Resumen: El artículo sugiere que el pensamiento de Sloterdijk, expuesto sobre todo en su porten- tosa trilogía Esferas, resulta, más que una mera filosofía de la historia (deudora de una antropología centrada en la convertibilidad técnica), una virtual ontología estética. En esta, los conceptos de belleza, arte y erotismo, entre otros, definirían la conformación esférica de un orbe natural y simbólico como un superinvernadero de lujo. Mediante el ejercicio de una hermenéutica filosófica, se llega a la interpretación de que la colección de anécdotas histórico-artísticas, mítico-epistémicas o erótico-teológicas presentada en Esferas, no mostraría sino una subrepticia conexión entre estética y ser. Así, la concomi- tancia teogónica y erótica entre burbujas, globos y espumas, definiría una posible teoría logofalocéntrica del mundo y, al mismo tiempo, corroboraría la idea de que el Ser-en-es- feras pende, morfológicamente, de la mutabilidad estética del Homo sapiens.
Palabras clave: Arte, esferas, mundo, ontología estética, Sloterdijk.
Abstract: The article suggests that Sloterdijk’s thought, especially in his portentous Spheres tri- logy, is, rather than a mere philosophy of history (indebted to an anthropology centered on technical convertibility), a virtual aesthetic ontology. In this, the concepts of beauty, art and eroticism, among others, would define the spherical conformation of a natural and symbolic orb as a super-greenhouse of luxury. Through the exercise of a philosophi- cal hermeneutics, we arrive at the interpretation that the collection of historical-artistic, mythical-epistemic or erotic-theological anecdotes presented in Spheres, would show nothing but a surreptitious connection between aesthetics and being. Thus, the theogonic and erotic concomitance between bubbles, globes and foams would define a possible logophalocentric theory of the world and, at the same time, corroborate the idea that Be- ing-in-spheres hangs, morphologically, from the aesthetic mutability of Homo sapiens.
Keywords: Art, spheres, world, aesthetic ontology, Sloterdijk.
Artículos Académicos
El Ser estetizado: mythos, arte y esferas en Peter Sloterdijk
The aestheticized Being: mythos, art and spheres in Peter Sloterdijk
Recepción: 02 Junio 2021
Aprobación: 19 Mayo 2022
La filosofía de Peter Sloterdijk puede ser entendida, literalmente, como una filo- sofía del mundo. Como era de esperar en un pensador tan caleidoscópico como el filósofo de Karlsruhe, su meditación se halla dispersa en un sinfín de obras mayores y menores, así como en numerosas apariciones en distintos medios de comunicación y foros académicos. Confrontado con Heidegger, una de sus ma- yores influencias, la novedad del enfoque de Sloterdijk es que transforma el con- cepto de Ser-hacia-la-muerte de manera tal, que su preocupación esencial ya no será la anticipación y la angustia ante la propia muerte, “[…] but rather, with that of the deaths of those around them (such that the singularity and finitude of the ‘I’ is instead registered in its inevitable separation from these Others), providing insulation against the trauma of this rupture” [[…], sino más bien, con la de la muerte de los que le rodean (de modo que la singularidad y la finitud del “yo” se inscribe, en cambio, en su inevitable separación de esos Otros), aislando el trau- ma de esta ruptura] (Sutherland, 2017: 4).
Tenemos, entonces, una suerte de teoría postheideggeriana que, en lo me- dular, postula que el espacio, lejos de ser una coyuntura existencial que nos aísla en una cuenta regresiva hacia la muerte, edifica algo así como una ontología de la alianza, o, como suele decir Sloterdijk, una cultura (no necesariamente traumática) de las hordas. Esta alusión a Heidegger sugerirá, con cierta claridad, que el con- cepto de espacio conforma uno de los fundamentos de la ontología de Sloterdijk.
Arriesgándome a “organizar” su pensamiento en una crítica histórica, po- lítica, teológica y estética, de la que emergen, como buques insignes, los con- ceptos de sistemas inmunológicos, aislamiento, atmósferas y tecnologías de aire acondicionado (Boos & Runkel, 2018: 264), quisiera proponer que en su mo- numental Esferas (trilogía publicada en alemán entre 1998 y 2004 mediante los volúmenes Burbujas, Globos y Espumas, que en total suman nada menos que
2.238 páginas) se expresaría una completa filosofía de la historia en clave onto- lógica. Es decir, Esferas no sería sino una verdadera filosofía del ser. Un ser, en todo caso, muy particular, al que Sloterdijk comprenderá en una co-habitación irrestricta con el propio ser humano: “[…] para ello se hace necesario pensar al hombre en una perspectiva circular, que lo mire en su génesis y vuelva al hombre de hoy, pero ya no desde un horizonte ontológico de orden heideggeriano, sino desde un horizonte onto-antropológico” (Triviño, 2018: 178).
Las esferas serían, pues, la piedra de toque de la ontología sloterdijkiana. De modo que, en su complejidad, Esferas designaría el movimiento indetenible de nuestra especie en torno justamente a la estructura perenne del Ser-en-esferas. Si cada esfera tiene una esencialidad o, dicho desde su propia historia interna, una fisonomía de naturaleza física, artificial, simbólica o, inclusive, escatológica,
es una cuestión que intentaré despejar en la medida en que avance nuestra inves- tigación. Pero el problema no estriba en esto. Lo que pretendo argumentar es que la filosofía de las esferas de Sloterdijk sería, en realidad, una ontología estética, o, si seguimos nuestra conjetura inicial, una filosofía del mundo, donde se inter- calan, intercambian y co-determinan Estética y Ontología.
