Resumen: Este artículo propone una reflexión sobre la articulación entre élites e indianidad a partir de dos procesos que reflejaron una apertura democrática del país: el reconocimiento de Colombia como nación diversa desde 1991 y la inserción de fuerzas políticas indígenas en la arena electoral. Más específicamente, hace énfasis en la percepción de lo(s) indígena(s) entre las élites desde el pasado colonial hasta hoy. Paralelamente, se enfoca en el surgimiento de figuras públicas que pueden considerarse como una —nueva— élite indígena, cuya acción hace frente a expresiones de poder y autoridades consideradas comunitarias y tradicionales.
Palabras clave:ColombiaColombia, élite élite, democracia democracia, política política, multiculturalismo (Thesaurus) multiculturalismo (Thesaurus), pueblos indígenas pueblos indígenas.
Abstract: This article proposes a reflection on the articulation between Colombian elites and indigenousness based on two processes that have reflected a democratic opening in this country: official recognition since 1991 of the fact that Colombia is a diverse nation, and the insertion of indigenous political forces into the electoral arena. More specifically, the article places emphasis on the elites’ perception of indigenous people from colonial times to the present day. At the same time, it focuses on the rise of public figures that can be considered a —new— indigenous elite, whose action confronts expressions of power and authorities that are considered communal and traditional.
Keywords: Colombia, elite, politics, democracy, multiculturalism (Thesaurus), indigenous peoples.
Resumo: Este artigo propõe uma reflexão sobre a articulação entre elites e indianidade a partir de dois processos que refletiram uma abertura democrática do país: o reconhecimento da Colômbia como nação diversa desde 1991 e a introdução de forças políticas indígenas na arena eleitoral. Mais especificamente, enfatiza a percepção do(s) indígena(s) entre as elites desde o passado colonial até a atualidade. Ao mesmo tempo, enfoca-se no surgimento de figuras públicas que podem ser consideradas como uma —nova— elite indígena, cuja ação enfrenta expressões de poder e autoridades consideradas comunitárias e tradicionais.
Palavras-chave: Colômbia, elite, democracia, multiculturalismo, povos indígenas, política.
Análisis
Élite(s) e indianidad en Colombia: retos de democracia en contexto de multiculturalismo*
Elites and Indigenousness in Colombia: Challenges of Democracy in a Context of Multiculturalism
Elite(s) e indianidade na Colômbia: desafios de democracia em contexto de multiculturalismo
Desde finales de los ochenta, y sobre todo en los noventa, América Latina se ha destacado por su apertura oficial al multiculturalismo.1 Más allá de matices propios de cada contexto nacional, muchos países de la región han llevado reformas constitucionales orientadas a instituir el reconocimiento de grupos de población reivindicados como particulares debido a su pertenencia identitaria, así como en la adopción de herramientas jurídicas para asegurar su protección (Gargarella y Courtis 2009; Gros 2000; Sánchez 1996; Uprimny 2011). Para el caso de Colombia, el carácter diverso de la nación y el principio de igualdad en la(s) diferencia(s) para los “grupos étnicos” se hacen explícitos desde la Constitución adoptada en 1991.2
Paralelamente, la proyección de la multiculturalidad en el escenario electoral se convirtió en una de las dinámicas políticas de la región —tendencia de la que Colombia no ha quedado aislada. La conquista de cargos en alcaldías y consejos municipales, gobernaciones y asambleas departamentales, Senado y Cámara de Representantes se asocia a lo que puede leerse hoy como veinticinco años de movilización electoral indígena (Laurent 2001a, 2001b, 2005, 2012a, 2013 y 2015). Así, paralelo a la “crisis de la representación” (Mainwaring, Bejarano y Pizarro 2008; Rosanvallon 1998; Tanaka y Jácome 2010), y a partir de la reivindicación de ciudadanías más activas (Roulleau-Berger 1995), ha tendido a observarse un doble proceso: contestación y redefinición de sistemas políticos considerados demasiado cerrados e inserción en el ámbito electoral de actores antes ausentes de él —como los indígenas.3 En otras palabras, son dinámicas que, según sus defensores, han apuntado a renovar la democracia con la implementación de medidas enfocadas en una mayor participación ciudadana y el reconocimiento de la multiculturalidad de la nación colombiana.4
