Dossier
Recepción: 22 Marzo 2024
Aprobación: 07 Junio 2024
Resumen: El objetivo de este trabajo es mostrar qué son los autogobiernos purhépechas en la actualidad y cuáles son sus principales retos. El derecho a gobernarse según sus usos y costumbres, así como de recibir la porción del presupuesto que les corresponde de manera directa, es una demanda de hace varias décadas. Si bien, las comunida- des purhépechas han mantenido movimientos reivindicativos desde principios de los años ochenta, de siglo XX, la búsqueda de autonomía tiene su mayor impulso en los años noventa, luego del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Propongo que no es posible comprender su avance y configuración actual sin considerar el contexto político (un gobierno populista de izquierda) y social (violencia y extractivismo) en el que el crimen organizado y los agentes depredadores del territo- rio asechan a las comunidades y sus recursos. Más allá del reconocimiento formal (o de jure, como dicen los juristas), los retos para los gobiernos comunales son mantener el orden y la cohesión social, frente a las tendencias disruptivas de los agentes depre- dadores del capitalismo neoliberal.
Palabras clave: Autogobierno, comunidad, democracia, etnia, gobernabilidad.
Abstract: The aim of this paper is to show what the Purhépecha self-governments are today and what their main challenges are. The right to govern themselves according to their uses and customs, as well as to receive the portion of the budget that corresponds directly to them, is a demand that has been going on for several decades. Although the Pur- hépecha communities have maintained protest movements since the early 1980s, the search for autonomy had its greatest momentum in the 1990s, after the uprising of the Zapatista Army of National Liberation (EZLN). I propose that it is not possible to un- derstand its current advance and configuration without considering the political con- text (a left-wing populist government) and social context (violence and extractivism) in which organized crime and predatory agents of the territory stalk communities and their resources. Beyond formal recognition (or de jure, as jurists say), the challenges for communal governments are to maintain order and social cohesion, in the face of the disruptive tendencies of the predatory agents of neoliberal capitalism.
Keywords: Self-government, community, democracy, ethnicity, governance.
1. Introducción
La asignación del presupuesto directo y del reconocimiento del gobierno por “usos y costumbres” a más de 50 comunidades indígenas del Estado de Michoa- cán, hasta hoy, representa una auténtica reconfiguración de los gobiernos indíge- nas locales, así como del orden municipal, que había prevalecido por más de un siglo en el Estado, (heredero de las reformas borbónicas del siglo XVIII). No en balde los principales opositores a este reconocimiento han sido los presidentes de varias cabeceras municipales, aun cuando pertenezcan al mismo partido gober- nante en el estado que ha promovido el reconocimiento. También, en un registro más general, ha implicado una redefinición en las formas de participación demo- crática, al delegarse la aceptación o no de partidos políticos y de la instalación de urnas electorales a las autoridades comunales. Y, sobre todo un claro empodera- miento de las comunidades indígenas, en términos de manejo de su presupuesto, de la definición y realización de obras públicas, de la conformación de guardias, rondas o policías comunitarias, de la instalación de retenes en las vías públicas y de la impartición de justicia en ciertos ámbitos.
Significa esta reforma ¿una manera más eficaz de integración a las nuevas condiciones de reproducción del Estado mexicano?, o ¿dotar efectivamente de ciertos instrumentos y recursos, jurídicos y materiales a las comunidades para hacer frente, por sí mismas, a los retos que plantea el capitalismo global con- temporáneo? Para los académicos y activistas involucrados, se trata, en efecto, de fortalecer a las comunidades para enfrentar a los agentes externos, inclu- yendo al Estado (Aragón, 2013; Ventura, 2012; Gasparello, 2018), aun cuan- do prevalezcan los conflictos internos y entre comunidades. Para los críticos, significa, junto con los programas sociales del actual gobierno, apuntalar el clientelismo y al Estado populista. Para los comuneros involucrados en el pro- ceso de reconocimiento, se trata de una herramienta para enfrentar una serie de problemáticas que han dominado esta etapa del capitalismo tales como: sobre explotación de los bosques, expansión indiscriminada de cultivos comerciales, privatización de los recursos comunitarios, migración y una notable presencia del crimen organizado.
La discusión en torno a la autonomía de los gobiernos indígenas y su relación con el proyecto de nación no es nueva, atravesó toda la segunda mitad del siglo XX y se ha renovado en nuestros días, aunque con nuevas coordena- das políticas y reordenamientos mundiales y nacionales totalmente inéditos. Vale la pena recordar que esta discusión fue inaugurada en 1953, por G. Aguirre Beltrán, para quien era necesario conocer las formas de gobierno indígena para mejor integrar a las comunidades al proyecto transformador del Estado mexicano revolucionario. Siguiendo un marco evolucionista en su obra aparecen los enton- ces tarascos, hoy autodenominados purhépechas de Michoacán, como el grupo
étnico más aculturizado, en tanto era notable la presencia de partidos políticos nacionales, mediante los cuales se elegían a sus autoridades. Como sucedió con los estudios de política local que se hicieron durante la segunda mitad del siglo XX, la presencia de partidos políticos y la participación en los procesos electora- les, eran los indicadores más claros de que se había superado el parroquialismo y se aceptaban las reglas de la democracia representativa, aún cuando en esos años el sistema político estaba diseñado para controlar a las masas populares. Por consiguiente, no se esperaba que, como sucede en la actualidad, se rechazara la intervención de los partidos en la vida comunitaria.
