Resumen: Este texto explora la naturaleza del oficio de especiero. cuando éste se dedica a la fábrica de las mezclas que se hallan a la base de la cocina yucateca (recados y pepita molida). La descripción introduce en primer lugar al lugar de distribución de estas mezclas, a saber la especiería misma y el mercado en que se ubica, para luego perfilar tanto al quehacer del especiero (el cual esencialmente se lleva a cabo fuera de la especiería misma), como a su personalidad. La investigación se basó en diálogos y experiencias de distintos tipos, apelando a la observación minuciosa del especiero ejercitando su profesión. El texto in- cluye la descripción de la extracción del aceite de la pepita, única operación que se lleva a cabo en la especiería. La investigación hace énfasis en el diálogo, razón por la cual se la catalogó como entrevista, aunque en rigor se trate de una crónica.
Palabras clave: mezcla, competencia des(leal), extracción, aceite, achiote.
Abstract: With an emphasis on experience together with attention paid to details, this philosophi- cal text explores some of the conditions sine qua non of the mixtures that lay under the preparation of many star recipes of the Yucatecan cuisine. Any cook looking for recipes will be disappointed though, as this back scene of them offers none. The research has been conducted analyzing some of the elements required in order to obtain a mixture or an extraction proper. Dialogue through questions has been conducted intuitively and experiences have been made, together with a close observation. The result that is a clear definition of the nature of the grocer’s specific activity is partially presented as an inter- view in order to transmit the truly warm atmosphere that has been created between the grocer and the academic who has been conducting the research for more than 2 years.
Keywords: mixture, extraction, achiote, pepita, competition.
Articulos Academicos
Crónica de una especiería muy particular
A grocer of a special kind
Recepción: 20 Abril 2023
Aprobación: 22 Diciembre 2023
El tendejón de la familia Méndez-Kantún se ubica en el mercado municipal No 2 Santos Degollado del barrio de Santiago, en la ciudad de Mérida: tiene una sola entrada, pero dos vistas, una hacia dentro del mercado, y la otra hacia el pasillo que rodea sus afueras. Esto le da aire y luz a este espacio diminuto y siempre ocupado, lo cual quizá explica que no haya ningún olor característico que pueda relacionarse con las especies, al menos para el olfato de una simple mortal. Esta doble apertura permite que sus visitantes se distribuyan en función de sus nece- sidades. Al especiero Enrique Méndez, en sus escasos ratos de ocio, le permite echarle un vistazo al períodico, del lado del pasillo que es donde entra mejor la luz del día, atento tanto a lo que venga de un lado y otro como al teléfono fijo y al celular. La mayor parte del tiempo, sin embargo, las diligencias lo hacen ir y ve- nir con escasos respiros. Este espacio constituye una suerte de observatorio ideal del vaivén de la gente tanto dentro como fuera del mercado, y desde mi llegada al barrio hace unos veinte años, es muy posible que haya sido yo observada por Enrique mucho antes de que hiciera yo lo mismo.
Una mirada detenida hacia los adentros del tendejón revela el orden que ahí reina. La mayor parte de los productos que se venden a granel se hallan orde- nados por paquetes de medio kilo o bien de a kilo. El frijol negro, blanco, rojo y rosita y también la lenteja, previamente limpiados a mano, se ponen en bolsas de plástico que luego se apilan en filas.
Así el arroz y la cebada, el bizcocho molido, la harina y la sal en grano. Los recados negro y rojo, la pasta verde para papadzul y el recado para bisteces de color entre gris y café, no siempre estuvieron envueltos en plástico. Antaño, la madre de Enrique envolvía las masas en papel celofán, y se ataban las bolsitas con un hilo de color distintivo según el recado del que se trataba. Pero esa clase de envoltura se ha vuelto onerosa, y ahora se usan bolsitas de plástico. Enrique no se inmuta cuando le recuerdo la mala fama que ahora tiene el plástico.
“Bueno, ¡veremos cómo le hacemos el día que ya no se pueda usar!”
El frijol viene de la central de abastos y siempre viene sucio. La limpie- za, llevada a cabo en el mismo tendejón, consiste en separar piedras y palos del mismo frijol y también en poner a un lado todo frijol picado o partido, o bien de otro color y ello por razones en parte estéticas. Un frijol limpio se vende un poco más caro pero no se tira el frijol deshechado sino que se guarda para regalárselo a la gente necesitada. Lo mismo sucede con las galletas rotas.
Del techo del tendejón, también cuelgan bolsitas transparentes con laurel, to- millo, mejorana, chile ancho, chile pasita y chile guajillo, ajonjolí y comino. Es increíble el número de elementos que componen a esta tiendita de menos de diez metros cuadrados, que no sólo incluyen al refrigerador y a las superficies donde se cortan los fiambres, se pesa lo que se vende a granel, y se preparan las bolsas destinadas a envolverlo, sino donde también caben hasta cuatro personas, simul- táneamente ocupadas en los distintos menesteres.
La clientela no se limita a quienes lo visitan y son, en general, fieles y por
ende conocidos y llamados por su nombre: también incluyen a quienes cocinan
alrededor del tendejón. Enrique tiene que tener listitas al día con lo que sus ve- cinos se llevan con prisa y a crédito: pimienta, recado para escabeche, huevos, y hasta galletas a granel para un antojo. Él mismo, si bien dispone de un refrigera- dor, carece de tarja y depende de quienes tengan donde lavarse las manos, como Didier Ávila, mi carnicero, al que no necesita pedir permiso para hacer uso de su pileta.
