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Recepción: 22 Diciembre 2021
Aprobación: 25 Enero 2022
Resumen: En el presente artículo se abordaron los elementos centrales del giro epistemológico, así como algunas problemáticas ideológicas y jurídicas para el ejercicio de derechos de la infancia en México. El objetivo de dicho planteamiento fue presentar las potencialidades del giro epistemológico como enfoque teórico que contribuya a un reconocimiento no adultocéntrico de las capacidades performativas de la niñez para emplear sus derechos como herramientas de participación social y política. Para tal efecto, se siguió una metodología cualitativa de carácter exploratorio basada en la revisión documental, la hermenéutica y el método deductivo. Los resultados permitieron enlistar una serie de obstáculos para el ejercicio de derechos de la infancia que emanan de la amalgama ideológico-jurídica que se ha construido sobre la niñez y que presenta un vacío teórico que permite una ambigüedad legal. Se concluyó que el giro epistemológico presenta posibilidades para ocupar parte del vacío teórico mencionado, con el fin de resarcir la violencia epistemológica ejercida contra la infancia y facilitar espacios donde la niñez pueda performar, interpelar y participar socialmente a través del ejercicio de sus derechos.
Palabras clave: Participación infantil, filosofía para la paz, doctrina tutelar, Convención Internacional sobre los Derechos del Niño.
Abstract: This article addresses the central elements of the epistemological turn, as well as some ideological and legal problems for the exercise of children's rights in Mexico. The objective of this approach is to introduce the potentialities of the epistemological turn as a theoretical approach that contributes to a non-adultcentric recognition of the performative capacities of children to employ their rights for social and political participation. For this purpose, an a exploratory and qualitative methodology was followed, based on documentary review, hermeneutics and the deductive method. The results allow us to list a series of obstacles to the exercise of children's rights that come from the ideological-legal combination that has been built on children and that presents a theoretical emptiness that allows legal ambiguity. It is concluded that the epistemological turn presents possibilities to occupy part of the aforementioned theoretical void, in order to compensate the epistemological violence exercised against children and facilitate spaces where they can perform, debate and participate socially through the exercise of their rights.
Keywords: Child participation, philosophy of peace, tutelary doctrine, Convention on the Rights of the Child.
1. Introducción
Durante los últimos años, se han adoptado en México disposiciones legales que dan cuenta de un avance en materia jurídica en lo que se refiere a la protección de los derechos de la infancia. Sin embargo, las condiciones institucionales y culturales para el efectivo ejercicio de dichos derechos están aún lejos de haberse consolidado. Por un lado, se percibe que la aplicación de los marcos legales depende en gran medida de la voluntad política y de la aceptación social de las condiciones “nuevas” que se estipulan en las disposiciones legales y, por otro, se observa que los enfoques tradicionales sobre la infancia siguen dificultando la consideración de las niños/as como sujetos de derechos.
En el siguiente trabajo se analizan las características del giro epistemológico (Martínez, 2000), concepto proveniente de la disciplina de los estudios para la paz -particularmente influido por presupuestos de la filosofía para la paz-, así como las problemáticas referentes al ejercicio de derechos de la infancia en el México contemporáneo (González, 2009). La finalidad de abordar ambos elementos es proponer una relación que conlleve a posibles maneras en las que el enfoque teórico-conceptual del giro epistemológico pueda contribuir a la práctica gradual de los derechos de la infancia. En este sentido nos preguntamos ¿Cómo puede contribuir el giro epistemológico a un ejercicio gradual y efectivo de los derechos de la infancia en México?
Para este propósito, se esclarece en primer lugar el posicionamiento teórico del giro epistemológico. Tras ello, se realizan algunas precisiones de corte metodológico. Se discute, en un tercer apartado, el tratamiento político y jurídico que ha tenido la infancia durante el siglo XX en México, influido por el contexto latinoamericano y continental, presentando ahí algunos obstáculos ideológicos para la ampliación de la participación infantil y el ejercicio efectivo de los derechos de la infancia. Con estos ejes clarificados, se presentan como resultados la posible relación entre el giro epistemológico y el ejercicio de derechos, dando cuenta de ciertas potencialidades derivadas de dicho encuentro. Se concluye que este enfoque teórico-conceptual podría incentivar una mirada no adultocéntrica, misma que favorezca un reconocimiento progresivo de las capacidades infantiles para discutir y participar en las decisiones sociales que les afectan en tanto grupo permanente de la estructura social. La cual, por cierto, antes que considerarla única se cree necesaria para nuestro contexto, toda vez que, a pesar de que cada día son más los sujetos quienes manejan nuevas visiones de lo/as niño/as y la infancia, todavía perviven entre otros vestigios de posturas tradicionales sobre ellos y ellas.
2. El giro epistemológico como posicionamiento teórico
Desde la década de los ochenta del siglo pasado existió una preocupación en la temprana lucha ideológica sobre la infancia, una de las principales aristas de dicha preocupación se relacionó justamente con la consideración de que los debates sobre derechos humanos de los niños/as se centraban únicamente en lo jurídico y era necesario cambiar el “lenguaje epistemológico” para extraer los problemas de la minoridad de la exclusividad del derecho (Llobet, 2010). En concordancia con estas inquietudes, muchas de ellas estancadas, se hace necesaria cierta autocrítica en la propia disciplina de los estudios para la paz, más allá de lo eurocéntrico, para trascender a lo adultocéntrico y estudiar el “objeto” desde una mirada distinta al tradicional enfoque dominante.
El giro epistemológico es una propuesta desarrollada por Vicent Martínez, quien dedicó varios años a argumentar su propuesta filosófica ligada a los estudios para la paz. Para argumentar su proposición sobre el giro epistemológico, Martínez (2000) ubicó, en primer lugar, las características de lo que desde la modernidad occidental se ha identificado como el saber científico. La modernidad produjo una ruptura en la concepción sobre lo que significa saber y conocer. Esta noción se relacionó mayoritariamente con el desarrollo de las ciencias de la naturaleza y la física moderna. Su rasgo más relevante fue su autoidentificación como objetiva, cuantitativa, neutral y ligada a los hechos y no a valores.
Martínez (2000) recorrió así las principales aportaciones a la filosofía de la ciencia de Leibniz, Hume, Kant y Popper, principalmente, para demostrar, entre otros, cómo la validez de los enunciados científicos se vio sometida a distintos tipos de procesos y verificaciones como el método nomológico-deductivo, el principio de verificación, validez y otros. Todo ello produjo cierta unilateralización de la racionalidad científica basada en la idealización matemático-experimental, que ya Husserl (1991) durante los años treinta del siglo XX denunció, dado que ha producido un olvido del mundo de la vida (Martínez, 2000). Igualmente, la primera generación de la Escuela de Frankfurt, Horkheimer (1974) especialmente, criticó la reducción positivista de la racionalidad a una mera racionalidad instrumental, preocupada únicamente por la observación y la objetivación.