La obra de Aguirre Beltrán se escribió en el momento de consolidación del Estado nacional revolucionario. Predomina el corporativismo, se fortalece la intermediación política y se niega la importancia de las diferencias cul- turales, en este marco, las comunidades quedaron subordinadas al gobierno municipal. Lo dice de manera certera A. Fábregas, en su presentación de los años ochenta a la obra de Aguirre Beltrán “Formas de gobierno indígena, tie- ne la particularidad de mostrar como la vida comunal pierde su autonomía y pasa a ser parte del proceso estatal” (Fábregas, 1983, p. IV). Este periodo se inicia con el reparto agrario, en las primeras décadas del siglo XX, cuando se restituyen las tierras comunales y se reconocen comunidades agrarias. Para Dietz (1999), significó el establecimiento de un pacto entre el cardenismo y las comunidades indígenas de Michoacán. No obstante, este momento fue tan importante para la reconfiguración de los gobiernos locales que todavía hacia finales de los años ochenta, cuando el partido oficial estaba en franca crisis, estudios como los de Vázquez (1992), interpretaban las reivindicacio- nes comunales como estrategias para lograr reconocimiento estamental dentro de la estructura del Estado. El arreglo político logrado entre el Estado y los sectores populares entra en crisis hacia los años setenta cuando se cuestiona el nacionalismo y, para las comunidades indígenas de Michoacán, hacia finales de esa década cuando se desprenden de las organizaciones campesinas oficia- les. La aparición a finales de los años setenta, de organizaciones campesinas e indígenas independientes y de una nueva generación de líderes políticos, formados en escuelas normales y universidades públicas, introducirán nuevas formas de participación política que cuestionarán a las organizaciones ofi- ciales, y el discurso integracionista y homogeneizador del Estado nacional, ubicando a las comunidades indígenas como un actor en la lucha de clases. En esta época, se da el primer impulso a la reorganización del gobierno local, en términos de recuperar cierta autonomía, ajena a los partidos y sobre todo a las organizaciones del Estado, poniéndose en el centro a la asamblea comunal de toda la población, desplazando a la asamblea de la comunidad agraria (Zárate, 1993). La crisis del partido oficial, a finales de los años ochenta y la emer- gencia del pluralismo político significó competencia partidista y alternancia en los ayuntamientos. Los principales actores políticos de las comunidades
purépechas, no fueron ajenos a las disputas partidistas, sino por el contrario, se involucraron activamente, desde sus propias organizaciones, como lo muestra Jasso (2011 y 2012). De manera definitiva y al calor de los discursos multi- culturalistas, de alguna manera impulsados por el levantamiento del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, también aparece la de- manda de autonomía y remunicipalización, en la región, así como de una ley indígena en el estado que, durante décadas, no se aprobó (Ventura, 2010), sino hasta fechas recientes. Este impulso, se debilita a la par de la imagen ideal de la democracia representativa en las comunidades, por la excesiva intromisión, en los procesos electorales, del capital económico, el desdibujamiento de las fronteras ideológicas o programáticas de los partidos y la posposición de la solución a los problemas de mayor desigualdad y violencia, que ya estaban viviendo las comunidades. Aunque la relación entre los principales actores políticos indígenas y los partidos se mantuvo hasta la primera década del siglo actual (y podríamos decir que en cierto sentido aún se mantiene, aunque con importantes variaciones). En el momento actual, hay un claro cuestionamiento al modelo prevaleciente, se rechaza claramente la intervención a nivel local de los partidos, la comunidad controla algunos de los programas sociales, y se abre la posibilidad de reconocimiento de los gobiernos indígenas y de la apli- cación de nuevos mecanismos redistributivos (como el presupuesto directo). Pareciera entonces que se está construyendo una nueva hegemonía comunal a partir del empoderamiento de los gobiernos locales. Aragón (2013), a partir de la experiencia de la comunidad de Cheran, así lo considera.
Ahora bien, hay que señalar que esta reforma fue impulsada por las mis- mas comunidades que aprovecharon la coyuntura del arribo de un gobierno de- clarado populista de izquierda y autodenominado la cuarta transformación (4T) y asesorados por las dos organizaciones promotoras del autogobierno: el Con- sejo Supremo Indígena de Michoacán (CSIM) y el Colectivo Emancipaciones (CE), cada una con su propio equipo de abogados. Estas organizaciones y los actores políticos purhépechas, sin pronunciarse a favor de ningún partido (por el contrario, declarando frecuentemente que no aceptarán la presencia de partidos políticos) han negociado con representantes del gobierno actual apoyos de dife- rentes especies: para obras públicas, para la celebración de las consultas, para programas especiales como fertilizantes, reforestación, migrantes, entre otros. En los eventos públicos de las comunidades, por ejemplo, en algunas celebraciones y aniversarios, aparecen representantes del partido Morena y se busca constante- mente el diálogo con representantes del gobierno en el estado. Así pues, el logro del autogobierno ha sido resultado de un largo proceso de negociación y con- frontación, cuyo punto de resistencia han sido las cabeceras municipales que han impuesto amparos y visto en la redistribución del presupuesto un ataque directo a su autoridad y autonomía.
2. Autogobiernos ¿cuarto nivel o nuevos municipios?
Si bien la demanda de autonomía de los pueblos indígenas de América Latina, se venía planteando desde la década de los ochenta, (el caso miskito, en Nicaragua, en esa década, fue el ejemplo más representativo de esta demanda) es en los años noventa, luego de la aparición del EZLN, cuando toma mayor impulso en las distintas regiones indígenas de nuestro país. En Chiapas como es bien conocido ocurrió todo un proceso de remunicipalización, que Leyva y Burguete (2007) documentaron. En Oaxaca, entre 1995 y 1998, se aprobaron una serie de refor- mas tendientes a fortalecer a los gobiernos locales, lo que podría considerarse un “reconocimiento tácito de la autonomía municipal” (Hernández-Díaz, 2011, p.73). En Michoacán, precisamente por la clara imbricación de los actores po- líticos indígenas locales con los partidos y la clara anteposición de los intereses partidistas a los de las comunidades, no se había podido lograr, sino hasta fechas recientes. Aunque en el discurso oficial se habla de saldar una deuda histórica y de reconocer formas primordiales o propias de gobierno que habían sido negadas pero que se mantenían en la práctica, para gran parte de las comunidades, la con- formación de consejos comunales, como la nueva estructura de gobierno, y de guardias, rondas o policías comunitarias armadas (Kuarichas), se asumió como una oportunidad para reorganizarse internamente y tomar el control efectivo de su territorio comunal.
