Resumen: El dolor y la enfermedad son fenómenos vivenciales que resultan difíciles de comprender por diversos motivos: porque permanecen dentro los límites de la subjetividad; porque el doliente se siente preso de su dolor y percibe una ruptura radical dentro sí mismo; y porque se siente solo frente a él, incapaz de comunicarse. Todo esto hace que el sufrir sea un elemento transformador en la vida. En la medicina científica moderna, el enfoque preponderante hacia el tratamiento del dolor es el fisiológico, quedando relegadas otras dimensiones intrínsecas de la persona, como la psíquica, la espiritual, la relacional o la identitaria. Las consecuencias éticas de esta reducción son una cosificación de la persona y una merma de su dignidad. Con el objetivo de contribuir a una visión más amplia del dolor y a una mejor atención al paciente, el presente artículo expone el resultado de cruzar dos discursos sobre el dolor: el relato que realiza un escritor sobre su enfermedad y los análisis fenomenológicos de Toombs y Carel. Se presentan cuatro categorías eidéticas del dolor: el carácter de otredad, la metamorfosis y la crisis de identidad, la instalación en el tiempo presente y la soledad y pérdida de relaciones. Se concluye proponiendo una definición de enfermedad que incluya estos elementos y se apuntan las vías de la narración y de la expresión como complementos al tratamiento farmacológico en orden a la curación y al cuidado.
Palabras clave:Experiencia de la enfermedadExperiencia de la enfermedad, fenomenología del dolor fenomenología del dolor, narración narración, relación médico-paciente relación médico-paciente, educación médica educación médica.
Abstract: Pain and disease are life experiences difficult to be understood due to different reasons: they both fall under subjective limits; the sufferer feels imprisoned in his own pain and perceives a radical rupture within himself, and the sufferer feels he is alone to himself, unable to communicate. All these reasons explain that suffering is a transforming element in life. In modern scientific medicine, regarding the treatment of pain, the physiological approach is the preponderant one. Therefore, other intrinsic dimensions of the person, like the psychic, the spiritual, the relational or the identity are not viewed as detrimental. This is an oversimplification of the reality which implies that the person is treated as an object. This can be interpreted as an attempt to the dignity of the person. This paper is aimed to contribute to a broader understanding of pain and a better patient care. The author lays out the results of combining two different approaches of pain: the story that a writer invents about his own pain and the phenomenological analysis of Toombs and Carel. Four eidetic categories of pain are presented in this paper: the otherness, the metamorphosis and the identity crisis, the placement in the present time and the loneliness and loss of relations. As a conclusion, this paper gives a definition of disease that includes the previous four elements. Moreover, it proposes the ways of narration and expression as a complement to the pharmacological treatment in order to healing and care.
Keywords: Experience of illness, phenomenology of pain, narrative, patient-physician relationship, medical training.
Tema de Estudio. Ética clínica
EL DOLOR Y LA ENFERMEDAD COMO TRANSFORMACIÓN. UN ANÁLISIS DESDE LA FENOMENOLOGÍA Y LA NARRACIÓN
Pain and disease as a transformation. An analysis from phenomenology and narration

Recepción: 25 Marzo 2018
Aprobación: 30 Junio 2018
En Davalú o el dolor, Argullol realiza un ejercicio que cabalga entre el ensayo y la ficción en el que relata la experiencia de una lesión cervical que padeció estando en un viaje corto en Cuba[1]. El escenario es inspirador para el autor, pues se sirve de los recursos del paisaje y de la experiencia del sentirse extranjero para relatar lo que constituye una de las vivencias más íntimas, universales y desgarradoras del hombre: el dolor. La peculiaridad del relato consiste en que el autor, en un recurso narrativo de genialidad, personifica su dolencia y la identifica con un monstruo, a la que pone el nombre de Davalú, y mantiene con él una conversación hasta que es intervenido quirúrgicamente y mata, al fin, a la bestia que se había instalado en su espalda.
Como docente de Humanidades Médicas, he tenido la oportunidad de trabajar este texto con futuros profesionales del ámbito de Ciencias de la Salud. El resultado ha sido ciertamente sorprendente y positivo. Es destacable la sorpresa con la que estos alumnos han accedido a la narración. La explicación se halla en que se trata de un acercamiento inusual a la temática del dolor; habituados como están a la perspectiva fisiológica, este texto ofrece un punto de vista narrativo y experiencial, lo que lo dota de una lucidez inusitada.