Las operaciones requeridas para la preparación de las mezclas que se ven- den en el tendejón se llevan a cabo fuera del mismo: la selección y la compra de las materias primas, el tueste de la pepita, la molida de la pepita, del achiote o bien de la horchata, la quema de los chiles, la combinación de las especies pre- sentes en estas mezclas, etc.. Estas son las diligencias que ocupan a Enrique y lo hacen ir y venir entre el molino, el campo, y el mercado. El presente trabajo se asoma a estas condiciones sine qua non de la confección de los manjares yucate- cos, operaciones invisibles desde el tendejón, con una sola excepción a saber la extracción del aceite de la pepita molida, que se lleva a cabo ahí mismo.
Esta investigación busca caracterizar la naturaleza de un oficio tradicio- nalmente yucateco mismo que se ha ido transformando considerablemente du- rante estas últimas décadas: el de especiero, esto es el de quien se encarga de fabricar las mezclas que están a la base de la cocina de gran parte del sureste mexicano y no simplemente de comercializarlas. Estas mezclas le pertenecen al especiero y a su familia y de entrada era claro, por respeto al oficio, que no se trataba para mí de hurgar en secretos de familia. Este proceder tuvo al menos dos implicaciones: la primera era que mis propias artes culinarias me iban a servir de muy poco para entender la naturaleza del oficio al que me enfrentaba, y la segun- da, quizá más importante para la filósofa que también soy, era que al quedarme al margen de conocer la composición de las mezclas (tanto en términos de ingre- dientes como de procesos de mezcla), tampoco pude echar mano de una rama de la metafísica que trata de lo que se ha de entender por el concepto de ‘parte’ y por el de ‘composición’2. Me pareció entonces que lo mejor era procurar acercarme a lo que hacía Enrique por medio de la experiencia: de la que me compartía de visu, de la que me contaba, de la que imaginaba yo a partir de sus relatos, y sobre todo, de la que vivía al verlo trabajar.
El presente texto es la resultante de innumerables sesiones de trabajo que tuvieron lugar en un lapso de alrededor de dos años, las más de las veces muy temprano por las mañanas, a veces de cinco minutos, a veces de una hora o más, frecuentemente interrumpidas, cuando no abortadas por emergencias que pocas veces se podían controlar. La presentación de los resultados, algunas veces en estilo directo, refleja la atmósfera de diálogo que imperó a lo largo de esta in- vestigación
Los gajes del oficio
-Si fueras chino, no te llevaría a moler, me dice Enrique.
-¿Por qué?
-Un chino te saca treinta fotos de lo que hay en la cubeta, y se sabe la receta en un abrir y cerrar de ojos.
Me río:
-¡No te preocupes, ni celular traigo!
El molino está cerrado y sus empleados, todos conocidos de Enrique, es- tán esperando que el dueño venga a abrirles la puerta. Me los presenta. Enrique baja sus cubetas junto a ellos, y luego nos vamos a dejar el coche en un estacio- namiento donde también lo conocen. Nos regresamos caminando, y nos paramos junto al personal del molino. Estamos en frente de esta aberración arquitectónica llamada mercado de San Benito. Ha estado lloviendo en la tarde del día anterior y un poco más en la noche. Hay charcos a dos pasos de los zapatos de un empleado del molino que se halla sentado al borde de la banqueta cuasi inundada. Hay que esperar. Hablamos de este mercado de tres niveles cuyas alturas están o vacías o bien abandonadas por quienes habían pensado hacer negocio ahí. Me cuenta Enrique que el lugar es peligroso: suscita toda clase de promiscuidades, desde asaltos hasta acostones.
-¿Sabes para qué sería bueno este lugar?
-…..
-¡Para burdel! me dice este hombre bien casado y sin pelo en la lengua.
¿Has entrado? ¡Ven te voy a enseñar cómo es adentro!
Solamente la planta baja tiene colores y movimiento. Las partes de arriba están vacías y lúgubres. Concreto deslavado por doquier, sórdido. El viejo y su- cio mercado Lucas de Galvéz es un sol al lado de esos andenes grises en donde a esta hora no hay ni un alma. Me cuenta Enrique que para construir esta mons- truosidad, arrasaron con un edificio antiguo muy grande que abarcaba toda la cuadra. Era una escuela primaria y secundaria, provista de una alberca olímpica. Salgo con alivio de este extraño lugar, y cruzamos para regresar al molino que permanece cerrado, despotricando con ganas a la gente que acaba con las losas antiguas de las casonas de antaño, con la belleza de sus fachadas y de sus techos, y con todo lo que hacía que este centro de Mérida haya sido grandioso.
Me quedé viendo al mercado de San Benítez desde la banqueta que daba al molino, de modo que no ví que Enrique había construido un pequeño barco de papel y lo había puesto a flotar en el charco que colindaba con la banqueta. El empleado sentado en ella sigue los movimientos del barquito con los ojos y Enrique le saca foto al barquito con su celular, diciendo que él es un fotógrafo urbano. Se desdice casi en seguida: sabe de fotografía antes de que existiera la digitalización. Así conoció inclusive a quien devino su esposa: sustituyendo a un maestro en un taller de fotografía. Ahora usa el celular como cualquiera.
Lo que hizo Enrique con la construcción del barquito, a la hora de esperar a que se abra el molino, dándole a la banqueta inundada el aspecto de un río, es transformar una partecita del espacio urbano en barrio, donde se puede tener el sentimiento de estar en el territorio de uno, y comunicar este sentimiento a otros. El compás de espera quiebra la rutina laboral y le permite a quien se percate de la existencia del barquito hacer lo que normalmente solamente se hace en el propio barrio donde uno vive, a saber poetizar una parte del espacio urbano. El pedazo de paisaje urbano matutino se modifica, transformándose en la evocación de otro paisaje: el de un río con embarcación. Enrique Méndez transforma una banqueta en un mirador, un pedazo de acero gris en algo luminoso, resignificado. Un lugar de espera frente a una puerta cerrada, abre un espacio para un fenómeno distinto: se intervino el espacio mismo que se transformó en algo juzgado digno de reproducirse una y otra vez: la cámara de Enrique, el archivo TIF resultante, la fotografía para incluir en la revista Antrópica, etc..