Hasta hace poco, la gran mayoría de las comunidades indígenas de Mi- choacán mantenían una estructura de gobierno fragmentada, se reconocían como jefaturas de tenencia y como comunidades agrarias. Aunque formalmente co- rrespondían a dos órdenes jurídicos distintos que no se confundían, en algunas comunidades se complementaban y ordenaban jerárquicamente: la jefatura, de- pendiente del gobierno municipal, se encargaba de los asuntos de orden inter- no, de carácter civil. Mientras que el Comisariado de Bienes Comunales era el responsable de proteger la propiedad comunal. Éste era el cargo más importante, porque debía de resguardar el territorio comunal, por eso también, se le denomi- naba el representante de la comunidad. En tanto “representante” encarnaba a la comunidad, toda, como sujeto colectivo, dependiente solo de la asamblea gene- ral de comuneros. De hecho, formalmente y en la práctica la comunidad agraria suplantó a la comunidad indígena, que no tendría reconocimiento jurídico, sino hasta fechas recientes. Como categoría social, la comunidad indígena, es más amplia y compleja que la agraria y mantiene como su núcleo el sistema de cargos que también podría considerarse el gobierno espiritual de la comunidad.
A diferencia de las jefaturas de tenencia y ejidos no indígenas lo que lu- brica el gobierno local es el sistema de cargos religiosos que ordena, disciplina y produce ciudadanos colectivos o sujetos colectivos que reproducen la jerar- quía que va de las familias a los barrios y la comunidad. Castilleja, Paredes y
Terán (2011, p. 331), han hecho una descripción de cómo funciona este sistema cuyo eje localmente se denomina “el costumbre”, que rige el orden comunal, y se refiere al sistema de deberes y obligaciones ceremoniales establecidos para llegar a ser autoridad comunitaria.1 Y que se sustenta en principios como la marahuátspeni, que se refiere a todo el universo del intercambio pero también del dar y ofrecer, sin esperar reciprocidad (Cortés, 2019) y jatsïpeni (que se refiere a estar al servicio para los demás (Márquez, 2003,p. 572). Si pensamos en términos de gubernamentalidad (o gobernabilidad), según lo expone Fou- cault (2006), como el establecimiento de un orden y una disciplina que va de lo colectivo a lo individual, básica para el control de la población, el sistema de cargos religiosos representaría el principal dispositivo productor de gobierno al interior de las comunidades indígenas.
Luego de casi cuatro décadas de gobiernos y políticas neoliberales, im- pulsoras de la privatización, los agronegocios y, como lo señala Harvey (2003) la acumulación por desposesión, las estructuras del gobierno civil se encontraban bastante debilitadas, mostraban una clara incapacidad para hacer frente a los retos de este proceso de integración. A pesar de todas las resistencias de las comunida- des a las reformas al artículo 27 constitucional,2 en algunas el cargo de represen- tante se debilitó, permitiendo, la venta de parcelas comunales, también otorgando permisos para la explotación del bosque a foráneos, como sucedió hace algunos años en Ocumicho o en Pamatácuaro y en otras comunidades. Cuando los ta- lamontes o los huerteros son confrontados, frecuentemente muestran permisos, convenios, títulos de propiedad otorgados por la autoridad comunal (o represen- tante). También como ha sido el caso de varias comunidades como Ocumicho o Capacuaro, en que pequeñas células del crimen organizado se ha instalado en la localidad y los jefes de tenencia se muestran incapaces para enfrentarlos. En la narrativa local, estas problemáticas vividas, impulsaron a varias comunidades a demandar instrumentos como el presupuesto directo y la creación de sus rondas o policías comunitarias para hacer frente al acoso que sufren, por estos grupos.
De igual manera, el reconocimiento significa tanto una reorganización de la estructura municipal como al interior mismo de las comunidades, en rela- ción al papel y las atribuciones que tendrán las nuevas autoridades (el consejo comunal) y las que todavía por ley no desaparecen como el jefe de tenencia. Las respuestas son muy diversas y variadas y en la mayoría de los casos están en
1 Dicen estos autores, “El costumbre constituye la base social sobre la cual se rige y actualiza el orden social en el ámbito local. Este ámbito local de gobierno ha hecho posible la definición de cada comunidad como una entidad política que mantiene cierto grado de control de las institu- ciones que, operan en este, también forman parte de sectores supracomunitarios de organización política; control que se expresa en las adecuaciones que la comunidad hace con base en relacio- nes, prácticas y normatividades cuya vigencia es reconocida por los grupos y personas que la integran” (Castillejas, Paredes y Terán, 2011,p. 331)
2 Véase Decreto de la Nación Purhépecha, en el que explícitamente se advertía a los comuneros que serían expulsados si vendían o privatizaban las tierras de la comunidad.
proceso, en el entendido que ahora la autoridad principal, que representa a la co- munidad, es el consejo comunal solo dependiente de la máxima autoridad que es la asamblea general de comuneros, una figura difusa que solo excepcionalmente llega a concretarse, por ejemplo cuando se realizan las consultas, promovidas por el Instituto Nacional Electoral (INE), para aceptar o rechazar la asignación del presupuesto directo. En relación al Jefe de Tenencia, ahora se discute cuál será su lugar en el gobierno comunitario, en tanto no ha desaparecido jurídicamente, como tampoco los municipios, ni se han creado nuevos municipios. Frente al peso del consejo comunal, que maneja el presupuesto, la policía y define las po- líticas públicas locales, parecería que el jefe de tenencia, no representa a nadie, y que es prácticamente insignificante. Sin embargo, porque en una buena cantidad de comunidades ya estaba integrado al engranaje del orden político y simbólico local, se conserva. En la mayoría no ha desaparecido, porque formalmente se mantiene como parte de la estructura municipal. En Ocumicho, porque represen- tan a personas de respeto, se convirtieron en jueces locales, aunque en conflicto con el actual consejo comunal, disputando atribuciones y recursos (se discute, por ejemplo, quién manda a la ronda comunal o quien debe decidir sobre ciertas partidas presupuestales). Pero en aquellas, como Santa Fe de la Laguna o Pichá- taro, donde la jefatura, prácticamente desde que se reconoció, estaba integrada a la organización por familias, barrios y mitades que sostienen el sistema rotativo de cargos de la comunidad, se mantiene por encima del nuevo consejo comunal. En estas comunidades, quienes deciden el nombramiento de Jefe de tenencia y de miembros del consejo comunal y el uso del presupuesto, son los representantes de los barrios en conjunto con autoridades locales (como jueces, representante y anteriores representantes, entre otros). En Santa Fe de la Laguna, donde se eligen a dos jefes anualmente, representantes de cada una de las mitades de la comuni- dad, señalan que los miembros del consejo están subordinados a ellos, dicen “son nuestros empleados”. En estas comunidades, los jefes de tenencia son los en- cargados de mantener el orden mediante la ronda o policía local, además de que hacen registros civiles y expiden cédulas de identificación, entre otras funciones que correspondían al municipio y ahora, en las comunidades con autogobierno, es el consejo comunal. En todos los casos, lo que se busca es adaptar la nueva estructura de los consejos comunales a las necesidades más urgentes de la comu- nidad, que son, por lo general, el control o defensa del territorio, la seguridad y el desarrollo de la comunidad. Lo que esperan lograr a través de los proyectos sociales y de infraestructura que la misma comunidad demanda y que tienen posibilidad de realizar a partir de que reciben el presupuesto directo. Para ellos esas serían las tareas de la gobernabilidad local. Lo que si queda claro es que los actuales consejos comunales no son equivalentes a los antiguos cabildos, en tanto a diferencia de los cabildos los miembros del consejo son electos y generalmente se elige a personas “que saben” (profesionistas) o “que están preocupadas por la comunidad”. La elección en raras ocasiones se realiza en asamblea comunal, son los barrios, las mitades o en algunos casos, como en Ocumicho, las calles de ve-
cinos quienes eligen a sus representantes. Estas formas de elección, hasta ahora, han sido respetadas por los funcionarios del Instituto Nacional Electoral (INE), que es la instancia que legitima la conformación de los consejos comunales.
