Artículos Académicos
Recepción: 30 Septiembre 2018
Aprobación: 04 Junio 2019
Resumen: Las utopías como relato orientador, encierran proyectos de futuro mediante los cuales las sociedades imaginan el tránsito a una vida mejor. Sin embargo, el paso de la dimensión imaginativa a la implementación política de las utopías, las transforma en proyectos que suscitan adhesiones, pero también rechazos; de ideales a ideológicas. Las utopías políti- cas, aquellas que buscan implementarse mediante el ejercicio del poder político, se ca- racterizan en esta propuesta no por su carácter fantasioso o su dimensión futura opuesta al presente, sino por la búsqueda del fin de los antagonismos que obstruyen su discurso. En consecuencia, esquivan valorar el proceso político que siempre produce soluciones parciales. En este trabajo se van a presentar algunas reflexiones sobre los aspectos polí- ticos que implica el proceso de implementación de estos relatos, a la luz de la relación que surge entre lo cultural y lo político.
Palabras clave: Utopía política, Ideología, Antagonismo, Programa político, Proceso político. Abstract Utopias, as a guiding story, contain future projects through which societies imagine the transition to a better life. However, the transition from the imaginative dimension to the political implementation of utopias, transforms them into projects that provoke adheren- ce but also rejection; from ideal to ideological. Political utopias, those that seek to be implemented through the exercise of political power, are characterized in this proposal not by their fantasy character or their future dimension opposed to the present, but by the search for the end of the antagonisms that obstruct their discourse. Consequently, they avoid valuing the political process that always produces partial solutions. In this work, some reflections on the political aspects involved in the process of implementing these narratives, will be presented, in light of the relationship that emerges between the cultural and the political.
Abstract: Utopias, as a guiding story, contain future projects through which societies imagine the transition to a better life. However, the transition from the imaginative dimension to the political implementation of utopias, transforms them into projects that provoke adheren- ce but also rejection; from ideal to ideological. Political utopias, those that seek to be implemented through the exercise of political power, are characterized in this proposal not by their fantasy character or their future dimension opposed to the present, but by the search for the end of the antagonisms that obstruct their discourse. Consequently, they avoid valuing the political process that always produces partial solutions. In this work, some reflections on the political aspects involved in the process of implementing these narratives, will be presented, in light of the relationship that emerges between the cultural and the political.
Keywords: Utopia, Ideology, Antagonism, Political, Political Process.
Introducción
El abordaje de la relación entre la cultura y la política es un campo de trabajo propio de la Antropología y, en particular, de la Antropología Política. Superando la vieja discusión del politólogo David Easton sobre que la Antropología Política “todavía no existe y no existirá hasta que muchos problemas conceptuales sean resueltos” (Easton, 1959: 210), es evidente que la dimensión simbólica de lo político no es uno de esos problemas, pues aparece de manera casi inmediata al hacer el cruce entre lo político y lo cultural. Justo este argumento es el que Abner Cohen (1979) utilizó para rebatir sus aseveraciones, afirmando que la dimensión simbólica de los fenómenos políticos y las relaciones de poder es una de las apro- ximaciones características de la Antropología. Desde luego que en el trabajo so- bre la política y lo político, la Antropología tiene que nutrirse y debatir con otras disciplinas para una comprensión más rica y holista. Por tanto, la reflexión sobre los contenidos simbólicos de los hechos políticos tiene que incorporar aspectos relevantes de lo conseguido en otros campos y, al mismo tiempo, conservar in- tactos los ángulos que brindan a la Antropología su profundidad y generalidad de análisis.
En ese sentido, desde la Antropología Política es fundamental abordar el tema de las utopías, pues delinean proyectos deseables a futuro y también, prácticas y acciones concretas en el presente y tendientes a su realización. Den- tro de este amplio espectro, aparecen de manera particular los esfuerzos que un determinado colectivo realiza para que los ejes principales de su universo utópico operen o imperen en su sociedad de la mano del poder político. Esta demarca- ción es muy relevante pues existen utopías y grupos asociados que no necesitan del poder político para imaginar, promover y practicar los principales aspectos de dicho relato. Como ejemplo estarían las construcciones futuras de un mundo al margen del Estado, de la tecnología industrial o de la vida urbana. En estos casos se busca, mediante el diseño y la practica individual o de una comunidad, alcanzar tales expectativas, pero no se opera para concretar dicha realidad en toda la sociedad.
En contraposición, las utopías políticas se posicionan en el mundo de los intereses encontrados y buscan que, a través del poder político, se implementen los principios fundamentales de su proyecto en todo el conjunto social. Se con- sidera esta demarcación pertinente, en el sentido de que la vitalidad del proyecto utópico difiere en gran medida de la lógica regular de los programas políticos. Estos últimos buscan, como los primeros, la imposición de un conjunto de va- lores, leyes y acciones colectivas, con la diferencia fundamental que no desean principalmente su expansión a todo el cuerpo social, sino un avance parcial en beneficio del grupo y los intereses que los acrisolan, es decir, operan en un mun- do de luchas, negociaciones y soluciones temporales. Por el contrario, la utopía
política si busca la expansión de su credo a todo el cuerpo social y al avanzar en esa dirección en el contexto del poder político, se enfrenta con los antagonismos preexistentes. La presente propuesta explora las consecuencias de tal diferencia, ya que separa los programas políticos de las utopías políticas en el sentido de que su materialización en la realidad no busca, como los primeros, acomodarse o imperar en ese mundo de antagonismos, sino su disminución al máximo o su eliminación.
Los contenidos políticos y simbólicos en las utopías se deben asumir como piezas esenciales desde el origen mismo del relato, tanto en su dimensión humana como formal. Si bien en su parte formal –el relato literario y publicado- Tomas Moro generó el concepto de utopía al presentar una sociedad cuya exis- tencia se da en un lugar indeterminado en una época cercana, presente o futura, materializando las aspiraciones del autor. En su dimensión humana, “utopía” se refiere al mundo de los relatos y prácticas colectivas que surgen en las sociedades de cualquier época y que suponen la posibilidad de que en algún punto de su fu- turo, el grupo alcance sus anhelos más profundos y que impulsan a las personas en su quehacer cotidiano, frente a lo contradictorio de la realidad y de las visiones e intereses de grupo.1
Esto quiere decir que en el concepto de utopía se entrelazan lo cultural y lo político. Frente a lo primero, el relato utópico enhebra las aspiraciones de un sector de la sociedad, pero estas aspiraciones y lo que “significan” están sopor- tadas dentro de una estructura mayor, es decir, la densa red de significados y sus conexiones profundas que representan la cultura de tal colectivo. Por ende, en las utopías que tienen aceptación social aparecen de manera sublimada y sintetizada algunas de las fuerzas que definen su identidad y sus ideales para la acción. Sin embargo, las utopías no solo son un relato que entreteje estructuras culturales, son al mismo tiempo guías de actuación presente hacia el futuro o, mejor aún, destinos futuros a los que se puede llegar a través de privilegiar valores y ac- ciones. Como lo sintetiza Levitas, “son la expresión del deseo por un mejor modo de vida” (2003: 4). Así la dimensión simbólica de las utopías presenta como ase- quibles en el futuro, imaginarios del presente. Esta condición utópica tiene una característica que Max Weber define como un círculo mágico-simbólico, pues del hecho de que a las acciones se les pueda asignar un significado, no se sigue que todas las “acciones” simbólicas tengan un efecto concreto sobre la realidad; queda un residuo que es imposible de ocurrir y a esos hechos imposibles, pero “creíbles”, los considera como magia (Weber, 1964: 328 y ss; Schluchter, 2017:
1Existe un sólido cuerpo de estudios sobre la utopía que la abordan no solo por su dimensión de relato literario sino por su significado social más amplio. Como ejemplo, se le ha analizado en términos de forma, contenido y función de las utopías (Levitas 1990, 2003), en términos de las comunidades utópicas, la teoría social utópica y la literatura utópica (Sargent, 1994) o de su relación con el horizonte temporal pasado, presento o futuro (Martorell, 2017).
70). Esta dimensión mágica es la que llamó la atención de Moore, pues si las acciones sociales se pueden leer como un texto, lo peculiar es que en las utopías el texto –lo simbólico- ocurre primero y el efecto social deseado –magia- se posiciona en el futuro (Moore, 1990: 17). Si bien existe una retroalimentación del relato con toda la escala temporal, el mayor significado se encuentra en el futuro por venir. Justamente, con relación a los significados culturales que una utopía concentra, se puede decir que despliegan las aspiraciones de un orden nue- vo que resuelva las contradicciones o conflictos del presente, pero que también tienen ese ángulo de creencia inmaterial y en ese sentido mágica, pues si bien las creencias o acciones que la utopía moviliza pueden tener alguna correlación con el discurso desplegado, la totalidad del relato se prefigura lejano, por ello es que existe la esperanza de que la suma de más actores y más acciones concreten finalmente en el destino prometido.