Enrique no se destinaba a retomar el negocio de especiero en cierta forma heredado de sus padres. Nieto de ebanista, estudió administración de empresas y le daba a la fotografía. No parece haberse visto obligado por nadie a optar, final- mente, por ocupar el puesto de especies donde él se asomaba de niño, antes y des- pués de la escuela3. Tampoco se declara preocupado por el hecho de que su único hijo, Rodrigo, no manifieste interés por el negocio de la familia. Últimamente, es el hijo, ya graduado en diseño, quien se asoma al tendejón y ofrece sus servicios. Un poco tarde opina Enrique, quien no ve con buenos ojos el que su hijo no haga nada de la carrera en la que invirtió cuatro años de su vida, y que le gusta.
En el molino, finalmente abierto por una mujer mayor acompañada de un hombre joven, se dispone Enrique a entregar el contenido de sus cubetas. Ese día fue para él el día de la molida de la horchata y de la pepita, o sea de dos aleacio- nes previamente elaboradas. En el caso de la horchata, la cubeta la constituye una mezcla de arroz ya húmedo, almendra y canela; en el de la pepita tostada, se trata de una mezcla de pepita y de epazote seco. La operación que consiste en la moli- da va a modificar la textura de las previas mezclas. En el caso de la horchata, dos molidas son necesarias para obtener el espesor requerido para una horchata que se merezca este nombre: la primera muele arroz almendra y canela, mientras que la segunda pasada introduce el azúcar que le proporcionará a la mezcla la textura requerida. En el caso de la pepita tostada unida al epazote seco, una sola molida basta, ya que lo que se requiere no es espesor sino la obtención de un polvo fino. Estas observaciones son importantes porque significan que en cierta forma, el proceso de mezcla y de molida son complementarios: las máquinas de moler se encargan de la textura final de la mezcla –la cual puede ser determinada por el gusto del cliente-, mientras que previas mezclas son necesarias para propiciar el resultado final.
Las distintas máquinas de moler se han puesto en movimiento; el ruido resultante es ensordecedor4. Discretamente, me enseña Enrique una futura mez- cla de pimienta pirata: pimienta negra con frijoles quemados. La horchata difí- cilmente se presta a mezclas indebidas, aunque el arroz remojado sea frágil y se eche a perder rápidamente. El azucar que entra en su composición puede ser de mayor o menor calidad pero es azucar al fin y al cabo. Hay casi cero margen de malversación.
No así en el caso de la pepita molida o bien del recado rojo5. Éste siempre lleva achiote, pero muchos le ponen harina de maseca y colorante rojo fresa. La pepita molida también puede tener harina, colorante vegetal y aceite de cocina, para hacer volumen y aumentar las ganancias. Y el azafrán puede no ser más que pelos de elote coloreados. A Enrique se le conoce por no adulterar sus mezclas, y esto le asegura la amistad de los chefs, pero también una ganancia menor, y ello no sólo porque una mezcla pirata rinde más en términos de cantidad, sino también por el hecho de que la competencia desleal se inicia no a la hora de mez- clar sino en el momento en que el comerciante declara lo que va a vender en su tianguis. Enrique es el único en declarar condimentos, especies y fiambres. Casi todos los demás venden condimentos sin tener permiso para hacerlo. El Ayunta- miento está al tanto mas no hace nada al respecto.
A veces Enrique siente las ganas de recordarles a sus vecinos de puestos que la impunidad en términos de permisos no significa que el asunto se olvide. Entonces hace travesuras para molestarlos tantito. Y por ejemplo, los días 24 y 31 de diciembre, compra cajas de uvas y las vende más baratas de lo que las venden sus competitores. Es así como se da el gusto no de ganar mucho sino de ver a quienes también las venden, tirar el contenido de las cajas sin haberlo vendido. Pues quien dice fiambres dice refrigerador, y a diferencia de Enrique, muchos vendedores del mercado no cuentan con uno para conservar las uvas de un día para otro. Con este gesto simbólico, Enrique, por un día o dos, vuelve a poner las cosas en su lugar. Su hermana Lulú levanta los ojos al cielo cuando ve lo poco que se gana con eso, pero en el fondo, entiende de lo que se trata.
El oficio tiene más gajes. El chile del recado negro tiene que quemarse a cielo abierto -lo ha de permitir el clima- y por ende lejos de los lugares habita- dos, para no fastidiar a la gente. Y es que huele y el aire, dice Enrique, “tira el olor para el poblado más cercano” (San Pedro Chimay). Pero quien dice terreno apartado también dice lugar aislado al que es fácil tener acceso. Recientemente, le robaron tres de los cuatro tambores que usa para quemar el chile. Lo de los tambores es de todos modos una inversión que se ha de hacer constantemente, ya que cada tambor no tiene más de dos o tres meses de vida.
Enrique tuvo malas experiencias al revelar no sólo los elementos de sus mezclas sino su exacta combinación: un día un amigo suyo se puso a fabricar la horchata siguiendo los pasos escuchados, y empezó a venderla. Quien había confiado en él lo pensó dos veces, y decidió no renunciar a la amistad –aunque me imagino que le quedó una que otra ceja fruncida- sino dejar de allanárles el camino a quienes quisiesen imitarlo. El sabe que cualquiera de los chefs cuya
confianza se ganó puede averiguar recurriendo a la química, o bien contando con un paladar entrenado, la exacta composición de sus mezclas, pero si lo hacen que sea por su cuenta, y no con su ayuda. Y ¿quién sabe? Quizá saber de la composi- ción dice de qué mas no cómo se compone.