Según Martínez (2000), Habermas y Apel afirmaron que la metodología de la objetivación ha desechado su dimensión práctica y su compromiso con las expectativas humanas. La pretendida neutralidad de la ciencia frente a los valores olvidó que la propia práctica científica se encuentra inserta en valores y su potencial emancipador en el uso de la racionalidad humana. En este sentido, ambos adoptaron en sus propuestas una pragmática del lenguaje cercana a los actos de habla de Austin (1975), como alternativa a la racionalidad instrumental. La crítica a la racionalidad propia de la ilustración que retoma Martínez (2000) tiene una larga tradición que se ha dado desde Nietzsche y Husserl (deconstrucción), pasando por Heidegger (destrucktion), Foucault (arqueología y genealogía) y Derrida (contra el logocentrismo occidental). Todas estas aportaciones son puntos fundamentales que permiten explorar propuestas distintas al positivismo y objetividad de la ciencia europea derivada de los ideales de la ilustración y la modernidad (de valores blancos y masculinos), como la racionalidad comunicativa.
La racionalidad comunicativa, como alternativa a la racionalidad instrumental, se somete a la intersubjetividad de una comunidad de comunicación en donde existe la posibilidad constante de interpelación y de pedir cuentas sobre lo que nos hacemos unos a otros. Así mismo, Lyotard (1998) retomó la importancia del saber narrativo, excluido por el saber científico, que ha hecho del saber un tema político con el fin de legitimar quién puede tomar las decisiones. En este sentido, al retomar una concepción amplia del saber, se supera el saber científico como único modo de saber y al mismo tiempo reivindica las diferentes competencias propias del ser humano para saber y conocer.
Como parte de los saberes “no científicos”, Martínez (2000) se basó en Nietzsche para abogar por la recuperación de la metáfora como manera para formar conceptos y construir argumentos, y por lo tanto como parte fundamental de la comunicación y la interpelación, alejándola de la discusión sobre si es racional o irracional. Sin embargo, la metáfora, como alternativa a lo “racional”, también ha sido objeto de críticas por parte de corrientes feministas, principalmente. Esto, cuando la metáfora misma se consolida desde el dualismo y se basa en la biología para legitimar la construcción de diferencias sociales entre mujeres y hombres, como la división sexual del trabajo. Los aportes de las feministas en las ciencias sociales y los estudios para la paz, además de promover formas distintas de búsqueda del saber, son posiblemente parte de los debates más importantes en la actualidad. Al mismo tiempo que denuncian la dominación epistemológica masculina, sus posicionamientos permiten justamente comprender otros modos de dominación basados en razas, culturas, clases sociales, entre otros, pero particularmente para este caso, diferencias etarias. Esto último invita a pensar la cuestión de si los infantes, como grupo permanente de la estructura social, pueden y/o necesitan hacer parte de la comunidad comunicativa.
Los seres humanos formamos una «comunidad discursiva» que, mediante las posibilidades de la traducción, nos convierte en interlocutores. Serlo tiene efectos sobre la concepción de los «derechos». Como potenciales interlocutores con competencia para comunicarnos, tenemos derecho a las palabras y a los silencios. La exclusión de la comunidad discursiva consiste en dejar de reconocer la capacidad de interlocución. Esta idea se relaciona con mi propuesta de explicar la violencia como ruptura de la comunicación. (Martínez, 1997: 66)
En este sentido, Martínez (2000) entiende a la violencia como una ruptura de esta solidaridad originaria presente en todas las interacciones humanas. Esta violencia fractura la confianza básica creada a partir de la performatividad del habla, dado que las capacidades y poderes de otros se ven anulados por el saber del otro cuando se ven sometidos, destruyendo así maneras distintas de entenderse para hacer las paces. Esto incluye la presunción de que no existe una definición precisa, objetiva y científica, de lo que significa la paz final, la paz total, la paz escatológica (Martínez, 2000). En este sentido, el giro epistemológico adopta distintas visiones de paz, como una paz imperfecta o paces hibridas.
La investigación para la paz nació en Europa con la intención de estudiar científicamente la guerra, no la paz, justamente en el periodo entre las dos guerras mundiales. Su intención científica, estuvo atada naturalmente a los valores de cientificidad de la modernidad occidental. Esto se vio reflejado, en un primer momento, en la motivación de la disciplina por analizar cuantitativamente los conflictos con el mayor rigor matemático posible, con el fin de obtener datos que permitieran prevenir conflictos bélicos. Este impulso fue liderado justamente por matemáticos que luego se convirtieron en sociólogos, como el mismo Galtung. El Journal of Conflict Resolution también fue reflejo de dicha inclinación, donde se usó la teoría matemática de juegos, el análisis estadístico, y otros modelos cuantitativos que dejaron en claro la influencia positivista sobre la naciente disciplina de los estudios para la paz (Martínez, 2000). En un segundo momento, y ante una aparente incapacidad para satisfacer las intenciones de la disciplina únicamente con modelos cuantitativos, florece la necesidad de que los estudios para la paz se nutran de investigaciones provenientes de distintas disciplinas de las ciencias sociales, en un diálogo interdisciplinar constante (Martínez, 2000).
Ante esta incapacidad disciplinar de los estudios para la paz, Martínez (2000) propuso la racionalidad comunicativa, con base en postulados de la ética comunicativa o dialógica abordada por Cortina (2000), como alternativa en la aplicación de una filosofía práctica para la paz. Todo ello, basado en la capacidad de entendimiento y comprensión de los otros/as, y de las otras culturas. En este debate, según Martínez (2000), es donde desaprendemos y reaprendemos a través de los distintos saberes no necesariamente “científicos” de otros/as. En esta racionalidad se entiende al saber cómo un hacer, al lenguaje como una acción performativa, siempre sometida a la interpelación de los otros/as, dado que nuestro hablar incluye un compromiso intrínseco hacia las y los demás, en tanto que la interlocución establece lazos en la interacción humana. Todo ello, diferente a la racionalidad instrumental. Los lazos creados por la interlocución constituyen la expresión básica de la solidaridad. Esta solidaridad incluye los compromisos y responsabilidades que adoptamos desde la performatividad.
