Artículos de investigación
Recepción: 30 Mayo 2015
Aprobación: 24 Agosto 2015
DOI: https://doi.org/10.14482/eidos.24.7918
Resumen: La pregunta por el tiempo, junto a la pregunta por el cuerpo y el lenguaje, ocupa un lugar central en la filosofía de Merleau-Ponty. La restitución ontológica de la vida sensible, corporal —proyecto en el que se podría enmarcar toda su obra— lleva consigo una revisión de la idea del tiempo. El tiempo, sostiene Merleau-Ponty, se forma en nuestra experiencia corporal. Este tiempo en 'gestación', en 'estado naciente', es lo que el autor llama tiempo salvaje (temps sauvage). Este trabajo se centra en mostrar que la concepción del sentido en la obra de Merleau-Ponty —particularmente sus reflexiones sobre el sentido de la experiencia sensible y del lenguaje— se encuentra atravesada por la idea de un tiempo salvaje. Esta idea la desarrollamos en tres apartados: 1. introducción, 2. El ser salvaje del tiempo y la formación del sentido y 3. Tiempo y lenguaje.
Palabras clave: tiempo salvaje, experiencia corporal, ser salvaje, sentido, lenguaje.
Abstract: The question of the time, along with the question of the body and language, is central to the philosophy of Merleau-Ponty. The ontological restitution of the sensible, corporal life —project in which all his work— could be framed, and carries itself a review of the idea of time. "Time" says Merleau-Ponty, is formed in our body experience. This time in 'period of gestation' in 'nascent state', is what the author will call wild time (temps sauvage). This work focuses on showing how the conception of the sense in the work of Merleau-Ponty, particularly his reflections on the sense of the sensible experience and the language, which is crossed by the idea of a wild time. We develop this idea into three sections: 1. introduction, 2. The wild being of the time and the formation of the sense and 3. Time and language.
Keywords: wild time, corporal experience, wild being, sense, language.
La idea de un tiempo salvaje en Merleau-Ponty.
La pregunta por el tiempo, junto a la pregunta por el cuerpo y el lenguaje, ocupa un lugar central en la filosofía de Merleau-Ponty1. La restitución ontológica de la vida sensible, corporal —proyecto en el que se podría enmarcar toda su obra—, lleva consigo una revisión de la idea del tiempo. Las "filosofías de la reflexión", de la "conciencia" —llamadas también por el autor "pensar de sobrevuelo" (pensée du survol)2— han fijado el lugar del acontecimiento del tiempo, ya sea en un mundo objetivo o en un mundo subjetivo. El sentido del tiempo es, en ambos casos, un sentido 'pensado', 'constituido' por una razón o por una conciencia universal y absoluta. El 'fenómeno tiempo' es, en este sentido, tiempo de un pensar, de una conciencia reflexiva. Para Merleau-Ponty esta experiencia racionalista del tiempo, predominante en la tradición filosófica, es derivada o secundaria respecto de una experiencia más originaria: la experiencia corporal. Si la filosofía pretende mostrar lo propio o característico del tiempo, debe buscarlo en esta experiencia, en la que el sentido de este se origina, nace. El tiempo, como tiempo de nuestra experiencia —corporal—, 'acontece', se 'forma' en ella. Este tiempo en formación, en 'gestación', en 'estado naciente', es lo que el autor llama tiempo salvaje (temps sauvage), ya que se trata con él justamente de un acontecimiento espontáneo de sentido, de un sentido en formación, aún no fijado, instituido por el pensamiento. Se parte, entonces, de concebir el tiempo salvaje como 'acontecimiento de un sentido nuevo'. Al tiempo salvaje le es inherente un sentido salvaje, y viceversa3. Este trabajo se centra en mostrar que la concepción del sentido en la obra de Merleau-Ponty —particularmente sus reflexiones sobre el sentido de la experiencia sensible y del lenguaje— se encuentra atravesada por la idea de un tiempo salvaje. Esta idea la desarrollamos en tres apartados: 1. Introducción, 2. El ser salvaje del tiempo y la formación del sentido y 3. Tiempo y lenguaje.