3. Implicaciones. Demandas y retos
No entenderíamos a los actuales gobiernos purhépechas, si no nos preguntamos por lo que consideran sus principales retos para mantener el orden al interior de la comunidad y mantenerlas como colectividades viables, porque claramente existe la percepción generalizada de que el orden comunal y su territorio, se encuentran amenazados, por la expansión de los huerteros y propietarios particulares sobre las tierras comunales y la presencia activa del crimen organizado que asecha cualquier bien comunal (tierra, agua, madera). Es bastante conocido el caso de Cherán y su levantamiento en el año de 2011, contra los talamontes, (Velázquez, 2019; Román, 2014; Ojeda, 2015, son algunos de la gran cantidad de estudios que sobre esta comunidad se han elaborado en la última década), pero la mayor parte de la región está viviendo problemas similares. En días recientes (8 de enero de 2024), fueron secuestrados dos jóvenes de la comunidad de Tanaco. El actual coordinador del Consejo comunal de Ocumicho estuvo también secuestrado por varios días en el año de 2022 y ahora se encuentra amenazado de muerte, el año pasado también aparecieron varios cuerpos mutilados a la orilla de la carretera nacional en Carapan, por mencionar algunos casos. Además, es clara la preocu- pación por el crecimiento del consumo de drogas y más alcohol entre los jóvenes y niños, lo que ha causado alarma en las comunidades. A lo que también se agre- ga la movilidad masiva de personas por la necesidad de salir a trabajar (migrar). Además la persistencia de conflictos faccionales al interior de las comunidades ahora vinculados con el control de los cuerpos de seguridad. Todos estos temas se ven como riesgos para la vida comunitaria o para la integración de la comunidad. Algunos autores (Paleta y Fuentes, 2013; Velázquez, 2019; entre otros) sugieren que la presencia del crimen organizado está estrechamente vinculada con la ex- pansión de los cultivos agrocomerciales de exportación en la región, en especial las huertas de aguacate y de frutillas, bayas o berries.
Frente a este panorama, amenazante y conflictivo, las autoridades tradi- cionales, como el representante y el Jefe de tenencia, se mostraban incapacitados para tomar decisiones. En la mayoría de los casos se trataba de figuras bastante limitadas o débiles para hacer frente a la delincuencia organizada y a los huerte- ros, que frecuentemente están asociados. Es común escuchar narraciones muy si- milares, por ejemplo a las de Cherán, de que ante la presencia de los delincuentes, la policía municipal no intervenía y en ocasiones, ante su llamado, ni el ejército, ni la Guardia Nacional han acudido. De ahí que algunas pequeñas comunidades como San Benito de Palermo, una encargatura del orden dependiente de la Co-
munidad de Pamatácuaro, o San Francisco Ocumicho, una comunidad situada en los márgenes de la región purhépecha, vieran como una posibilidad para fortale- cerse el reclamo del presupuesto directo y del autogobierno.
Por otra parte, el rechazo a los partidos políticos surge de la convicción generalizada entre los actores políticos de que los miembros o representantes de los partidos estaban más interesados en sus asuntos y en ocupar cargos que en resolver problemas de las comunidades, “no nos hacían caso” o “nunca cumplían lo que prometían antes de las elecciones” (testimonio de N. Valencia de Sevina y de J. Ruiz de San Benito). Frente a esta situación se fortaleció el rechazo a los partidos políticos y a la democracia formal, lo que se expresó en el impedimento de instalación de urnas en la mayoría de las comunidades, de la región, durante los procesos electorales de 2018 y 2021. Además, se tenía el ejemplo de la co- munidad de Nurío que desde 2006 mantiene un gobierno por usos y costumbres con un presupuesto propio, negociado directamente con el municipio de Paracho y el gobierno del estado, y de Cherán que inició su movimiento en 2011 y que mediáticamente ha sido el más difundido y estudiado. Por eso, como lo señalan las autoridades entrevistadas consideraron varias posibilidades, para salir de esa situación. “Entonces empezamos a organizarnos para llevar a cabo este proce- so… a promover la consulta y nuestro reconocimiento oficial como comunidad indígena”. Implicó también todo un proceso de convencimiento a la gente para que aceptaran que “nosotros si nos podíamos gobernar sin necesidad de partidos, ni del ayuntamiento…convencer a nuestra propia gente de que sí teníamos la capacidad para gobernarnos” nos dijo N. Valencia, un prominente miembro del Consejo comunal de Sevina, “eso [enfatiza] ha sido lo más difícil, por esa men- talidad de que no somos capaces de hacerlo”.