Por lo tanto, la posición del giro no se pretende neutral ni objetiva, sino comprometida con la disminución de los niveles de violencia en todos sus tipos, así como el incremento de convivencias pacíficas entre seres humanos (Martínez, 2000), y agregaremos el medio ambiente. Este giro en la manera de saber, como inversión epistemológica, pretende rescatar maneras distintas a través de las cuales se pueden hacer las paces, como se ha dicho, aunque sean paces imperfectas. Esto quiere decir escuchar y dar voz en la reconstrucción de las competencias humanas para hacer las paces y transformar conflictos, muchas de las cuales se han roto por las violencias. En este sentido, se subvierte la visión cientificista de la ilustración occidental, superando la marginación que han sufrido saberes distintos a la universalización europea, blanca y masculina. El giro epistemológico se inserta en una corriente crítica probablemente de rasgos posmodernos, al mismo tiempo hermanado de alguna manera con la decolonialidad y el feminismo, por ejemplo, pero se diferencia de estos en que, influido originariamente por una perspectiva filosófica de los estudios para la paz, se enfoca especialmente en el reconocimiento de las diversas competencias humanas para desaprender las violencias y hacer las paces.
Martínez (2000) justificó este giro con la necesidad que la misma disciplina de los estudios para la paz tiene en que los grupos históricamente vulnerados (mujeres, indígenas, personas de color, se debe agregar a los infantes) potencien sus capacidades y se empoderen para ingresar a la arena comunicativa para participar de la interpelación mutua. Una arena que también requiere incluir a la infancia. Tampoco la lógica matemática y objetivista no debe ser descartada por completo, cayendo en un revanchismo, al contrario, debe ser incluida como un enfoque más que sea útil para rescatar las capacidades humanas, partiendo siempre de la presunción de que mediante la comprensión se puede llegar a reducir la marginación, la exclusión, y todos los tipos de violencias.
Algunos de los ejes más relevantes del giro epistemológico son: 1) abandonar la pretendida objetividad por una interpelación mutua; 2) rescatar y respetar el derecho de los sujetos a la interlocución; 3) una epistemología comprometida con valores pacíficos de convivencia; 4) potenciar la reconstrucción de las competencias históricamente sometidas para hacer las paces; 5) la superación de la unilaterilización de la razón, aceptando razones en plural; 6) reivindicar el compromiso del ser humano con el medio ambiente.
El giro epistemológico entonces permite, en primer lugar, establecer un parámetro sobre cómo se observa el comportamiento agencial de los infantes[1]. En este sentido, a pesar de que probablemente la performatividad infantil no será de corte cientificista, el enfoque permite valorarles desde lo narrativo. Este reconocimiento consiente igualmente interpretar e interpelar a los agentes infantiles sobre las maneras diversas en que son capaces de ejercer sus derechos. En este sentido, en su reconocimiento como sujetos sujetados a una condición de ciudadanía (Arias, 2017), pueden ser miembros activos y valiosos de la comunidad comunicativa, invalidando una marginación derivada de su condición etaria. Su inclusión en la arena comunicativa debe responder a, además de un reconocimiento explícito por ser sujetos reflexivos y afectados por los avatares de la vida social, un resarcimiento por la violencia originaria y epistemológica que ha sido ejercida en su contra, histórica y actualmente.
Además de lo anterior, el giro epistemológico puede constituirse como base para el desarrollo de un presupuesto teórico más amplio que complemente los análisis agenciales, en el que se conceda una mirada distinta a la adultocentrista[2] para que, en primer lugar, se analice la agencia infantil positiva[3] y su instalación en el debate académico, político y social ocupe un lugar en la agenda nacional. Como podrá verse más adelante, una de las mayores dificultades para la ampliación de la participación infantil y el ejercicio efectivo de sus derechos, es precisamente la existencia de un vacío o insatisfacción teórica con relación a las capacidades de la infancia para apropiarse de su autonomía y participar activamente en escenarios sociales. Por lo tanto, el fortalecimiento teórico es determinante para realizar a mediciones, categorizaciones e identificaciones que puedan facilitar más espacios formales de participación ciudadana para los infantes e incentivar la agencia infantil en general.
La agencia y participación infantil podrían medirse también desde otros parámetros que incluyan la posición original del agente según su género, raza, posición económica, lingüística, etc., frente al poder. Sin embargo, el análisis de la agencia infantil, centrándose en sus visiones y acciones en la vida presente y no únicamente en las repercusiones a futuro en su vida adulta -sin que esto implique, desde luego, una desconsideración por su desarrollo psicosocial posterior como se plantearía desde la protección del interés superior de la niñez-, representa una consideración distinta a la mirada tradicional y es, según Mayall (2002), un acto esencialmente político, dado que intrínsecamente favorece a la obtención de un estatus social mediante el ejercicio de sus derechos. El reconocimiento de la agencia infantil y su capacidad moral es una etapa previa para la institucionalización de procesos que faciliten el respeto por los derechos de la infancia ligados a la opinión, la asociación, el acceso a la información, a la no discriminación, etc. (Mayall, 2002, citado por Pavez y Sepúlveda, 2019).
Finalmente, se puede decir que la disciplina en estudios para la paz, encuadrada dentro un marco espacio-temporal de la Europa occidental contemporánea (Hidalgo, 2014), se ha visto influida naturalmente por valores eurocentristas, cientificistas y universalistas (Martínez, 2016). Ello ha conllevado a la adopción de una idea de la infancia propia del adultocentrismo, discursiva y pragmáticamente dirigida por doctrinas tutelares. Dicho esto, es pertinente aclarar que no se pretende enjuiciar al adultocentrismo como valor propio de lo Occidental de manera exclusiva, sino más bien, desde una mirada crítica, contribuir a la discusión epistemológica concerniente a los valores de la disciplina misma y a la llamada necesidad del giro epistemológico.
3. Metodología
La investigación fue de carácter exploratorio y documental, se rigió por lo cualitativo, lo deductivo y el análisis de discurso. Lo exploratorio respondió al objetivo de examinar la relación entre el fenómeno del ejercicio de derechos con una proposición teórica de la filosofía para la paz, a través de la revisión histórica documental sobre la infancia. Con ello, se ha pretendido extraer las principales cualidades del proceso general de construcción jurídico-ideológica de la niñez en Occidente, y así plantear ciertas deducciones para el caso de México. Con el análisis de discurso se identificaron las formas en que la infancia fue colocándose en ciertos lugares sociales, jurídicos, políticos a partir de los discursos que sobre ella se versaron. Con ello, pudieron ubicarse algunas posiciones discursivas ligadas a la moral, la clase social, los intereses socioeconómicos y los ideales estatales-nacionales a partir de los cuales se generalizaron características infantiles desde distintos espacios políticos y diferentes intencionalidades.
