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Paradojas circulares. ¿Por qué los observadores difieren cíclicamente de los participadores?
Luis Vázquez León
Luis Vázquez León
Paradojas circulares. ¿Por qué los observadores difieren cíclicamente de los participadores?
Circular paradoxes. Why observers differ in cycles from participants?
Antrópica revista de ciencias sociales y humanidades, vol. 5, núm. 9, pp. 15-40, 2019
Universidad Autónoma de Yucatán
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Resumen: A raíz de la discusión sostenida en páginas del Journal of Ethnographic Theory entre Tim Ingold y Alpa Shah, se hace un análisis de la discordancia en la observación participante en ambos compo- nentes. Mientras Ingold lo ve como un aprendizaje, Shah lo percibe como un medio revoluciona- rio. Esta discordancia se percibe de modo más amplio en todas las experiencias etnográficas. Lue- go de revisar los orígenes históricos de la observación participante, se adentra en sus discordancias cíclicas. Para mejor comprensión de esta disgregación se utilizan dos ejemplos etnográficos perso- nales en Israel y Michoacán. Se concluye que los profesionales estamos perdiendo conocimientos gracias a esta diferencia interna.

Palabras clave: discordancia, participantes, observadores, Michoacán, Israel.

Abstract: Following the discussion held on pages of the Journal of Ethnographic Theory between Tim Ingold and Alpa Shah, an analysis of the discordance in the participant observation in both components is made. While Ingold sees it as a learning, Shah perceives it as a revolutionary medium. This discor- dance is perceived in a broader way in all ethnographic experiences. After reviewing the historical origins of the participant observation, it delves into its cyclic discrepancies. For a better understan- ding of this disintegration, two personal ethnographic examples are used in Israel and Michoacán. It is concluded that we are losing knowledge as professionals thanks to this internal difference.

Keywords: Discordance, Participants, Observers, Michoacán, Israel.

Carátula del artículo

Artículos

Paradojas circulares. ¿Por qué los observadores difieren cíclicamente de los participadores?

Circular paradoxes. Why observers differ in cycles from participants?

Luis Vázquez León
Ciesas, México
Antrópica revista de ciencias sociales y humanidades, vol. 5, núm. 9, pp. 15-40, 2019
Universidad Autónoma de Yucatán

Recepción: 21 Agosto 2018

Aprobación: 07 Noviembre 2018

Paradojas circulares. ¿Por qué los observadores difieren cíclicamente de los participadores?

Usada siempre como indisociable unidad, la observación participante apela a ese acto de habla que empleamos en nuestras presentaciones en público, justo cuando debemos declarar su fiable y obligado uso metódico. Más el oponer a las partes de este binomio, como hago para arrancar su discusión, pareciera algo equivalente a clamar a favor de su ruptura metodológica. Nada así de estridente, ni tampoco algo que esté de mi parte hacerlo, aunque sí argumento que tácitamente ya haya quién lo esté haciendo, como luego demostraré con los que llamo los “participadores”. Sostengo, entonces, que no puede haber observación sin participación, aun si esta es de menor escala o de plano no buscada intencionalmente. Si invertimos los términos, ¿Se puede participar a fondo sin observar? Soy muy escéptico al respecto por el grado mínimo de extrañeza requerido en la observación, luego de que en múltiples casos que he visto de cerca en Jalisco y Michoacán, sucede que los compromisos ontológicos asumidos por los “participadores” avasallan a su propia capacidad de observación, hasta el punto de desvirtuarla. En interesado eufemismo, le llaman hacer “un recorte de observación” (Salcido y Sandoval, 2016: 126). Este “recorte” ocurre cuando el etnógrafo se niega a incluir en su campo de estudio -con la consecuente visión de túnel que por fuerza le acompaña- aquellas observaciones que él o sus sujetos consideran inadecuadas por al- guna razón práctica. Quizás por eso muchos colegas hablan de la “correspondencia” entre ambos componentes, observación y participación, pero aquí prefiero mejor hablar de concordancia o, en el caso contrario, de discordancia o incluso de paradoja. En consecuencia, decir con ligereza que por igual no puede haber participación sin observación es, bajo la situación postacadémica actual, soslayar una discordancia que exhibimos profesionalmente una y otra vez de forma iterada, a cau- sa de que antes sobreseímos el recurso observacional. Como ha dicho Tim Ingold (2017) en un iluminador artículo, ya es suficiente con la etnografía pública. Lo que hay que hacer es volver a la antropología integral (Ingold, 2018). Eso también lo suscribo.

La paradoja como conjunto de métodos ignorados

Como era de preverse, ha ocurrido que la argumentación de Ingold no podía pasar sin réplica por parte de los etnógrafos colaborativos, tan predispuestos a vivir en la esfera pública como héroes (Sontag,1984). Por lo tanto, no constituye ninguna rareza que Alpa Shah (2017) se haya opuesto a Ingold a propósito del uso de la etnografía en el contexto de la India, y, ahí, dentro de lugares en que la guerrilla maoísta permite a Shah su observación participante, resulta en una participación que ya de origen difiere de los análisis de Arundhati Roy (2018) y de Sophia Khan (2008) sobre el fascismo hindú desatado contra Adivasis y Dalits como si todos fueran “maoístas” o “naxalitas”. Al menos en su artículo en cuestión (aprecio diferencias importantes en su etnografía posterior, que incluye reflexiones más profundas; (Shah, 2018), no es solo solidaridad lo que busca Shah, sino incluso obtener de ellos un conocimiento revolucionario que, para mostrarse, ha de citar bien al camarada Mao, un desplante que tiene su déjà vu en el México de hace cuarenta años, si bien los santones de entonces variaban con el contexto y la época (no faltó quien citaba a la letra al camarada Enver Hoxha, lo que era en verdad exótico).Tampoco es ninguna novedad que ella diga que la observación participante es el medio potencial para desarrollar la praxis revolucionaria en- tre quienes participa. Esa conclusión es una premisa compartida entre los participadores de todas latitudes, aunque algunos han ido más allá. Como digo, expresiones análogas a la suya se pue- den rastrear con facilidad en México, tal como podría ser el ejemplo de un intento malogrado de

adherirse a las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) –recuerdo que el campa- mento de recibimiento fue bombardeado en plena selva ecuatoriana-, pero su sonado fracaso no hace sino demostrar indirectamente la moraleja de que hay que escoger bien al sujeto colectivo de nuestra empatía herderiana.

Radical, sí, visible mucho mejor, pero no al punto de dejar el pellejo en el escenario público cuando que, bien llevado en su histrionismo, se pueden ganar prestigio y premios. Pero aduzco que hay mucho más implicado en la adhesión generalizada al EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) desde la antropología activista o colaborativa, elección que ha congregado a tal cantidad de colegas a su alrededor que hasta se pueden dar el lujo de rechazar públicamente a sus colegas divergentes, como si el suyo fuera un agrupamiento con membresía selecta o de plano corporativa que nos requiriera a todos metidos dentro de su consenso obligatorio. Mencionar a Marco Estrada (2016) es relevante en ese sentido, pero no es el único ejemplo. Aparte de él, a varios más los han tildado de ser “enemigos de los pueblos indígenas” solo con disentir menormente. Al parecer, los acusadores nunca han caído en cuenta de que al obrar así contribuyen a debilitar la de por sí mal- trecha libertad de expresión dentro de una democracia torcida como la nuestra.

En las condiciones contextuales previas a todos estos diferendos se les podía tomar como parte del folklore de eso que aún llaman la antropología mexicana (Vázquez, 2017). Hoy son extremadamente morales en un tajante sentido maniqueo. Poco a poco se han convertido al credo fundamentalista de las pequeñas luchas de poder, típicas de los académicos y de sus epígonos, los avatares menores que los repiten. Ello acontece entonces en campos y arenas académicas o bien que buscan emular a estas porque todas recurren al pensamiento y métodos heredados del pasado inmediato de la antropología, y a los cuales se elige para hacerlos coincidir rigurosamente con “el punto de vista del nativo”, como dictaba la epistemología inicialmente interpretativa de Clifford Geertz (2001).

Empero, mucho antes de desatarse el giro posmoderno que siguió a estas y otras palabras análogas, sería en especial dentro de la antropología mexicana donde debió haberse detectado y prevenido la reiterada discordancia experimentada dentro de la observación participante cuando ocurrió la “paradoja de Tepoztlán”, quiero decir la famosa contradicción harto conocida entre los resultados etnográficos obtenidos por Robert Redfield (1930) y los de Oscar Lewis (1951). Al parecer, no se reparó gran cosa en la magnitud de la paradoja ya que en ese entonces -hablo del horizonte de los años sesenta en que se publicó a Lewis en español- nuestra profesión esta- ba muy atareada en refutar a su concepto de “cultura de la pobreza” (que para los rabiosamente nacionalistas era el resultado etnográfico de una conspiración de la CIA para denigrar a México; ahora que son 50 millones de mexicanos quienes viven en situación de pobreza, la CIA (Agencia Central de Inteligencia)1 no es mencionada en absoluto, y no fue hasta muchos años después en que Claudio Lomnitz (1982) asimiló ambos aportes dentro la categoría conceptual más amplia de sistema regional y este como parte de un estudio comparativo de los sistemas de poder en nueve comunidades morelenses.