La filosofía de Merleau-Ponty optará por una ontología que esté en condición de pensar "el ser desde dentro del ser", en el sentido de reconocerse como un pensar instalado ya en el mundo, en las cosas, en los otros, antes de toda reflexión, de toda indagación explícita. Tomará partido por una filosofía que reconozca que sus preguntas fundamentales surgen en contacto íntimo con la vida, en la intimidad de una experiencia que no convierte al mundo, a las cosas, a los otros en simples "objetos" o curiosidades de su intelecto; una filosofía que comprenda que la formulación de sus preguntas en enunciados y proposiciones es solo secundaria o derivada. Una filosofía que, en últimas, esté en condición de aceptar que quien primero interroga al mundo no es, en sentido estricto, la filosofía sino la vida (Merleau-Ponty, 1964)4. Esta filosofía, que piensa al ser "desde dentro del ser", que no hace de la vida del hombre un principio universal y absoluto, una existencia sin mundo, sin cuerpo, es concebida por el autor justamente como una intra o endo-ontología. El 'ser interior' que define a esta ontología refiere nuestro propio ser, subraya Merleau-Ponty insistentemente, como ser del mundo y no la interioridad de una conciencia o de un espíritu. Mostrar el vínculo íntimo, entrañable, de 'pertenencia mutua' del hombre con el mundo, otorgarle el peso ontológico a cada uno de estos con el fin de no hacer de ellos simples ideas o representaciones, poderlos pensar, con otras palabras, en su propia historia, en su propio tiempo, fue uno de los grandes propósitos de la filosofía de Merleau-Ponty.
El ser 'en' el mundo (Zur-Welt-sein) del Dasein debe ser entendido, afirma Merleau-Ponty (1945) en alusión a Heidegger, como un ser 'del' mundo (p. 117). Se debe insistir y profundizar, advierte el filósofo francés, en este vínculo de pertenencia mutua (Zusammengehörigkeit) entre Dasein y mundo si se quiere evitar una posición abstracta que, incluso reconociendo la génesis de toda idealización, haga de dicha génesis el "punto de partida" de esta y asigne a todo principio y a toda verdad un lugar "más allá" de su propia experiencia de reflexión, de investigación5. Para Merleau-Ponty se trata de un vínculo dado en nuestra experiencia sensible, corporal, en la que el mundo no es vivido como un mundo pensado, expresado en principios y conceptos, y el sujeto no es un sujeto constituyente de sentido. Merleau-Ponty entiende esta experiencia sensible como un fenómeno de reversibilidad (réversibilité), de inversión (Umkehrung), de entrelazamiento (entrelacement; Verflechtung), entre quien toca y lo tocado, quien ve y lo visto, quien siente y lo sentido. La experiencia del tacto6, por ejemplo, pone en evidencia que tocar algo significa así mismo tocarse, en el sentido en que nos tocamos a nosotros mismos a través de la cosa tocada, en el momento mismo en que la tocamos. Lo fundamental de esta experiencia consiste, advierte Merleau-Ponty en varios pasajes de su obra, en que sentimos emerger nosotros mismos de las cosas, que nuestra percepción, como afirma el autor, "se hace en ellas". Para esta experiencia no existe propiamente algo así como una "salida" a explorar el mundo, sino que nos encontramos ya 'en medio', 'entre' las cosas, haciendo 'parte' esencial de ellas. El sentido reversible, de 'vuelta sobre sí mismo' de la experiencia del tacto, muestra justamente este vínculo esencial, sensible, entre nosotros y las cosas, en el modo de una referencia a sí mismo (Selbstbezug), de una mismidad (Selbstheit), que es ya contacto con las cosas, con los otros, con el mundo.