Las siguientes páginas proponen una reflexión sobre la manera como la combinación de estas transformaciones, oficial y popularmente justificadas en nombre de una “apertura democrática” y a favor de una —nueva— concepción de la nación, ha conducido a una serie de efectos perceptibles en la articulación entre élites e indianidad —o identidad impuesta o afirmada en cuanto que indígena(s).5
La primera parte aclara brevemente lo que se entiende bajo el término de élite(s) y hace énfasis en la manera como, a partir de la entrada española a los territorios indígenas, durante la colonia y durante gran parte de la historia republicana, los pueblos indígenas (y sus élites) han estado ubicados en escalones bajos de la jerarquía social. Paso seguido, vuelve sobre estrategias de resistencia, organización y reivindicación que, a lo largo del siglo XX, lograron afianzar el papel de las autoridades indígenas dentro de espacios de interlocución con dirigentes estatales y abrir el paso a la proyección de sus demandas en el escenario nacional. La segunda parte se ocupa de los giros concretos y simbólicos inspirados por la Constitución de 1991 en cuanto al trato a los grupos étnicos dentro de la nación colombiana y sobre la manera como aquella pudo contribuir a una valoración inédita de la percepción de la indianidad , con su visibilización en múltiples ámbitos públicos, incluso en las instancias del poder. La tercera y última parte se dedica a la forma en la que, a raíz de estos cambios, han surgido figuras públicas que pueden considerarse como una —relativamente nueva— élite indígena. Paralelamente, expone cómo dicho liderazgo está puesto a prueba frente a otros tipos de autoridades y expresiones del ejercicio político que, por su parte, tienden a ser consideradas como “tradicionales”.6
Referirse al concepto de élite(s) implica, desde la influencia del Vilfredo Pareto y su Tratado de sociología general (1917), remitirse a grupos específicos de individuos dentro de la sociedad: sean los que logran el mayor éxito en su campo de actividad (generalmente mencionados en forma plural como las élites); sean los que detentan el poder y ejercen funciones dirigentes desde el gobierno y las clases dominantes —en este caso conocidos como la élite , en forma singular— (Genieys 2006; Leferme-Falguières y Van Renterghem 2000).
A la vez, es válido subrayar dos dimensiones significativas relacionadas con la(s) élite(s), de especial resonancia para casos latinoamericanos. Por un lado, el vocablo tiende a designar una minoría destacada por el prestigio que obtiene de propiedades, supuestamente naturales o adquiridas, valoradas socialmente: raza, sangre, cultura, mérito, aptitudes. Por otro lado, de manera frecuente, se ha apreciado una correspondencia entre el hecho de acceder a —o estar alejado de— responsabilidades, sociales y políticas, y la pertenencia a grupos cultural y/o “étnicamente” identificables (Bonfil 1977; Gros 1991; Laurent 2005; Le Bot 1994; Maya 2001; Touraine 1988). De allí, es de anotar el impacto que generó la llegada de los españoles a América en la organización social de los pueblos indígenas que habitaban el continente. Independientemente de sus diferencias internas y de la existencia de unas élites en su seno, y más allá de las dinámicas de resistencia que opusieron,7 la jerarquía social tendió a ubicarlos en estratos inferiores, a estigmatizarlos negativamente y a descartarlos de los procesos de toma de decisiones.
Tal como lo plantea Guillermo Bonfil (1977, 22), con la introducción de la categoría —inventada— de los indios en América, las diferencias preexistentes entre las comunidades prehispánicas se vieron absorbidas por una relación de dominio colonial marcada por una escisión: “(…) el dominador y el dominado, el superior y el inferior, la verdad y el error (…)”. En este sentido, la Conquista y la Colonia fueron de la mano con el establecimiento de instituciones de origen español que dirigían al desmantelamiento del poder de los caciques (en otras palabras las élites precolombinas) así como a la dispersión, reagrupación y reorganización de las poblaciones indígenas dentro de los límites de unos territorios colectivos ( resguardos ), bajo el control colegial de concejos conocidos como los cabildos . Más tarde, durante el periodo republicano, la presencia indígena pasó por lógicas contradictorias: unas, en pro de su disolución en la nación, en nombre de una necesaria fusión humana y ciudadana; otras, por el contrario, a favor de la preservación de las fronteras de dichos resguardos indígenas para controlar a sus habitantes (Gros 1991; Laurent 2005; Uribe 1985).
