Resumen: Este documento reseña de manera crítica la investigación de la antropóloga Manola Sepúlveda Garza sobre el proceso agrario en un municipio del centro de México. Se dis- cuten sus alcances, las temáticas paralelas al mismo, y los contrastes con otra literatura antropológica relevante al tema.
Palabras clave: Proceso agrario, reforma agraria, Estado.
Abstract: This paper critically reviews the research by Manola Sepúlveda Garza on the agrarian process in a municipality from the center of México, discussing its scope, parallel the- mes, and its contrast with other relevant anthropological literature.
Keywords: Agrarian process, agrarian reform, State.
Reseñas
Transformaciones agrarias en Guanajuato
Agrarian transformations in Guanajuato
Recepción: 13 Febrero 2020
Aprobación: 01 Junio 2020
Sepúlveda Garza, Manola. (2018). Reformas agrarias del siglo XX. Dolores Hi- dalgo, 1960-2015, México: INAH-ENAH, México.El libro que ahora reseño críticamente aborda el proyecto agrarista de la posre- volución y el sucesivo, de carácter neoliberal, como puntales del proceso agrario en el municipio de Dolores Hidalgo, Guanajuato, a lo largo del último medio siglo. Considerado por Sepúlveda en sus “dimensiones político-jurídicas”, ese proceso es mostrado aquí en una perspectiva general que cobija la presentación bien documentada de más de una docena de casos ejidales específicos. El trabajo de archivo, que aquí resulta central, se enriquece con la incorporación puntual de información de campo, lo que contribuye a caracterizar a los propios agentes, no únicamente en términos del tipo de vínculo que tuvieron con el trabajo agrícola (por ejemplo si eran aparceros o si eran trabajadores semiurbanos reconvertidos en campesinos renteros gracias al reparto agrario) sino también en términos de su flexibilidad y capacidad de acción. Lo anterior ocurre concretamente con los ejidatarios implicados, tomando en cuenta, además, las diferencias que experi- mentaron a partir de sus relevos generacionales hasta la actualidad, pues se trata de procesos con efectos aún en curso. La riqueza de los documentos y la comple- jidad de la conflictividad social, tal como señala la autora al inicio, efectivamente le permitieron percatarse y mostrar una dimensión muy cruda de la “condición humana”
El abanico de casos resulta notable, pues permite una visión comprehen- siva y a la vez más pedregosa del proceso, y da cuenta no sólo del enorme es- fuerzo de investigación, sino de las muchas derivaciones que se producen cuando un proyecto de Estado se aplica sobre grupos y espacios que tienen dinámicas históricas tan asentadas como –paradójicamente– impredecibles. La obra, escrita con claridad y rigor, se encuentra organizada a partir de una Introducción, en donde se presenta el tema, las características del municipio y su historia social, y dos partes de fondo: la primera de ellas avanza tanto sobre la modernización agraria de 1962 a 1982, como el giro neoliberal que llega hasta 2015; la segunda parte presenta ampliamente los casos específicos y sus singularidades. El nivel de complejidad de cada uno de estos últimos es impresionante, al igual que la violencia latente y a veces desbordada, así que es de agradecer que Sepúlveda los despliegue con un didactismo extremo.
También resultan muy útiles las caracte- rizaciones que hace de los ejidos a partir del perfil de los agentes y la tendencia histórica de su organización (por ejemplo, los “ejido sinarquizados”, o los per- filados hacia un “agrarismo ranchero”, etc.). Finalmente, en una última sección de Comentarios Generales, la autora discute algunas consideraciones en torno a rupturas y continuidades del proceso agrario, complementando todo con tres cuadros anexos que esbozan las acciones agrarias antes y durante el periodo de interés para el municipio abordado.
