
Publicación: 22 Octubre 2021
Resumen: Se propone la clave gongorina, con los ecos del sentido profundo de sus poemas mayores, como vía de acceso a la escritura de Perito en lunas y su cosmovisión. La epistemología de la trascendencia sostiene la clave metafórica y la visión metamórfica en una construcción que integra la aparente dispersión de las octavas, mediante la articulación de las imágenes en un universo coherente de objetos naturales y mirada poética.
Palabras clave: Miguel Hernández, Perito en lunas, Góngora, barroco, epistemología.
Miguel Hernández se quejó de la recepción inicial de Perito en lunas1, entre un extendido silencio y la incomprensión. En la actualidad su valoración se ha incrementado, aunque no al nivel que la de otros títulos del poeta, y la crítica se mantiene en medida considerable sujeta a lecturas instaladas en repetidos lugares críticos. Se ha avanzado considerablemente en la fijación del texto, en la hermenéutica de poemas de referencia y en la búsqueda de relaciones con el contexto de su génesis y con la producción posterior. Media una distancia considerable entre la sentencia dictada por Gerardo Diego (1960) sobre la naturaleza de acertijos que tenían los poemas y la propuesta de Sánchez Vidal (1976) de entenderlo como un poema-libro con un elemento conductor, identificado con la luna. Aún pendiente de un desarrollo más pormenorizado, este juicio crítico supera la insistencia en el presunto carácter aislado y autónomo de cada uno de los poemas y ofrece una base para avanzar en la indagación de las líneas poéticas que enlazan y articulan las octavas en un universo de imágenes entrelazadas, del que emerge la luna en toda su polivalencia, incluyendo su valor simbólico como emblema de la mutabilidad y la metamorfosis, que es la visión que sustenta todo el juego metafórico, clave en Perito y elemento de relación con el barroco histórico más profunda que la simple imitación de unos procedimientos estilísticos. De manera particular, esta consideración también nos acerca al Góngora de los grandes poemas y, sobre todo, de sus procedimientos compositivos (incluyendo la tensión entre unidad y variedad) y de su visión de la realidad, en clave ovidiana de metamorfosis en el Polifemo y con cercanía en las Soledadesa la concepción lucreciana de la realidad natural.
Si asumimos que esta es la perspectiva adoptada en el proceso de escritura y, sobre todo, en el resultado impreso en 1933, es posible asimilar los cambios introducidos hasta conformarse la edición y que en esta se difuminaran los rasgos que permitirían adscribir inequívocamente Perito en lunas al uso del poemario de piezas inconexas o a la tradición creciente en esos años del poema extenso (García Florindo 2016), planteando un problema similar al de los grandes textos gongorinos, con su problemática ubicación entre la lírica y la épica, resuelta con más facilidad para el Polifemo al adscribirlo al género del epilio (Ponce Cárdenas 2010: 62-94), que es la forma grecolatina del poema extenso forjado en la poesía postsimbolista. Si las Soledades pudieron leerse como una sucesión de cuadros de naturaleza heterogénea, apenas unidos por su vinculación a la naturaleza y la mirada del peregrino, en el Polifemo, también inseparable de la función de la mirada, se ha destacado el procedimiento compositivo que hace de las octavas (como en Perito) pequeños cuadros casi de valor autónomo, pero que adquieren toda su entidad y valor en el engarce, narrativo en este caso, que dota a la composición gongorina de los rasgos de un verdadero políptico, en el que se formaliza la copia de la que hace gala el cíclope y, sobre todo, de la que caracteriza el entorno natural, objeto subyacente de este relato metamórfico. Como en la fábula gongorina, Hernández explota las posibilidades de la octava (Alemany Bay 2010), incluyendo su síntesis efectiva de unos inequívocos orígenes líricos (o epigramáticos) y su paulatina adaptación al discurso narrativo mediante su encadenamiento, basado en la sucesión, hecha de unidad y variedad. La supresión de los rótulos iniciales de las octavas y de su numeración no puede atribuirse a las imposiciones editoriales que, ciertamente, recortaron el texto, sino a la voluntad autorial en el intenso proceso de reescritura que precede al texto definitivo (Alemany Bay 2013). Entre ambos polos, la mise en page de la primera edición, con cada octava ubicada en una página diferente, con amplios márgenes y espacio vacío, se avino con pertinencia desde el orden tipográfico a la configuración de un discurso polimorfo y complejo, que enfrentaba al lector al problema esencial de determinar su proceso de lectura, entre el fragmento y la articulación unitaria, antes de proceder a su interpretación. Con los asideros ofrecidos por la tradición poética revivida, intentaremos una lectura atenta y desprejuiciada de una propuesta textual tan compleja como sus juegos metafóricos. La consideración del cambio en el título del libro abre una perspectiva y hace gravitar la lectura hacia lo unitario, al observar el paso de Poliedros (objetos plurales y diversos) a Perito en lunas, que ofrece, con una perspectiva unitaria, una interrelación entre el sujeto observador y la realidad observada, entre su mutabilidad y la certeza de una pericia. Y Góngora nuevamente al fondo.