No toda competencia, sin embargo, es desleal. El precio oficial del achio- te chiapaneco, del tabasqueño y del brasileño, constituye una seria afrenta en comparación con el precio, mucho más elevado, del achiote local. Los super- mercados indican la composición de sus pastas de especies y la etiqueta revela los ingredientes que Enrique evita usar. Los supermercados, más que contar con un precio que combina consideraciones cualitativas y cantitativas, le apuestan al espacio concentrado que le permite al cliente ganar tiempo y aprovechar ofertas, garantizándole también algo así como un estatuto social. En los pueblos se sigue haciendo la pasta de pepita de calabaza, y mientras no lleguen los supermercados a los poblados y se sigan haciendo las cosas en casa, perdurarán estas tradiciones de confección que compiten con un negocio más en forma. Claro que todo lo que no se hace en casa de uno escapa al control y ya mucha gente compra a nivel local manjares hechos en casas que no son las de uno.
Algunas de las especias que forman parte de la composición de las pastas o recados (verdes, negros, rojos, café) están a la vista de todos, en jarras de vi- drio o bien en bolsitas de plástico: clavos de olor, pimienta de Castilla, pimienta de Tabasco, orégano, laurel, pimentón, comino, canela, y también aceitunas y alcaparras, que son punto y aparte. Fiambres son el jamón, la tocineta, y quesos de pasta dura. La única acepción de condimento que el cliente pide como tal, curiosamente no designa a las pastas sino a un polvo, envuelto en papel, sin otro sabor que el de la sal, y que sirve para colorear el arroz. Esta distinción entre sabor y color revela la importancia de este último en las artes culinarias propiamente yucatecas. Los platillos específicamente locales, en contraste por ejemplo, con el sello de la migración libanesa, son altos en colores, con un lugar privilegiado reservado al rojo y al negro. En los platillos libaneses favorecidos por la tradición local en cambio, impera el color beige del tahini, de la col blanca procesada, y del garbanzo. Estas consideraciones de orden más bien estético incluyen otros elementos fundamentales que ameritarían un escrito aparte: así la afición del yucateco por la disposición de la comida a la hora de servirla: paqueti- tos, envolturas, separación entre uno y otro ingrediente, apilamientos, repartición cuidadosa de las texturas y de los colores.
Cuando vi a Enrique sacarle el aceite de la pasta de pepita de calabaza amasándola con agua y sal, creí haber dado con un gran secreto de composición: el calor de la mano. Pensé que así como no hay dos huellas digitales iguales, tampoco había dos tipos de calor idénticos que emanen de dos manos diferentes. Desde luego que las creencias que dictan ciertas prácticas culinarias son legiones. Recordé creencias de mi Bélgica natal: una mayonesa hecha a mano no sale bien si quien la confecciona está embarazada sin haberse previamente casado, y cambiar el sentido del giro del tenedor al hacerla tampoco es recomendable para la solidez de la textura. Enrique le añade a mis recuerdos los suyos: donde se hace el pib6 no ha de entrar mujer
embarazada alguna y para ciertas operaciones, se ha de pedir permiso a los aluxes o espíritus. Una de sus tías es negada para la fabrición de los pibes y ni siquiera se recomienda que ella entre a la cocina cuando éstos se preparan.
Pero una cosa es la creencia y otra la tradición, y saber cuál fomenta la otra es un asunto complejo. Así lo considera Enrique quien distingue una de otra mediante el siguiente ejemplo: confeccionar, comer y poner pibes en un altar de muertos es una tradición pero ciertas creencias pueden modificar esta tradición. Así, se cree que si el muerte fallece después del día de muertos, es menester esperar al siguiente Hanal Pichan para hacerle su pib; de lo contrario, al estar su alma ente- rrada en un agujero ajeno a su entorno, se perdería. En cualquier caso, mi creencia de que la mano de Enrique y ninguna otra podía obtener ese preciso resultado: el aceite por un lado, y una masa suave una vez despojada de su aceite, por el otro, no tenía más fundamento que la precipitación de mi juicio. Enrique me dejará usar mi propia mano en otra ocasión para separar el aceite de la masa, y me dice que cualquier mano inexperta lo puede hacer. Claro que los resultados no son siempre los mismos: para mi satisfacción personal, me dice mi maestro en mezclas y ex- tracciones que el resultado que obtuve con el calor de mi mano y el movimiento regular de la incorporación de agua y sal a la masa era superior al de Marcelino, el joven chiapaneco a quien tomó bajo su ala para que lo ayude y a la vez se aleje un tanto de parte de su familia de sangre. Me cuenta Rodrigo, el hijo de Enrique, que durante una demostración de cocina yucateca a la que acompañaba a su padre, a él la extracción del aceite de la pepita le salió terriblemente mal en contraste, claro está, con la demostración que hiciera su padre del mismo proceso.
La sal y el agua, junto con el calor y la fuerza de la mano, separan progresi- vamente el aceite de la pepita, dejando a ésta de un verde más claro, mientras que el aceite que aquella expulsa parece robarle lo que de oscuro tenía su verdor original. El agua echada de golpe a la pepita y a su aceite tranforma la mezcla en atole: es ésta la razón por la que se ha de incorporar poco a poco cual un enfermo delicado a la hora de sentarse en su cama. Una vez blancuzca, la pepita se ha endurecido al haberse separado del aceite con el cual se hallaba naturalmente aleada. Este puede incorporarse al jitomate de la salsa que cubre el papadzul7 – en cuyo caso aquella tendrá sabor a pepita- o bien vertirse arriba del papadzul. El sabor de la pepita es igual con o sin su aceite, mas la costumbre dicta que el aceite pase de la separación a alguna otra clase de unión en el resultado presentado en la mesa.