Con Ramírez (2019), la ontología estética sería el “significado de una concepción del Ser —del ente, de lo existente— que sigue el modelo —como caso paradigmático— del arte y de lo bello” (185-186). Puestos en liza ante la presun- ción de que la filosofía de Sloterdijk es deudora (para recurrir a un concepto que ya es parte del canon estético de la Modernidad, y del que habría que responsa- bilizar sobre todo a Baumgarten) de una cierta filosofía de la sensibilidad, en la que las ideas de belleza, arte y erotismo parecen definir la conformación esférica a través de los distintos mundos históricos que recorre el germano, me abocaré, pues, a “confrontar” estéticamente su teoría de las esferas. Para ello, y aunque suene un tanto esquemático, optaré por desarrollar una breve hermenéutica de la filosofía de Sloterdijk, a partir de estas tres formas de esferas (burbujas, globos y espumas), que resultan, en principio, suficientemente indicativas del dichten estético del alemán. Esta superposición entre filosofía de la sensibilidad y filoso- fía de la historia de la espacialidad, pareciera revelar en Sloterdijk, contra todo escepticismo, la figura tantas veces supuesta del ser estetizado.
El método filosófico aplicado en este estudio será el hermenéutico, pensado en un sentido amplio. Sin entrar en una teorización innecesaria, digamos que la herme- néutica debiera entenderse como una actividad interpretativa que permite la capta- ción plena del sentido de los textos en los diferentes contextos por los que ha atra- vesado la humanidad (Arráez, Calles y Moreno de Tovar, 2006: 174). En cualquier caso, haber elegido la hermenéutica como el método de interpretación de una “teo- ría” de esta naturaleza (pudiera decirse, en referencia a Sloterdijk, “polifónica”), no asegura a ciencia cierta la completa productividad o heurística de su aplicación.
Esto significa, por lo mismo, que asumo el riesgo que implica todo mo- vimiento hermenéutico, esto es, de acometer la tarea no sólo de postular la inter- pretación de un determinado corpus teórico o poético, sino muy especialmente la de presentar tal corpus comprendiéndolo como un cierto destino. En tal sentido, creo estar más cerca de la posición filosófica de Rorty (1979), para quien, lejos de pretender ser el nombre de una disciplina o de un programa de investigación: “[…] hermeneutics is an expression of the hope that the cultural space left by the demise of epistemology will not be filled –that our culture should become one in which the demand for constraint and confrontation is no longer felt” [[…] la her- menéutica es una expresión de la esperanza de que el espacio cultural dejado por
la desaparición de la epistemología no se llene –que nuestra cultura se convierta en una en la que ya no se sienta la exigencia de coacción y confrontación] (315).
Pues bien, y de acuerdo con el filósofo estadounidense, nuestro intento hermenéutico implicaría una cierta contra-epistemología, en cuanto a que, lejos de aspirar a hallar en la meditación de Sloterdijk una verdad sustancial o un atis- bo de principios trascendentales, nos prepara para no hacernos expectativas res- pecto de una virtual redención que buscaría reflejarse en afirmaciones de validez argumentativa. De esta laya, la hermenéutica rortyana se alejaría de la apelación misma a una suerte de consenso racional, que siempre se ha utilizado para blo- quear, sofocar o descartar giros “revolucionarios” o radicales en la conversación (Bernstein, 1986: 360).
Como sea, la hermenéutica que queremos emprender se enfrenta, en el trabajo de Sloterdijk, a una explosión tal de técnicas hiperbólicas y metafóricas, que debiéramos partir por estar muy atentos a esta disposición estilística del fi- lósofo. Como bien dicen Lee & Wakefield-Rann (2018): “This stylistic decisión is informed by an interpretation of ‘the human’ that is mindful of the limitations of biological positivism and adequately accounts for the excessive dimensión of humanity within the context of ecological history” [Esta decisión estilística está informada por una interpretación de “lo humano” que es consciente de las limi- taciones del positivismo biológico y da cuenta adecuadamente de la dimensión excesiva de la humanidad en el contexto de la historia ecológica] (155).
Antes de argumentar por qué la filosofía de las esferas de Sloterdijk podría ser tenida por una ontología estética, sintetizaré en qué sentido cada uno de los tres volúmenes de Esferas (Burbujas, Globos y Espumas) acreditaría por sí mismo una cierta metafísica de lo esférico.
En Burbujas, se presenta detalladamente una fenomenología de aquellos conglomerados inter-espaciales que proliferan en este «encontrarse el ser huma- no sumido» en lo que el filósofo de Karlsruhe llama un “[…] universo entero de la intimidad humana, […] entresijo del interior dividido, tanto en sentido literal como figurado, a partir de un tráfago de gestos apropiadores-incorporadores” (Sloterdijk, 2003a: 95). Dicha “caparazón” inmunológica o burbuja primordial se constituye en un completo enigma de la subjetividad, como participación en un campo bipolar o multipolar. De ese enigma han sido testigo, en tiempos pasados, casi exclusivamente tradiciones religiosas interpretadas bajo consideraciones es- peciales. Sólo con el comienzo de la época moderna se desprenden de esas vagas imágenes concepciones aisladas del mundo: sobre todo convertidas en discursos psicológicos, médicos y estéticos (Sloterdijk, 2003a: 58).
En Globos, en cambio, se describe la ruptura de esta formidable primera esfera o útero climatizador, para luego detallar cómo nuestra especie en su con- junto se adentra en una fase irreversiblemente exploradora. Nunca estuvo mejor puesto el nombre: se trata, después del giro copernicano, de la exploración y toma de posesión de todo el globo. Es, pues, una globalización terrestre, para distinguirla, mediante una metáfora que me parece puede funcionar, de la globa- lización amniótica del individuo-placenta. Sostiene Sloterdijk (2004a): “Cuando el individuo puede encontrar su felicidad en la participación en el todo, el recuer- do mismo del centro de la esfera se transforma inmediatamente en un ejercicio terapéutico, salvífico” (108).