Luego de este avance positivo el asunto quedó perdido en el olvido. No la comparación como método, excepto que nunca dentro de esa llamada antropología mexicana, siempre tan ensimismada. Entretanto, ya en su época, Lewis era reconocido por haber iniciado “una nueva corriente del reportaje antropológico”, en otras palabras, por introducir innovaciones en el trabajo de campo como fue el uso de grupos de investigación, experimentos controlados, la comparación también controlada, y sobre todo su famosa “reinvestigación”, técnica que ganó fama rutilante con el reestudio de Derek Freeman en Samoa en 1983. Obrar así nunca impidió a Lewis dejar a sus sujetos hablar en plena confianza, aunque estos estuvieran enzarzados en sus propios conflictos faccionales. En muchos de sus textos ulteriores se aprecia que siguió repensando Tepotztlán, aun si trabajaba con familias campesinas migrantes en la ciudad de México. Es pues curioso que todas estas aportaciones “distantes de la experiencia” de los nativos sean precisamente las que no han sido olvidadas por la antropología en la India o en Ghana, donde el concepto de cultura de la pobreza les dice mucho (Choudhury, 2010, y Sowah, 2013). En México es lo contrario, porque sus detractores abundan todavía, por lo que entre los especialistas en la pobreza citar a Lewis resulta algo incómodo, ya que es como simular a estar fuera de la moda del momento, que es el citar al economista Thomas Piketty. Dado que la comparación controlada no se incluye tampoco en nuestra metodología común, se olvida con rapidez que Lewis resintió la influencia de estudiar las varnas en una aldea urbana del norte de la India en 1958, justo ahí donde la cultura y la estra- tificación social se han fusionado de manera dura, para hacer de las castas algo omnipresente en la estructuración social.

Ahora, que el entrenamiento educativo profesional (con el consecuente perfeccionamiento que a la larga ello significaría para las numerosas técnicas etnográficas) sea reducido a la sola ob- servación participante-eso sin dejar de incluir las entrevistas abiertas de las personas más idóneas, esto es, a las que llamamos actores- como si esto fuera un sinónimo de la etnografía en sí (la idea se sigue reproduciendo en las aulas aunque ya hay dudas sobre la participación en situaciones de conflicto; v. Riveras, 2018) es el resultado de un proceso social del Homo Academicus (Bourdieu, 2008) que se extiende a casi todas las escuelas de antropología por imitación o por mera comodi- dad, y ello lo mismo en las licenciaturas que en los posgrados. Acaso este es el campo de la ense- ñanza donde más se exhibe el decaimiento de una profesión academizada, que ha sido sostenida a la postre como una clase ociosa cientificista una vez terminadas y repudiadas las funciones so- ciales que el Estado asumía como deudas históricas en el siglo XX (indigenismo, reforma agraria, educación rural, cultura nacional), pese a que eran en realidad el vehículo instrumental de la pro- fesión, aunque los funcionarios centrales nos vieran siempre como técnicos de campo al servicio de sus designios. Resulta que para el campo académico antropológico se está precisando conocer menos al sujeto social para, en cambio, conseguir visibilizarlo mejor en el campo político de la lucha de intereses o de derechos -es significativo que se le asocie siempre al estudio de los movi- mientos sociales y la cercana vinculación participativa a ellos-, lo que tiene el innegable mérito de contribuir a expurgarla así llamada ciencia colonial, porque basta “caminar preguntando” como método privilegiado de los activistas (Salcido y Sandoval,2016). En suma, la paradoja de Tepotzt- lán no podría encontrar mejor asidero de confirmación que cuando escuchamos al colega próximo decir que la antropología es una herramienta colonial. Una afirmación que raya en antinomia. No obstante, se le enseña en las aulas como suele ocurrir con las ideas erróneas, pero “populares”. Para explicar a fondo mi argumento central, sugiero que es mejor si imaginamos lo arriba planteado a modo de un par conjuntos lógicos que reúnen técnicas y métodos antropológicos, pero ocurre que ambos cada vez se interceptan menos porque antes hemos transitado hacia los extre- mos. Se percibe, entonces, la paradoja de un conjunto que, sin ser infinito en sí mismo, sí reúne de hecho a los numerosos manuales introductorios especializados en tales conocimientos técnicos. Este conjunto no ha dejado de ser nutrido desde que E. B. Tylor propusiera en 1888 un método estadístico para el estudio de las costumbres matrimoniales y la descendencia en aquellas socie- dades disponibles etnográficamente, unas trescientas entonces, gracias a los reportes de viajeros y de misioneros. Tylor buscaba una sistematización metodológica mayor por lo que contrató a Franz Boas para hacer observaciones directas sobre el terreno, una técnica indirecta que ha reaparecido en la antropología activista en situaciones de guerra donde el académico metropolitano no se ex- pone a la violencia personalmente, por lo que estimula en su lugar a algún participante reconocido. Vuelvo sobre esto adelante. Todo este conjunto reúne a sendas introducciones de antropólogos y antropólogas tan sobresalientes como Raymond Firth, S.F. Nadel, Lucy Mair, Edmund Leach y se prolonga hasta Angela Cheater, Michael H. Agar, John Monaghan y Peter Just, por citar algunos bien conocidos. Tenemos, además, la impresionante compilación hecha por Alan Bryman (2001) en cuatro volúmenes, reunida bajo el aséptico título de Ethnography para la editorial SAGE, com- pilación que en realidad es un verdadero estuche de Pandora, porque la misma editorial ha publi- cado sendas colecciones de métodos de investigación cualitativa que a su vez han suplementado nuestras técnicas como el análisis conversacional, la etnometodología, la etnografía organizacio- nal, etc., varias de ellas ya de uso antropológico, tal como hizo Michael Moerman (1988) con el estudio conversacional para motivos etnográficos. Esta técnica se ha encumbrado hoy a toda una forma del “arte de investigar” (Ingold, 2018).

Es digno de reflexionar en seguida sobre que haya contribuciones en este conjunto que admitan con diligencia que los roles de membresía o de participación constituyen más bien un espectro de posibilidades, según sus grados de involucramiento, aunque ya Peter y Patricia Adler (1987) hacían notar la discordancia entre un mayor involucramiento y los fines del estudio reali- zado, discordancia que aquí subrayo. Pero aún era admisible hasta hace poco tener una membresía periférica. En ello los Adler se adherían a planteamientos previos sobre los varios roles posibles, pero asimismo lo que se llamó el “observador completo”, el “participante completo”, el “partici- pante como observador” y el “observador como participante” (Gutkind y Sankoff, 1967). Si bien todos esos roles eran factibles de aplicar, ya era claro que había la opción para decantarse por los extremos del “participante completo” (tal como propone hacer hoy la etnografía activista) o la del “observador completo”, tal como sucede en la técnica del análisis interaccional-usada por cierta etnografía escolar de corte naturalista-, esto es, un role donde nuestro lente focal de observación sería como el de un gran angular pasivo (McNeill, 1995; Peackok, 1988; Coulon, 1995 y 1995a). Por cierto, ha ocurrido que para los etnógrafos activistas mexicanos actuar así, independientemen- te del contexto de uso de la técnica naturalista, es como ser un “halcón”, o sea, un observador al servicio de los narcotraficantes, una acusación del todo gratuita como es usual en su mundo dico- tómico. Otros de ellos han preferido llamar “creadores del mito científico” a los investigadores del CIESAS (Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social) “a pesar de las evidentes contradicciones en sus formas de hacer etnografía” (Sandoval, 2016:52). Pero hay algo clave que apreciar también al respecto. Aquellos que hoy aparecen como ale- jados del “punto de vista del nativo” son los que han podido reflexionar sobre sus propios errores y limitaciones, a modo de una duda metódica que no tienen sus críticos más entregados a los mo- vimientos sociales. Mientras Geertz (2001) se refirió a la controversia desatada por la publicación del diario personal de Bronislaw Malinowski, no hizo mención del apéndice del libro Coral Gar- dens and Their Magic (Malinowski, 1975). El apéndice se titulaba casi popperaniamente, como: “Confesiones de ignorancia y fracaso”. En él enfatizaba la importancia del conocimiento nativo, sus insuficiencias como etnógrafo, los errores de su “puritanismo metodológico”, y anota también algo muy actual. Dice: “Una fuente general de inexactitudes en todos mis materiales, sean foto- gráficos, lingüísticos o descriptivos, consiste en el hecho de que, como cualquier etnógrafo, me sentía atraído por lo dramático, excepcional y sensacional” (Malinowski 1975:139). Luego de dos años y medio de trabajo de campo y de año y medio para analizar y escribir etnografía, no vacila en sugerir que otro etnógrafo viniera a tratar su inadecuación admitida.