Si bien en algunas comunidades se ha dado un franco rechazo a la in- tervención de los miembros de partidos políticos en los consejos comunitarios, el tema no está del todo resuelto. En prácticamente todas las comunidades hay voces críticas de los consejos comunales, algunas independientes, pero otras cla- ramente vinculadas a los partidos. Hay personajes como Doña Chepa, de Cherán quien participó en el primer consejo mayor o Jesús de Nurío, quienes se dicen cardenistas de hueso colorado y en los años noventa defensores a ultranza del Partido de la Revolución Democrática (PRD), hasta que se decepcionaron por- que, según ellos, los partidos no hacían nada por la comunidad. Sin embargo, en muchas otras no se trata de un rechazo tajante, sino más bien el tema que se plantean es si se reafirma su capacidad para decidir si se les acepta o no en la comunidad, si se aceptan o no urnas electorales y bajo qué condiciones. Los prin- cipales actores políticos (me refiero a quienes ahora promueven la autonomía) manifiestan un claro rechazo a que se considere a las comunidades como simples clientelas electorales, además de hacer patente su capacidad para tomar decisio- nes que les convengan.
El tránsito del control municipal de la seguridad al local, frente a la ex- pansión de los agentes depredadores, que actúan en la ilegalidad, también re- presenta, en el discurso de los consejos comunales, un regreso a la comunidad para defender los límites territoriales o mantener el control del territorio comunal frente a una serie de problemas, como la violencia, que se han agudizado en los últimos años. Tanto en Ocumicho, como en Capacuaro, las guardias locales han actuado contra pequeñas células del crimen qe se han instalado en esas comuni- dades, en Santa Fe de la Laguna, desmantelaron una pequeña huerta de aguacate que ya habían plantado particulares, en terrenos comunales. Lo significativo es que en el discurso se vincula la crisis de los partidos o el cuestionamiento de la actuación de los partidos con la pérdida de control territorial y el avance de los agentes depredadores del capitalismo global (como son el crimen organizado y los aguacateros) sobre sus territorios y población.
Ahora bien, estos problemas se entretejen con divisiones y conflictos al interior de las comunidades. A partir de que se reforma el artículo 27 constitucio- nal, a principios de los años noventa, se abre la posibilidad de que se privaticen tierras comunales y que algunas autoridades coludidas con particulares privati- cen o concesionen porciones del territorio comunal y permitan el ingreso de los agentes externos. La cosmovisión capitalista, de los aguacateros y talamontes, que solo ve ganancias o recursos fáciles en esas actividades, también se encuen- tra presente en algunos comuneros, frente a la visión comunalista local, que bus- ca preservar para las futuras generaciones los recursos comunales.
Las comunidades que ya están recibiendo su presupuesto directo, para fortalecer a la autoridad local, se han aplicado a promover obra pública: como la construcción y mejoramiento de dispensarios, consultorios, escuelas, centros recreativos y deportivos, locales. Aunque se ha cuestionado mucho la poca expe- riencia en el manejo presupuestal, la rendición de cuentas, al igual que los ayun- tamientos es con la tesorería del estado y bajo las mismas reglas que los munici- pios. También deben demostrar buen manejo de los recursos a la comunidad (con el fin de legitimar al gobierno local). Ya se han dado casos en que la asamblea general ha destituido a todos los miembros de un consejo y formado uno nuevo, porque no rindieron cuentas claras. Un caso muy comentado en la región es el del primer consejo comunal de Pichátaro, que luego de un año de funcionamiento fue destituido totalmente, en una asamblea comunal, por los representantes de los barrios, porque no fue capaz de presentar cuentas claras ni justificación del presupuesto ejercido durante su primer año de gestión. También se busca crear nuevos consensos entre grupos antagónicos y ampliar la aceptación de las nuevas autoridades por la población.
4 Gobierno local y democracia étnica
En primer lugar hay que decir que desde que se inició con mayor ímpetu la dis- cusión sobre este tema, se ha pretendido explicar a los gobiernos indígenas, con los mismos principios o valores de la democracia moderna. Señalando, por consiguiente, deficiencias en la impartición de justicia local, al no respetar dere- chos humanos básicos (Vázquez, 2005). También, acostumbrados al derroche y el gasto conspicuo, se ha señalado una incapacidad para rendir cuentas y hacer un uso del presupuesto público discrecional. Que el voto a mano alzada no es democrático, porque los individuos quedan expuestos. Que los líderes devienen en caciques y que el reconocimiento de cualquier autonomía de base étnica con- duce necesariamente a la balcanización o fragmentación de la comunidad política nacional, liberal y capitalista o a autocracias segregacionistas, contrarias a la de- mocracia universal y moderna.
Pues bien, esta concepción liberal de participación democrática es la que acompañó al capitalismo a lo largo del siglo XX y como tal mostró claras li- mitaciones para reconocer derechos de sujetos colectivos que no se identifican plenamente con los valores de individualismo y la libertad individual, sino que se presentan como sujetos colectivos y así quieren que se les reconozca. Esta proble- mática vinculada al multiculturalismo y al reconocimiento de derechos colectivos fue ampliamente discutida a partir de la década de los noventa por autores como Taylor (2009), Walzer (2001), Benhabib (2004) y otros que participaron en este debate, algunos de los cuales fueron calificados como liberal comunalistas, porque proponían que dentro del Estado liberal moderno se pudieran reconocer derechos colectivos. Como Walzer (2001) quien propuso el reconocimiento de una ciuda- danía compleja, como una respuesta a las demandas de reconocimiento colectivo a la vez que individual. En nuestro país L. Villoro fue sin duda el autor más repre- sentativo en este debate, en gran medida la discusión se dio desde los años noventa en torno al tema de la ciudadanía étnica (De la Peña, 1995; Solís, 2012) como otra manera de ejercer la democracia y participar en el sistema político.
El modelo neoliberal que se implantó en nuestro país, desde la década de los ochenta, puso un excesivo énfasis en el mercado como el mecanismo funda- mental para establecer un orden social sustentado en el auto disciplinamiento de los sujetos y en la reducción del Estado a su mínima expresión. Este sistema hizo posible el avance de las políticas multiculturales o del multiculturalismo, siempre y cuando los sujetos colectivos también participaran en el mercado y bajo sus reglas (lo que Hale, 2004, llamó multiculturalismo de fachada). Es decir que las comunidades pusieran a disposición del mercado sus bienes colectivos, mientras siguieran manteniéndose como una colectividad, que es lo que ha venido suce- diendo, en la región, con el avance de las huertas de aguacate, la sobre explotación del bosque y, en general, la privatización de porciones del territorio comunal.