Vista así, la invasión del futuro en el presente define que la adhesión a la utopía carezca de evidencias que la refuten; se le considera factible o posible porque se cree en ésta; de ahí lo mágico. Más aun, decanta a un sector del total de la sociedad generando identidad entre los adherentes y, por exclusión, entre los que no se interesan o no creen factible tal utopía. Resalta notablemente la lectura que hace Clifford Geertz de las ideologías políticas como pegamento de identida- des colectivas, al desplegar mapas simbólicos para la acción y la representación (Geertz, 2005: 191-2).
Considerado lo primero, aparece la dimensión política del relato utópico, la de mayor importancia en este ensayo, porque muestra en parte como operan en las estructuras simbólicas de una sociedad, la disyunción de intereses, la du- plicidad de vías de realización y la oposición entre lo colectivo y las expectativas individuales. En suma, que los mundos simbólicos aun siendo utópicos no están al margen de los antagonismos que lo político supone.2 Diversas visiones de lo político han convivido desde el origen de la disciplina. Sin embargo, la Antro- pología coincide en que la política como campo de estudio está originada: como consecuencia de las luchas por regular el ejercicio de la autoridad (Service, 1984: 61); a causa de los conflictos que el poder político suscita en la búsqueda de la unidad social (Mair, 1970: 15); o por los procesos que se detonan por el uso dife- rencial del poder en la búsqueda de objetivos públicos (Swartz, Tuden y Turner, 1994: 105; Abeles, 1997: 2). Es decir, se tiene la certeza que no es la unidad con- ceptual de las partes de una sociedad en torno a los distintos temas que la acriso- lan la fuerza generadora del carácter distintivo de lo político, sino el disenso y la
2Es evidente que hay un gran debate sobre el significado de la política como sustantivo y lo político como adjetivo y sus efectos en la percepción de ese mundo como de oposición o de com- posición. La dualidad está ejemplificada en el debate que surge de las visiones de Carl Schmitt frente a las de Hannah Arendt y que fue muy bien trabajado por Serrano (1998). En el presente trabajo se privilegia la visión de Schmitt y más adelante se argumentará la elección.
diversidad de objetivos o las formas de alcanzarlos. Si bien las sociedades buscan mantenerse unidas, son los antagonismos inerradicables –irreconciliables, nego- ciables o latentes- los que definen los mecanismos de gestión que caracterizan el campo de la política.
El origen de las utopías no puede ser ajeno a esta circunstancia. Toda utopía define un marco político en virtud de su insatisfacción con elementos del presente que enfrenta su relato con discursos de satisfacción, es decir, un marco antagónico. Sin embargo, como se declaró, la existencia de elementos antagóni- cos en la estructura utópica es necesario, pero no suficiente para definirla como una utopía política. Se necesita que el deseo de un futuro mejor frente a aspectos no satisfactorios del presente, se postule la intención de su transformación medi- ante el ejercicio del poder político. Esto la define como una utopía política en el sentido de que necesariamente existirán sectores de la sociedad que no comparten dicha visión y, por lo tanto, se generará una confrontación de carácter público en torno a la dirección futura del conjunto de la sociedad. El motivo puede ser que los adversarios no consideren necesario el cambio, en virtud de beneficiarse de la situación actual o por la expectativa de que, con la nueva movilidad social, no mejorarán o empeorarán; también a que los supuestos utópicos sean antagónicos con los que rigen el presente y, por ende, surgiría la incertidumbre o el miedo frente a un cambio que atañe a las bases del sistema social vigente. Finalmente, es factible que la situación existente derive en parte de un movimiento utópico en curso y, por tanto, los individuos consideren dañino el cambio de paradigma so- cial porque lo necesario no es el cambio sino la profundización de los supuestos existentes.
Los argumentos anteriores se desarrollarán más adelante, pero se alinean con la aseveración de Ricoeur (2008) sobre la relación existente entre utopía e ideología: se puede asignar la etiqueta de ideológica a una expectativa política, sol- amente desde una posición utópica elegida. Si bien este razonamiento es circular, y se corregirá más adelante, es generado en razón de que los antagonismos políticos delinean distintas formas de acción al futuro y etiquetan de ideológicos los intere- ses antagónicos presentándose así, como la vía única para alcanzar la unidad social. Es evidente en estas posibilidades lógicas, que los antagonismos presentes en la creación e implementación de un proyecto utópico caracterizan a la confrontación como un criterio de demarcación en el origen político de las utopías.
Si bien mostró que para la Antropología Política se sostiene esta aseve- ración, es adecuado traer a colación la visión del jurista alemán Carl Schmitt. Su visión resulta de particular interés para el estudio antropológico de los fenóme- nos políticos, porque a contra corriente de las visiones comunes, a Schmitt le pre- ocupa mucho definir sus características al margen de la influencia que representa el Estado en lo político. Su rechazo parte de considerar inadecuado asemejar lo
político a lo estatal. Esta supuesta igualdad representa un círculo vicioso en el que “el Estado se muestra como algo político, pero a su vez lo político se mues- tra como algo estatal” (Schmitt, 1998: 50-1). Argumenta que tal equivalencia es incorrecta pues las instituciones sociales preexisten a lo estatal e interpenetran su naturaleza, lo que impide imaginar situaciones políticas en esas instituciones
–religiosas, económicas, educativas-, previas al Estado (Ibid: 53). Esta inusual sensatez fuera del campo de la Antropología Política, fue descrita por George Balandier al designar como maximalista la tradición política que viene desde La Política de Aristóteles y que inunda todo el campo de la Filosofía y la Ciencia Política por su análisis centrado en la forma “Estado” y que, de manera evidente, no es compartido por la Antropología Política.3 Su característica principal estriba en que los maximalistas rechazan la posibilidad de la existencia de una sociedad sin un gobierno diferenciado y coordinador de todos los órdenes sociales (Ba- landier, 1969: 30-32). La visión contraria sería la minimalista, que sí concibe la posibilidad de la vida política al margen del Estado (Ibidem). Así pues, resulta de la mayor lucidez que rechazando el Estado como un criterio central, Schmitt asevera:
la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos es la distinción de amigo y enemigo. Lo que ésta proporciona no es desde luego una definición exhaustiva de lo político ni una descripción de su contenido, pero si una determinación de su concepto en el sen- tido de un criterio […] La oposición o el antagonismo constituye la más intensa y extrema de todas las oposiciones, y cualquier antagonismo concreto se aproxi- mará tanto más a lo político cuanto mayor sea su cercanía al punto extremo, esto es, a la distinción entre amigo y enemigo (Schmitt, 1998: 58, 59).
Es entonces de gran simplicidad conceptual la definición de “lo político” como las relaciones amigo-enemigo y, sobre todo, el hecho de que lo analítico no es la dupla en sí misma, sino la aproximación de las relaciones sociales a ese punto absoluto que toma como criterio de demarcación. Cabe destacar que Schmitt no postula que lo político sea la guerra donde la enemistad es total y, por ende, supondría una teoría de la guerra. Lo notable es la vocación de sintetizar dos ángulos sobre lo político que comparte con la Antropología. 1) La certeza del conflicto y los antagonismos sociales existentes en la búsqueda del orden social y los objetivos públicos y 2) notablemente, la necesidad de dibujar lo político al margen de caracterizaciones o de relación con el Estado. De ahí la vocación “antropológica” de Schmitt y la utilidad de su propuesta.
3El dicho de Balandier es una clara referencia a que la tradición política occidental es un cuerpo acumulativo de experiencias y teorías sobre lo político que invariablemente arrancan con el pen- samiento griego clásico -de ahí la referencia a Aristóteles- y “evolucionan” en su pensamiento de manera histórica, siempre siguiendo la línea de la reflexión occidental hegemónica: de Gracia a Roma, de los Padres de la Iglesia al Rendimiento, de la Ilustración a al Liberalismo y así. Casos demostrativos de estas genealogías son los trabajos de Sabine (1963), Suarez Iñiguez (2001) y Bobbio (2001). El núcleo central de su reflexión es el estudio de lo político y la política como un fenómeno generado por el Estado y situado en la Ciudad.
Al hacer una sencilla revisión panorámica de las opiniones sobre esta posición de Schmitt, destaca la que sostiene Hannah Arendt respecto de la políti- ca y que es claramente antagónica con el primero como lo demuestra Serrano (1998). Hay que aclarar que a Arendt no le interesa lo político como adjetivo, es decir, la caracterización de un hecho como lo político, sino su dimensión sustantiva, es decir, qué es la política. En ese sentido, describe que la política “…trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos […] a partir de un caos absoluto de las diferencias” (Arendt, 1997: 45). Más aun asevera que la “Misión y fin de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio” (Ibid: 67). Desde luego que, por el carácter social de los humanos y su rechazo total a la autarquía, los esfuerzos por mantener unida una comunidad, son parte de la política. Pero surge la pregunta: ¿En qué lugar ubica los procesos mediante los cuales un grupo se distingue de otro, una región se separa de otra o una na- ción se escinde de otra? Al margen de que estos fenómenos pueden ocurrir con mediación de la violencia o no, escapan de los márgenes de su definición pues los esfuerzos deben ser a mantener la unidad, con lo que niega fenómenos fun- damentales de la historia política de la humanidad, como lo son la diversidad de culturas, de lenguas, de religiones o de Estados-Nación. Por ello se privilegia aquí la visión de Schmitt, cuyas expectativas son simplemente entender cuál es la caracterización de un fenómeno político independientemente de su prescripción normativa, es decir, si ese caos absoluto de las diferencias humanas que describe Arendt, deberá encaminarse hacia la unidad social o a la diversificación grupal.
