Dossier
Recepción: 20 Octubre 2022
Aprobación: 20 Diciembre 2022
DOI: https://doi.org/10.23854/autoc.v7i1.309
Resumen: Las imágenes que giran en torno al género suponen un poderoso medio de control social, lo que se puede apreciar claramente a través de un teatro feminista y revindicativo, que ha abierto la posibilidad para repensar la forma en que las definiciones de género configuran nuestra subjetividad, partiendo por poner en evidencia el carácter ideológico de estas representaciones. Este efecto se produce al revisitar los estereotipos que giran en torno a lo femenino, desarrollando una mirada crítica acerca de aquellas representaciones que han sido decisivas al momento de inducir el rol social y la disposición psicológica de las mujeres. Este artículo abordará una serie de obras teatrales chilenas que en los últimos años han intentado reconstruir nuestra noción de lo femenino, a través de una propuesta visual que activa el potencial crítico de algunos signos con que la cultura patriarcal ha sustentado las definiciones de género dominantes. Para ello, nos apoyaremos en la teoría de la performatividad del género, expuesta por Judith Butler, concibiendo al género como un hacer que lleva aparejado un parecer, lo que se expresa estratégicamente en la forma en que los vestuarios, los cuerpos y los gestos, se disponen en escena para resignificar nuestra imagen del género femenino.
Palabras clave: Teatro contemporáneo, feminismo, teatro feminista, imágenes, arte.
Abstract: Images about the gender represent a powerful mean of social control, which can be to note through a feminist theater, that has opened the possibility to rethink the way in which gender definitions configure our subjetivity, starting by show the ideological nature of these representations. This effect is produced by revisiting the stereotypes that revolve around the gender, developing a critical view of those definitions, that have been decisive for inducing the social role and the psychological disposition of women. This article will approach a set of chileans plays, that in recent years have tried to reconstruct our notion of the feminine, through a visual proposal that activates the critical potential of some signs drawn from the patriarchal culture, and their gender definitions. To do this, we will support on the theory of gender performativity, exposed by Judith Butler, to think of gender as a do that involve a look, which is strategically expressed in the way that costumes, bodies and gestures, are staged to redefine our image of the feminine gender.
Keywords: Contemporary theater, feminism, feminist theather, images, art.
1. Introducción: Una mirada feminista de las imágenes que giran en torno a lo femenino
Una mirada crítica respecto del género nos exige discutir la legitimidad de las creencias y valores que giran en torno a lo femenino y lo masculino, partiendo por cuestionarnos la violencia que conllevan las morfologías ideales asociadas al género y la relación de subordinación implícita en el orden heterosexual, entendiendo que esta violencia se construye y preserva mediante la imposición de una serie de representaciones, avaladas e impuestas culturalmente. Según Mónica de Martino (2008), el género es un primer modo de dar significado a las relaciones de poder que se extienden al interior de una sociedad, lo que opera en función de la elaboración eminentemente cultural que asumen las diferencias entre los sexos, la cual atraviesa diferentes esferas de lo social, como los universos simbólicos asociados a tales diferencias y los dispositivos que regulan dichos universos.
Para entender mejor lo recién expuesto, debemos subrayar que la construcción cultural del género se sostiene en la asignación de diferentes posiciones y roles para cada uno de los sexos, lo que se apoya en la elaboración subjetiva de estas representaciones, para lo cual la cultura patriarcal debe encargarse de que los sujetos identifiquen, internalicen y justifiquen, el modo en que la sociedad organiza las relaciones entre hombres y mujeres. Por esta razón, debemos tener presente el modo en que el orden heterosexual se objetiva a partir de nuestro universo simbólico, considerando que el género es una posición social, pero también es una posición simbólica, es decir, una posición que opera al interior de la estructura del lenguaje y sus representaciones. Partiendo de esta base, resulta relevante revisar el conjunto de metáforas que orientan nuestro modo de pensar y actuar en función del género lo que, cabe destacar, ha asumido un papel relevante dentro del lenguaje artístico durante las últimas décadas.
En este artículo, nos concentraremos en la forma en que el teatro feminista chileno está rearticulando las imágenes que giran en torno a las distinciones de género imperantes, abriendo la posibilidad de repensar la representación social de lo femenino, lo que se relaciona directamente con la intención de exponer el poder que está implícito en la reproducción de una definición, limitada y limitante, de esta categoría social. Desde esta perspectiva, vamos a entender al teatro feminista como aquel que construye una propuesta que se enfrenta al orden simbólico patriarcal, formulando una crítica a las representaciones que giran en torno a lo femenino, la que se articula a partir de las imágenes y los signos que se configuran a través de la puesta en escena teatral. Y, aunque esta definición se plantea independientemente a que los/las creadores declaren una postura definida en relación al movimiento feminista, las propuestas de estos montajes se caracterizan por incluir alguna de las premisas derivadas de los distintos feminismos contemporáneos, la que se presenta como un elemento medular del montaje.
El corpus de obras seleccionadas para este análisis se caracteriza por abordar críticamente la/s figura/s de lo femenino que se despliegan en nuestro imaginario cultural, y por encontrarse en cartelera en Chile, entre los años 2015 y 2020, siendo previas al enclaustramiento derivado de la pandemia Covid 19. Esto, asumiendo que durante estos 5 años las ideas derivadas del feminismo se estaban integrado con fuerza dentro de la representación teatral chilena, considerando la relevancia que asumían dentro de nuestra cultura las reivindicaciones que se instalaron en varias universidades chilenas durante las movilizaciones feministas del año 2018. La idea de esta selección fue absorber materiales desde distintas direcciones, incluyendo connotados/as directores y compañías nacionales, como también, compañías emergentes y/o expuestas en contextos universitarios, en cuya creación se puede apreciar el influjo de la cuarta ola feminista.
Por otro lado, debemos señalar que la particularidad de nuestro enfoque consiste en proponer un análisis basado fundamentalmente en lo escénico, es decir, en la dimensión espacial, temporal y corporal de la representación teatral, lo que le da un especial énfasis al relato visual que se propone a través de la representación. El análisis de lo escénico nos permite abordar -y subrayar- la relevancia que han asumido las imágenes y los cuerpos dentro del arte contemporáneo, lo que resulta especialmente determinante al momento de cuestionar las nociones tradicionales que giran en torno al género considerando, además, que las imágenes y los cuerpos están asumiendo un carácter político dentro del marco que propone la mirada feminista de la realidad social. Desde nuestra perspectiva, la puesta en escena se constituye como la dimensión más propia de la representación teatral pero, aún así, es un ámbito que no ha sido suficientemente explorado en el contexto chileno, considerando que la investigación teatral se ha concentrado fundamentalmente en el texto dramático, lo que hace relevante el aporte derivado de nuestro enfoque, en función del cual podemos aproximarnos a algunas posiciones que no se han perfilado de manera suficientemente clara a nivel del discurso, pero sí a nivel de las imágenes y las corporalidades, lo que resulta especialmente sugerente entre las nuevas generaciones.
Como un reconocimiento del poder que adquieren las imágenes dentro de una cultura fundamentalmente visual, un creciente número de creadores y creadoras chilenas se han interesado en revisar las nociones tradicionales que giran en torno al género, intentando develar el carácter fundamentalmente ideológico de dichas representaciones y, así, poder ampliar el terreno de lo posible, lo que resulta plausible si consideramos el papel crucial que tradicionalmente ha cumplido el arte dentro del desarrollo del imaginario colectivo. Dentro del teatro feminista chileno podemos apreciar una interesante discusión en torno a los modelos tradicionales de lo femenino, en conjunto a la emergencia de nuevas propuestas identitarias, las que cobran cuerpo para remecer las bases en que se sostiene nuestra comprensión del cuerpo, la sexualidad y las identidades, incentivándonos a mirar la realidad desde una perspectiva distinta respecto de aquella que ha sido construida por el Poder.
