Resumen: El rugby masculino en Buenos Aires atraviesa un proceso de profesionalización y globalización en el que se desdibuja su antigua referencia a sectores de clase media alta y alta locales. Basado en dos etnografías llevadas a cabo entre jugadores de rugby de Buenos Aires, el artículo analiza el rugby como un espacio para la producción de formación nacional de alteridades que legitima el centrismo porteño como símbolo de la nación, en detrimento del “interior”; impacta en la organización del deporte y en la disputa entre profesionales deportivos y defensores del amateurismo, contienda que se entiende en términos morales y en la potencia representacional de la nación que se atribuyen unos y otros. La trayectoria de reconocidos exjugadores de rugby porteños permite comprender cómo se busca construir un nacionalismo “con clase” en relación con un nuevo sistema global del deporte, donde se construyen narrativas nacionales diferentes y desiguales.
Palabras clave: naciónnación,nacionalismonacionalismo,globalglobal,claseclase,alteridadalteridad,Buenos AiresBuenos Aires.
Abstract: Men's rugby in Buenos Aires is going through a phase of professionalization and globalization which is blurring the long-standing link between that sport and the upper-middle and upper classes of the city. Based on two ethnographic studies of porteño (Buenos Aires) rugby players, this article analyses rugby as a space for the creation of “otherness” within the country as a whole, one which legitimizes Buenos Aires as the symbolic center of the nation to the detriment of its "interior". This phenomenon is reflected in the organization of the sport and the dispute between “amateurs” and “professionals”, which in turn, has a moral aspect insofar as both sides claim that they are the true representatives of the nation. An analysis of the careers of well-known former rugby players from Buenos Aires throws light on attempts to construct a nationalism "with class" in the context of the new globalization of sports which shape narratives about national identity and class.
Keywords: nation, nationalism, global, class, otherness, Buenos Aires.
Resumo: o rúgbi masculino em Buenos Aires passa por um processo de profissionalização e globalização no qual se desfaz sua antiga referência a setores de classe média alta e alta locais. Baseado em duas etnografias realizadas entre jogadores de rúgbi de Buenos Aires, este artigo analisa esse esporte como um espaço para a produção de formação nacional de alteridades que legitima o centrismo portenho como símbolo da nação, em detrimento do “interior”; impacta na organização do esporte e na disputa entre atletas profissionais e defensores do amadorismo, discussão que se entende em termos morais e na potência representacional da nação que se atribuem uns e outros. A trajetória de reconhecidos ex-jogadores de rúgbi portenhos permite compreender como se procura construir um nacionalismo “com classe” em relação com um novo sistema global do esporte, em que se constroem narrativas nacionais diferentes e desiguais.
Palavras-chave: classe, global, nação, nacionalismo, alteridade, Buenos Aires.
Meridianos
Nacionalismos deportivos con “clase”: el rugby argentino en la era profesional/global*
The Nationalisms Associated with “Classy” Sports: Argentinian Rugby in the Professional/global Era
Nacionalismos esportivos com “classe”: o rúgbi argentino na era profissional e global
Recepción: 30 Mayo 2017
Aprobación: 02 Noviembre 2017
La Copa Mundial de Rugby Londres 2015 coronó el proceso de ampliación del rugby argentino más allá de sus fronteras de clase. Los medios de comunicación argentinos y del exterior brindaron una extensa cobertura del torneo, mostrando incansablemente una tribuna que no dejaba de alentar a sus jugadores, con los colores celeste y blanco de la bandera argentina en rostros y carteles. La buena performance deportiva del equipo argentino, Los Pumas -traducida en el logro del cuarto puesto-, y la ampliación de la cobertura televisiva y de la prensa modificaban la exclusividad social de los varones de élite que históricamente lo habían practicado y dominado en y desde Buenos Aires. Como en otros eventos deportivos de masas, los medios argentinos lo presentaron como una conquista nacional. Al ser un torneo mundial se performaba un nacionalismo deportivo (Alabarces 2013) con una narrativa que buscaba unir bajo la simbología de la nación y sus héroes deportivos a públicos que hasta entonces no se identificaban con este deporte.
En el momento cumbre de la cobertura televisiva, las cámaras mostraban a Diego Maradona, exfutbolista, alentando y bailando en la tribuna. La presencia de Maradona avivaba un clima de pasión nacional en la que confluían el rugby y el fútbol: en el escenario cumbre del rugby global aparecía el exfutbolista representando lo plebeyo de los grupos sociales postergados, sectores populares que juegan cotidianamente al fútbol y que no hubieran jugado -y en algunos casos ni siquiera conocido- el rugby masculino hace un par de décadas1.
No es casual que esto ocurra justo en un momento clave del rugby argentino en su relación con el rugby global: 1) la popularidad de Los Pumas crece incesantemente, ayudado por la industria deportiva que “vende” el rostro y los cuerpos de los jugadores en sus publicidades; 2) el desarrollo de nuevos equipos de rugby “nacionales”: la selección masculina y femenina de Seven (una variante jugada en los Juegos Olímpicos y otros torneos), Pumitas (jugadores con menos de 20 años) y Argentinas XV, todos equipos de la Unión Argentina de Rugby (UAR), cuyos partidos también son publicitados y transmitidos; 3) el desarrollo de la primera franquicia profesional en el rugby argentino, Jaguares, que compite en el Super Rugby, torneo organizado por las uniones de rugby de Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, y ahora Argentina, y cuya titular es la UAR. Desde fines de 2015, los jugadores de Jaguares son oficialmente pagos mediante un contrato con la UAR. El rugby profesional, formalmente aceptado a nivel internacional en 1995 pero prohibido en las instituciones de rugby argentino por más de una década, llegó a Argentina entablando una relación no necesariamente armoniosa con el sistema amateur de clubes con el que convive. Las construcciones morales en las que se construye esta disputa, como veremos, no están ajenas a las jerarquías de clase y la construcción de la nación.