De partida, hay un señalamiento hecho por Sepúlveda que me parece cen- tral para generar una lectura crítica de la obra: en el periodo que le interesa ya no hay “resistencias” contra el proyecto agrarista. Es decir, este complejo fenómeno se había asentado, prácticamente estableciendo las bases del “nuevo orden social” posrevolucionario. Para recurrir a la fórmula gramsciana, a la que la autora no acu- de, en ese momento, el Estado había logrado construir una hegemonía en el campo mexicano y en especial en el dolorense, y lo que estaba en juego eran las particula- ridades de su aplicación y del tipo de ruralidad que promovió mediante dos bloques de “política económica” y de nociones de “modernización” (pp.27).La autora se ocupa entonces de lo que llama “el cuarto periodo de la vieja reforma agraria 1958-1982” (pp.29), y de la “nueva reforma agraria” neoliberal a partir de las modificaciones al artículo 27 constitucional en 1992 (pp.32), mismo que de acuerdo con su análisis convirtió a los ejidos dolorenses en “reservas de mano de obra” al cobijo, valga la expresión, de unidades domésticas fragmenta- das. Así pues, la obra puede leerse como un estudio sobre la construcción de un domino político centralizado, y de su posterior quiebra a través de dos formacio- nes del Estado mexicano, el posrevolucionario y el neoliberal, atendiendo a sus relaciones con la pléyade de propietarios, renteros y tenedores locales de tierra. Esa posición teórica, la de ver a los campesinos con respecto al Estado, y a éste último como vehículo de las fuerzas económicas mundiales que determinan las “modalidades de acumulación capitalista”, tiene ya una vida muy larga (Hewitt 1988: 231). Es por eso que se echa en falta una reflexión más honda sobre un Estado que abandonó su papel como articulador de las políticas agrarias a favor del libre mercado.Para precisar, al leer la caracterización histórica de estos ejidatarios do- lorenses y de la transformación de sus relaciones con instituciones federales, no se puede evitar asociarla con varias de los señalamientos que, parafraseando a uno de sus destacados alumnos, Ángel Palerm hace en términos de la presencia del Estado sobre un “campesinado dependiente”. Para ese tipo de relación, él señalaba la existencia de unidades domésticas limitadas en autoabasto y sólo parcialmente dedicadas al trabajo de la tierra, con una burocratización creciente y cooptación de líderes. Y, luego, sobre una fase de “Estado ausente y campesi- nado autónomo”, Palerm aludía a la precarización, la proletarización acelerada, el quebrantamiento de la unidad doméstica y la radicalización de los liderazgos (Martínez Saldaña 1987: 404-406). Se trata básicamente del curso histórico que Sepúlveda señala en su análisis, incluyendo la presencia de unidades de pro- ducción privadas, sociales y mixtas, y la radicalización de los liderazgos ante la ausencia del Estado. Pero, justo esa pretendida ausencia habría resultado un buen punto a discusión, pues la capacidad estatal para administrar el proceso y dosifi- car las rupturas queda expuesta por la misma autora al destacar las maneras en las
que, luego de incursiones del ejército y del uso disuasivo de la cárcel, reorientó forzadamente a peticionarios y a invasores a canalizar su activismo a través de la tramitología agraria y de la mediación de las diferentes centrales campesinas.Es en ese tipo de asuntos que también habría sido útil una perspectiva más profunda, no sólo de la Confederación Nacional Campesina y de la Unión Ge- neral de Obreros y Campesinos de México (respectivamente CNC y UGOCM), sino de las redes de mediación que personas específicas articularon a través de la vida partidista e institucional. Si el reparto agrario fue y continúa siendo una cuestión jurídico-política, entonces tiene que ver claramente con la construcción de formas de dominio expresadas a través de relaciones personales al interior de un partido dominante en reajuste permanente, para la época el Revolucionario Institucional (PRI). Esto se vincula sobre todo con la CNC –mencionada varias veces– pero también con las diputaciones locales y federales, en donde los me- diadores se movían y administraban la conflictividad agraria en beneficio propio y del sistema, ocasionalmente incluso de los mismos ejidatarios. Así, es verdad que el proceso agrario no fue gratuito para los peticionarios, lo pagaron “en di- nero” y con el tiempo que exige la “tramitología”, tal como la autora señala, pero también lo solventaron con fidelidades partidistas.Lo anterior resulta central para entender la dimensión política del asunto y para caracterizar al propio municipio, menos en los términos convencionales de un espacio geográficamente delimitado, y más como parte de un proceso político y jurídico en el que la cuestión ejidal y los núcleos de poder locales asumen una lógica de redes y grupos de interés. Lo anterior lleva a otro comentario crítico: Sepúlveda salta de lo estatal a lo municipal sin atender a las modificaciones po- líticas que se generaron en un nivel intermedio. Más allá del municipio están los distritos electorales, que en varias regiones fueron los ámbitos en los que se construyeron las fidelidades ejidales al PRI guanajuatense y al estado de la posrevolución en su conjunto. Al respecto hay trabajos bien documentados que identifican a dos grupos políticos que pese a sus muchos cambios han podido ser identificados desde el obregonismo hasta prácticamente el periodo de Echeverría (1970-1976). Ambos derivaron del agrarismo (verdes) y de la vertiente obrera posrevolucionaria (rojos), y fueron forjados al calor de la guerra cristera y de su rebrote en los años treinta (Blanco et al. 2000). Fue con estos referentes, pronto asociados con los Comités Regionales Campesinos y la Liga de Comunidades Agrarias, en donde los principales mediadores regionales agraristas se movieron haciendo alianzas tanto con comisariados ejidales como con peticionarios, y en donde se enfrentaron por espacios en instituciones del ramo, y en diputaciones de ámbitos local o federal, que trascendían los meros contornos municipales. Ahí se construyeron lealtades y redes políticas basadas en amistades, parentescos de diverso tipo y en claras afinidades ideológicas.