Pero este poder de reversibilidad, de 'desdoblamiento' sobre sí mismo, no es exclusivo de la experiencia táctil, sino también de la visión, del oído y de toda experiencia sensible. En la obra póstuma Lo visible y lo invisible Merleau-Ponty afirma que la experiencia de ver consiste justamente en una experiencia de entrelazamiento (Verflechtung) entre el vidente y lo visible. Somos seres videntes, esto es, tenemos el poder de ver porque somos visibles, porque la experiencia de ver algo, de ver a alguien, significa ser visto, ser visible para los demás: "Basta con advertir por ahora que el que ve sólo puede poseer lo visible si lo visible lo posee a él, si él es visible"7. (Merleau-Ponty, 1966, p. 168). No solo somos parte de las cosas en virtud de nuestro ser visible, de nuestro cuerpo, sino que también ellas nos pertenecen, hacen parte de nosotros. Pero las cosas no nos pertenecen a modo de "objetos" que podemos simplemente abarcar con la mirada, de objetos que se encuentren en frente de nosotros, sino que literalmente hacen parte de nosotros, de nuestro cuerpo, "están en él, tapizan sus miradas y sus manos por dentro y por fuera" (Merleau-Ponty, 1966, p. 125), "se arrancan de mi substancia, espinas en mi carne" (p. 222). El ser de las cosas —su tiempo, su historia— no está "fuera" de nosotros, sino que hunde sus raíces en nuestra experiencia sensible, corporal. Nuestra mirada puede ver las cosas; por ejemplo los libros sobre la mesa, la lámpara, la taza de café. No percibe de ellos una multitud de datos visuales y táctiles, sino justamente percibe 'unos libros', 'una lámpara', 'una taza de café', y más exactamente, <estos libros> con los que nos ocupamos ahora, nuestra lámpara, nuestra taza de café. Esto es posible porque nuestra mirada está hecha de experiencias pasadas, porque se encuentra tejida con las cosas: "Cuando encuentro el mundo actual, tal cual es bajo mis manos, ante mis ojos o junto a mi cuerpo, lo que encuentro es mucho más que un objeto: un Ser del que forma parte mi visión, una visibilidad más antigua que mis operaciones o mis actos". (Merleau-Ponty, 1966, p. 156). Ese sentido oculto de las cosas, que "no vemos" en el momento en que las miramos y que, sin embargo, hace posible la visibilidad de las cosas y del mundo, es el vínculo que nos ata, que nos une a ellos8.
Nos detendremos ahora en precisar el rol decisivo que le asigna Merleau-Ponty al tiempo en la explicación de este vínculo sensible de reversibilidad, de quiasmo existente entre nosotros y el mundo, en virtud del cual no estamos en sentido estricto "en" el mundo, sino que somos del mundo, parte constitutiva de su visibilidad, de su ser tangible.
El ser salvaje del tiempo y la formación del sentido
Merleau-Ponty utiliza la palabra 'ser salvaje' para nombrar ese ser que no se inscribe en la pura interioridad de la vida de un sujeto ni en la pura exterioridad de una naturaleza objetiva, sino en el lugar de cruce, de entrelazamiento entre nosotros y las cosas, entre nosotros y el mundo. El ser salvaje es, como ser de entrelazamiento formado entre el vidente y lo visible, entre quien toca y lo tocado —así como entre quien habla y lo hablado—, el ser sensible que sostiene nuestro vínculo (Verhältnis) con el mundo, en donde el contacto con nosotros mismos (Selbstbezug) —nuestra mismidad (Selbstheit)— significa a su vez contacto con las cosas, con los otros; es un ser de promiscuidad, de hibridación, en el que el contacto de sí a sí es distancia respecto de sí mismo; el ser que nos permite comprender que nuestra distancia respecto de las cosas, respecto de los demás, aquello que nos diferencia de ellos, no es toma de posición deliberada, sino una distancia, una diferenciación que define el ser mismo de nuestra experiencia sensible. El ser sensible, salvaje, concebido como quiasmo, cruce, es justamente división originaria {ursprungliche Spaltung), proceso de diferenciación permanente, ser de "proliferación", de "diseminación" (empiétement)(Merleau-Ponty, 1964, p. 155).
