Resumen: En este artículo analizo cómo las representaciones sobre las mujeres como sujetas cir- cunscritas al ámbito doméstico, o bien al cuidado de la nación, han sido persistentes a lo largo de la historia colonial, del periodo independiente de México, y que incluso trascendieron el periodo revolucionario. Aquí analizo y discuto hallazgos de estudios sociológicos e históricos existentes que dan cuenta de las ideas sobre las mujeres, la fa- milia y la nación, sostenidas primeramente por varias instituciones coloniales y después estatales. Argumento que estas imágenes sobre mujeres domésticas y cuidadoras de la nación recrearon pautas sexistas, racistas y clasistas provenientes de la época colonial que sirvieron posteriormente a las instituciones estatales como biopolítica para estable- cer qué grupos eran los deseables, y cuáles no, para conformar a la nación idealizada.
Palabras clave: mujeres, Estado-nación, domesticidad, imaginario, racismo.
Abstract: In this article, I make the case that women have been represented as subjects attached to the domestic sphere and as caregivers of the nation. This history of representation has been persistent throughout colonial history, the independent period of the Mexican Republic, and even transcended the revolutionary period. Here I analyze and discuss existing sociological and historical literature on ideas about women, family and nation. I argue that ideas of “good” women were first supported by colonial institutions, and later by state institutions. Ever since the colonial era, images of domestic women and, afterwards, of caregivers of the nation, have recreated sexist, racist and classist logics. I then argue that the same images of women have subsequently served modern state insti- tutions as biopolitics to establish which groups did and did not conform to the idealized nation.
Keywords: women, nation state, domesticity, imaginary, racism.
Artículos Académicos
De mujeres domésticas a cuidadoras de la nación: imaginarios estatales del México posrevolucionario
From domestic women to caregivers of the nation: State imaginaries of post-revolutionary Mexico
Recepción: 21 Agosto 2019
Aprobación: 28 Mayo 2020
En este artículo exploro cómo las representaciones de las mujeres como repro- ductoras y cuidadoras de la nación se tornaron centrales en el proceso de cons- trucción del Estado- nación mexicano y muestro cómo estas representaciones se afianzaron con gran alcance en el imaginario social. Mi hipótesis es que ciertos vehículos, como el aparato estatal, movilizaron e institucionalizaron dichas re- presentaciones frente a otras que se tornaron imágenes de resistencia, en contra- posición o en tensión. Analizo cómo las representaciones de las mujeres como mujeres domésticas y cuidadoras de otros, esculpidas por las instituciones colo- niales, nutrieron las ideas posteriores tanto de los grupos conservadores como de los liberales revolucionarios que ocuparon las instituciones gubernamentales tras la revolución. La normatividad liberal, pese a los esfuerzos por distanciarse de la tradición del derecho canónico, reprodujo este tipo de representaciones.
Este texto no pretende presentar un argumento acabado, sin embargo, sí abre la ruta para mayor atención e indagación sobre cómo se intersectan el se- xismo, el racismo y el clasismo en un proyecto nacionalista que tiene efectos simbólicos y materiales en las relaciones que organizan a la población mexicana hasta nuestros días. De esta forma, expongo algunas líneas de análisis que, a mi juicio, merecen mayor discusión y estudio: ¿Cómo el nacionalismo se imbrica con el sexismo y el racismo para reproducir representaciones específicas de las mujeres? ¿Cómo es que la figura simbólica de la mujer como un ser-para-otros se actualiza en un periodo de fuertes transformaciones políticas, económicas y culturales como durante el cambio de siglo XIX al XX? Aquí planteo algunas lí- neas de explicación que se enfocan en las representaciones de género difundidas por las instituciones del Estado, mismas que se tornaron hegemónicas y son aún vigentes.
Esta investigación se basa en el análisis de literatura académica que indaga sobre los imaginarios que distintos grupos e instituciones tuvieron y difundieron sobre el papel de la familia, el Estado y las mujeres, en particular desde la época del México colonial hasta el periodo posrevolucionario. Algunos elementos teóricos de la producción académica de Foucault sobre los mecanismos de poder estatales y la biopolítica, así como los procesos de construcción de Estados, explicados por Philip Corrigan y Derek Sayer, sirven como marco para explicar las trans- formaciones y continuidades en las ideas, en particular las representaciones de las mujeres, promovidas por las instituciones estatales del México posrevolucio- nario. Nutren mi análisis algunos datos y hallazgos de estudios históricos sobre instituciones como los recogimientos coloniales, las enseñanzas eclesiásticas so- bre la familia, las leyes liberales del México independiente y posrevolucionario,
los carnavales capitalinos, también los discursos de liberales y conservadores en prensa y desde las instituciones gubernamentales, así como los de otros grupos subalternizados como las feministas de la época.
El Estado-nación es un constructo social moldeado en un proceso lento, pues necesariamente implica la generación de una identificación compartida entre su- jetos y colectividades heterogéneas. Es decir, la ciudadanía habrá de inventarse, así también la fantasía de que esta integra una “gran familia” y por tanto com- parte una historia ancestral y un futuro común. En palabras de Philip Corrigan y Derek Sayer, “Elemento central es que las agencias estatales intentan dar una expresión única y unificadora a lo que, en realidad, son experiencias históricas, multifacéticas y diferenciadas de diversos grupos dentro de la sociedad y les niegan su carácter particular” (Corrigan y Sayer, 2007:46). Esta construcción de lo que Benedict Anderson (1993) llamó “comunidad imaginada” representó un largo proceso para el caso de la nación mexicana que puede datarse de los inicios de su vida como Estado independiente hasta la actualidad.