En el origen de la sorpresa, debemos encontrar un modelo de educación médica basado en el paradigma de la evidencia científica. De acuerdo con Leder, el desarrollo de la medicina actual está fundamentado en el dualismo cartesiano y evoluciona a partir del “cuerpo muerto”, desprovisto de vida[2]. Como señala el autor, este hecho resulta paradójico, ya que la medicina precisamente trata de restaurar la salud con el fin de alargar o mantener la vida del mejor modo posible. Otro hecho que resulta relevante es el carácter universal, abstracto y anónimo con el que se considera la enfermedad a partir de los años 50, a partir del desarrollo y aplicación de los ensayos clínicos por parte de Sir Austin Bradford Hill y sus criterios de causalidad. Desde entonces, el criterio subjetivo del médico y su intuición dan lugar a un enfoque basado en los protocolos, la experimentación, la estadística y la resolución de problemas[3].
Sin obviar los palmarios avances que esta evolución de la disciplina ha comportado, es necesario también reconocer sus limitaciones. Entre las críticas más frecuentes respecto al abordaje de la enfermedad y del dolor se encuentran la incapacidad del médico para mirar más allá de los datos científicos y relacionarse con empatía con el paciente, poniéndose “en su piel” y atendiendo a su realidad personal. Sucede muchas veces que el médico conoce cómo abordar la enfermedad pero no sabe cómo tratar al enfermo, cómo comunicarle un diagnóstico preocupante, o qué distancia tomar con él y con sus familiares. Este fenómeno es expresado a su vez por el enfermo, que manifiesta su malestar y denuncia no ser tratado en su integridad ni con la atención personal que espera y cree merecer[4].
Estas dificultades en la comunicación, unidas a la posible mirada cientificista del médico, son el origen de un problema ético nuclear, que consiste en la cosificación del paciente. Olvidar que el enfermo es más que un cuerpo-objeto, que una patología o que un número en la lista de espera es, en el fondo, un atentado contra la dignidad de las personas. La educación médica debe considerar estos hechos y fomentar una mirada en el facultativo que, sin perder de vista el componente científico de su profesión, sepa también atender la realidad humana y personal de quien tiene a su cuidado. A tal efecto, el papel de las Humanidades Médicas resulta fundamental[5]. La fenomenología y la narrativa son modos de acceso a los fenómenos humanos que pueden servir de complemento para el modelo biomédico y que se están incorporando recientemente al corpus de la investigación[6]. Son estudios, en su mayoría de corte cualitativo, que abordan las experiencias del sujeto vividas en primera persona, en tanto que las percibe y como las siente. En el ámbito de la salud, estos puntos de vista resultan de particular interés, pues el dolor no existe en abstracto, sino solamente vivido en el doliente. Se trata de una de las realidades más difíciles de explicar, ya que al ser un fenómeno subjetivo, primario, perceptivo, y carente de entidad el lenguaje enmudece[7]. No obstante, se hace preciso un esfuerzo para abordar esta realidad desde un punto de vista antropológico que acompañe al fisiológico. El análisis de las experiencias y el empleo de la metáfora son valiosos instrumentos, por cuanto ofrecen una comprensión que transciende los límites del dato científico.
El presente artículo pretende ser una contribución a la atención al paciente y al trato humano y digno que merece en tanto que es persona, para lo cual es necesario tener una visión amplia del dolor. Expone el resultado del cruce de dos discursos sobre el dolor: el relato que realiza el escritor Rafael Argullol sobre su enfermedad y los análisis fenomenológicos de S. Kay Toombs y Havi Hannh Carel. Los objetivos que se persiguen son: 1) proporcionar un elenco de categorías eidéticas del dolor y de la enfermedad. Esto es, un conjunto de elementos que expresen la esencia del dolor, es decir, todos aquellos cambios y transformaciones que el doliente percibe en tanto que experimenta su dolor; 2) vincular dichas categorías a las investigaciones fenomenológicas realizadas por Toobms y Carel, quienes acercan las reflexiones de Merleau-Ponty al ámbito de la salud articulando una descripción de la enfermedad desde el punto de vista de la vivencia[8], así como con otros autores que analizan también el tema del dolor, como Le Breton o Hennezel; y 3) facilitar una comprensión de las categorías y conceptos que las autoras Toombs y Carel emplean mediante la ilustración narrativa de Argullol. A pesar de la distancia metodológica que separa a Argullol de Toombs y Carel, es sorprendente la coincidencia y superposición conceptual de las realidades que describen. En efecto, el autor del relato refiere mediante la experiencia y la metáfora a lo apuntado por las autoras desde la abstracción filosófica. La afinidad entre los discursos surge de modo natural e invita, por tanto, al lector, a considerar el dolor y la enfermedad desde un punto de vista tan novedoso como cercano.