Para Merleau-Ponty esta concepción del ser como ser sensible de quiasmo, de diferenciación, debe ser entendida como un fenómeno temporal si se quiere evitar posiciones substancialistas y abstractas9. El ser sensible, del que hacemos parte por nuestro cuerpo, aquella membrana de lo sensible (Merleau-Ponty, 1964), no es pura apertura (Offenheit), acceso al mundo, ser de transición, sino él mismo un ser temporal, esto es, un ser que lleva el peso de las cosas, de los otros, del mundo. Es un ser que nos abre al mundo, a la totalidad de lo visible, sin dejar de ser tiempo de las cosas, de los otros. Veo los libros sobre la mesa y ese "contacto" con el mundo en la mirada es apertura al ser, en el sentido de un "contacto" temporal que hunde sus raíces en lo visto y en quien mira, del mismo modo que en quien toca y lo tocado, en quien habla y lo hablado. El tiempo del ser sensible es un tiempo salvaje porque es la posibilidad siempre abierta, indestructible, de que haya mundo, pero como una posibilidad anclada, entrelazada en nuestra experiencia sensible, corporal. Es lo que quiere decir Merleau-Ponty cuando afirma que para esta experiencia no existe en rigor "el" tiempo o "el" ser, sino el hecho de que hay (Es gibt) tiempo, hay (Esgibt) ser, ya que el ser fáctico del tiempo no tiene que ver con la presencia de un objeto en frente de nosotros, sino con una facticidad que nos "rodea", nos constituye. El tiempo, vivido como lo indestructible de nuestra experiencia (siempre "hay tiempo"), posee un carácter eterno: es la apertura que también somos y que nunca podremos completar, cerrar, sobrevolar. La experiencia del tiempo nos enfrenta así a esta paradoja: poseer un carácter eterno, como vínculo indestructible que nos ata al mundo, y ser a la vez un tiempo vivido, un tiempo en nosotros, al que tenemos acceso solo en nuestra experiencia sensible. Hay, entonces, un acontecimiento propio del tiempo, de un tiempo —salvaje— que no es "constituido" por un sujeto y que, sin embargo, se origina en la experiencia corporal que tenemos de él. El tiempo, afirma ya Merleau-Ponty (1994a) en la Fenomenología de la percepción, "nace de mi relación con las cosas" (p. 420), y esto equivale a decir que su carácter eterno, indestructible, se funda en nuestra experiencia como experiencia sensible10. El ser eterno del tiempo, con otras palabras, no implica la afirmación de la existencia de un tiempo "fuera" del tiempo, de una eternidad que exista más allá de nuestra experiencia, de nuestra historia. Precisemos, entonces, la idea de este tiempo indestructible, salvaje, como el tiempo que define el sentido de nuestra experiencia sensible.
La experiencia sensible, como experiencia temporal, consiste en un vínculo de entrelazamiento de experiencias pasadas, presentes y futuras que hace imposible la explicación o derivación de una experiencia por otra. La experiencia de ver es posible —el hecho de que veamos, por ejemplo, unos libros sobre la mesa— porque se produce un cruce simultáneo de experiencias pasadas, presentes y futuras, que hace que el sentido de lo percibido no sea simple acumulación y continuación de experiencias anteriores o posibles. Se trata de un 'acontecimiento de formación del sentido' (Sinnbildungsereigniss), "en" nuestra experiencia sensible, de un sentido que no está "en" las cosas ni "en" nosotros, sino justo en el cruce que se forma entre ellos. Ver una cosa, pero también un rostro, un paisaje, significa comprender su sentido, pero no porque la experiencia de ver suponga la posesión previa del sentido de lo visto, sino porque se trata precisamente del "cruce" de diferentes temporalidades: el tiempo de las cosas, de los otros, de nosotros mismos. Esta figura del tiempo como quiasmo, como entrelazamiento de temporalidades diversas en nuestra experiencia, exige reconocer la existencia en nosotros de experiencias adquiridas que se reanudan en cada percepción, de un pasado sedimentado que se ha hecho hábito, estilo en nosotros, manera de ver, de percibir. El sentido de lo percibido no es resultado del análisis, una construcción del entendimiento, sino un sentido temporal que nace en nuestra experiencia. El pasado conservado en ella, en cada mirada, en cada movimiento, en cada palabra dicha, es un pasado originario que, como nuestro nacimiento, "jamás ha sido presente" (Merleau-Ponty, 1994a, p. 257)11, en el sentido que no existe como un objeto ante nosotros, sino como aquello que somos, que nos constituye y que resiste todo intento de objetivación. Así mismo, el futuro, entrelazado con nuestro pasado y presente, es una promesa de reanudación, de continuación, que jamás será presente, esto es, nunca coincidirá consigo mismo, será siempre, como la experiencia de la muerte, un futuro del presente.