4. La construcción ideológica y jurídica de la infancia
Las condiciones mediante las cuales se ha interpretado a la infancia en gran parte del continente y particularmente en México, proviene de las disciplinas consolidadas en Europa durante la segunda mitad del siglo XIX, como la pediatría, la pedagogía, la psicología social y la antropología (Kuhn, 1982). Disciplinas que permitieron crear bases para un nuevo paradigma de la infancia de carácter tutelar que se consolidaría a comienzos del siglo XX con apoyo del Estado moderno, variados dispositivos institucionales, la sociología y la higiene escolar (Del Castillo, 2006). De esta manera, “el niño” irrumpió en la cultura occidental como categoría formal y estatus social a través de su integración en programas de atención, rutinas de vigilancia y esquemas de educación y evaluación (Jenks, 2005).
Con el nacimiento de la categoría “menor”, originada con el Tribunal para Menores de Illinois en 1899, las instituciones dedicadas al tratamiento minorista jugaron un papel determinante en la creación de identidades de la infancia como sujetos sociales, en tanto que las mismas han sido territorio de producción de subjetividades infantiles (Llobet, 2010) en la siempre tensa relación infancia-Estado. El “menor”, fue identificado como el infante proveniente de los sectores populares, los barrios marginados, los estratos pobres, definición siempre ligada al riesgo, mientras que el “niño”, en una clara diferenciación, siguió siendo “niño” gracias a su extracción socioeconómica, proveniente de sectores de las clases medias y altas. Así entonces, durante principios del siglo XX, la fundación y establecimiento de instituciones para “menores” coincidió con los debates sobre la universalización de la educación pública y la arrogación de la responsabilidad del Estado sobre las poblaciones en riesgo y las poblaciones de riesgo (Llobet, 2010), donde la infancia y la juventud ocuparon lugares centrales.
En América Latina y México, la infancia ingresa en el ámbito de las regulaciones públicas guiada por la higiene y la salubridad, saliendo del ámbito familiar. En este sentido, la familia pasó a ser una institución reemplazable para los casos en que los especialistas (pedagogos, psiquiatras, médicos, abogados, etc.) dictaminaban, mediante diagnósticos y clasificaciones, que no existían condiciones familiares adecuadas que garantizaran que los menores se convirtieran en el futuro en “ciudadanos de bien”, integrados exitosamente a la sociedad y a sus valores (Llobet, 2010).
El nacimiento de la minoridad moderna se asocia con la institucionalización y burocratización del Estado-nación de finales del siglo XIX, que termina de afianzarse en la década de los treinta en el mundo occidental, como reproducción del modelo institucional e ideológico estadounidense materializado en Illinois (Llobet, 2010). Desde su creación, la categoría de menor estuvo atada al riesgo, elemento que justificó el despliegue institucional para regular y administrar a la socialización de esta población. Esta institucionalización reforzó la sacralización de los deberes maternales, idealizándolos. Al mismo tiempo, también fortaleció el papel del padre como educador moral. Como grupo en peligro perpetuo, amenazado por un potencial destino delincuencial y de ambulantaje callejero, intrínsecamente relacionado con la carencia, la incapacidad, la dependencia, la minoría de edad fue definida desde características que no posee (Llobet, 2010), es decir, desde lo negativo[4]. Esta misma noción será fundamental en el paradigma tutelar. El siglo XX se caracterizó por la construcción del infante como objeto social y por la incursión del Estado en los procesos de socialización de la infancia. Esta construcción no implicó la inclusión de los menores al espacio público, incluyendo los espacios de trabajo asalariado, por ejemplo, sino todo lo contrario, más bien la exclusión. Sus espacios naturales se instauraron en la domesticidad, el juego y la escolaridad (Zelizer, 1994).
Hacia finales del siglo XX, la ola neoliberal imperante en la región latinoamericana fue reconfigurando las relaciones sociales, proceso del cual la infancia no fue ajena. La lógica neoliberal modificó la concepción de los bienes públicos centrales como la educación, la salud, la solidaridad intergeneracional, el trabajo, entre otros (Llobet, 2010), para dar prioridad a la acumulación de capital. Bajo este nuevo sistema, tras la desintegración del Estado de bienestar, la infancia desapareció como sujeto poseedor de una sola significación dada por la institucionalidad, fragmentándose en distintas identidades (Mancebo, 1999) atravesadas sobre todo por el empobrecimiento económico de la población y la crisis del sistema educativo (Carli, 2001, citado por Llobet, 2010).
El entendimiento del niño/a ha sido también punto de debate en las teorías sociales, psicológicas y pedagógicas. Una de las metáforas más convincentes en la cultura occidental contemporánea para el entendimiento de la infancia ha sido la del crecimiento. Esta metáfora, ampliamente aceptada, considera que los signos físicos de cambio anatómico son indicadores de una transición social de la infancia hacia la adultez, del reino natural hacia el reino social (Jenks, 2005). Sin embargo, esta metáfora deja de lado los procesos transformadores incrustados dentro de la esfera social. Los ritos y ceremonias de iniciación, las despedidas, y otros ritualismos aún tan presentes e importantes tanto en sociedades seculares modernas como en todas las demás, significan periodos disruptivos que impactan no sólo en la conciencia del individuo sino también en la de su colectividad (Jenks, 2005). Así mismo, esta “naturalización” de la infancia, ligada a perspectivas como el desarrollo biológico y cognitivo, dificultan la teorización de la infancia, ya que aíslan la experiencia social que la misma significa.
Dicho lo anterior, se puede aducir de manera muy genérica que la idea de infancia en occidente, en América Latina y México, ha ido transformándose, teniendo como ruptura la modernidad. Esta etapa no ha sido tampoco homogénea, subdividiéndose en periodos. Dichos periodos pueden observarse materialmente en las legislaciones nacionales y la creación de diversas instituciones, teniendo en cuenta que las identidades de la infancia también se construyen desde las propias instituciones (Llobet, 2010).
En América Latina, durante la mayor parte del siglo XX, existió un proceso de “unidad negativa” evidenciada en la legislación de menores (García, 1994). Esta unidad consistió, a grandes rasgos, en una negación sistemática y formal del niño/a como sujeto de derechos. Algunas de las legislaciones más importantes fueron la Ley Patronato en Argentina (1919), los Códigos Melos Matos de Brasil (1927), los códigos del niño de Uruguay (1934), entre otros. Este proceso, siguiendo a García (1994), ha sido producto de una cultura de la “compasión-represión” adoptada de las legislaciones estadounidense y europeas de finales del siglo XIX y derivada del medioevo, donde la condición servil de los adultos siempre se asoció con la palabra “niño/a”, “muchacho/a” y la negación de sus derechos siempre se hizo en nombre de la compasión ejercida por los adultos “racionales”. A este proceso de instalación legislativa consensuada y expandida en América Latina, se le ha denominado doctrina de situación irregular (García, 1994) o negacionista (Bácares, 2020).