No podemos entender la reorganización de los gobiernos indígenas / pur- hépechas, si no consideramos que su reorganización ocurre, no solo como una demanda por la defensa de la identidad cultural de estos sujetos, sino que el reco- nocimiento se convirtió en un recurso necesario para enfrentar una doble proble- mática que para los comuneros purhépechas tiene que ver con la sobrevivencia y la viabilidad de la comunidad en el mundo global: la soberanía territorial / o sobre su territorio, que se ha visto socavada por la acción de los agentes privatiza- dores (tanto internos como ajenos a la comunidad) protegidos legalmente por la reforma al artículo 27 constitucional de 1992, y, en la práctica, por el poder eco- nómico y la capacidad de fuego y la violencia, que se ejerce mediante amenazas o acciones concretas a los comuneros y a las autoridades locales. La otra cara de esta problemática, se refiere a lo que podríamos denominar una preocupación por el control de la población en relación a la diversificación de los mercados labora- les (ahora hombres y mujeres, salen a trabajar a las empresas agroexportadoras) al consumo, en particular el aumento en el consumo de alcohol entre los jóvenes (de tal manera que en algunas comunidades han instalado celdas para hombres y mujeres, porque en las fiestas se embriagan y escandalizan por igual las y los jó- venes) y la aparición del consumo de drogas entre menores de escuelas primarias y secundarias. Esa problemática se refleja sobre todo en la organización familiar. En tanto el matrimonio sale a trabajar (como sucede en Pamatácuaro o Zirándaro, en que hombres y mujeres jóvenes trabajan en las huertas) o migran a los Estados Unidos y dejan a los hijos en manos de parientes, generalmente los abuelos. De alguna manera, también estos temas confluyen con los discursos del gobierno federal, en tanto legitiman los programas sociales que buscan incidir en la po- blación “más desprotegida”. Fraser y Honneth (2006), han mostrado claramente como el reconocimiento y la justicia redistributiva deben de ir de la mano, sin el uno no existe el otro. En el discurso oficial se trata de una manera de incidir en las causas de la desigualdad y así quitarle base social a la delincuencia. La asignación del presupuesto directo al ser una expresión de la justicia redistribu- tiva y una manera de practicar la democracia étnica, –en este caso a nivel de la comunidad– es interpretado por las autoridades comunitarias, junto con los otros programas sociales, (como becas a los jóvenes, apoyos para ancianos y madres solteras, despensas, que ahora se distribuyen en la comunidad) como la posibili- dad para intervenir en estos temas y dicen ellos detener “la descomposición de la comunidad”, lo que se refleja en el desinterés de los jóvenes para involucrarse en los asuntos públicos, como la defensa de su propiedad comunal y sus bosques. De alguna manera, ejercer cierto control de la población local que permita mantener la soberanía sobre el territorio comunal.
Establecer cierto orden que desde los mecanismos tradicionales es difícil de lograr. Si bien hay claros indicios de que, en aquellas comunidades impactadas por la migración, los rituales comunitarios se están lentamente vaciando de contenidos. La migración en todas las comunidades los ha revitalizado con la inyección de
recursos económicos. Ahora las fiestas son más vistosas, amenizan varias bandas y grupos musicales, se queman varios castillos y el gasto en comidas y bebidas alcohólicas se ha incrementado. Si bien, no carecen de significado y los participan- tes asumen su responsabilidad con mucha disciplina El sistema de cargos o “el costumbre”, también están cambiando, aunque ocupar un cargo, es considerado el más alto logro al que se puede aspirar en una comunidad, lo que prevalece es la fiesta. Además luego de décadas de negación de los valores positivos de este siste- ma, por la escuela pública y otros agentes modernizadores (como son los mismos sacerdotes), el sistema de cargos, el costumbre o pintekua, frente a las condiciones actuales o frente a estos retos del contexto actual, parecería insuficiente, por lo que se reconsidera la necesidad de implementar estos otros mecanismos de integración o reintegración comunitaria. Lo que no significa que en el tema de la gobernabi- lidad no formen un solo campo. Lo que rige al sistema de cargos es la lógica del don (que llega a manifestarse en su máxima expresión en el ofrendar, sin esperar recibir reciprocidad), cuyo objetivo no solo es el prestigio de la persona y su reco- nocimiento pleno por la comunidad, sino recrear a la comunidad misma. Es poner en escena el ideal de comunidad, hacer real la vida colectiva. Como es bien sabido, la comunitas (Turner, 1988) no es permanente, sino un momento o periodo finito, la comunidad como forma de vida para conservarse requiere implementar acciones prácticas tendientes a coincidir o a confluir en ese ideal que, en primera instancia busca preservar el orden interno o al interior de la comunidad, de ahí la importancia de contar con recursos para implementar proyectos comunitarios enfocados a dar respuesta a problemáticas sociales.
El reconocimiento asociado a la justicia redistributiva ha producido una ampliación de los espacios de participación de las comunidades en sus propios asuntos. En el tema del presupuesto directo, si antes una comunidad como Ocu- micho, recibía 250 mil o 300 mil pesos y alguna obra pequeña, de parte del ayuntamiento de Charapan y era éste además el que definía que obra pública se podía llevar a cabo en la comunidad, en la actualidad recibe entre cinco y diez millones, por el número de población que tiene (cerca de cinco mil habitantes). Además, en raras ocasiones enviaban alguna patrulla para vigilar la seguridad en la comunidad. En todas las comunidades se tienen planes para ampliar las clí- nicas locales, los servicios de limpieza, garantizar el agua potable y mejoras en las escuelas. Aunque no son municipios, los proyectos de obra pública de gasto los deben presentar también a la tesorería del estado para su autorización y de la misma manera para la comprobación de los gastos. En el tema de la impartición de justicia, las autoridades locales solo intervienen en los asuntos domésticos en los que se busca la conciliación. Aunque he conocido de casos de violencia do- méstica (de esposo hacia la esposa o de hijos hacia sus padres) en que las mismas autoridades locales recomiendan que se acuda a ministerio público, en cualquier caso, la decisión queda en manos de los afectados, quienes en ocasiones solicitan que mejor sean castigados de acuerdo a las costumbres locales. En los casos más
graves de delitos federales como robo, asesinato, las mismas autoridades tradi- cionales acuden a instancias federales. No hay una contradicción entre justicia impartida por el Estado y la justicia impartida por las autoridades locales. Sino diversas posibilidades a las que se puede acceder según lo decida la persona afectada. Pero también la apelación a instancias y organismos internacionales de derechos humanos ha permitido a las comunidades indígenas avanzar en el reconocimiento de sus derechos como sujetos colectivos. En el campo de la par- ticipación política, desde hace décadas se presentan candidatos a puestos de elec- ción popular originarios de las comunidades. Se ha discutido mucho la creación de un distrito electoral o varios, exclusivos para las comunidades purhépechas, pero hasta ahora no se ha logrado delimitar con claridad, no obstante, se siguen presentando comuneros como candidatos a puestos de elección popular. En esta ocasión, las elecciones del 2024, no será la excepción, sin embargo, la diferen- cia es que ahora cada comunidad decide si se les permite o no, ingresar y hacer campaña en la comunidad. Hay ciertos gremios como los profesores, que están muy comprometidos con ciertos partidos políticos y ha propuesto que se apoye a ciertos candidatos y que se permita la instalación de urnas. En algunos lugares como Ocumicho, San Benito, Sevina, el tema está en discusión y hay posiciones encontradas, pero en otros como Angahuan, Nurío o San Felipe de los Herreros, han cerrado las puertas a la intromisión de partidos y candidatos.