La experiencia de ver, de tocar, de sentir es, afirmábamos, distanciamiento, diferenciación, porque para esta experiencia percibir significa hundimiento, profundización en un pasado, en un futuro que la constituyen —en el modo de un entrelazamiento—, pero con los cuales nunca se puede identificar. El pasado, subraya Merleau-Ponty, nunca puede ser explicado por los recuerdos, como tampoco el futuro por nuestros proyectos; y ello porque ni el pasado ni el futuro son negación del presente —lo que "ya pasó", lo que "aún no ha sido"—, sino un pasado y un futuro vivos, actuantes, irreductibles a cualquier representación. Hay renovación, descubrimiento de nuestro pasado en nuestro presente, afirma Merleau-Ponty refiriéndose a Proust, pero no porque exista un "secreto" del pasado que algún día podamos desocultar, sino porque es la única forma que tiene de existir: ser un pasado vivo, renovado. El pasado y el futuro son, como pasado y futuro actuantes, mucho más que su negación, la "otra cara" del presente, su sentido oculto, invisible. El acontecimiento del sentido en la experiencia sensible, en el contacto con lo percibido, no es, por ello, inmediatez absoluta sino “distancia” (Merleau-Ponty, 1964, p. 250), es decir, un sentido que solo es visible —“vemos” lo percibido— desde su ser invisible, que solo es palpable —sentimos lo tocado— desde su ser impalpable. Podemos evocar un recuerdo y tener lo evocado en su lugar, en su tiempo, y no una simple imagen o representación de él, porque lo evocado —aquel olor, aquella calle, aquel amigo, aquella música— conserva en nuestra memoria su tiempo, su historia, y lo conserva como el reverso, como la otra cara de nuestro acto explícito de evocación. De la misma manera debe entenderse el olvido, no como lo contrario del recuerdo, sino como su otra cara, como un recuerdo que ha perdido su distancia, su espesor temporal; el olvido concebido, con otras palabras, como una experiencia de “desdiferenciación”(Merleau-Ponty, 1964, p. 250), en el modo de un recuerdo presente que no puede distinguirse de experiencias pasadas.
Esta concepción del sentido como distancia (écart) permite comprender por qué la experiencia perceptiva consiste en un movimiento de explosión por diseminación, por germinación. En cada experiencia perceptiva nace un sentido nuevo, en la medida en que percibir consiste en instaurar un presente como diferenciación respecto de sí mismo: respecto de su propio pasado y de su propio futuro. El presente lleva consigo su pasado, su futuro, precisamente como pasado y futuro vividos, como un pasado "tal como fue" y un futuro "tal como será" para nosotros, esto es, un pasado y un futuro atravesados por nuestra mirada (Augen-Blick)12, por nuestro presente, y no como un pasado y un futuro "en sí mismos". La experiencia perceptiva tiene que ver con un estallido, con una explosión, pero no por ser destrucción, instauración del caos, sino porque ella es vivida como continuación y ruptura permanentes, como una experiencia que para ser necesita hacerse. El sentido como acontecimiento es esta explosión, esta dispersión del pasado, del presente y del futuro, de un tiempo que también somos nosotros mismos, que no es pura atomización, sino modo de ser, sentido actuante, en formación —sentido salvaje—.
Tiempo y lenguaje
La nueva filosofía propuesta por Merleau-Ponty, la filosofía como intra-ontología, exige, además de una restitución ontológica de lo sensible, una restitución ontológica del lenguaje. Hay una dimensión sensible, corporal, esencial al lenguaje, que no ha sido suficientemente reconocida por la tradición, un vínculo de entrelazamiento entre pensamiento y lenguaje, entre lenguaje y experiencia que define el ser mismo de este. Se trata, en últimas, de la existencia de un quiasmo entre el sentido de la palabra y el sentido de la experiencia perceptiva. La experiencia de la palabra, afirma Merleau-Ponty (1969b) en los Resúmenes de Curso del Collège de France dedicados al lenguaje (1952-1953), "retoma y amplifica otra expresión que se descubre ante la arqueología del mundo percibido" (p. 12; las cursivas son mías). La filosofía, y particularmente la fenomenología, debe mostrar en qué consiste este vínculo entre percepción y lenguaje que hace posible hablar en nombre de una "continuidad" y de una "amplificación" de la experiencia perceptiva en la experiencia del lenguaje; debe estar en condición de explicar qué se entiende aquí por "expresión", en qué sentido la experiencia perceptiva es ya "expresión" y en dónde radica lo propio o característico de la experiencia de la palabra. Se trata de entender, con otras palabras, como afirma Tengelyi (2005) a propósito de Merleau-Ponty, la existencia de una "expresión de la experiencia" y de una "experiencia de la expresión" (p. 64)13 como instancias que definen el ser del lenguaje.
En el capítulo "La ciencia y la experiencia de la expresión" de su obra postuma La prosa del mundo Merleau-Ponty un lenguaje hablado (parole parlee/gesprochene Sprache) y un lenguaje hablante (parole parlant/sprechende, fungierende Sprache). El primero corresponde a la concepción científica del lenguaje —la "lingüística del lenguaje"—, que concibe a este a como sistema universal de signos, como la lengua (langue) que hemos adquirido y de la que disponemos para comunicarnos; el segundo hace referencia al lenguaje que hablamos, que nos hemos apropiado y que vivimos como vivimos nuestro cuerpo, sin advertirlo, como cuando extendemos la mano para alcanzar un objeto, el lenguaje que se ha convertido en modo de ser, manera de hablar.