En esta comunidad imaginada el papel las mujeres se ha conceptualizado en términos racializados y de clase. Apen Ruiz señala que “las intrincadas cone- xiones entre nación y género en el proyecto revolucionario requieren de un cui- dadoso examen que nos obliga a tener en cuenta cómo la cuestión racial, el tema del género y el nacionalismo se complementan fuertemente” (Ruiz, 2001:77). Así, este texto pretende abonar a esa exploración de cómo ideas de género, “raza” y nación están en constante diálogo y tensión, y cómo, para el caso mexicano, la imagen de la mujer mestiza fue idealizada como forjadora de la nación, aunque no siempre ciudadana, sino más bien como madre que generaría y formaría a la población mexicana trabajadora mediante la virtuosa combinación de moderni- dad y tradición. De tal manera que, la ingeniería estatal se apoyó de representa- ciones que fueran modelo de lo bueno y civilizado para orientar a las diversas po- blaciones que componían a la población mexicana, siempre en consonancia con un proyecto de modernización, y de conducción estatal, y reeditando relaciones de colonialidad que implicaban la jerarquización, inferiorización y deshumani- zación de ciertos sujetos.
Para ir desentrañando cómo la idea de Estado moderno fue concebida sobre ideas del papel de la mujer, el hombre y la familia podríamos remontarnos a Hegel (1986), para quien la unidad básica que conformaba al Estado moderno era la familia nuclear, independizada de sus relaciones extensas, formada por el matrimonio de un hombre y una mujer formalizado ante la ley y basado en un vínculo de amor. Hegel (1986) conceptualiza a las mujeres como eslabones fundamentales que forman parte y reproducen a la familia y, en su extensión, al
Estado. Como expondré más adelante, esta organización interna de Estado mo- derno tendría que construirse, moldearse, pues, no era una condición dada, sino que necesariamente implicaba la puesta en marcha de mecanismos de control y regulación que le proporcionaran dicha forma.
Es importante identificar cómo los mecanismos de sujeción estatales se conectaron y vitalizaron de otros mecanismos preexistentes de poder. Foucault es sin duda una referencia clave para entender los procesos constitutivos que darán forma y posibilidad a los Estados. Más que estudiar al Estado en su forma acabada y concreta, asumiendo que esta existiese, Foucault (1989) pone la mira- da en las formas de poder y dominación que se engarzan y permiten formas más sofisticadas de gobierno. En palabras de Foucault:
es evidente que no se puede estudiar los mecanismos de sujeción sin tener en cuenta sus relaciones con los mecanismos de explotación y de dominación. Pero estos mecanismos de sumisión no constituyen simplemente la “terminal” de otros mecanismos más fundamentales. Mantienen relaciones complejas y circu- lares con otras formas (Foucault 1989:18).
Santiago Castro Gómez hace un riguroso examen del pensamiento de Michel Foucault y explica que “las tecnologías de gobierno son siempre racionaliza- ciones parciales que se articulan con otras racionalizaciones” (Castro Gómez, 2010:221). Entonces se vuelve necesario entender qué lógicas de dominación precedieron a las formas estatales de control.
La biopolítica se tornó una nueva forma de poder sobre las personas, ya no mediante la amenaza sobre sus cuerpos o la decisión de terminar con sus vi- das, sino mediante el dominio de sus acciones y deseos. Foucault aporta mucho para entender cómo, una vez que el poder cambia de manos del soberano a un ente estatal, cobra importancia la biopolítica, ya que según sus palabras:
las técnicas disciplinarias y regulatorias aparecieron precisamente cuando el poder de soberanía se mostró inoperante para regir y controlar el cuerpo eco- nómico y político de una sociedad que en su proceso de expansión demográfica e industrial amenazaba con desbordar sus sistemas de control y de coacción tradicionales (Foucault, 2010: 34-35 citado por Gómez Izquierdo, 2014: 132).
La biopolítica entonces engloba una serie de disposiciones regulatorias más so- fisticadas, que tienen por objetivo modelar, orientar o inducir los comportamien- tos de un amplio cuerpo social. A decir de Ariadna Estévez (2018:13), aquellas personas que no son incorporadas dentro del plan de acción de las biopolíticas, “mueren como consecuencia de que el Estado no haga algo por ellas”. Las biopo- líticas se han ocupado del nacimiento, la alimentación, la educación, la medica- lización e higienización, entre otras áreas. Ariadna Estévez (2018) analiza las políticas y regulaciones en torno a la migración como biopoder, por ejemplo. Estévez también da cuenta de cómo en la teoría de Foucault sobre el poder, éste
se construye principalmente en el discurso, como un generador de “verdad” y “subjetividades”. En este ensayo hago mención de algunas biopolíticas que ya para el siglo XIX, y sobre todo en el siglo XX, se orquestan de forma efectiva en torno a un proyecto de Estado moderno capitalista, como las primeras dispo- siciones que posibilitaron la educación de las mujeres, las leyes de herencia y divorcio, así como los discursos que anteponían los estilos de vida de la ciudad y de las élites como parámetros de lo bueno y verdadero frente a los estilos de vida de las masas campesinas y racializadas.
Ahora bien, Foucault centra su estudio en el desarrollo de los procesos de constitución de los Estados europeos, sin embargo, para la región latinoameri- cana conseguir la formación de Estado-naciones modernos se presentó como un thelos. Lograr la expansión demográfica e industrial a través del control efectivo del cuerpo económico y político de la sociedad se tornó el deseo y proyecto de los grupos dirigentes. Philip Corrigan y Derek Sayer (2007) teorizan sobre cómo el Estado es pieza fundamental para dar cauce y empuje al capitalismo. En esta línea podemos visualizar que las clases dirigentes en la mayor parte de los países de América Latina promovieron con diferentes fórmulas el proyecto de moderni- zación capitalista mediante el poder del Estado.
