Resumen: En este artículo se revisa la situación de los psicólogos y su papel en la intervención social en el sector de familia e infancia. Para ello se repasarán algunos de los momentos clave para la incorporación de estos profesionales, tanto en el nivel comunitario, de competencia municipal, como en el desarrollo de los servicios especializados autonómicos como el acogimiento familiar, residencial o de adopción. Se hará particular énfasis en lo que ha supuesto la reforma realizada en julio de 2015 de la Ley Orgánica 1/96 de Protección Jurídica del Menor, que plantea muy importantes retos al trabajo de los equipos interdisciplinares característicos de este sector. Se comentarán sus implicaciones para los psicólogos del nivel comunitario al abordar situaciones de riesgo, así como los cambios en el nivel especializado referentes a novedades como los centros específicos para problemas de conducta, la necesidad de usar el acogimiento familiar con los niños más pequeños o la posibilidad de realizar adopciones abiertas.
Palabras clave:Protección infantilProtección infantil, Intervención en familia e infancia Intervención en familia e infancia, Menores en riesgo Menores en riesgo, Intervención social Intervención social.
Abstract: In this article we review the situation of psychologists and their role in social intervention in the child and family sector. In order to do this, some of the key moments for the incorporation of these professionals will be reviewed, both at the community level, in charge of the municipal authority, and the specialized regional services such as foster care, residential care or adoption. Particular emphasis will be placed on the reform implemented in July 2015 of Organic Law 1/96 on the Legal Protection of Minors, which poses very significant challenges to the work of the interdisciplinary teams that are typical of this sector. The implications for psychologists at the community level will be discussed when addressing risk situations, as well as changes at the specialized level referring to novelties such as therapeutic residential care for behavioral problems, the need to use family foster care with younger children, or the possibility of carrying out open adoptions.
Keywords: Child protection, Child and family intervention, Children at risk, Social intervention.
Sección monográfica: Intervención psicosocial
LA INTERVENCIÓN DEL PSICÓLOGO EN LOS SERVICIOS SOCIALES DE FAMILIA E INFANCIA: EVOLUCIÓN Y RETOS ACTUALES
Este artículo se referirá a la intervención social en el ámbito de familia e infancia, o lo que hasta no hace mucho tiempo se denominaba protección a la infancia (más exactamente a los menores de edad). El cambio de denominación surge con la revolución que supone la reforma introducida con la ley 21/87 de reforma del código civil en materia de adopción. Se plantean en ella unos principios que enmarcan la intervención con la infancia en su contexto familiar, rompiendo las intervenciones propias de la beneficencia que desde el siglo XVIII utilizaban las grandes instituciones como forma de proteger a los niños. Como hemos dicho en otras ocasiones, se realizaba una intervención de “rescate” por la que el niño se apartaba de su familia de manera indefinida y muchas veces hasta la mayoría de edad, entendiendo que, apartado de su ambiente familiar nocivo y/o carencial, el niño se desarrollaría mejor. Obviamente, la familia no era un objetivo para las instituciones de protección infantil, puesto que la institucionalización “solucionaba el problema” y en todo caso estos organismos, como su nombre indicaba, no se dedicaban a los adultos.
El movimiento de grandes instituciones que se desarrolló en España con las leyes de beneficencia desde el siglo XVIII y de las que los hospicios fueron el mejor ejemplo, se mantuvo hasta el final del franquismo. La ley de beneficencia de 1849 no fue derogada hasta 1992 y los propios hospicios no se cierran hasta la última parte de la dictadura, en los años sesenta, dando paso a centros de menores de las diputaciones, todavía con un modelo macroinstitucional que se mantendrían hasta los años 80.
Por otra parte, la legislación específica de la protección infantil durante el franquismo era la Ley de Tribunales Tutelares de Menores de 1948, en la que se reunían las facultades reformadoras, para tomar medidas con menores infractores, y la facultad protectora, para intervenir con los padres que no cumplieran sus obligaciones de cuidado y educación de los hijos. Las medidas de protección para los menores mediante esta última facultad, ejercidas mediante la Obra de Protección de Menores, consistía casi de manera exclusiva en el internamiento en macroinstituciones.
Por otra parte, desde el comienzo de la guerra civil el Auxilio Social fue desarrollando también una extensa red de centros de acogida de menores que en el año 1974 se integran en el Instituto Nacional de Asistencia Social, permaneciendo su gestión bajo este organismo hasta las transferencias a las comunidades autónomas en los años ochenta.
En resumen, tratamos de decir que la protección a la infancia en riesgo o “carencial”, como se decía en numerosos textos de la época, se basaba en la institucionalización, habiéndose desarrollado una triple red de establecimientos: los de beneficencia gestionados por las diputaciones, los de la Obra de Protección de Menores y los del Auxilio Social (posteriormente INAS). Fueron muy numerosos los centros de menores a lo largo del territorio español y solamente se cambia esta tendencia con la gran reforma que realiza la citada Ley 21/87.