Esta particular visión de Arendt sobre el rechazo a la escisión y el conflic- to máximo es explicable de todo el cuerpo de su trabajo como consecuencia de la destrucción global motivada por la Segunda Guerra Mundial. En ese contexto es que su trabajo sobre los totalitarismos es un esfuerzo por encontrar una salida armónica a los antagonismos humanos, privilegiando una visión pluralista donde imperen el debate, la libertad de elección y la igualdad política. Características éstas, claramente ausentes en los regímenes totalitarios como el fascismo, el na- zismo o el estalinismo. Por ello es que su visión de la política trata de darle salida a fenómenos violentos de tipo rupturista o de segregacionistas. Su visión sobre la política empuja los procesos hacia el rechazo de los totalitarismos, pero los excluye de su caracterización principal de la política. Por ello la elección de la definición de Schmitt que, si bien la formó al interior de la Alemania pre-nazi, contiene, como se explicó, elementos sobre lo político que le permiten trascender la coyuntura de su historia personal y sobre todo, trascender la dimensión estatal que en Arendt es constitutiva.
Estas últimas reflexiones sobre el totalitarismo dan pie a un argumento necesario sobre la ubicación de las utopías frente al poder político y al Estado. Se entiende el totalitarismo como: “la penetración y la movilización de todo el
cuerpo social con la destrucción de todas las líneas establecidas de distinción entre el aparato político y la sociedad” (Stoppino, 2002: 1586). Nacido este con- cepto en íntima relación con el fascismo italiano, resaltan las conocidas asevera- ciones de Mussolini en el sentido de que: “Todo en el Estado, nada contra el Es- tado, nada fuera del Estado”.4 Es decir el totalitarismo busca absorber dentro del Estado todos los órdenes de la vida social y amoldarlos a su visión particular. Las utopías políticas, que buscan imponerse mediante el poder político, en primera instancia parecerían acercarse al totalitarismo en al menos dos puntos: sus enun- ciados buscan imperar mediante el ejercicio del poder político; y buscan expandir su intención normativa a todo el cuerpo social. Si bien no es así, los supuestos totalitarios representan el caso extremo de una utopía política. Su motor principal es el establecimiento de un mundo en donde el Estado se coloque en el centro de todas las decisiones sociales, diluyendo los espacios propios de la sociedad y por ende los antagonismos Estado-sociedad, decretando el fin de las expectativas futuras no estatales, para imponer mediante el poder político, la visión del Estado en todos los temas presentes o por venir, es decir, nada fuera del estado.
El análisis que se va a plantear aquí, parte inicialmente de que la lógica de las utopías políticas puede ocurrir de manera estatal, pero también gestarse al margen del Estado y por eso el uso de la definición de Schmitt sobre lo político en un contexto netamente antropológico. Esto permite analizar las expectativas utópicas en su génesis a propósito de las distintas instituciones y campos humanos (religión, derecho, economía, política, parentesco, sexualidad, tecnología, peda- gogía, estética, etcétera), que suceden al margen de la lógica estatal. No obstante, se llamará la atención ante el hecho de que las utopías políticas necesariamente buscan el auxilio del poder político para implantar sus anhelos principales y en ese sentido requieren de la dilución de los antagonismos específicos que obstac- ulizan su devenir utópico. De alguna manera el impulso utópico coquetea con la dispersión total de su credo a la sociedad, diferenciándose como se aclaró, de las limitaciones de los programas políticos. Por ello, más adelante, se va a exponer el por qué se caracteriza a la utopía política como un relato en donde se privilegia la suspensión de uno o varios antagonismos sociales. Esta delicada cercanía a los tintes totalitarios no se considera como fundamental, sino como un subproducto no intencional de los deseos por un mejor modo de vida estructurados a través del poder político. Así lo demostró Robert Merton (1936) al proponer que uno de los rubros por los que aparecen efectos no intencionales, es el de la orientación de los cursos de acción con base en normas o valores independientemente de sus consecuencias objetivas.5 Así pues, en las utopías políticas hay peligrosos
4De la entrada “Fascismo” de la Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Fascismo Consultada el 29 de mayo del 2020.
5Este argumento de Merton está claramente inspirado en el pensamiento de Max Weber (1998) que señala las contradicciones en el proceder político, derivadas del choque entre la “ética de la
acercamientos semillas totalitarias, que aparecen en la imaginación utópica al dar un paso simbólicamente representativo: la transición entre imaginar el modelo utópico para sí o para un grupo de conformación voluntaria a su dispersión vía el poder político, a toda la sociedad, independientemente de que tales consecuen- cias sean no intencionales.
Expuesto así, tenemos que en el análisis de las utopías políticas hay que considerar que los antagonismos definen expectativas de futuro particulares, ya sea porque se consideran destinos diferentes o formas distintas de llegar a un fin compartido. Este germen político genera proyectos utópicos que esperan alcan- zar un mejor modo de vida y en el caso particular, conseguirlo a través del poder político lo que en algunos casos puede devenir en resultados totalitarios. Hay que recalcar que en la dimensión cultural de las utopías estarán presentes las estructu- ras simbólicas y los valores fundamentales que inundan una sociedad, pero tam- bién, que la insatisfacción con el presente no se dispersa de manera homogénea y por tanto, la construcción del futuro utópico encierra los antagonismos sociales que lo generan, caracterizando así lo político-cultural del relato.
Hacia una caracterización de lo político en las utopías
La exploración de los esfuerzos de una sociedad para construir un relato que le permita reinventarse frente a las insatisfacciones de la realidad, tiene para la An- tropología un referente muy interesante en el trabajo de Anthony Wallace Revita- lization Movements (1956). En este trabajo Wallace presenta el concepto revitali- zación como: “un esfuerzo consciente, organizado y deliberado por los miembros de una sociedad para construir una cultura más satisfactoria” (Wallace, 1956: 265). Argumenta que las vías normales del cambio cultural (evolución, deriva, di- fusión, cambio histórico, aculturación) son de un tipo distinto a la revitalización, en virtud de que esta última representan un esfuerzo consciente de los individuos para modificar la realidad mediante una cadena de efectos causales (Ibidem). Estos argumentos dan mucho que decir al respecto de las utopías, pues si bien los cambios que imaginan no representan necesariamente un cambio de la cultura como tal, si inciden en algunas de sus representaciones o estructuras, pues éstas tienen un genuino deseo para modificar la realidad efectiva de una sociedad. Para conseguirlo se busca modificar la correlación de significados culturales mediante un relato novedoso, con la expectativa de que produzca un cambio concreto en la realidad, hecho que Wallace reconoció al incluir dentro de las modalidades de revitalización a las comunidades utópicas que buscan un estado ideal y estable de una sociedad satisfactoria (Ibid: 270). La búsqueda de un futuro mejor, provendría de lo que Wallace define como una situación de estrés por la insatisfacción con los hechos presentes o con los modelos culturales para su gestión (Ibid: 265-67).
convicción” y la “ética de la responsabilidad”.
Delinea todo un trayecto desde un contexto de estabilidad, pasando por las fases del estrés que se agrava y que genera el esfuerzo consciente por revitalizar las es- tructuras culturales, hasta alcanzar un nuevo estado de estabilidad. Lo relevante de su trabajo es que expone una dimensión máxima de lo político en la que las clasificaciones de lo cultural buscan reconfigurarse en un nuevo orden de cara al futuro y en ese sentido, abren el ingreso de lo utópico como la propuesta cons- ciente del presente hacia una nueva configuración cultural en el futuro.6
El estudio de estas configuraciones y la clasificación de objetos, personas, hechos y significados en distintos órdenes y jerarquías, representa para la Antro- pología el estudio de los sistemas clasificatorios y mucho se ha profundizado en esta parcela.7 No obstante su importancia en los temas de lo cultural hay que referir su valor político en la construcción de jerarquías pues la clasificación de los hechos de la cultura, definen necesariamente realidades políticas en función de lo que es deseable o indeseable para una sociedad. Un ejemplo arquetípico de esta aseveración son los sistemas de castas que delinean tareas, ubicaciones, par- entescos y contactos personales, en una estructura clasificatoria que es al mismo tiempo una estructura política. Es imposible que las visiones utópicas de cada segmento de la jerarquía social coincidan en todos los puntos pues como bien mostró Douglas (1973), los procesos de contaminación y descontaminación por la intrusión de elementos ajenos al sistema, no son iguales para todos, ni todos perciben la intrusión de la misma manera. Es decir, estos arreglos exponen una configuración simbólica determinada, corresponden con los valores e intereses específicos de cada segmento social y sus contradicciones no son factibles de resolver de manera racional, sino valorativa. Douglas reconoce esta circunstancia de manera expresa:
En una cultura primitiva los problemas técnicos se han solucionado más o me- nos desde hace muchas generaciones. El problema candente estriba en cómo or- ganizar a otras personas y a uno mismo con respecto a ellas; en cómo controlar a la juventud turbulenta, en cómo apaciguar al prójimo molesto, en cómo adquirir los propios derechos, en cómo impedir la usurpación de la autoridad, en cómo justificarla (Douglas, 1973:125-26).