Cuando Michel Foucault (2007) presentó a la sexualidad humana como una organización social, concretizada históricamente, nos permitió entender que las construcciones que giran en torno al sexo se han encargado de conjugar el poder de los discursos sociales con los afectos y los cuerpos individuales, lo que ha causado que el sexo -entendido como la marca que remite a la heterosexualidad institucionalizada- se haya presentado como la causa de la conducta y el deseo sexual cuando, en realidad, este es solo el efecto del régimen de sexualidad que ha sido impuesto socialmente. En esta posición, Foucault presentó al cuerpo como el lugar para la inscripción cultural de la diferencia genérico-sexual, estableciendo que la identidad de género no nos remite a una supuesta naturaleza humana, sino que a las leyes culturales que reglamentan la forma y el significado de la sexualidad. Como señala Mónica de Martino (2008), en relación a los planteamientos de Foucault, el género aparece en primera instancia como una categoría social, la que finalmente se impondrá sobre un cuerpo sexuado, lo que presupone todo un sistema de relaciones sociales que incluyen al sexo, pero no están directamente determinadas por este.
En la misma línea, Teresa de Lauretis (2000) sostiene que las concepciones culturales acerca de lo masculino y lo femenino constituyen un sistema simbólico, a partir del cual el sexo se asocia con ciertos contenidos, valores y jerarquías, lo que convierte al sistema sexo-género en un sistema de representación, en función del cual la cultura patriarcal le confiere significado, identidad y estatus, a los miembros de una sociedad. Esto nos permite entender que las metáforas producidas en el lenguaje no solo involucran un ejercicio retórico, sino que están profundamente instaladas en la vida real, donde reside el significado de las representaciones que giran en torno a lo femenino y lo masculino. Al respecto, señala:
“Podríamos así decir que el género, como la sexualidad, no es una propiedad de los cuerpos o algo que existe originariamente en los seres humanos, sino que es «el conjunto de los efectos producidos en cuerpos, comportamientos y relaciones sociales» como dice Foucault, debido al despliegue de ‘una compleja tecnología política’” (De Lauretis, 2000: 35).
Judith Butler (2002) también se vio fuertemente influida por las ideas de Foucault, estableciendo que la dimensión normativa que constituye al sujeto sexuado descansa en el plano de lo simbólico, el que representa tanto el inicio, como la motivación y la legislación de los diversos esfuerzos individuales por corporizar o ejemplificar los contenidos asociados a la posición de género, designada por los términos del lenguaje. Y si cada uno de los casos individuales produce la ficción de una existencia natural o previa a la designación de las posiciones sexuadas, es porque el poder del lenguaje consiste en naturalizar, ocultar y perpetuar su carácter cultural y coercitivo. Al respecto, recalca el carácter productivo, constitutivo y performativo que posee el lenguaje, estableciendo que este cuenta con la capacidad de circunscribir aquello que se concibe como anterior a la significación. Y, en este sentido, argumenta: “no existe una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se construye performativamente por las mismas «expresiones» que, al parecer, son resultado de ésta” (Butler, 2007: 85).
Como podemos apreciar, la teoría feminista contemporánea ha recalcado el poder de las demandas contenidas en el lenguaje para organizar el ámbito de la representación social, lo que nos ha permitido entender que el sentido de la categoría “Mujer” no es más que el producto de la reificación de las relaciones entre los géneros, lo que establece una serie diferencial de demandas y exigencias para quienes sean definidos como mujeres o como hombres. Ya en 1949, Simone de Beauvoir se preguntaba irónicamente si las mujeres no son más que esa porción de los seres humanos a los que arbitrariamente se les designa con la palabra “Mujer”, en función de lo cual la cultura patriarcal nos ha definido como “lo Otro” respecto del hombre. Posteriormente, Luce Irigaray (1992) sentenció que las mujeres históricamente han estado sometidas a soportar las afirmaciones de otros, tanto a nivel de los actos, como de los discursos y las imágenes, lo que habría dividido a la humanidad en dos identidades subjetivas completamente diferentes, con derechos repartidos desigualmente, declarando la importancia de crear un orden social que se despliegue a partir de un sistema representacional que sea propio de las mujeres. Teniendo presente que estas premisas asumieron un papel determinante en el debate feminista de fines del siglo XX, en este artículo rescataremos algunas de las imágenes que nos ofrece la representación teatral contemporánea para revisar los límites del discurso de género dominante, centrándonos en la forma en que algunos signos del poder patriarcal se están rearticulando en función de las transformaciones que está experimentando nuestra representación de lo femenino, cuya imagen ha estado profundamente influida por las necesidades y proyecciones de la cultura heteropatriarcal.
Enfrentándose a los prejuicios y prenociones que circundaban a las mujeres de su época, Simone de Beauvoir estableció que no se nace mujer, sino que se llega a serlo, ayudándonos a comprender que el término “Mujer” no nos remite a una determinada esencia, sino a un procedimiento, es decir, al proceso de construirse socialmente como una mujer. En este sentido, señala: “todo ser humano hembra no es necesariamente una mujer; tiene que participar de esa realidad misteriosa y amenazada que es la feminidad” (De Beauvoir, 2020: 15). Y, asumiendo que la humanidad está dividida en dos categorías de individuos -cuyos vestuarios, rostros, sonrisas, cuerpos, posturas, intereses y ocupaciones, son manifiestamente diferentes-, nos ofreció todo un listado de aquellos rasgos que podríamos concebir como “femeninos”, remontándonos hasta las bases de la cultura occidental para analizar la relación que se ha establecido entre la mujer y el cuerpo, a partir de la cual históricamente se ha justificado y legitimado la subordinación de las mujeres.
Judith Butler (2002) se interesó en el modo en que De Beauvoir denunció la desencarnación del sujeto masculino y la indignidad que hasta la actualidad se le atribuye a la dimensión carnal, que sería propia de lo femenino. Al respecto, la pensadora norteamericana sugiere que la representación de la razón masculina como un cuerpo descorporizado es lo que permitió que el hombre se ubicara en lo más alto de la jerarquía ontológica, al mismo tiempo en que se presentó a la mujer como una copia pobre y degradada del hombre. Y, en relación a este tipo de imágenes, ha sido tajante en señalar que la formación del yo corporal solo se puede constituir como tal en la medida en que se imponen las citas que llamamos "femeninas" o "masculinas", desarrollando una teoría sobre la performatividad del género, que será crucial para nuestro análisis. Con su teoría, Butler puso en evidencia el poder de aquellos actos que sustentan la definición social del género, permitiéndonos entender que es esta definición la que termina por producir la estilización del cuerpo propio y no una supuesta naturaleza del género, a partir de lo cual nos ayudó a entender el poder que poseen las representaciones que giran en torno a lo femenino.
La reconocida pensadora feminista Hélène Cixous nos remite hasta el Génesis bíblico para sugerir una interesante relación entre lo femenino y su representación, en cuanto relato, estableciendo:
“La relación con el goce, con la ley, con las respuestas del individuo a esa relación antagónica y extraña perfilan, ya seamos hombre o mujer, diferentes caminos de vida. No es el sexo anatómico ni la esencia lo que los determina a lo que sea; por el contrario, es la fábula de la que nunca se sale, la historia individual y colectiva, el esquema cultural y cómo el individuo negocia con esos esquemas” (Cixous, 1995: 177).
Desde una posición más radical, Virginie Despentes (2012) también nos sugiere una interesante relación entre lo femenino y su representación, en cuanto escenificación, presentándonos a lo femenino como la puesta en escena de una serie de signos, los que se pueden relacionar con una vestimenta específica o con todo un entramado de valores, entre los que se cuentan la coquetería, el encanto y la docilidad. Todo esto se puede asociar con el modo en que Judith Butler aborda la “teatralidad del género” en su libro Cuerpos que importan, cuando analiza la autopresentación queer, como una forma de explicitar el carácter imitativo del género. Desde estas tres perspectivas, lo femenino se nos presenta como un reflejo de las normas y los valores impuestos socialmente los cuales, como señala la teoría de la performatividad del género, se expresan exteriormente a través de la reiteración estilizada de los actos y los gestos que la cultura patriarcal ha definido como propios del género femenino lo que, en sintonía con nuestro enfoque, le atribuye un carácter eminentemente teatral a las actuaciones establecidas a partir de las distinciones de género dominantes. Con esta mirada, este análisis intentará vincular la teatralidad del género, planteada por Judith Butler, con la elección de ciertos signos y ciertos cuerpos que se instalan dentro de la representación teatral feminista, abordando la forma en que las imágenes que se ponen en escena nos plantean una crítica a las distinciones de género dominantes. Y, en relación a la narrativa visual que las actuaciones del género configuran a través de la puesta en escena teatral, propondremos un concepto que resultará central para nuestro enfoque: la dramaturgia de lo femenino.