Las ciencias sirvieron como una herramienta elemental del poder estatal para generar su verdad y promover ciertas subjetividades. Bruno Lutz investiga cómo desde finales del siglo XIX la sociología rural en México fue desarrollada por académicos de la época junto con otras disciplinas para idear políticas esta- tales, ya que: “Coexistieron las perspectivas positivista, organicista, socialista y católica, pero el horizonte común de estos enfoques era un proceso de civiliza- ción directamente vinculado con la centralización del Estado y la racialización de las relaciones sociales” (Elias, 2009: 318 citado por Lutz, 2014:167). Durante el porfiriato, en la mirada de “los científicos”, por ejemplo, el despojo masivo de tierras de pueblos indígenas y campesinos se dio bajo la justificación de su atraso y su rechazo al progreso. De acuerdo con Lutz “De hecho, inmoralidad y perversidad tendían a caracterizar a las “bajas castas”, como se les llamaba, y esta visión despectiva alimentó durante muchas décadas la formación de un perfil criminológico del pobre (Stern, 2000; Urias Horcasitas, 2001)” (Lutz, 2014:172). De esta manera, se conceptualizaron como masas ordenables y transformables a los pueblos campesinos, indígenas, urbanos pobres y mestizos, a quiénes habría que pulir para transformarlos en verdaderos ciudadanos.
Los cuerpos de las mujeres son pieza central en esa ingeniería, en la biopolítica que busca controlar las condiciones de reproducción del cuerpo social mediante mecanismos de vigilancia del comportamiento, de los deseos sexuales y de la reproducción. Si antes los cuerpos sexuados de las mujeres ya eran cons- truidos como objetos en tanto mecanismo para la reproducción de un colectivo
(Rubin, 1986), bajo la lógica estatal se tornaron piezas imprescindibles para la reproducción de sujetos sanos, trabajadores y triunfantes, propios de un Esta- do-nación capitalista. Siguiendo el análisis de la biopolítica de Foucault, la lógica de poder se invierte para identificar a quiénes hacer vivir; en esta lógica será ne- cesario gestar cierto imaginario social compartido que legitime la acción guber- namental para conducir a la población hacia la vida buena. A continuación, esbozo algunos trazos que hablan del proceso de construcción del Estado mexicano.
Aquí observaremos cómo en el periodo de la colonia las formas del poder ecle- siástico, que sustentaron y legitimaron el poder de los monarcas sobre los territo- rios coloniales y sus poblaciones, dieron paso y sustancia a las nuevas formas que moldearon más tarde a los Estados-nación independientes de la región latinoa- mericana. Antes de la construcción accidentada del Estado mexicano a partir de su independencia en 1810, las relaciones de poder y dominación de corte racista y sexista, quizás más fluidas, porosas y flexibles que las desarrolladas posterior- mente, dieron lugar y nutrieron a otras más sofisticadas, desplegadas, una vez en pie los gobiernos liberales. Las luchas que protagonizaron conservadores y liberales a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX pueden pensarse como el escenario que abrió las rutas de posibilidad del Estado moderno mexicano en su versión liberal. Dicha versión liberal se erigió sobre formas sim- bólicas y materiales renovadas de los racismos y sexismos cultivados a lo largo de los siglos anteriores. La imagen de la mujer como gestadora y formadora de los futuros ciudadanos fue central a ese proyecto y, como ya se adelantó, no se imaginaron ciudadanos concebidos únicamente bajo la lente cívica, sino que se proyectaron ciudadanos racializados: aquellos sujetos considerados superiores serían aquellos que dieran el perfil a la emergente nación definida en términos raciales.
Durante la colonia, la Iglesia fue clave para difundir e institucionalizar un modelo ideal de familia asociado con ideas y normas de comportamiento para hombres y mujeres en un entorno muy heterogéneo y caótico. Sobre esto tene- mos que: “El matrimonio tenía que ser sacramental, monógamo, indisoluble y contraído mediante libre consentimiento. Los hijos ilegítimos deberían constituir una rara excepción, un desorden injustificable y una mancha para el linaje” (Gon- zalbo Aizpuru, 1992: 704). En este modelo se esperaba que la mujer mostrase “sumisión, obediencia y amor” a sus maridos (Gonzalbo Aizpuru, 1992: 696). No obstante, como Gonzalbo Aizpuru (1992) señala, durante la época colonial existía una brecha abismal entre dicho ideal y las relaciones familiares realmente existentes. Amancebamiento, concubinato, matrimonios convenidos, hijos ilegí- timos eran el escenario reiterado de la vida cotidiana en la época colonial. No por ello los curas y autoridades eclesiásticas cesaron en sus esfuerzos de homogenizar
el ideal de familia vía sermones y catecismos al interior de las comunidades, así como conjuntamente con la acción de los encomenderos, quienes se adjudicaron la obligación de educar en el cristianismo a las poblaciones a su cargo.
Los recogimientos fueron otro mecanismo de control y vigilancia de las mujeres. En casos donde la familia no podía ser mecanismo efectivo de sujeción, los recogimientos, promovidos por los gobiernos coloniales y la Iglesia, se encar- gaban de darles disciplina y medios de supervivencia. Los recogimientos eran de distinto tipo y organización, pero implicaban poner bajo un techo a mujeres que vivían circunstancias similares, ya fuera viudez, soltería cuando se tenían hijos y se vivía con escasos recursos, o bien, cuando eran sancionadas por bígamas, adúlteras o amancebadas. Se trataba de alejar a las mujeres de lo que en esa época se consideraba “peligros mundanos” mediante una política que combinaba encie- rro y clausura. Existía entonces un poder soberano con instituciones orientadas a hacerse cargo del destino de dichas mujeres y corregir sus conductas.