6Wallace define lo utópico como una configuración cultural que nunca ha sido disfrutada por una sociedad para resolver el estrés colectivo y “que se realizará por primera vez en una futura Utopía” (Wallace, 1956: 275). Lo diferencia del revival [regreso, resurgimiento] pues éste, con- siste en la recuperación de valores o practicas del pasado, cuya efectividad se tiene por probada y que justo el estrés proviene de su abandono. Como se precisará más adelante, lo que interesa aquí no es la dimensión temporal de un programa político utópico sino su posición frente al proceso político y los antagonismos.
7Hay varios trabajos que abordan esta dimensión de la cultura y que vale la pena destacar: (Balandier, 1975; Barquín, 2015; Benedict, 1971; Berlin, 1992; Berlin y Kay, 1969; Bourdieu, 2012; Díaz, 2014; Douglas, 1973; Lévi-Strauss, 1969; Mauss y Durkheim, 1971; Nates, 2011; Needham, 2009; Richardson y Kroeber, 1940; Turner, 1999).
En sentido lato, problemas políticos. La estabilización temporal de un orden so- cial determinado y anclado a una cierta configuración de valores, Douglas la define como una “configuración simbólica”. Si bien guarda cierto resabio de la escuela configuracionista, no tiene el carácter totalizador que le otorgaba Ruth Benedict sino un carácter más restringido y, sobre todo, más inestable, porque considera todo el tiempo la dimensión política en términos de la lucha persistente de los antagonismos.8 En este sentido James Scott (2000) puso en evidencia las diferencias políticas de los intereses y las acciones públicas y ocultas de sectores de una misma sociedad, pero enlazados en algunos puntos con intereses antagó- nicos, lo que llamo la “infra política”.
El propósito aquí no es demostrar que todas las utopías tienen contenidos políticos; eso es evidente en virtud de determinar distribuciones de fines, medios, intereses y valores. Lo que resalta aquí es que no se pueden ignorar las formas y las consecuencias que aparecen por el deseo de su implantación, vía el poder político. Esto quiere decir que al abordar los relatos utópicos es obligatorio con- siderar las condiciones políticas en las que nacen pues enseñan, por inclusión o exclusión, los intereses antagónicos existentes y ponen en evidencia la disyun- ción social a través del relato, puesto que no todos los órdenes sociales estarán de acuerdo en que una versión determinada es la “verdadera” utopía. Establecer la perspectiva que caracteriza a los individuos, sus valores, sus posesiones o sus acciones en el sistema clasificatorio general de una sociedad, explica los antago- nismos constitutivos a los que se refieren los relatos utópicos. Así pues, lo que se propone, es que la utopía política tiene al menos cinco posibles estados de solución parcial y dos de solución definitiva.
Las soluciones parciales son aquellas que no plantean eliminar definiti- vamente los antagonismos que las motivan, sino modificar sus efectos. En todo caso la unión entre utopía y poder político, lo que se ha denominado utopía polí- tica, avanza en los terrenos de la expansión general, por lo que las consecuencias son valorativamente positivas para el sector utópico, pero no dejan de proponer la depresión o eliminación de los intereses antagonistas. Como se aclaró, esto no define a las utopías políticas per se, como equivocadas o totalitarias, pero exponen su lógica expansiva dentro del juego de los antagonismos que supone lo político.
8Como se sabe, Ruth Benedict otorgaba a las configuraciones culturales una dimensión to- talmente integral y que le asignaba cierto carácter general a esa cultura como si de personas se tratara, según su dicho: “apolínea” o “fáustica” (Benedict, 1971: 64-77). Esta forma de análisis contiene varios errores conceptuales, sin embargo, la idea de “configuración” como un arre- glo simbólicamente determinado, sigue teniendo cierto interés y utilidad para casos específicos (Lindholm, 2000).
1)Inversión. En este caso se busca que las condiciones que goza un sector privilegiado de la sociedad, les sean retirados o disminuidos y pasen a ser dis- frutados también por el segmento que genera la utopía. El objetivo del relato es lograr un equilibrio social y adicionalmente que los privilegiados experimenten de manera directa las penas derivadas de las privaciones cotidianas. Esto apli- ca no sólo en inversiones de tipo económico, sino a distribución de servicios y políticas en la población, como pueden ser de educación, salud, servicios ur- banos, etcétera. Al invertir las condiciones, los sujetos que estaban “abajo” ahora están “arriba” y disfrutan no sólo de esas condiciones, sino de las resultantes de una lección moral, pues los otrora privilegiados, viven el mundo que antes ignoraban. Hay una paradoja en esta utopía, pues la consecuencia final no inten- cional, es que los individuos insatisfechos terminan convirtiéndose en aquello que despreciaban; es un ejemplo de lo bien conocido como la “justa venganza”. Sin un cambio en las condiciones de la realidad, lo que queda de “virtuoso” en la utopía es que los nuevos privilegiados administren la inversión de manera justa. No pretende modificar los antagonismos sociales, sólo cambiar los actores. Aquí destaca el elemento mágico señalado: gozar de las condiciones de lo despreciado sin contaminarse moralmente. Una forma ritualizada de esta utopía ocurre en la lógica del Carnaval, donde se da una inversión de las jerarquías a través de un ritual que dura un instante del tiempo social, pero busca exponer a los estratos superiores a las sensaciones que experimentan los subordinados, con el objeto de generar empatía y solidaridad social. Sin embargo a diferencia del carnaval, la utopía política en su empuje por la instrumentación, no plantea una inversión ritual sino permanente.910
2)Expropiación. Es una forma particular del anterior y atada exclusiva- mente a un tema de recursos materiales. Plantea la toma de recursos sociales de la clase aventajada en una cuantía tal que, transferidos a los menos aventajados, iguale las condiciones de todos. Esta premisa aplicada de manera mecánica resul- ta mágica, en el sentido de que cosifica la desigualdad en los recursos y no en las estructuras sociales y, por otro lado, que no define el plazo de la expropiación de manera concreta, es decir: cuántas veces y a quiénes se aplicará la expropiación, y cuántas veces y a quiénes se canalizará la redistribución.
3) 8Tributación. La estrategia de establecer costos a formas de vida desde- ñadas o reprobadas por la utopía política, busca desalentarlas mediante el meca- nismo de hacerlas “más costosas” a través de impuestos específicos. Esto supone
9Destaca que en el lenguaje de las políticas públicas los supuestos de esta utopía como progra- ma concreto, reciben el nombre de “redistribución” (Lowi, 2000).
10No esta demás recordar la obra de Max Gluckman sobre el papel estabilizador que juegan los rituales de rebelión, al permitir temporalmente, cambios en la jerarquía social. Sin embargo, difiere este concepto de lo utópico en el sentido de que lo primero reforzaría al final lo existente y lo segundo en cambio, no cesará hasta destruirlo.
que sin prohibir o eliminar la forma antagónica, busca desgastarla paulatinamen- te hasta su desaparición o equilibración. Es evidente que la desigualdad económi- ca es uno de los temas que mejor puede moderarse mediante este tipo de política. Sin embargo, existen otros temas, como pueden ser el del consumo de energías contaminantes, el de productos designados como dañinos para la salud como los alimentos hipercalóricos, el tabaco, el alcohol u otros productos similares. También afecta prácticas sociales que sin querer o poder ser prohibidas, se toman medidas desalentadoras al hacerlas extremadamente costosas vía impuestos. Un ejemplo de lo anterior aparece en la relación hombre-animal, al existir posiciones antagónicas respecto de su relación lúdica o alimentaria con los humanos y por ende susceptible de regular, sin prohibir, mediante tasas impositivas.11
4)Alcance. En este caso no se busca quitarles a unos para darles a otros. Se propone que lo que genera insatisfacción por las carencias sociales esté dispo- nible para todos y no sólo para unos cuantos. Este sano deseo humano y política- mente pertinente tiene su dimensión utópica en que pretende la distribución igua- litaria de los satisfactores a todo el cuerpo social, sin reflexionar en la suficiencia de medios o en las condiciones que determinan tal igualación. Es decir, la dimen- sión utópica estriba en que se desdeñan las condiciones objetivas que ocasionan la distribución diferenciada de los recursos sociales. Es claramente una confron- tación entre el ser y el deber ser o entre la suficiencia y los bienes escasos; es en múltiples casos, una utopía antieconómica. También puede referirse al acceso a derechos que no estén disponibles para todos. Tal sería el caso de la igualdad ante la ley independientemente de la posición social, del sexo, de la religión, del color de piel, etcétera; reivindicaciones atinadas que ahora gozamos, que en su momento eran “utópicas” y al transformarse en utopías políticas modificaron la realidad frente a tales antagonismos. Lo anterior es una muestra del papel trans- formador del pensamiento utópico. Sin embargo, existen límites sociales para la distribución, igualación o imposición general de prácticas sociales a todos y en todo, que en este modelo buscan desaparecerse. Ejemplos de esta aseveración son: la limitación de acceso para aquellos que son clasificados como “menores de edad”, para los que no poseen títulos profesionales o los monopolios estatales sobre bienes o competencias en el mercado. También comprende la imposición a prácticas como en los niveles educativos obligatorios o los contenidos educa- tivos obligatorios.12 Hecha la aclaración se reitera que las utopías políticas de
11Sin desdeñar el efecto que la extracción de recursos sobre las practicas antagónicas, el ob- jetivo es la disminución al máximo vía los impuestos, lo que en las políticas públicas recibe el nombre de políticas “regulatorias” (Lowie, 2000).