Aunque este concepto será propuesto para analizar las representaciones culturales de lo femenino en relación a la puesta en escena teatral, consideramos que su valor radica en la posibilidad que abre la representación teatral para proyectar sus signos a las conductas y comportamientos asociados culturalmente a lo femenino, incluyendo la vestimenta, los gestos y la disposición corporal que se espera de las mujeres, es decir, a las expectativas culturales que pesan sobre nosotras. Este concepto hace referencia a las posturas, los movimientos, el tono de la voz e, incluso, aquellas prescripciones que las mujeres han debido inscribir sobre sus cuerpos y rostros, como los colores de la vestimenta o del maquillaje, los que se ponen en escena de manera estratégica dentro de un teatro interesado en develar y cuestionar las representaciones de lo femenino dominantes históricamente. Y, dado que las expectativas que giran en torno a lo femenino también suponen el realce de ciertas partes del cuerpo -como el rostro, el cabello, la piel, las manos, los senos o las caderas-, estos rasgos también pueden incorporarse en esta dramaturgia, a partir de la cual se puede reconocer todo un universo simbólico relativo al género, en función del cual la cultura heteropatriarcal ha definido cierto lugar -y sentido- para las mujeres.
A partir de los elementos teóricos que acabamos de revisar, el análisis de algunas obras del teatro feminista chileno nos permitirá aproximarnos al modo en que la puesta en escena teatral se vale de los signos que se despliegan al interior de nuestra cultura, para reproducir y/o pervertir las representaciones asociadas a lo femenino, partiendo de la base que las imágenes que se producen a través de estos signos nos permiten construir un vínculo con los discursos que se están instalando dentro del escenario social, en el cual cada vez asumen más fuerza los temas asociados al género. Desde esta perspectiva, este artículo se propone abordar las problemáticas de género en relación al modo en que los relatos que giran en torno a lo femenino cobran una nueva forma dentro de la representación artística, subrayando la forma en que la puesta en escena teatral está rearticulando el sentido de aquellas imágenes que han sostenido un discurso que tiende a silenciar, reprimir y marginar a las mujeres.
Dándole especial relevancia al modo en que los signos producen y reproducen el sentido que sirve de base para la comunicación humana, rescataremos algunas imágenes a partir de los cuales el teatro feminista chileno intenta construir nuevos relatos sobre la realidad social, considerando que este impulso nos da la posibilidad de discutir el modo en que la representación artística se está planteando frente a los discursos de género dominantes, los cuales enfrentan una profunda crisis a nivel de su legitimidad. Y, partiendo de la base que este es un punto que resulta central para un teatro interesado en desnaturalizar la imagen de “La Mujer”, construida y sostenida por el pensamiento heteropatriarcal, este análisis busca destacar el poder silencioso que poseen las imágenes, las que se ponen en juego al momento de pensar -y actuar- la feminidad. A su vez, nuestro análisis nos permitirá plantear la relevancia que han cobrado los cuerpos que se ponen en escena dentro de un teatro feminista, intentando resaltar el lugar que el cuerpo está asumiendo dentro de las discusiones asociadas al género. Esto, bajo la consideración de que, aunque quizás estas problemáticas no se han planteado de manera suficientemente clara a nivel de un contradiscurso, sí se han instalado con fuerza a nivel de las imágenes artísticas, las cuales asumen un papel determinante dentro de una cultura fundamentalmente visual.
2. Imágenes y cuerpos
Si volvemos a Foucault, quien nos presentó al cuerpo como el lugar para la inscripción cultural de la diferencia genérico-sexual, podemos establecer que la dramaturgia de lo femenino nos remite a la serie de signos a través de los cuales el cuerpo se cubre de las representaciones y discursos sociales, actuando en consistencia con las definiciones establecidas por el género lo que, finalmente, termina validando el lugar que la sociedad nos ha designado como mujeres. Pero, dentro de un teatro que intenta rearticular las representaciones que giran en torno a las diferencias relativas al género, la utilización de aquellos signos que actúan como marcas de lo femenino busca perturbar la frontera que separa -y opone- a lo femenino de lo masculino, lo que actúa como una estrategia de distanciamiento, encargada de exponer cómo opera la demanda de modelar al cuerpo en base a ciertos valores y creencias establecidas culturalmente y, de esta forma, nos impulsa a cuestionarnos el modo en que las grandes estructuras se imponen silenciosamente sobre las mentes y los cuerpos de los sujetos. Por lo tanto, si asumimos que las diferencias culturales entre hombres y mujeres se inscriben externamente a través de los signos que imprimen una determinada imagen de lo femenino, la potencia que asume esta dramaturgia dentro de un teatro feminista, reivindicativo o activista, consiste en exponer las formas de dominación que se han encargado de perpetuar el imaginario que gira en torno a los géneros, lo que le da un papel fundamental a los cuerpos que se ponen en escena.
Considerando que las formas de representación dominantes se materializan en los cuerpos individuales a través de los procesos de modelización que son guiados por la cultura, podemos reconocer que los personajes que configuran las formas de representación teatral se enfrentan a una escenografía especular, que inscribe a lo femenino y lo masculino desde la mirada del patriarcado, por lo que un cuerpo solo se presenta como el cuerpo esperado en la medida que los/las intérpretes externalicen las identificaciones consideradas como correctas, en base a las imágenes impuestas culturalmente. De esta forma, la representación teatral está consolidando las determinaciones del género, construyendo a los personajes en base a aquello que la teoría de Judith Butler concibe como una “actuación del género”. Esto implica que los/las intérpretes deben imitar el conjunto de atributos, gestos y comportamientos, que se corresponden con las representaciones de género dominantes, a partir de lo cual la dramaturgia de lo femenino se activa sobre los cuerpos para reproducir las expectativas que giran en torno a los personajes. Consistentemente, los gestos y vestuarios deben permitir que las imágenes que tradicionalmente han girado en torno a lo femenino cobren cuerpo sobre el escenario, para que estas resulten reconocibles para los espectadores, lo que se produce de forma similar a como opera la identificación de los roles, cotidianamente, dentro del escenario social.
Pero, cuando nos enfrentamos a una propuesta teatral que instala un planteamiento crítico en relación a estos temas, la puesta en escena se encarga de reordenar las determinaciones del género, pervirtiéndolas u obligándolas a ceder, de modo que los/las espectadores reflexionen sobre las problemáticas abiertas a partir de estas distinciones. Esto produce un efecto de extrañamiento, causando que las imágenes que se presentan como un fragmento de la experiencia compartida socialmente, sufran una especie de deformación, provocando que nuestras percepciones habituales fallen. De esta forma, la representación teatral nos confronta con las preconcepciones e idealizaciones que portamos en relación a las diferencias establecidas por el género, produciendo una mirada crítica en relación a ellas. Con este objetivo, los recursos escénicos se encargan de darle cuerpo a un juego subversivo con los signos, echando a andar un proceso de desmascaramiento, que nos obliga a mirar la realidad desde una nueva óptica.
A través del desmascaramiento de los personajes, la puesta en escena teatral logra revelar la artificialidad de los ideales encarnados por ellos, lo que se puede apreciar claramente en Yo también quiero ser un hombre blanco heterosexual (2018), a través de un personaje que se presenta como una de las principales figuras de lo femenino impuestas por la cultura heteropatriarcal, lo que se expresa paródicamente a través de un vestuario que se presenta al modo de un disfraz: un abultado cabello rubio, una bata rosada que cubre casi todo su cuerpo y unos ruidosos tacones altos, los que se contradicen con el avanzado embarazo que ella exhibe ostentosamente. Dolores, quien representa a una madre de familia acomodada, paulatinamente se revelará como una mujer de origen proletario, que siempre ha renegado de quién es realmente, lo que se revela hacia el final de la obra, cuando el personaje avanza lentamente hacia el costado izquierdo del escenario, se quita su larga peluca rubia, se desprende pesadamente de su bata y se retira el relleno de esponja que ocultaba bajo su sostén, lo que se vuelve aún más dramático cuando se deshace del redondeado corpóreo que había permanecido oculto bajo la bata, simulando un embarazo que, escénicamente, se presentaba como una marca de feminidad.