Por último, Espumas se aproxima a lo que pudiera llamarse una filoso- fía vitalista de la fase posmoderna. Este volumen implica una descripción de la aceleración de conformaciones de espacio espontáneas en fenómenos microcós- micos y mesocósmicos, pero también en procesos de dimensiones galácticas o macrocósmicas (teorías astrofísicas incluidas). Sin embargo, la forma de la es- puma representa todo lo contrario a lo que pudiera suponerse como un gran todo orgánico y monoesférico, en cualquiera de estos niveles “cósmicos”. Es decir, constituiría, como quien dice, el nuevo paradigma la de la tecnociencia, del que inevitablemente forman parte los conceptos de mimo, animación y levitación, y su modelo tecnológico predilecto: la Internet. Afirma Sloterdijk (2006): “Desde la perspectiva técnico-mediática la «sociedad» de células de espuma es un me- dium turbio, que posee una cierta conductibilidad para informaciones y una cierta permeabilidad para materiales. Pero no transmite efusiones de verdades inmedia- tas” (53). En consecuencia, las espumas no serían sino la forma de la ontología del espacio del mundo contemporáneo. En la versión de Ernste (2018): “The vir- tual space has become the overall outside, which cannot be internalised anymore […]. We become footloose and homeless. In this third phase of globalisation, we lose the typical spherical form or being in the world and our existence becomes rather formless, which Sloterdijk tends to describe as foam, an irregular agglom- eration of bubbles” [El espacio virtual se ha convertido en el exterior global, que ya no se puede interiorizar […]. Nos convertimos en personas sin pies ni cabeza. En esta tercera fase de la globalización, perdemos la típica forma esférica forma o ser en el mundo y nuestra existencia se vuelve más bien sin forma, que Sloter- dijk suele describir como espuma, una aglomeración irregular de burbujas] (277).
Si nuestra presunción es que, en Esferas, Sloterdijk desarrolla una perfecta onto- logía en clave estética, añadamos que en esta obra el ser, desplegado en su esteti- zación, parece encaminarse de la mano de un concepto ciertamente culturológico, pero al mismo tiempo extra-metodológico. Con esto quiero decir que en su relato
Sloterdijk va preparando, cual alquimista de la historia del ser, una fusión entre una cierta necesidad y una cierta libertad de nuestra existencia, al interior del único mundo posible que disponemos. Si en un ejercicio ficticio, adelantáramos a toda velocidad las más de dos mil páginas que conforman sus tres volúmenes de Esferas, probablemente la idea que resuene con más fuerza, como imperativo posmoderno, fuese una que se halla, paradójicamente, en otro texto, en Sin salva- ción: tras las huellas de Heidegger. Allí se dice: “La invasión más espectacular del mecanismo en el campo subjetivo, antes en apariencia autónomo, lo anuncian las tecnologías genéticas. Ellas ponen un vasto dominio de condiciones físicas del yo al alcance de las manipulaciones artificiales” (Sloterdijk, 2011: 160).
En cierto modo, esto nos da el talante de lo que Sloterdijk efectivamente entenderá por esferas. Como configuración ontológica de la vida, es decir, como Ser-en-esferas, tales esferas podrían no ser cuerpos o ambientes necesariamente esféricos. Lo decisivo es, más bien, el sentido esférico de su clinamen, no de su geometría. Conviene, pues, referirnos por anticipado a esta especie de metafísica de lo esférico, antes de seguir con algo así como una confrontación estética pro- piamente tal.
Hay en Sloterdijk, bien se dijo recién, una ruptura metafísica de la reali- dad, al modo de una subversión, no diré ya del espacio cartesiano, sino de ontolo- gías incluso más contemporáneas, como las de Ricoeur o Baudrillard. En efecto, no se trata en Sloterdijk de un espacio concebido como una simple res extensa: “A diferencia de ésta, además, el espacio no es neutro y supone, al menos, una dualidad, una intersubjetividad situada […] en el espacio. La subjetividad, por tanto, se da en el ámbito de lo extenso, pero no de lo externo” (Neira, 2010: 263). Esto significa que nuestro filósofo quiebra la asociación tradicional entre lo ex- tenso y lo externo, y, en cambio, afirma que lo extenso puede ser interno y subje- tivo, de donde la subjetividad y, por tanto, la intersubjetividad, se darían entonces en el ámbito de lo extenso-interno (Neira, 2010: 263). De esta manera, la espa- cialidad sloterdijkiana en ningún caso debiera entenderse como la mera extensión atmosférica desplegada hasta el infinito. Con Rendón (2011), concedamos que la idea de espacio en el filósofo alemán se caracteriza por ser una suerte de pondus surreal, que define casi infinitas posibilidades de superposición y pluralidad re- lacional. Dicho espacio no sería sino el horizonte intimista donde se posibilita la capacidad formadora, con-formadora y transformadora del mundo (155).
Ahora bien, las esferas que surgen de la interacción de las antropotécni- cas, es decir, del conjunto de técnicas de domesticación/adaptación del ser huma- no a la gran esfera planetaria, están al mismo tiempo en la tensión entre cosmo- politismo y aislamiento (Boos & Runkel, 2018: 264). Es como un vaivén de una extraña dinámica vital, esencialmente atmosférica y obligadamente climatizada: “Sloterdijk macht jedoch in seinen Ausführungen deutlich, dass die Expansion
nicht über ein bestimmtes Maß erfolgen kann, da sonst die Sphäre zerfällt. Hier greift nach Sloterdijk das Prinzip ‘Nachbarschaft’” [Sin embargo, Sloterdijk deja claro en sus observaciones que la expansión no puede tener lugar más allá de una determinada medida, pues de lo contrario la esfera se desintegraría. Aquí, según Sloterdijk, entra en vigor el principio de “vecindad”] (Boos & Runkel, 2018: 264). En Burbujas, precisamente, Sloterdijk describirá con admirable detalle la fase de desenvolvimiento homínido a partir de las estructuras esféricas primor- diales, cuyo “ejemplar” fundamental es la esfera uterotópica, vale decir, aquel espacio de contacto y determinación vital circunscrito a la zona materna y a su temprana metaforización social.