Eslabones de un discurso
En una temprana carta a Juan Ramón Jiménez, fechada en noviembre de 1931, Hernández adelantaba:
Creo ser un poco poeta. En los prados porque yerro con el cabrío ostenta natura su mayor grado de belleza y pompa; muchas flores, muchos ruiseñores y verdores, mucho cielo y muy azul, algunas majestuosas montañas y unas colinas y lomas tras las cuales rueda la gran era del Mediterráneo (Hernández 1992: 2285).
Creo ser un poco poeta. En los prados porque yerro con el cabrío ostenta natura su mayor grado de belleza y pompa; muchas flores, muchos ruiseñores y verdores, mucho cielo y muy azul, algunas majestuosas montañas y unas colinas y lomas tras las cuales rueda la gran era del Mediterráneo (Hernández 1992: 2285).
Sin detenernos en lo que la Sin detenernos en lo que la cita manifiesta de consciencia y afirmación, encontramos in nuce lo que será el mundo poético de Perito en lunas, incluyendo la posición de la voz poética, la presencia trascendida de los elementos naturales del agro levantino y su sentido orgánico, además de la metáfora que traslada al mar la redondez de la era y la luna. Más explícita y pormenorizada es la misiva a Ramón Sijé fechada en agosto de 1932 (Hernández 1992: 2300), en una clara muestra de la pervivencia y crecimiento interior de una visión que domina unitariamente el libro de 1933. Aun antes de entrar en una lectura pormenorizada de los poemas, estos peritextos cuestionan las posturas críticas que subrayan el principio de varietas y dispersión, quizá manteniendo el sentido fragmentario que latía en la concepción inicial de «poliedros». De manera radical lo sostiene Saneleuterio, quizá orientada por el encaje de su trabajo en un monográfico sobre el «neobarroco» y su condición postmoderna, y por la imagen de «conceptismo estrófico» trasladada al título. Así propone una visión de «metáforas hiladas» limitadas al espacio cerrado de cada octava, «que nada tiene que ver con lo planteado en el resto de las estrofas» (Saneleuterio 2010: 152). Tal concepción de espacios aislados está en estrecha relación con el prejuicio sobre el carácter «neobarroco» de la octava, ajeno a la tradición de una forma de origen lírico y progresiva vinculación al desarrollo narrativo, ya desde sus primeros pasos en España en la fábula inconclusa de Boscán y la égloga III de Garcilaso, antes de culminar en el Polifemo. Precisamente, estas últimas referencias, que gravitan con evidencia en el texto hernandiano, contradicen el corolario de Saneleuterio sobre la renuncia a la introspección lírica, recogiendo lecturas como la de Prieto de Paula (1993), que identifica las octavas con el modelo de los emblemas carente de un discurso anecdótico. Sin embargo, la ausencia de una historia, como las que se dan en los epilios clásicos, no implica desgajamiento y dispersión de los elementos. Así se aprecia en la indagación de Bonilla y Tanganelli (2013) sobre las imágenes emblemáticas en las Soledades, pues, lejos de disgregar el texto, crean una latente pero sólida red de vínculos y trabazón en el poema. En otra clave, el análisis concordaría con la propuesta crítica de Benjamin (1990) sobre la alegoría barroca, actualizada por Méndez (2002), al señalar la profundidad inherente al encadenamiento metafórico de la definición más superficial del procedimiento retórico de raíz epistemológica, que engarza con la «gran cadena del ser» y con la noción de «analogía» en la arqueología foucaultiana.
Por ello, no resulta sostenible que Perito se limite a una «sucesión de metáforas lúdicas sin intención simbólica ni de expresión de la íntima subjetividad» (Saneleuterio 2010: 160), que lleva a «partir de cero en cada estrofa» (161). Imposible separar esa idea de «sucesión» de un propósito ligado a una noción de trascendencia que tiene mucho que ver con la mirada subjetiva, más o menos arrebatada por la inminencia de la «natura» entrevista en la presencia de sus elementos, pues esa misma visión es la que la unifica. Hernández desmiente con su opera prima la convención de los inicios expresivos del poeta joven, que arranca de una sentimentalidad de raíz «romántica», pero ello no implica ausencia de lirismo o significación (y recuérdese que eran los mismos reproches dirigidos a las Soledades), sino que hay que buscar estos elementos en una clave postsimbolista, con referentes como el Mallarmé admirador de Góngora o el Paul Valéry citado y traducido en la germinación de Perito.