Al igual que este montaje, muchas de las obras que poseen un sello feminista dentro del teatro chileno se valen de los principales estereotipos que giran en torno a lo femenino, generando imágenes que permiten exponer los prejuicios contenidos en las construcciones de género dominantes. Entre ellas, cabe destacar la fuerte presencia que asumen colores como el rojo y el rosa dentro de la puesta escena feminista, lo que se expresa tanto en el vestuario, como en la escenografía y la iluminación. Ya sea a partir del rosado que tradicionalmente se asocia a la feminidad y la inocencia, o de la pasión y la fuerza asociadas al rojo, estos colores resultan determinantes a nivel escénico, como expresión de aquello que hemos denominado dramaturgia de lo femenino. Esto se puede apreciar a partir de la relación simbólica que existe entre estos colores y el mundo del amor, la candidez y el romanticismo, utilizándose como signos que nos remiten directamente al mundo de lo femenino y, a través de ellos, para proponer imágenes en que estos signos se presentan como marcas de feminidad.
A partir de esta operación, la creación teatral reconoce el poder que poseen las construcciones culturales para darle forma al mundo de lo femenino, pero también se incentiva un debate acerca de los propósitos reguladores del régimen de sexualidad que se apoya en estas representaciones para perpetuar el lugar de las mujeres dentro de la sociedad. En este sentido, la rearticulación crítica de estos signos pone en evidencia las limitaciones del campo de representación que la cultura heteropatriarcal impone, pues mientras se señala la fuerza de los estereotipos imperantes, también se deslegitima el poder de los prejuicios que estos traen consigo, lo que se puede apreciar, por ejemplo, cuando el color rojo o un rosado brillante se disponen en escena para remarcar la osadía, el atrevimiento y la audacia de las nuevas generaciones.
En Yo también quiero ser un hombre blanco heterosexual (2018), la fuerte presencia que asume el color rosado a nivel del vestuario se relaciona con los estereotipos que giran en torno a la oposición binaria que se establece a partir del género, proponiendo una interesante relación entre las formas de dominación -y exclusión- derivadas de esta construcción cultural y la serie de engaños que fabrica la protagonista de la obra quien, siendo una mujer negra y lesbiana, decide convertirse en un hombre blanco y heterosexual, el cual se presenta como una figura ideal dentro del orden heteropatriarcal. Puta Madre (2018) también se vale del color rosa para convocar a una de las figuras ideales que nuestra cultura ha construido en torno a lo femenino, la cual será representada por Cleopatra, hija de la protagonista, quien anhela convertirse en una esposa y madre de clase acomodada. Su imagen se tensionará con la fuerza y el descaro de la madre, quien en todo momento estará cubierta por el color rojo, tanto en el pelo y el vestuario, como en el aura que la rodea en escena. En Paisajes para (no) Colorear (2018), la relación entre el rosa, la feminidad y la inocencia, se articula irónica y poéticamente a través de una imponente casa de muñecas de color rosado, que se ubica en un costado del escenario, en conjunto a una mesa y un par de sillas del mismo color, todo lo cual despliega un potente halo rosa a nivel de la iluminación. En todas estas representaciones el rosado produce imágenes que hacen referencia a la sensibilidad, dulzura, coquetería y fragilidad que la cultura les ha atribuido a las mujeres, pero se utiliza de forma tal que su presencia pueda generar una forma de distanciamiento, a partir de lo cual este signo asume una nueva función dramática.
A nivel teatral, esta estrategia consiste en exacerbar ciertos elementos escénicos, para construir una mirada crítica respecto de lo que acontece sobre el escenario, permitiéndonos revisar la dimensión ideológica que se oculta en toda representación. En este caso, el rosa y el rojo actúan como signos de feminidad, los cuales se disponen en escena de un modo que permite desarticular paródicamente la representación tradicional de lo femenino. Esto también se puede apreciar en la forma en que el rosado se contrasta con otros elementos escénicos, con el fin de rearticular el sentido que suele asumir este color a nivel simbólico. Al respecto, es interesante señalar que estos montajes también comparten el carácter de la iluminación, a partir de la cual se produce una atmósfera oscura, lúgubre y triste, la que produce imágenes que tensionan la fuerte presencia que asume el color rosado. Esto se puede interpretar en relación a la oscuridad representada por los valores y las normas que han limitado el lugar de la mujer dentro de la cultura, exponiéndonos a constantes situaciones de marginación y violencia. Por ejemplo, en Paisajes Para (no) Colorear, el cruce entre ambos elementos se puede apreciar claramente si consideramos que la casa de muñecas rosada se presenta como un lugar que mezcla el juego con el adoctrinamiento, la cual se ubica dentro de un sitio eriazo, que simboliza la presencia del peligro que amenaza constantemente a las mujeres, especialmente las más jóvenes. Esta tensión también se puede apreciar en Yo también quiero ser un hombre blanco heterosexual, donde el color rosado pastel, que caracteriza a las escenas que se ubican en el nivel superior del escenario, actúa como una “trampa visual” que produce un cruce entre el mundo de fantasía creado por la protagonista y la violencia sexual -y simbólica- que se encuentra a la base de ese montaje, todo lo cual permite enfatizar el derrumbe que experimentará el mundo de mentiras y engaños representado por la “familia feliz” que le da sentido al relato.
La obra Matria (2017) también se nutre del humor y la parodia, para presentar a las corporalidades y el vestuario como estrategias de distanciamiento, las cuales resultarán fundamentales para instalar una perspectiva crítica sobre el constructo cultural de la maternidad y la feminidad. El vestuario de este montaje tiene como base un enterito color carne, que se complementa con la paleta de colores pastel que posee toda la escenografía, lo que teñirá de un tono rosado todo el mundo creado por la representación, la que se plantea irónicamente en torno a algunos de los principales estereotipos que giran en torno a las mujeres. Esto se puede apreciar claramente en un cuadro titulado “Coro de madres”, en el cual tres actrices incluyen en su vestuario un tocado rosado con la forma de los pétalos de una flor, a partir del cual se construye una exacerbación irónica de la dulzura y la suavidad que se espera de las madres. Desde esta lógica, ellas se nos presentan como meros adornos, lo que, en conjunto a la forma de interpretación gestual que caracteriza a este montaje, enfatiza lo enraizadas y pasivas que deben permanecer las mujeres para encajar en los roles que la sociedad define según el género. Así, los cuerpos que se ponen en escena -y las formas y colores que los cubren- resultan fundamentales para crear imágenes que subrayan las premisas que sirven de base para la representación.
Mari Torras reconoce el poder de la gramática que se articula en función de la diferencia establecida por el género, la cual exige que los cuerpos sean legibles y reconocibles a partir de sus apariencias y atributos, los que se instalan socialmente como marcas de feminidad o masculinidad. Desde esta perspectiva, Torras sostiene que el cuerpo es tanto la causa como el efecto de los procesos que se desarrollan en las redes conceptuales binarias, las que se materializan a través del lenguaje como textualización, estableciendo: “el cuerpo es un texto; el cuerpo es la representación del cuerpo” (Torras, 2007: 15). Esta premisa resulta especialmente significativa si consideramos que las obras analizadas se valen del cuerpo de las intérpretes para hacer visibles los condicionamientos asociados a las diferencias de género, representando la forma en que se proyectan los ideales sociales, a partir de una dramaturgia que se plantea como cualquier otro texto. En relación a esta dramaturgia, podemos apreciar que en las obras analizadas la presencia de la falda también cumple un papel relevante como marca de feminidad, presentándose como un signo que produce una asociación inmediata con ese mundo que se define como “femenino”.