Si nos situamos en los años setenta, en la fase terminal del franquismo, podríamos observar este panorama de recursos macroinstitucionales, muchos de ellos con cientos de menores acogidos. Al mismo tiempo, en la universidad van apareciendo los primeros psicólogos licenciados que poco a poco van emergiendo del conjunto de titulaciones de las Facultades de Filosofía y Letras como una disciplina diferenciada. No es de extrañar que los centros de menores fueran uno de los primeros lugares de ejercicio de los recién titulados dada la enorme cantidad de niños y jóvenes acogidos y la variedad de sus problemáticas. Muchos psicólogos formaron parte de las plantillas de los centros de acogida de las diputaciones y otras instituciones en aquellos años setenta y algunos, como sucedió en Cataluña, junto a los nuevos pedagogos, comenzaron la transformación de las macroinstituciones en el modelo de pequeños hogares de acogida de características familiares (que durante un tiempo se denominaron hogares funcionales).
Los psicólogos de la intervención social en protección infantil, fueron fundamentalmente (casi exclusivamente) los que trabajaban en los grandes centros de acogida. Desempeñaban fundamentalmente un papel de evaluación psicológica, como corresponde a la época, con un modelo eminentemente psicométrico, elaborando informes sobre el desarrollo intelectual y el perfil de personalidad de los niños y jóvenes para que pudieran servir de orientación al personal que los atendía (el término educador no aparece hasta mediados los años ochenta).
Así pues, los antecedentes del trabajo de los psicólogos en la intervención social de familia e infancia se encuentran en las instituciones de acogida que, como hemos visto, estaban gestionadas por diversos organismos y su trabajo podría situarse más en el ámbito de la evaluación clínica o psicométrica que en una intervención social tal como la conocemos hoy día.
Con la publicación de la Ley 21/87 de reforma del código civil en materia de adopción se pone en marcha una gran revolución en la forma de entender la protección infantil. Además de la reforma de los procesos de adopción, facilitando su uso como una medida de protección, se introduce el acogimiento familiar con la intención de que esta sea la medida a utilizar en los casos de separación familiar en lugar de la institucionalización. Además, establece un sistema ágil de intervención para los casos de niños y niñas en situación de grave desprotección, que la propia reforma denomina “desamparo”, obligando a las administraciones competentes a intervenir asumiendo la tutela inmediata de estos menores de edad.
Esta reforma legal supuso un intento de recuperar el tiempo perdido y colocar a España en una situación similar a las que existía en la protección a la infancia en los países avanzados. Se trataba de superar un pasado marcado por la beneficencia, el paternalismo y la institucionalización indiscriminada de niños y niñas de familias “carenciales” (como se denominaban entonces), a la vez que existía una clamorosa falta de mecanismos de detección e intervención en los casos de malos tratos a la infancia.
Posteriormente, esta filosofía se plasma y se amplía en la Ley Orgánica 1/96 de Protección Jurídica del Menor que constituye la norma básica de referencia para el trabajo en el sector de familia e infancia. Es una ley que define la infancia como sujeto de derechos y no sólo como objeto de protección, a la vez que da un paso más allá en su protección, introduciendo la necesidad de intervenir, no solo en situaciones de desamparo como establecía la ley 21/87, sino también en situaciones de riesgo. Se trataría de aquellos casos en los que los niños se encuentran insuficientemente atendidos por sus padres o tutores, pero sin la gravedad necesaria como para declarar un desamparo. Ante estas situaciones de riesgo, las administraciones tienen que elaborar un plan de intervención familiar que tiene como objetivo precisamente evitar que la situación se deteriore y finalice en un desamparo.
El marco legislativo se fue completando con las leyes autonómicas de servicios sociales y las específicas sobre derechos y protección de los menores de edad. La novedad más importante en estos últimos años ha sido la importante reforma de la Ley Orgánica 1/96 que se realizó en julio de 2015 y que entre otras muchas cuestiones desarrolla los siguientes contenidos:
El impulso de al acogimiento familiar simplificando su procedimiento y haciéndolo obligatorio para los menores de 6 años (y sobre todo por debajo de 3 años) salvo excepciones muy justificadas, evitando así el paso de estos niños por acogimiento residencial.
El detalle de lo que se entiende por situaciones de desamparo, definición que anteriormente era muy general y daba lugar a interpretaciones con márgenes relativamente amplios.
La necesidad de que las situaciones de riesgo más elevado se aborden mediante una declaración formal de dicha situación, con un proyecto de intervención explícito de intervención familiar.
La definición, en el ámbito del acogimiento residencial, de los centros específicos para graves problemas de conducta con sus requisitos de entrada y características de la intervención.
La obligatoriedad de seguir prestando los apoyos necesarios cuando los menores bajo medidas de protección cumplen 18 años, dando lugar a los programas de apoyo a la independencia o transición a la vida adulta que hasta ahora dependían de la buena voluntad de cada entidad pública.
Aunque los psicólogos que trabajan en los equipos comunitarios de familia en infancia deben reconocer y valorar todo tipo de situaciones de desprotección, normalmente se desenvuelven en situaciones de riesgo, en las que es posible seguir trabajando con los niños y sus familias sin medidas de separación. En cambio, cuando los casos alcanzan el nivel especializado, muchas veces derivados por estos equipos comunitarios, es porque se solicitan medidas de protección para situaciones muy graves, normalmente de desamparo. En estos casos se tiene que asumir la tutela de los menores de edad y separarlos de sus familias, al menos temporalmente, y proponer una medida de guarda en acogimiento residencial o familiar, así como elaborar un plan de intervención con sus objetivos, recursos e intervenciones.