Hay que añadir que habría sido necesario considerar la jerarquía de los es- pacios ejidales y el peso diferencial que seguramente tuvieron en la construcción de formas de dominio político y de administración de la conflictividad agraria en Dolores Hidalgo. Es decir, los ejidos fueron una fuerza política real a tra- vés de las ligas agrarias y los comités ejidales. Quienes las encabezaban estaban muy interesados en que personas afines quedaran instaladas, cada trienio, como alcaldes. Y la alcaldía en un ámbito rural también es una forma “jurídico-polí- tica compleja que” en alguna medida contribuyó a “burocratizar la mediación y orientar el proceso político local” (Salmerón 1989: 26).Lo anterior, que puede definirse como una vertiente de la “ciudadanía agraria” que ha identificado Helga Baitenmann (2007), debe ser discutido para aprovecharlo o contrastarlo con lo acontecido en Dolores Hidalgo, y a la luz de la existencia de élites políticas municipales asociadas con el comercio y con la pequeña propiedad agraria. De otra manera parece que el análisis de Sepúlveda salta de las amargas intrigas intra-ejidales a las iniciativas del gobierno federal, o a la corrupción de sus instituciones agrarias, ignorando la personalidad política que adquirieron algunos de los grupos y redes de poder implicadas. ¿Cuáles eran, pues, los grupos de poder locales y cuáles sus vínculos hacia personajes ubicados en la gubernatura, las cámaras, y la presidencia?La cuestión de la ciudadanía agraria también resulta relevante en aso- ciación y contraste con otros tipos de ciudadanía que han tenido verificativo en los años de estudio que Sepúlveda contempla. Primero, una de tipo colectivo en términos étnicos, la “indígena”, aprovechando la política multicultural impulsada en Guanajuato desde 2011. Se trata de una opción que se ha abierto en un entorno orgulloso de su carácter mestizo como Cuna de la Independencia Nacional, para argumentar, de otra manera, derechos colectivos a la tierra y a la atención del Estado. La otra vertiente, en las antípodas, es la ciudadanía liberal y la demo- cracia electoral, que coincide en tiempo con la dinámica de “desmantelamiento ejidal” que señala la autora (pp.134). El advenimiento de la democracia electoral en Guanajuato tuvo particularidades notables porque se generó a partir de una transición pactada entre el presidente de la República y el Partido Acción Nacio- nal (PAN) en 1991. En ese entonces, las bases de apoyo del régimen en zonas rurales eran todavía ejidales. Sepúlveda señala que estas mismas bases “comen- zaron a orientarse hacia el PAN” mientras los comisariados, marcados por un autoritarismo semejante al de los viejos patrones, mantuvieron su fidelidad priís- ta (pp.134 y ss). Me pregunto si el argumento de la ciudadanía liberal funcionó como una coartada estatal para desatender al ejido en tanto organismo corporado, y para hacer avanzar la lógica liberal de la modificación al Artículo 27 Cons- titucional que llegó apenas un año después. La poca relevancia actual de los ejidatarios encuadra en una agenda pública dominada por la construcción de una
democracia electoral de corte liberal. Quizá por eso algunos grupos dolorenses se presentan bajo otras identidades para demandar atención estatal, ya sea como otomíes o como animadores colectivos de las rutas turísticas de los pueblos má- gicos, y Dolores Hidalgo lo es desde 2002. En otros términos, Sepúlveda deja la puerta abierta para indagar el peso de la vida electoral en el municipio y en sus propias delegaciones con respecto a los ejidos que aborda.Por lo demás, el contraste entre información documental y oral que hace la autora es muy interesante, pero, como he señalado, aquí es notable una clara je- rarquía en donde la segunda es secundaria: prácticamente es un medio de consta- tación. Y hay que decir varias cosas al respecto, entre otras, que el uso primordial de las fuentes de archivo puede llevar a soslayar argumentos locales que permi- tieron a algunos ejidatarios, por la sola fuerza y valoración de la argumentación, encumbrarse localmente y, finalmente, marginar a otros. El haber desafiado a los propietarios de tierras, pisado la cárcel o sufrido