Molina Huete (2003) supo descubrir «la trama del ramillete», poniendo de relieve los elementos de trabazón en un corpus aparentemente tan heterogéneo como las Flores de poetas ilustres de Espinosa, puerta en 1605 de la poética barroca. Las conexiones, siguiendo ese modelo de lectura, se acentúan en Perito, según trataré de mostrar en las composiciones iniciales, que arrancan con una octava programática y con algo de la funcionalidad del «soneto prólogo» del Canzoniere. «Suicida en cierne» se sitúa en un espacio fronterizo entre la vida y la muerte y establece las bases de un cronotopo marcado por la metamorfosis, íntimamente asumida por el sujeto que considera la decisión del suicidio. En la identificación de la «caña silbada de artificio» con el cohete (Sánchez Vidal) tenemos, a la vez, la llamada que rompe el tiempo de lo cotidiano y lo abre al de la celebración, y un elemento de recurrencia en un significativo número de pasajes del libro, y no de importancia menor. Pero la imagen también admite una lectura metapoética, que metaforiza la propia condición de la voz poética: rústico elemento de profunda raíz natural al tiempo que objeto de la elaboración artística (como la caña o avena con que los pastores de la égloga acompañaban sus cantos) y activada por un aliento, inspiración o silbo, como el que sostendrá el título provisional de El silbo vulnerado, con ecos sanjuanistas. Como en las Canciones del alma y del esposo (otro ejemplo, en su versión inicial, de la productividad de la dialéctica entre la autonomía de cada lira y el ensamblaje conjunto, entre la viñeta y la serie), la apelación a las criaturas corresponde a un sujeto poético que habla en primera persona, sin que la máscara oculte el rostro del poeta. Si el cohete, como la cometa, representa la tensión hernandiana entre el deseo de elevación y el arraigo en la tierra, algo similarocurre con la caña silbada con arte, pues su origen natural no empece su valor de instrumento musical; es más, lo caracteriza y potencia, impulsando la movilidad dominante en la octava, con su bajada en «náutico ejercicio». Y, si atendemos a la consensuada identificación con el higo a punto de desprenderse (o de ser arrancado, entre el azul del cielo y el azul del mar), el juego de enlaces textuales, semánticos y simbólicos se identifica; valga citar la imagen del yopoético derramando los frutos de la higuera sobre los niños en «Yo: Dios», la recurrente presencia de la higuera, que culmina en «Negros ahorcados por violación» (XL) en simetría estructural y significativa con el inicio del poemario o, en un espacio extratextual, la simbología del higo, en una tradición que, al hilo de las teorías sobre su aparición en El aguador de Velázquez, se ha puesto en relación con la iniciación sexual (Julián Gállego) en el eje de las tres edades del hombre (Fernando Marías).
La segunda octava, «Palmero y domingo de Ramos», continúa la imagen del árbol, adelantando la de la higuera de la estrofa IX, precedida de la V y VII, «Palma» y «Palmero». Ahora no es el yo poético el que sube a la copa, sino el «mozo» que va a arrancar las ramas que el artificio, como a la caña del poema inicial, convertirá en una realidad trascendida, en la que se conecta la cotidianidad de «las persianas» y el momento simbólico de la entrada de Cristo en Jerusalén, en una celebración que preludia la tragedia, aunque esta es la que trae la redención, en el juego de renacimiento vinculado a la primavera (espacio mítico de la semana santa cristiana) que se proyecta en el «eterno abril» del verso final.
La imagen de sacrificio enlaza el elemento de festividad de la octava anterior con la fiesta taurina evocada en «Toro» (III), hecha presente con la invocación inicial: «¡A la gloria, a la gloria, toreadores!», los «toreros» que ocupan la octava siguiente. El sacrificio de Cristo se enlaza con el rito sacrificial del coso, donde se enfrentan la fiera natural y el arte del diestro, siempre con la amenaza de la muerte, presente en el centro del ruedo, imagen de redondez que conecta la de la luna y la del mar en sus límites («golfo de arena»), como espacio en el que se contrastan la pericia del torero y los lunados cuernos de la fiera, en eco de la imagen cíclica que abre la Soledad primera, con su materialización de la «estación florida» (el «eterno abril» de II) y la metafórica «media luna las armas de su frente» para representar el toro en que se ha metamorfoseado Júpiter y da nombre al signo zodiacal de la primavera.