Pero el proceso de extracción del aceite de la pepita habla de un hacedor apegado a la tradición. La principal razón, en efecto, por la que ya casi nadie extrae el aceite de la mezcla es que ésta se encuentra ya mezclada con harina
y colorante, o sea edulcorada: es casi imposible extraer aceite alguno en estas condiciones. En cambio, al incorporar sal y agua a la mezcla no edulcorada, ésta se va hidratando, vamos a decir “excitándola para que suelte su aceite, un aceite muy fino”. Si se trata de una mezcla adulterada, “si va a fingir va a decir el nom- bre de otro, no el tuyo” dice Enrique, al borde del albur.
Nos reimos juntos.
Es notable que este proceso de extracción se haga a la vista de quien quiera verlo. Se trata de un performance que muestra tanto la habilidad de quien la lleva a cabo como la autenticidad de la mezcla, sin por ello revelar la compo- sición exacta de dicha mezcla.
La pepita misma requiere mucha preparación. La pepita a procesar puede ser de semilla grande, en cuyo caso ha de pelarse y una vez pelada y tostada, se muele (es el ingrediente fundamental del papadzul, pero también se puede inflar y comerse en una tostada con limón); se trata pues de la hija pelada, antaño a mano pero que ahora Enrique adquiere pelada mecánicamente, de la calabaza de Castilla. La pepita también puede ser de semilla chica y con ella se hace el Sikil- pak8y el Pipián: ésta se tueste y muele con todo y cáscara o sea que no se pela.
Para pelar hay que humedecer, y solamente si la pepita pelada está seca
-secada- se puede conservar durante un mes (pelada y molida, aguanta un año). El tueste, tanto de la pepita grande como de la chica, es un oficio complejo en el que sobresalía Eumelia Kantún, la madre de Enrique, un proceso que parece ejer- cerse por error y acierto sin que nadie pueda describirlo en términos de método preciso. Hoy en día se hace en un horno giratorio eléctrico alimentado con gas butano. Su padre, Enrique Arsenio, lo hacía en un tambor con leña: un proceso lento, con tiempo predeterminado.
De la calidad de la pepita y de su tueste depende la cantidad de aceite que se pueda extraer de la pepita; un buen tueste deja la pepita infladita y susceptible de tronar. El tiempo necesario para tostar es proporcional al peso de la semilla a obrar. El molido también tiene su chiste: parece ser que la última prueba de una buena molida la constituye la acción de meterse la pepita molida en la boca: bien molida, la pepita no tiene textura de grumo, mal molida sí. Ha de salir fina, hasta cierto punto, y a la vista, se puede averiguar con el tipo de polvo- y la escasez del mismo- que se queda en los platillos acanalados de las máquinas de moler. A la hora de hacer uso de la masa, ya se le ha añadido a la semilla epazote9 tostado y molido.
Es así como regresamos a la horchata, esta mezcla frágil por la rápida fermentación del arroz pero prácticamente inmune a las malversaciones de los vendedores susceptibles de hacer trampa con sus componentes. La horchata se ha dicho ya, es arroz –ya sea quebrado ya sea entero-, azucar –blanco o moreno-, almendra (pelada o no), canela y vainilla. Si el arroz está quebrado o de medio grano, tarda menos en remojarse y cuesta menos que el entero. Cuando Enrique tomó la decisión de dedicarse al negocio de su padre, éste ya no hacía horchata desde hace tiempo, y mucho menos horchata con coco, cuyo calentamiento, mo- lino mediante, podía volver rancia la mezcla. El hijo no pensó en la manufactura de la horchata que el negocio ofrecía cuando él era niño, pero fue su padre, vi- viendo sus días sentado en una silla de ruedas quien lo incitó a pensar en aquella. Mucho era lo que el padre ya no podía ejercer de su oficio de siempre, mas la fabricación de la horchata seguía estando a su alcance, hasta cierto punto. Y, dice Enrique, fue a calor de su padre, que el mismo decidió reanudar con esta clase de mezcla o más bien en su caso, empezar a hacerla. Y no es de descartar que el cui- dado con el que le vi pegar las etiquetas de las botellas que contienen la horchata tengan que ver con un padre fallecido hace casi veinte años pero cuyos últimos diez años pasados en silla de ruedas lo hayan empujado a no dejar atrás nunca esa aleación cuasi lechosa que las fondas que rodean su tienda se pelean para agasajar a quienes las asedian los sábados y los domingos a la hora del desayuno.
¿Cómo fue que el calor que a veces, por estas tierras, se apodera del artícu- lo feminino, reapareció en nuestras conversaciones? ¿En qué momento llegamos a hablar de bautizos, y de la mezcla de niveles sociales que aquellos suscitan? ¿Cuán- do bautizos y velorios llegaron también a unirse alrededor de la importancia de una mesa, y de la ubicación de la susodicha? Fuera de Mérida, una mesa no puede faltar ya sea para comer, ya sea para velar, amortajar, envolver a los difuntos. A mí me recuerdan los partos en casa en tiempos de mis (bis)abuelos, donde a veces, la mesa de la cocina era más cómoda para limpiar y atender a la parturienta, y tenía la ventaja de estar junto a la chimenea, esa superficie de mármol caliente ubicada arriba de la estufa de acero, una chimenea en la que se colocaba a una cajita que antaño fuera de zapatos. El bebé frágil podía estarse ahí toda la noche. Si sobrevivía en el algodón de la caja, todo iría bien. Si amanecía muerto, se cerraba la cajita y se la enterraba muy hondo en el jardín para que los gatos no pudieran alcanzarla. Los bautizos en los pueblos, me dice Enrique, reparten a sus invitados: unos tienen el privilegio de estar tan adentro como lo está cada miembro de la familia todos los días, mientras que en el patio, las mesas unen a personas quizá menos allegadas para conversar. El y su esposa están invitados a pasarse adentro, pero eso dice En- rique es por el calor que le tienen a mi esposa o sea a esa mujer a quien solamente vi una vez pero que claramente ha sido identificada por muchos padres de familia como una maestra humanista. Es así como en esta historia, y todo es historia, dice Enrique, también el ser humano entero puede aparecer como agente asociado al concepto de calor de una manera causal.