Este trabajo busca comprender la conformación de alteridades nacionales tomando como eje la dimensión de “clase” que el rugby histórica y contemporáneamente escenifica, en relación de diferenciación moral con el fútbol. Nos interesa para ello ver las relaciones entre organizaciones deportivas y las jerarquías que se juegan en torno a la nación (quién la representa y con qué “valores”) en sus diferentes territorialidades dentro de la configuración estato-nacional, y en su articulación conflictiva con actores y poderes globales. Es objeto de análisis el rol que cumplen la nación y el sentimiento y pasión nacionales en el crecimiento del deporte y su masificación. Proceso que conlleva cambios en los atributos morales de los deportes y en los modos de percibirlos. El problema se sitúa en la construcción histórica de la nación y sus cualidades, analizando los juegos de dominación y subordinación en que se produce la construcción nacional de identidad/alteridades, donde los deportes tienen un rol importante (Guedes 1998).
Con base en dos etnografías2 realizadas entre jugadores de rugby en Buenos Aires, analizamos nuestro material siguiendo lo ya señalado a propósito del fútbol (Archetti 1998; Alabarces y Garriga Zucal 2014): los deportes son espejos donde verse y máscaras con las cuales mostrarse, donde se construyen mitos que pueden referirse a la nación y a la clase, en juegos de alteridad internos y externos en relación con el espacio nacional.
Analizamos el rugby entendiéndolo como un sistema (Rial 2008) configurado por diversos campos: el propiamente deportivo (jugadores, organizaciones como clubes y uniones regionales, nacionales e internacional), el periodístico, el económico (conformado por empresas transnacionales, fundamentalmente), entre otros. En ese sistema circulan no sólo personas y recursos económicos, sino también imágenes y moralidades3 que producen valores que dialogan con las jerarquías actuales y pasadas de clase y se encarnan en sentimientos de nación.
En los deportes se escenifican, se narran y se incorporan determinados sentimientos y atributos nacionales; al mismo tiempo, la nación es construida en relaciones de diferenciación, identificación, alterización y jerarquización en prácticas e instancias deportivas. Las competencias deportivas utilizan símbolos nacionales, banderas, vestimentas, cantos y movimientos, modos de “hinchar” y apoyar, himnos y gestos que apelan a la emocionalidad y la identificación frente al oponente (Archetti 1984; 1998; 2001). Las prácticas de performance en los eventos nacionales e internacionales tienen el efecto de inscribir la nación en los cuerpos de los atletas y los espectadores y otorgan una experiencia sensible y palpable de pertenencia (Bairner 2001; Cronin y Mayall 2005; Porter y Smith 2013). Los medios de comunicación que hacen de los deportes una industria desde las últimas décadas del siglo XX (Alabarces 2013) diseminan imágenes que ponen en primer plano la comunidad o los puntos en común y minimizan las diferencias dentro de la nación que buscan incluir las diversidades en un todo más o menos común y pretendidamente homogéneo como sería la identidad nacional. Sin embargo, los deportes pueden ser espacios para la escenificación de tensiones, dramas y jerarquías, o para la expresión identitaria alternativa (Besnier, Brownell y Carter 2017).
Los deportes ofrecen un campo experiencial para analizar la producción de la nación, sus narrativas y tensiones históricas en tiempo presente, y permiten abrir la discusión frente a otras aproximaciones sobre la construcción de la nación que no abordan su complejidad o enfatizan sólo las dimensiones simbólicas. Nuestra mirada está puesta en la comprensión de la nación a partir de reconocer la productividad de la convergencia de enfoques que provienen de distintos espacios subdisciplinares y regionales: las discusiones europeas que revisan las interpretaciones mainstream -producidas por historiadores- sobre la producción de la nación; los estudios sociales del deporte en Latinoamérica, que son los que contribuyeron a legitimar al deporte como objeto de estudio de las ciencias sociales regionales; y los antropólogos latinoamericanos que se abocaron al estudio de la nación y los nacionalismos, aunque sin concentrarse etnográficamente en el deporte.
Hasta los años 80, los analistas políticos europeos tendieron a ver la nación a través de un prisma romántico. Algunas aproximaciones recientes como las de Anderson (1993) y Hobsbawm (1983) fueron objeto de críticas por su énfasis puesto en la dimensión asociativa y positiva entre congéneres, tal como se lee en el planteo de Anderson sobre la nación como una comunidad imaginada. Nuestra lectura sigue las críticas que otros realizaron sobre este tipo de análisis, que naturalizan la relación entre nación, sociedad y territorio, basados en ideologías e identidades políticas nacionalistas (ver, por ejemplo, Chernilo 2011; Wimmer y Glick Schiller 2002; Bernal 2014). Chakrabarty (2008) revisa el peso que tiene en el análisis de Anderson la perspectiva mental de la imaginación, que impide valorar, por ejemplo, las prácticas de los actores. La nación sería una fuerza inherentemente política, que eleva a algunas porciones de la población por sobre otras, definiendo un espacio práctico y simbólico en el que se legitiman ideas específicas sobre lo que es la nación, sus atributos y cualidades (Mosse 1985; 1998), y, agregamos, quiénes la representan.
De modo pionero, Archetti analizó el fútbol argentino como espacio de producción de un ethos nacional (1984) vinculado a la construcción de las masculinidades (2003). Sus análisis permitieron comprender cómo algunas prácticas deportivas se constituyen en “patrias” del deporte nacional, focos privilegiados para la construcción de la nación y la manifestación de determinados atributos morales, de género y clase. Los especialistas coinciden en que los estudios sociales del deporte han abordado de modos exhaustivos la relación entre la construcción de la nación y los deportes, con el énfasis intensivo y extensivo del fútbol y sus “temas” y problemas, como el de la violencia (Alabarces 2016) y sus asociaciones y producciones de las culturas populares y masivas. Este enfoque en la clase y la nación se extiende en general a los estudios sobre el deporte a nivel latinoamericano, que se focalizaron en prácticas masivas o deportes propios de sectores medios o populares, mientras que aquellos deportes practicados por élites sólo recibieron análisis periodísticos o históricos, con la reconocida excepción de Archetti (2003), para el caso del polo argentino, y de Rojo (2009), para los deportes ecuestres brasileros y uruguayos. Consideramos que las transformaciones que experimenta un deporte tradicionalmente asociado a los centros de poder, de clase y territorial/nacional, como lo es el rugby porteño, pueden complejizar el entendimiento sobre los deportes y las prácticas masivas, y las asociaciones entre nación, clase y moralidad desde el punto de vista de los actores que concentran las posiciones de poder.