La «palmera» de la octava siguiente conjuga la imagen de la «columna», evocadora del axis mundi, y la del «surtidor», que remite a la vez a la fuente, imagen de vida y de la fluidez de lo natural, pero también a la explosión del cohete de artificio, sugerido en la octava inicial y ocupando la que se intercala entre «Palma» y «Palmero». En el verso 2 de «Cohetes» la imagen metafórica es la de la «palma», trabando aún más isotopía tejida en este trecho de arranque del libro, enriquecida por los ecos de las estrofas precedentes que despiertan «azul», «caña», «círculos» y «luz», en una celebración de lo fugaz y aparentemente fragmentario que se apunta en el pareado de cierre: «todo un curso fugaz de geometría, / principio de su fin, vedado al día».
En sus notas a «Palmero» (VII), Sánchez Vidal (1976: 91) trae a colación los paralelismos con «ABRIL –gongorino», uno de los «poemas de adolescencia», donde aparecen las «palmas surtidoras», aunque esta octava se focaliza sobre el paisano que sube al árbol para tomar las palmas «a cercenes», como en «Suicida en cierne», dando nuevo vigor a una paronomasia donde se reúnen dos imágenes, la de la inminencia que apunta a la metamorfosis, y la del golpe necesario para realizar la transformación de lo natural. Y todo se concentra de nuevo en el verso de cierre: «haz la degollación, tras el ordeño». Si degollar es cercenar, también es una elección léxica que remite a otro episodio evangélico de huida de la muerte (la decretada por Herodes), en tanto el «ordeño» remite al mundo pastoril donde se aúnan la propia condición del poeta, la naturaleza de los personajes que acompañaron el nacimiento de Cristo y la máscara de los protagonistas de las églogas, además del oficio de Polifemo, el cíclope pastor que «sentado, a la alta palma no perdona» (v. 409) para arrebatarle sus frutos, como hace el palmero hernandiano.
El artificio sigue en la octava siguiente, «Monja confitera», en cuyas manos el arte de la pastelería transforma los frutos de la tierra, «por lo que riza» en la masa de unos productos tradicionalmente ligados al ciclo de la Pascua a que da inicio el domingo de Ramos. La imagen inicial, «a lo cohete», actualiza la de las octavas precedentes (desde «a lo caña silbada» de I) y revela en una estrofa, aparentemente alejada, un hilo de continuidad, con el que se van enhebrando las piezas del políptico, del poema-rio. La continuidad con las estrofas siguientes, quizá las más subjetivas, la establece el «maná» inicial de «Yo: Dios» (IX), hecho de «miel y leche», como los confites monjiles, y con un eco de sacralidad apoyado también en la higuera, objeto del pasaje evangélico y metonimia del árbol de la cruz, en que Cristo ofrece su muerte y la sangre que vierte para dar vida a quienes están a sus pies. Con su doble frutescencia, la higuera asume el paradigma de la fertilidad ligada a la tierra, pero también a los ciclos estacionales, marcando el final del verano con su segunda cosecha. También el texto establece un doble plano, entre el sujeto que está en la copa y los niños que, al pie del árbol, se pintan con imágenes de sutil sensualidad, «en una conjunción vana de ombligos», contrapuesta al «dios con calzones» que los contempla mientras les arroja los higos. El sujeto poético plasma su abandono de la inocencia infantil y el ardor adolescente en cierne, que se desplegará en las imágenes eróticas de «Sexo en instante I y II», entre la pulsión masturbatoria, en la que la «perpendicular morena» evoca la «columna» de la palmera y la geometría expresada en «Monja confitera», y el encuentro sexual dibujado en potencial y con las imágenes iniciales del limón y la hoguera, y la repetición, en el mismo verso 4, del «almidón» que aparecía en la octava de la monja. Los ecos continúan en «Lo abominable» (XII), con recurrencia de «amargas», «palmas», «manos»..., ligando sexo y escatología.