Este elemento asume un sello característico en Matria, donde cada época representada se configura en relación a un determinado tipo de falda, las que se diferencian a partir de la silueta, el largo y la rigidez de la tela, permitiendo enunciar escénicamente el modo en que lo femenino ha cobrado cuerpo a lo largo de la historia. Y, para tensionar críticamente los lugares comunes asociados a lo femenino, la falda también se presenta como un elemento que condiciona el movimiento y la expresión de los cuerpos, lo que pone en evidencia las restricciones que este tipo de vestuario tradicionalmente les ha impuesto a los cuerpos femeninos. De esta forma, la puesta en escena expone el modo en que la cultura patriarcal se las ha arreglado para producir cierto estilo corporal asociado al género femenino, el que actúa por contraste a las posibilidades representadas por el vestuario masculino, lo que también se puede apreciar en Xuárez (2015), donde la mera aparición de una falda bastará para representar aquello que la cultura define como femenino, al mismo tiempo en que su presencia permite rearticular los signos del poder masculino, todo lo cual se produce a partir de una renovada imagen del personaje de Inés de Suárez.
Esta puesta en escena se inicia bajo un oscuro absoluto, a partir del cual gradualmente se bosquejará una figura sobre el escenario, la que llama instantáneamente la atención por cargar una pesada armadura sobre su cuerpo y sostener la cabeza de un indígena en una de sus manos. A medida que el personaje se despoja de su casco, la tenue iluminación hará visibles los rasgos de esta figura la que, lejos de nuestras expectativas iniciales, se presenta como una mujer madura, proveniente de un tiempo pasado. Paulatinamente, el personaje comenzará a posicionarse en su rol de mujer, lo que cobra cuerpo a medida que ella va modificando su vestuario y su gestualidad, a partir de la incorporación de una falda larga de cuero negra. Posteriormente, este signo permitirá producir un cruce respecto de las definiciones tradicionales del género, lo que se remarca en una escena donde se presenta a un Pedro de Valdivia vestido de falda, por oposición a una Inés de Suárez portando una armadura, todo lo cual instala una potente crítica a las lógicas de dominación patriarcales. De este modo, los signos de lo femenino y lo masculino se utilizan estratégicamente para generar imágenes que proponen una rearticulación de las expectativas asociadas al género lo que, en gran medida, consiste en exhibir a las formas que representan las diferencias entre hombres y mujeres como una “máscara”. Y, si consideramos que esta es la máscara que los sujetos deben portar para inscribirse al interior de la trama a partir de la cual se ha construido la historia, su presencia no solo consiste en eludir ese centro fijado por los discursos de género dominantes, sino que en cuestionar las formas que establecen cómo debe ser/estar una mujer lo que, en el caso de Xuárez, implica un replanteamiento crítico de la forma en que este personaje ha sido presentado por el relato histórico.
3. La máscara
Como señala Michel Foucault (1979), el cuerpo es un objeto privilegiado para una voluntad de dominio, pues a pesar del carácter abstracto que es propio de los discursos y las representaciones sociales, estas producen efectos concretos en las vivencias individuales, dado que logran penetrar el espesor mismo de los cuerpos. Desde esta perspectiva, surge la certeza de que no es solo el género el que se debe abordar como una realidad que depende sustancialmente de lo social, sino también el cuerpo, cuya posibilidad de inscribirse adecuadamente dentro de la realidad social también deriva de la reiteración de las normas y valores establecidos culturalmente. En relación a las obras analizadas, la relevancia que asumen las corporalidades que se ponen en escena se puede apreciar en el modo en que las imágenes ponen de manifiesto las fuertes presiones que la sociedad le impone a los cuerpos a nivel de la significación, lo que se genera en la medida que el cuerpo de los/las intérpretes exhibe en su superficie la orden de transformarse en un determinado signo cultural. Y, paralelamente, en el modo en que estas imágenes desarrollan una rearticulación crítica de las construcciones culturales que giran en torno al género, lo que se produce en la medida en que los cuerpos rehúyen los condicionamientos que históricamente han pesado sobre las mujeres -y los hombres-.
Dentro de las diferentes estrategias desplegadas por la puesta en escena contemporánea, queremos destacar la posibilidad que posee la representación teatral para dejar en evidencia la presencia de la máscara, que está implícita en toda interpretación teatral, poniendo a la vista de los/las espectadores el modo en que la conducta femenina se estructura socialmente, lo que se produce al transgredir el ilusionismo de la representación y resaltar a nivel visual la actuación que se define en función del género. De esta forma, el teatro feminista se vale de las imágenes para demostrar la acción de control que ejercen las representaciones asociadas al género, permitiendo que el artificio de la máscara asuma una dimensión crítica. Esto se materializa al darle cuerpo a aquella dramaturgia que señala qué conductas se esperan de las mujeres, resaltando la condición teatral que es propia de la actuación social del género, lo que abre la posibilidad de desenmascarar el carácter ideológico de esta construcción y, a su vez, de develar la profunda relación que se construye entre el Poder y las imágenes.
Esta operación se puede apreciar en aquellas obras que intentan poner en crisis el sistema de representación dominante, a partir de cuerpos que eluden la frontera impuesta por las distinciones definidas por el género, lo que se produce al incluir en escena algunos signos que se encargan de parodiar o subvertir el mecanismo de esta construcción. Dentro de estas propuestas, cabe destacar las obras de la compañía La niña horrible, entre las cuales se puede apreciar un afán por liberar a los personajes de los estigmas que pesan sobre ellos, perturbando los ideales asociados a lo femenino, hasta convertirlos en seres impredecibles. Esto asume un sello característico cuando son hombres quienes interpretan a las mujeres que protagonizan las historias, en cuyo contexto los actores juegan a extremar los gestos y conductas asociadas a lo femenino, enfatizando el movimiento ondulante de los cuerpos y los agudos chillidos de la voz, lo que se complementa con un maquillaje excesivo, pelucas exuberantes, tacones ruidosos y emociones desmedidas. De esta forma, el cuerpo travestido de los intérpretes logra tensionar los roles femeninos demostrando, entre otras cosas, que la dualidad asociada al género no es más que una representación. Como señala Lola Proaño, la idea de este tipo de representaciones es teatralizar conceptos sin necesidad de explicitarlos, lo que produce una modificación teatral del cuerpo y la gestualidad, que abre la posibilidad de revelar la artificialidad de los roles de género, o bien, la violencia de género que producen las transformaciones de la estructura patriarcal, todo lo cual actúa en defensa de las identidades fijas.
La propuesta al exhibir la contingencia de la identidad femenina y masculina niega la “determinación”, la necesidad de que esos cuerpos y esos roles sean así de manera indefectible. Por eso, esta crítica funciona también como liberadora de ese determinismo que se quiere imponer como natural, es decir actúa como desmentido a la organización del mundo presente que se ha pretendido o aún se pretende, afirmar como necesaria. El resultado es la negación de la realidad “verdadera” como necesidad. Cuestiona así los modos de existencia del sujeto femenino y masculino en tanto se propone demostrar la posibilidad de la existencia de otro sujeto. El lenguaje teatral construye en la escena un espacio de subjetividad donde aparece un nuevo sujeto -tanto femenino como masculino-, que habla por sí mismo y se ubica en la posición de emisor que se apropia del lenguaje corporal en un reclamo que exige la autodeterminación (Proaño, 2016: 28).
Como se puede apreciar en las obras analizadas, esta nueva mirada respecto del género se suele expresar en una estética que se caracteriza por unos gestos claros y precisos, que activan una actitud mucho más física por parte de los/las intérpretes y un estilo mucho más visual de la puesta en escena lo que, desde nuestra perspectiva, parece demostrar que los discursos de género resultan difíciles de rearticularse en el propio discurso, no así en el plano de las imágenes, las cuales poseen un carácter mucho más directo y eficiente. En este nuevo marco, la noción de lo femenino tiende a desplazarse desde el plano del ser al plano del parecer, reconfigurando la relación entre los cuerpos y las imágenes, para evidenciar el carácter netamente cultural de las representaciones que giran en torno al género. Esto se puede apreciar en aquellos montajes donde las actrices y/o los actores interpretan los roles femeninos enfatizando grotescamente los signos de la feminidad, pero también se puede abordar activando el polo menos explorado de la estrategia que podemos definir como “travestismo escénico”, donde la puesta en escena se vale de los signos de la masculinidad que han sido desplegados por la cultura heteropatriarcal para pervertir las distinciones de género dominantes, amplificando, diversificando o desintegrando nuestra noción de lo femenino.