Nuestro autor se plantea el origen del mundo, en primer lugar, a partir del relato teológico monoteísta. De hecho, esta decisión ya constituye por sí misma una perspectiva técnica (yo diría, la ejecución técnica esencial), que define a nuestro linaje como obra de la Divinidad. Somos, pues, creación. Como “primer resultante” de la maniobra pneumática del Creador, recibimos su “soplo divino”, formando junto a Él la primera esfera de la historia: “El inspirado, por su parte, sale al escenario de la existencia como el Primer Hombre, el prototipo de un género susceptible de recibir inspiraciones” (Sloterdijk, 2003a: 39). Siguiendo la tradición judeocristiana, formamos a partir de este vestigio adámico el modelo técnico por antonomasia para las estirpes venideras, cuyos rasgos definitorios son, por una parte, la pureza del contorno, y, por otra, la estabilidad. Este soplo de aire divino equivale al movimiento ontológico crucial para la coronación del primer acto estético. Sin él, es decir, teniendo sólo como producto la mera “en- voltura adámica de barro”, el proceso vital entero hubiera quedado trunco. Toda subjetividad, como reliquia productiva del Gran Alfarero, se hubiera agotado en el mero armar. Pero eso no es creación, ni menos sensibilidad.
Esta esfera primigenia, formada por la Divinidad y el primer hombre, conforma el modelo ultra-técnico de convivencia, co-pertenencia y co-habitabi- lidad en el mundo. Creador y creatura forman, desde el principio, una unión diá- dica que sólo tiene consistencia como bipolaridad desplegada. Tal concomitancia debe ser vista, pues, como el rendimiento acabado de la técnica artística: “La metafísica comienza como metacerámica” (Sloterdijk, 2003a: 42). No es difícil constatar en la teoría de Sloterdijk una cosmogonía fundada en su fenomenología técnico-esférica. De ahí a una antropología filosófica, parece no haber una dis- tancia significativa; eso es evidente a la luz de su relato. Por tanto, no es que los destellos de su ontología estética vayan, por así decir, matizando su metafísica pneumática, sino que, por el contrario, tales alusiones o claves de la creatividad “teo-técnica” u “homo-técnica” constituyen el verdadero armazón de esta filoso- fía del mundo que reconocíamos al inicio.
Justo en esta línea, hay una observación aparentemente menor en la pri- mera parte de Burbujas que, sin embargo, revela un compromiso estético funda- mental en el mismo acto de modelación del primer hombre. Adán y Dios forman un círculo oscilante de generosidad que se acrecienta y se festeja “in dulci iubilo a sí misma”, de donde sería correcto imaginarse la música de los ángeles y de las sirenas como el milagro sonoro de la serenidad de un dúplice unísono de esta celestial naturaleza (Sloterdijk, 2003a: 55). La música —y, debiésemos pensar, también los coros celestiales— funda esta cosmología esférica determinando, sub specie aeternitatis, el infinito de productividad de esferas que cabría suponer a partir de esta “magnificencia del En-frente originario”.
Consumada en este desarrollo antropopoiético la ruptura de la esfera ma- ternal —y, por ende, iniciada esta “marcha forzada” hacia una exterioridad extra- ña y, las más de las veces, hostil—, el andamiaje cultural, poético y filosófico, cree Sloterdijk, ha tendido a “normalizar” este estado exo-esférico con el propósito de construir esos nuevos espacios sociales que permitan verse y sentirse como “una casa del mundo propia”. Sin quedarnos en el análisis de los modelos epistémicos, que, como quien dijera, harían las veces de software de este programa neo-esféri- co con diversas y nuevas aplicaciones de climatización, este conjunto de técnicas climáticas etnosféricas necesariamente parece incluir prácticas que amalgaman componentes sensibles (simbólicos, materiales, emocionales, espirituales) que, a su vez, definen una animación etnosférica perdurable. Mediante tales etnotécni- cas, las generaciones de nuestro linaje se ponen de acuerdo unánimemente “[…] respecto a espíritus superiores comunes y a ritmos, melodías, proyectos, rituales y olores propios; gracias a tales juegos formales, que producen una sensibilidad general […], los muchos aunados encuentran siempre argumentos para su de- ber-estar-juntos incluso bajo condiciones adversas” (Sloterdijk, 2003a: 62).
En suma: la dimensión estética de esta primera fase de nuestro desarrollo cultural parece corresponder a una síntesis de espiritualidad/sensualidad, análoga, en mi opinión, a la fase temprana de consolidación religiosa de nuestra especie.
En el capítulo 2 de Burbujas, titulado Entre rostros, hay una reveladora consi- deración sobre la belleza de Platón como forma de la ontología de las esferas. Digo reveladora, pues lo que pone en juego Sloterdijk es justamente la noción del rostro bello transmutada en una suerte de neo-neoplatonismo, como constitu- tivum de la esfera bipolar de íntima aceptación mutua. En otras palabras, el cierre esférico de una ontología de la materialidad.
En la práctica, Sloterdijk recurre a Platón —y, con él, a la belleza de Fe- dro— para describir algo así como una espiral en la que se embarca esta visión
de su semblante como representación del Bien y la Verdad. Eso lo sabemos no sólo por la propia teoría platónica, sino en especial gracias a la seguidilla de expositores neoplatónicos (Plotino, Pseudo-Dionisio, San Agustín, Georgios Ge- mistos, Marsilio Ficino) que han reinterpretado esta trinidad sintética de ideas divinas. Sólo faltaría agregar el amor, Eros, contraparte de la belleza, como la idea estético-alquímica que terminará por “sensibilizar” esta extraña ontología del diseño. Para Sloterdijk (2003a) la fuerza luminosa de la cara de Fedro no es algo suyo propio: “[…] sigue siendo propiedad del bien y origen solar, del que, según Platón, procede toda irradiación y del que emana lo que en el mundo de los sentidos está bien logrado y conformado” (138). Tampoco es casualidad que la esfera solar pueda ser fuente primordial de la esfera como habitáculo del Ser. Sloterdijk lo ha visto con mucha anticipación, aun cuando Platón sea más tarde, en varios de sus ensayos, blanco predilecto de su crítica filosófica. Pero el asunto es más complejo, y el de Karlsruhe probará una explicación un poco más sofisti- cada precisamente a partir del mundo del arte.