En la región el espacio público se ha diversificado, más que conducir a un cierre social, el reconocimiento de los autogobiernos ha significado la apertura a otras formas de expresión del sujeto político, en este caso de los sujetos colecti- vos. En este sentido, se puede decir que se está ampliando la base de participación democrática, pero también las formas de participación. Se están transformando las jerarquías políticas formales luego de un siglo, transfiriendo recursos y obli- gaciones o responsabilidades a los niveles más básicos de organización. Frente al modelo anterior que iba de los partidos a los ayuntamientos y no se consideraba a las comunidades o, más bien, solo se las consideraba para pedir su voto y en ocasiones se les otorgaba uno o varios regidores, pero en tanto sujetos colectivos, estaban políticamente subordinados. Ahora hay una activa participación, y se podría decir, de integración al sistema mayor, pero también otras maneras de in- tervención en el espacio público. Toda una reestructuración que tiene como punto de partida una calidad de lo étnico.
Las etnodemocracias o democracias étnicas contemporáneas, en cierto sentido son resultado de la implementación de las políticas neoliberales, que avanzaron a nivel global como sistema ideológico promoviendo el valor supremo del mercado contra la intervención del Estado y su reducción a su mínima expre- sión, cuestionando el autoritarismo político y resaltando la eficiencia del gobier- no mínimo. Destacando como fundamento del orden social la igualdad ante la ley (de los gobernantes) la rendición de cuentas y la transparencia en el uso del
presupuesto público. Frente a la impunidad, el uso discrecional del presupuesto y la opacidad en el manejo de los recursos públicos (Fukuyama, 2016). Si bien, es un dogma del neoliberalismo no utilizar los recursos públicos, en particular los presupuestarios, para garantizar la paz social, porque se incurre en populismo y en su extremo el autoritarismo, autores como North, Wallis y Weingast (2012), señalan que para contener la violencia, no se debería usar el presupuesto en pro- gramas sociales, sino, en todo caso, en inversión pública en infraestructura, salud y educación. Es decir, en obras de interés general. La base de este modelo al menos discursivamente, debería ser el Estado de derecho o la igualdad de cada ciudadano ante la ley. Lo cual, como ya ha sido constatado, cuando se refiere a minorías étnicas insertas, como sujetos colectivos, en el Estado nacional resulta bastante problemático. Aunque los contenidos de las democracias étnicas serían resultado del diálogo que establecen los sujetos políticos, con las instituciones modernas, a la vez que, con sus componentes internos, buscan dar respuesta a los retos que les plantea el neoliberalismo contemporáneo.
Sin embargo, como es bien conocido, la aplicación de las políticas neoli- berales ocasionó en la mayor parte del mundo, el aumento de las desigualdades y una apropiación desmedida, por parte del gran capital, de recursos, territorios, fuerza de trabajo y bienes comunes, generando procesos de integración subor- dinados a la globalización. En este proceso el control del territorio, tal como sucedió en el siglo XIX (Zárate, 2011), se convierte en un dispositivo funda- mental para refrendar su soberanía. Porque la pérdida del territorio, como bien lo plantearon los alegatos del siglo XIX, contra las reformas liberales de desamor- tización, los dejaría en una desprotección total, llevándolos a la pobreza extrema y convirtiéndolos en parias en sus mismas comunidades. Ya S. Sassen (2006) había señalado que los puntos sobresalientes en este proceso de globalización serían las disputas por territorio, autoridad y derechos. Pero el territorio carece de significado si no es ocupado por una población que a su vez está sometida a fuertes presiones para que abandone o al menos modifique su forma de vida colectiva. Durante décadas se impulsó la idea del territorio comunal, solo como un bien económico, no es raro que esta idea haya permeado en los valores o esté presente en la cultura local. Sin embargo, esta idea se contrapone a otra que también se ha conservado y que es entender el territorio como parte de una tota- lidad, compuesta por otros bienes patrimoniales y por personas, esta concepción es la que se destaca en su defensa y frente a los agentes externos depredadores. Eso es lo que de alguna manera se defiende en este proceso y está incidiendo en la reconfiguración del gobierno local. No la comunidad prístina, sino una que mínimamente logre mantener integrados al territorio, las personas y el gobierno local, frente a las amenazas disruptivas de los agentes del capitalismo global. Por lo mismo los consejos comunales no son equiparables a los antiguos cabildos comunales, en los actuales, la presencia de jóvenes profesionistas e intelectuales locales es notable, son quienes elaboran los discursos de reivindicación. En este
sentido lo que hasta ahora, que va iniciando este proceso, se ha puesto en práctica es una serie de acciones tendientes a subsanar las inequidades a que les tenían sometidos los ayuntamientos, controlados por partidos políticos, y a defender el territorio comunitario, como ya lo mencionamos.