Así, desde finales del siglo XVIII, el destino de los indígenas parecía obligado a su desaparición, tal como lo recomendaba el pensador de la élite criolla Pedro Fermín de Vargas:
“(…) con el objetivo de mejorar nuestra agricultura, sería necesario hispanizar nuestros indios. Su insolencia general, su estupidez y su insensibilidad manifiesta frente a todo lo que toca y anima los otros hombres, todo esto deja pensar que provienen de una raza degenerada… Sería deseable que se extinga la raza india, mezclando los indios con los blancos, declarándolos libres de todo tributo y otros cargos específicos, y dándoles tierras en propiedad” (citado en Uribe 1985, 14).
Por su parte, oficialmente animado por intenciones a favor de la “igualdad de las razas” en el momento de la Independencia, Simón Bolívar apuntó a implementar decretos destinados a “liberar a los indígenas” y convertirlos en individuos del todo. Considerado por la élite liberal decimonónica como un obstáculo al progreso y la modernidad, el resguardo tenía que ser disuelto (Arango y Sánchez 1998; Favre 1984). Pero más allá de principios que abogaban por la democracia republicana y la igualdad ciudadana, no se impidió que se siguiera afirmando con fuerza, después de la Independencia, una diferenciación clara entre grupos sociales, económicos y políticos que tenían acceso a la toma de decisiones: hombres blancos letrados y propietarios; y amplios sectores sociales excluidos de éstas, independientemente de su peso cuantitativo: indígenas, afrodescendientes, mujeres, pobres en general (Archila 2012; Guillaumin 1992; Wills 2007). Además, al finalizar el siglo XIX y bajo la influencia conservadora del gobierno de Rafael Nuñez, se reafirmó la obligación de ubicar a los indígenas dentro de los resguardos, a partir de la Ley 89 de 1890 “por la cual se determina la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada”.8
No obstante, en el siglo XX se destacó una interacción creciente de los pueblos indígenas con el Estado, desde dos dimensiones principales: a través de procesos organizativos y reivindicativos, y con su incursión en el escenario político electoral. Con ello, los pueblos indígenas fueron demostrando su cuestionamiento a las relaciones de dominación y exclusión que los afectaban y su intención de inmiscuirse en las agendas públicas. Al respecto, desde las décadas de 1920 y 1930 se dieron experiencias llamativas iniciadas por líderes indígenas del suroccidente del país. En esta época, Manuel Quintín Lame llamó a una lucha conocida como Quintiada e instigada desde el departamento del Cauca hacia el Tolima, para la “defensa de la raza indígena”.9 También tomó parte en las contiendas electorales para competir primero por la Asamblea Departamental caucana y luego por el Congreso (aunque sin éxito). Por su parte influenciados por el marxismo y el sindicalismo agrario, José Gonzalo Sánchez y Eutiquio Timoté participaron respectivamente en la creación del Partido Comunista Colombiano, y este último como candidato del partido para las elecciones presidenciales de 1934.10
Pero, sobre todo, se inició un giro significativo en la manera como, a partir del surgimiento del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), la movilización indígena logró pasar de ser relativamente marginal y localizada a expandirse a nivel nacional. De hecho, cuando en 1971 nació la organización, esta orientó su accionar en dos direcciones: por un lado, conforme a la Ley 89 de 1890, recuperar los territorios colectivos de los resguardos y fortalecer las autoridades comunitarias de los cabildos; por otro lado, afirmar la identidad indígena (Consejo Regional Indígena del Cauca 1990). Hasta allí la referencia al hecho de ser indígena (o indio) tenía un contenido discriminatorio y era impuesta desde el Estado. Pero, en adelante, se afirma entre quienes aparecían como víctimas de sus efectos. Así, se retoma la consigna: “porque indio es el nombre por el cual nos sometieron, indio será el nombre con el cual nos levantaremos” (Le Bot 1982, 26).