La antropología latinoamericana ha desarrollado una perspectiva propia para el estudio de la nación, enfatizando cómo el proceso histórico colonial conducido por élites emblanquecidas generó una política de la identidad basada en el mestizaje, la mixtura o el crisol de razas. La producción de la nación desde la captura estatal por parte de algunos actores que se identificaban como blancos generó una historia dominante y un imaginario donde las élites locales, al decir de Segato (2007), se hacían mestizas hacia otras naciones, presentándose como conductoras de un proceso inclusivo de las particularidades locales -pueblos, prácticas, historias-, y se ubicaban como blancas o europeas frente a los otros internos a los que esos mismos relatos subordinaban, como los pueblos indígenas. A esa matriz, Segato (2007) la analiza bajo la categoría de matrices de diversidad, y Briones, como formación nacional de alteridades (2005).
Seguimos estos aportes como pauta heurística para el desarrollo del presente trabajo4: nuestro foco en el rugby escenifica una situación particular: deporte practicado tradicionalmente por varones de sectores “educados” de clases medias altas y altas de Buenos Aires, intenta construir un sentimiento nacionalista con el que se identifiquen otros sectores sociales, disputando y/o imitando el lugar del fútbol masculino con sus asociaciones tanto populares como transclasistas (Alabarces 2013). Las élites otrora poderosas gozan de una situación de relativa subordinación en el campo deportivo como espacio de representación de la nación, donde los actores “de arriba” disputan sentidos de nación en los que se ubican como protagonistas.
Entendemos a las élites o clases altas como aquellos sectores que tienden a reunir, en tiempo pasado o presente, acumulaciones de capitales y/o prestigios pretendidos en distintos campos de poder, como el político, económico, cultural, etcétera. Sin embargo, dadas las complejidades y transformaciones de la sociedad argentina, y el modo en que hemos desarrollado nuestro trabajo de campo, no hacemos una consideración posicional de las élites o clases/sectores altos, es decir, élites políticas, económicas, etcétera. Los jóvenes y las familias entre los que hemos desarrollado nuestro trabajo de campo, y que hacen parte de los clubes tradicionales de rugby de Buenos Aires5, tienden a reunir de modos no coincidentes esta serie de capitales. Pueden convivir en un mismo espacio de sociabilidad, territorial, educativo y parentesco, familias con desiguales niveles de capital económico, aunque exista en ellos una base que les permite ubicarse “de la clase media para arriba”, como nos decía un rugbier (jugador de rugby) de 50 años. Lo que etnográficamente nos permite hablar análogamente de sectores de clase o clases altas/élites no se basa en un análisis cuantitativo de condiciones de ingresos en la estratificación, sino en una identificación y diferenciación que operan a nivel nativo, y que reconocen en prácticas educativas, de parentesco, de sociabilidad, y en referencia a un espacio social y/o territorial, en el que se significa una pertenencia diferente en relación con quienes no desarrollan esas prácticas o no pertenecen a las instituciones que los nuclean, como los clubes de rugby, operando como identificación y diferenciación al estilo del estatus weberiano (Tiramonti y Ziegler 2008).
La formación nacional de alteridades tuvo como uno de sus ejes las dinámicas territoriales y regionales, en las que es posible identificar ya no sólo alterizaciones en cuanto a raza (Segato 2007), sino también en cuanto a la clase (Margulis 1998) y a la dinámica local-global en la que se construía el Estado-Nación argentino. En su origen, a fines del siglo XIX, el rugby de Buenos Aires buscaba recrear el “espíritu deportivo inglés” y sobre todo la formación corporal, moral, y la sociabilidad de la que gozaban los varones educados en la misma Inglaterra (Dunning y Sheard 1979; Raffo 2004). Esta asociación con lo inglés produjo una jerarquización del deporte a nivel local, en el contexto más amplio de la inserción comercial y exportadora de Argentina en un mercado mundial dominado por Inglaterra. Junto a ello, los prestigios que prontamente asociaron las clases altas porteñas con el campo -fuente de sus recursos económicos- y con lo “europeo” se traducían en una mirada anhelante hacia las naciones europeas, que para los sectores privilegiados locales representaban modelos de distinción: Francia e Inglaterra (Romero 2005).
La posición acomodada de los inmigrantes ingleses, que asumieron posiciones en la expansión del ferrocarril en el territorio nacional y del comercio a nivel global, junto a su carácter letrado, favoreció su inserción en la producción local del parentesco, por lo que, si bien los primeros jugadores fueron ingleses -y así se corrobora en la organización de la UAR, en 1899-, en las dos siguientes décadas, los apellidos -y el origen nacional de estos- se diversifican, indicando allí no sólo su cruce con los apellidos de la “clase alta” argentina (Gessaghi 2016), sino también con los de inmigrantes italianos, españoles, franceses, etcétera6.
Asimismo, en el imaginario que los deportes del imperialismo inglés expandían en el mundo entero imperaba un tipo de práctica que jerarquizaba a los varones y asociaba su presentación moral con una posición educada y un comportamiento noble o de origen aristocrático que pasaba por la regulación de los modos de sociabilizar entre varones. Estaba allí presente el modelo muscular de la cristiandad, donde se asociaban una conformación y fortaleza corporales con un determinado carácter moral y nacional (MacAloon 2008). Este modelo será apropiado localmente jerarquizando la figura del gentleman inglés, caracterizado por una moralidad que respetaba determinadas normas de comportamiento entre varones, connotando el valor de una instrucción o educación formal y una corporalidad producida en la disciplina de los deportes “modernos”, es decir, ingleses.