En el contexto de un “gobierno populista” de izquierda (Mouffe, 2018) como podría caracterizarse al de la 4T, se discute en la opinión pública el “des- mantelamiento” de las instituciones democráticas impulsadas por el régimen neoliberal, como contrapeso al avance del mercado. El reconocimiento de de- mocracias étnicas sería un ejemplo de lo anterior. Sin embargo, detrás de este paso hay una larga lista de propuestas, arreglos y reformas que no ofrecieron soluciones tangibles a las problemáticas que estaban viviendo las comunidades. Por el contrario, agudizaron más las condiciones de extractivismo y violencia que viven las comunidades y pueblos originarios y que las han puesto en riesgo como colectividades que mantienen una forma de vida particular. El gobierno de la 4T, parecería poner en el centro a la población y el control de la población por sobre el territorio. En esto no hay cambio con respecto al neoliberalismo. En lo que si cambia es en el papel del Estado en el acotamiento o limitación del mercado. Bajo la lógica de que los programas de bienestar enfocados hacia la población más necesitada estarían atacando las causas mismas de la violencia y la base social (o restándole base social) al crimen organizado. Por consiguiente, se podría considerar que al empoderarse la gente, o la población, se logrará el control del territorio. Pues “el uso legítimo de la fuerza” tendría como soporte ideológico el apoyo de las masas populares o de la mayoría de la población. Eso se puede ver claro en el caso del reconocimiento de los “usos y costumbres” y el presupuesto directo a las comunidades indígenas. Ya que este reconocimiento no solo va acompañado del presupuesto directo sino de la aplicación de los mismos programas sociales (becas, apoyos a adultos, despensas y la ampliación de los servicios médicos). Entonces las comunidades, o los pobladores de las comuni- dades deben de ser los responsables del control de su territorio y si permiten o no la depredación forestal y la expansión de las huertas de aguacate de sus tierras, así como del actuar o repeler a los grupos delincuenciales armados.
En la utilización de los programas sociales para combatir o quitarle base social a la delincuencia, el gobierno de la 4T, parecería seguir a pie juntillas a
M. Foucault (2006), en que lo importante es el control de la población y no del territorio de manera directa. Solo que Foucault si veía al mercado (tal como lo postulan los teóricos del neliberalismo Hayek y Misses) como el regulador ideal (o el generador de orden) de la población en la sociedad capitalista, porque si esta regulación la asume el Estado se corre el riesgo del ascenso del autoritarismo, justificado en la soberanía. Mientras que el gobierno de la 4T estaría recurrien- do a una mezcla de intervención del Estado en áreas claves y para fomentar el mercado interno, defender la soberanía. A la vez que permitir al mercado actuar
en áreas no estratégicas, para el control de la población y el territorio. Es en este contexto de políticas de reconocimiento impulsadas por un gobierno de izquier- da populista, donde se insertan los nuevos autogobiernos purhépechas y donde encuentran también sus límites.
5 Reflexiones finales
Hasta ahora, ha sido la apelación a los acuerdos internacionales, en especial al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), firmados por el Estado mexicano, lo que ha permitido el reconocimiento de comunidades in- dígenas, del gobierno por usos y costumbres, así como el derecho a contar con un presupuesto propio. La democracia indígena a diferencia de la democracia liberal, que se define con base en los derechos ciudadanos y el voto secreto, libre y directo, no considera importante al ciudadano individual sino al sujeto colec- tivo. Pone énfasis en los contrapesos de los diferentes cuerpos o colectivos que conforman la comunidad (familias, barrios, asamblea) y que tanto en la vida or- dinaria como en la ritual se expresan en relaciones de complementariedad, ayuda y cooperación. Este sistema que mira hacia el interior mismo de la comunidad, ahora, frente a los desafíos que le presenta la globalización capitalista, tiene el reto de generar mecanismos de colaboración y acuerdos políticos entre comuni- dades. Hasta la fecha cuando lo han logrado ha sido cobijados por organizaciones políticas que históricamente han terminado por imponer sus propias agendas (así sucedió con la UCEZ, la ONP y otras), provocando inconformidades y rupturas. Para lo cual los nuevos gobiernos comunales deben mostrar eficacia en el manejo de los recursos y capacidad para generar acuerdos y compromisos de colabora- ción entre comunidades.
En el momento que escribo este artículo el Poder Ejecutivo, presentó ante el Congreso la iniciativa de reforma constitucional que recoge los acuerdos de San Andrés, Chiapas, y reconoce a los pueblos y comunidades originarios como sujetos de derecho y no solo como sujetos de interés público. Lo que, indudable- mente les daría mayor certeza y permitiría consolidar los procesos que están en marcha. Sin embargo, nunca y en ningún caso los procesos sociales son lineales y, como se puede notar, los gobiernos étnicos enfrentan múltiples presiones y problemas que deberán irse resolviendo en la marcha. Los arreglos y el reco- nocimiento reciente se lograron, en gran medida gracias a la voluntad del go- bierno populista de izquierda que opera tanto a nivel federal como del estado de Michoacán, pero la llegada de un gobierno de distinto signo ideológico podría modificar el avance o la dirección del proceso de autonomía. Se trata de un pro- ceso en marcha que puede tomar rumbos inciertos. Existen múltiples ejemplos, a nivel mundial, en que el arribo de gobiernos autoritarios o con un claro sesgo ideológico, étnico o religioso, encuentran artilugios para limitar los derechos de las minorías, argumentando pérdida de soberanía, posesión de recursos estratégi-
cos o garantizar la seguridad de toda la población. Además, está la gran presión que ejercen los agentes depredadores del capitalismo neoliberal sobre los bienes comunales. Frente a este panorama, el fortalecimiento de las democracias étni- cas, desde las mismas comunidades y con base en sus usos y costumbres, resulta el reto principal, para mantenerse como una forma de vida viable en el siglo XXI.
ANEXO 1
COMUNIDADES INDÍGENAS DE MICHOACÁN EN AUTOGOBIERNO
Hasta el 27 de enero del 2024 son 52 comunidades indígenas en autogobierno. De este total, 8 optaron por convenio formalizado con el municipio, 1 por convenio con el Consejo Mayor de Cherán, 10 transitaron por resolución de tribunales elec- torales y 33 optaron por el mecanismo que establece la Ley Orgánica Municipal.
CSIM = Consejo Supremo Indígena de Michoacán.
El listado de comunidades indígenas que ejercen su autogobierno y presupuesto de manera directa no es definitiva ya que continuamente se suman otros pueblos a la defensa de sus derechos.
ANEXO 2
COMUNIDADES INDÍGENAS DE MICHOACÁN EN AUTOGOBIERNO
Referencias
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