A partir del relato de Argullol, se proponen a continuación cuatro categorías que sirvan de notas esenciales del dolor, pretendiendo encontrar un equilibrio entre lo universal de este fenómeno y la particularidad de formas y modos en las que se muestra: Tales categorías son: a. El carácter de otredad del dolor y del cuerpo; b. La metamorfosis y la crisis de identidad; c. La instalación en el tiempo presente y d. La soledad y la pérdida de relaciones con los otros[9].
a. El carácter de otredad del dolor y del cuerpo
Argullol da comienzo a su relato con la personificación del dolor que padece en el hombro derecho, comparándolo con diversas formas animales y vegetales:
«Mientras estoy estirado en la cama, sobre la manta eléctrica, con el hombro derecho apoyado en la tela que quema, imagino varias figuras que representan insólitamente este dolor creciente. Son figuras de crustáceos. La de un cangrejo, un cangrejo gigante, que con las patas recorre el hueso y me penetra con sus diversos tentáculos. Tal vez también la imagen de un pulpo, de un pulpo que se pega, que está pegado, un pulpo que estrangula, asfixia el músculo, el nervio, el hueso. Imágenes de algo que muerde, de un escarabajo que muerde. Son imágenes extrañas, todas ellas de animales. Quizá también haya algún vegetal, algo parecido a una ortiga con espinas»[10].
El dolor es comparado con la figura de un ser de otra naturaleza que se instala repentinamente en el cuerpo. La primera característica que se observa es, pues, la de la otredad. El dolor y la enfermedad son identificados primeramente por el sujeto como lo otro que invade mi vida, mi actividad; una suerte de cambio repentino que me adviene desde fuera y que me coloca en una situación de total pasividad. El dolor y la enfermedad son, por eso, en primer lugar, padecimiento –pathos–, algo que sobreviene y que es distinto en su naturaleza de cualquier actividad, ante lo cual el hombre adopta una actitud de víctima.
Sea leve o fuerte el dolor, tal es su naturaleza: la de ser una contranaturaleza, una crisis, una ruptura. Este es el motivo porque el que el dolor resulta tan incomprensible y por el que, a pesar de hallarse en la vida de todos los seres que sienten, genera rechazo. El hecho de que sea cotidiano no lo hace, en efecto, “normal”, en el sentido “normativo” del término. Esta conciencia del dolor como lo “extranjero” a la naturaleza humana es lo que mueve a Argullol a afirmar:
«No hay afecto, no hay emociones, no hay amor, no hay amistad, no hay civilización, no hay cultura, no hay naturaleza fuera de aquella naturaleza que actúa con toda la virulencia en el interior de uno mismo: la contranaturaleza [sic] de uno mismo»[11].
El hecho de que el dolor se produzca de manera repentina conlleva, además, un elemento dramático. Nunca se esperan el dolor y la enfermedad, aunque todos sepamos que tarde o temprano llegarán. El sentimiento de impotencia ante la arbitrariedad de la enfermedad toma entonces protagonismo y mueve al doliente a preguntarse desde lo más hondo acerca el sentido de su propio dolor: ¿Por qué a mí? ¿Por qué en este momento? ¿Por qué de este modo?
Incluso cuando éste es pasajero, y resulta por ello más llevadero, está en la naturaleza del dolor ser interrogador. En el dolor que es crónico, esta característica otredad del dolor empuja al sujeto a posicionarse frente a él adoptando una actitud determinada. Primeramente ésta suele ser la de un rechazo total, para pasar en las siguientes fases a una aceptación y aprendizaje de las nuevas condiciones que el dolor impone, lo que requiere de un trabajo interior importante[12]. Pudiera parecer que en este periodo el dolor ha dejado de ser un extraño. No obstante, la sensación de que sea ajeno al yo no desaparece. De hecho, la materia de la aquiescencia, es decir, del momento de aceptación total, es precisamente lo otro, de tal modo que se consiente aquello que no se ha elegido.