Como sostiene Judith Butler (2002), la cita de las definiciones de género dominantes solo se manifiesta como algo teatral en la medida en que se haga hiperbólica la convención discursiva que la configura lo que, entre otras cosas, nos permite imaginar una (de)construcción paródica de las figuras tradicionales de lo femenino. En relación a este punto, la pensadora norteamericana presentó el fenómeno del travestismo como una alegoría de la heterosexualidad dominante, explicando que la parte del género que se actúa no involucra una supuesta "verdad" del género, sino que es el signo que se encarga de representarlo. Desde su perspectiva, el drag no nos remite a un cuerpo en particular, sino a la figura de un cuerpo, poniendo a la vista el ideal morfológico de lo femenino, dado que la forma en que el performer altera la relación entre su anatomía y el género que se actúa permite identificar la autonomía del sexo respecto del género, dejando en claro que el signo del género no es lo mismo que el cuerpo que lo figura, aunque sin ese cuerpo este signo no podría ser leído.
Recordemos que para Judith Butler (2007) el género es performativo, dado que es el mismo sujeto el que conforma la identidad que se supone que le corresponde, siendo el género el que constituye al sujeto y no al revés. Con esta mirada, nos hizo concebir al género como una actuación, subrayando el carácter meramente representacional del género, a partir de lo cual nos permitió entender que la teatralidad es propia de la actuación desde la cual el género cobra cuerpo. Paralelamente, Butler nos hizo revisar el fenómeno del travestismo a partir del cual podemos apreciar claramente el modelo que regula la actuación del género, señalando que una figura que diverge del modo en que la norma debería leerse logra demostrar que la representación del género no es más que un artificio. Desde nuestra perspectiva, esto resulta estratégico para un teatro que se apoya en el artificio escénico para exponer la artificialidad de las formas de representación dominantes lo que, como hemos señalado previamente, se puede apreciar claramente en Yo también quiero ser un hombre blanco heterosexual, montaje que desarrolla un hilarante juego con el artificio teatral, para demostrar el carácter ficcional y artificioso de las jerarquizaciones de género, clase y raza los que, junto a la edad y la etnia, representan los cinco escenarios complementarios en función de los cuales operan las principales formas de exclusión de nuestra sociedad. Este efecto se produce de diferentes formas a lo largo de la representación: al destacar el significado simbólico que asume el color de los vestuarios, para señalar el género de los personajes; cuando se da vida a los distintos niveles de la escenografía o se realzan los usos del lenguaje oral, para enunciar las jerarquías asociadas a la clase social; o bien, cuando se exhibe el color del maquillaje y los ademanes del cuerpo, al modo de una máscara, para resaltar el poder de los estereotipos sexuales y raciales.
Purificación Mayobre (2002) sostiene que cuando Judith Butler estableció el carácter performativo del género estaba interpretándolo como una máscara, imagen que le habría permitido utilizar este término en un sentido muy próximo a la acepción teatral de representación de un personaje lo que, como hemos señalado previamente, se encuentra en la base del análisis que estamos desarrollando en relación al teatro feminista chileno. En su reconocido libro, El género en disputa, Butler se basó en el concepto de la mascarada, elaborado por Luce Irigaray, para extraer la idea de que el género es esta máscara. En este contexto, la pensadora norteamericana presentó el ser mujer como un disfraz, reflexionando sobre las posibilidades que abre la diferenciación entre “ser” y “parecer” y, de esta forma, sobre el potencial crítico que descansa en la mímesis. Este tipo de reflexiones repercutieron con fuerza dentro de las artes visuales, que le dieron un lugar determinante a la estrategia de la mascarada para abordar una crítica a las representaciones de lo femenino gestadas al amparo de la cultura patriarcal. Como señala Luisa Posada:
“La puesta en acto de la diferencia sexual se convierte en Irigaray en mímesis de los discursos excluyentes, que no se limita a repetirlos reforzándolos, sino que en la propia mímesis les da la vuelta. Butler señala que en esta operación ‘la voz que surge actúa como un ‘eco’ del discurso del amo; sin embargo, este eco deja claro que existe una voz’, por lo que la imitación ‘crea un lugar para la mujer donde antes no lo había’. De manera que en esa mímesis se moviliza el lugar de la ausencia y las exclusiones del discurso quedan al descubierto porque las palabras del amo suenan diferentes cuando son pronunciadas por alguien que, mediante su habla, su recitado, está socavando los efectos supresores de su afirmación’” (Posada, 2015: 75).
En relación a la práctica teatral feminista, consideramos que la estrategia de la mascarada se puede asociar al modo en que la puesta en escena expone la forma en que la máscara social se inscribe sobre los cuerpos de las intérpretes, poniendo en evidencia el artificio que está implícito en la actuación de lo femenino, de modo que los personajes logren reformular los criterios de identidad impuestos culturalmente, lo que se juega fundamentalmente a nivel de las imágenes. Con este tipo de estrategias, el teatro feminista chileno está cuestionando el carácter esencialista de las definiciones de género articuladas por los discursos dominantes y, desde ahí, está permitiendo que el lugar de lo femenino se amplifique, multiplique y diversifique, incluyendo dimensiones que tradicionalmente han estado excluidas de las construcciones de género gestadas al amparo de la cultura heteropatriarcal. Esto se puede apreciar claramente en Puta madre, donde la protagonista de la obra es una prostituta madura, que transgrede la forma en que debe “ser” una mujer, a partir de la forma en que debe “verse” una madre, lo que permite activar la fuerza subversiva que descansa en la mimesis teatral, para parodiar las bases del discurso falogocéntrico. Este montaje se cuestiona los regímenes sexuales dominantes, reivindicando el deseo y la subjetividad representada por una prostituta, a partir de la cual se problematizan las idealizaciones que giran en torno a lo femenino y la invisibilización de los universos populares, que se encuentran en los márgenes de nuestra sociedad. La protagonista de la obra es una mujer de cabello corto y rojo, quien se ha esforzado durante años para adquirir la autoridad que le permite dominar completamente su entorno, cuyo dominio cobra cuerpo a través de gestos firmes, crudos y rudos, que demuestran cierta masculinización, lo que se refuerza a través de su vestuario el cual, siempre en un tono rojo encendido, nos remite a la figura de una dominatrix.
Cuerpos que hablan (2018) también aborda la figura de la dominatrix, señalando las contradicciones que experimentan aquellas chicas que buscan superar la condición de sumisión impuesta por las construcciones culturales que giran en torno al género, desplegando una serie de reivindicaciones relativas al lugar de las mujeres dentro de la sociedad. Paralelamente, este montaje nos presenta a una mujer que se ha cubierto de un “disfraz masculino”, a partir del cual busca acceder a los privilegios que esta posición asume dentro de la sociedad patriarcal. Este personaje representa a una empresaria, quien viste de traje y plantea sus ideas con una voz firme y determinada lo que, en conjunto a la forma en que se desplaza sobre el espacio, le permiten desplegar todo su poder en escena. Algo similar ocurre en la obra Sentimientos (2013, 2015 y 2016), montaje que se organiza a partir de una serie de voces femeninas, donde el personaje de la profesora Francisca se presenta por oposición a la feminidad, sensualidad e inhibición representados por la protagonista de la obra.
Al igual que la empresaria de Cuerpos que hablan, la profesora Francisca viste de traje y se expresa con una voz grave y dura, complementada con movimientos pesados y gestos grotescos. De esta forma, la puesta en escena configura la imagen de una mujer que se ha masculinizado para acceder a la posición de poder que ha logrado detentar dentro del colegio, en función de la cual se encargará de controlar que la protagonista -una niña de edad escolar- respete aquellos tabúes que definen la frontera entre lo propio y lo impropio. En Yo también quiero ser un hombre blanco heterosexual, la protagonista también se ve fuertemente presionada por las exigencias del orden social dominante, ante lo cual decide someterse a constantes transformaciones físicas -pasando de ser una joven, haitiana y lesbiana, a convertirse en un hombre, blanco y heterosexual-, todo lo cual permite establecer que las identidades configuradas por el género solo se basan en la imitación de los modelos establecidos culturalmente, destacando la valoración que la cultura heteropatriarcal profesa en relación a los atributos considerados como “masculinos”.
