonó su pretensión de cancelar la concesión” que tenían los baños de Los Arquitos y limitar su acceso al agua del manantial. Sin embargo, así como a fines del siglo XIX las huertas eran señaladas habitualmente como causantes de la falta de agua en la ciudad, a mediados del XX la culpa se echó sobre los baños públicos, sobre todo los de Los Arquitos, que eran ciertamente los que más agua consumían y los únicos cuyos derechos estaban garantizados por una confirmación presidencial. El cabildo favoreció en forma abierta “los usos domésticos del agua”, lo que en forma inevitable lo enfrentó con los propietarios de los baños, más o menos de la misma forma en la que antes se había opuesto a los horticultores. Pero el abasto siguió siendo insuficiente y en los momentos de crisis aparecían los baños de Los Arquitos como “los principales causantes” de la falta de agua, lo que le permitía al cabildo esgrimir razones de higiene pública y tomar medidas en su contra, habitualmente su suspensión temporal, como se hizo en el verano de 1945. Ello no resolvía los problemas, pero daba cauce al enojo popular y a la beligerancia de los grupos organizados, como la mencionada Junta de Usuarios de Agua (Delgado Aguilar, 2011, pp. 241-245, 248, 432).
CONCLUSIONES
Restauración de los baños y conversión en Centro Cultural
Los baños de Los Arquitos entraron en una fase de decadencia aguda a mediados del siglo XX, de la que nunca salieron. La situación se agravó en forma dramática hacia 1970, debido a la pavimentación del primer anillo de Circunvalación, que “cegó el acueducto subterráneo que los alimentaba”, y a la apertura de la avenida Héroe de Nacozari, en beneficio de la cual los baños perdieron 40% de su terreno y la mayor parte del área ocupada por los lavaderos públicos. Aunque muy deteriorados, los baños quedaron ubicados en “una esquina estratégica”, lo que determinó un incremento notable del valor comercial del terreno, no del establecimiento en sí (figuras 3, 4 y 5). Haciendo caso omiso de su importancia histórica y arquitectónica, fueron abandonados por completo; su falta de uso y el hecho de que estuvieran convertidos en “un nido de vagos y malvivientes” parecía justificar su demolición (García Rubalcava, 1994, p. 9). A mediados de 1970 se publicaron en un diario de la localidad un par de fotografías en las que el sitio luce ruinoso, sugiriéndose la construcción de un parque público y “un jardín deportivo para beneficio de la juventud”, aunque debía conservarse “la bella arquería ojival”.58 Heliodoro Martínez López (1978, p. 30), que aprendió a nadar en la “alberca Puga”, cuenta que la última vez que la vio le dieron “ganas de llorar”, pues en lugar de agua estaba llena de basura.
En octubre de 1988, cuando el Museo Regional de Historia abrió sus puertas y se fomentaba desde esa y otras trincheras la necesidad de preservar el patrimonio cultural de la ciudad, los baños de Los Arquitos eran una de las fincas más amenazadas y parecía que simplemente era cosa de tiempo para que se cayeran en pedazos; de hecho, en algún momento hubo necesidad de parar “en seco” los trabajos de demolición iniciados por su último propietario, que quería darle otro uso al terreno.
El cabildo había impulsado su construcción en los últimos días del régimen virreinal, con el claro pro-pósito de fomentar la higiene de los habitantes de la ciudad, pero en forma paradójica, los avances de la higiene, lentos durante todo el siglo XIX y espectacularmente rápidos a partir de la cuarta década del XX, cuando se volvió costumbre que las casas contaran con una toma de agua potable, los volvió cada vez más irrelevantes: la gente ya no tenía que ir a bañarse a Los Arquitos, o al Ojocaliente, o a cualquier otro de esos establecimientos que pulularon en los diversos barrios de la ciudad, puesto que lo podía hacer en casa, en forma más cómoda y económica. En resumen, los avances de la higiene, que eran su razón de ser, determinaron el fin de los baños de Los Arquitos y, más en general, de la costumbre de asearse en un sitio público.
Antes de que sucediera lo que su último propietario esperaba con ansias, el INAH logró en diciembre
de 1990 que el sitio fuera declarado Monumento Histórico Nacional; un poco después fueron adquiridos por el gobierno del estado y restaurados según un proyecto que enfatizaba la necesidad de “aprovechar todos los espacios existentes con sus particularidades específicas de dimensión, color y materiales”, incluida la “infraestructura hidráulica”, habida cuenta de que el agua había sido la razón de ser del establecimiento. Finalmente, el 12 de diciembre de 1994 fue inaugurado el Centro Cultural Los Arquitos (García Rubalcava, 1994, p. 11).
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OTRAS FUENTES
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AHEA Archivo Histórico del Estado de Aguascalientes
AJMRG Archivo del general José María Rincón Gallardo
Notas
Notas de autor
jgomez@correo.uaa.mx