En voz de Josefina Muriel:
Porque en aquellos tiempos no se concebía, como hemos dicho ya, que las mu- jeres honradas y de bien, estuvieran fuera de los muros de su casa sin precisa razón. Clausura, porque se consideraba que el contacto con el exterior, sin con- trol, llevaría a los recogimientos al relajo más escandaloso (Muriel, 1974:219).
Aunque las instituciones coloniales se transformaron una vez comenzado el pe- riodo republicano, las ideas religiosas sobre la familia cobraron especial impor- tancia en los procesos de construcción de los Estados-nación modernos. Sánchez García alude a una fertilización mutua de la Iglesia con el Estado, marca que ha sido compartida en la región latinoamericana por la experiencia de colonización. Sánchez García, cita a V. Vaggione, a fin de resumir este fenómeno: “La partici- pación del discurso religioso en el escenario político no sería posible si el Esta- do, a cambio de compartir la legitimidad de la institución, no se apropiara de un discurso basado en doctrinas religiosas” (Vaggione, 2005: 58 citado en Sánchez García, 2009: 86).
Quizás el primer atisbo que evidencia la continuidad de la autoridad y poder de la Iglesia católica en el recién declarado independiente Estado mexica- no aparece en los Sentimientos de la Nación redactado por José María Morelos y Pavón en 1813. Francesca Gargallo enfatiza esta peculiar inauguración donde se preveía “la igualdad de todos los mexicanos al abolir irrestrictamente la es- clavitud en México, pero no relacionaban la igualdad con la libertad de culto al concebir a la nación como católica” (Gargallo, 2010). Si, tal como Corrigan y Sayer proponen, “las formas estatales siempre están animadas y legitimadas por un ethos moral específico” (Corrigan y Sayer, 2007:46), podría decirse que para el caso mexicano se trataba de un ethos moral católico.
Este ethos moral católico era el faro orientador de los liberales mexica- nos. Por ejemplo, pese a que en otros lugares del mundo los liberales ya enfrenta- ban los cuestionamientos y exigencias de los movimientos feministas, en México estos desafíos no enganchaban ni desataban debate entre los pensadores liberales. Francesca Gargallo pone los reflectores sobre el continuo silencio de los pen- sadores liberales mexicanos del siglo XIX frente a la cuestión de género y los derechos de las mujeres. De acuerdo con Gargallo, este vacío sorprende dado el empeño notable de militantes e intelectuales liberales en la generación de ideas, discursos y su persistente acción política, en medio de continuas y turbulentas batallas frente a los conservadores y a las potencias europeas imperiales.
El derecho a la educación será la única concesión que harán los liberales frente a las mujeres en el siglo XIX y ésta permanecerá asociada a la imagen de la mujer como cuidadora y formadora de la ciudadanía. Gargallo rescata un dis- curso de Benito Juárez frente al Congreso estatal, siendo gobernador de Oaxaca, en donde promueve la educación de las mujeres. El 2 de junio de 1852 Benito Juárez expresa:
cada día se siente la necesidad de establecer un [establecimiento escolar] que abrace todos los ramos que forman la completa y esmerada educación e instruc- ción de una mujer... Formar a la mujer con todas las recomendaciones que exi- gen su necesaria y elevada misión, es formar el germen fecundo de regeneración y mejora social. Por esto es que su educación jamás debe descuidarse... (Juárez, 1852 citado por Gargallo, 2010).
Para 1866 en la entidad en donde nació el Benemérito de las Américas se abrió la primera escuela para mujeres. Ese mismo año, el boletín oficial del Cuartel Gene- ral de la Línea de Oriente publicó una editorial titulada “La Educación de la mu- jer” (2004) donde se vinculaba dicha política, no a las posibilidades de desarrollo intelectual de las mujeres per se o las aportaciones científicas que estas pudieran realizar, sino a “poder formar de ese modo dignos ciudadanos.” A continuación, se replica un fragmento de dicha editorial.
[…] el gobierno del Estado acaba de crear una academia para el bello sexo. […] si no estamos por los humos de la pedagogía y pedantería femeninas, creemos y esperamos que con la enseñanza que se inaugura, con la academia abierta a la juventud oaxaqueña y la protección ilustrada del gobierno, pronto la instrucción habrá ejecutado la revolución más saludable en nuestra sociedad, tan digna de ser modelo de cultura y buen gusto, como lo ha sido de inteligencia y de prendas cívicas.
Pese a los constantes esfuerzos por parte de liberales de desincrustar el derecho del ámbito religioso, las imágenes de la mujer como reproductora de la familia serán medulares en las leyes civiles del siglo XIX e incluso de principios del XX. Carmen Ramos Escandón examina el proyecto de Código Civil de Justo Sierra de 1859, los Códigos Civiles de 1870 y 1884 y da cuenta de cómo se instaura un modelo familiar basado en el matrimonio heterosexual y monógamo de una
sola línea de herencia: la paterna. Esta última característica, proveniente de un modelo de corte burgués, presentaba incluso retrocesos frente a las leyes colo- niales en las que sí se reconocía a las mujeres como herederas y con derechos de propiedad (Ramos Escandón, 2004: 38). Las nuevas leyes expedidas durante la administración carrancista mostraron sus ambivalencias. Por una parte, la Ley de Relaciones Familiares de 1917 reconoció el derecho al divorcio, pero por otro mantenía una diferenciación de roles por género al interior del hogar: “el marido debía proveer alimentos a la esposa y a los hijos mientras la mujer debía encargarse del cuidado y administración del hogar” (Torres Falcón, 2009: 44). Las imágenes de la mujer en y para la familia seguían reproduciéndose en las normatividades liberales.