El recurrir al método de falseación (Popper, 1983) como recurso de la racionalidad cientí- fica no ha sido todavía incluido en el primer conjunto, pero sí se le puede abordar (e incluir) por la vía, no de un narcisismo arrogante, pero sí a través de la conexión que Judith Okely y Helen Callaway (1992) y más recientemente Alma Gottlieb (2012) han señalado como la importancia de apreciar la autobiografía en la producción de los textos o en el cambio de objetos o temáticas entre los estudiosos. Ambos procedimientos están implicando un esfuerzo metodológico que no existía en el pasado, y del que Malinowski sería un pionero. Curiosamente, es del seno de la antropolo- gía activista que ha surgido un estudio poco reconocido de corte autobiográfico, aunque entraña una buena dosis de extrañamiento (Arenas, 2018), fenómeno que en cambio ya no es visible en el reestudio de Judith Friedlander (1977 y 2006), pese a reconsiderar todo lo que había escrito y descrito en su primera versión, respecto a la (entonces) inexistente etnicidad nahua de Hueyapan. La contrastación de este estudio revisado, que le da un nuevo sentido al “ser indio en Hueyapan” (título que se mantiene a pesar de todo), lo que a su vez da pie para pensar en la dificultad que tiene el giro a la etnografía pública para aplicar ningún contraste, ni siquiera la menor interrogante al supuesto “punto de vista del nativo”. Tal parece que no hay dudas en ello, sino más bien existe la certidumbre moral de que el punto de vista nativo carece de falencias. Es equivalente al eterno retorno del viejo mito del buen salvaje.

Su propia discordancia metodológica interna es un impedimento para admitir que la cons- titución del método de observación participante era algo que ya flotaba en el ambiente del pensa- miento social entre 1914-1918, aunque la antropología lo fijaría en 1922 como su mito de origen propiciado en las Islas Trobriand (Malinowski, 1961). Más aún, en la detallada revisión histo- riográfica debida a Jennifer Platt (2001), ella muestra varios elementos contextuales, tales como el cambio en las prácticas detrás de ambos términos conjuntados, del método mismo ligado al estudio psicológico del comportamiento, y luego, el de su uso temprano entre los sociólogos de la Universidad de Chicago por esos mismos años, quienes de todos modos tampoco usaron las palabras de modo unívoco, pues hubo momentos en que la observación participante se adscribía solo a personas destacadas dentro del mismo grupo estudiado. Claro que para los años en que Platt

escribe su artículo, el método ya era concebido como un medio privilegiado para darnos acceso a los significados de los mundos de vida estudiados, conocidos a través de una experiencia empática compartida (Platt, 2001). Este es justo el momento previo a la eclosión de la participación activista vigente.

Antes de dejar este apartado, quisiera detenerme brevemente en un conocido y prestigiado partidario de la antropología pública o activista (Borofsky, 2011), cuyo Centro para la Antropo- logía Pública ha tenido un notable éxito para estimular el activismo estudiantil postacadémico, movido por la norma del bien común. Si bien no puede subestimarse que este éxito acontece en tiempos en que la alternativa laboral universitaria se ha convertido en un bien limitado. Borofsky ha simbolizado en la figura histórica de Franz Boas al ejemplo personificado de la antropología activista, aunque siempre cabe la pregunta de si el activismo significa lo mismo que la militancia antifascista de Boas en la organización Internationale Hilfs-Vereiniqung, como más adelante abun- daré. No obstante, Rob Borofsky no piensa que ser etnógrafo participativo completo sea del todo suficiente. De hecho, él ha agregado dos exigencias metodológicas necesarias para una antropo- logía cultural comprensiva. Uno es la comprensión contextual de las experiencias y la otra es la comprensión de la dinámica cultural de los grupos por medio de la comparación controlada de contextos que involucran diferencias o similitudes. Ambas herramientas nos remiten al conjunto de métodos y técnicas ya olvidados, no para mermar su número, sino para disponernos asimismo al análisis contextual y al análisis comparativo una vez iniciado por Tylor, pero que nuestros días abarca toda una literatura especializada, la cual va desde Gopala Sarana hasta André Gingrich y Richard G. Fox (Goodin y Tilly, 2008; Sarana, 1975; Gingrich y Fox, 2002), por citar los impres- cindibles.

Comparación, contextualización y la experiencia del estar allí

Una frase hoy olvidada por la etnografía de “participación completa”, fue escrita por Max Gluck- man a propósito de la etnografía de Malinowski. Dijo hacia 1959:

Los datos de Malinowski eran afines al material bruto del novelista, el dramaturgo, el biógrafo y el autobió- grafo, inspirados todos directamente en la vida social más bien que en los hechos que el antropólogo social del siglo diecinueve y principios del veinte tenía a su disposición (1975: 142).

Viene a cuenta la cita porque he dicho antes que ni siquiera el “observador completo” puede des- ligarse del todo de la vida social que le rodea. Dejo para la tercera parte de este ensayo el asunto de cómo la mera participación total disminuye el campo de observación de la “observación par- ticipante”. Utilizaré en lo que sigue un poco de mi etnografía histórica recogida en 2009 durante una estancia sabática en Israel para “estudiar al pueblo judío”. Si bien llevé un diario, no pretendí participar en el activismo pro-palestino directamente. Ese es un privilegio que se pueden dar so- lamente los antropólogos americanos, canadienses e ingleses, según pude observar, si bien se está dificultando hoy. Hubo en cambio el momento en que una investigadora del centro Yad Vashem se interesó en judaizarme a partir de mi apellido materno, que en efecto es de origen sefardita, lo que me enseñó a comprender las reglas de la herencia judía y de la ciudadanía militar en letras minús- culas. Realmente mi experiencia fue lo más cercano a la de un observador periférico, aunque sí se me asignó el rol de “antropólogo que estudia al pueblo de Israel”. Más adelante, eso me permitió

ser receptivo a la idea de “pueblo originario” en el sentido de un pueblo antiguo comprometido con dios de manera legal. En mucho, fue suficiente con estar allí, abierto a la experiencia y a las conversaciones naturales.

Un ejemplo cercano al que experimenté lo tuvo, mucho más pleno e introspectivo, la an- tropóloga cubana Virginia R. Domínguez (2012), quien estableció tupidas relaciones de amistad en Jerusalén al acompañar a su padre diplomático. Fue inevitable cierta ambivalencia de su parte cuando en 1982 Israel invadió al Líbano, pero ese vacilar se extendió a sus amistades “árabes” durante la Segunda Intifada. En la impresionante trayectoria profesional de Domínguez se percibe que el trabajo de campo fue poco a poco ocupando su núcleo emocional, logrando arribar al de un conocimiento basado en su “microscopio sociológico” (uso la metáfora de Gluckman), lo que no significa indiferencia en absoluto. En realidad, los “lazos inesperados” -como ella los llama- re- quirieron en un momento un tratamiento más introspectivo. Surge de ese sustrato su interés en el “pueblo judío” como objeto y como sujeto, aunque, en mi propia vacilación, haya una más decidi- da identificación con la teoría crítica del “pueblo” (Badiou et al, 2016). Asimismo, debo reconocer que fue el antropólogo libanés Ghassan Hage (2009) quien ha formulado con gran claridad cómo en el seno de la observación participante hay de por sí una “vacilación etnográfica” intensificada por las emociones. Mientras Domínguez vacila desde el amor y la extenuación, Hage lo hace desde el odio luego de que su aldea fuera arrasada por la intervención israelí en el 2006. Sin embargo, admite con Bourdieu que la lógica política no liquida la indagación intelectual.

Sin ser ajeno a tal vacilación, conseguí escribir la siguiente descripción y trasladarla a un texto. Es parte de un “libro no escrito” que he dejado inconcluso para evitar la acusación de anti- semitismo. Como ya dije, se basa en una experiencia autobiográfica ubicada en el 2009, y hago en ella especial referencia al Fondo Wiener en la Universidad de Tel Aviv, el cual reúne información muy valiosa sobre el Holocausto, aunque no es su única riqueza. Veamos cómo la observación completa está inserta en lo social. Escribí entonces:

“Que esto ocurriera en la biblioteca vaticana sería hasta cierto punto comprensible. Uno debe ad- mitir a regañadientes que el Santo Oficio no ha desaparecido del todo, y que el Índice (sic) de libros pro- hibidos no acaba de cerrar su última página. Pero que esto ocurra aquí, indica que las herencias de los tiempos oscuros fueron interiorizadas desde sus sociedades de origen (especialmente en la Alemania nazi, pero también en otras sociedades cerradas de Eurasia) y que es muy factible que éstas (sic) sigan pesando sobre las mentalidades de la sociedad israelí actual, la que lejos de abrirse y democratizarse es posible que la lleguen a asfixiar hacia el año 2030, de sostenerse el obsesivo crecimiento demográfico de los grupos ultra-ortodoxos, lo que reducirá a la población secular a la condición de una ínfima minoría no-religiosa. De por sí ya ocurre que la derecha se ha hecho del gobierno por un largo tiempo. Y que en la mismísima vida cotidiana casi todo el derecho civil gravite en manos de los judíos conservadores de las tradiciones, quienes juzgan hasta qué alimentos ingerir, no se diga con quién casarse, por lo que el suyo pretende ser un nacionalismo étnico endogámico.