Esta historia inicial del rugby local se configuró en un momento en el que el poder se hallaba concentrado en una oligarquía terrateniente, aunque ya en la segunda década del siglo XX asomaba un movimiento de cierto corte plebeyo, como lo fue el Yrigoyenismo, que logró cuestionar jerarquías sociales con impacto en la configuración de la ciudadanía política. Los cambios en la estructura social que se producen en Argentina en la década del 30 conllevaron la emergencia de una clase media, y luego, en la década del 40, la llegada al poder del peronismo, que interpeló y aglutinó a la clase trabajadora por medio de activas políticas de integración social vía el trabajo, no comportaron grandes cambios en la organización institucional del rugby argentino, que no obstante siguió creciendo en cuanto a la cantidad de clubes que conformaban la UAR. A mediados de siglo, si bien se fundan nuevos clubes y se amplía el alcance del rugby en lugares del país a los que este deporte aún no había llegado7, lo fundamental es que se consolida la asociación entre rugby y élites porteñas, proceso fundamentalmente político.
El imaginario plebeyo que introdujo el peronismo, y el reforzamiento de mandatos igualitaristas e impugnadores de las jerarquías sociales, alteraron la vida institucional de distintas entidades sociales, culturales y deportivas, incluidos algunos clubes de rugby. Uno de los clubes donde realizamos nuestro trabajo de campo, CUBA, fue intervenido políticamente por el gobierno peronista, con la acusación de que reproducían el elitismo y la selectividad social, impidiendo la democratización de la sociedad argentina. No es menor el hecho de que parte de las élites políticas, judiciales y profesionales/universitarias sociabilizaban en este club y en él se nucleaban. Este proceso, vivido y/o recordado por varios socios a los que entrevistamos, refuerza la pertenencia simbólica a un sector de clase “educado” que respeta las formas y las normas constitucionales, en oposición al igualitarismo plebeyo antidemocrático que, desde su punto de vista, caracterizaba al gobierno peronista o al peronismo como movimiento político. Refuerza, en este sentido, la posibilidad de ubicarse en un sector de clase antipopular o no popular, dado que el peronismo ocupó ese campo significante.
El modelo de expansión entre sectores educados, profesionales y “distinguidos” de Buenos Aires combinaba la sociabilidad en un espacio selecto con la instrucción universitaria, en las que los clubes implementaron estrategias de reclutamiento selectivas o su reforzamiento. Las tensiones en otros clubes de rugby -entre las cuales está el incremento de la masa societaria, o de los candidatos a formar parte del rugby, y, por lo tanto, con capitales económicos suficientes- se resolvieron por medio de la creación de nuevos clubes, que no siempre generaron relaciones de competencia, sino también de cooperación, tales como la organización de la Asociación Alumni. Este club fue refundado en 1951, habiendo sido originariamente un club de fútbol de fines del siglo XIX que reunía a exalumnos de un colegio inglés de Buenos Aires. Al profesionalizarse el fútbol, la asociación de exalumnos dejó de practicar este deporte, y hacia 1951 deciden abocarse al rugby, dirigidos por jugadores del Belgrano Athlethic -uno de los clubes fundadores de la River Plate Rugby Union (hoy UAR)- reivindicando el carácter educativo y moralizante de este deporte. Fue así como se construyeron una hermandad y competencia deportivas entre ambos clubes, un proceso que señala cómo circulaban y se reproducían las jerarquías moral y social de este deporte inglés, en un proceso de expansión que se hacía de modos puntuales, selectivos y no masivos, proceso que empieza a horadarse hacia fines del siglo XX, no tanto por la expansión de la educación superior en el país, sino más bien por las posibilidades que el rugby ofrecía en cuanto industria deportiva a jugadores, clubes, organizaciones y empresas.
En síntesis, a lo largo del siglo XX, los cambios en las condiciones estructurales de la sociedad argentina hicieron del rugby masculino uno de los símbolos de los sectores distinguidos. El crecimiento de los sectores medios y la aparición del peronismo reforzaron la consolidación del carácter distintivo del deporte, ya sea porque los medios altos pretendían acceder a este, o porque el movimiento político del segundo contribuyó a impugnar no al deporte en sí mismo, sino a quienes lo practicaban y su conformación institucional selectiva. El rugby masculino terminó siendo el deporte donde estos sectores sociales se encuentran, capitalizan sus vínculos en pos de la trayectoria posterior de los jóvenes y, al mismo tiempo, se muestran hacia el resto de la sociedad como jóvenes morales que siguen determinados comportamientos de amistad y camaradería que los distinguirían del resto.
Las élites porteñas dominaron la representación sobre la nación en la potestad de localizar la nación en la capital y construir al interior como una alteridad subordinada. Es decir que la dominancia masculina y de clase de los varones porteños que integraban las élites locales-nacionales se extendía como narrativa dominante hacia el interior, concebido como alteridad, reconstruyendo las múltiples historias y versiones de la oposición capital-interior y centro-periferia en la representación del poder en la nación, desde los procesos independentistas hasta la resolución de la disputa entre porteños e interior en la batalla de Pavón (1861). La lectura que sobre esa historia se hizo en la disputa entre unitarios y federales constituyó un eje de la lectura sobre el proceso de organización nacional, que generó un país federal pero con una fuerte lógica centralista. La polaridad capital-interior configurará las jerarquías en el espacio nacional del rugby argentino durante todo el siglo XX, proceso que empieza a horadarse hacia fines del siglo.