El calor de la mano, la presencia del padre deseoso de ser útil y estimulan- do al hijo para regresar al pasado bajo la forma de un inicio, la existencia de una maestra capaz de inspirar a generaciones de estudiantes, agentes, todos, de un impulso transformador: el aceite que sale de la pepita, la horchata que revive de sus cenizas, la maestra cuya manera de practicar su oficio transmite su sentido. Todo a calor de. Este ‘a calor de’ remite a un concepto de causalidad que parece tener algo de impalpable: más que una relación directa entre causa y efecto, pare- ce aludir a un encauzamiento, una insinuación, algo así como una sugerencia que con el tiempo se vuelve eficaz. Hay aquí una sutileza que no captura la simple expresión ‘a causa de’.
A Enrique le queda claro que todo lo que hace tiene que ver con el calor sea humano o no, y no tiene prisa para atraer al cliente ya que éste solamente se hará fiel por voluntad propia y buenas razones. A quien se queja de sus precios, le indica dónde puede conseguir algo del mismo nombre pero mucho más barato. Si esta actitud despierta curiosidad y consiguiente pregunta, la contesta; si no, no. Y la gente regresa, tarde o temprano, como lo hiciera yo, sin retórica de por medio, sin juicio de valor sino como el resultado de una invitación a experimentar por uno mismo, por una actitud que poco a poco logró persuadir en forma natural. Hace poco también me dijo que no estaría él metido en la confección de este tex- to que cada vez se parece más, a mi modo de ver, a un encaje de mi Bélgica de antaño, si no fuera porque existe una cierta afinidad entre él y yo. A ambos nos gusta observar a la gente, y a mí me llama su relatora.
Pero no me es permitido tener acceso a todos los procesos: así, la quema del chile que le sirve de base al recado negro, la cual es mi cruz pues solamente me es dado relatar lo que a mí me cuentan, sin poder vivirlo.
“Todo empieza desde la mañana. Preparamos las bolsas de chile, las cu- betas de agua para apagar el fuego, el alcohol con el que se le prende, procurando que no se nos olvide nada a Marcelino y a mí pues cualquier cosa olvidada impli- ca una gran pérdida de tiempo. Una vez provistos, emprendemos nuestra travesía hasta San Antonio Tehuich.”
Pero ahí no llegaré yo: Enrique decidió no llevarme. No estoy segura de que esta resolución haya sido tomada de antemano, ni sé de las razones que la dictaron. Me pareció que en un principio, la negativa pudo haberse transformado en invitación, y luego ya no. Hablo de cruz pero quizá la haya armado yo misma, quizá sea mi insistencia lo que le haya finalmente parecido impertinente a Enri- que. O quizá no, y sea otra la razón: ¿el riesgo de quemarse?
Una vez en el terreno, ubicado a tres kilómetros del poblado, llegamos a desencadenar los tambores –encadenados para evitar los préstamos sin devolu- ciones- y empezamos a repartir la cantidad de chiles que le corresponde a cada
tambor. El chile ha de moverse constantemente para que no haga humo y para que la flama no se apague. Una vez iniciado el proceso de quemada del chile, toma una hora u hora y media para llevarse a cabo. Una vez apagado lo dejamos enfriar. Dos horas, dos horas y media es el tiempo necesario para irse y luego re- gresarse a Mérida. La gente no se da cuenta del tiempo que implica la distancia, del riesgo de manejar la varilla de acero de metro metro y medio para mover los chiles; cuando nos confiamos, nos descuidamos, nos quemamos el pelo de los brazos y nos parecemos a pavos chamuscados. 20, 22 kilos es la cantidad prome- dio que permite atender a los clientes durante una semana. Los pedidos extra a menudo han de esperar.10
Marcelino a veces lo quiere hacer solo y se le deja, mas Enrique lo cuida.
Enrique y su padre lo hicieron solos durante muchos años.
El único requisito que se le pone al proveedor es que el chile pais, el que se usa para hacer el recado negro, esté bien seco. Para encontrarlo, hay que ir al mercado grande, el Lucas de Gálvez.
Enrique habla muy bien de su ayudante Marcelino, de su disposición a aprender, de su creciente capacidad para comunicarse verbalmente, de la buena manera con la que recibe el consejo de expresar sus dudas, de preguntar. Está incluido en ese nosotros infra:
“El chile, una vez quemado, está casi hecho pedazos. Una vez enfriado, se agarra el tambor de la base y la orilla, lo embrocamos -o sea lo vaciamos - en una paila grande traida para este efecto.” …“Hay que estar pendiente del clima (teléfono, televisión, noticias). No hay quemada si el tiempo no lo permite.”