Todo esto viene a la memoria a propósito de la consulta de cuatro o cinco libros –tres de ellos unos folletos políticos, o sea para algunos académicos una despreciable muestra de literatura panfletaria- atribui- dos a un etnólogo judío-alemán Franz Boas, muy cercano a la antropología mexicana porque en 1910 fundó la primera escuela profesional, esto es, un plantel ya dueño de una definida vocación académica, condición que luego casi se perdió bajo el inevitable peso de la antropología nacionalista conectada a las tareas públi- cas. En México, la impronta de una antropología gubernamental es deveras (sic) profunda.

Ya que lo que menos me importa es denunciar nada, he procurado ubicar el asunto en un contexto de reflexión más amplio, relativo a lo que Enzo Traverso ha llamado la condición del judío paria, una idea que él toma de Max Weber. En la nueva izquierda estos judíos parias son especialmente queridos, sin impor- tar la nacionalidad de su público, que ansía ser tan metropolitano como ellos. El más connotado de ellos es desde luego Marx, pero con gran apertura de foco uno puede agregar los nombres de Luxemburgo, Trotsky, Kish, Rabkin, etc. La lista es larga, y data su origen del siglo XVII bajo el mito del antisemitismo cristiano que lo asocia a la condición del “judío errante”.

Pero luego también hay los hijos pródigos de Sión, que rechazaron integrarse al nacien- te Estado-nación, no desde posturas internacionalistas, sino liberales, cosmopolitas, racionales y aún críticas. Este panteón particular reúne también nombres ilustres como Arendt, Koestler y Berlin, aunque éste último con cierta dificultad, pues era más sionista que Arendt y Koestler, quién también causó gran malestar con su libro sobre la decimotercera tribu de Khazar. Además de ellos se configura un tercer grupo de parias, aquellos desencantados con las expresiones nacionalistas más criminales de su sociedad, y que optaron por un exilio voluntario por lo demás nada romántico

–como lo veía Edward H. Carr hace años para los revolucionarios rusos-, sino de oposición y ruptura. En este grupo destacan los historiadores como Amos Elon, pero sobre todo Illan Pappé, quien dejó de au- tocompadecerse como Elon y denunció la limpieza étnica practicada en Israel. Obvio, Pappé vive ahora en el exilio.

Es posible finalmente que haya un cuarto grupo de exiliados internos, puesto que varios de los “combatientes pacifistas” (uso a propósito estas palabras por los Combatientes por la Paz que existen aquí) que pueden muy bien caber aquí. La denominación de “exilio interno” fue aplicada con anterioridad a aquellos admirables alemanes que resistieron desde dentro al nacionalsocialismo, y por eso, por resistir la injusticia de los poderosos, su denominación puede hacerse extensiva a casos como los del escritor de teatro Samieh Jabbarin, creador de la obra llamada “Siete niños judíos: un guion para Gaza”, motivo por el que ha sido puesto bajo arresto domiciliario. No es el único “prisionero político” que hay, pues destacan los objeto- res de conciencia en el ejército, objeción que se hace en un país donde esa institución confiere la ciudadanía.

¡Significa entonces que al perseguirles se les niega la ciudadanía de entrada, peligro que ahora encaran los mismos ultra ortodoxos que rechazan el servicio obligatorio! Entre ese grupo destaca Jeff Halper, de la organización resistente Comité Israelí contra las Demoliciones de Casas y candidato al Premio Nobel de la Paz. Todos, sin embargo, se engloban dentro de los “judíos heterodoxos”, en términos de Michael Löwy.

¿Dónde ubicar a Boas en este espectro intelectual que cubre varios gradientes entre los extremos de los outsiders hasta los insiders? Para empezar no se guarda buena memoria de él en Is- rael y en su antropología, pues ellos prefieren olvidarlo. No llega al punto del abierto rechazo

que se aplica a Hannah Arendt –la “judía que odia a los judíos”, dicen aún hoy-, pero se diría que es un caso limítrofe entre algunas de las figuras mencionadas, si bien brilla con luz propia ya que se relaciona (por lo que he leído en sus textos expurgados) con una especie de diáspora elegida, ciuda- dana y dispuesta a la integración a cualquier sociedad, desde la cual puede seguir siendo minoría, pero una minoría capaz de ilustrar a la mayoría de sus conciudadanos, incluidos los de orienta- ción metropolitana. Es lo más parecido a una ciudadanía universal accionada desde su receptáculo nacional, al que bien puede contradecir para conseguir su propia, deslumbrante, plenitud.2

Entremos, pues, en materia. La biografía de Boas está escrita por los historiadores de la antropolo- gía americana, George Stocking, Jr. y Regna Darnell. No voy a decir nada al respecto porque en realidad nada puedo decir. Pero tengo la sensación, que puede estar equivocada, de que ambos no le prestaron la atención debida a la militancia política de nuestro antecesor común. Me refiero a lo que con gran precisión Lee D. Baker (2004) llamó el “Franz Boas fuera de la torre de marfil”, ya que demuestra que su actividad política concita todavía el odio tanto de nativistas como de supremacistas blancos. Es harto significativo que la derecha americana no vacile en tildar a Boas de comunista, al que aún acusan de inventar el “el mito del igualitarismo racial”. Para Bullert (2009), Boas era un gramsciano sin saberlo.

Pasa lo mismo que con su “aventura mexicana”, que se le subestima porque se le concibe marginal, ligada a una “antropología periférica” como la mexicana. Y no lo es, según creo. Los textos en cuestión llevan sugerentes títulos: Kultur und Rasse, Rasse und Kultur, Arier und Nicht-Arier y su traducción, Ar- yans and Non-Aryans; aparte de ellos están: We Americans, y Aryan and Semite. With particular referen- ce to Nazi Racial Dogmas. Los dos últimos textos sin duda están pensando en Alemania, pero lo hacen desde una orientación nacional americana, preocupada por sus propias expresiones raciales (para con los negros, chinos, japoneses y mexicanos) o fascistas nativas (lo Silver Shirts, y los periódicos Liberation y Awakener). Por si fuera poco, las Leyes Jim Crow estaban en vigor, y hasta fueron la inspiración de la Leyes de Nuremberg.3 En consecuencia, en ambos libros Boas (1939) apenas aparece, pues está al lado de otros autores importantes (E. A. Hooton, Ales Hrdlicka, Julian S. Huxley y Elliot Smith en el primer libro, y Maurice Fishberg, Ellsworth Huntington y Max J. Kohler en el segundo), limitándose a ofrecer lo que él llama “datos irrefutables” – el racismo nazi visto a través de múltiples citas textuales de Hitler mismo- acompañados de un pequeño comentario donde llama a percatarse del odio racial entre los americanos, que así contemporizan con los nazis. Sugiero por lo tanto que por ello son textos mucho más convenientes para sus contemporáneos americanos (Williams Jr., 1996). Este es el Boas americano, pero solidario con los judío-alemanes de quienes descendía, pero a los que nunca vio como una como una raza ni como un pueblo aparte, acaso como expresión cultural diferente, netamente religiosa, ya que él mismo que había sido judío ortodoxo.

Los otros panfletos de que hablo están ubicados dentro de un fondo reservado, parte a su vez de otro fondo reservado de la biblioteca central. Me dijeron tenerlos en unas cajas no sé dónde, donde tardarían meses o acaso años en ver la luz. Pero no había venido desde México solo para encontrarme con esto. Me quejé de discriminación, cosa que causa escozor aquí, sobre todo si se le relaciona con los palestinos que

  1. Fue lo que Ernest Gellner (1998) descubrió con su “dilema de los Habsburgo” entre los judíos vieneses. 3 Esta comparación histórica de leyes raciales la debemos a Whitman (2017).

viven guettificados aparte como culpables colectivos. Y es que no se puede nombrar como un apartheid al Muro de Cisjordania, que es más bien una muralla de protección contra futuras Intifadas, aunque ese muro siempre vaya carcomiendo el territorio y las propiedades de Palestina. En fin, luego de tanto quejarme, me dejaron verlos luego de firmar el compromiso de no reproducirlos o copiarlos. Más aún, debí consultarlos bajo la mirada inquisidora de la encargada del fondo, de seguro extrañada de mi interés en los libros pro- hibidos.