Con dicha estrategia, se fueron multiplicando las experiencias organizativas indígenas en todo el territorio nacional y en la década de los ochenta tomaron forma asociaciones de amplia envergadura: la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y el Movimiento de Gobernadores en Marcha (posteriormente rebautizado Movimiento de las Autoridades Indígenas del Suroccidente y luego Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia). A través de estas, las comunidades indígenas progresivamente establecieron relaciones de interlocución con el Estado. Esperaban que estas relaciones fueran planteadas desde una dimensión horizontal, “de autoridad a autoridad”, entre las llamadas autoridades tradicionales y los gobernantes nacionales.11
A la vez, desde su creación, las organizaciones indígenas colombianas se destacaron por su voluntad de acercamiento a sectores no-indígenas para proponer una transformación de fondo de la sociedad al lado de campesinos, obreros, sindicalistas, estudiantes y organizaciones de mujeres, entre otros “acompañantes” del movimiento indígena.12 Así las cosas, lejos de plantearse hacia el encierro, la referencia franca a las comunidades indígenas fue a la par con una voluntad de inserción dentro de la nación, reclamando con ello una apertura democrática del país: ampliar el sistema político, que al ser considerado excluyente, motivaba la promoción de la abstención desde las organizaciones indígenas y defender una Colombia respetuosa de su diversidad.13
La ubicación de los grupos étnicos dentro de la nación colombiana llega precisamente a ser definida bajo nuevos términos con el impulso del multiculturalismo en la Constitución de 1991. En efecto, esta última reconoce los idiomas de los pueblos indígenas y plasma su derecho a la doble nacionalidad en zonas de frontera. Propone un trato adecuado a su especificidad cultural en materia de educación, salud, justicia y medio ambiente. Se refiere a la necesidad de que se respete su integridad cultural, social y económica y llama a su consulta antes de proceder con proyectos de explotación de los recursos naturales en sus territorios. A la vez, reafirma la validez de autoridades políticas indígenas, tanto en el marco específico de sus territorios colectivos como en el ámbito nacional, a través de tres curules reservadas para su representación en el Congreso. Por último, asigna al Estado la responsabilidad explícita de velar por la igualdad ciudadana, más allá de toda diferencia.
De esta forma se impone una innovación en la enunciación de la diversidad nacional, cuestionando los principios rectores de la sociedad colombiana condensados, por ejemplo, en el lema de la Academia Colombiana de la Lengua: “una sola raza, una sola lengua, un solo Dios”. Marca la hora de la inclusión e inaugura la Colombia multiétnica y pluricultural, mientras se contempla el fin de la casi exclusividad de los partidos tradicionales y se abre la vía de la participación para la sociedad en su diversidad (Laurent 2005).
Ad portas de finalizar el primer cuarto de siglo, el multiculturalismo “a la colombiana” invita a hacer un balance prudente frente a los cambios sucedidos. Varios aspectos previstos por la Constitución de 1991 aún quedan sin reglamentar y son objeto de pleitos por parte de las organizaciones indígenas. Entre estos, se mencionan reiteradamente las ambivalencias que rodean, en la práctica, la cuestión del ejercicio de una justicia propia; la forma como los territorios indígenas aparecen en el centro de disputas con empresas (multi) nacionales; y el peso que, al respecto, adquiere el controvertido derecho de los pueblos indígenas a una “consulta previa, libre e informada” antes de la toma de decisiones, leyes o medidas susceptibles de tener impacto en sus formas de vida.14
Paralelamente, las peleas han permanecido entre las organizaciones indígenas y los dirigentes nacionales sucesivos, incluso en el contexto posterior a la adopción de la Magna Carta de 1991. De hecho, el movimiento indígena no ha renunciado a sus repertorios iniciales de acción colectiva por las vías de hecho: recuperación de tierras, bloqueo de carreteras, marchas y manifestaciones diversas (Laurent 2010).