El rugby se expande en el territorio nacional en dos olas: entre la década de 1910 y la de 1930 acontece la primera. La segunda, entre los años 50 y 70. Simultáneamente con la fundación de CUBA en Buenos Aires en 1918, nuevos clubes son creados en los centros urbanos más desarrollados y que además poseían sectores y jóvenes educados en las pocas universidades de la época. En la fundación de estos nuevos clubes se reconoce el rol que desempeñaron jugadores porteños que al desplazarse hacia el “interior” intentaron replicar la experiencia de sociabilidad que experimentaron en lo que ya era el centro político de la nación. Lo notable de este proceso es que, aunque la conformación de las élites provinciales siguiera otra historicidad8, el rugby y otros deportes ingleses se extendieron entre jóvenes “educados” formalmente, y ello acontece al mismo tiempo que se expanden relativamente la matrícula del nivel universitario y las instituciones universitarias (Cano 1982). Tal es el caso de algunos clubes universitarios, que luego se destacarían en la práctica del rugby masculino, como el Universitario de Córdoba o de La Plata, y de los Jockey Clubs fundados entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX en distintas capitales provinciales, como Córdoba, Santiago del Estero, etcétera. Si bien estos clubes se centraron en las prácticas hípicas y reunían a las élites terratenientes de cada región, a lo largo del siglo XX construyeron un prestigio deportivo en el rugby atrayendo a jóvenes varones de las élites locales y/o de los crecientes sectores de jóvenes educados en las universidades. Es decir que, al mismo tiempo que se da la expansión del rugby del centro porteño hacia las ciudades capitales de provincia, se extiende el valor del deporte, en cuanto productor de masculinidad y clase, reivindicando su carácter selectivo. Es un período en el que el centro de irradiación lo constituye el rugby porteño. En las décadas del 50 al 70, el rugby se expande a ciudades y regiones “nuevas”. El caso de Formosa es emblemático: allí, el rugby empieza a practicarse en los años 70, llevado por militares e hijos de militares -en el período dictatorial- que vivían en otros centros urbanos, y que, al ser trasladados a la capital de esta relativamente nueva provincia, querían continuar con el deporte en el nuevo lugar de radicación. El origen de esa expansión no está sólo en Buenos Aires, sino también en Córdoba, Rosario, etcétera. Lo mismo puede verificarse en otras regiones, en las que el rugby se expande ya no sólo por la lógica del desplazamiento de líderes o sectores de prestigio, sino también al calor de la expansión de la educación superior: el Club Universitario de Bahía Blanca, en el sur de la provincia de Buenos Aires, se crea en 1956, pocos años después de que se creara la Universidad Nacional del Sur, en la misma localidad9.
La circulación de jugadores en este período es interprovincial, y no sólo bajo el circuito capital-interior como en la primera oleada, pero en el modo de organización del rugby argentino, los porteños mantuvieron su hegemonía hasta fines del siglo XX. La lógica organizativa de la UAR se estructuraba hasta ese momento por medio de una suerte de doble membresía: por un lado, los clubes de rugby de Buenos Aires. Por el otro, las uniones regionales de rugby, que a su vez nucleaban en sus provincias a los clubes locales. De esta manera, hasta 1995 se produjo una serie de relaciones de dominación que los clubes y uniones “del interior” fueron señalando y pujando para un cambio, ya que los clubes porteños tenían representación directa sobre las decisiones de la UAR, de la que carecían los clubes del interior, mediados por sus uniones. En ese año se crea la URBA, que pasa a ser una unión “provincial” como el resto de las uniones que nuclean a los clubes de la Ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. No obstante, la URBA siguió sosteniendo el liderazgo de la UAR, ya que las autoridades elegidas por el voto de las uniones provinciales fueron porteñas hasta entrados los años 2000. En 2006 fue elegido presidente de la UAR por primera vez un directivo no porteño, proveniente de Rosario, que debió enfrentar diversas dificultades financieras en la entidad, pero sobre todo el reclamo de Los Pumas por deudas en los pagos de viáticos, conflicto que catalizará el debate por el profesionalismo en el deporte. El presidente que continuó en 2008, Porfirio Carreras, provenía de la URBA (Alumni Club). A diferencia de muchos clubes de esta unión, sostuvo una posición a favor del profesionalismo, lo que significa el pago de contratos a los jugadores, al menos a Los Pumas y otros equipos que luego desarrolló la UAR, recreando una lógica en la que se solapaba la polaridad, en cuanto al espacio nacional, con el debate sobre el (no) profesionalismo, que daría la fórmula capital/amateurismo versus interior/profesionalismo.
En la puja entre capital e interior, que expresa una narrativa en la que los actores leen las relaciones de poder desiguales y construyen alternativas, las lecturas “moral” y “nacionalista” constituyeron dos ejes. Mientras que los del interior serían “promercado” -tal es una de las acusaciones que distintos miembros de la URBA nos formularon-, planteaban la federalización del rugby, una política de igualdad que asegure posibilidades a los jugadores del interior alejados del “centro de poder” porteño. Los de la URBA, por su parte, eran acusados, por un lado, de “elitistas”, y actualizaban un elemento propio de la narrativa de nación y su representación plebeya (Alabarces 2013), que impugna los privilegios de clase en función de un imaginario igualitarista (Grimson 2007), y, por el otro, de centralistas. Los porteños, mientras, justificaban su defensa del amateurismo en el atributo moral del deporte de caballeros, donde el dinero no debía ingresar, por su impureza y porque no era necesario para el desarrollo del deporte (Fuentes 2012).
Desde algunos clubes y uniones del interior veían al profesionalismo con buenos ojos. La posición a favor del profesionalismo se expresó, a veces, en la misma narrativa de los amateuristas de la capital: ir hacia el profesionalismo para vencer a Buenos Aires, ya que su denuncia atacaba al rugby porteño como un rugby de/con “clase” o “clasista”, que a su vez se rehusaba a abrir el rugby argentino a los jugadores y clubes provenientes del interior. Una de las principales “pruebas” de esa acusación era la composición de Los Pumas: aunque puede rastrearse la presencia de jugadores “del interior” al menos desde los años 60, la mayor presencia de jugadores de Buenos Aires hacia finales de la primera década de los años 2000 en el equipo nacional era insoslayable.
Aunque en los hechos había distintas posiciones dentro de las uniones de rugby -hemos hablado con distintos defensores del profesionalismo, incluso en CUBA, cuna del amateurismo-, el modo en que se recreó el conflicto respecto a si el rugby debía volverse profesional o seguir siendo amateur, se construyó públicamente en una dicotomía entre capital e interior, de contenido moral y con un lenguaje que impugnaba la pertenencia de “clase” de los primeros. Al crecer el peso de las uniones del interior hacia los años 2000 y demostrar que podían construir consenso para llegar a la presidencia de la UAR, algunos representantes de la URBA contribuyeron a la oposición capital-interior, ubicándose los primeros en un terreno de superioridad moral. La dimensión moral es clave en la distinción sobre cómo se representa la nación, cómo se organiza y quién define las reglas de organización deportiva (Giulianotti y Brownell 2012), y quiénes tienen la potestad de representar a la nación y con qué “valores”. Esa misma supuesta superioridad moral, vista desde Buenos Aires, es la que está presente en el juego de oposiciones que los actores del mundo del rugby construyen en relación con el fútbol.