Cabría seguir, pero en el espacio disponible los elementos señalados sirven para sustentar, al menos, una hipótesis de lectura, en los que los significados se potencian y adquieren más consistencia atendiendo al engarce de imágenes y, con ellas, de octavas. Sin ningún adjetivo de «estrófico», el conceptismo se impone en su sentido más inmediato de la metáfora que exprime las relaciones entre dos objetos distantes, como caracterizó Gracián el concepto simple, pero también en la versión compleja, que se aproxima a la construcción alegórica, donde la variedad se integra en un sentido unitario, como cabe observar en el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, que no solo comparte período de escritura, sino también unas imágenes comunes y, sobre todo, un profundo sentido barroco, con el que Hernández conformaba su imagen de la realidad y su expresión poética. Una mirada más panorámica al conjunto del libro ofrece nuevos datos de su cuidada y unitaria elaboración, así como las concomitancias con el discurso de los poemas mayores de Góngora en una dimensión profunda.
La trabada cohesión de la primera serie de octavas tiene su correlato en el encadenamiento final, con una simetría que intensifica el motivo de la muerte (en «Suicidio en cierne») con su despliegue en «Funerario y cementerio» (XXXVI), «Crimen pasional» (XXXVII), «Negros ahorcados por violación» y las imágenes bélicas de «Guerra en estío» (XLII), cerradas por el término final «muerto», en rima con el «huerto» que remite a los motivos del principio, en una referencia a la «estación florida» con que se abre la Soledad primera y que en el auto (II, 194) se identifica (en eco de la primavera del domingo de Ramos) con la estación del amor, de reconocible tradición folklórica, en una fusión de lo culto y lo popular. En el eje de simetría se encuentra «Mar y río» (XXI), dos motivos centrales en los poemas mayores del cordobés y que establecen, como en el Polifemoy el retorno al mar inicial de Acis convertido en río (Ruiz Pérez 2011), el movimiento de continuo retorno apreciable en la naturaleza y en la luna con sus ciclos característicos. El río reaparece al comienzo de «Lavandera» (XXXIX) y nos deja cerca del final esta naturalización de las ninfas acuáticas, como Galatea o las que surgen del Tajo garcilasiano, humanizadas a la zaga de Juana, la amada del Burguillos lopesco, que también ejerce su oficio a las orillas del Tajo.
Otros juegos de contraposiciones pueden observarse, tendiendo líneas de fuerza para la estructuración de las octavas, como ocurre entre la «Mesa pobre», contigua a «Lavandera», y la abundancia de comida que puebla las octavas iniciales, llenas de higos, dátiles, confitería monástica y otros elementos de sensualidad gustativa que parecen trasponer a la huerta la copia de que hace gala el cíclope pastor y poeta de Góngora. Lo que une toda estamaterialidad aparentemente disgregada es su condición modesta, propia de la huerta levantina, que pudo sorprender a los refinados poetas puros del momento tanto como en el siglo xvii escandalizó a los puristas del clasicismo que el poeta cordobés dedicara su estilo más sublime y refinado a cosas aparentemente menores, esos «gallos, gallinas y otras frioneras» que le reprochaba Jáuregui en el Antídoto y que tienen una presencia directa en «Gallos» (XIII), pintados con pinceles gongorinos abiertamente declarados en su cita del verso final: «a batallas de amor, campos de pluma».
Para Cano Ballesta, Hernández «logra desembarazarse del costumbrismo» (2009: 36), pero más bien habría que hablar, como anota Sánchez Vidal con reiteración, de una culminación del proceso de decantación y depuración iniciado por Gabriel Miró y que, en un ejercicio de esencialismo, le permite ascender desde lo concreto inmediato a una visión trascendente por medio de las imágenes lingüísticas. Como a las Soledades se le acusó de vacío conceptual, además de falta de decoro, el libro primero de Hernández soportó las críticas de carencia de cosmovisión y puro juego formal. Sin embargo, un recorrido (parcial en este caso) por sus imágenes enlazadas evidencia una construcción coherente y sistemática, más o menos básica, por esencial, pero de intensa productividad emocional y expresiva, con la verdad de una experiencia poética que surge del contacto con la naturaleza en torno y, con ayuda de los filtros culturales adquiridos en la lectura de los clásicos, se traduce en una posición de extrañamiento, sacudida por una doble pulsión, escópica y sexual, que deviene en trascendencia. Como la adivinanza invita a descubrir un sentido oculto, el Perito señala a la luna y nos abre la puerta a su entrañada simbología. En palabras del Buen Labrador en el auto coetáneo.
hay que mirar y querer,
no ver sino lo que digo
detrás de la paja hay trigo,
y detrás ¿qué puede haber? (III, 616-619)
Barroco y vanguardia en clave gongorina
Este problema de conocimiento, de clara epistemología barroca y evidente conexión con Perito en lunas tiene, incluso, una formulación más directa en boca de Amor en Quien te ha visto:
Inocencia, no se gana
nada cuidando el enigma
si él lleva dentro la clave
y tiene que descubrirla
y, con ella, su misterio. (I, 835-839).