¿Qué contienen estos escritos “reservados” de Boas? En apariencia nada grave si se les descontextualiza. Ya eran de contenido altamente político antifascista desde el momento en que se les escribió, pero en Israel adquirieron una nueva significación, lugar donde uno menos esperaría hallar esa reacción de censura, aunque viéndolo bien, es precisamente aquí donde esto tenía que suceder. En 1914, estando ya en la Universidad Columbia en New York, Boas publica en Leipzig una dura crítica contra la doctrina de la higiene racial y el problema sociopolítico del racismo en Alemania. Como hará una y otra vez, cuestiona la relación de raza y cultura que luego, por el contrario, se hará común entre etnólogos y antropólogos nazis, incluido el cura católico austríaco Wilhelm Schmidt (1935), quien en su Rasse und Volk intercambia la cultura por el pueblo. Boas, demostrando una valentía extraordinaria, vuelve a Alemania en 1931 para dictar una conferencia en la Universidad Cristiana Albrechts en Kiel, otra vez para refutar la burda conexión de raza y cultura. Empero, para 1934 ya era imposible para él exponerse sin pagarlo pues en la propia Universidad de Kiel, su alma mater, los libros de Boas fueron quemados, una cruel metáfora de lo que sobrevendría.4 Es entonces que publica en inglés y alemán Arier und Nicht-Arier, texto impreso en Oslo por la organización antifascista IHV (Internationale Hilfs-Vereiniqung), de la que era miembro en Estados Unidos, y que, al menos en su lenguaje, recuerda la retórica comunista de la época (acusación que Gary Bullert repite a partir de la lectura presentista de los expedientes del FBI). Es dable suponer entonces que la versión inglesa puede atribuirse a la Sección Americana de la misma organización, afincada origi- nalmente en Strasbourg.

Ambos panfletos políticos difieren un tanto. La versión alemana lleva una introducción a Boas como académico destacado, que incluye partes de su discurso en la Academia Alemana de München, el 13 de septiembre de 1933, sobre la que no se abunda. Asimismo, en su parte final el opúsculo agrega un llamado a la solidaridad internacional contra la dictadura nazi. En cuanto a su contenido esencial, ambos textos no divergen entre sí. Pero es llamativo su argumento básico proclive al mestizaje generalizado, algo que sigue molestando a los puristas raciales. Hace al inicio lo que venía haciendo desde hace mucho. No solo cues- tiona al racismo, sino a la idea misma de raza. Apela a sus conocimientos duros sobre la estadística de las poblaciones y sobre la variabilidad del género humano (Boas había tenido entrenamiento como físico muy joven). Las mal llamadas razas humanas, sigue diciendo, son adaptaciones al medio ambiente local, produc- tos de que las funciones del cuerpo humano son extraordinariamente moldeables. Esas adaptaciones nunca podrán determinar las características mentales, sociales y culturales de nadie agrupado de ese modo arbi- trario.

  1. Joseph Mitchell (2017), periodista del New York World-Telegram, captó bien este ambiente en su reportaje “Enor-

mously Learned Dr. Boas, Outstanding Anthropologist, at 78 is most Dangerous Foe of Hitler´s Racial Concepts”.

Pasa entonces a examinar las llamadas “raza aria”, y en seguida también su contraparte, “la raza semita”. De su análisis no sale bien parada ni la lingüística ni la antropología física de la época. Pero desde aquí esgrime un argumento novedoso, y que bien pudo adoptar en México: el mestizaje biológico, y que apunta a un intercambio del que el propio Andrés Molina Enríquez se alegraba, pues gracias a él Molina abandonó en definitiva su análisis racial y lo hizo cultural.5Sorprende, como dije, su proclividad hacia la idea de un mestizaje generalizado entre los seres humanos –algo que hoy nadie discute porque todos somos africanos un poco, aunque también denisovanos, incluidos los alemanes y los judíos de todo el mundo.6 “No hay nada más Semítico como no hay una Raza Aria, ya que ambos grupos son términos lingüísticos, no seres humanos”. Pero el argumento del mestizaje –antagónico a la noción de pureza y unicidad de una supuesta raza- continúa en su refutación de la raza semita, tan cara a los ideólogos nazis (¡y a los naciona- listas judíos desde Herzl!). Una nación, dice Boas, no se define por su descendencia sino por su lengua y costumbres, y aún éstas se modifican y adaptan. Y concluye con unas palabras estremecedoras: “Justo como los eslavos y franceses germanizados se hacen alemanes en su cultura, los alemanes afrancesados se hacen franceses o los rusificados en rusos, ¡así han hecho los judíos alemanes para convertirse en alemanes!” (Boas, 1934:19; Boas, 1934a:11).

Esta conclusión, juzgada a la luz de lo que hoy sabemos de la genómica, hace que el mestizaje ge- neralizado pueda pasar de corriente sentido común. Pero ha requerido de trabajos reveladores como el de Amos Elon (2002) y Shlomo Sand (2008). Pero hablamos de dos judíos heterodoxos, y ese es el problema encarnado en los propios pensadores citados. El asunto es que no hay que olvidar que hasta hoy, la rica historiografía del Holocausto se basa en la fallida idea de la separación étnica de los judíos en la Alemania anterior a 1933. Pero la paralela invención de lo judío entre 1743 y 1933 y la elaboración del estereotipo antisemita impidieron ver lo que Boas percibió en su momento como mezcla y asimilación nacionales. Para él, ya americanizado (y acaso mexicanizado en otra época), ese no era un problema. Se podía ser único en la diversidad y diverso en la unicidad. Se podía ser minoría en lo nacional y nacional en la minoría. Pero sucede que los intelectuales judíos no lo vieron igual luego de 1948. No tuvieron reparos para inventar su propia versión de “raza judía” quizás porque requerían de otro par dialéctico con el que excluir a la “raza árabe” desplazada. Boas no fue precisamente un hijo pródigo –murió antes de la independencia de Israel-, pero no hubiera sido bienvenido aquí. Cabría bien dentro del refrán condenatorio, muy usado aquí, de “ju- dío que odia judíos”.

Pero algo hay de cierto en el origen los estereotipos nacionales, como nos recordaba hace años Leszek Kolakowski. El mayor corrector de Boas en el nuevo Israel fue el etnólogo húngaro Raphael Patai, conocido en México por su estudio sobre la judaicidad de un grupo de otomíes de

  1. Buena parte de la historiografía mexicana continúa atenta al Curso de antropología general en la Universidad Na- cional en 1911. Pero el propio Andrés Molina reconocía que había alterado su análisis raciológico bajo la influencia de Boas. ¿De dónde vino entonces la idea de mestizaje de Boas? Por supuesto que la doctrina nazi suponía el mestizaje como influencia destructiva de la raza aria (las razas son puras o no son nada, según idea perversa tomada de la selec- ción artificial). Hitler mismo se refería a ella como “una pútrida y bastarda mezcla”. Pero en México, Boas halló un venero mestizo desconocido.

  2. En la entrevista periodística de 1937, Boas usa las palabras “intermarry” e “intermixture” para referirse al mestizaje con conceptos cercanos a los lectores, dada la carga histórica negativa del métis. En el presente, los estudiosos del genoma usan la palabra “interbreeding” (crear híbridos), porque hubo desde África un intercambio sexual entre varias especies humanas (Yudell, 2014; Hammer, 2016).

Hidalgo (a los que se reclutaría más tarde en el ejército “más moral del mundo”, según los filóso- fos-soldados del Tzáhal), pero de gran popularidad entre la tropa americana estacionada en Irán y Afganistán, porque leían con avidez su libro The Arab Mind publicado en 1973 con la recomenda- ción de los analistas de la CIA. Esta popularidad es el antecedente directo de lo que sería luego la llamada la “antropología militar” y desde luego de los Human Terrain Systems con combatientes antropólogos, que por cierto también se autonombran muy éticos (Lucas, Jr.,2009).

Pues bien, los Patai no refutan a Boas porque apenas lo mencionan (Patai y Patai, 1975). Pero al escribir para un público americano se ven urgidos de hacer equilibrios entre hablar del “mito de la raza judía” por un lado y por otro infiltrar el mismo concepto a modo de una “identi- dad racial” que vuelve a articular raza y cultura a un nivel más subjetivo. Introducen también el concepto de “inteligencia funcional”, la que sí se hereda como tal, idea nociva que se populariza luego en The Bell Curve de Herrnstein y Murray (1996). No dialogan con Boas, pero es obvio que lo están haciendo entre líneas. Por último, terminan diciendo: “Sin embargo, el hecho de que las razas no sean grupos estáticos no es razón para descartar el concepto de raza enteramente o negarle cualquier utilidad”. Toda una aportación casi posmoderna. Pero una trayectoria muy parecida a ésta fue seguida por el pensamiento racista europeo llevado al Medio Oriente y que ha sido do- cumentado por Zalashik (2008) para la psiquiatría israelí y palestina. Peor que eso, fue el insólito caso de la desaparición de miles de niños judíos mizrahi yemenitas, que recuerda demasiado a una especie de higiene racial practicada en los hospitales alemanes con los disminuidos. No obstante, donde mejor se aprecia que la raza judía es un prejuicio persistente es en sus Juegos Macabeos, contrastados con el trato discriminatorio que se brinda a los pocos sobrevivientes del Holocausto, que continuamente se quejan del mal trato que se les da en los “servicios públicos” privatizados. En confianza, mis amigos me dicen que los consideran “judíos débiles” ya que no se defendieron con las armas como los judíos originales de Israel hicieron con los ingleses (Varsovia es, por el contrario, un ejemplo de esa superioridad racial, no la excepción. Justo es decir que mis amigos descienden de los judíos polacos más radicales y que al emigrar a Palestina formaron varios grupos terroristas que luego se integraron al ejército israelí).