Promovidas como Mingas (en referencia a la palabra quechua utilizada para designar trabajos comunitarios para el bien de todos), dichas dinámicas se han asumido como una “resistencia activa” para exigir el respeto de los derechos indígenas, oponerse a la presencia armada en sus territorios o rechazar las políticas de los gobiernos nacional y regionales cuando se estima que van en contra de la supervivencia comunitaria. También han buscado afirmar la dignidad de los pueblos indígenas y el peso de sus autoridades dentro de la nación. Al respecto, resulta interesante tener en cuenta la insistencia, desde la parte indígena, en reivindicar, por un lado, una autoridad de índole colectiva que dimane de la/os mingueros en su conjunto más allá de toda personificación; por otro lado, relaciones desprovistas de jerarquía entre estos últimos y los actores estatales. Y vale subrayar que a pesar de ser instigados desde la acción contestataria, dichos escenarios efectivamente se han prestado para que se (re) establezcan negociaciones entre dirigentes regionales y/o nacionales, y liderazgos indígenas.15
No obstante, más allá de la persistencia de tensiones, desde la fecha “reconstituyente” de los años 1990-1991 se han dado avances legales que han contribuido a una proyección de la indianidad en el ámbito institucional. Sin pretender la exhaustividad, son de destacar algunas leyes votadas durante la continuidad de la Constitución de 1991: unas, destinadas a concretar su contenido en materia de ampliación democrática; otras, más específicamente relativas a los derechos de los pueblos indígenas.16 Entre estas, la Ley 24 de 1992 y la Ley 201 de 1995 definen respectivamente las funciones del Defensor del Pueblo y del Procurador General de la Nación,17 a la vez que les asignan la responsabilidad de velar por el respeto de las minorías étnicas. La Ley 60 de 1993 (luego convertida en Ley 715 de 2001) previó la transferencia de parte de los recursos de la nación hacia los resguardos indígenas. La Ley 100 de 1993 (orientada en la creación de un sistema nacional de seguridad social integral) y luego la Ley 115 de 1993 (o Ley General de Educación) tomaron importancia para las comunidades indígenas, al permitirles beneficiarse de una cobertura respetuosa de sus particularismos culturales en materia de salud y de educación, así como cederles la administración de sistemas médicos y educativos propios. Sobre todo, más recientemente es de recalcarla firma de dos decretos (1952 y 1953 de octubre de 2014) por parte del presidente Santos, para reafirmar el principio de la autonomía —territorial, política, educativa y relativa a la salud.18
A la vez, los discursos acerca de los “salvajes para civilizar” cederían el paso al orgullo oficialmente reconocido de la diversidad nacional, perceptible desde la Constitución hacia los museos, las aulas de clase y hasta la Presidencia de la República y los ministerios. En parte, esta nueva retórica se alimenta de una visión romántica y renovada de lo indígena, que llega a ser proyectada y acogida entre la élite del país, en usos ecológicos, medicinales y de creencias, pero también en el campo de la política.
Al respecto, vale resaltar el peso considerable que adquirió en las últimas décadas la referencia al “nativo ecológico” como modelo de relación armoniosa con la naturaleza, en el marco de contextos (trans) nacionales influenciados por el entrecruce del multiculturalismo y las preocupaciones en torno a la protección del medio ambiente (Ulloa 2004). Asimismo, las representaciones de las “culturas indígenas” han tendido a ser revalorizadas, como puede ilustrarse en su escenificación en dos famosos museos de la capital colombiana (Museo Nacional y Museo del Oro); o, aún, a través de la manera en que encarnan nuevas “espiritualidades” y “formas del creer” inspiradas por la alteridad, entre jóvenes de las élites (Sarrazin 2010). Por último, la validación de la indianidad se reflejó hasta dentro de las altas instancias del poder, por ejemplo, en las negociaciones gobierno/organizaciones indígenas y en la política nacional (Laurent 2005 y 2013).
Sobre este punto, se reveló, sin duda llamativa, la llegada al poder del presidente Juan Manuel Santos, en agosto de 2010. Ministro de Defensa durante el mandato de Álvaro Uribe (2002-2010) (entre otros aspectos caracterizado por sus relaciones de tensión con las organizaciones sociales, entre ellas las indígenas) marcó un viraje radical, si no en el contenido del conjunto de las políticas gubernamentales,19 sí en la forma de expresarlas y de relacionarse con su entorno dentro de la nación. De hecho, además de su intención —lograda— de conformar una propuesta gubernamental de Unidad Nacional, desde su investidura dejó claramente al descubierto su acercamiento con los pueblos indígenas cuando, antes de la ceremonia oficial de su investidura en Bogotá, quiso visitar a los indígenas koguis de la Sierra Nevada de Santa Marta. Con pocas horas de diferencia de su posesión en el palacio presidencial, acompañado de su familia, vestido de blanco y descalzo a la manera de los autóctonos, participó allí en un ritual.20
Esta posición del primer hombre del país no deja de recordar la que, antes de él, había asumido el presidente boliviano Evo Morales, entronizado en el 2006 en compañía de comunidades indígenas en las riveras del lago Titicaca. No obstante, contrario a este último, el presidente colombiano de ninguna manera busca afirmarse como indígena. Nieto del fundador de uno de los principales diarios del país ( El Tiempo ) y miembro de una familia de renombre, es más bien claramente identificado como parte de la élite colombiana (Suárez-Krabbe 2011). Pero sin duda, la proximidad declarada de Juan Manuel Santos con sus anfitriones ilustraba un cambio de estilo frente a su predecesor y parecía leerse como su disposición a la “reconciliación”, entre comunidades indígenas y destinos nacionales después de ocho años de enfrentamientos con las organizaciones indígenas bajo la presidencia anterior.