Pocos entornos laborales de los psicólogos están sometidos a presiones tan fuertes como la que supone tomar la decisión de separar, o no, a unos menores de sus progenitores y proponer las medidas más adecuadas a sus necesidades y al superior interés del menor (como señala la ley). Evaluar situaciones de desprotección implica valorar su nivel para discernir si se trata de una situación de riesgo (que nos permite mantener al menor con la familia) o de desamparo (que requiere separación). Para ello se realiza una evaluación interdisciplinar en la que los psicólogos deben evaluar en el niño el daño en su desarrollo como consecuencia de las experiencias de desprotección, su vinculación afectiva con los padres, así como sus factores de riesgo y de protección. En la familia se deben evaluar muchos otros aspectos, como los factores desencadenantes de la desprotección, muchas veces problemas de adicciones, pero también de conflictividad, falta de recursos para la crianza de los hijos, etc. . Se trata de evaluaciones muy complejas que, al final, deben llevar a una toma de decisiones cuya trascendencia para la vida de los niños y sus familias es enorme. A ello se añade, por supuesto, la necesidad de contar con que todo este procedimiento se haga de acuerdo a derecho, teniendo en cuenta los requisitos que el nuevo marco jurídico establece (véase una excelente revisión en Moreno-Torres, 2015).
Esta gran responsabilidad del trabajo profesional de todo el equipo interdisciplinar no se ha visto acompañada hasta tiempos muy recientes de instrumentos objetivos y rigurosos de medida. Uno de los avances más importantes en nuestro sector ha sido la elaboración de manuales de evaluación de las situaciones de desprotección con criterios detallados, operativamente definidos y en forma de instrumentos cuya fiabilidad y validez puede ser medida. En concreto, se está extendiendo en muchas comunidades españolas el sistema Balora, publicado como Decreto del Gobierno Vasco (Decreto 152, 2017) sobre el que los autores han realizado estudios de fiabilidad (Arruabarrena y De Paúl, 2011, 2012).
Un grave problema profesional a este respecto es el hecho de que no se haya reconocido ninguna especialidad para trabajar en estos equipos. Se están produciendo situaciones en las que profesionales (no sólo los psicólogos, también trabajadores sociales, educadores, etc.) entran a formar parte de estos equipos para sustituciones por bajas u otros motivos, sin tener ninguna formación en este terreno. Encontrarse con un caso grave de maltrato infantil, valorar su nivel de desprotección y hacer propuestas de medidas de protección que pueden ser transcendentales para la vida de los niños y sus familias no se puede hacer sin una formación previa. Debería ser requisito indispensable para trabajar en estos equipos y, en general en los servicios de familia e infancia, disponer de un master que capacite para tan delicadas y complejas tareas.
A partir de nuestra Constitución, los servicios sociales, como otros sistemas del bienestar pasan a ser competencia de las Comunidades Autónomas. Posteriormente, estas competencias son desarrolladas con leyes de servicios sociales autonómicas, que hoy día cuentan en muchos territorios con su segunda versión. En estas leyes de servicios sociales, aunque con diversa nomenclatura, se ha coincidido en establecer un doble nivel de servicios semejante a lo que ocurre en la sanidad, con un nivel de servicios sociales generales (de atención primaria, de base, comunitarios, etc.) y un nivel especializado por sectores (familia e infancia, personas mayores, discapacidad, etc.). El primero de ellos está gestionado por las administraciones locales y el segundo por las propias administraciones autonómicas (o, en ocasiones, otro nivel de administración como las diputaciones forales en el caso del País Vasco).
El papel de los psicólogos en los servicios sociales comunitarios de familia e infancia, en el ámbito municipal, es relativamente reciente porque éstos no se desarrollan prácticamente hasta finales de los 80. La ley de bases de régimen local de 1985 supuso un gran paso al incluir la obligación de prestar servicios sociales para los ayuntamientos de más de 20.000 habitantes (siendo responsabilidad de las diputaciones la atención en las localidades más pequeñas). Sin embargo, el definitivo impulso vino de la mano del Plan Concertado para las prestaciones básicas en las administraciones locales en 1988. Hasta esa fecha, como hemos expuesto en el apartado anterior, nuestra profesión tiene presencia casi exclusivamente en las instituciones de acogida de menores y solamente realizaban algunas tareas más específicas, como las labores de selección de familias adoptantes vinculadas a los hogares materno-infantiles.
El Plan Concertado definió las prestaciones básicas que deberían ser propias de los centros municipales de servicios sociales y los programas básicos para hacerlas efectivas. En este sentido, se diseñó un programa de “familia y convivencia” que recogía, junto a la ayuda a domicilio, un “tratamiento psico-social de apoyo a la familia” entre cuyos objetivos estaba el reforzar motivaciones para el cambio y elaborar proyectos de educación familiar para desarrollar habilidades que mejorasen la convivencia familiar. Igualmente, se planteaba otro programa denominado de “inserción social” que reunía prestaciones dirigidas a grupos o colectivos en lo que hoy día denominaríamos riesgo de exclusión social (fueron típicas en aquella época las intervenciones destinadas al colectivo de familias gitanas, por ejemplo). De nuevo en este caso se incluían “tratamientos psicosociales a personas y familias en situación de desarraigo o vulnerabilidad”. En el modelo de organización de los centros de servicios sociales que desarrollaría el Plan Concertado (García, 1988) se incluía la figura del psicólogo “especialmente necesaria para llevar a cabo los tratamientos psico-sociales de apoyo familiar y de inserción social” (pág 106).