Es en la pintura del florentino Giotto di Bondone donde el alemán justifica una ontología estética más definida. En torno a El beso de Judas, fresco pintado por Giotto en la capilla Scrovegni de Padua, entre 1303 y 1304, Sloterdijk reali- zará una elucidación estética más explícita de la idea de esfera. Lo relevante aquí es considerar su comentario no como una mera crítica estética del Renacimiento o del mismo Giotto, o del arte pictórico, sino corroborar en la “lectura” de esta obra religiosa la posibilidad de rendimientos ontológicos no contemplados hasta ahora. Enseguida, Sloterdijk (2003a) nos pone en liza: “El observador percibe en la expresión tanto interrogativa como enterada de los ojos de la figura de Cristo una fuerza abierta, conformadora de esferas, que incluso reintegraría en su espa- cio al traidor si éste fuera capaz de poner un pie en él […]” (146).
Se trata de la misma fuerza sobrenatural de la deidad que en el primer momento de la creación le dio a Adán el soplo de vida. Añade nuestro filósofo: “[…] mientras que en Judas lo que ve corporeizado es un aislamiento receloso que ni siquiera en una cercanía física inmediata con el de enfrente puede integrar- se en el espacio común” (Sloterdijk, 2003a: 146). Pura teoría espacial, pero una espacialidad que, en el caso de Sloterdijk, se enuncia como un discurso alienante del drama esférico.
A partir del perspectivismo de Giotto, Sloterdijk deriva una intrincada fenomenología de la proyección esférica que incluye confrontaciones, perfila- mientos y aberturas de espacios, que van conformando un juego ontológico entre divinos y mortales, para usar una idea de registro heideggeriano: “Para el trai- dor Judas el hombre que conforma esferas está ante él como una cosa extraña, inalcanzable, impenetrable. Es ya la muerte lo que consume el semblante del Hom- bre-Dios” (Sloterdijk, 2003a: 148). Desde Giotto en adelante, el Renacimiento
artístico pondrá en escena un mundo conformado por esferas, que hasta ahora no había sido considerado como leitmotiv por ninguno de sus precursores. Es, pues, un cambio radical respecto del modelo de verdad, más allá de la pugna exegético/ estética entre un Occidente “a lo Giotto” y un Oriente “platónico” (incluido el islam), pugna que enfrentará, por un lado, el compromiso revolucionario con la teoría de la verdad de comienzos de la era moderna europea, y, por otro, la orto- doxia oriental, monárquica, que insistirá en interpretar el anhelo de verdad sólo como una vuelta a casa de la figura a la protofigura (Sloterdijk, 2003a: 149-150).
El Cristo Pantocrátor versus la representación individualizada del rostro humano. Aquí yace el verdadero “acontecimiento” desde el punto de vista de una exposición de la dimensión anímica profana. La contradicción, si entiendo bien a Sloterdijk, no es tanto la que pueda darse historiográficamente entre el rostro católico de la Pasión y el rostro ortodoxo de la Transfiguración, sino la que acontece, precisamente, entre la revelación y la representación. Como lo señala Sloterdijk (2003a), a guisa de corroborar la conexión entre esta digresión pictórica renacentista y la ontología de la esfera, la posibilidad de facialidad va indisolublemente unida al proceso de antropogénesis mismo (156).
De modo que esta apertura del rostro a la exterioridad, pero, al mismo tiempo, a la interioridad del hombre que lo posee, no sólo parece ser simbólica o cognitiva, o puramente artística, si nos detenemos en el propio retrato como un género que obtendrá máximo provecho político en el Quattrocento. Se trata de una verdadera abertura hacia una espacialidad íntima y primaria. Es como si las observaciones de Sloterdijk, esa suerte de reconstrucción de la facialidad del Homo sapiens, equivalieran a la prueba de cargo de su relato esferológico.
Hay en la obra de Sloterdijk una cuarta “clave” estética: la esfericidad propia del globo terráqueo. El concepto «globo terráqueo», por sobre su utilidad como maqueta geográfica o política para el hombre renacentista, representa la arreme- tida de la ciencia sobre el carromato de la geometría (o geodesia), adelantándose incluso a la moral y a la propia poética. El resultado es que la esfera terráquea, en cuanto imagen del mundo, equivaldrá para el hombre occidental a un instrumento de racionalidad inaudita. Es el hecho decisivo de la Ilustración temprano-europea: “Desde entonces los seres humanos pueden y deben localizarse en un envolvente, el periéchon, que ya no es un seno o una gruta vegetativa […], sino una forma de construcción, lógica y cosmológica, de validez intemporal” (Sloterdijk, 2004a: 46). La forma esférica, esto es, la redondez cosmológica infinita del pensamiento pre-renacentista, pasa a convertirse, por obra y gracia de la circunnavegación, del invento del compás, del experimento de Eratóstenes (quien aparentemente calculó la circunferencia de la Tierra), en el grado cero de la ciencia geométrica.
En la justificación de Sloterdijk, el globo terráqueo sintetiza el encuentro entre mitología y geometría. De un modo u otro, se trata de una imagen del mun- do. Cambiada, matematizada, regulada por las alianzas políticas, confinada en sus lindes por la epistemología rosacruz o templaria (¡qué duda cabe!), pero imagen, al fin y al cabo, y, como tal, producto del diseño intelectual, de la imaginatio (no de la phantasia) promovida por los emperadores divinizados, los filósofos-titanes de la Modernidad. Observa el filósofo teutón: “[…] la modernidad geométrica de la forma esférica ideal […] entronca también con la poesía celeste precientífica, más antigua, que había pintado sobre la curvatura de la vasija-mundo nocturno el catálogo entero de las constelaciones” (Sloterdijk, 2004a: 57).