Xuárez también nos presenta a una mujer que posee muchos de los rasgos denominados masculinos -como la decisión, la valentía, el orgullo, la estrategia y la fuerza-, llevándonos a reflexionar sobre las limitaciones que la cultura patriarcal les imponía a las mujeres en el contexto histórico en que vivió la protagonista de la obra lo que, al igual que en obras como Dark y Matria, se cruzará estratégicamente con las formas de dominación que aún están vigentes dentro de nuestra sociedad. Este montaje surgió de la intención de revisitar el relato que nuestra sociedad ha construido en torno a Inés de Suárez, intentando deconstruir los mitos que giran alrededor de este personaje, el que se plantea en escena a través de una actuación disonante respecto de las clasificaciones de género dominantes. En este marco, la externalización de ciertas conductas o disposiciones corporales consideradas como “masculinas” se deben leer en relación a las formas de jerarquización que derivan de los valores, normas y creencias que operan al interior de la matriz heterosexual, a partir de lo cual la imagen de este personaje instala la premisa que la dualidad asociada al género no es más que una representación cultural.
Si estamos de acuerdo en que nos constituimos como mujeres -u hombres- en la medida que funcionamos como tales dentro de la estructura heteropatriarcal, estamos reconociendo que las construcciones que oponen lo femenino respecto de lo masculino dentro de un determinado sistema representacional son las que determinan las posibilidades y los límites para cada una de estas posiciones. Por lo tanto, podemos establecer que una rearticulación crítica de los signos del poder patriarcal a nivel escénico intenta exponer la violencia que la representación de lo femenino ejerce cuando nos induce a creer que la posición de las mujeres dentro de la estructura social no es más que el producto residual y descartable de las posiciones que ocupan los hombres. En este sentido, Xuárez absorbe los operadores que clasifican y distribuyen los universos simbólicos asociados al género, en función de los roles y las expectativas sociales, para resquebrajar la imagen de la mujer que hemos heredado históricamente. Esto se logra al rearticular la máscara que configura la imagen de lo femenino, desestabilizando los signos impuestos culturalmente, para cuestionarnos acerca de la relevancia de las mujeres dentro de la sociedad lo que, a su vez, permite exponer el poder de los mecanismos que han producido una mirada sumamente limitada respecto de las mujeres.
Hasta hace algún tiempo, el hecho de que una mujer se vistiera o actuara como un hombre podía explicarse considerando que el poder estaba profundamente asociado a la masculinidad, lo que se presentaba como un reflejo ideológico del sistema de privilegios dispuestos por el orden patriarcal. Pero, dentro del marco producido por un teatro feminista, la masculinización de la mujer se puede entender como una posibilidad para criticar los modelos establecidos, lo que se logra a partir de un gesto claro y preciso, si consideramos que las significaciones asociadas al género están fuertemente dicotomizadas. Con esto estamos señalando que el valor de una imagen radica en detectar aquellos signos que ponen en crisis la frontera que divide al mundo en una esfera masculina y otra femenina, develando los estigmas y limitaciones que la cultura heteropatriarcal históricamente le ha impuesto a las mujeres. De esta forma, la representación teatral nos permite observar críticamente los distintos “disfraces” que han debido portar las mujeres para inscribirse al interior de un mundo construido por los hombres. Esto se puede apreciar claramente al final de la obra Dark (2016), cuando Juana -la protagonista- se ubica pasivamente en el fondo del escenario, mientras tres de los personajes masculinos se encargan de desvestirla, modificando su silueta con distintos atavíos: un uniforme azul, guantes de aseo y una escoba, para representar a una empleada; tacones, falda corta y una peluca rubia, para configurar la presencia de una prostituta; un jumper escolar y una capucha, para traer a escena a una estudiante secundaria; un manto azul sobre el cabello y un rosario en la mano, para referir a la virgen. Entre estas imágenes también emerge la figura que sirve de referencia para el desarrollo de este montaje, Juana de Arco quien, al igual que la Inés de Xuárez, porta una armadura y una espada lo que, como hemos señalado previamente, permite torcer el sentido de los signos del poder patriarcal, para poner en escena la figura de una mujer que ha tenido que asumir una máscara de masculinidad.
El resultado es que, ante la sorpresa del espectador, queda en evidencia que los cuerpos asignados a los hombres y las mujeres son una máscara fácil de reproducir o desconstruir. Así el teatro desafía órdenes de sentido y órdenes de representación e invita a repensar e imaginar un mundo diferente al que conocemos y que nos ha sido entregado. Ha aparecido en la escena el cuerpo del género, territorio escénico donde se escriben versiones alternativas a las del discurso imperante y la escena ha des-cubierto los procedimientos políticos que la historia ha tomado como naturales sin juzgarlos para desarticularlos (Proaño, 2016: 27-28).
4. A modo de conclusión: Algunas formas en que el teatro chileno está planteándose en contra de las oposiciones binarias
Con mayor o menor fortuna, las protagonistas de estas obras se enfrentan a los condicionamientos impuestos en base a las expectativas que derivan de los roles que la cultura patriarcal designa para las mujeres. Esto les exige desafiar el universo simbólico a partir del cual se concibe el valor de los rasgos asociados a lo femenino, cuyas formas y ciclos se han utilizado como justificación para restringir el acceso de las mujeres -y los hombres feminizados- a ciertas posiciones y derechos. Por un lado, estos personajes rechazan la sujeción de las mujeres al ámbito de lo privado y, desde ahí, su dependencia respecto de la maternidad, la familia, la crianza y los cuidados. Por otro lado, ellas emplazan la exclusión del mundo social y las narrativas históricas que sufren las mujeres, ante lo cual el cuerpo femenino suele ser concebido como un límite. De esta forma, el teatro feminista chileno confronta las imágenes de lo femenino que nos ha heredado la cultura heteropatriarcal, la que históricamente nos ha presentado a la mujer:
“como si, separada del exterior donde se realizan los intercambios culturales, al margen de la escena social donde se libra la historia, estuviera destinada a ser, en el reparto instituido por los hombres, la mitad no-social, no-política, no-humana, de la estructura viviente, siempre la facción naturaleza por supuesto, a la escucha incansable de lo que ocurre en el interior, de su vientre, de su ‘casa’” (Cixous, 1995:18).
De manera similar a las otras obras comentadas previamente, Xuárez aborda temas como el poder, el amor y la maternidad, para señalar algunas de las estrategias de las que se vale el poder patriarcal para convertir a las mujeres en sujetos predecibles y viables, incitándonos a conservar la posición que la sociedad nos designa en función de nuestro sexo. Tomándolo como ejemplo, hemos podido apreciar que cuando la representación teatral pone en evidencia la lógica en función de la cual la realidad se encuentra divida en dos mundos opuestos, los cuerpos femeninos -o feminizados- que se ponen en escena enuncian el modo en que las mujeres se han visto sometidas bajo el imperio de las clasificaciones binarias. A su vez, hemos podido advertir que cuando la puesta en escena expone la relación arbitraria que se produce entre el significante y el significado de un signo, la representación abre la posibilidad de desestabilizar y reactivar las imágenes lo que, dentro de un teatro reivindicativo y feminista, permite poner en obra la profunda violencia que se produce al dividir la realidad en dos polos antagónicos. De una u otra forma, la intención de reinscribir las imágenes que giran en torno a lo femenino abre la posibilidad de cambiar las visiones que adscriben a las mujeres a una determinada posición dentro de la estructura social, desmitificando o desajustando los valores asociados a cada género, lo que nos permite concluir que, a nivel escénico, el teatro feminista chileno se caracteriza por seleccionar ciertos signos y ciertos cuerpos, los que permiten instalar una crítica a las distinciones de género dominantes, ofreciéndonos imágenes a partir de las cuales la representación rearticula el imaginario que gira en torno a lo femenino.