En la narración de Argullol, este carácter de otredad del dolor y de la enfermedad quedan evidenciados en la actitud de lucha que el doliente mantiene desde un inicio. El dolor es una bestia ante la que surge la tendencia más instintiva de la víctima: la de pelear por liberarse de las garras de Davalú, que intenta dominarlo todo y “ejercer su monopolio sobre mí”[13], de igual modo que un invasor conquista un reino. Argullol evidencia que el modo de ejercer esta conquista es la de exigir constantemente la atención del doliente mediante los pinchazos, ataques y presiones e intentando ocupar todo el espacio mental[14].
Por su parte, Toombs acuña el concepto de “otredad del cuerpo” (otherness of body), que es posible asemejar esta otredad del dolor en un sentido amplio. Con esta expresión, Toombs se refiere a la experiencia según la cual no me identifico completamente con mi cuerpo y, en ocasiones, se experimenta en su dimensión “objetual”[15]. En estos momentos se produce una especie de ruptura entre el yo y el cuerpo, o al menos entre el yo y el cuerpo vivido. Esta quiebra está profundamente vinculada al dolor, pues es precisamente cuando éste hace acto de presencia el momento en el que “noto” partes de mi cuerpo que antes pasaban inadvertidas y que se vuelven extrañas a mí.
En la medida en que el dolor es corporal, la percepción del cuerpo cambia sustancialmente[16]. En estas situaciones, el propio cuerpo se torna un obstáculo, un impedimento que me imposibilita moverme en el mundo con la naturalidad con la que antes lo hacía. En el dolor, el medio se vuelve fin, y lo que antes era un órgano de movimiento ahora es un objeto que no me obedece y ante el cual no me reconozco. Es, por tanto, un otro dentro de mí. Así, mientras “la salud es la vida en el silencio de los órganos” –en palabras del cirujano francés René Leriche–, en la patología el cuerpo se hace presente ante la conciencia ruidosamente, en forma de obstáculo y de limitación de libertad de movimiento.
El dolor revela, pues, una nueva dimensión de la corporalidad y nos pone en contacto con ella. En cierto modo, en la dolencia somos más Körper, y la sensación de organicidad es sustituida por la de pertenencia. “La enfermedad –hace notar Carel– es una dolorosa y violenta manera de revelación de la íntima naturaleza corporal de nuestro ser”[17]. De modo similar, Argullol afirma que “paradójicamente somos mucho más cuerpo a través del dolor. Sin él casi podríamos calificarnos de puro espíritu”, a lo que añade, no sin cierta ironía: “Me hacen reír quienes dicen que nunca han sentido el sufrimiento físico, porque es como si hubieran vivido en un espíritu sin cuerpo”[18].
La experiencia enseña cómo a través del dolor y de la enfermedad se conocen zonas del cuerpo que antes pasaban completamente inadvertidas: un músculo, un órgano, un nervio…, lo que revela una de las paradojas de la existencia corporal: la otredad vivida en primera persona empieza en la conciencia corporal, y en particular en la conciencia del cuerpo doloroso. Todo ello nos conduce a una comprensión preliminar de lo que puede significar la enfermedad desde el punto de vista fenomenológico: se trata de una ruptura interna, producida por la desarmonía del cuerpo objetivo y el cuerpo vivido[19], en la que se produce un extrañamiento del cuerpo, que ha sufrido una metamorfosis[20] y por la cual se rompe la natural relación entre el yo y el cuerpo y, por él, con el mundo[21],[22].
b. La metamorfosis y crisis de identidad
El segundo aspecto que se puede destacar del relato de Argullol es el de la crisis de identidad, pues llega un momento en el que el doliente no se reconoce a sí mismo. Este punto es consecuencia del anterior ya que, si he dejado de percibir mi cuerpo como mi yo, entonces yo mismo soy diferente.
Mientras el protagonista de la historia reside en La Habana, tiene lugar un suceso casi insignificante pero importante en cuanto a la comprensión del dolor se refiere: éste ocurre cuando, al regresar al hotel, el protagonista se mira frente al espejo y compara su reflejo con el retrato que un caricaturista ha realizado de él en los momentos previos, en los que se realzan sus facciones y se muestra el collarín cervical que lleva en el cuello. Así lo relata:
«En el lavabo de mi habitación me acerco al espejo y pongo el dibujo, como puedo, a su lado. Compruebo los dos retratos: el del dibujo y el que se refleja en el espejo. Me sorprende ver que, a pesar de la idealización del dibujo, hay algunas concordancias, no sólo con el aspecto extraordinario que me da la minerva, sino porque el dibujante ha apreciado cambios de mi cara. Ha retratado una nueva expresión que yo no conocía. (…) Un sombrío icono de un mosaico bizantino: las facciones alargadas, las mejillas hundidas, los ojos fuera de órbita. Un rostro demacrado y transparente, casi radiante. Davalú lo ha sometido, deformándolo, descarnándolo, atravesándolo con un relámpago de palidez sobrenatural hasta que el alma ha quedado a la intemperie»[23].