El ejemplo al que recurre Sloterdijk para confirmar esta especie de sim- biosis mitológico-científica proviene, como podrá suponerse, del mundo del arte. Se trata del Atlas Farnesio, una escultura de mármol descubierta casualmente en Roma en 1575 bajo el pontificado de Gregorio XIII. Esta obra, con el titán cargando al planeta sobre sus hombros, mostraría un halo presocrático mezcla de arte, sacralidad y pensamiento temprano. Sin embargo, eso no es lo cardinal. El Atlas Farnesio, si seguimos el argumento de Sloterdijk, muestra una doble interpretación.
Por una parte, indica la idea de una cientificidad que tarde o temprano terminará por abolir el mito prehomérico o cualquier vestigio de pensamiento mágico o irracional, por más que su propio diseño incluya un determinado tipo de relato mitológico (por ejemplo, en lo referido a la conformación de las conste- laciones). De hecho, la propia esfera es signo del triunfo, no sólo de la ilustración griega, con Sócrates y Platón a la cabeza, sino muy especialmente de la episte- mología moderna: “Un atlante, en efecto, que ha de soportar el cielo de los mate- máticos […], y que pertenece a la cercanía de un emperador, ya que éste había de hacer del orbe su preocupación personal” (Sloterdijk, 2004a: 59).
Por otra parte, y, probablemente este sea el sentido más decisivo de lo que llamaré, con cierto abuso, una epistemología política, el titán que carga el globo, el Atlas romano de espíritu quiritano ícono de la Roma Imperial, no sería sino la imagen de una nueva metafísica centrada en la idea de poder. Lo que evoca el coloso es la noción de un “nuevo orden mundial”, uno en el que el ser humano, puesto en escena mediante la genuflexión del titán, debe vérselas con una esfera cuyo peso lógico y político requerirá de una gimnástica que aliviane nuestro estar-en-el-globo, y, por tanto, nos blinde ante la pesantez de una nueva meta- física. Este nuevo estado acrobático constituye, precisamente, el fundamento de los sistemas inmunológicos advertidos por Sloterdijk (2004a): “Así, con su acto de fuerza en relación con la esfera, el Atlas Farnesio eleva a imagen la doctrina fundamental de la ascesis filosófica antigua: filósofo es quien, como atleta de la totalidad, carga con el peso del mundo” (63).
En cada uno de estos momentos en que se conforma la esfera, como sanc- tasanctórum del cosmos moderno, lo que Sloterdijk va hilvanando, más allá de las diferentes inscripciones culturales de lo esférico, es justamente el concepto de esfera como principio ontológico-estético. Debemos, pues, reconocerle a Sloter- dijk el mérito de haberse arriesgado a pensar, o sea, a filosofar desde el paradig- ma del arte. Parafraseando a Griffero (1999), se diría que, mediante la estética de la esfera, Sloterdijk: “[…] confirma la continuidad especulativo-simbólica entre proceso crístico, alquimístico y artístico (necesariamente superior, por lo tanto, al filosófico)” (145).
Aquí me permitiré discrepar del filósofo de Karlsruhe, cuando este seña- la que el Atlas Farnesio mostraría una cierta imagen pasiva, vale decir, que su representación sería de naturaleza completamente apragmática, puesto que su acción —la de soportar el cielo— significaría lo contrario del “poner la mano” técnico en cosas transformables o producibles (Sloterdijk, 2004a: 76). Sorprende, por decir lo menos, esta afirmación de Sloterdijk, sobre todo si tenemos en cuenta la fisonomía que hasta ahora el filósofo le ha dado al concepto de esfera, como una espacialidad constitutiva de mundo con ribetes inmunológicos.
Y eso es justo lo que representa el titán de Farnesio: la conformación esférica en el dominio de la reflexión renacentista y posrenacentista, de la racio- nalidad como fundamento de una Nova Scientia. Porque reflexionar constituye de suyo una actividad práctica (Kant, Heidegger y Habermas, entre otros, han insistido majaderamente en ello), tanto así que la tarea reflexiva, como cavilar respecto del mundo, parece ser el núcleo de toda actividad técnica posterior. No podría tenerse-a-mano el mundo sin un pensar previo que le dé sentido, utilidad o proyección. De hecho, es el mismo Sloterdijk (2004a) quien aporta a esta “ob- jeción” en el Capítulo 4, El argumento ontológico de la esfera: “Por eso, la medi- tación del anillo extremo [la esfera suprema como logos cósmico], invulnerable, del receptáculo del ente en su totalidad fue el ejercicio mental decisivo de la filosofía posplatónica. Todo ejercicio sirve para el fortalecimiento de ese sistema mental de inmunidad” (320).
Queda también la cúpula. Como expresión del arte arquitectónico, la cúpula o domo materializa de alguna forma el cierre de la esfera. La noción de perfec- ción, entonces, sería inherente a la propia funcionalidad de la cúpula. A través del cierre cupular, metafísica, geometría y arte se mimetizan en la conformación de la esfera como ser supernatural. Así, la cúpula —esta suerte de mollera de la esfera— clausura “desde arriba” la redondez de nuestro hábitat. No hay, es de Perogrullo, cúpula debajo de nosotros o a los costados. Cúpula designa siempre el ápex definitivo que viene a completar la función protectora de la esfera.
Y aquí hay un asunto escatológico importante que, no obstante, escapa a los objetivos de este trabajo y, por lo mismo, sólo pretendo barruntar. La cúpula de la esfera remitiría a una especie de “escotilla”, por donde el Hombre-Dios vino al mundo a reciclar almas: “La relación cristiana con lo que procura salva- ción y redondez no está orientada cosmológica, sino pneumáticamente” (Sloter- dijk, 2004a: 373). Y esta basculación esférica, que viene a ser la continuidad del soplo original, de la constitución técnico-estética de nuestro linaje, es a la vez el modo fundamental mediante el que la cúpula cumple su función de garantizar la inmunidad del cosmos. En tal sentido, inmunidad equivaldría, en cuanto ascesis, a salvación. Sobre el domo se halla el trono de Dios, interpretamos en el Evan- gelio. Es la misma cúpula que permitió, en su apertura celestial, que los ángeles ascendieran y descendieran del cielo por la escalera de Jacob, en la visión del patriarca relatada en el Génesis. Como sea, siguiendo el relato cristológico que Sloterdijk (2004a) alterna con otras concepciones más paganas o míticas, la idea de cúpula hace posible “[…] la tersura absoluta de su bóveda por el exterior […]” (373).