Cada vez que Los Pumas anotaban un try en la Copa Mundial de Inglaterra 2015, las cámaras enfocaban a Diego Maradona, quien sostenía una bandera argentina y la agitaba efusivamente, como muchos otros argentinos en las tribunas. Acompañado de su novia, vestía indumentaria deportiva, anteojos de sol, una gorra. Ambos estaban rodeados por dos figuras del rugby argentino: el presidente de la UAR en ese entonces y Agustín Pichot, ya por entonces referente del rugby argentino. Las dos autoridades del rugby festejaban cada punto conseguido, pero de modo más contenido, sin bailar ni saltar. Su estética mostraba a dos hombres vestidos de traje/camisa, realizando una performance de la pasión nacional contenida en una vestimenta y corporalidad “distinguidas” y de “caballeros”: por momentos miraban con sorpresa la alegría y efusividad de Maradona.
La figura de Pichot representa uno de los modelos más originales en la construcción de trayectorias deportivas. Jugador de uno de los clubes amateur más importantes del rugby porteño, el Club Atlético de San Isidro (CASI), desarrolló una sobresaliente carrera profesional en clubes europeos, constituyéndose en una de las principales figuras de Los Pumas en la primera década de los años 2000. Al retirarse en 2008, fue el principal promotor de la profesionalización del rugby argentino, y su figura y rol representan la globalización deportiva desde la apelación a la experiencia de nación, uniendo en un nacionalismo deportivo moralidades aparentemente opuestas. El encuentro entre Pichot/Los Pumas y Maradona se constituía en una suerte de ritual, donde el representante del deporte nacional por excelencia aprobaba al rugby argentino -y a su figura destacada y líder actual- en su potencial como representación de la nación10.
El lugar no era menor: la Copa se desarrollaba en Inglaterra, y aunque Los Pumas no se enfrentaron a esta nación durante el torneo, el contexto inglés recreaba en el público argentino un doble sentimiento: por un lado, entre los actores del mundo del rugby, jugar en la nación cuna del deporte representaba un reconocimiento a la historia y excelencia del rugby argentino, y así era repetido por los periodistas que hablaban de la “cuna” del deporte, en la que Argentina competía con dignidad, “garra” y pasión. Por otro lado, para el público argentino, toda referencia a Inglaterra conlleva la actualización de una rivalidad nacional a nivel geopolítico y deportivo. La Guerra de las Malvinas, en 1982, con la derrota argentina, y la victoria del seleccionado argentino de fútbol frente a Inglaterra en el Mundial de México 86, con dos de los más celebrados goles de Maradona como parte de la historia de los mundiales, forman parte de la memoria social de la nación. Se actualizaba así una historia experimentada en el deporte y en la guerra, espacios privilegiados para la producción de nacionalismos.
La narrativa periodística y la industria que la esponsorea11 escenifican en el sistema del rugby una confluencia de héroes y lugares/símbolos que hacen a la experiencia común de nación (Grimson 2007), uniendo en el plano global y nacional dos deportes bajo la égida de la argentinidad y el triunfo, o al menos la batalla y el esfuerzo para ganar. A nivel local, esa asociación era vivida como problemática, justamente porque están en disputa moralidades opuestas en torno a cómo y con qué símbolos y “valores” se representa a la nación. Para ello, la figura de Pichot y las figuras de otros jugadores de rugby son emblemáticas de una adaptación de sectores de élites: mientras que los defensores del amateurismo del rugby nos relatan su rechazo a la presencia plebeya de Maradona y “sus valores”, miembros del mismo círculo social, como Pichot, se alían en la producción de una narrativa nacionalista y “federal”, en un contexto global financiado por capitales económicos. Mientras ello sucede, estas élites derrotadas intentan imponer una narrativa que habla a la nación construyendo alteridades (Segato 2007) de tipo moral: conducen el deporte con valores de otras “clases”, pero los valores del amateurismo serían superiores.
En lo que analíticamente se diferencian y se acercan fútbol y rugby es en la narrativa identitaria que performan y/o que se disputan y en los términos morales en los que acontece esa disputa. La manera en la que Pichot se comportaba y performaba durante el Mundial de Rugby escenificaba, frente a la pasión nacional de Maradona, un nacionalismo que hace gala de su contención, de su comportamiento “esperado”, de una estética y un movimiento con clase, hasta de un ropaje profesional, en términos educativos-morales. La categoría “con clase” juega con un modo nativo de hacer referencia a la distinción social o al capital simbólico del que en términos generales gozan las familias que se referencian en el rugby masculino. Se actualiza cuando se juega la mostración de la nación argentina y sus cualidades en el enfrentamiento internacional: la performance de Pichot y el presidente de la UAR muestra esas cualidades al lado de Maradona, pero la escena compartida con él legitima al rugby como deporte nacional. Este nacionalismo cobra relevancia cuando se visibilizan las ventajas que otorga a algunos el circuito global del sistema de rugby.
Hasta fines del siglo XX, Argentina no tenía un lugar privilegiado o consolidado en el sistema global del rugby, sólo conexiones y circuitos internacionales y eventuales. Los contactos y circulaciones de jugadores y clubes se producían en determinadas direcciones transnacionales y con finalidades más “individuales”, como mejorar la performance deportiva de algunos jugadores y clubes -que podían afrontar económicamente viajes al exterior-, y/o incrementar el capital social de los rugbiers.