También, Arturo Sánchez García analiza el género, la sexualidad y su vínculo con los discursos sobre el Estado y argumenta que a las mujeres se les utiliza como recurso simbólico para representar a la colectividad. Resume así: “cuando uso la idea de que las mujeres deben ser ‘madre patria’ me refiero a una especie de ‘labor moral’ impuesta donde tienen que ser ‘guardianas fronterizas’, deben de ver por el orden simbólico de la identidad nacionalista” (Sánchez Gar- cía, 2009:83). Los efectos de dichas representaciones empleadas por el Estado serán palpables, por lo que quienes no se apegaran a los modelos simbólicos enfrentarían un trato diferencial.
El hecho de contraponerse a dichos modelos simbólicos implicaba quedar en posiciones relegadas, oscurecidas frente a los reflectores de la historia oficial que después se construyó. Francesca Gargallo dedica uno de sus artículos a ilu- minar la vasta y plural participación política de las mujeres en el periodo revo- lucionario. En un punto resume: “Fueron soldadas, madres, esposas, hermanas, correligionarias, enfermeras, contrabandistas de armas, intelectuales orgánicas, correos, alimentadoras y espías, participando del movimiento con igual inten- sidad y compromiso que sus compañeros hombres” (Gargallo, 2008). Contrasta esta multiplicidad de papeles y acciones políticas con la representación mono- lítica que de ellas se hacía desde grupos conservadores y desde los posteriores gobiernos liberales.
Los medios de comunicación e impresión mecánica de la época fueron un vehículo para difundir opiniones políticas tanto de grupos conservadores como de las partes en resistencia o contrahegemónicas. Es posible ver allí el debate sobre las ideas de las mujeres y el papel que les correspondía en la sociedad. Francisco Fuentes, publicó en 1891 en el periódico independiente El Eco del Ist- mo el artículo titulado “La madre en la familia” en el que manifiesta una postura conservadora y cuyo extracto aquí se cita:
Si la mujer debe instruirse no para hacerse sabia y científica, no para brillar por su educación, lejos del hogar doméstico y en una esfera en que solo el hombre debe distinguirse, sino únicamente para ser una buena inteligente y previsora madre, para el arreglo y buen orden de su casa; sobre todo, para educar el co- razón y la inteligencia del niño, para enseñar a sus hijas a ser buenas esposas y buenas madres (Fuentes, 2004).
Vale la pena identificar ciertos matices en los discursos oficialistas sobre la mujer que marcan la entrada y singularidad de los grupos revolucionarios en el poder frente a los grupos oligárquicos del porfiriato. Mientras que en las administracio- nes de Porfirio Díaz prevalecieron ideas y cánones de los grupos conservadores a través de los cuales las mujeres eran conceptualizadas como dedicadas al hogar y madres de familia, los grupos revolucionarios en el poder buscaron proyectar la imagen de la mujer trabajadora. Dichas imágenes modernizadas mantenían cierta ambigüedad, puesto que no lograban fijar la individualidad de la mujer. Por el contrario, las imágenes de las mujeres y su nexo con la familia nuclear y, por extensión con la familia-nación, continuaron siendo un rasgo fundamental en estos renovados discursos.
María del Carmen Collado Herrera documenta esta etapa en que los re- volucionarios ganadores buscaban hacerse un lugar a un lado de las élites y le- gitimarse frente a ellas. En sus palabras: “La “gente bien” miraba con recelo y desdén a los militares revolucionarios, no solo por sus rudas maneras campira- nas, envilecidas por los días de campaña, sino que eran la representación misma del cambio revolucionario que había concedido derechos a campesinos y traba- jadores […]” (Collado Herrera, 2006:92). Esta autora señala que existe un exilio de miembros de la clase alta y el clero, cuyo punto más alto se produce en los momentos más álgidos del conflicto armado, de 1914 a 1916, y que culmina en 1920 con la amnistía del presidente provisional Adolfo de la Huerta. Hacia 1920, con Álvaro Obregón como presidente, la élite regresa al país y reanuda muchas de sus actividades sociales y políticas con la clase dirigente.
Los militares revolucionarios en el poder ciertamente tuvieron que asirse a un nuevo discurso que les diferenciara del discurso porfirista. Un ejemplo de este cambio en el discurso oficial se visualiza en el carnaval capitalino. En 1926 los diarios El Universal y El Universal Gráfico promovieron el carnaval como “homenaje a la mujer que trabaja” y alentaban el voto para elegir a la “reina” a favor de Ernestina Elías Calles, hija del presidente, quien tenía un perfil que contrastaba con el de las reinas anteriores provenientes de la clase alta (Collado Herrera, 2006: 100). A decir de Collado Herrera (2006), la élite se distanciaba del proyecto oficial del mestizaje y se identificaba más “con los símbolos nacionales criollos de origen hispano […] ello explica el gusto por portar los trajes de charro
y china poblana en este tipo de eventos y el surgimiento de la Asociación Nacio- nal de Charros” (2006: 102). La ideología del mestizaje se apartaba de la ideolo- gía europeizada más abiertamente racista de la oligarquía mexicana, sin embar- go, también involucraba lógicas y prácticas racistas sobre quiénes compondrían una armoniosa mezcla racial para el mejor porvenir del moderno Estado-nación.
Considero importante observar a detalle el proyecto nacionalista del mestizaje en México porque solo así es posible acercarse a los efectos de integración y ex- clusión inherentes a éste. Como señala Mónica Moreno Figueroa, “la imposición del mestizo o mestiza como el sujeto de la identidad nacional, la herencia del proceso colonial de mezcla o mestizaje, pero reconstruida ideológicamente con el fin de crear el nuevo sentido de nación con la revolución de 1910, han ocultado y cultivado distintas formas de racismos […]” (Moreno Figueroa, 2012:85). Mo- reno Figueroa recalca que el blanqueamiento es una aspiración para la población mexicana codificado en términos de mestizaje.