En suma, el nocivo concepto de raza tiene un origen incierto en toda Eurasia, pues se le encuentra esparcido en todos lados (Ayto, 1990).7 Sorprende empero su amplia difusión. Raphael Patai, quien era un etnólogo que había estudiado a profundidad las fuentes del pensamiento ju- daico antiguo de los alquimistas y de la magia kabalística, llegó pensar algo espeluznante. Hay que concederle un crédito razonable cuando él sostenía que la palabra raza o razaya era de origen arameo (Patai, 1994). De ser esto cierto, el peligroso término clasificatorio cultural creado por un pueblo agrícola y ganadero fue toda una aportación al sufrimiento humano universal. Incluido el de millones de “judíos débiles” bajo el Holocausto.

Antes de retomar el argumento central abordado, debo mencionar un poco más sobre el contexto israelí que me sirvió para mi propia comparación controlada con México. No tenía un mes de ubicado como “profesional extraño” (Agar, 1980) que recibí una invitación de la embajada

  1. Ayto se limita a decir que el origen de la palabra era desconocido.

mexicana para celebrar, no el usual 5 de mayo como cabría esperar, sino nada menos que la Guelaguetza. ¿Guelaguetza en Tel Aviv? Luego me enteré en Oaxaca que, en efecto, había una ruta del trabajo migratorio hacia Medio Oriente, mucha de ella dirigida hacia Arabia Saudita, pero también Israel. Es significativo que esa ruta esté compuesta por indígenas. No son los únicos con rasgos étnicos. Son especialmente atraídos los indígenas procedentes de la Amazonia peruana pero no para trabajar, sino para sustituir a la población nativa palestina desplazada por estos conversos y colonizadores. Los nuevos asentamientos judíos en Hebrón son el punto de la colonización y ju- daización a manos de rabinos reluctantes, que no acaban de convencerse de que olvidar la herencia judía por la vía materna sea un mal necesario, tal como ocurrió con la migración etíope y aún con la rusa, excepto que a los etíopes se les sometió a escuelas de asimilación forzada. Acaso por esa causa estratégica está creciendo la oposición de los grupos ortodoxos que abiertamente apoyan a la causa palestina, llamando “no judíos” a los sionistas.

Uno de los primeros en plantearse el asunto de los “judíos indios mexicanos” fue otra vez Rafael Patai hacia 1950 (1996), quién prefería llamarles “indios israelitas de México” para refe- rirse a cuatrocientos otomís que se identificaron como descendientes de los “marranos” (judíos conversos). Si bien los rabinos de la Comunidad Judía, y el propio Patai, expresaron sus dudas sobre ellos, los interesados en una etnogénesis judía (aliyá) fueron emigrando a Israel (Loewe y Hoffman, 2002). Fue entonces que un reverendo canadiense describió la “misión aborigen” de Israel como un efecto dominó, ya que atrajeron a los líderes de la Liga de las Primeras Naciones canadienses, mencionando que su fervor con la Tierra Santa se había contagiado a sus misiones en Brasil. Así, lo que fue una idea de proselitismo religioso protestante, se fue perfeccionando como política demográfica para compensar la obsesión israelí con el crecimiento de la población palestina dentro y fuera de Israel. Esta obsesión es una representación contradictoria ya que, como explicó Tzipi Hotovely en el Knesset (parlamento) hay un derecho original del pueblo judío a las tierras primigenias sustentado en la Biblia. Hasta para alguien tan conservador como el primer ministro Bibi Netanyahu, el asunto era más complicado que la ortodoxia religiosa, a lo que repuso: “No hay argumento contra nuestro derecho a la tierra. Pero también hay palestinos aquí. ¿Qué hará con ellos? ¿Qué estatus tendrán? ¿Será el de sujetos? ¿Ciudadanos? ¿Cómo ve el futuro del arreglo del estatus final?” (Verter, 1996). Toda similitud con la solución final es mera coincidencia. Todos sospechan que esa solución final es la de conferir el rango constitucional a la “raza judía”.

Participación plena a cambio de certeza y acceso controlado al “municipio más seguro de Michoacán”

Recién el 17 de enero pasado (2018) fue hallado el cuerpo en descomposición de Guadalupe Campanour Tapia, una fundadora de la Ronda Comunitaria (hoy policía paramilitar) en la ciudad de Cherán, otrora cabecera municipal del municipio del mismo nombre y que incluía en su juris- dicción a la comunidad de Santa Cruz Tanaco y 15 rancherías más, “tenencias” para efectos de la estructura municipal previa. A un mes de distancia de este detestable crimen, por alguna razón la PGJE (Procuraduría General de Justicia del Estado) seguía ocupada con la familia de la víctima, tomando muestras de DNA. Esta línea de investigación -que finalmente llevó a la detención del asesino, otro paramilitar que era su amante- disgustó a la prensa indigenista, lo mismo que los di-

rigentes de la comunidad virtual (ya no más comunidad agraria como antaño, ahora cualquiera se asume como comunero según su natividad o barrio de procedencia) y miembros (hombres todos) de la Ronda Comunitaria formada por 90 comunitarios armados. Todos ellos señalaron sin dudarlo a Tanaco, su eterno enemigo corporativo, pero sobre todo al crimen organizado que supuesta- mente residiría en ese lugar (Martínez, 2018a y 2018b). Esta era la segunda vez que se acusaba sin fundamento a todos los pobladores de Santa Cruz Tanaco, que son unos vecinos que sí hablan purépecha de forma cotidiana-uso que ya no ocurre en Cherán, luego de resentir varias décadas de aculturación inducida por las políticas indigenista y educativa, muy activas en la cabecera (Vázquez, 2015). La primera vez, esa acusación de un “responsable colectivo” -es obvio que uso los términos prestados de Arendt (1999)- tuvo efectos persecutorios, porque llevó a la instalación prolongada de tres BOM (Bases de Operaciones Mixtas de la policía federal y del ejército) en las afueras de Cherán y en las afueras de Tanaco, justo en el centro del llamado Plan de Irhapio (plan o planicie en el español purepechizado), lugar donde fue hallado también el cuerpo de Guadalupe Campanour, pero que es realmente el lugar simbólico de disputa con la comunidad cercana de Che- ranatzicurín (una antigua tenencia municipal de Cherán, pero que en 1531 era un poblado mayor de quince casas sujeto de Aranza, mientras que Cherán fue un pueblo de reducción franciscana en cuatro barrios; v. Warren, 1977)y donde ha habido varias refriegas pero nunca un muerto. Esto des- de al menos 1987 en que vengo estudiando el conflicto intercomunal, producto de la desaparición del pueblo Urén Viejo, una parte de cuyos pobladores se fueron a vivir en Cheranatzicurin y otros a Tanaco (Vázquez, 1992).

Sobre el así llamado “levantamiento en armas” del 16 de abril de 2011 se ha escrito con

mucha tinta, obviamente que en pro y en contra de la comunidad armada que resultó de los suce- sos violentos previos y posteriores a esa fecha (Román, 2014; Gledhill, 2015; García, 2016; Leco, Lemus y Keyser, 2018; Argueta y Castilleja, 2018). Desde luego, el que las interpretaciones fa- vorables a ella sean la ostensible mayoría no significa que den cuenta de la verdad. Para eso sirve la propaganda. Mejor aún, para preservar lo que un secretario de Gobernación llamó la “verdad histórica”, se ha creado en Cherán todo un cuerpo de intelectuales nativos y de inquisitivos antro- pólogos activistas que revisan a cuanto estudioso se siente atraído por lo “dramático, excepcional y sensacional”, según las alusivas palabras de Malinowski. Es claro, por lo tanto, que la preservación de una interpretación única precisa no solo refutar la interpretación contraria sino de plano acallar a los estudiosos que no coinciden. Sin embargo, al examinar los distintos tipos de trabajo de campo aplicados por cada uno de estos textos se ilumina lo que venimos diciendo sobre los roles impli- cados, donde nunca será lo mismo hacer largos periodos de observación, o, por el contrario, solo participar con visitas esporádicas durante las celebraciones o las asambleas, incluso a los retenes armados. Gledhill (2015 y 2018) ha propuesto recurrir a una “etnografía indirecta”, recurriendo a activistas locales. La sugerencia no deja de recordar los días en que se usaban misioneros y viaje- ros como etnógrafos, pero que se desecharon por sesgados. Ahora el argumento es que hay mucha inseguridad para el etnógrafo metropolitano, por lo que este da su absoluta confianza al informante activo, sin preguntarse por la fiabilidad de sus interpretaciones.