A lo largo de la era amateur del rugby, Argentina poseía un circuito internacional relativamente limitado, si se lo compara con el de las naciones europeas. La distancia geográfica del país en relación con el resto de las naciones líderes del rugby global se interponía como la primera dificultad, no obstante lo cual ello no impidió construir un circuito de internacionalización en varias direcciones: hacia Europa, primero. Francia tuvo un rol crucial en el desarrollo del deporte en Argentina, dada la competición de ambos en cincuenta test matches, incluidos 13 entre 1949 y 1977, cuando en la mayoría de los partidos Argentina competía contra naciones sudamericanas, y la competencia ocasional contra equipos del exterior que viajaban en giras, como los ingleses de las Universidades de Oxford y Cambridge. Hacia la propia región sudamericana, segundo: Argentina ganó cada torneo sudamericano de rugby en el que jugó desde 1951, con la excepción del de 1981, en el que no compitió. Una tercera línea puede rastrearse en el vínculo con Sudáfrica, que Búsico (2015) exploró al historizar el bautismo de la selección nacional como “Pumas”, en la gira por aquel país en 1965, año clave y casi inicial del derrotero internacional de la Selección argentina.
La circulación internacional desde los clubes se desarrolla al menos desde la misma década del 60. Es en esos años cuando algunos clubes deciden emprender una gira internacional con su equipo de rugby. Para ello era necesario contactarse con clubes ingleses o equipos de universitarios y conseguir una invitación para realizar una serie de partidos. Durante esos viajes se fomentaba el “espíritu amateur”. Para los rugbiers argentinos, viajar a las naciones referentes del rugby a nivel mundial los ubicaba en un doble rol: por un lado, llevaban la bandera de su club en competencia deportiva por el extranjero. Volvían de esas experiencias con un capital deportivo y un prestigio que acentuaban su posición de influencia en el campo del rugby porteño y argentino. Por el otro, se constituían en representantes de la nación.
Un exjugador de rugby de CUBA nos relataba cómo trabajaron para las giras que emprendieron a Inglaterra e Irlanda en la década del 70: venta de comida en eventos y partidos del club, sorteos y elaboración de un boletín/revista que hacían a partir del dinero que les donaban las empresas que conocían o que pertenecían a las mismas familias del club. A ello había que sumarle el capital económico de la familia, que consideraba que la experiencia “lo valía”, porque los ponía en un flujo global de conocimiento y oportunidades. Si bien el capital económico de muchas de estas familias es abultado, las actividades de recaudar dinero ponían a los jóvenes “a trabajar” por lo que querían, y, según sus padres, “los unían aún más”. Las giras internacionales eran una nueva oportunidad para producir capital social, es decir, para “hacer los amigos que te van a acompañar toda tu vida”.
En el cambio de siglo, la crisis social y económica en la sociedad argentina se combinó con un proceso global: en 1995, las naciones referentes del rugby mundial, en el marco de la por entonces International Rugby Board (IRB), deciden la conversión hacia el rugby profesional. Los jugadores de rugby locales vieron nuevas oportunidades: algunos de ellos provenían de familias de clases medias profesionales, con mayores o menores capitales económicos. Si bien su patrón migratorio no estaba atravesado estrictamente por la necesidad de supervivencia, la oportunidad de mejorar en el deporte compitiendo y entrenando profesionalmente, obtener un contrato redituable, comparado con los ingresos en la Argentina de la crisis de los años 2000, y además realizar una experiencia de vida en las naciones europeas “del primer mundo”, pesaron a la hora de continuar con su trayectoria en el deporte profesional (Fuente y Guiness, en prensa).
Bautista12 es uno de esos jugadores. Formado en un club de la ciudad de La Plata perteneciente a la URBA, decidió migrar a Italia en 2004 para jugar profesionalmente. Una de las primeras dificultades que tuvo que sortear fue el manejo de la información: si bien él pertenecía a la URBA, al ser de una ciudad y de un club más distantes del centro de poder en los clubes tradicionales, comprobó que eran estos los que aún, en 2004, concentraban la información sobre oportunidades para jugar afuera. Bautista veía en “jugar afuera” la oportunidad de adquirir experiencia internacional y estar una temporada en Europa. Cuando lo conocimos, en 2015, ya hacía unos años que había regresado a Argentina. Durante sus años en Europa, no sólo acrecentó sus contactos y círculo de amigos, sino que también afianzó su relación con jugadores argentinos en el mismo continente, entre ellos varios ex-Pumas, muchos originarios de clubes porteños. Ya en Buenos Aires, volvió a jugar para su club, y recientemente pasó a integrar Pumas Classic, un equipo de jugadores ex-Pumas y “amigos” de ex-Pumas -tal es su caso- que toma el nombre de la Selección y no depende de la UAR. Una vez al año compiten en Bermudas contra otros equipos integrados por exjugadores de seleccionados nacionales, en un evento organizado por la colonia británica con evidente finalidad económica.
Bautista se mostraba orgulloso de esta pertenencia: eso lo hace amigo de otros ex-Pumas y reconocidos jugadores porteños, y además le permite sostener una red internacional de contactos que inició en Italia. El capital social y la representatividad nacional funcionan como recurso para la construcción de las trayectorias de los jugadores. Bautista tiene amigos en todo el mundo y en lo más alto del rugby argentino; se siente parte de una “clase” global que performa en la entrevista, y esa pertenencia a una clase global va más allá del volumen de capital económico que posee.
Hacia 2008, la mayor parte de los jugadores del seleccionado nacional competía en clubes profesionales europeos, es decir, que estaban “entrenados” y preparados físicamente según prácticas y disciplinas propias de las mismas naciones contra las cuales competirían representando a su país. El nacionalismo funcionó en ese momento como una palanca que accionaron los actores locales -del “interior”, sobre todo, y algunos porteños como Pichot- y globales del rugby para forzar la profesionalización del rugby en Argentina: parecía un escándalo que los jugadores que representaban al país no vivieran ni jugaran en Argentina. La nación emergió como categoría estratégica que permitió a los actores ubicarse como sus defensores -ser profesionales en “su propia tierra”- y forzar un proceso de profesionalización. Ser parte de una clase global que otorga capitales y estatus era sólo una cara de la moneda: al adquirir tal poder, el proceso de profesionalización sería así liderado a nivel local por quienes tenían el know-how, los contactos y la experiencia de haber sido jugadores en tierra extranjera.