Fue por tanto con la puesta en marcha de los centros municipales de servicios sociales, prácticamente ya en la década de los 90, con lo que nuestra profesión se integra en las intervenciones familiares comunitarias. De hecho, los psicólogos cada vez más dedicaron sus esfuerzos a los casos de menores en riesgo, tratando de evitar la separación familiar, idea que fue decididamente impulsada por la Ley Orgánica de 1996 al definir el riesgo como situación de obligada intervención. El contar con equipos de psicólogos y educadores sociales que, junto al trabajador social, pueden realizar una intervención interdisciplinar en estas situaciones permitió cumplir con este primer nivel básico de intervención en familia e infancia.
Con el tiempo, lo que era el programa de familia y convivencia fue tomando cuerpo como equipos específicos de intervención familiar en situaciones de riesgo. Una consecuencia negativa de esta especialización en familia e infancia fue que el papel de los psicólogos en las intervenciones de inserción social (que el Plan Concertado contemplaba) con minorías o grupos en riesgo de exclusión social, se redujo significativamente en el ámbito municipal.
Durante la década de los 90 podemos decir que se consolida y se impulsa enormemente el trabajo de los psicólogos en el escalón comunitario de los servicios de familia e infancia. La alta especialización que van requiriendo para trabajar las situaciones de riesgo de desprotección infantil hace que en algunos territorios estos equipos estén ubicados en el ámbito municipal, como personal del ayuntamiento, pero financiados directamente por la comunidad autónoma. Es una forma de garantizar que se cuenta con la intervención en situaciones de riesgo en el ámbito local y que la comunidad autónoma puede dedicar sus esfuerzos fundamentalmente a los casos de desamparo o riesgo muy grave.
Hoy día son muchos los psicólogos que trabajan en este nivel comunitario de familia e infancia, formando equipos como hemos comentado, con educadores sociales y trabajadores sociales para realizar intervenciones familiares. Entre sus tareas habituales, aunque con muchas diferencias según el territorio del que se trate, suelen estar:
El desarrollo de programas de prevención de la desprotección infantil (término que utilizamos para abarcar todas las situaciones de maltrato, negligencia, abuso, explotación, etc.). Entre estos programas destacan por su implantación y crecimiento los de habilidades parentales y desarrollo de parentalidad positiva (véase una revisión en el número especial de la revista Intervención Psicosocial dedicado al tema, coordinado por Rodrigo, 2016).
La detección, investigación y evaluación de situaciones de desprotección en su territorio, valorando su nivel y, por tanto, si es de competencia comunitaria o especializada.
Realizar intervenciones en situaciones de riesgo mediante programas de intervención familiar, especialmente cuando se declara formalmente una situación de riesgo, de acuerdo a la modificación de la Ley Orgánica 1/96 de 2015. Estas intervenciones tienen como finalidad mejorar las habilidades de los padres para la educación de los hijos, el apoyo mediante intervención en crisis, el trabajo con adolescentes y padres con graves problemas de relación y conflicto, etc.
Apoyar en el nivel comunitario el seguimiento de casos de desprotección que han finalizado medidas de protección especializadas, como la reintegración familiar tras una medida de acogimiento, o de algunos tipos de acogimiento familiar como los que se realizan en familia extensa.
Es precisamente en el desarrollo de las intervenciones familiares de casos de riesgo donde hoy día existen más dudas acerca de la eficacia y eficiencia (relación de costes y resultados). Mientras que en el nivel especializado las medidas de acogimiento residencial y familiar, así como la adopción, cuentan con una monitorización estadística a nivel nacional, publicada por el Ministerio competente en materia de servicios sociales a través de un boletín estadístico, en el nivel comunitario no existen cifras nacionales. Es posible saber cuántos menores de edad se encuentran acogidos o han sido adoptados, incluso con las recientes mejoras introducidas en el boletín, es posible averiguar datos descriptivos de edades, sexo, nacionalidad, etc., todo ello con series temporales de años atrás que permiten evaluar tendencias y cambios.
En el caso de las intervenciones familiares nada de esto es posible, aunque algunos territorios sí puedan dar cifras locales, muchas veces en forma de memorias. En consecuencia, existen escasas posibilidades de detectar tempranamente cambios en las necesidades de los niños y las familias, analizar en profundidad los perfiles de los casos de riesgo y, sobre todo, de evaluar la efectividad y eficiencia de los programas de intervención familiar.