Así en el caso mexicano, la burguesía revolucionaria miraba despreciati- va las formas de vida de las clases proletarias, campesinas e indígenas. De acuer- do con Bruno Lutz, “El Estado posrevolucionario seguía pugnando por sustituir el conocimiento popular de los autóctonos por un saber universal. La divulgación de este saber permitió asentar la posición superior del técnico-científico” (Lutz, 2014:178). La ciencia y el Estado habrían de echar luz sobre el camino al pro- greso y la modernización de la sociedad en todas sus dimensiones, y la primera dirección señalada parecía ser la de suplantar las formas del campo, consideradas inferiores, por las normas dictadas desde la ciudad.
Este paso se dio, no únicamente a través del uso de la fuerza, sino a través de rituales, símbolos e imágenes que provocan efectos emocionales en la pobla- ción que buscan regular. En palabras de Corrigan y Sayer:
Los procedimientos ordinarios del Estado se expanden para convertirse en los indiscutidos límites de lo posible, y ocupar -así como un ejército ocupa un terri- torio- todo el campo de visión social. Los mismos límites son masiva, poderosa- mente santificados en los fastuosos rituales del Estado que nos sobrecogen con una fuerza emocional difícil de resistir (Corrigan y Sayer, 2007:85).
Resulta entonces provocador cuestionarnos: ¿Cuáles fueron esos mecanismos que fueron promoviendo formas estatales modernas en el México posrevolucio- nario? ¿Qué rituales y símbolos se eligieron para darle sentido de pertenencia y emocionalidad a amplios grupos de la población en el territorio? ¿Qué lealtades se promovieron y quiénes quedaron fuera de ese manto protector?
Si bien la revolución fue un proceso turbulento de largo espectro, ya en los cin- cuentas el Estado mexicano había sido exitoso en generar un potente discurso nacionalista y modernizante. Bruno Lutz señala cómo de los años treinta a los sesenta una serie de académicos ruralistas, vinculados a las esferas del gobierno, trabajaban por “imponer gradualmente el modelo occidental de vivir y pensar a la población campesina pobre” (Lutz 2014:188). El Estado mexicano logró echar a andar todo un marco de diversas biopolíticas en torno a salud, economía, educación que buscaban transformar las condiciones de vida de la población. El discurso del líder de la CNC en 1953, recuperado por Lutz, habla de un sentir triunfalista sobre los restos de formas de vida consideradas atrasadas y, en con- sonancia, ya trascendidas.
Hemos de reconocer que el petate ha sido sustituido por la cama, y la carreta por un tractor o un camión; que los campesinos también disfrutan ya de un radio donde oyen las noticias de la política; han aprendido a leer; ya leen el periódico: se van cultivando gracias al régimen; también los compañeros campesinos saben ya pasear en automóvil; vestir; han cambiado el huarache por el zapato; en fin, se van mejorando las condiciones del hombre del campo” (CNC, 1938: 122 citado por Lutz, 2014:185).
Quienes lograron incorporarse a la economía de mercado encontraron el cobi- jo nacionalista. Bajo dicha condición se permitió la integración de la población indígena y mestiza campesina. Lutz nos recuerda que para 1941 el Instituto Nacional Indigenista tenía como objetivo darle dirección a la transformación de los pueblos indígenas, conservando aquello que contenía algún valor económico. Esta institución reemplazó la Dirección de Asuntos Indígenas de la Secretaría de Economía y Culturas Indígenas y, a modo de justificación, el diputado federal Gómez Esparza señalaba la importancia de “Determinar cuáles de estas razas se encuentran más preparadas para transformarse en grupos productores y consu- midores y cuáles se encuentran en condiciones, en general, menos preparadas y otras en estado de «momificación»” (Lutz, 2014:182).
Esta perspectiva de integración económica de quienes componen la po- blación mexicana es muy semejante a la propuesta por Gamio décadas antes y aunque en su momento fue una propuesta provocadora frente al sector conserva- dor, más tarde fue señalada por sus tintes racistas y sexistas. La obra de Manuel Gamio fue apenas una de las varias que aportaba pistas de cómo se construía esa consciencia colectiva nacionalista con dificultades para hacerlo en términos pu- ramente cívicos. Es decir, al final, ideas clasistas, racistas y sexistas terminaban colándose en los imaginarios críticos. Manuel Gamio, antropólogo formado en Estados Unidos de 1909 a 1911 como alumno de Franz Boas, esgrimió un pen- samiento combatiente frente al racismo científico, cuestionando las ideas sobre la existencia de razas humanas que se podían gradar de acuerdo con el nivel de evolución alcanzado. Gamio publicó su obra Forjando Patria. Pro-nacionalismo en 1916 argumentando que era necesario aprovechar los métodos científicos para
conocer a los pueblos indígenas que habitaban el territorio mexicano y así poder emprender acciones y proyectos estatales más exitosos y representativos de los que habían existido hasta entonces. La estrategia planteada era la siguiente:
Para incorporar al indio no pretendamos europeizarlo de golpe; por el contra- rio, indianicémonos nosotros un tanto, para presentarle, ya diluida con la suya, nuestra civilización, que entonces no encontrará exótica, cruel, amarga e in- comprensible. Naturalmente que no debe exagerarse a un extremo ridículo el acercamiento al indio (Gamio, 1916:172).