Esta declaración programática podría aplicarse al juego poético propuesto en Perito y conecta con lo más profundo de la epistemología barroca, ofreciendo una clave de lectura para traspasar la superficie verbal de la obra. Algunas otras observaciones sobre el auto sacramental mostrarán la coherencia de ambos textos en el universo poético hernandiano y, sobre todo, la entidad del mismo y su neta filiación barroca.
En el auto las palabras de la última cita sitúan al protagonista, aún Hombre-Niño, en su conflicto entre Inocencia y Deseo, entre la visión paradisiaca y la experiencia de la pulsión trágica, y el desarrollo argumental muestra (nueva metamorfosis) el paso del Hombre-Niño al Hombre, con todos sus conflictos, movidos por la figura demoniaca del Deseo y alimentados por los Sentidos. Todo ello, en correspondencia con el relato bíblico, se traduce en la pérdida del paraíso y, en otro plano, en el abandono de la adolescencia. La proyección subjetiva en el protagonista revela la indagación en un yo entre experiencial y antropológico, bastante atado a los esquemas y valores de un catolicismo provinciano, pero en pugna por superarlo. Así, el Hombre-Niño asume a la vez la valencia mítica de Adán, incorpora elementos cristológicos y apunta rasgos propios del Miguel huertano de la realidad, con referencias tan netas como el «catre valenciano» (II, 71) o la evocación de las tracas en la celebración del Corpus (III, 853-854), a las que cabe sumar una imagen del toro (III, 1008-1012) que conecta Perito en lunas con El rayo que no cesa. La recreación dramática de la pérdida de la inocencia sigue en gran medida el relato bíblico, pero muchos de sus motivos y referencias están estrechamente emparentados con el primer libro, y bastan las décimas iniciales para comprobarlo, pues en la explicación del Esposo al Hombre-Niño sobre la naturaleza misteriosa del viento se concentran imágenes familiares: «caudal», «vidriera», «fuente», «gloria lanar, luz querube», «árbol»... y una precisa caracterización de la cometa, que viaja y sube «delgadamente sujeta / a la tierra por un hilo». Esta imagen gozará de amplia presencia en esta etapa creativa de Hernández y representa una de las lecturas de Perito en lunas, que ya desde el título establece un eje de verticalidad, con el impulso de elevación fijado en el astro constante en su variedad y el sujeto que lo escruta con los pies en la tierra. Como corresponde al género y a su ideología católica, el auto despliega la tensión en clave dramática, casi trágica, de no ser por la idea cristiana de la salvación. En el poemario no faltan los signos de la angustia cuando aparece la subjetividad, y así lo vemos, por ejemplo, en las dos octavas sobre una sexualidad incompleta o en el enfrentamiento entre toro y torero, pero junto a ello aparece una visión más celebrativa, en la que la metamorfosis (pensemos en la palma) toma características de sublimación, y no solo religiosa. La mirada del perito Miguel arranca de la tierra y de sus elementos más naturales, los propios del entorno huertano y los espacios de pastoreo, y desde ella se eleva en busca de la trascendencia de las cosas, pero también de la puesta en acto de la capacidad del sujeto para superar los límites de la realidad aparente con la herramienta del lenguaje.