Esta falta de datos y evaluaciones tampoco permite analizar con qué modelos o enfoques se está interviniendo en los programas de intervención familiar, a pesar de la complejidad que encierran. Los objetivos tienen que ver con aspectos motivacionales, conciencia de cambio (muchas veces para que se asuma la necesidad de acudir a determinados tratamientos o recursos comunitarios o para asumir su propia problemática), habilidades de crianza para las diferentes etapas (cuidado de bebés, niños y sobre todo, conflicto con adolescentes) y destrezas para la organización doméstica. Todo ello puede realizarse mediante diferentes aproximaciones, pero tienen la complejidad añadida de diseñar y distribuir las tareas a realizar por los diferentes profesionales del equipo. El papel de los psicólogos puede variar enormemente de unos programas a otros, desde los que trabajan fundamentalmente diseñando objetivos y estrategias para la intervención con la familia, hasta los que realizan tareas de apoyo psicológico e incluso sesiones de trabajo más terapéutico con los padres y menores que lo requieren.
Lo que sí ha supuesto un gran avance en los últimos años es el desarrollo de programas específicos para el desarrollo de habilidades parentales, como ya hemos comentado anteriormente. Aunque pueden trabajarse en los programas de intervención familiar que se acaban de mencionar, su aplicación más extendida es en los niveles de prevención primaria y secundaria. En este caso, cada programa cuenta con su justificación teórica, su diseño de sesiones y contenidos con las familias e incluso estudios de evaluación de resultados. Dada la crisis que parece existir en cuanto a la educación familiar: los problemas de límites, autoridad, control y el grave problema social de los adolescentes fuera de control de sus padres e incluso que se comportan violentamente con ellos, estos programas parecen tener una función particularmente importante. En cuanto al cuidado de los niños más pequeños, estos programas tienen una finalidad muy destacada para tratar de evitar situaciones de negligencia.
Otro de los avances más prometedores que ha habido en nuestro país en cuanto al nivel comunitario de intervención familiar es la implementación de programas basados en evidencias. Se trata de programas de intervención familiar, muchas veces con un marcado carácter preventivo, con reconocidas evidencias de resultados (mediante estudios experimentales y longitudinales), así como estudios de costes y eficiencia, normalmente elaborados en Estados Unidos (véase una revisión en el especial de la revista de Intervención Psicosocial dedicado al tema y coordinado por De Paúl, 2012) Recientemente se han implantado dos de estos programas en el País Vasco que se encuentran en fase de evaluación (De Paúl, Arruabarrena e Indias, 2015).
En resumen, la intervención social del psicólogo en el ámbito de familia e infancia ha conseguido consolidar su presencia en el nivel comunitario, algo que raramente sucede con el resto de sectores de servicios sociales (discapacidad, personas mayores, etc.) en los que habitualmente los psicólogos trabajan en el nivel especializado. La intervención social comunitaria está muy vinculada a las actuaciones preventivas y en el caso de nuestro ámbito se están llevando a cabo numerosas experiencias con programas específicos de habilidades parentales, incluso basados en evidencias, que son un buen ejemplo.
En la introducción hemos comentado que los psicólogos de nuestro sector comenzaron trabajando en las grandes instituciones de acogida de menores (Obra de Protección de Menores, diputaciones, etc.). Desde la reforma legal de 1987, sobre todo con la introducción del acogimiento familiar y la facilitación de los procesos de adopción para casos de abandono o desprotección grave irreversible, los profesionales de la psicología han abierto un campo de trabajo de gran amplitud, en este caso en las entidades públicas competentes en materia de protección infantil (comunidades autónomas normalmente). El trabajo de los psicólogos en adopción es uno de los pocos que cuentan con una norma jurídica que establece la obligatoriedad de realizar un estudio psicológico y su correspondiente informe de idoneidad para las personas candidatas (ofertantes, como dice actualmente la ley) para la adopción.
Sin embargo, son muchas las funciones y tareas que los psicólogos desempeñan en los procesos de adopción. Además de la evaluación de idoneidad, los procesos de adopción han incluido en su procedimiento la necesidad de realizar sesiones informativas previas y la formación sobre el propio proceso de adopción y las posibles necesidades de los menores adoptados. Además, y probablemente como el elemento que más atención viene reclamando en los últimos años, estaría todo el trabajo de apoyo post-adoptivo. Derivado de los problemas que se están evidenciando en la crianza y educación de menores adoptados, sobre todo al alcanzar la adolescencia, y que están llevando en una cifra preocupante de casos en que se produce una ruptura de la adopción (Palacios, Jiménez y Paniagua, 2015) y el menor de edad pasa a tener una medida de protección. Sin llegar a este extremo, son muchos los casos que atraviesan importantes dificultades y existe un gran consenso sobre la necesidad de realizar adecuados seguimientos de las adopciones y prestar los necesarios apoyos.
En los programas de adopción los psicólogos han tenido una enorme carga de trabajo con el auge de las adopciones internacionales, sobre todo en la primera década de este siglo, en la que España se convirtió en uno de los países del mundo con más adopciones internacionales, Por un lado, debido a las dificultades para realizar adopciones nacionales (escasísimas) y, por otro, por las facilidades para realizar adopciones de muchos países latinoamericanos, asiáticos, del este de Europa, etc. Esta fuerte presión para agilizar las numerosas evaluaciones de idoneidad se alivió, al menos parcialmente, por el hecho de que en muchas comunidades autónomas se realizaron, o se habían realizado ya anteriormente, convenios de colaboración con los colegios oficiales de psicólogos de cada territorio para que las valoraciones de idoneidad las llevaran a cabo profesionales colegiados acreditados para esta tarea (haciendo lo mismo con los trabajadores sociales a través de su propio colegio).