El punto en todo caso es la acusación en auge desde 2011 Tanaco (en realidad desde mu-

cho antes) es el responsable colectivo de la tala ilegal auspiciada por el crimen organizado que

residiría en esa localidad. No me voy a ocupar aquí del proceso como Tanaco y otras comunidades y rancherías purépechas han sido construidas como enemigos (Schlee, 2008), bajo un lenguaje coincidente con la neolengua de seguridad inventada por los Señores de la Guerra al Narcotráfico. Los abogados, también interesados en tomar partido por sus clientes, lo llaman “la construcción de sujetos sociales de la defensa jurídica”, sin importarles gran cosa las relaciones sociales subya- centes, étnicas o de constitución fragmentada del “pueblo indígena purépecha” (Vázquez, 2016). Así, el 3 de mayo de 2012 regresé a Tanaco a observar de cerca lo que significaba ser un criminal organizado, estigma que a nadie en la localidad le importó asumir como tal. Pero las circunstancias conflictivas sí estaban presentes. Escribí entonces:

“Tres de mayo en Tanaco. Desde 1531 se celebra la Santa Cruz, el mayor símbolo de la conquista del nuevo mundo que nacía. Tras cinco siglos, hoy se repite su fiesta fundacional. Pero Tanaco no es el mis- mo que en su tradición ritual. Los tanaqueños mismos han cambiado su visión del mundo, y otro tanto ha cambiado su mundo alrededor también. Es pues incorrecto hablar de ellos como un cuerpo único y sin dife- rencias. Es cierto que todos hablan purépecha y saben de otros que también la hablan. Pero de inmediato se notan las divergencias. En la concurrida misa de la una de la tarde, el cura oficiante ruega a dios por obtener trabajo dentro de la comunidad, como ocurría en los tiempos mejores del aserradero comunal. Lo escuchan atentos, señal que les importa. Pero las buenas intenciones de la fugaz comunidad religiosa no bastan. Lo que mejor que se puede hacer, si hay los medios, es estudiar el bachillerato (hay uno novísimo plantado sobre los restos del desaparecido aserradero) e irse fuera a buscar la vida a otro lado. La comunidad dejó de ofrecer la subsistencia, y por lo mismo no funciona como corporación cerrada. Ni siquiera es un refugio ante la pobreza y el desempleo masivos. La gente teme además a una extraña “Seguridad Comunal” (así dice el distintivo estampado en sus playeras polo blancas), que se pasea en la pérgola con la radio de onda corta dispuesta, aunque sin armas largas como en Cherán. De hecho, este vigilante no portaba ninguna. Aun así, muchos de los que están fuera prefieren no venir. Unos pocos llegan sigilosos a las casas de sus parien- tes y ahí festejan en privado. Como me dicen mis amigos, es una fiesta patronal pobre, sin mucho esplendor. “Hay miedo” repiten con insistencia.

A pesar de ello, el poco numeroso grupo de Wenceslao y sus seguidores celebra, pero se ve que las cosas les van mal. Fue el último representante comunal en funciones cuando se hundió la empresa forestal comunal, y dio inicio a la tala furtiva nocturna. Ya no hay pinos que talar, legal o ilegalmente. En sus rum- bosas borracheras de entonces gritaban “El pino paga”. Ahora no hay quién pague, ni siquiera alcohol, la única botella de tequila que vi, circula el trago de boca en boca. Este grupito de unas veinte personas adul- tas, ninguna joven, se resiste ir a misa y rogarle a dios, pero ellos ofrendan a su modo. De momento deben sentarse en las gradas a escuchar la rivalidad de bandas. O mejor, incipientes orquestas. Es irónico, pero los taladores en desgracia se sientan sobre lo que les dio de comer durante años: son dos gigantescos troncos, ya preparados como trabes de la iglesia, la que ya luce orgullosa con su nuevo techo de tejamanil, como si fueran los techos del troje familiar. Solo verlos me hace imaginar el tamaño de los pinos originales, y de dónde los bajaron. Es su peculiar manera de contribuir a la fiesta deslucida. No pueden hacer más.

Las dos orquestas tocan a la vez que ocurre la misa, alternándose, mientras retruenan cerca los cue- tes lanzados desde el curato, lo que era el hospital de indios de antaño. Wenceslao los ignora a todos, sen- tado ahí escuchando la música. Él conserva ese aire altivo de antiguo Señor o Principal. Pero se notan los

años a cuestas y su bordón no lo oculta. Escucha con absorta atención, mientras sus seguidores se esfuerzan por comportarse bajo la mirada vigilante de la Seguridad Comunal. No es excesivo su escándalo gracias a la falta de tequila, evidencia del fracaso de la economía informal, rayana en el delito. Antes, el trago corría como los ríos de lluvia por los cerros. Acaso la música misma les exige respeto hacia los clásicos. Nada de música sinaloense o de sones terracalenteños, ni siquiera pirekuas. Las orquestas tradicionales cuestan, y cuestan mucho. Aquí todos los músicos son escolares preparatorianos. Pero a mí mismo me causa sorpresa escuchar un fragmento de la sinfonía “Del Nuevo Mundo” del músico checo Antonín Dvorák.

Cuando Dvorák compuso esta sinfonía el imperio americano era una realidad pujante en Nueva York. Se sabe que 1893 Dvorák se refugió en casa de unos colonos checos en Iowa. Necesitaba esos paisa- jes agrestes para inspirarse ya que la obra recoge evocaciones del folklor americano y las transforma en una epopeya de la forja del nuevo mundo americano.

En los repertorios de cada orquesta había otros autores clásicos. Pero fue Dvorák quien me dejó pensando. ¿Es que los músicos tanaqueños de repente se habían educado, lo mismo que su público desem- pleado? Ninguno tocaba de “oídas”. Todos leían partituras y las seguían bajo la batuta de un director que emulaba a Karajan o a Rattle. El escenario me cautiva. Dvorák nunca imaginó ser interpretado por unos herederos de los nativos americanos siglo y fracción después, ahora rodeados de bosques diezmados, de gente sin trabajo fijo porque repitieron a la letra el libreto fatal de la tragedia de los comunes, soportando el control de una “seguridad comunal” ajena, y para colmo enfrentados a un futuro muy incierto. Aun así, la sinfonía se dejó escuchar en todo su esplendor. Su “nuevo mundo” ya está aquí, por cierto. No es el mejor de los mundos posibles (de hecho, es uno de los peores), pero ya se atisba una luz ínfima al final del túnel.

¿Habrá un nuevo mundo vibrante para ellos? Nadie lo sabe, pero no tienen salida. Aquí no hay demasiadas

“oportunidades” qué elegir.”

El temor manifestado por los tanaqueños hacia el poder de la supuesta “seguridad comunal” desapareció cuando en la madrugada del 14 de agosto de 2012, en las afueras de Urapicho fue acri- billado un personaje, El Güero, que identificaban como el extorsionador y secuestrador originario de Rancho Seco. Se dijo que estaba presionando a los abigeos locales del mismo modo como lo hacía con los talamontes de las otras comunidades. Era la personificación de lo que se ha llamado “crimen organizado”, estigma pronunciado con esa obligación de rellenar la figura delictiva de las normas penales. Si bien resulta extraño que nadie se ocupara de esclarecer su asesinato y el de su chofer, muertos por la espalda con fusiles de alto poder y luego quemados dentro de su camioneta Cadillac. Desde luego, es solo una coincidencia que El Güero se llamara Cuitláhuac Mauricio Her- nández (Agencia Esquema, 16 y 17/8/ 2012). Al poco tiempo de eso, la tercera BOM fue instalada en el lugar de los hechos descritos, pero en octubre los pobladores de Urapicho se organizaron en autodefensa, siguiendo el ejemplo de Cherán, pero justo cuando un juez de Paracho había detenido ya un comunero. No hubo después ningún acusado de estos asesinatos, y los muertos fueron rela- cionados a los Caballeros Templarios por los comuneros. Asunto concluido.