Asimismo, la articulación argumental del auto define un horizonte conceptual que incluye, con sus matices diferenciales, el más latente y disimulado de Perito. Si prescindimos del lastre del catolicismo dogmático que el poeta no tardará en relegar, vemos emerger la esencia de unos motivos existenciales que, por coherencia genérica, se formulan con materiales del imaginario calderoniano y, sobre todo, gongorino. Todos ellos giran en torno a la noción, conflictiva y sufriente, del Deseo, del que surge la anomia y la angustia del sujeto, al que los dogmas salvíficos le resultan insuficientes, y así emerge bajo la costra del discurso doctrinal lo que en Perito se desplegaba con mayor autonomía, esto es, la pulsión de la mirada sobre los objetos de los sentidos y la del canto que, con pericia y artificio, transmuta la realidad aparente y abre espacios de plenitud. En su conformación poética se reactualizan los componentes profundos de las obras mayores gongorinas, materializadas en las figuras y las actitudes del cíclope (monstruoso pastor, movido por el deseo y enfrentado al rechazo, que sublima en canto) y del peregrino (igualmente extraño y, por tanto, monstruoso, que reinventa con su mirada y la palabra poética que la rige un entorno natural que va adquiriendo los rasgos de lo cultural, con el eje unas bodas agropecuarias festejadas con cohetes en formas de palmeras de luz). Un mayor espacio permitiría comprobar el despliegue de esta problemática en el auto en el que la pérdida del paraíso se vincula al mito anexo de Caín y Abel en su clave de enfrentamiento entre el pastor y el segador que gana el pan con el sudor de su frente, el papel del Deseo en el asesinato mítico, la evocación en ese punto de una imagen polifémica («¿O es que solo ha de haber entre pastores / velludos y soeces / peculiares hermosas / que se bañen en leche y pisen flores / y, más que pisen flores, pisen rosas», II, 658-662) o la presencia de una fase de Narciso que, como Polifemo se mira en el espejo del mar, se reclina junto a la fuente (II, 57) para que las estaciones le ofrenden las tentaciones del mundo, el dominio de la naturaleza y el fluir de la temporalidad, mientras el Deseo le recuerda que «podrás verte, / pero no tendrás tiempo de mirarte» (II, 59- 60). Sin embargo, la inscripción del sujeto en la realidad solo se produce en términos de naufragio, como el del peregrino, y ha de atravesarla con «pie romero» (II, 10). En este marco, los apuntes esbozados y la sistematicidad que ofrecen, si no llegan a confirmarla del todo, permiten avanzar una hipótesis de lectura, en una revisión de los clichés críticos sobre el gongorismo y neobarroquismo de Perito en lunas.
La koiné crítica ha establecido para un panorama esquematizado en la noción de «27»3, la polaridad de tradición y novedad sancionada por Bousoño (1960: 34) y que, por ejemplo, recoge López-Baralt (2016: 16) para caracterizar a Hernández, una polaridad que se concreta en el juego de oposiciones entre barroco y vanguardia como manifestaciones históricas y orientadas a la síntesis (Cifo González 2010; Abad Merino 2019). En este humus se asienta el ideal de poesía pura y la antítesis de la humanización, y ya Carnero (1992) señaló la dualidad de tendencias en la poesía de los años treinta, con una deriva hacia el compromiso y la comunicación directa. Un escenario tan móvil y tensionado es atravesado por la obra hernandiana en una apretada trayectoria, con diferentes focalizaciones para la crítica. Un buen ejemplo lo encontramos en la visión por Cano Ballesta (2009: 21) de un poeta enfrentado a la contención y la poesía pura, aunque más bien se mueve entre los rasgos formales de la poesía pura y la tensión conceptual y emotiva. Esta dinámica, sin embargo, no debe limitarse a una lectura evolucionista desde un período inicial interpretado en términos de experimentación y ejercicio estilístico a un concluyente compromiso, pues una lectura detenida revela su presencia dialéctica en Perito, del que, como ocurre en los poemas mayores de Góngora, no está ausente, bajo su forma deslumbrante, la misma profunda tensión emotiva y conceptual.
Como los de la forma, los mismos elementos de contenido se dan en el barroco menos superficial, del mismo modo que lo hacen la mezcla entre la tradición (la petrarquista, pero también la revitalizada de los clásicos grecolatinos) y la vanguardia (avant la lettre), la novedad (Ruiz Pérez, 2010), de manera suprema en Góngora. Como en el arte del siglo xvii, en Perito en lunas, ya desde el título definitivo, se concitan los dos extremos del polo que articula la concepción estética: el ars ligado a la pericia y el trabajo de elaboración y, al otro extremo, la natura, incluidos sus componentes más elementales; en otros términos, se puede formular entre la labor de escritura (que Alemany Bay ha iluminado y que conecta la realización final con los tanteos esbozados antes del viaje a Madrid), la mesa de trabajo que reclama la lectura atenta y demorada, y, enfrente, la explosión del canto, ligado a la espontaneidad natural (y ante lo natural), pero también a la celebración, a la exaltación lírica, que en las octavas hernandianas subyace a su forja laboriosa. El perito ante la luna, o la luna textualizada por un complejo ejercicio de pericia. En el trasfondo, uno de los problemas esenciales de la estética barroca, en su tensión entre su raíz clásica y su impulso de modernidad, incluido en esto último la recuperación de la materia popular, los registros bajos y la atención al detalle concreto e inmediato, como en los versos de Góngora, como en los bodegones de Velázquez y Zurbarán.