Lo que fue una saturación en la demanda de valoraciones de idoneidad en la década anterior ha dado paso a la situación actual de gran escasez de países donde se puedan realizar adopciones internacionales. En cambio, la llegada de un gran número de niños de otros países para su adopción en el nuestro, en muchos casos con experiencias de varios años en orfanatos e instituciones con atención muy deficiente, está ocasionando no pocos problemas de adaptación a las familias, como se ha dicho ya, especialmente en la adolescencia. Este es uno de los retos principales de nuestro sistema de protección en la actualidad (véase una revisión sobre los retos de la adopción en Palacios, 2013).
La otra gran novedad de la reforma legal de 1987 fue la inclusión en nuestro código civil de la figura del acogimiento familiar como alternativa preferente al tradicional acogimiento en centros de acogida. De nuevo se hizo preciso poner en marcha equipos interdisciplinares en todos los territorios para aplicar una medida de protección que contaba con décadas de implantación en los países más avanzados (particularmente en la cultura anglosajona) y que llegaba con mucho retraso a nuestro país.
Treinta años más tarde el acogimiento familiar está presente en todo el territorio del Estado, aunque con muy importantes diferencias entre unas y otras comunidades (Del Valle, López, Montserrat y Bravo, 2008). Son muchos los psicólogos que se han incorporado a trabajar en esta medida, cuyos requerimientos técnicos son muy elevados cuando se quiere hacer con garantías para los niños y las familias. Al igual que en la adopción, los procesos en los que intervienen los profesionales de la psicología son variados: información, formación, evaluación de la adecuación (equivalente a la idoneidad en adopción), acoplamiento y, sobre todo, el trabajo de seguimiento y apoyo durante todo el acogimiento en la familia. Se debe tener en cuenta que esta medida, de manera bastante generalizada en todas las comunidades autónomas, suele estar gestionada por entidades sin ánimo de lucro y que por tanto es en ellas donde la mayoría de psicólogos realizan su trabajo. No obstante, lo habitual es que sean los acogimientos en familia ajena los que desarrollen estas entidades, mientras que el acogimiento en familia extensa (realizado por familiares o allegados) típicamente se gestiona por la propia Administración, con mucho menos personal y recursos a pesar de que en España suponen el 70% de todos los acogimientos (Observatorio de la Infancia, 2017). El mensaje que parecen lanzar estas administraciones es claro: este tipo de acogimiento se puede realizar sin grandes esfuerzos de personal ni recursos. Esta creencia se basa en que el acogimiento con familiares con los que el niño ya mantenía vínculos facilita mucho la integración y, por otra parte, los acogedores en este caso tienen una fuerte motivación para prodigar los mejores cuidados.
Lo cierto es que el acogimiento en familia extensa resulta mucho más complejo de lo que parece y muchos de estos acogedores son abuelos con escasos ingresos y con una diferencia generacional, particularmente cuando sus nietos alcanzan la adolescencia, que complica mucho la relación educativa. El apoyo a estos familiares acogedores es uno de los papeles más importantes de los psicólogos en estos programas, tanto en la orientación de pautas educativas como en el trabajo con los propios adolescentes.
No obstante, el reto mayor de los profesionales del acogimiento familiar es conseguir crear una cultura en la que esta modalidad sea reconocida y valorada socialmente, de modo que existan más familias voluntarias dispuestas a realizar los acogimientos en familia ajena. En esta modalidad, todavía las cifras son muy escasas, aunque con importantes diferencias entre territorios. La reforma del marco legislativo realizada en 2015 establece que los niños más pequeños deben estar siempre en acogimiento y para ellos debería incrementarse notablemente el número de acogedores.
Finalmente, por lo que respecta al acogimiento residencial, sigue siendo un tipo de programa en el que son muy numerosos también los psicólogos. En la actualidad esta medida debería reservarse para adolescentes que no pueden o no desean beneficiarse del acogimiento familiar, muchas veces por tener perfiles de trastornos emocionales o conductuales de importancia. Hoy día el 75% de los casos en acogimiento residencial son adolescentes y parece que, con la ayuda de la ley y sobre la base del consenso científico y técnico que ya existía hace muchos años sobre la necesidad de que los niños estén en acogimiento familiar, podría ir convirtiéndose en realidad en los próximos años (siempre que las entidades públicas se esfuercen en ello).
Si la tendencia es que los casos en acogimiento residencial sean adolescentes, que en sí mismos suponen un reto educativo, y además tienen problemas emocionales y conductuales, se entenderá que el papel de los psicólogos se está volviendo mucho más importante en los últimos años. En este tema, además, se debe establecer una estrecha coordinación entre los psicólogos del servicio de protección y los que se encuentran en el ámbito clínico (para una revisión internacional de la coordinación entre sistemas de salud mental y protección infantil, véase Timonen-Kallio, Pivoriene, Smith, y Del Valle, 2015).