Me encapriché con esta posible salida al campo. Como si tuviera derecho a ella, como si la hospitalidad que se me brinda en el tendejón y en el molino no fuera suficiente, como si la imposibilidad de vivir esta experiencia invalidara todo lo demás. En un principio, busqué posibles causas: ¿evitar que se arme un chisme de pueblo incontrolable? ¿considerar esta labor inadecuada para una per- sona de mi sexo? ¿Tiene que haber una razón precisa para que un ser humano no quiera convidar a otro a determinados quehaceres? ¿E inclusive, acaso las deter- minaciones de una no son capaces de transformar la mejor de las disposiciones en negativa? Durante muchos meses he vacilado entre el insistir y el aceptar la negativa de Enrique. Hasta que un día me sentí lista para ir a pedirle disculpas a esta persona por haberlo presionado. ¿No se puede acaso respetar la libertad de las personas, se exprese como se exprese?
El chile chico, rojo y caro que se usa para el recado negro que prepara Enrique se quema sin semillas, con o sin cola, y una vez bañado en alcohol inge- rible de 90 grados. Supongo que él no aumenta el volúmen de la masa añadién- dole tortilla quemada,11 lo cual iría en contra de sus principios. Se quema el chile sin llegar a transformarlo en cenizas, para luego molerlo con comino, clavos de olor, orégano, pimienta de Castilla y de Tabasco, ajo, sal y canela, especies todas que son el común denominador del recado negro y del rojo, confeccionado éste a base no de chile sino de achiote, mismo que, en el tendejón de Enrique, se vende tanto en pasta como en grano. Recados negro y rojo se diluyen en naranja ágria o bien en vinagre a la hora de procesarse.
Los capullos del axiote yucatecto no tienen tanto color como el brasileño, el tabasqueño o bien el chiapaneco, pero su grano chico y duro da un mejor sabor. Es la razón por la cual a pesar del precio en comparación más elevado del achiote yucateco, Enrique lo prefiere al que podría importar a mejor precio. Es menester comprar el achiote lo más seco posible, de lo contrario queda negro a los 6 meses. El capullo ha de ser café rojizo y no verde. Se recolecta a mano y por manojo (20
a 30 capullos) una sola vez al año, en diciembre o bien en enero.12El arbusto se tarda cinco años antes de dar sus primeros frutos.
El axiote no es privativo del sureste de México, pero sin duda alguna, es ahí donde ocupa el lugar culinario preponderante. Los nombres abundan: dos en lengua maya sin que denoten significados distintos, una etimología náhuatl que nos da el origen del nombre más común o achiote: achiotl, apelación que significa ‘tintura roja’ mostrándo así la posible predominencia prehispánica de sus dos funciones: la de colorante sobre la de condimento, y también la razón de su exportación hacia Europa y Asia en el siglo XVII.13 Hoy en día, condimen- tar y colorear van de la mano en muchas preparaciones, aunque el condimentar también depende de las especies con las que se muele la pasta del achiote. Y los guisos que incluyen al achiote no sólo son legiones sino que caracterizan tanto el aspecto como el sabor de los más afamados entre ellos, a saber la cochinita y el pollo pibil.
Sabedor de las preparaciones tanto tabasqueñas como yucatecas, Enrique las constrata para mí. En Yucatán, tras remojar las semillas para obtener el pig- mento, se muelen para incluirlas en la pasta, probable razón por la que Enrique le encuentra más sabor al axiote yucateco que al tabasqueño. Con todo, es al añadir el orégano, el clavo, el comino, la pimienta, entre otros ingredientes, lo que precipita el sabor del axiote. La pasta yucateca es de consistencia suave. En contraste, en el Tabasco, nunca se muelen las semillas para añadírselas a la pasta, y tampoco se añaden las especies antes de conservarlo. “El pigmento se hierve, y se deja reducir por varias horas hasta lograr una pasta muy suave con textura de barro húmedo con la que se hacen bolitas de aproximadamente 3 cm de diámetro, que se envuelven en hojas de maíz para dejar secar por mucho tiempo hasta que endurezcan.”14
En contraste con el axiote, otras especies, como la canela mexicana, del- gada, no pueden competir en tamaño ni en sabor con la de Sri Lanka o bien la de Ceylan mismas que entran a México por el puerto de Tampico para luego viajar a Yucatán. La importación del azafrán se hace desde España pero es compleja: una cantidad mayor de 250 gramos puede ameritar la etiqueta de contrabando.
Enrique de momento no tiene porque no la mandó traer y está esperando la ca- nela de Ceylan. La mejor de las vainillas en cambio viene de Veracruz. Si ha de escoger entre calidad y precio, siempre opta Enrique por la mejor de las especies, no importando de dónde venga.
Con ocasión de la pandemia, hablamos de lo que podría suceder con lo que fabrica si Enrique pasara a otra vida. La preocupación consume al ser hu- mano, piensa Enrique, quien sin saberlo quizá, comparte con los pensadores es- tóicos la convicción de que todo bienestar pasa por una distinción clara entre lo que depende de uno y lo que no depende de uno. Ser víctima de una epidemia no depende del todo de uno, si es que depende de. Enrique piensa que cualquier ser humano puede hacer lo que él porque todo se puede aprender bien, llegar a hacerse bien con el tiempo. En la familia, existe además un archivo, una suerte de recetario, de la que su hermana Lourdes es detentora y en el que se detallan cantidades exactas y procedimientos. Pero aun con estas fórmulas escritas, el largo proceso de prueba y error en el que consiste todo aprendizaje es imprescin- dible, un proceso que incluye la totalidad del proceso, desde la elección de los ingredientes hasta su presentación.