En dicha obra Manuel Gamio analizaba el papel de la mujer en la construcción de la nación, una nación racializada, idealizada como mestiza: “Cuando México sea una gran nación, lo deberá a muchas causas, pero la principal habrá de con- sistir en la fuerte, viril y resistente raza, que desde hoy moldea la mujer femenina mexicana” (Gamio, 1916: 228). Gamio elaboró allí una tipología de mujeres para caracterizar a las que habitaban en el territorio mexicano. “La sierva”, “la femi- nista” y “la femenina” son los modelos que bosquejó en su propuesta, y asegura- ba que en el país predominaban las pertenecientes al tercer tipo. Esta imaginada condición “constituye el factor primordial para producir el desarrollo armóni- co y el bienestar material e intelectual del individuo y de la especie” (Gamio, 1916:212). Para Gamio, las mujeres que calificaba como siervas y feministas no eran los prototipos ideales a difundir. Para él:
la mujer sierva, que nace y vive para la labor material, el placer o la maternidad, esfera de acción casi zoológica impuesta por las circunstancias y el medio, la mujer feminista, para la cual el placer es deportivo más que pasional; la mater- nidad, actividad accesoria, no fundamental; sus tendencias y manifestaciones masculinas; el hogar, sitio de reposo y subsistencia y gabinete de trabajo (Ga- mio, 1916:211-212).
Sobresale entonces cómo la política nacionalista abrazaba a ciertos grupos y ex- cluía y alterizaba a quienes no eran deseables como sus integrantes; esto valió tanto para algunos pueblos indígenas como para algunos grupos de mujeres po- líticamente organizadas. En esta perspectiva de nación era evidente también la estrategia de otrificación y desdén de las feministas. Vale la pena mencionar que para entonces las redes feministas en México ya disputaban su lugar en la arena política. Sin embargo, los hombres revolucionarios tenían diferentes simpatías hacia las reivindicaciones feministas. El mismo año que Gamio publicó Forjan- do Patria se realizaron dos congresos feministas en Yucatán, México, organiza- dos por feministas y el gobierno de la entidad. Francesca Gargallo (2008) hace hincapié sobre cómo las propuestas políticas elaboradas en estos congresos se distanciaban de las ideas conservadoras y liberales sobre la defensa de la familia a través de la educación de las mujeres o la defensa de la maternidad.
Esta aseveración hay que matizarla porque ciertamente muchas feministas se hi- cieron espacio en la política entablando diálogo con el discurso nacionalista ofi- cial. Lo que es cierto es que los gobiernos de Salvador Alvarado, Carlos Castro
Morales y Felipe Carrillo Puerto en Yucatán consideraron a las redes feministas como un sector aliado con el cual se podrían emprender acciones conjuntas, en- tre ellas las primeras acciones en torno a la planificación familiar. Ello también motivó a los sectores conservadores a reaccionar frente dichas iniciativas y a mover sus recursos e influencias en los medios de comunicación para empujar acciones que devolvieran a las mujeres al papel de mujeres domésticas. Sarah Buck (2001) hace una amplia documentación de estos enfrentamientos entre las corrientes feministas y conservadoras en la década de 1920. Para 1922 la Secre- taría de Educación Pública ordenaba a las escuelas promover la celebración del Día de las Madres en el mes de mayo (Buck, 2001:37) alineada con los intereses de quienes pugnaban por mantener a las mujeres en su papel doméstico. Esto resulta relevante pues, aunque las representaciones de las mujeres adquirieron ciertos matices en círculos más liberales, los grupos conservadores estuvieron siempre alertas para empujar agendas conservadoras e instar por el papel de la mujer dentro de la domesticidad.
Irving Reynoso Jaime (2013) observa como peligrosa la selección de ciertos gru- pos o poblaciones en aras de representar a una nación. Reynoso Jaime reconoce como una aportación de Gamio el afirmar la existencia de una gran mayoría de la población cuyos mundos de vida eran cultural, económica, y políticamente diferenciados, y fuertemente enjuiciados por el racismo científico. La crítica de Reynoso Jaime hacia la obra de Gamio es que éste último se adjudica la autoridad para señalar qué aspectos son negativos para los propios pueblos y, por tanto, ten- drían que ser sustituidos por elementos de la cultura occidental, bajo la dirección estatal.
Manuel Gamio en su crítica al pensamiento científico hegemónico no lo- gra sacudirse el sesgo que mira con deslumbro a los grupos indígenas que con- siguieron alta jerarquización y complejidad interna. Es decir, a los grupos que eran imperios antes de la llegada de los españoles se les consideraba superiores a otros cuya economía política era de otro tipo. Dicha distinción y valoración servía también para la jerarquización de ciertas mujeres indígenas sobre otras. En letra de Gamio,
Naturalmente que las mujeres indígenas descendientes de las que en tiempos anteriores a la Conquista eran ya siervas, por pertenecer a las tribus primitivas de que hemos hecho mención, es probable que sigan siéndolo mientras no cambien para ellas las condiciones del ambiente social; las mujeres actuales de los lacan- dones, seris, etc, etc., no pueden ser, en efecto, otra cosa que siervas (Gamio, 1916:222).
Aquí nuevamente sale a relucir que la formación centralizada de poder, cuasi-es- tatal anclada a una acumulación material, son elementos valorados por Gamio; son también, bajo su perspectiva, compatibles con la modernización económica capitalista. Por otra parte, no solo es el grupo de procedencia o “las condiciones del ambiente social” lo que en dicho pensamiento influyen para que una persona se posicione por encima de otra, también lo es la educación como un criterio de decencia o respetabilidad. De acuerdo con Marisol De la Cadena, “La educación
adiestraba a los individuos en jerarquías y reglas sociales, y por lo tanto indicaba el comportamiento apropiado que conducía a la “virtud” femenina y a la “res- ponsabilidad” varonil” (De la Cadena, 1997: 9). La autora analiza los discursos de las élites de Cuzco, Perú, para dar cuenta cómo allí se tropicaliza una versión particular del racismo científico, en donde la “educación”, que se equipara con “decencia”, sirve para ampliar los términos de raza. Así, para las élites cuzque- ñas la gente se dividía en indios, mestizos y “gente decente”. Este caso podría ser equiparable al caso mexicano en donde también “decencia” y “educación” será un marcaje utilizado por grupos de clase media y la clase gobernante para descalificar a otros.