Posteriormente, esta postura de apertura hacia los pueblos indígenas revelada por el primer mandatario desde su posesión, igualmente pudo percibirse entre los ministros y demás funcionarios de las carteras estatales que estuvieron presentes en la denominada Mesa Nacional Permanente de Concertación (MNPC), con el fin de dialogar con representantes de las organizaciones indígenas.Aunque los temas tratados sigan siendo objeto de múltiples desacuerdos, los apoderados del presidente Santos parecen haber obedecido al mandato de “tratar bien al oponente”, en todo caso siempre en un tono de proximidad.21
Por último, hay quetener en cuenta la forma como, con la ampliación del escenario electoral, el periodo post-Constitución de 1991 se ha asociado a una penetración de la indianidad en cargos de representación y, con ello, al surgimiento de una —nueva— élite política indígena.
Con las nuevas condiciones ofrecidas por la Magna Carta de 1991, la entrada en la década 1990 se acompañó de un fenómeno sin precedentes en el país: la conversión de la indianidad en pilar de nuevas opciones electorales de amplitud nacional y, con ello, la multiplicación de las candidaturas (y elegidos) en su nombre.22 En un entorno marcado por el descrédito de la clase política, las organizaciones electorales indígenas se destacaron en sus inicios por gozar de un fuerte potencial entre los votantes, no sólo indígenas sino también no indígenas.
Asociadas a la idea de conocimientos ancestrales y/o de una revancha de los primeros habitantes de América, supuestamente alejadas del clientelismo y de la corrupción, aparecieron como fuerzas alternativas frente a las demás agrupaciones políticas. Y con ellas han sido numerosos los símbolos que, en un trasfondo de “guerra de las imágenes” (Gruzinski 1991) se han impuesto en el escenario electoral nacional. De hecho, la conversión de la indianidad en capital político pudo percibirse en primer lugar en las denominaciones bajo las cuales algunas organizaciones se inscribieron en la palestra electoral, haciendo claramente alusión a un origen o una pertenencia desde la categoría genérica de indígena —sin que importe mucho la heterogeneidad interna de ésta. Al respecto, sobresalen los ejemplos de los llamados Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia (AICO) y Alianza Social Indígena (ASI).23 A través de esta adscripción identitaria, las fuerzas políticas indígenas proclaman una idoneidad ventajosa frente a los otros partidos: sus candidatos sacan gran parte de su legitimidad de la estrecha relación que dicen mantener con las comunidades indígenas. A la vez, lo indígena se ha hecho presente en las plataformas electorales: a través de alusiones directas a los “destinos de las comunidades”, para “preservar la cultura” o “revivir la tradición”; pero también, con base en temas-claves atribuidos por el imaginario colectivo, aunque sea de manera estereotipada, a unas cualidades indígenas: la armonía entre el hombre y la naturaleza, el respeto de los ancianos o la capacidad de llevar a cabo esfuerzos colectivos para el bien común, como las mingas (Laurent 2005 y 2009).24
Por último, lo que de pronto más llama la atención en este proceso de “indigeneización de la política” es la manera como, en los últimos años, han tendido a afirmarse públicamente “signos exteriores de indianidad”. Así las cosas, los hombres —y las mujeres— que han buscado acceder a cargos públicos en representación de las poblaciones indígenas han tendido a usar una vestimenta considerada tradicional (ilustrando así, como lo afirma Jean-François Bayart, que en política “el hábito sí hace el monje […], y los actores políticos no se equivocan al respecto” [1996, 196]).25
Con estas apuestas, los parlamentarios son quienes han gozado de la mayor visibilidad entre los protagonistas indígenas de la vida política colombiana. Esto, debido tanto al carácter central de sus cargos (ubicados en la capital de la República), como al cambio profundo marcado por la introducción de las curules especiales reservadas para los indígenas. Incluyendo las últimas elecciones del año 2014, quienes accedieron a las dos entidades del Congreso de la República (Senado y Cámara) fueron siempre hombres. Entre los primeros, dos consiguieron entrar al Senado a principio de los noventa después de una experiencia inicial de veinte años en la creación de las organizaciones regionales indígenas. Dedicados al trabajo agrícola, al problema de la falta de tierra y a la explotación de los indígenas por los terratenientes desde su infancia, y sin haber avanzado lejos en la escuela primaria, estos primeros militantes a favor de las reivindicaciones indígenas entraron a participar electoralmente “por la puerta grande”. Lorenzo Muelas fue electo en la Asamblea Constituyente de 1991, luego como senador en 1994, en representación del movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia. Anatolio Quirá (q.e.p.d.) igualmente llegó a ser senador en 1991, después de haber presidido la Organización Nacional Indígena de Colombia entre 1987 y 1990.