Otro elemento, quizás el más destacado de los cambios ocurridos en acogimiento residencial, es que desde hace más de una década asistimos a una llegada de menores extranjeros no acompañados en unas cifras que son enormemente preocupantes y que en este último año están colapsando los servicios de muchas comunidades autónomas. Prácticamente todos ellos pasan a estar en acogimiento residencial hasta la mayoría de edad y los retos que plantean son enormes teniendo en cuenta las necesidades de sus procesos adaptativos en idioma, escolarización, cultura, religión, etc.
Sintetizando, los retos de los psicólogos en acogimiento residencial tienen que ver con:
El apoyo a los profesionales de los centros de acogida en las pautas educativas en estas edades, el manejo de las dinámicas del grupo de convivencia y la resolución de situaciones altamente conflictivas.
La detección temprana de indicadores de trastornos emocionales y conductuales para su derivación a tratamiento. Un reciente estudio (González-García et al., 2017a) muestra que prácticamente el 50% de los adolescentes en acogimiento residencial en España está recibiendo apoyo psicoterapéutico de algún tipo, por lo que la incidencia de estos problemas es muy preocupante.
La mejora del rendimiento escolar y la cualificación de estos jóvenes que con mucha frecuencia no completan más que estudios muy básicos con lo que su inserción en el mercado laboral solo les permite acceder a puestos de muy baja cualificación e ingresos. Algunos estudios realizados en España han evidenciado este problema (Montserrat, Casas y Baena, 2015; González-García et al., 2017b), ya muy conocido en otros países de nuestro entorno. En este caso, la coordinación se debe realizar con los psicólogos educativos para implantar programas innovadores de mejora del rendimiento académico mediante uso de nuevas tecnologías, entre otras muchas posibilidades.
El trabajo de integración cultural, escolar y laboral de los menores extranjeros no acompañados.
A todo ello cabe añadir un reto muy importante que guarda relación con la reforma legal de 2015. En ella se regula detalladamente un tipo de acogimiento residencial: los “centros específicos para menores con problemas de conducta”, es decir, para aquellos casos en que sus comportamientos hacen muy difícil la convivencia en un hogar de acogida y para los que se establece un programa específico con especiales medidas de intervención. Su ingreso requiere autorización judicial basada en informes psicosociales de profesionales de la protección infantil y claramente excluye a los casos en que exista “enfermedad o trastorno mental” que necesite asistencia específica de los servicios de salud mental. Para empezar, la discriminación entre problemas de conducta y trastornos de salud mental puede constituir todo un reto para los psicólogos implicados en estas evaluaciones. Por otra parte, los profesionales de la protección infantil, situados en el campo de la intervención social, tendrán que disponer de conocimientos de psicología clínica para realizar estos informes. Esta necesidad de acercamiento entre lo social y lo clínico, para algunos profesionales de servicios concretos como el acogimiento residencial, es algo que se viene reclamando con fuerza desde hace años. En el caso de estos centros específicos de problemas de conducta creemos que un psicólogo que no pierda de vista ni el enfoque psicosocial, ni el clínico, puede realizar aportaciones de mucho valor. Por el contrario, si solo se tiene una de las dos perspectivas tendrá unas limitaciones muy importantes.
Es necesario, ante todo, que los profesionales de la psicología del sector de familia e infancia mantengan la identidad y el posicionamiento teórico en la intervención social, analizando y tratando de modificar los elemento contextuales, ecológicos, de relación y apoyo social, etc. Sin embargo, las necesidades de niños y jóvenes en acogimiento residencial vienen muy determinadas por los trastornos del desarrollo, emocionales y conductuales, consecuencia de las serias experiencias adversas vividas en su familia. Para intervenir en estos casos (la mitad al menos de los que se encuentran en acogimiento residencial) los psicólogos tienen que tener conocimientos básicos de la clínica infanto-juvenil, tanto para poder hacer evaluaciones e informes como los que se mencionan más arriba, como para orientar el tratamiento psico-socio-educativo de los menores en acogimiento residencial en general y en los centros específicos en particular.
Abundando en esta idea de la complementariedad de conocimientos del psicólogo en este sector, es evidente que no se puede trabajar con infancia sin una sólida base de psicología evolutiva o del desarrollo. Muchos de los informes que los psicólogos de este ámbito deben presentar para tomar medidas de graves consecuencias para la vida de los niños y sus familias tienen que ver con la evaluación del vínculo afectivo entre niños y padres, y ello referido a bebés, niños o adolescentes. Difícilmente podrán realizarse evaluaciones rigurosas de este y otros aspectos sin un sólido conocimiento de las etapas del desarrollo infantil y sus necesidades.