persecución durante la solicitud de tierras, son recursos discursivos que difícilmente pueden refutarse cuando se trata de definir qué voces son las que pesan para los propios involucrados en una asamblea ejidal.Ligado con lo anterior, sorprende el que no parece haber una visión o una demanda de justicia, ya no en las peticiones de los primeros ejidatarios, muchos de ellos sinarquistas, sino en las de sus hijos. En localidades depauperadas guanajua- tenses existe este tipo de fondo argumental que dice mucho de la visión del pasado–ya sea que se presente como historia o como memoria– y de las proyecciones a futuro que se construyen desde el hoy de actores sociales muy específicos (como ejidatarios herederos, pero también de avecindados y de jóvenes originarios sin posibilidad de acceso a la tierra). De igual manera, y constatando la crisis en la que se debaten muchos de los ejidos abordados en la investigación, llama la atención que no arraigara nunca la idea de la tierra como patrimonio colectivo. En un mu- nicipio marcado por la gesta de independencia, por la cual la idea comunalista de patrimonio histórico y cultural está muy presente, la ausencia de ese recurso en las demandas ejidales merecería por lo menos algunas palabras.En un sentido semejante, el reparto agrario, o la memoria del mismo, parecen tener un hondo componente sentimental porque refiere a las luchas y a veces a la muerte y las desventuras de los padres y los abuelos. Ese componente generacional poco a poco se ha ido diluyendo, cosa de la que Sepúlveda da buena cuenta. Pero el peso sobre los archivos parece que limita el redimensionamiento que las nuevas generaciones hacen de todo el proceso y la valoración histórica del papel de la tierra ejidal en la reproducción social de la familia rural dolorense. No podemos saber si esa tierra significaba lo mismo en 1960 para los peones y renteros que en 2015 para generaciones que en términos sociales, educativos y aspiracionales son muy distintas a sus predecesoras ¿Los jóvenes ven a las par-
celas como mercancías de circulación libre? Es por eso que una visión inductiva, con el acento puesto en la etnografía, puede ser más efectiva para contrapuntear con la información de archivo y los informes de gobierno sobre la suerte local de los grandes proyectos estatales.Pasando a otro asunto, gracias a lo acucioso del trabajo de Sepúlveda, queda claro que hacen falta investigaciones centradas en la burocracia agraria, que suele ser considerada como un actor fundamental en los arreglos, en los conflictos y en la corrupción que se generó en el campo, pero que difícilmente ha sido analizada en su especificidad. De hecho, no es claro por qué esas buro- cracias insistieron inicialmente en que los ejidos funcionaran en colectivo sólo para coincidir finalmente en que eso “no correspondía a las tradiciones locales” (pp.201). Quizá fuese por alguna perspectiva ideológica de tinte socialista, o tal vez fuera sólo una opción práctica para que los peticionarios pudieran enfrentar colectivamente los reclamos jurídicos de quienes fueron expropiados. En todo caso harían falta algunas palabras sobre por qué se ignoró desde entonces a la unidad doméstica como la unidad productiva agraria básica, tradicional digamos, y por qué incluso los antropólogos seguimos jugando con la idea de que todo lo que no es urbano y moderno (lo que sea que eso signifique) debe ser colectivo.Para cerrar, la autora nos dice que los ejidos más cercanos al agrarismo y a las inversiones gubernamentales se han desintegrado mientras los más afines al sinarquismo han logrado mantenerse pese a sus propios altibajos (pp. 138). Así, desliza una sugerencia implícita: que en términos generales todo cambió sólo para reafirmar la vigencia de principios culturales locales anclados en una religiosidad inflexible y en un sentido de propiedad que hoy hace juego con un mercado de tierras abierto. Cabe preguntarse entonces por qué la violencia “si- lenciosa” que Sepúlveda refiere, aludiendo a “la pobreza”, “la desarticulación so- cial” y “el deterioro” (pp.360) sigue siendo soportada en el campo dolorense. ¿La cultura local sería el único refugio viable ante el neoliberalismo en el agro? ֍