Sara A. Buck analiza cómo muchas feministas de la época entablaron diá- logo con el discurso oficial, haciendo referencia a la construcción de nación y de una “raza”. En los planteamientos políticos de estas feministas subyace un sesgo de clase y racializado que implicaba mirar a la clase trabajadora como un grupo retrógrada. Buck analiza cómo las campañas de planificación familiar iban de la mano con justificaciones teóricas que mezclaban ideas marxistas, maltusianas, eugenésicas, y feministas. Margaret Sanger escribió un panfleto sobre planifica- ción familiar, publicado y difundido en 1922 por el gobierno socialista yucateco, en donde explicaba el control de la natalidad como:
una necesidad de las sociedades modernas [...] Ningún ganadero cría más reses de las que puede mantener y, sin embargo, el pobre obrero de las grandes ciu- dades se ve obligado a mantener a diez o doce hijos [...] El ideal para una socie- dad futura es, pues, que la regulación de los nacimientos la haga el Estado, por medio de una corporación científica debidamente organizada; pero mientras se llega a ese ideal, hay que poner al alcance de todos los conocimientos necesarios para evitar que los niños nazcan de padres degenerados o enfermos ( Sanger, 1922 citada por Buck, 2001:11).
Manuel Gamio también evidencia estos sesgos de clase y racializados que mez- clan educación, moral y cultura en la justificación que hace en Forjando Patria de quienes están en la posibilidad de dirigir. Así como señala con agudeza las injusticias y la explotación que han tenido que enfrentar los pueblos indígenas, también refiere que estos no pueden emanciparse por sí mismos. Desde su punto de vista, “les han faltado dotes directivas, las cuales sólo se obtienen merced a la posesión de conocimientos científicos y de conveniente orientación de mani- festaciones culturales” (Gamio, 1916:169). Este discurso paternalista también representa la justificación de dominación de una clase dirigente racializada y enaltecida como mestiza. Philip Corrigan y Derek Sayer podrían decir que esta justificación es aquella que utiliza la clase/racializada/generizada dirigente como norma moral, parámetro de lo deseable, en contraposición a los grupos oprimi- dos. En su explicación, la clase dirigente requiere un discurso que les permita hablar y erigirse como representantes del bien común.
He argumentado aquí que las representaciones de las mujeres como cuidadoras de los futuros ciudadanos fueron fundamentales en los procesos de construcción de los Estados-nación. En estos procesos podemos observar cómo el sexismo, el racismo y el nacionalismo se entrecruzan. Los aportes de Michel Foucault apuntan a que los mecanismos de sujeción estatal se nutren o conectan con otros mecanismos de poder. La biopolítica que aparece como mecanismo de gobierno se enfoca no en el poder de detentar la decisión de muerte para un sujeto, sino en regular y controlar las condiciones de vida, deseos y comportamientos de una población. Estos mecanismos de poder Estatal aprovecharon las lógicas racistas preexistentes para determinar qué grupos o personas merecen constituir los Es- tados naciones y cuáles no. Así también aprovecharon las lógicas sexistas que ven los cuerpos sexuados femeninos como un instrumento para la reproducción de la colectividad, para asegurar así la reproducción de miembros deseables y adecuados para conformar el Estado nación. Por lo cual, quienes eran parte de pueblos indígenas, de comunidades campesinas indígenas y mestizas, así como los grupos de feministas organizadas en el país, no eran elementos útiles al Esta- do nacional capitalista en formación.
He resaltado que en la construcción del Estado-nación mexicano, aun cuando los grupos liberales triunfaron sobre los conservadores, las ideas y va- lores del catolicismo referentes al papel de la mujer y su vínculo con la familia fueron retomados e incorporados a las normatividades, así como a los proyec- tos ideológicos nacionalistas. Pese a los principios de igualdad o individualidad compartidos entre liberales, les fue difícil conceptualizar a las mujeres como in- dividuas, diversas entre ellas, y todas como integrantes ciudadanas de la nación. Aunque la participación de las mujeres en el proceso revolucionario fue contun- dente desde distintos frentes e ideologías persistía una resistencia a reconocer su participación como iguales. Por lo contrario, su papel fue imaginado desde los grupos conservadores y cercanos a la Iglesia como mujeres asociadas al espacio doméstico y la familia, y desde los grupos liberales como mujeres formadoras de “los hijos” de una nación racializada.
Pensadores como Manuel Gamio promovieron ideas sobre las mujeres como forjadoras de una “raza” y como figuras clave para la unificación nacional y el desarrollo armónico del Estado-nación moderno capitalista. Su papel fue pensado como reproductoras y formadoras de futuros integrantes de una digna nación moderna, transmitiendo valores, educación y una identidad nacionalista a sus descendientes. En este proceso se reeditaba una forma moderna de la mujer doméstica. Para ello, los gobernantes marcaron su distancia frente las corrientes feministas de la época, así como frente las poblaciones que eran consideradas atrasadas por su configuración interna diferenciada de aquellas que la moderni- dad occidental capitalista había puesto como parámetro. ֍ Referencias ANDERSON, BENEDICT (1993). Comunidades Imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México: Fondo de Cultura Eco- nómica.
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