Los rasgos físicos del doliente cambian, y con esta transformación, aparece la necesidad del reconocimiento y de la aceptación, tanto por parte de uno mismo como de los demás. Si el mero hecho de mirarse en el espejo supone en muchas ocasiones un acto de extrañamiento, en esta circunstancia el rechazo es mayor, hasta tal punto de no querer verse a sí mismo o no desear que los demás vean las huellas que el paso de la enfermedad deja en el cuerpo. En estos momentos, la actitud de los que rodean al enfermo es fundamental, pues muchas veces la pacificación de la persona no llega hasta que el paciente se siente aceptado, reconocido y acogido por sus próximos.
Aún así, la crisis de identidad no sólo se refiere al aspecto físico del doliente, sino que amplía su foco hasta alcanzar su dimensión activa y productiva. En efecto, el quiénes somos se encuentra estrechamente vinculado con el rol que desempeñamos en la vida, es decir, con todas las acciones que, más o menos importantes, configuran el día a día, dentro de las cuales se encuentra la profesión, la ocupación, las rutinas establecidas, los hobbies y los pasatiempos.
Desde la fenomenología, Merleau-Ponty analiza los fundamentos de esta concordancia entre la identidad y la actividad. Para el filósofo, el cuerpo no es un simple instrumento ni un elemento adicional o accidental de nuestra humanidad, sino que se halla en el corazón de su peculiar existencia. De acuerdo con las nociones de “intencionalidad motriz” y “arco intencional”, el cuerpo es el órgano de relación con el mundo en un sentido mucho más amplio que el espacial o el temporal. Mi ser en el mundo no solamente se da un en una dimensión física, sino que tiene un alcance cultural, social y existencial. Por el cuerpo atiendo al significado del mundo mismo y de todo lo que éste significa para mí. Así pues, el cuerpo es fuente de significación: las cosas no son solamente cosas, percepciones o estímulos, sino que son realidades conectadas conmigo que conforman una totalidad de sentido[24].
En consonancia con esta aproximación del cuerpo, Toombs establece la “pérdida de la totalidad” (loss of wholeness) como una de las características eidéicas de la enfermedad[25]. En una situación de malestar físico, en efecto, ya no son posibles acciones cotidianas, planes o proyectos que hasta entonces se realizaban con normalidad. Vestirse, caminar o coger un objeto se convierten en el mayor esfuerzo para la persona enferma, que se ve obligada a dedicar a estos simples gestos un tiempo tan prolongado como tedioso, así como a depender por completo de los demás.
Todo eso que conforma el “mundo” del paciente se transforma para girar en torno a un nuevo eje, como indica Argullol:
«El único eje fijo es el dolor: la opresión, la mordedura, la pincelada eléctrica que me recorre el cuello hasta el codo. Eso es permanente. El resto del mundo gira en torno a ese eje: todo cambia, todo es profundamente mutable. Mis estados de ánimo, los hombres, los paisajes»[26].
Es significativo también el momento de la narración en que el protagonista está impartiendo una conferencia, motivo por el cual ha realizado su viaje. Frente a la acción de Davalú, que lo ataca, el escritor decide hacer caso omiso de sus dolencias y actuar –igual que realiza un actor– como si nada ocurriera. Fingiendo que el dolor no existe, Argullol se tranquiliza, pues esto representa para él que el dolor no lo ha dominado, que su identidad no ha sido mermada y que puede seguir realizando aquello que se había propuesto[27].
No obstante, esta actitud no puede permanecer siempre. Si el dolor se mantiene en el tiempo, aumenta su intensidad, y resulta imposible disimular su existencia o no reconocerse impotente. La personalidad, entonces, transmuta. El yo que era hasta entonces se transforma radicalmente porque se ve reducido a lo que la enfermedad hace de él. Argullol lo describe gráficamente:
«Yo, en estos momentos, soy el nervio que se está destruyendo entre dos vértebras. Soy lo que veía en aquella pantalla, aquella pequeña curvatura del cuello, aquella sombra blanca. Algo difícil de interpretar sin el buen médico. Soy las moscas que asocio a la pantalla, al neón, a los pasillos blancos. Y soy también la constatación, un poco grotesca, de verme a mí mismo, de ver cómo ante esta imagen se hunde toda posibilidad de presunción, de narcisismo»[28].