La doctrina de la situación irregular se relaciona directamente con los menores en riesgo, considerados como potenciales delincuentes juveniles. El origen de la delincuencia juvenil ha sido objeto de numerosas investigaciones. Sus orígenes suelen relacionarse comúnmente con las comunidades migrantes, la industrialización, la familia, la genética[5] y otros. Para este sistema naciente de justicia para menores, los comportamientos delincuenciales eran producto de la herencia biológica y de la irracionalidad, por lo cual el horizonte ideal de la rehabilitación de niños/as era “curarles” de su enfermedad mediante métodos de disciplina social racional, así como rescatar su sentido moral propio de la ética cristiana (Platt, 1982). Por lo tanto, en los reformatorios se inculcaban valores propios de una “familia honesta”, donde las mujeres jugaban un rol primordial como educadoras y donde se intentaba reproducir condiciones de campiña, alejada de la suciedad y perversión de las urbes, con el fin de que los menores se integraran más tarde a un “trabajo honesto” y fueran útiles a la sociedad. Todo ello contribuyó con la romantización de la experiencia en el aprendizaje, que, desde un punto de vista crítico, fue utilizada para enseñar a los niños/as los valores de la clase media y el mundo de los adultos (Platt, 1982), además de que el menor desfavorecido y/o con impulsos discrepantes, se contentara con el tipo de vida que había heredado.
Los niños/as “dependientes”, es decir, quienes necesitaban inevitablemente ayuda para satisfacer sus necesidades básicas, por cuestiones como el abandono, eran atendidos en su mayoría por instituciones privadas y religiosas. Sin embargo, su consideración no fue solo dirigida por la benevolencia, sino que se constituyó como una herramienta de prevención de la delincuencia. Muchos niños/as dependientes empezaron a ser enviados hacia institutos caritativos donde aprendían, entre otros aspectos, habilidades para la producción, mientras que las niñas delincuentes y/o dependientes fueron redirigidas a escuelas industriales en lugar de los reformatorios.
La cuestión fundamental en este proceso fue que las organizaciones “salvadoras” defendieron una suerte de equivalencia entre los menores delincuentes y los dependientes, considerando a estos últimos inevitablemente como pre delincuentes (Platt, 1982), terminando por equiparar la dependencia con la infancia de los estratos populares, principalmente. Fue finalmente en 1899 cuando se establece en Illinois el Tribunal para Menores (Platt, 1982), mismo que representó una transformación que corresponde a la presión y lucha ejercida por los movimientos “salvadores del niño”. Esto respondió a que el nuevo tratamiento de niños/as delincuentes y predelincuentes a través del tribunal para menores satisfacía los intereses de varios grupos como las asociaciones religiosas, las escuelas industriales y la clase empresarial.
Como derivación de todo lo anterior, en México y América Latina, comienzan a implementarse durante los años setenta políticas de ajuste fiscal como inicio de la instauración de políticas neoliberales agresivas en el cono sur, uno de los primeros signos de la creciente desigualdad, fue la aparición de los “niños de la calle” (García, 1994). No fue tarea difícil hacer una clara diferenciación entre dos tipos de infancias existentes en América Latina a nivel macro, producto mismo de procesos de consolidación de clases sociales. Por una parte, una infancia que, como minoría, veía satisfechas sus necesidades sin ningún obstáculo y que fue denominándose, a través de la legislación, como “niño y adolescente”, y otra infancia, la mayoritaria, llamados “menores”, quienes no conseguían satisfacer sus necesidades básicas (García, 1994). Sobre esta última descansó o descansa directamente la cultura de la compasión-represión, basada en el dogma de la piedad. Dogma que ha guiado la producción legal de quienes realizan y aplican la ley, los jueces de menores. En palabras de García (1994), esta doctrina:
[…] poco tiene de doctrina y nada de jurídica, si por jurídico entendemos -en el sentido iluminista- reglas claras y preestablecidas de cumplimiento obligatorio para los destinatarios y para aquellos responsables por su aplicación. Esta doctrina, constituye en realidad, una colcha de retazos del sentido común que el destino elevo a categoría jurídica. Su misión consiste en realidad, en legitimar la disponibilidad estatal absoluta de sujetos vulnerables, que precisamente por serlo son definidos en situación irregular. (García, 1994: 5)
Los menores ubicados en situación irregular precisamente fueron los situados como niños/as maltratados, abusados, abandonados, regularmente provenientes de sectores sociales desfavorecidos, incluyendo aquellos que se encontrasen en “riesgo material o moral”. Las instituciones asistenciales de la época no pudieron trascender este enfoque doctrinario, al contrario, más bien contribuyeron al mantenimiento del estatus hegemónico del contexto (García, 1994) al tiempo en que, por la naturaleza de su actuación, fueron ampliando los sectores a los que la doctrina abarcaría. La cultura de la compasión-represión siempre antepone el asentimiento de incapacidad como prerrequisito para la protección (García, 1994). Para Platt (1982), los movimientos redentores del niño:
[…] de ninguna manera deben ser considerados libertadores ni humanitarios: 1) sus reformas no anunciaban un nuevo sistema de justicia sino más bien facilitaba las políticas tradicionales que se habían ido desarrollando informalmente en el siglo XIX; 2) implícitamente asumían la dependencia “natural” de los adolescentes y creaban un tribunal especial para imponer sanciones a la independencia prematura y el comportamiento impropios de los menores; 3) sus actitudes para con jóvenes “delincuentes” eran en gran parte paternalistas y románticas, pero sus decretos iban respaldados por la fuerza. Confiaban en la benevolencia del gobierno y suponían análogamente la armonía de intereses entre los “delincuentes” y los organismos de control social; 4) promovieron programas correccionales que requerían de largos periodos de encierro, largas jornadas de trabajo y una disciplina militar, así como la inculcación de valores de clase media y destrezas de clase baja. (Platt, 1982: 187)
En México, la instauración de tribunales para menores tuvo lugar durante los años veinte del siglo XX. Dicha instauración correspondió a un momento en que el Estado se hizo responsable por la “corrección” de infantes, labor anteriormente ocupada por instituciones religiosas y de beneficencia, mayoritariamente. Más tarde, durante los años setenta, con la creación de los Consejos Tutelares, el Estado mexicano intentó establecer un régimen especial de justicia para los menores, al tiempo que se auto identificó como el representante legítimo de los intereses de la infancia embargando buena parte de sus derechos (Azaola, 1994). Estos dos momentos de ruptura, en realidad son parte de un proceso de continuidad marcado por la adopción y aplicación de la doctrina de la situación irregular.