12Este último tema en particular, es un caso prístino sobre los choques antagónicos que generan las utopías políticas. No cesan de colisionar las diferentes visiones sobre lo que se le debe y puede enseñar a los hijos, pues confronta dos instituciones sociales máximas: la Familia y el Estado. Po ello la postura que aquí se defiende, ya que todas esas utopías representan un cierto impulso tota- litario, en razón de conformar una intersección antagónica entre los intereses que busca imponer
“alcance” postulan que la solución a la insatisfacción social es el suministro de bienes iguales a los que tienen acceso los privilegiados o los diferentes. En este deseo aparecen elementos mágicos, en virtud de considerar la disposición ilimi- tada de recursos sociales sin considerar la cuantía de lo necesario o las circuns- tancias de su aplicación. No se imagina un esquema redistributivo, sino que se argumenta que se destinan recursos a cosas inútiles o improductivas y por lo tan- to habrá que reasignarlos o por otro lado; que se destinarán recursos mayor para implantar visiones que culminen en una modificación axiológica de la realidad.13
5)Demora. Si bien se reconoce que los satisfactores excluyentes en una sociedad y su deseo no puede eliminarse totalmente, este modelo plantea una prohibición temporal del acceso. Como en el caso anterior, la prohibición de los elementos perturbadores es necesaria, no por su carácter intrínsecamente perver- so, sino porque evidencian diferencias en el cuerpo social. En consecuencia, el acceso a tales bienes se demorará en tanto no se generen para todos las condicio- nes de acceso igualitario.14
Las soluciones definitivas que plantean las utopías políticas son distintas a las de tipo provisional, pues atacan directamente el núcleo de los antagonismos sociales no solamente sus efectos; las causas profundas y no sólo sus manifesta- ciones. Sin embargo, el deseo mayor o absoluto y que puede estar ya latente en los casos anteriores, es la suspensión o eliminación del antagonismo como tal. Esto supone, sin poner mucha atención en los mecanismos efectivos para lograr- lo, plantear la prohibición o la desaparición de un cierto tipo de interés, de valor o de práctica y que es opuesto al núcleo volitivo de la utopía.
La Dilución es el primer modelo de solución definitiva. Como no son factibles las condiciones para una igualación social o un antagonismo es injus- tificable axiológicamente, se decreta su desaparición. Se pretende diluir la dis- crepancia entre colectivos particulares frente a las condiciones de la población general, mediante la prohibición “para siempre” de la diferencia. El contraste con la dimensión provisional del “alcance” es que la dilución del antagonismo no avanza con movimientos parciales mediante de la implementación de una políti- ca, sino llanamente, con la prohibición legal, definitiva y sancionada de hacer o impulsar aquello que genera el antagonismo, lo que según la utopía política llevará la dilución del antagonismo. Ejemplos claros son la eliminación legal del capital o de estancos legales o físicos de acceso controlado en virtud de la raza, la religión o el sexo. Lo que se busca pues, es la igualación para siempre de difer-
el Estado y los intereses particulares de formación de los padres sobre sus hijos.
13En términos de políticas públicas este proceso se llama “distribución” (Ibidem).
14Este caso también se puede definir como regulatorio, apareciendo la dimensión utópica en un
cierto plazo temporal, luego del cual se eliminaría la regulación.
encias sociales que crean antagonismos y que representan beneficios y distancia social frente a los demás. Más allá de las diversas clasificaciones de elementos sociales como indeseables o contaminantes, las condiciones existentes determi- nan tales configuraciones como deseables dentro de la lógica de la movilidad o el prestigio social, de tal manera que la prohibición no necesariamente elimina el deseo o la práctica. La visión mágica supone que con su prohibición se esfuma- rán las jerarquías de la sociedad. La historia reciente muestra distintas veredas en que tal presunción es notablemente equivocada.15
En este sentido es que se plantea la desaparición o suspensión de una re- ligión antagonista, una clase social antagonista, una visión de Estado antagonista, una teoría económica antagonista, una filosofía política antagonista, una nación antagonista, etcétera.16 También, en versiones más limitadas como la relación de subordinación entre humanos y animales, el consumo alimentario de estos y sus productos o el rechazo a las formas de energía contaminante que sustentan el modo de producción industrial contemporáneo. Estas formas de representación, imaginan que, al diluir toda una categoría social, los individuos que operaban en dicha lógica se acomodarán mágicamente en el “nuevo” orden para reconfigurar estas temáticas de manera unitaria, sin conflictos. Dicha visión, que el grupo utópico busca expandir a todo el cuerpo social, transforma lo segmentario en unidad, eliminando las razones para los antagonismos. Las dificultades que sur- girían de ese mundo sin antagonismos, representarían incomodidades menores pues el problema principal estaría “solucionado”. Desde el punto de vista que se ha planteado aquí, lo que se espera con esta forma máxima es la idea con la que coquetean las utopías políticas, paradójicamente: el fin de lo político. Lo duro de la lucha cotidiana por imponer o contener los distintos intereses en una socie- dad a través del complejo y desgastante proceso político de ajustes, se elimina por decreto, mágicamente, a través de un relato que imagina posible no sólo la desaparición de los antagonismos conocidos, sino la generación de categorías absolutas libres de tensiones.
El segundo modelo definitivo sería el de Expansión. En este caso no es que exista una situación presente en la que la diferencia y los antagonismos
15Este caso también pertenece según Lowie, a las políticas regulatorias, salvo que el alcance
se presume definitivo (Ibidem).
Es interesante como en su análisis de las utopías, Ricoeur rescata la visión del marxismo clásico que dividía el socialismo en dos tipos: utópico y científico. Desde luego Marx y Engels rechazaban ser utópicos en virtud de que su expectativa de acabar con los efectos del capital –su diferenciación social-, estaba fundada en análisis del proceso concreto de las relaciones de pro- ducción capitalista y no en deseos, como los socialistas utópicos (Ricoeur, 2008: 124 y ss.). Sin embargo, existe una veta profundamente utópica en el marxismo pues todos los antagonismos sociales, es decir lo político, terminarían con solamente el fin de las relaciones capitalistas y la destrucción del capital. Justo: la eliminación de un antagonismo para solucionar todos los antago- nismos sociales y llegar a la armonía definitiva, es un leit motiv de este tipo de utopías.
sociales sean una traba a la integración social total. Lo que ocurre es que un interés particular y naciente, vislumbra los valores y prácticas presentes como obstáculos a un mejor modo de vida y en virtud de su vitalidad social y política, avanza en la implantación a todo el cuerpo social de su modelo. Así, no es que existan antagonismos generales en el cuerpo social que se deban diluir, es que, entre las tendencias actuales y la utopía política, se bosqueja un antagonismo de facto y por ende el ejercicio del poder político será en torno a su expansión a todo el cuerpo social. Desde luego que eso generará la activación real de uno o varios antagonismos sociales, pero mediante el poder político se buscará implantar por encima de las factibles oposiciones. No solo la expansión de las religiones como el cristianismo en sus diferentes advocaciones o las distintas versiones del islam se han propagado de esta manera. También el expediente de la ilustración, el lib- eralismo o los derechos humanos ha transitado por esta vía.17 Como es evidente, esta ruta es la más creativa y con mejores resultados dentro del universo de las utopías políticas, sin embargo, si se le mira con reposo, también ha transitado en su expansión por la detección, dilución y prohibición de los antagonismos que le estorbaban, como consecuencia del pacto entre utopía y poder político.
Así pues, el conflicto entre las utopías políticas, los antagonismos y la bús- queda por la universalización del fin de lo político, es bien comprendido por Laclau y Mouffe (2004). Haciendo un recuento de las formas hegemónicas, aseveran que el camino hacia el fin de lo político aparece cuando un segmento social, se presenta como la unidad misma y que las pugnas sociales se desarrollaran no contra éste sino al interior de éste. Esta distorsión, que llaman una “universalidad contaminada”, es claramente la aspiración utópica del fin de los antagonismos. Sin embargo, la vi- sión cándida y finalista en las utopías empuja su instrumentación política mediante programas concretos. Estos programas que desean imperar hegemónicamente y que bosquejan el fin de lo político, son analizados por los autores concluyendo que al aproximarse a lo político hay que “reconocer que no puede haber política radical sin la identificación de un adversario. Es decir que lo que se requiere es la acep- tación del carácter inerradicable de los antagonismos” (Laclau y Mouffe, 2004: 17).18 Esta aseveración -que para Laclau y Mouffe nació de las incongruencias políticas del marxismo clásico-, tiene origen en el deseo de los grupos sociales por un mundo mejor, sin embargo, las circunstancias de la instrumentación concreta para llegar a ese futuro llevan, como se refirió, a desdeñar el carácter inerradicable de los antagonismos y a penetrar peligrosamente en las regiones del totalitarismo.