En cuanto se refiere a la cambiante tradicionalidad de Tanaco volcada a la educación y el arte, la vine a confirmar con los migrantes que realizan anualmente el Encuentro Purépecha en Farmersville, California. Los paisanos de Tanaco llaman la atención. Uno de sus organizadores es

un artista plástico destacado, Huichu Kuakari, quien escribe libros y pirograba cuadros con obras crecientemente cotizadas junto a lNative Art de Nuevo México y Arizona. Poco a poco se le ha ido reconociendo como autor, aunque aún deba trabajar pegando pisos. Así y todo, sus hijos van a la Universidad Estatal en Fresno, y una hija se ha graduado ya. Por supuesto que es muy mal visto por los guardianes de la tradición de Michoacán por sus ideas innovadoras de esa tradición, patri- monializada por la élite étnica estudiada y compuesta de funcionarios étnicos (nótese que Huichu fue de niño trabajador en la hechura de cajas de aguacate en el aserradero comunal), la cual ahora le exige revisar y aprobar el contenido de sus libros -son los dictámenes que usan los académicos-, exigencia que sucede al mismo tiempo que debe soportar el clima de inseguridad provocado por Trump y su Migra. Este es el nuevo mundo desarraigado que escuché asombrado en Tanaco.

Discusión y conclusiones

En tanto que Alpa Shah (2017) había postulado que la observación participante era la vía etnográ- fica para “tomar seriamente la vida de otros” y así desprender de tal conocimiento una teorización cercana a los guerrilleros Naxalitas de las montañas al este de la India (de paso exigiendo por esa vía una participación larga e íntima que no obstante, según admite, ello puede provocar tensión en- tre el observar y el participar), Tim Ingold (2017) argumentó que el arte de describir con palabras provoca una exposición prolongada que educa al antropólogo para prestar atención a las personas. Ello requiere observar desde adentro, pero en forma alguna ello significa “objetivizar” a nadie, lue- go no se trata de una técnica encubierta, como se le acusa también. Más bien la fuente del diferen- do estriba en los divergentes compromisos ontológicos adoptados y que el observar y el participar en efecto producen diferentes tipos de datos, sean estos objetivos o subjetivos. Esto conlleva una consecuencia negativa, la de crear una división entre el ser y el conocer, que ha de compensarse con una correspondencia entre ambos. Desde el momento en que Ingold dejó de lado la ya enfado- sa discusión sobre la estridente “crisis de representación” -iniciada con la investigación culposa de Darkness in El Dorado y el informe sobre el curso de la enseñanza de la antropología inglesa (Gregor y Gross, 2004; y Shore 2006)-, y que suplica asimismo a sus lectores interesados volver a la antropología entendida como un “arte de describir” no menos exacto o veraz, la obsesión de la etnografía con conseguir su “participación completa” llama, no obstante, a ser más atentos a eso que la propia Shah (2017) denomina holismo, o sea el “estudio de todos los aspectos de la vida social”, exigencia metodológica que no precisamente coincide con los encuentros efímeros de un deber ser comprometido que frena a la antropología en sus aspectos comparativos y contextuales. Y quizás hasta a sus propios compromisos ontológicos colaborativos.

Ya he mencionado, para el caso de Cherán, la manera como se manipuló la información

externa para culpar colectivamente a una comunidad vecina del mismo “municipio indígena” sin mayores pruebas puntuales sobre el “crimen organizado”(la tala furtiva se practica en toda la región, incluso en Cherán mismo), pero más grave aún fue culparlos del asesinato de una joven cuyo cadáver fue a propósito lanzado en un lugar simbólico para el conjunto del conflicto inter- comunitario, tratando de provocarlo para distraer, pero que en 2011 tuvo sus enfrentamientos más violentos en el Rancho Casimiro Leco, también llamado El Cerecito, compuesto por migrantes originarios de Cherán. Los detalles de estos sucesos violentos son poco conocidos, y es probable nunca saldrán a la luz. Tampoco sabremos, a través de los fragmentados encuentros etnográficos,

de la negativa de su Consejo Mayor, la Ronda Comunitaria y de sus abogados-antropólogos para permitir siquiera la presencia de la candidata del CNI (Congreso Nacional de Indígena) y EZLN, María de Jesús Patricio, para visitar a Cherán el 23 de enero, a menos de una semana de la muerte de Guadalupe Campanur. ¿Hay conexión entre ambos hechos? No voy a especular al respecto en modo alguno (los Campanour son bien conocidos simpatizantes del EZLN), pero el mismo día 23, el Consejo Supremo Indígena de Michoacán, una organización étnica radical afín a los dirigentes de Cherán, hizo un comunicado en extremo retórico donde nunca se menciona la presencia de Marichuy, justo en el instante en que ella estaba en San Andrés Tziróndaro, luego de su mitin en Paracho, a corta distancia de Nurío, afín a Consejo Supremo. Es obvio que aquí hay muchas cosas por esclarecer, pero los ansiosos estudiosos “participadores” nunca las despejaran para su propia conveniencia. Su compromiso para obtener el permiso de una participación completa les impide ver la organización paramilitar que monopoliza las armas reservadas al ejército.

¿Si observar es como objetivar, es acaso una acción análoga a cancelar la visión del na- tivo? Mi respuesta, repito, es negativa. Cuando la primera vez que llegué a Tanaco a realizar mi trabajo de campo en 1982 me expulsaron de inmediato de la comunidad, hablé con las autoridades agrarias en las oficinas del aserradero comunal. Salí del lugar abrumado por los sentimientos de fracaso, humillación y pérdida de seguridad. Camino de regreso a Zamora, decidí volver a Tanaco. Me comprometí con ellos a no involucrarme en su conflicto interno, y que mi interés de conoci- miento se debería reducir a elaborar una tesis sobre la empresa comunal, que les sería entregada sin pretexto de mi parte. Estos compromisos los cumplí con la mayor observancia, a sabiendas del riesgo implicado en el acuerdo. La decisión no la tomé yo, sino la facción entonces dominante en las instituciones comunales. Y fue providencial, porque más adelante el sistema político local se recompuso, y los que eran enemigos se hicieron amigos, acompañado todo con la aparición de un nuevo grupo faccional en competencia por el poder local. Por fortuna cuando eso ocurrió, los co- nocía a todos, y me había ganado el respeto hacia mi papel asignado como observador completo, pero capaz de contar con las amistades plenas de los miembros de toda la comunidad. Así participé en sus fiestas familiares, santorales y en las asambleas. Estaba aprendiendo de ellos justo cuando me invitaron a acompañar a un nutrido grupo de comuneros a cultivar en el Plan de Ihrapio. Pensé que era un ritual comunal tipo faena, pero varios llevaban escopetas, no arados egipcios tirados de mulas y bueyes. Fue mi primer contacto con el sistema regional de conflictos, que sigo estudiando hasta la fecha.

Sin embargo, a lo largo de estos años aprendí también que la etnicidad de los purépechas está diversificada en vez de apreciar a todos como partes de la misma etnia, como supuse en 1987 (Vázquez, 1992). Dado que en la década de los ochenta la etnogénesis apenas despuntaba, mi estudio regional me llevó a pensar que era un fenómeno similar para toda la población hablante. Hacia el inicio del nuevo siglo (Vázquez, 2010) debí alterar la percepción, apreciando a los grupos, individuos y multitud interactuaban bajo concepciones diversificadas de la etnicidad. No había una sola forma de ser indígena, sino muchas y muy variadas, incluso encontradas entre sí. Las socie- dades indígenas se han complejizado tanto como las sociedades urbanas. Semejante disgregación sociocultural implica diferentes comportamientos políticos, fenómeno que por igual es observable

en toda la etnia nahua, la más numerosa como agregado demográfico de hablantes en México, pero que también demuestran múltiples formas de ser nahua, aún en Tuxpan (Jalisco), lugar de donde procede María de Jesús Patricio, quién solo cuenta con la simpatía de un grupo extenso de fami- liares y seguidores. Imposible para ella decirse representante del “pueblo indígena nahua”, pero justo por eso prefiere conseguir más influjo político al decirse perteneciente al “pueblo originario nahua”, al que apela para fines de movilización de determinados seguidores (Hernández, 2017; Good y Raby, 2015).

Ingold (2017) concluía así su crítica a la sobreutilización del término etnografía: “Al ha- cer un llamado a un alto en la proliferación de la etnografía, yo no estoy pidiendo más teoría. Mi súplica es volver a la antropología”. Desde entonces, no parece haber signos visibles de volver a la antropología. Tanto si nos circunscribimos a un “puritanismo metodológico” como hizo Mali- nowski en su introducción metódica a los Argonautas del Pacífico Oriental (1961), como si admi- timos cierta discordancia que repetimos constantemente en nuestras interpretaciones etnográficas, es grave que se involucre a todo el conocimiento antropológico hasta hoy reunido. Ese es el mayor valor comprometido por los participativos para visibilizarse a sí mismos. Este es otro olvido holís- tico de los partidarios de la participación completa. Ofuscados en sus etnografías particularistas, resulta mucho menos dable que saquen las conclusiones pertinentes sobre sus ensayos de colabo- ración condicionada. ֍

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