Pues bien, la cúpula de que se sirve Sloterdijk como metáfora de su idea de bóveda perfecta es la del Panteón de Roma, construcción terminada bajo el imperio de Adriano cerca del 126 d. C. Arquitectura y teología se unen aquí, dice el filósofo, con el fin de construir un templo con cubierta teológico-celeste. Dicha construcción no sólo supuso la mayor obra abovedada de la que se tenga recuento, sino que, sobre todo, representó lo que hoy en día podríamos llamar un agresivo programa de marketing político, en términos de que en ella el cie- lo matematizado por los griegos se unía al grupo de dioses de los planetas que Roma había elevado a la categoría de protectores y vigilantes de la asignación del destino a cada uno de los mortales (Sloterdijk, 2004a: 376). El resultado político es bastante predecible: los emperadores, representantes de los dioses en la tierra, habían incautado el cielo como recurso de fortuna para el imperio, pero, y esto era lo más importante, habían construido “[…] un edificio que se alzara ante los ciudadanos de la ecúmene como lección política y como manifestación arquitec- tónica de una concepción del mundo insuperable” (Sloterdijk, 2004a: 376).
De modo que el Panteón romano y su cúpula perfecta es el lugar del Im- perio donde se sintetiza la omnipotencia de los dioses y el poder político-militar del emperador. No es sólo por sí mismo, y gracias a su portentosa cúpula, la representación de una esfera perfecta (el orbe como expresión arquitectónica), sino el reflejo del cosmos en la Roma Imperial, o, mejor dicho, la imagen de Roma como centro del cosmos. Subraya Sloterdijk (2004a): “[…] el resultado de esas meditaciones cesaristas sobre la analogía entre ciudad y orbe terráqueo su- ponía una disposición creciente a compenetrarse con el sol, o el Dios, que actúa, omnivivificante y omnirresponsablemente, derramándose en derredor” (377). El
Panteón no sólo es el ícono de las fuerzas técnico-estéticas de los arquitectos romanos; es fundamentalmente el signo de las pretensiones teológico-espaciales y ontopolíticas de los césares.
Como enfatiza Sloterdijk, su cúpula representa la superación del lógos tardohelénico en manos de la nueva ciencia romana. Porque dicha cúpula es, en realidad, una obra en dúplex. Está primero, y de manera inmediatamente visible, la cúpula superior, la semiesfera más perfecta que se hubiera intentado jamás en ese orden de magnitud; y segundo, y de modo literalmente invisible, la semiesfe- ra inferior del cielo (no construida), cuyo polo sur roza exactamente el suelo de la nave, de forma que el diámetro de la cúpula de 43,30 metros define también la altura del edificio (Sloterdijk, 2004a: 380).
¿Qué designa, entonces, la cúpula del Panteón de Roma? Ni más ni me- nos que la idea del globo terráqueo en su totalidad, justo en medio de una era en la que la esfericidad geodésica de la Tierra no era, en absoluto, el paradigma gra- vitante ni para la doxa ni para la episteme. Ser un sabio en materia de geometría o astronomía no constituía, ni mucho menos, una exigencia para el romano pro- medio, que reconocía en el Panteón, como quien dice, el Pentágono o zona cero de la Roma Imperial. Bastó con que hubiera sido proclamado como la memoria monumental del linaje divino de los césares, para que su condición de centro de la cosmología y cosmogonía romana fuera indiscutible. El siguiente comenta- rio de Sloterdijk (2004a) es suficientemente aclarador de esta mentalidad: “La diferencia interior-exterior del Panteón reformula profundamente la famosa ins- cripción sobre la entrada de la Academia: que no entrara en ella quien no fuera geómetra” (381).
Al contrario de los dos tipos de esferas que Sloterdijk presenta en Burbujas y en Globos, la espuma se descifra como una esfera de la diferencia. Ya en la tercera sección decíamos que la espuma representaba todo lo contrario a un gran todo monoesférico. En cierto modo, lo espumoso remite a lo insubstancial, pero, al mismo tiempo, a aquello que ha dejado atrás el estigma de la tríada sueño-incons- ciente-irrealidad para demandar una reivindicación de lo efímero y lo decorati- vo. No resulta difícil imaginarse cómo lo bello o el arte puedan conectarse con la teoría de la espuma.
La idea que utiliza Sloterdijk —el mythos del nacimiento de Afrodita— es decisiva no sólo porque forma parte del relato de una cosmogonía tan influyente para Occidente como la greco-romana, sino porque su fuente, es decir, el tipo de arte que la origina, la rapsodia griega, se distingue de la pintura, de la escultura y de la arquitectura, y, con seguridad, de todas las artes plásticas, en que su propia
expresión estética, como narrativa del mundo, se impone como la verdad del myhtos: “Aquí consigue el poeta […] la inaudita imagen prototípica de una es- puma, a la que no se atribuye sólo fuerza conformadora, sino también capacidad procreadora y eficiencia generativa de lo bello, seductor, perfecto” (Sloterdijk, 2006: 37). De hecho, la espuma, como última esfera examinada por Sloterdijk, traduce justamente la ontología masiva de la posmodernidad: “El aire de la es- puma regresa a la atmósfera general, la substancia más sólida se descompone en polvo de gotas. Casi nada se convierte en casi nada” (Sloterdijk, 2006: 28). Y este es el mérito superlativo del filósofo de origen neerlandés: recurrir al mythos de Hesíodo para interpretar un cosmos posmoderno, donde el lógos que parece im- ponerse no es otro que el de una teoría heterodoxa de la cultura y la civilización.