Durante buena parte del siglo XX, la flexibilidad para detener y apresar menores “en estado de peligro” sin siquiera una definición clara del concepto ha llevado a que en los centros tutelares mexicanos existieran infantes que no tenían siquiera conocimiento de los motivos o delitos que se les imputó, en tanto que no era necesario que existiera una denuncia ni orden de aprehensión, y donde no había derecho a la defensa. Bajo esa lógica, la misma autoridad acusaba, juzgaba e impartía la corrección, sin ningún criterio uniforme y más bien guiada por la subjetividad y la arbitrariedad (Azaola, 1994). No es hasta 1992, cuando el entonces Distrito Federal adoptó una reforma considerada de corte garantista, más cercana al espíritu de la protección integral impulsado por la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (en lo adelante CIDN), otorgando al infante al menos el derecho a la defensa y al juicio.
Hasta aquí, podemos decir que la maquinaria ideológica, amparada con el estandarte moral del humanismo y la protección se consolidó en la sociedad estadounidense en la segunda mitad del siglo XIX y se materializó con distintas disposiciones legales relativas a la identificación y control de comportamientos discrepantes en niños/as. Ésta impulsó la reducción y la punición a la independencia infantil y la autonomía juvenil, e influyó en buena parte del continente americano, con claras evidencias jurídicas en México. Al categorizar las conductas inmorales e indeseables de la infancia, según Platt (1982), las inventó y al mismo tiempo situó a los jueces en una posición de médico-consejero con amplia potestad para determinar cuál institución y trato era mejor para los infantes, como los institutos de formación industrial vigilada, por ejemplo. La “sutilización” del control infantil y juvenil se desarrolló como necesidad a los cambios que estaba viviendo la sociedad capitalista industrial y de las nuevas formas de relación social que requerían las clases dominantes para el correcto funcionamiento social y económico en las ciudades. Todo este proceso se constituyó como influencia para el establecimiento de la doctrina de la situación irregular que prevaleció normativamente durante buena parte del siglo XX en México y América Latina y que, aún prevalece también ideológicamente en nuestros días.
La apariencia benévola y humanitaria de los “salvadores”, las legislaciones latinoamericanas, y la instauración de la ideología dominante, no respondieron genuinamente a intenciones filantrópicas. Por lo tanto, parece que en la misma necesidad de control existió la admisión intrínseca de que la independencia y autonomía juvenil son capacidades negativas que hay que corregir para alimentar un adecuado funcionamiento social. Esas capacidades, si bien establecidas desde el discurso como negativas, no dejan de ser capacidades derivadas de la agencia, dado que, disfrazadamente, se acepta que los infantes y adolescentes, mediante su conducta “degenerada” o inmoral, podían reproducir y crear condiciones en la realidad desde las relaciones sociales no deseadas.
Por otro lado, la elaboración y promulgación de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño de 1989, y ratificada por México en septiembre de 1990, representó una ruptura con el paradigma de la situación irregular, sobre todo en lo referente al tratamiento jurídico de la infancia. Ésta, se impulsó gracias a las movilizaciones sociales de los colectivos relacionados con las temáticas de infancia durante la década de los ochenta. Antes de la CIDN, existieron instrumentos como la Declaración de los Derechos del Niño (1959), la Declaración sobre la Protección de la Mujer y el Niño en Estados de Emergencia o de Conflicto Armado (1974), las Reglas de las Naciones Unidas para la Administración de Justicia de Menores o Reglas de Beijing (1985), la Declaración sobre Principios Sociales y Jurídicos relativos a la Protección y el Bienestar de los Niños (1986), todos ellos, basados en el paradigma tutelar y, en palabras de Buaiz (2003) con una percepción de la infancia basada en la lástima, la compasión, la caridad y la represión.
Probablemente el efecto más importante de la CIDN sea el otorgamiento a los infantes un estatus como sujetos plenos de derecho. En este sentido, la CIDN blinda a los menores contra los arrestos arbitrarios e ilegales (Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, 1989). De la misma manera, los menores en situaciones de riesgo y en condiciones indignas, como abandono, en la calle, maltratados, son ahora vistos en muchos casos como un producto de la propia omisión social y de la política pública del Estado. El término de “protección integral” significaría entonces la búsqueda del desarrollo y potencialidades de las propias personalidades de los niños/as en pro de su proyección como entes éticos (Tejeiro, 1998) así como la garantía del goce efectivo y sin discriminación de sus derechos humanos (Buaiz, 2003). La CIDN basa por lo tanto la mayor parte de sus artículos en los presupuestos de igualdad y no discriminación, presupuestos armónicos con la visión universal de los Derechos Humanos (Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, 1989). Además de ello incorpora el concepto de “Interés superior del niño”, que además de representar una limitación a la potestad discrecional por parte de tutores, constituye un “principio de vínculo normativo para la estimación, aplicación y respeto de todos los derechos humanos de los niños” (Buaiz, 2003: 4). Una de las principales problemáticas del enfoque garantista derivado de la CIDN es la reducción de la discusión de los derechos de la infancia al lenguaje jurídico instalado en la convención, denominada como tendencia oficialista por Bácares (2020), y también, una nueva relación de tutelaje institucional basada en la idea del infante como sujeto debilitado y su desconsideración como sujeto político (Barna, 2015).
A pesar de que la ratificación de la CIDN implica legalmente la adecuación jurídica del espíritu de la convención en la legislación interna, su aplicación efectiva es aún objeto de estudio y debate. Empero los distintos resultados, que no reflejan un avance lineal, sino más bien un proceso marcado por avances y retrocesos (Pilotti, citado por Pochetti, 2020). Lo que sí se ha observado, es la ampliación de la constitución de diversas Organizaciones No Gubernamentales (ONG’s) dedicadas a la defensa de la infancia en países latinoamericanos, como resultado de la propia movilización que ha detonado la CIDN, y como un continuo proceso de lucha por los derechos de la infancia (García, 1994). Los efectos de ésta han sido diferenciados dependiendo del país que la ha ratificado. En algunos estados los principios de la CIDN han tenido nula aplicación, en otros, ha provocado iniciativas legales por parte de las organizaciones de la sociedad civil, mientras que en otras naciones su adecuación ha sido meramente simulada, en las que el espíritu de la doctrina irregular no se ha visto alterado, y por último, países donde se han materializado políticas en armonía con las disposiciones de la CIDN (García, 1994). En términos generales, se observa una concreción pasiva o de baja intensidad frente al cotidiano de la niñez (Bácares, 2018). A continuación se presentan algunas de las dificultades en su aplicación derivadas de la vieja tensión niños/as-derechos en México.