Los demás accedieron al Senado siendo más jóvenes.26 Entre ellos, varios se destacan por ser hijos de personalidades respetadas dentro de sus comunidades —entre la élite que conforman los representantes de la autoridad tradicional, así como quienes participaron en los primeros tiempos de la “lucha indígena”. Como sus predecesores, estos senadores indígenas han logrado imponerse en el escenario electoral después de comprobar sus capacidades en el marco de organizaciones de índole local y regional.27 Con pocas excepciones, se caracterizan por haberse vinculado temprano a estas, desde sus regiones de origen. Para el caso de muchos de ellos, el paso por la escuela así como por la(s) iglesia(s) jugó a favor de su socialización e integración con la sociedad no indígena: desde allí, aprendieron a leer y escribir, compartieron información y experiencias, se inició su movilización(Laurent 2005 y 2009).
A su lado, otros integrantes de las organizaciones políticas indígenas (incluyendo en este caso algunas, aunque pocas, mujeres) accedieron a los cargos de autoridades locales. Como para los senadores, la victoria electoral frecuentemente se consiguió a partir de un trabajo y experiencia previa en el marco de una organización indígena “de base”. Por esta misma razón, independientemente de su participación en elecciones, estos elegido/as defienden la idea de que son miembros de las comunidades indígenas, como los demás, y que mantienen una relación constante con los representantes de las autoridades comunitarias(Laurent 2005 y 2009).
Más allá de dichas aspiraciones, la entrada de las organizaciones indígenas en la palestra electoral contribuyó a cuestionar el equilibrio entre, por un lado, las bases comunitarias y sus “autoridades tradicionales”; por otro, los que, retomando los términos de Jean-Pierre Chaumeil (1990), pueden considerarse como “nuevos jefes”. De hecho, en los años noventa empezaron a destacarse líderes indígenas en el escenario político nacional. En cierta medida, dichos actores serían ciertamente nuevos , por sacar su reconocimiento en formas de participación que, hasta este entonces, despertaban poco interés entre las comunidades indígenas: las elecciones. Pero al fin y al cabo habría que verles como no tan nuevos , si se tienen en cuenta sus trayectorias previas dentro del movimiento indígena.
En efecto, con la creación de las organizaciones indígenas en los años 1970 y 1980 ya habían empezado a diseñarse perfiles destacados entre las poblaciones indígenas. Desde esa época, además de los representantes de la autoridad comunitaria (cabildantes, ancianos y otros sabios), algunas personas adquirieron responsabilidades inéditas en el marco de dichas organizaciones. Con ello, apareció una élite indígena letrada, conocedora de las leyes (en especial, las que conciernen a los pueblos indígenas) y los rudimentos del aparato estatal, y que sabe tratar con interlocutores nacionales e internacionales, pero que no siempre es respetuosa de los jefes comunitarios, lo que en algunos casos ha conducido a conflictos de generaciones (Laurent 2005; López 2008).28
A su vez, el aprendizaje de la política moderna,29 que parte del voto, la delegación del poder y la representación, modificó aún más la naturaleza de las relaciones entre bases comunitarias y líderes e implicó cambios en los términos, las formas y los lugares del poder. Con la proyección del ámbito local de la comunidad hacia las contiendas electorales llevadas a escala nacional, se hizo necesario depositar su confianza en individuos recomendados por las organizaciones indígenas, pero poco o mal conocidos. Práctica que en cierta medida puede ser contraria a costumbres comunitarias, caracterizadas por encarnar una participación abierta, directa y entre toda/os en las tomas de decisiones, a través de la realización de amplias asambleas.