Los tapices de las ninfas del Tajo, armónicamente tejidos en las octavas garcilasianas y ofrecidas a la vista del lector a través de la voz narrativa, tendrán su proyección en los cuadros o tableaux del Polifemo (Cancelliere 2006: 104-153), donde se materializa su intensa pulsión escópica, precedente de la que mueve los pasos del peregrino por unas soledades naturales por las que desfila sin un hilo argumental evidente. Al tiempo, la suma de Elisa al panteón mítico y el paso de la pictura al lamento de unos pastores desplazados de su confesionalidad en la égloga I nos recuerdan que los recursos de la distancia estética (Güntert 1992) no implican ausencia de sentimiento, sino una vía para su sublimación. No es ajeno a este planteamiento el de los poemas gongorinos articulados en torno a la violencia de la catástrofe (el naufragio o el aplastamiento de Acis) y el extrañamiento, como origen (la monstruosidad del cíclope) o como consecuencia (la del peregrino en su doble acepción de desplazado y de raro), que da inevitablemente en la melancolía poética (Hunt Dolan 1996) o, más directamente, en la saudade o soledad, entreveradas de momentos de exaltación. Desde su poema de arranque, «Suicidio en cierne», Perito en lunas actualiza (con una distancia de tres siglos y de un trasfondo de experiencia muy diferente) este recorrido, revisando los lugares de la inminencia, la celebración, la caída, la violencia, el mar y una fusión entre el polimorfismo y la anamorfosis, con la potencia latente de una subjetividad escindida y la dimensión metapoética ligada a ella.
Mercedes López-Baralt (2015) ha insistido en la dimensión «premeditadamente» culta de unos poemas y en la paradoja de una pastoral con este carácter, sin señalar que tal circunstancia arranca con Garcilaso (Rivers 1962) y llega a su extremo en Góngora. En esta línea recoge la figuración realizada por Almarcha («le impresionaba mucho verlo volver al frente de sus cabras con Virgilio debajo del brazo», 2016: 23, en cita de Ferris) en clave de anécdota biográfica, cuando representa la fusión profunda entre realidad y poesía, entre la impureza y la pureza, entre la naturaleza y el arte. Cuando Polifemo pisaba «la dudosa luz del día» al reducir sus ganados a la cueva no hacía otra cosa; en Perito en lunas Hernández traslada este gesto esencial a la médula de su escritura. De ese modo, como en los poemas del cordobés, los motivos naturales se transustancian en mito.
Salcedo Coronel mostró en 1629 cómo el «argentar de plata» del significativo arranque del Polifemo, cuando el mar se encuentra con la costa abrupta y surge la belleza de la violencia, no era un pleonasmo retórico, sino una requintada traslación del léxico de la platería cordobesa, de la que Góngora imita la labor de orfebre para fundir lo cotidiano inmediato con una imagen mitológica. De manera similar, Miguel Hernández hace desfilar por sus páginas los objetos propios de su costumbrismo huertano y los eleva a la condición de imagen mítica, esencial, con la diferencia respecto al maestro cordobés de que ya ha heredado las armas lingüísticas y conceptuales que aquel forjó, y eso dota a Perito en lunas de la complejidad y densidad de un doble proceso de elaboración, o de una poetización a dos aguas, la de la mirada asombrada del joven que intenta saltar sobre las pitas y la no menos deslumbrada del lector de una tradición culminante en Góngora.
Ni mera imitación del poeta barroco, ni simple juego culturalista, Perito en lunas establece el diálogo creativo con la mirada y el texto gongorinos, en particular con el Polifemo, del que toma rasgos sustanciales de su forma y procedimientos métrico-retóricos, pero también de la construcción de un personaje poético, máscara para un sujeto escindido, que busca redefinirse mediante la recomposición de la realidad, la que comienza en la naturaleza y la que se sublima en los textos. El empeño era de altura y en las décadas siguientes quedaría reservado para creadores de la talla de Picasso (González Ángel 2019: 319-359) y de Guillermo Carnero (Cabello, 2021), cada uno de ellos con su particular reescritura de la fábula gongorina. En su contexto personal e histórico-estético, Hernández compone su particular Polifemo como un perito en lunas que toca la palma y el cielo con las manos, y deja fluir un canto que altera el orden natural, un cíclope lunar que arroja luz con su mirada monocular y lunar, tan transformante como profunda, como apreciara Ramón Sijé. No es ajena a esta dimensión el papel de la luna como hilo de engarce y como imagen (emblema de la transformación, los ciclos naturales y la noche), para componer un poemario hermético en su sentido etimológico: más mistérico que vulgarmente adivinatorio, consciente de que la oscuridad es el camino a la luz, como la literatura puede serlo a la realidad más profunda. Perito en lunas, como experimentado en perseguir un imposible, porque es un reflejo, como todo buen poema tiene algo en su esencia de reflejo de los anteriores.
Bibliografía
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Notas