5. Resultados
Los obstáculos para el ejercicio efectivo de los derechos de la infancia en México parecen estar vinculados directamente con una contradicción, esta es, la adopción de marcos normativos internacionales y nacionales acordes con el espíritu garantista de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño vs la vigencia práctica de la ideología tutelar en el universo institucional mexicano. En México, el impulso para la creación de leyes de protección de derechos de la infancia se ha dado como derivación de las reformas constitucionales a los artículos 4to en el 2000 (relativo a los derechos fundamentales de la niñez) y 18 en 2005 (relativo al proceso judicial para menores). A nivel federal el proceso pareció entrar en cierto letargo (González, 2009), dado que la expedición de normas con paulatina concordancia con el espíritu garantista ha tardado más de lo esperado. No ha sido sino hasta la segunda década del milenio cuando se han publicado leyes de corte cercano a la protección integral. Entre ellas están la reforma al artículo 4º constitucional de 2011, que reafirma a los infantes como sujetos de derecho y las garantías que deben resguardarse para el ejercicio de dichos derechos; la Ley general de prestación de servicios para la atención, cuidado y desarrollo integral infantil de 2014; la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes (LGDNNA) de 2014, que establece un sistema integral de protección a los derechos de los niños/as y adolescentes; y la Ley nacional del sistema integral de justicia penal para adolescentes de 2016, que ciertamente se proclama cercana a los valores de la CIDN y de carácter garantista.
A pesar de la protección legal al infante, los espacios para el ejercicio de los derechos son reducidos. La primera de las dificultades para la aplicación efectiva del espíritu de la CIDN que ha ubicado González (2009) es la ausencia una teoría sólida que permita reconocer a los infantes como legítimos titulares de derechos. En segundo lugar, la interpretación de los contenidos de los derechos, cuestión relacionada con el espectro ideológico y moral y que permite cierta ambigüedad. Por último, en tercer lugar, la efectiva aplicación de los derechos por la difícil integración del derecho internacional a las legislaciones nacionales. A pesar de su distinción, todas estas dificultades parecen estar relacionadas, en tanto que el vacío teórico nutre la ambigüedad y la misma ambigüedad entorpece la aplicación de disposiciones y políticas acordes con el paradigma de la protección integral. Si bien actualmente existen disposiciones jurídicas de inclinación garantista, la dificultad real estriba en su aplicación.
Siguiendo ese orden, con relación a la primera dificultad, la incapacidad teórica para justificar la titularidad de derechos durante la infancia se deriva, entre otros factores, de la resistencia para considerar a los menores como personas morales e individuales (Lozano, 2016), natural del imaginario occidental que posa sobre niños/as ideales de inocencia, pureza, nobleza y otros valores que impide asumirles como personas poseedoras de otras virtudes y defectos propios de su individualidad. Este mismo punto alimenta la segunda dificultad, relativa a la interpretación de los derechos enunciados en la CIDN (Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, 1989) y en las disposiciones nacionales. Este punto estriba en la falta de claridad en las limitaciones para quienes ejercen la patria potestad de los menores y para quienes deben ejecutar las leyes referentes a la población infantil y adolescente. Un ejemplo de ello es la vaguedad en el artículo 18 constitucional en México referente a prisión preventiva de los menores. Éste, no hablaba de sanciones sino de medidas, no de privación de libertad sino de internamiento, términos inexactos que permiten una suerte de flexibilidad que hace vulnerables los intereses y derechos de este grupo social (González, 2009).
Por otro lado, desde las disposiciones internacionales, tampoco es suficientemente clara la responsabilidad del propio niño/a, la familia y el Estado con relación a los derechos de la infancia. Dicha imprecisión permite la discrecionalidad que ha sido denominada como el “paradigma de la ambigüedad”. Un ejemplo de ello es la supeditación de los derechos de los menores a los derechos de los padres o incluso la discrecionalidad en el ejercicio de derechos como la libertad de conciencia, pensamiento o religión, todos ellos siempre “guiados” por los tutores. La propia CIDN no es clara en este aspecto, afirmando que el derecho a ser escuchado, por ejemplo (artículo 12), depende de la edad y madurez del niño/a (Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, 1989), otra vez, disposiciones sujetas a la oportunidad de una amplia interpretación y, por lo tanto, a la ambigüedad (Pilotti, citado por Pochetti, 2021).
Uno de los mayores retos que enfrenta la efectividad en la aplicación de los derechos reconocidos en la CIDN es la falta de certeza con respecto de los alcances de los mismos y la participación. Esto deriva de un problema teórico conceptual y en la dificultad de asignación de recursos para la creación y el desarrollo de instituciones que consoliden dichos derechos (González, 2009). Nuevamente el debate conceptual versa sobre la obligación correlativa entre el titular de derecho y su obligación. Al no ser considerados/as como titulares de derechos políticos, el proceso para constituirse como grupos de presión se dificulta. Por lo mismo, las acciones colectivas y procesos de activismo por parte de niños/as en América Latina se han realizado mayoritariamente desde organizaciones infantiles, organizaciones de la sociedad civil e incluso organizaciones religiosas, más que desde los espacios legalmente creados para la participación infantil y juvenil.
Por lo tanto, en la medida en que teóricamente se sigue planteando correlativamente derechos y obligaciones, las y los infantes, en tanto sigan siendo considerados/as seres inmorales, serán incapaces de poseer obligaciones y en ese sentido, ser titulares de derechos. El problema entonces deriva en la falta de teoría que respalde los criterios de la CIDN y que pueda legitimar a la infancia como ente con personalidad jurídica, es decir, el obstáculo teórico parece representar la dificultad originaria que impregna a las siguientes.
En este sentido, lo teórico cobra central relevancia para el ejercicio efectivo de derechos de la infancia, y en tanto lo teórico depende de la base epistemológica, es aquí precisamente donde el giro epistemológico puede cobrar relevancia como herramienta teórica, dado que este primer obstáculo es el mismo que proporciona la derivación de los subsiguientes. Bajo los presupuestos del giro epistemológico, se defiende el rescate de las capacidades humanas, racionales y comunicativas de los sujetos para interpelarse, participar de las decisiones que les afecten y sobre todo para hacer reaparecer las voces históricamente invisibilizadas, como las de la infancia.
En primer lugar, y más allá de las posibilidades prácticas, el giro epistemológico puede considerarse como una base epistemológica para el desarrollo teórico que otorgue un lugar social a la infancia distinto al tradicional. Como se ha visto, la necesidad de una teoría que complemente los análisis de agencia infantil y que encamine una solidificación teórico conceptual de las capacidades infantiles para participar social y políticamente se hace necesaria para fortalecer visiones alternativas a la adultocéntrica. Por lo tanto, la posición epistemológica de las teorías críticas que incentiven el ejercicio de derechos de la infancia encontrará líneas cercanas con la visión de Martínez (2000), comenzando con la fractura al principio positivista de la unilateralización de la razón. Sin el rompimiento de este principio, la inclusión de la infancia en espacios comunicativos y el ejercicio de sus derechos será prácticamente inviable.