Valiéndonos de una serie de obras que construyen una propuesta que se enfrenta al orden simbólico patriarcal, nuestro análisis ha desplegado una serie de imágenes que buscan tensionar el imaginario colectivo, intentado señalar la forma en que el teatro chileno se está cuestionado las diferencias asociadas al género y, especialmente, la definición cultural de lo femenino. Por un lado, estas imágenes nos plantean que los roles que la sociedad ha distribuido entre hombres y mujeres pueden realizarse por cualquiera, lo que se subraya en la medida en que los signos que se ponen en escena logran exponer el carácter excluyente del mecanismo en que se sustentan las diferencias asociadas al género. Por otro lado, estas propuestas develan el carácter ideológico de las representaciones que giran en torno a lo femenino, en cuyo marco el travestismo escénico puede interpretarse como una deconstrucción paródica de la ley de coherencia heterosexual, la que consiste en exponer, perturbar y/o pervertir, los lineamientos asociados al género. Como señala Gricelda Pollock (2013), la deconstrucción feminista de las representaciones asociadas a lo femenino posee gran relevancia política, considerando que estas representaciones han permitido garantizar la hegemonía de la cultura masculina, “a través de cuyos procesos variables se producen, renegocian y fijan en jerarquías relativas las categorías mujer/feminidad y hombre/masculinidad” (Pollock, 2013: 174).
Como hemos señalado previamente, la semántica biologizante que impera sobre nuestra cultura ha transformado a la diferencia biológica entre hombres y mujeres en uno de los pilares fundamentales de la diferencia, naturalizando las formas de jerarquización y dominación imperantes, en cuyo marco las imágenes impuestas por el género asumen un papel decisivo. En relación a este punto, nos hemos valido de la representación teatral contemporánea para abordar las formas de asignación que configuran el marco simbólico de las relaciones sociales, señalando el modo en que nuestra cultura exige que las definiciones relativas al género se expresen claramente en el plano de las apariencias. Y, desde esta perspectiva, hemos destacado las estrategias de control a partir de las cuales la sociedad se encarga de que nuestros cuerpos hagan posible leer, interpretar y reconocer, nuestra posición de género, la que se instala culturalmente como si fuera la única legítima. Al respecto, podemos sintetizar los principales puntos de nuestra exposición en las palabras de Meri Torras, cuando establece: “O se es mujer o se es hombre, se pertenece a una de las dos categorías y se participa irremisiblemente de una mayoría substancial de sus atributos más definitorios (en tanto que el otro se define por la falta de ellos)” (Torras, 2007: 12).
Frente a esto, algunos ejemplos extraídos del teatro feminista chileno nos han permitido discutir la forma en que la cultura patriarcal opone y jerarquiza a los cuerpos, considerando que esto ha convertido al cuerpo femenino en un entramado simbólico de carácter político. Con esta mirada, hemos abordado algunas de las imágenes con que la representación teatral intentar resquebrajar la solidez de las posiciones asociadas al género, poniendo un especial énfasis en la forma en que la puesta en escena logra reactivar los signos configurados por la cultura patriarcal, intentado corroer el sistema representacional dominante. Por un lado, estas imágenes ponen en cuestionamiento el ideal de unidad, coherencia y permanencia de nuestros sistemas de representación, perturbando las bases del pensamiento dualista y, con ello, la oposición entre lo femenino y lo masculino. Por otro lado, ellas ponen en evidencia las exclusiones que estas formas de identificación involucran, rechazando la existencia de un lugar único y definitivo para las mujeres, a partir del cual la cultura patriarcal históricamente nos ha presionado para quedar atrapadas dentro del binarismo impuesto por el orden heterosexual.
La teórica argentina, Valeria Flores (2014), nos propone interpelar las narrativas de la identidad (sexuales, genéricas y disciplinarias) que han asfixiado y clausurado nuestras posibilidades de articular el lenguaje, desnaturalizando, fragmentando y dispersando la representación unitaria de las identidades lo que, desde su posición, nos exige desafiar la estabilidad del sistema binario del género. Desde nuestra perspectiva, los símbolos y metáforas que las obras analizadas le “piden prestadas” a la tradición representacional masculina ponen en evidencia la dificultad de abandonar el marco de referencia construido culturalmente, exponiendo el gran poder que poseen las imágenes que la cultura transmite en relación al género. Pero, al mismo tiempo, vemos que estas imágenes efectivamente logran perturbar el sistema de representación dominante, permitiéndonos hipotetizar que los imperativos que trazan la línea definida por el género ya no están logrando canalizar nuestros deseos ni nuestras acciones.
Poniendo de manifiesto las transformaciones que está experimentando el imaginario colectivo, el teatro feminista chileno aborda paródicamente los ideales que giran en torno a lo femenino, señalando que estos nunca logran realizarse completa y cabalmente, lo que permite darle curso a nuevas y múltiples posibilidades de jugar con los signos. Con este marco, nos ofrece personajes históricos -como Inés de Suárez (protagonista de Xuárez), Javiera Carrera (protagonista de Matria), Juana de Arco (protagonista de Dark) o Gabriela Mistral (en Cuerpos que hablan o en Mistral, Gabriela)- que reconstruyen el imperativo cultural de “masculinizarse”, para representar el impulso de las mujeres contemporáneas por alcanzar espacios que amplíen nuestro mundo. O bien, nos presenta una serie de figuras anónimas que resurgen de contextos pasados, para representar el impulso de romper con los límites que la cultura patriarcal históricamente les ha impuesto a las mujeres, como se puede apreciar en la obra Otras (2014, 2015) o Penélope ya no espera (2014, 2019). De una u otra forma, ellas se instalan en escena para liberarse de la gramática binaria, que solo concibe a lo femenino por oposición a lo masculino, lo que se expresa fundamentalmente a través de las imágenes y los cuerpos.
En sintonía con la desconfianza de las nuevas generaciones ante las representaciones relativas al género, la puesta en escena contemporánea nos ofrece una serie de cuerpos que desafían los ideales y las definiciones que giran en torno a lo femenino, rearticulando los signos con que tradicionalmente se ha legitimado la dominación de unos cuerpos sobre otros. En esta línea, ha llegado a proponernos algunos cuerpos que se liberan de todas las representaciones que pueden articularse a través del lenguaje, como se puede apreciar en el montaje Al Pacino (2019), en el cual se logra vislumbrar la presencia del mundo indecible representado por el cuerpo, el que se presenta como una forma de hacer estallar el imperio de las clasificaciones binarias. Entre estas muchas posibilidades, la representación teatral nos ha presentado a lo femenino como una amenaza para los criterios que sustentan una comprensión unívoca del mundo, dándole a esta figura una potencia crítica que no poseía previamente. Al respecto, podemos concluir que el teatro feminista chileno ha abierto una serie de preguntas acerca de las transformaciones que se requieren para rearticular el orden social vigente, ante lo cual cabe destacar la imagen que se instala hacia el final de la obra Xuárez, cuando el personaje de Inés se despoja de cada una las piezas de su armadura. Con un gesto como este, se abre una interrogante que se puede expresar de manera sumamente adecuada en las palabras de Helene Cixous, cuando establece: “La armadura me molesta, esa falsa piel de hombre. Pero, ¿cómo librarse de esos disfraces?” (Cixous, 1995: 194).
Como sostiene Helene Cixous, la economía política de lo masculino y lo femenino está organizada por exigencias diferentes, las que al metaforizarse producen diversos signos, en base a los cuales se constituye ese inmenso sistema de inscripción cultural que hace legible a lo femenino, cuya figura tradicionalmente se ha definido por oposición al mundo representado por lo masculino. En este sentido, considera que resulta imposible seguir hablando de “la mujer” sin quedar atrapados en la tramoya del escenario ideológico construido por la cultura patriarcal. Pero, si nos cuestionamos la solidaridad entre el logocentrismo y el falocentrismo, se abre la posibilidad de amenazar la estabilidad del edificio masculino, que hasta ahora se ha hecho pasar por natural y eterno, causando que todas las historias puedan contarse de otro modo. Así, “las fuerzas históricas cambiarían, cambiarán, de manos, de cuerpos, otro pensamiento aun no pensable, transformará el funcionamiento de toda sociedad” (Cixous, 1995: 16)
Referencias citadas
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