Mi especiero trabaja los fundamentos de la cocina yucateca, no su ela- boración en términos culinarios. A ello se podría objetar que las mezclas que él produce y que se hallan a la base de la cocina yucateca también admiten recetario como cualquier etapa de una combinación posterior a la hora en que la cocinera y el cocinero entran en acción, y es en cierta forma verdad. Pero mi búsqueda, paulatinamente orientada por el desenvolvimiento de lo que iba viviendo, me abrió otro contexto de descubrimiento cuya amplitud no he podido ni querido agotar. Si se buscara una analogía para dar cuenta de esa clase de percepción, qui- zá lo que mejor la expresa sería la clase de encaje que tradicionalmente se hace en Brujas y en Bruselas, desde el siglo XII. “El encaje puede definirse como un tejido ornamental y transparente, tradicionalmente hecho a mano que se adorna con bordados.” 15
Sin entrar en detalles, busquemos la huella de la presencia de Enrique Méndez en la fotografía supra. Vemos a manos trabajando sobre la base de un dibujo percibi- do y luego ejecutado. La toma de las manos, al ser borrosa, es atinada porque en nuestra analogía, estas manos le pertenecen a la cocinera, y el dibujo a cualquier receta que, escrita o no, le sirva de base en su proceder. Estas manos podrían ser de Lourdes, la hermana de Enrique, quien además de fina cocinera también les prodiga a sus clientes todo lo que le piden en términos de recetas, y más. Las manos manejan agujas que fijan el bordado, y husos del que salen hilos de lino o bien de seda. El manejo de los husos también le pertenece a la oficiala- la que llamamos la cocinera- que ejecuta el dibujo; pero quien fabrica los hilos y los combina en los husos, hilos no todos iguales, distintos en función de lo que de ellos se harán, y que en el caso del hacer de Enrique hemos de imaginar con color, ahí está el oficio de Enrique Méndez.
Este acercamiento al oficio de especiero muestra con claridad que éste no se entiende sin una paulatina especificación de los contextos en los que se da, de los agentes involucrados, de los factores de los que depende, tanto espaciales y tem- porales como climáticos y, en el caso específico del especiero, sin una descrip- ción minuciosa de algunas de las actividades requeridas para obtener un resultado conforme a una larga tradición. Esta tradición en cierta forma hoy en día peligra al menos en algunos de sus procedimientos como lo es la extracción del aceite de la pepita ya que requiere, para ser posible, una mezcla que no ha sido alterada en vistas a un aumento de volumen y por ende de ganancia. Dicha extracción es, en rigor y en términos de actividad, insustituible. De ahí que su futuro dependa de qué tanto sea transmitida por quienes siguen desempeñando este oficio de mane- ra tradicional. En cuanto al descubrimiento de la naturaleza misma del oficio de especiero, la comparación entre el quehacer de Enrique y la construcción de los hilos requeridos para fabricar un encaje (junto con su repartición en los husos que manejará la hacedora de encajes) es una analogía que permite distinguir con claridad a este quehacer del oficio de la cocinera o bien del cocinero que hará uso de lo que el especiero pone a su disposición.
Podemos ahora justificar del todo el título de esta comunicación. La espe- ciería a la que nos hemos asomado es en efecto, muy particular en dos sentidos. En un primer sentido, si bien todos los que laboran en ella lo hacen por voluntad propia, las cuatro personas presentes ejercen o bien han ejercido distintos oficios. Enrique sí es especiero pero no se le quita ni la cabeza de administrador de em- presas ni el ojo fotográfico, y cuando el molino sigue cerrado se va a pasear por los mercados cercanos a fotografiar canastas de color o bien a comprar algo de comer para la familia. Su hijo parece haberse decidido a estar presente ahí pero sospecho que toda la vida se llevará mejor con las computadoras que con la masa de pepita molida. Su tía Lulú tiene dedos finos adecuados para manejar las bolsi- tas de especies, pero es claro que en ella predomina la cocinera y la proveedora de recetas tanto saladas como dulces: en ocasiones hace por encargo unos dulces de pepita bellísimos y deliciosos. En cuanto a Marcelino, no hay que descartar la posibilidad de que a la hora de apartar los frijoles negros y enteros de los de otro color, se acuerde del oficio que llevaba a cabo de niño en el campo chiapaneco: sembrar, cortar y vender flores.
La especiería también es particular por una segunda razón: la fabricación y la venta de los condimentos todavía se hace, como antaño, en familia, una fami- lia en la que Enrique y su hermana Lulú crecieron oliendo y probando los sabores de lo que producía su abuela. De ahí que su olfato esté educado para distinguir a una pepita bien tostada de una que ya se está quemando y ello sin necesidad de verla, y su paladar capaz de potencializar los sabores en grado sumo. Marcelino
no constituye una excepción porque no solo trabaja y convive con la familia sino que se ha vuelto parte de ella: de no ser éste el caso, no comería diario con sus miembros. Hoy en día ya no hay familia, o casi, que haga lo que hemos llamado mezclas y que Enrique llama condimentos. O sea que lo que antaño era tradicio- nal se ha vuelto algo muy particular.17 ֍
2. Habiter, cuisiner, p. 24, Gallimard, Paris, 1994). El trabajo del comunicólogo Vilém Flüsser
en torno a ciertos gestos cotidianos también se halla presente en filigrana (ver Les gestes H-Ec d’Arts, p. 51 y p. 185, Segy, 1999), y he sacado provecho del Gran libro de la Cocina Yucateca. de Will Rodríguez (2015) Dante, Mérida. Para la rama de la metafísica llamada ‘mereología’ véa- se Lando Giorgio. Mereology. A Philosophical Introduction. Bloomsbury Academica, 2018. El dictamen que recibí de Antrópica me fue muy útil tanto para mejorar el texto en su contenido y forma como para pensar en una ulterior versión diferente en términos de marco teórico. Tratándo- se aquí de una crónica, he tomado en cuenta las siempre atinadas observaciones del dictaminador en la medida en que me fue posible. A Salvador Tovar por haberme salvado de muchos impares en español.