El lenguaje como lengua (langue) es el lenguaje establecido, sistema de significaciones fijas que contienen todo lo que necesitamos para expresar lo que queremos expresar. Se trata solo de encontrar la palabra adecuada que nombre ese pensamiento interior, ese sentimiento, esa idea tal vez confusa, pero una vez demos con la palabra exacta —como cuando buscamos, afirma Merleau-Ponty, un martillo para clavar un clavo (1969a)—, ella nombra sin equívoco lo que queremos decir.
El lenguaje como habla (parole), por su parte, es la experiencia que tenemos de él en el momento que hablamos, el leguaje vivo, actuante, que "se hace en el momento de la expresión" (Merleau-Ponty, 1971, p. 35; las cursivas son mías), en el que el sentido no precede a esta a título de una significación disponible, sino que él mismo se da como un acontecimiento de expresión; refiere la experiencia que tiene de él el escritor, el poeta, pero también aquellas experiencias que viven el sentido como un acontecimiento, es decir, no como algo dado, preestablecido, fijado estáticamente a los signos, a las palabras, sino como un sentido que justamente se forma, surge, en el momento mismo en que hablamos: "Cuando alguien —autor o amigo— ha sabido expresarse, los signos se olvidan enseguida, sólo queda su sentido, y la perfección del lenguaje consiste, de esa manera, en pasar inadvertida" (Merleau-Ponty, 1971, p. 34).
Con esta distinción no se trata, sin embargo, de afirmar la existencia de dos lenguajes que se oponen entre sí y de plantear con tal oposición una "superación" del lenguaje hablado (langue) por el lenguaje hablante (parole). Para Merleau-Ponty existe un vínculo entrañable entre ellos —de entrelazamiento, de quiasmo— que hace imposible cualquier intento de reducción de uno por el otro —la lengua vista desde el habla o viceversa—: el habla es la apropiación de la lengua y esta la sedimentación del habla. El habla es la lengua en nosotros, indica la experiencia de apropiación que hemos hecho de ella, la lengua "en" la que pensamos, sentimos, con la que tratamos a los demás, a las cosas, y la lengua, la cristalización de los logros del habla, la fijación del sentido, de lo expresado, de lo dicho en significaciones disponibles. El habla, entonces, como instituyente de sentido y la lengua como sentido instituido, en un vínculo de implicación mutua: la institución (Stiftung) del sentido vivida como una inauguración (Eröffnung)14, como instauración de un sentido nuevo susceptible siempre de ser transformado, modificado.
Pero ¿por qué es importante esta distinción entre lenguaje hablado y lenguaje hablante para la comprensión del vínculo existente entre tiempo y lenguaje? El desconocimiento de este quiasmo, de esta pertenencia mutua (Zusammengehörigkeit) entre lengua y habla, ha conducido a la idea de un lenguaje sin tiempo, de la lengua como un sistema absoluto de signos que "como el entendimiento de Dios, contiene el germen de todas las significaciones posibles, que todos nuestros pensamientos están destinados a ser dichos por ella" (Merleau-Ponty, 1971, p. 26). Para esta concepción del lenguaje, nombrar, expresar un nuevo sentido, es solo, como en la lógica del algoritmo, una consecuencia necesaria, la derivación de un sentido que ya estaba contenido en los principios que rigen, que estructuran su sistema (Merleau-Ponty, 1969a). Con esto se niega de entrada, advierte Merleau-Ponty, un pensamiento propio de los signos —del lenguaje—, un poder de significación inmanente a ellos. No existe, en sentido estricto, un pensar fuera del lenguaje, una relación exterior entre estos en la que se funde una determinación unilateral del sentido, en la que las palabras, los enunciados, no tengan ellos mismos un sentido y funcionen como los representantes o depositarios de ideas y significados preexistentes en el pensamiento. La palabra, afirma Merleau-Ponty ya en la Fenomenología de la percepción, tiene su propio sentido y esto significa reconocer la pertenencia originaria del lenguaje al orden del sentido, al orden de la significación. El pensar es esencialmente lenguaje, palabra pensante o, como afirma Waldenfels (1983) refiriéndose a Merleau-Ponty, un pensar en signos, en estructuras (p. 198). La experiencia de expresión de una idea, de un concepto, es ella misma la experiencia del pensar, la manera en que el pensar existe como pensar y no el uso de un sistema de signos disponibles capaces de llevar al lenguaje un "pensamiento interior". Con la idea del lenguaje como lengua, de un lenguaje puro, desprovisto de pensamiento, se niega, entonces, el tiempo propio del lenguaje, es decir, la experiencia de expresión que lo hace posible.