La espuma de la que nace Afrodita, producto de la castración de Urano, pone sobre la mesa, y esto parece ser lo esencial de la crítica de Sloterdijk, una determinación privilegiadamente estética. Si bien el relato de Hesíodo se ins- cribe en una poética de la Grecia arcaica, es decir, en una pre-literatura donde el mythos, la aisthesis y la misma teogonía no han logrado aún desasirse de sus lazos elementales, y en la que la rapsodia hace las veces de oráculo de la verdad religiosa e histórica, la espuma de Afrodita, esta reverberación de voluptuosidad venida del mar, viene a zanjar para el mundo poshelénico la concomitancia cos- mológica entre belleza, erotismo y generatividad.
Por más que se trate de la diosa de la belleza —o de la sensualidad—, y que su feminización como divinidad intente eliminar la brecha entre un modelo titánico y otro olímpico, lo que a la postre interesa es su rendimiento ontológico posterior y cómo la posmodernidad puede aún seguir bebiendo de una ontología de la basculación periférica. El punto estriba en la condición generativa del naci- miento de la diosa. Porque lo que expone la irrupción vital de la espuma, como placenta oceánica de la hija de Urano, es nada menos que la apropiación del cosmos olímpico a partir del esperma de titanes. Es decir, el más antiquísimo de los pensamientos falocéntricos exportado a la condición de lógos. Se trata, pues, de un lógos del poder, o mejor, de un lógos propicio a la idea de Imperio o, si se prefiere, de imperialismo, sea este militar, religioso o tecnológico. A decir de Sloterdijk (2006): “[Estos mythos] preparan desde lejos un concepto de aphroge- nia que nos estimula no sólo a preguntar por las generaciones de los dioses, sino también por el surgimiento del ser humano a partir de lo aéreo, flotante, mezclado e inspirado” (41-42).
Como fundamento estético (mezcla de poética, técnica de castración y potencia erótica), la espuma cumplirá su labor propedéutica como metáfora del espacio contemporáneo. Es, no cabe duda, el análogon del globo terráqueo re- nacentista. Al concebir la espuma como caos multicelular, en el que se produ- cen constantes saltos, redistribuciones y reformulaciones, Sloterdijk ofrece una
interpretación esférica del individualismo moderno como el resultado de un do- ble proceso: “[…] the dismantling of society into self-centred egospheres on a microscale and the recombination of these entities, on a mesolevel, into wider, polynuclear, though fundamentally ephemeral, aggregations of togetherness” [[…] el desmantelamiento de la sociedad en esferas egocéntricas a microescala y la recombinación de estas entidades, en un mesonivel, en agregaciones de unión más amplias y polinucleares, aunque fundamentalmente efímeras] (Widmer & Klauser, 2020: 262).
Esta fragilidad ontológica posmoderna afincada en la idea de espuma, podría perfectamente correlacionarse con los fenómenos de explosión/implosión que parecen caracterizar a las relaciones grupales y sociales en la actualidad. La propia fenomenología de las tecnologías de la información y de la inteligencia artificial podría dar cuenta de esta liquidez ontológica y epistémica, cuando no ética y política. De cualquier forma, de la irrupción de la espuma pende la ilusión o el proyecto de la gran instalación en la posmodernidad macroesférica. Para ilustrar este proyecto, el filósofo germano recurrirá, una vez más, a metáforas: la de la hipérbole del campo de concentración, la del museo sin salida o la de Ciu- dad-Mundo de nuevo cuño todavía no descrita en aspectos esenciales (Sloterdijk, 2006: 618-619).
Quizás la definición más asertiva del “efecto espuma” no es la que ha es- crito Sloterdijk en Esferas, sino la que reflexiona van Tuinen (2011) a propósito de una “nueva alianza” entre el trabajador natural y las “energías regenerativas”: “However, technologies and modes of production such as genetics, artificial in- telligence, neurosciences and robotics depend ever less on one-way operations instrumental to an enframing, demiurgic will to power” [Sin embargo, las tec- nologías y los modos de producción, como la genética, la inteligencia artificial, las neurociencias y la robótica, dependen cada vez menos de las operaciones unidireccionales instrumentales para un encuadre de una voluntad de poder de- miúrgica] (53).
Llegados a este punto, queda la tarea también titánica de establecer conclusiones sobre nuestra suposición inicial. Si hemos planteado que la teoría de las esferas de Sloterdijk incuba una determinada ontología estética, las pruebas que hemos “aportado” parecen alinearse con el propio estilo del pensador alemán, movién- dose en el mismo vaivén fenomenológico-histórico en que nuestro autor ha re- suelto escribir su Esferas. El fundamento estético de su ontología —y este sería un rasgo no sólo estilístico, sino primordialmente epistémico— asoma en estos tres volúmenes, mirado de forma superficial, como una mera anécdota, es decir, como un caso o un indicio histórico de tal o cual estirpe, espécimen, cultura o
institución. Sin embargo, lo anecdótico, paradójicamente, tiene ese valor: el de constituirse por sí mismo en garantía de una cierta verosimilitud, de mostrarse eficaz a fuerza de ser vital.
De este modo, la extensísima colección de anécdotas histórico-artísticas, mítico-epistémicas o erótico-teológicas con que Sloterdijk escanea cada uno de los tres volúmenes de Esferas, no hace sino discurrir una subrepticia conexión entre estética y ser. Las referencias a El beso de Judas de Giotto, a la idea de Dios como el Gran Ceramista, o al Atlas Farnesio como ícono del poder polí- tico y epistémico de Roma, sumada a la noción de cúpula del Panteón romano como manifestación de la inmunidad cosmológica del globo terráqueo, pero, en especial, la concomitancia teogónica y erótica del mythos de Afrodita en cuanto determinación de una posible teoría logofalocéntrica del mundo, corroboran que la posibilidad del Ser-en-esferas pende, morfológicamente, de la mutabilidad es- tética del Homo sapiens. ֍