En segundo lugar, la interpelación para cuestionarnos sobre nuestra performatividad otorga inherentemente una responsabilidad sobre el actor que participa en la arena comunicativa, es decir, la inclusión de la y el infante y su voz en la discusión pública encierra naturalmente un estatus de responsabilidad necesario también para el ejercicio de derechos. El giro epistemológico otorga así bases para la defensa en el ejercicio de derechos, pero al mismo tiempo, otorga responsabilidades al actor sobre su manera de decir y actuar, en tanto que ambas capacidades pueden ser fuente de construcción de paces o de violencias. Este presupuesto es fundamental para que la infancia se conceda también un régimen de responsabilidad proveniente del ejercicio de sus derechos.
En tercer lugar, el compromiso del ejercicio de derechos y responsabilidades se aborda siempre con relación a los valores de la paz. El ejercicio de derechos en México debe estar ligado a los valores de la paz, que ofrezcan una alternativa pacífica para transformar conflictos sociales. Ello no significa que dichos valores se encaminen a negar o evitar conflictividades, por el contrario, el ejercicio de los derechos por parte de las y los ciudadanos y en este caso, de la infancia, por sí mismo generaría una escalada de conflictos. En este sentido los conflictos son incluso deseables, en tanto que, el conflicto incrementará mientras que la infancia emprenda un proceso de empoderamiento progresivo a través del ejercicio de derechos. La conjugación entre el ejercicio de derechos de la infancia y la responsabilidad en ello de encontrar vías pacíficas para transformar conflictos (sean o no derivados del ejercicio mismo) es urgente en un país donde las violencias deben desnormalizarse. Esto coadyuvaría a separar los derechos de la infancia de la reducción oficialista (Bácares, 2020) y abrir brechas hacia un postgarantismo.
En cuarto lugar, el giro epistemológico ofrece una mirada integral que demanda intrínsecamente la revalorización de la mujer, por un lado, y el compromiso de la humanidad con la naturaleza, por el otro. En este sentido, las garantías para el ejercicio de los derechos de la infancia deben plantearse desde una integralidad que envuelva a los dos ejes temáticos más debatidos en la actualidad: los feminismos y la crisis ecológica mundial. El derecho al acceso a la información es decisivo en la formación de opiniones y corresponderá al infante también decidir temáticas a tratar en su ejercicio, sin embargo, mediante la instalación de espacios que garanticen el ejercicio de derechos, pueden ofrecerse recursos que inviten (como una posibilidad, no arbitrariamente) a pensar y debatir en paralelo sobre el rol y tratamiento a la niña y la mujer y las condiciones ecológicas en las que se encuentra México y el mundo.
En paralelo con una progresiva solidificación teórica, abordar los derechos de los niños/as desde el giro epistemológico puede contribuir a revertir paulatinamente la condición que empuja a infantes a verse y entenderse a sí mismos con los ojos de quienes ejercen poder sobre ellos (Canella y Viruru, 2004, citado por Liebel, 2016: 257). Es decir, la revalorización de las voces infantiles incentivaría precisamente la ampliación de los espacios formales e informales para el ejercicio efectivo de los derechos de la infancia, especialmente los que se refieren a la libertad de expresión y de acceso a la información, al derecho de libre asociación y reunión. Todo ello dependerá también en gran medida de la voluntad política adulta, dado que el apoyo al desarrollo en el ejercicio de los derechos de la infancia es vital el acceso a la información.
6. Conclusiones
Desde finales del siglo XIX hasta finales del siglo XX, las teorías provenientes de las disciplinas científicas retroalimentaron las ideologías sociales tutelares, racionalizándolas desde lo científico y reforzando su instalación en la cotidianidad social. Algunas ideas, que en muchos casos han respondido a intereses de grupos de poder político y económico, se han cristalizado a través de las disposiciones legislativas y de la creación y desarrollo de instituciones tutelares especializadas en la infancia. La CIDN de 1989 marcó una ruptura con el modelo tutelar, aunque parece que aún no ha logrado contagiar plenamente a instituciones y sociedad en México, pero que al menos sí cuenta con cimientos jurídicos.
La apariencia consensual que se observa en la masiva ratificación de la CIDN (a pesar de ser el instrumento más ratificado del mundo) es totalmente engañosa. El riesgo de aceptar que la discusión sobre derechos de los niños/as ha terminado con la promulgación y ratificación de la CIDN deriva justamente en mantener una ambigüedad a nivel práctico y un status quo que permite la permanencia de las vulneraciones a los derechos de las niños/as. Lo relativo a la participación y ejercicio de derechos de la infancia se encuentra aún muy lejos de llegar a lo deseable. En México, más allá de las consultas anuales del Instituto Nacional Electoral o los parlamentos juveniles -que no dejan de ser meros ejercicios simbólicos intrascendentes-, la participación infantil no goza de las garantías necesarias para incidir en las decisiones políticas que les conciernen como grupo social, desde, por ejemplo, el derecho a la libre asociación enunciado en el artículo 15 de la CIDN (Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, 1989). Paradójicamente, la enunciación jurídica sobre participación infantil se ha traducido en algunos casos en el apartamiento de espacios para la niñez en los espacios públicos (Gaitán, 2018), en lugar de su integración.
La principal relevancia del giro epistemológico como enfoque para abordar el ejercicio de derechos en México reside en su flexibilidad para constituirse como: 1) una base para el desarrollo teórico que defienda una mirada alternativa a la adultocéntrica; 2) en su idoneidad para armonizar la puesta en marcha de espacios de participación infantil con una consideración legitima como sujetos capaces de comunicar, actuar e interpelar, ejercer derechos, pero también responsabilizarse y; 3) incorporar valores pacíficos e integrales que impulsen paralelamente otras discusiones urgentes en las agendas locales y globales, como la violencia contra las niñas y mujeres y la crisis medioambiental actual.
Finalmente, es definitivo que ningún proceso de empoderamiento infantil podría llevarse a cabo sin un acompañamiento de voluntad adulta para impulsarlo o acaso permitirlo. Desde esta perspectiva, las garantías y espacios para el ejercicio de derechos de la infancia no deberían considerarse como una amenaza al orden social, sino como una forma de intensificación y ampliación democrática que debe emprenderse con miras a comunicar y acercar los mundos adulto e infantil, y no para agrandar la brecha ya existente entre ellos.
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Notas
Notas de autor
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