Uno de los grandes actores de ese proceso de globalización deportiva son las cadenas de televisión, que cuentan con los capitales para inyectar en las uniones y los clubes los recursos necesarios para el salario de jugadores, del personal profesional/técnico, etcétera. Su rol es hacer del deporte antes exclusivo un deporte masivo, por medio de su vínculo simbólico con la nación. Las industrias deportivas en esta etapa neoliberal aprovechan la representatividad de la nación para usarla como un commodity (Alabarces 2013): eso permite escalar la producción de la pertenencia nacional, haciendo de la patria una marca registrada.
En años recientes ha ocurrido una rápida reconfiguración de la World Rugby (antes IRB), con Argentina como uno de sus principales beneficiarios; por ello insistimos en atender a la institucionalidad global del deporte (Giulianotti y Brownell 2012). El gobierno del organismo siempre estuvo dominado por las naciones fundadoras, que incluían a aquellas incorporadas antes de 1987 (como Irlanda, Escocia, Gales, Australia, etcétera), que tenían dos votos reservados en el Consejo, en comparación con los dos votos que se les otorgaban a todas las uniones de América en su conjunto, Asia u Oceanía. En aquel año se incorporan nuevas naciones hasta llegar a cien uniones nacionales. Desde 2017, en las nuevas directivas para la representación en el Consejo de Gobierno, Japón y Argentina tienen cada una tres votos, más que cualquier nación, en reconocimiento por su actual participación en los torneos internacionales, su clasificación para la World Cup y los esfuerzos tendientes a desarrollar el rugby a nivel regional, y organizar los principales torneos. Agustín Pichot, uno de los argentinos representantes en el Consejo, es también el vicepresidente de la World Rugby.
Siendo Argentina un país de reciente profesionalización, es el rol de Pichot, entendido como figura de un proceso más amplio, el que permite ver el impacto de la circulación global de jugadores en la era profesional, si se lo compara con el rugby local, cuando este permanecía amateur. La trayectoria internacional de jugadores como Pichot o Felipe Contempomi13 -que también ocupa lugares claves en la gobernanza global del rugby y en la UAR- representa el triunfo de las élites porteñas14, que se transforman de héroes a líderes deportivos y organizativos, ubicados, como el rugbier platense, en una circulación global como clase de líderes15.
Los “contactos”, el capital social local y global, les permitieron liderar un proceso de expansión del rugby que combina, concomitantemente, incremento de las inversiones del capital privado hacia las organizaciones deportivas; la masificación del rugby como elemento publicitario que amplifica el alcance tanto de los productos como de las caras y símbolos del deporte; la transformación de un deporte con jerarquía porteña en un deporte con jerarquía nacional; y, finalmente, la construcción de un nacionalismo “con clase”. Aunque la asociación con Maradona sea negativa para los amateuristas, el rugby no termina de perder su atributo de superioridad moral, de la que gozaría ya no la clase social porteña que lo practicó y dominó durante un siglo: ahora se extiende al deporte en sí mismo.
Las lógicas de poder a nivel nacional ubicaron a una élite regional que se construyó en el campo económico y social y que hizo del rugby un deporte propio de su distinción. En el campo deportivo, el rugby porteño se construyó en una jerarquía de poder enlazada con los procesos de hegemonía de la capital argentina sobre el interior, y en el rol de la capital como vínculo de la nación con el mundo. La subordinación del interior permitió construir una interacción de identidad/alteridad (Segato 2007), cuyo efecto fue la naturalización en distintos campos -incluido el deportivo- de la capital como centro de la nación. El deporte en particular muestra una instancia más donde se produce ese juego de dominación -que también es de clase y de “valores”/moral- en la producción de la nación. La articulación entre lo local y lo global en la organización del deporte y sus transformaciones permite ver el rol que tienen los nacionalismos en la construcción del valor de los deportes, de las personas que los juegan y de la industria que hace de la nación un negocio. La organización de los deportes muestra un tipo de gobernanza a nivel global en la que el rol de “los emergentes” puede ser clave en el liderazgo de ese tipo de instituciones: mayor globalización, mayores nacionalismos, sólo que el contenido de estos últimos se va significando de modos diferenciales.
La posición del rugby en el campo de los deportes nacionales es de subordinación en relación con deportes masivos como el fútbol. Para escalar y producir un deporte nacional, el nacionalismo moral “con clase” al que apelan los promotores de la profesionalización se hermana con el deporte del que siempre se sintió distinto. Para ser un deporte de masas, que justifique la inversión privada, es necesario que se convierta en un deporte nacional. En Argentina es difícil pensar que un deporte pueda construirse sin la alteridad de otras naciones donde se juegue la victoria o la derrota de la patria, y en ello intervienen los modos en que se jugó la construcción de la nación y sus alteridades (Segato 2007; Briones 2005): en relación con otros nacionales, y en el caso de Argentina, mirando a Europa.
Pensar una etnografía de lo nacional desprovisto del análisis de símbolos e imágenes es tan problemático como pensarla sin las prácticas y los movimientos/circulaciones de los actores. Tomar al deporte como práctica para comprender las formaciones nacionales de alteridad, y específicamente al rugby, permite ver cómo el deporte reproduce jerarquías e indica nuevas modalidades para entender la producción de la nación en la intersección de lo local y lo global. La nación no es sólo pertenencia, experiencia, o incluso commodity. Es todo ello, y una malla de inteligibilidad en la que se disputan jerarquías internas y externas que hablan en términos morales: quién representa a la nación y con qué valores, y cómo la “nación” es utilizada estratégicamente para posicionar individuos, organizaciones deportivas y empresas.
Bajo la rúbrica del nacionalismo y la apelación a un deporte “más abierto” -como decía un integrante de la UAR-, sectores del rugby porteño gobiernan el proceso, ya no sólo de inclusión de Argentina en el rugby mundial, sino también el gobierno del rugby a nivel global, produciéndose como clase global. La nación es una estrategia de un sector de élites para seguir ubicándose por encima de ella, en una posición de centralidad y superioridad. Las matrices de diversidad del Estado-Nación en su configuración territorial siguen estando presentes y organizando la construcción de poder local/nacional y global. Visibilizar esa construcción de alteridades nacionales y morales desde la posición de las élites y sus divergencias permite complejizar el debate sobre la nación y los nacionalismos, porque señala cómo las élites se posicionan para conquistar nuevos espacios de poder.