17Llama la atención las tensiones contemporáneas que genera el deseo sin freno del credo de los derechos humanos, pues colisiona con valores y prácticas distintas al marco cultural occiden- tal. Muchas aparecen como anacrónicas o “bárbaras”, pero su limitación o prohibición también arrastra otros elementos que no son tales, pero que se oponen a lo que hegemónicamente se consideran “derechos humanos”. Este conjunto de valores especifico es desde luego, una utopía política.
18El subrayado es mío.
Este olvido o consecuencia no intencional en las aspiraciones utópicas, puede acarrear en los casos más dramáticos y patológicos el deseo de eliminar el antagonismo no por su esencia sino por sus actores. Se está hablando en este caso de que para lograr el fin de los antagonismos, hay que aplicar una “solución final”.19 Al imaginar que el soporte de los antagonismos sociales es el individuo, ciertos relatos utópicos de carácter francamente totalitario cosifican la genera- ción del conflicto social en el antagonista concreto: la persona que lo representa. De lo que se trata no es de la eliminación de un proceso social por sus fuentes o sus consecuencias, de lo que se trata es de incidir en el receptáculo mismo del antagonismo. Ya se habrá podido imaginar que las vías de aplicación que produ- ce este paradigma utópico, resultan en acciones concretas de la mayor crudeza humana. Se da en los fenómenos de reeducación de los individuos, que busca eliminar las pulsiones que hacen surgir de estos la confrontación (antagonismos económicos, políticos, religiosos, nacionales, lingüísticos, culturales), obligando a los individuos a esconder o deprimir las pulsiones con las que se han formado y sustituirlas por las que vienen de la utopía en marcha.
Los mecanismos más extremos de las utopías totalitarias de solución final son el encierro –que aísla a los antagonistas del cuerpo social-, la expulsión –que remueve a los individuos de los espacios en donde se instrumenta la utopía- y la eliminación –que no pudiendo imaginar o construir vías políticas para resolver el antagonismo, toma una solución paradójica y brutal. Es claro en este punto que las complejidades políticas de dichos relatos utópicos no nacen de sus al- cances o bases morales. La complejidad constitutiva surge de su deseo intrínseco por imaginar una sociedad donde no prive la diferencia social y no aparezcan a ningún nivel, las contradicciones con el proyecto. Se sigue de ahí que, al no cuestionarse los mecanismos concretos de implementación política, los relatos utópicos delinean una sociedad en donde los antagonismos sociales o se matizan o se controlan o se eliminan.
Más allá del tema de los totalitarismos, es evidente de la historia política humana que no existe solución “final” al problema de los antagonismos per- sistentes. Así el asunto de fondo en términos políticos es que las utopías políti- cas plantean vías hacia la suspensión o el fin de lo político. Esta característica central es el ángulo paradójico todas las utopías políticas y que caracteriza lo que es “utópico” en su relato. Todo programa derivado de la lucha política cotid- iana, dispone una cierta clasificación de los intereses sociales y los grupos que lo representan y delinea también, los mecanismos de coordinación entre ellos y las posibilidades de ejercer el poder en los distintos ámbitos sociales. ¿Qué
19Se está haciendo referencia a la denominación que dio el Nacionalsocialismo al proceso me- diante el cual, se lograría resolver de manera definitiva el antagonismo que sus adherentes man- tenían con el pueblo judío. La utopía política de los nazis pasaba pues por eliminarlos, a todos.
diferencia a esos programas políticos de una utopía política? O bien ¿En qué momento aparecen componentes utópicos en su interior? La respuesta es clara: en el momento en que la instrumentación de una idea nueva o la solución de un diferendo social, no pasa por la laboriosa vía del proceso político que implica consenso, negociación o imposición vía el ejercicio de poder. En estas tres vías, se resuelve el diferendo de manera temporal, pues los actores y los antagonismos que los acuerpan permanecen presentes y activos. Pero así es el campo político: inestable y temporal. ¿Cuándo es que estos programas se transforman y ofrecen salidas que se caracterizarían como utópicas? Cuando imaginan una solución que pasa por la suspensión o la eliminación de los antagonismos existentes, es decir, que plantean una solución no política en lo político, al enunciar que la “solución” es la disolución del campo que genera el problema.
Como las dinámicas en el campo político pendulan entre los intereses comunes y los choques antagónicos a partir de los núcleos programáticos de cada grupo político, se decide caracterizar como irrelevantes los demás programas, es decir, se catalogan como “falsas” soluciones, en oposición a la “verdaderas”. Aparece entonces el dilema para los individuos, de discriminar hacia dónde debe caminar una sociedad y cuál es la mejor vía de arribo. Esta disyuntiva está bien delineada en el debate sobre las utopías y las ideologías que Paul Ricoeur esta- blece a partir de las ideas de Karl Mannheim. El primero retoma lo que llama la “paradoja de Mannheim” sobre la ideología y que se refiere los límites de apli- cación que tiene el concepto, porque no puede aplicarse a sí mismo pues “si todo cuanto decimos es prejuicio, si todo cuanto decimos representa intereses que no conocemos ¿cómo podemos elaborar una teoría de la ideología que no sea ella misma ideológica? La reflexividad del concepto de ideología sobre ella misma produce la paradoja” (Ricoeur, 2008: 51). En virtud de que la ideología trata so- bre el orden social adecuado y acaudillado por cierto grupo social, es imposible definir –según la paradoja anterior- si un orden existente es mejor o peor que un orden por venir. La primera solución estriba en que el orden existente tiende a ser defendido por los que se benefician de éste y rechazado por aquellos que padecen sus consecuencias. Los desaventajados catalogan como “ideológica” la defensa de las ventajas del sistema, al parejo que los beneficiarios catalogan negativa- mente las soluciones a futuro que no coinciden con su proyecto y que plantean un cambio en los grupos y las correlaciones de poder. La respuesta de Ricoeur a esta vieja pregunta es por demás practica:
debemos suponer que el juicio sobre una ideología es siempre un juicio proce- dente de una utopía. Tal es mi convicción: la única manera de salir de la circu- laridad en que nos sumen las ideologías es tomar una utopía, declararla y juzgar una ideología sobre esa base. Como el espectador absoluto es imposible, luego es alguien que está dentro del proceso mismo quien asume la responsabilidad de emitir el juicio (2008: 203)
La contestación expone que la salida de la paradoja proviene de que los proyec- tos de futuro de los distintos grupos sociales -cuando son antagónicos ya sea por sus medios, por sus fines o por su posición de dominantes o dominados- pueden calificar como ideológicas las posiciones antagónicas, asentados en su parapeto utópico. Tomando en cuenta la aseveración de Ricoeur sobre la imposibilidad de un observador absoluto, la relación entre ideología y utopía es constitutiva: una engendra a la otra y viceversa. Pero como ocurre con toda paradoja, sus efectos contaminan todo lo que tocan. Desde su punto de vista es imposible definir qué es utopía y qué es ideología, pues para Ricoeur, prácticamente, ideología es la utopía del otro. No habría así entonces necesidad de diferenciar ambos concep- tos, pues mirado desde el exterior, lo que resulta del juicio de Ricoeur es fundir dos términos en uno. Si bien resulta atinado decir que el juicio de una ideología proviene de una utopía, lo que las hace diferentes es que, en términos del proceso político, la ideología convive con el antagonismo, afirmando su pertinencia de encabezar la dirección social, es decir, es la afirmación discursiva de un régimen que impera de facto en el presente. No necesita recurrir al futuro, pues ya es en los hechos. Pero, sobre todo, por esa circunstancia de hegemonía real, no requiere de disolver o eliminar los antagonismos sino de reafirmar su predominio. La utopía política en cambio, por su condición de exterioridad y su pretensión de constituir un camino al futuro ideal, requiere no sólo de imperar sobre los antagonismos presentes sino de expulsarlos del futuro, consolidando la estabilidad perenne que la lucha política del presente rehúsa conceder. Si bien Ricoeur reconoce la difer- encia entre lo presente de la ideología y lo futuro de la utopía, olvida una relación fundamental entre ideología y utopía: el proceso político.