Además, los políticos indígenas tendieron a ubicarse en los centros urbanos para ejercer sus oficios, lo que entrañó un alejamiento físico de los entornos en los cuales nacieron, crecieron y se construyeron como líderes, y originó otro tipo de distancias: limitar la frecuencia de los intercambios, reducir el compromiso de los elegidos frente a sus electores y agrupaciones políticas, además de tener generalmente que enfrentar una posición minoritaria que limitaría considerablemente el alcance de la acción política susceptible de ser lograda desde la arena electoral. Por último (y a causa de esta nueva configuración del poder a nivel nacional y desde las comunidades indígenas), quienes salen elegidos en nombre de estas últimas regularmente han estado en el centro de recriminaciones, sobre todo por su afán de protagonismo y preocupaciones por velar por sus intereses personales en detrimento de las prioridades colectivas.30
Así las cosas, se evidencian dos fenómenos paralelos, en parte contradictorios. Por un lado, se ha confirmado la entrada de líderes indígenas en dinámicas electorales dentro de las cuales no tenían mayores opciones de inclusión hasta la Constitución de 1991 y, con ello, la visibilización de la indianidad en las esferas del poder estatal. A la vez, se han refrendado las formas de gobierno de los pueblos indígenas dentro de sus territorios colectivos. Pero también, por otro lado, tiende a marcarse una distancia entre quienes cumplen funciones de autoridades tradicionales y los —nuevos— voceros indígenas. Con ello se ponen al descubierto riesgos de dispersión entre las élites políticas indígenas, y se debate la capacidad de representación no sólo formal sino también substantiva de quienes acceden a cargos electorales en nombre del movimiento indígena.31
A la hora de considerar un giro hacia el multiculturalismo, no hay duda de que la reivindicación y validación del “ser indígena” se han transformado en Colombia. Antes renegada en nombre de una supuesta igualdad ciudadana, otras veces objeto de discriminación y destinada a desaparecer a favor del avance del país, la indianidad está hoy en día inscrita en la definición constitucional de la nación y sus reglas del juego. En este —ya no tan— nuevo contexto, la identificación como indígena se expresa públicamente desde los escenarios electorales y a través de la movilización social, para seguir exigiendo una mayor equidad al interior de la sociedad.
Dentro de este panorama, los indígenas se abrieron paso entre la(s) élite(s) política(s) colombiana(s): sea porque se han establecido como algunos de sus nuevos protagonistas desde lo electoral; o porque, con los principios de respeto a la diversidad nacional plasmados por la Constitución de 1991, la proximidad con los pueblos indígenas ha sido abiertamente proclamada desde la oficialidad. Paso en pisos movedizos que no se da sin la aparición de nuevos riesgos e incertidumbres. Por un lado, dichos cambios, ocurridos en las últimas décadas, acarrean dudas acerca de cómo asegurar el equilibrio entre variadas expresiones indígenas del poder: entre estas, unas se han mantenido desde el espacio comunitario, otras surgieron desde la arena electoral; unas son asumidas a título individual, otras siguen siendo reivindicadas desde la colectividad.
Por otra parte, si bien se ha ganado visibilidad, permanece la inquietud sobre la validez de la representación y, en términos más amplios, sobre la solidez de la democracia que se propone en el contexto de multiculturalismo inaugurado por la Constitución de 1991. Por supuesto, nada se resuelve únicamente a fuerza de principios y marco jurídico. Ni el reconocimiento constitucional y legal de la diversidad ni la inclusión de la indianidad en la esfera política y electoral nacional pueden, en sí, asegurar una mayor igualdad ciudadana y el ejercicio democrático desde la práctica. No obstante, el giro multicultural introducido por la Constitución de 1991 parece haber tenido una virtud innegable: obligar a la reflexión sobre la percepción, la posición y el trato de los pueblos indígenas (así como de otras “minorías”, sean estas étnico-culturales, de género o de preferencias sexuales) dentro de la sociedad.
Con ires y venires, el perfil de la democracia colombiana va cambiando en esta dirección, oficialmente abierta al multiculturalismo y ensayándose aún de manera sinuosa en el día a día. Innegablemente, la reflexión sobre el paso abierto para la indianidad entre las élites colombianas es sólo un aspecto entre muchos otros que merecen atención y una prudente evaluación. Pero como alguna vez lo recordaba el ex-Constituyente guambiano Lorenzo Muelas: “Ya me dicen ‘honorable’… ¡Hace unos treinta años, uno se sentía más bajo que la suela del zapato y ahora le dicen ‘honorable’…!”.32