El tiempo del lenguaje, como poder de significar, de decir por sí mismo, es, como en la experiencia perceptiva, un poder de distanciamiento, de desviación. Hablar, pero también leer, escribir, consiste en una experiencia de distanciamiento de lo dicho por los demás y de lo dicho por nosotros mismos. El nuevo sentido surge como cruce, entrelazamiento de la palabra del otro y nuestra palabra, como un sentido que no está en las intenciones o en las palabras del otro, ni tampoco en nuestras intenciones ni en nuestras palabras: "Las palabras del otro o las mías en él no se limitan a hacer vibrar, en el que escucha, como si fueran cuerdas, el aparato de las significaciones adquiridas, o a suscitar alguna que otra reminiscencia: es preciso que su desenvolvimiento tenga el poder de lanzarme a mi vez hacia una significación que no poseíamos ni él ni yo" (Merleau-Ponty, 1971, p. 205). Comprendemos lo que dice el otro porque el sentido de lo dicho, de lo expresado por él — y por nosotros—, es la distancia, la diferencia respecto de las significaciones establecidas, disponibles. El acontecimiento del sentido como distancia temporal significa la experiencia de apropiación de la palabra del otro y de nuestra palabra (parole), en el modo de un ir más allá de lo dicho por él y por nosotros. El tiempo del lenguaje no es, por ello, la historia de las significaciones fijas, disponibles, sino la distancia como ruptura con estas significaciones; un tiempo que tiene que ver más con una explosión del sentido, en la medida en que se da como una verdadera amenaza frente al orden de las significaciones establecidas, acostumbradas.
Este tiempo, como el tiempo de la experiencia perceptiva, es un tiempo salvaje, un tiempo irreductible a cualquier objetivación, conceptualización. Es lo no-dicho (Ungesagte) en el decir, como lo no tocado en el tocar, lo invisible de lo visible; un silencio constitutivo del lenguaje, que no es ausencia de palabra o el vacío de una palabra que va a ser dicha, sino el modo propio que tiene el lenguaje de significar, de decir. Cada experiencia de expresión consiste en poder decir, en poder nombrar ese silencio que se forma entre las palabras dichas por el otro y las palabras dichas por nosotros. Como silencio expresado, segregado por las palabras mismas (Dastur, 2001) —las palabras dichas por el otro y por nosotros—, es un silencio que nace, no como una operación intelectual, sino justamente como una experiencia de apropiación de la palabra del otro y de la nuestra, como un silencio "creado" también por nosotros, que lleva, como afirma Merleau-Ponty, "lo que tenemos de más propio", nuestra palabra.
A modo de conclusión digamos que el tiempo salvaje es el tiempo vivo como tiempo de nuestra experiencia sensible; el lazo, el vínculo sensible que nos ata al mundo, a un mundo —las cosas, los otros— que también somos nosotros mismos, que nos constituye. Es la experiencia originaria del tiempo, no como un pasado lejano, primitivo, que conserve el secreto de lo que somos y de lo que seremos. Es, por el contrario, la experiencia del tiempo como el tiempo presente de nuestra experiencia, como un tiempo vivo que carga el peso de las horas, de los días, de los años, de los siglos, como un tiempo que hunde sus raíces en el pasado y en el futuro, que es él mismo pasado y futuro, no como suma, adicionamiento, sino como un pasado y un futuro vivos. Así mismo, el tiempo salvaje de la palabra no es la exigencia de volver a una primera palabra dicha, pronunciada, que nos enseñe a tratar a las cosas, a los otros, al mundo sin objetivarlos. Se trata, si se quiere, de una "primera palabra", pero como exigencia permanente de expresión del sentido de nuestra propia experiencia, de un sentido que explota, que se dispersa y que necesita siempre de una "nueva palabra" capaz de nombrarlo, de una nueva configuración del sentido en el lenguaje.
Referencias
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Notas