Toda utopía política busca, además de imaginar la suspensión o elimina- ción de ciertos antagonismos, figurarse el proceso político para su implementa- ción. Esta característica es fundamental, pues una utopía que no imagina meca- nismos de implementación queda en el ámbito de las utopías religiosas puras, donde el cambio y la estabilización final se generan de manera mágica y exterior al sistema -el caso de la intervención divina.20 Para las utopías políticas, lo funda- mental es que la dilución de los antagonismos tenga una posibilidad concreta de culminación. Si bien puede lucir difícil o complejo en el presente, en el futuro se avizoran mecanismos para lograrlo. Desde luego que uno de estos mecanismos es el ejercicio del poder político que, a través de las presunciones delineadas en
20Este tipo de soluciones están generalmente definidas por la presencia de un liderazgo de tipo carismático en el que los seguidores confían para orientarse hacia ese futuro por venir. Francoise Laplantine (1977) define como “mesianismo” a este fenómeno. La referencia aquí es a la utopía que plantea nuevas disposiciones o medios de acceder a la divinidad. Si estas utopías plantean la modificación de la realidad mediante el poder político para adecuarla a los preceptos religiosos, se está abandonado ya lo que el conocido adagio refiere respecto de lo que es del César y lo que es de Dios y se internan claramente en los terrenos de las utopías políticas. Una discusión a mayor profundidad de las correlaciones y contaminaciones entre las utopías políticas y la religión se encuentra en Gallego (2016).
la utopía, emprende el camino para la solución definitiva de los antagonismos que le preocupan. Una discusión por demás interesante es la que presenta Marto- rell (2017) en el sentido de que la utopía juega con la idea del fin de la historia, pues alcanzados sus supuestos ya nada se moverá. Este fin de la historia embona perfectamente con la idea del fin de los antagonismos, pues si no hay contradic- ciones políticas, los cambios sociales se avizoran cosméticos. No es que Ricoeur desdeñe los contextos temporales o la presencia del poder en su esfuerzo por diferenciar ideología y utopía, puesto que comprende la naturaleza entre lo que está y lo que vendrá y la relación que guarda este orden con el ejercicio de poder: “La conexión entre la utopía y un grupo ascendente representa el contraste funda- mental con la conexión entre la ideología y el grupo gobernante” (Ricoeur, 2008: 208). Tampoco desdeña la identidad que generan ambos extremos, es decir, que funciona como mecanismo simbólico de unidad grupal en torno de algún eje de interés o valor.21 Lo que falta caracterizar es cómo se pasa de un término a otro, pues aparecen como juntos o separados, sin relación con el proceso político.
La adición que se propone aquí, consiste en tomar en cuenta las conse- cuencias que derivan de la implementación de una utopía cuando ya se está en posibilidad de hacerlo. Lo primero que ocurriría es el hecho de afirmar la pri- macía del grupo recién llegado a la dirección social como el líder de la totalidad, buscando generar identidad con el proyecto. Lo segundo es emprender, vía el ejercicio de poder, acciones tendientes a debilitar, suspender o eliminar los an- tagonismos o a los antagonistas al proyecto utópico; dicha implementación con- taría ya con la complacencia de los grupos afines al nuevo liderazgo. Este paso comienza a prefigurar un nuevo grupo dominante y, por tanto, detona en sentido contrario, insatisfacción en los nuevos grupos subalternos. En un escenario ideal para el proyecto utópico, los antagonismos que lo originaron terminarían debil- itándose o diluyéndose, sin embargo, el antagonismo podría aparecer en regiones no imaginadas, en virtud de las distintas vías para la consecución de los mismos fines. En cualquiera de las dos posibilidades, el relato sobre la consolidación de una mejor sociedad se bosqueja en la cabeza de los no adheridos como un proyecto ideológico a partir de que, no obstante, se asegura buscar el beneficio de todos, o no ven un beneficio o sólo llega para una minoría. Entonces, a pesar de desarrollarse ya como un proyecto ideológico que defiende el nuevo orden, y aun cuando nunca se alcance para todos lo que una vez se imaginó, subsisten en el relato, nortes utópicos. Esta añadidura a la propuesta de Ricoeur, establece que cualquier relato que se caracterice como ideológico y que esté siendo im- plementado por un grupo que ya ejerce el poder puede, sin contradicción, seguir manteniendo de manera prístina los ideales utópicos que lo generaron, es decir,
21Aquí la referencia de Ricoeur es a los trabajos de Clifford Geertz en torno a la ideología, en particular el mencionado: “La ideología como sistema cultural” (Geertz, 2005).
la eliminación de antagonismos sociales.22 Así, el proceso que une la ideología y la utopía, no solo consiste en que se puede etiquetar a la primera desde la se- gunda, sino que el proceso de materialización de los sueños utópicos requiere del ejercicio de poder y en ese sentido, el relato se torna ideológico porque la im- posición política que supone tal ejercicio, tiene como una necesidad constitutiva la creación y utilización de asimetrías sociales, que generan nuevas diferencias y antagonismos.23 Este ejercicio requiere justificar la subordinación de muchos en el presente, dejando para después los efectos armonizadores, es decir, la función ideológica aparece al tener una utopía en marcha. Es decir, ampliando los alca- nces de las definiciones anteriores se propone caracterizar a la utopía política como un relato que, a través del ejercicio de poder, plantea la eliminación o suspensión de uno o varios antagonismos sociales. Una ideología es llanamente: una utopía en marcha.
¿No hay en los procesos políticos puntos intermedios o al margen de estos extremos que se tocan? Desde luego que sí. Existen relatos que también buscan generar sociedades más armónicas, pero no caen en las definiciones anteriores. La referencia es a los programas políticos que, desarrollándose en un contexto de antagonismos persistentes, no tienen como supuesto su eliminación. Oper- an como se dijo antes, con las dinámicas propias del proceso político frente a los antagonistas: búsqueda de consensos; negociación de una cosa por otra; o imposición política vía el ejercicio de poder. En ninguno de los tres casos la desaparición de los antagonismos o los antagonistas está presente. Esta aparente armonía no elimina necesariamente el anclaje de estos programas en supuestos utópicos, sin embargo, si existen, por su operación política en el presente, excluy- en dichos supuestos, por lo que dejan la utopía para después.
Para culminar, los argumentos de esta sección: dado que la característica fundamental de lo político es el conjunto de las relaciones de tipo amigo-enemi- go, la dispersión de lo político en la sociedad, se concibe como un conjunto de antagonismos inerradicables en los que se posicionan los distintos grupos socia- les según sus valores e intereses definiendo así, diversas configuraciones simbó- licas de carácter político. Las utopías políticas son relatos del presente hacia el futuro, cuya característica definitoria estriba en que se busca deprimir o eliminar a través del poder político uno o varios antagonismos, según las distintas fases que se presentaron.24 Dado que no es posible escapar de la paradoja de la ideo-
22Un ejemplo general que viene a la memoria, es la implantación de las sociedades igualitarias que perfilaba el socialismo real. Centralizando la dirección del proceso de producción material, eliminó el capitalismo individualista, pero generó una nueva clase dominante colgada de los partidos comunistas, sin embargo, los supuestos utópicos nunca dejaron de ser motivadores de la acción social, aunque pospusieran para el futuro su cumplimiento cabal.
23Para Barquín (2015: 92) el poder es: “la condición de las relaciones sociales en el que las asimetrías facultan la conducción de la conducta o la conceptualización social”.
24 A propósito de esta aseveración, no deja de llamar la atención la crítica de Roberto Esposito
logía, se puede aseverar que la implementación real de un programa utópico se torna parcial por ese sólo hecho, es decir, se torna ideológico y, por tanto, la relación entre utopía e ideología es de carácter práctico. Se postuló la ideología como una utopía en marcha, por ello no se puede desestimar la pervivencia de núcleos utópicos en los programas ideológicos, por más alejados que parezcan de su matriz de origen. Finalmente, la diferencia entre un programa político “real” y uno “utópico”, estriba en que el primero busca su realización mediante las tres fases mencionadas, pero es consciente de que a través de éstas no es posible ni deseable la eliminación de los antagonismos o los antagonistas, porque son par- tes constitutivas de la propia sociedad. En oposición, como se vio, el programa utópico si define acciones y posiciones destinadas a la eliminación de los anta- gonismos. Si bien puede demorar su acometida en momentos, la dilución de la diferencia y la búsqueda de la unidad social final, son los ejes orientadores de su proyecto político.
La utopía frente a lo cultural
Se delinearon anteriormente algunos aspectos en los que las utopías exponen la relación entre cultura y política y, también, que la Antropología debe apoyarse en el conocimiento que otras disciplinas tienen sobre ambos campos o sobre la naturaleza de su relación. En esto destaca el trabajo que sobre las utopías ela- boró Esteban Krotz (1997). Su labor subraya como primer eje, la relación entre los estudios de “cultura política” y el pensamiento antropológico. En particu- lar asevera la importancia que para las ciencias sociales en general, y para las mexicanas en particular, tuvo el célebre trabajo The Civic Culture que Almond y Verba publicaron en 1963 y en el que formalmente inauguraron lo que se ha co- nocido como los estudios de cultura política. De los temas que resaltan, están los ejes que Almond y Verba bosquejaron para aproximarse al estudio de la cultura política centrados en la subjetividad del actor: “Así, el término cultura política se refiere a orientaciones específicamente políticas, posturas relativas al siste- ma político y sus diferentes elementos, así como actitudes relacionadas con la función de uno mismo dentro de dicho sistema. Hablamos del mismo modo que podríamos hablar de una cultura económica o religiosa” (Almond y Verba, 2001: 179). Aunque reconocen que la Antropología maneja una visión de lo cultural
a la Filosofía Política tradicional y la brecha que existe entre ésta y la realidad política. Según Es- posito, dado que lo característico de lo político es el conflicto, la Filosofía solo puede trabajar con lo político como representaciones de un orden y en ese sentido, son antitéticas a lo real. Asevera: “El ‘hecho’ de la política hace trizas la corteza de la representación filosófica, e irrefrenablemente la trasciende. Lo que es uno en la teoría se revela infinitamente múltiple en la realidad” (Esposito, 2012:37). Esto supone pues, un paralelismo entre las prescripciones de orden que existen en la Filosofía y en las utopías, pues ambas establecen configuraciones o clasificaciones simbólicas por decreto, al margen de los procesos políticos concretos; conflictivos a causa de los antagonismos sociales.