Otro de los aspectos novedosos y muy esperados de la reforma legal de 2015 es el reconocimiento de la necesidad de ayudar a los jóvenes para su transición a la vida adulta al cumplir los 18 años. Aunque al cumplir la mayoría de edad las medidas de protección cesan por estar destinadas a menores de edad, también es cierto que normalmente estos jóvenes no tienen posibilidades de lograr una independencia de manera inmediata. Muchas administraciones, de hecho, establecían diferentes tipos de ayudas para estos jóvenes que cumplían la mayoría de edad estando, sobre todo, en acogimiento residencial. El problema es que, al no haber una norma que obligara a la continuidad de servicios, las diferencias entre territorios eran enormes y dependían de la sensibilidad de cada gobierno autónomo. Debe mencionarse aquí el gran esfuerzo pionero que la Generalitat de Cataluña hizo ya en el año 2010 con su Ley de Derechos y Oportunidades de la Infancia y la Adolescencia (aunque los servicios ya habían comenzado incluso antes) para garantizar una serie de servicios para estos jóvenes que incluían las prestaciones económicas y los apoyos psicológicos, jurídicos, formativos, laborales y de vivienda. La reforma de 2015 incluye un artículo que obliga a las entidades públicas a prestar apoyo a la transición, con programas de preparación desde los 16 años y con servicios que prácticamente son los mismos que se acaban de comentar de la ley catalana.
Una importante línea de trabajo, por tanto, sería la preparación de los jóvenes a partir de los 16 años tratando de que adquieran habilidades para la vida autónoma y para ello se han publicado algunos programas como el Umbrella (Del Valle y García-Quintanal, 2006) que ha sido modernizado y actualizado en un nuevo proyecto denominado PLANEA (Del Valle y García-Alba, en prensa) que utiliza la plataforma de Internet y las nuevas tecnologías. Es realmente muy injusto que en la sociedad española los jóvenes tarden muchos años en independizarse de sus familias, llegando un gran porcentaje a permanecer en ellas hasta la treintena y, en cambio, estos jóvenes vulnerables tengan que realizar ese proceso “acelerado y comprimido” de manera casi inmediata al cumplimiento de la mayoría de edad. Pero dada esta situación, al menos cabe volcar los esfuerzos y recursos necesarios para apoyar este difícil reto (véase una revisión en López, Santos, Bravo y del Valle, 2007).
En el momento de escribir de escribir este artículo, el sector de la intervención social en familia e infancia está viviendo un momento de grandes cambios y revisiones, debido a la importante reforma jurídica realizada en 2015. El desarrollo legal de las situaciones de riesgo y su abordaje, es ahora mucho más detallado y más formal, por lo que tendrá claras implicaciones en el trabajo de los psicólogos del nivel comunitario o de servicios sociales generales. Igualmente, en el nivel especializado algunas innovaciones van a suponer importantes retos para los equipos profesionales. Uno de ellos es la posibilidad de poner en marcha acogimientos familiares profesionalizados, por ejemplo, para casos que hoy día son muy difíciles de ser admitidos por las familias voluntarias, pero que requerirán un apoyo psicológico muy cercano.
La reforma legal también introduce un tema muy delicado como es la posibilidad de realizar adopciones abiertas, es decir, en las que el menor adoptado puede mantener contacto con su familia de origen y que igualmente requerirá evaluaciones muy rigurosas y un seguimiento estrecho.
Otro tanto cabe decir de la obligación que la ley establece para prestar apoyos a los jóvenes que cumplen la mayoría de edad estando con medidas de protección, para los cuales se abre un amplio abanico de intervenciones, tanto en términos de capacitación y habilidades para la vida independiente como de prestaciones concretas en necesidades como vivienda, formación, inserción laboral, etc. Esto abre espacio a un tipo de trabajo muy diferente del tradicional que se dirigía a las etapas de desarrollo de la infancia y adolescencia, ya que el trabajo necesita continuarse en algunos casos por encima de los 21 años.
Por otra parte, la introducción del acogimiento residencial específico para problemas graves de conducta supone un reto que tendrá que saber conjugar el respeto a los derechos de los menores con una intervención altamente estructurada y controlada. Para ello se requiere introducir modelos acreditadamente eficaces para un tratamiento psicosocial, siguiendo algunos buenos ejemplos de lo que internacionalmente se ha llamado “therapeutic residential care” (Véase una revisión en Whittaker, Del Valle y Holmes, 2015).
No se puede cerrar esta revisión sin una llamada más a la necesidad de trabajar la prevención, muy frecuentemente olvidada y relegada. Los prometedores programas de habilidades parentales que hemos comentado y que están arraigando en muchas comunidades, así como los ejemplos de introducción de programas internacionales basados en evidencias, nos permiten ser optimistas al respecto.
Por último, desde el ámbito universitario hay que lamentar que no se estén desarrollando más másteres de calidad para preparar a los psicólogos en la intervención social en familia e infancia. Si bien el nuevo diseño de la educación superior en Europa deja claro que la formación profesionalizante y especializada tiene que desarrollarse a través de este nivel de master, son muy pocos los que existen que sean específicos para intervención en familia e infancia, a pesar de que en esta revisión hemos podido repasar la variedad, complejidad y grave responsabilidad que entraña el trabajo en este sector. Las condiciones que ponen las universidades para la creación de los estudios de master, con presupuestos que no permiten prácticamente tener profesores expertos de otras universidades o entidades, está llevando a que sean muy pocos los que en la actualidad existen. Probablemente se requiera que desde nuestro colegio profesional se pueda ofrecer algún tipo de colaboración para impulsar esta formación tan necesaria, como históricamente se venía haciendo.
No existe conflicto de intereses