muy amplia, para ellos el término cultura política se refiere específicamente a la “orientación psicológica hacia objetos sociales” (Ibid: 180). Postulan la exis- tencia de tres dimensiones para ubicarse en el sistema político: la cognitiva, que se refiere al conocimiento y creencias sobre de dicho sistema; la afectiva, que se refiere a los sentimientos, vinculación personal y logros del sistema; y finalmente la evaluativa, que toca lo relativo a los juicios y opiniones sobre los resultados de dicho sistema político (Ibidem). Con este marco de referencia Krotz propone atinadamente, agregar una cuarta dimensión a las tres anteriores: la dimensión utópica, argumenta que resulta de la mayor importancia retomar la tradición de los autores utópicos que en obras literarias expresaban:
la tradición rebelde de aquellos que por un motivo u otro encuentran […] la situación concreta25 de la mayoría o de todos los seres humanos profundamente insatisfactoria [y por lo tanto…] proponen, y a menudo inician, caminos hacia un mundo nuevo, donde hay felicidad y paz, justicia y libertad, amor y alegría y, desde luego, comida y techo para todos. Así, la expresión de la inconformidad con el presente es solo una parte. La otra es la esperanza en que el futuro será distinto, realmente otro, verdaderamente humano (Krotz, 1997: 43-4)
Es decir, en la producción presente de la realidad política las acciones para mo- delar el futuro están entre los insumos por los que se detona y explica dicha realidad. De ahí que no es una invitación menor la que plantea Krotz y este trabajo se inspira en esa posición. No obstante, por la línea argumental que se ha expuesto, la condición utópica de cualquier relato político no viene de las aspiraciones de justicia para un grupo A o B de la sociedad, es decir, no es utópi- co porque busca una mejora para estos grupos o para todos; eso es lo propio de diversos programas políticos. Mucho menos es utópico porque encierra el deseo de mejora de una mayoría insatisfecha o por venir de los sectores desaventajados de la sociedad. Lo que caracteriza lo utópico, es que los caminos para combatir las desigualdades e injusticias entre los humanos, emprenden una vía no política para tal combate, es decir, la mentada supresión de los antagonismos o los an- tagonistas. En este sentido resulta esclarecedora la posición de Ricoeur sobre la dimensión ideológica de las utopías, ya que es desde estas últimas que se clasifica como ideológico todo lo demás. Por tanto, es erróneo que Krotz considera que una utopía proviene exclusivamente de los sectores mayoritarios o subalternos de la sociedad. Más aun, es muy difícil de aseverar que el consenso que puede tener la mayoría en el diagnóstico sobre los problemas -y que coincidiría en que pueden ser la pobreza, la falta de justicia o de educación-, se mantenga al mo- mento de buscar las soluciones a futuro. Justo donde comienzan las discusiones ideológicas colgadas de distintos proyectos políticos, éstos serán utópicos en la medida de que, para resolver los problemas concretos, esquiven las vías políticas y emprendan las específicas de lo utópico.
25Cursivas en el original.
Finalmente se recuerda que la dimensión cultural de lo político, tiene que considerar que los individuos o grupos que logran iniciar la implementación de vías utópicas a través del poder político, difícilmente reflexionan que en ese ins- tante son ya ideológicas y se pueden vaciar del apoyo de los individuos que les otorgan legitimidad. Por eso el concepto de “utopía en marcha”, resuelve esta complejidad política. Tal programa sería ideológico para un observador externo, pero al interior, materializa las esperanzas generadoras del relato utópico que pueden mantenerse por un tiempo indeterminado.
Al respecto de la utilización de las cuatro dimensiones aludidas para la comprensión de la “cultura política”, hay que aseverar que resultan notablemente restringidas para el estudio antropológico de lo político y del sistema político, como los mismos Almond y Verba reconocieron en su predilección por lo psico- lógico. La Antropología Política tiene que esforzarse más allá de estas restriccio- nes. Lo primero que hay que reafirmar es que la visión parcial de las percepciones sobre un sistema político y aislado de las demás esferas de la vida, es una visión maximalista de lo político y como criticaron tanto Balandier como Schmitt, de naturaleza estatocéntrica. En segundo lugar, coincido con Varela (1996) en el sentido de que no ve que se haya establecido “cultura política” como un concepto analítico e ironiza, aseverando que respecto otros subcampos de la Antropolo- gía como el parentesco, “no necesitamos acudir a la ‘cultura del parentesco y matrimonio’ para entender suficientemente esos sistemas” (Varela, 1996: 139). Más aun, Tejera asevera que los estudios tradicionales sobre “cultura política”, se enfocan en una visión normativista donde la investigación sobre los valores que definen la acción política, supone que pueden conocerse a partir de lo que mientan los individuos al margen de lo que realmente hacen y, por tanto, de sus verdaderos valores (Tejera, 2007: 9-10). Tajantemente declara que: “La cultura es resultado y expresión de la dinámica socio-política de asignación de signifi- cados cuyo propósito es modificar o por el contrario mantener las relaciones de poder. Por ello, es intrínsecamente política y hablar de ‘cultura política’ es un pleonasmo” (Tejera, 2005: 21). Por todo lo anterior, se ha manejado desde el ini- ció la aseveración de abordar la dimensión cultural de lo político para no generar confusiones conceptuales. No resulta menor como argumento, que desde el título de su trabajo sobre el Mukanda, Victor Turner plantea una visión no maximalista, al caracterizarlo como un estudio de “Las políticas de un ritual no político” (Tur- ner, 2002).26 Es evidente pues que lo cultural y lo político pueden estudiarse más allá de lo estatal o del sistema político formal.
26Esta extendida tentación de hablar de la “cultura de…” es cuando menos una licencia literaria y cuando más, un error conceptual en el que caen muchos antropólogos. Uno mismo puede caer en esos deslices de manera irreflexiva.
Para terminar, se quieren destacar dos aspectos que vale la pena consider- ar. El primero, se refiere a la cercanía de los mitos y las utopías. Desde luego que esta parcela conceptual es de gran extensión y tema de un estudio más profundo, sin embargo, vale la pena bosquejar algunas ideas. En su estudio sobre las clasifi- caciones y la estructura de los mitos, Lévi-Strauss aseveró que las clasificaciones humanas parten de un principio lógico fundamental: el de oponer términos para concebirlos como distintos (Lévi-Strauss, 1964: 115). Así mismo, aseveró que en la estructura mitológica estas oposiciones se funden en el relato con un objetivo: “el objeto del mito es proporcionar un modelo lógico para resolver una contra- dicción (tarea irrealizable, cuando la contradicción es real)” (Lévi-Strauss, 1976: 209). Los relatos utópicos lidian con circunstancias parecidas, es decir, trabajan con oposiciones diferenciadas que expresan realidades políticas, en su caso, los antagonismos existentes en una sociedad. Pero como en los mitos, se despliega un esfuerzo por resolver las contradicciones antagónicas y lograr la armonía y la unidad social. Por ello es factible acercar las utopías políticas a las estructuras mi- tológicas. El relato reiterativo, mediante el cual una utopía logra diluir los dilemas políticos del colectivo, se asemeja a la manera en la que los mitos buscan armonizar los extremos irreconciliables de las oposiciones que conforman la cultura humana. Desde luego que el ámbito de las utopías es más restringido, pero el acercamiento a la dimensión cultural de la política no puede soslayar esta cercanía y por tanto es adecuado apoyarse en el pensamiento mítico para su mejor comprensión.
Conclusión
El territorio de las utopías políticas como insumo para el análisis de la reali- dad política es evidente. Al delinear un futuro deseable, detonan acciones pre- sentes que definen y explican el presente. Por ello el pensamiento utópico esta frecuentemente en el centro de las disputas políticas de una sociedad. Se expuso la relación que se da entre lo utópico y lo ideológico, pues en ese terreno ocurre la competencia por lo genuino y verdadero de un proyecto político. Como resul- tado, se concluyó que no es el tamaño del grupo que lo propone, la dimensión ética o temporal, lo que caracteriza lo utópico frente a lo ideológico o frente a los programas políticos. Su característica política central estriba en el deseo de diluir o desaparecer para siempre los antagonismos sociales, es decir, demoler la esencia de lo político. Esta idea mágica que contienen las utopías políticas, no elimina su capacidad simbólica para generar identidad y adhesiones sociales, ni desde luego sus aportes en la transformación virtuosa de la realidad, pero orilla peligrosamente a que en su instrumentación efectiva -la puesta en marcha- se corra el riesgo de cometer excesos y desgracias colectivas en la búsqueda por finalizar los antagonismos. En todas estas circunstancias, la Antropología cuenta con insumos para aborda con gran potencia heurística, la dimensión cultural de lo político en los relatos utópicos. ֍