Así pues, la enfermedad y el dolor se presentan como los causantes de una metamorfosis, de una transformación. No solamente del cuerpo, sino del yo entero, de la vida y de todo lo que configura el universo personal.
c. La instalación en el tiempo presente
Una dimensión específica de la identidad personal que en la enfermedad se ve arrebatada es la de la temporalidad[29]. Se trata de otra clase de dominio, no ya en su vertiente motriz o actuante, sino relativa la conciencia temporal de la existencia, por la cual se aúnan en la persona la historia pasada el momento presente y las proyecciones futuras.
En la enfermedad, la percepción del tiempo cambia porque hace desparecer en el doliente tanto su capacidad de recordar como la de proyectar. La razón se encuentra en que el dolor sólo es real para el sujeto en tanto que es percibido, y esta percepción solamente tiene lugar en el momento presente. Son valiosas las aportaciones que la fenomenología hace al respecto de la cuestión, pues sus análisis sobre el dolor parten no de esta realidad en cuanto tal, en abstracto, sino de las sensaciones que tiene el doliente[30]. El dolor instala al doliente en el tiempo presente, porque su realidad en tanto que perceptiva lo convierte en siempre nuevo. Despertándose a media tarde, Argullol se percata, en efecto de que “los dolores son los de siempre. Aunque en realidad nunca son los de siempre: son dolores reinventados”[31]. Esta novedad vertiginosa, a la que se suma el hecho de estar sujeto a un dolor que es aleatorio –porque muchas veces no sigue ni un orden ni una lógica temporal– hacen que a la sensación de frustración del doliente se añada a la desesperación de la pérdida de control. El paciente se encuentra, en este estado, cautivo por lo inmediato. Argullol relata del siguiente modo algunos episodios en los que pierde la noción del tiempo:
«Hacia las tres de la mañana, quizá como venganza, me despierta la danza frenética del dolor. Me sorprendo moviéndome de un lado a otro, en vertical, en horizontal, poniéndome del derecho y del revés. (…) No sé el tiempo que permanezco así. A las tres, al despertarme, he mirado el reloj; después no. Ignoro el tiempo que bailo esta danza que me lleva al fondo de una historia que no he vivido yo mismo, al fondo de una naturaleza que es anterior a toda civilización. No sé el tiempo que estoy así. Quizá una hora, unos minutos, quizá varias horas. Después de la danza caigo de nuevo aturdido, como si hubiera sido terriblemente golpeado»[32].
De acuerdo con la descripción de Argullol, la inmediatez a la que somete el dolor al doliente es percibida por la negación de las perspectivas:
«No sé si la tarde se hace muy larga o muy corta. El tiempo sigue distorsionado. El único tiempo que admite Davalú, aquí y allá, es el presente. Sólo me importa lo más inmediato. Y lo más inmediato, al negar las perspectivas, no permite ningún tipo de relación ni con la emoción, ni con los sentimientos, ni con la memoria, ni con el pasado, ni con el acontecer de las cosas, ni con la infancia»[33].
Esta imposibilidad de trascender en el tiempo tiene, a su vez, una repercusión corporal que muestra en toda su crudeza hasta qué punto la pérdida de la noción temporal es importante. Frente a los fallidos intentos de rememorar el pasado, Argullol se coloca, de modo espontáneo, en posición fetal. Se trata de la vuelta a un estado primigenio, originario, en el que vivir se reduce al cumplimiento de las mínimas funciones. El embrión –como el doliente– no se proyecta en un acto consciente, sino que se limita a mantenerse vivo, en un momento de actualidad pura:
«No recuerdo mis años de infancia o de adolescencia, aunque hago una ligera tentativa de rememorarlos. El pasado, si existe, es muy remoto, tanto que traspasa el vientre materno para situarme en la posición de descanso embrionario, de mínimo desgaste embrionario»[34].
d. La soledad y la pérdida de relaciones con los otros
Una cuarta característica que puede señalarse a partir del relato es la pérdida de la dimensión relacional del protagonista. Desde el ámbito de la Antropología Culural, David Le Breton ha puesto de manifiesto cómo en los distintos tipos de dolor –agudo, crónico y total– las relaciones con uno mismo –dimensión intrapersonal– y con los demás –dimensión interpersonal– están sujetas a notables cambios. Un dolor leve puede ser fuente de comprensión y compasión de los demás, porque los otros pueden identificarse con él en la medida en alguna vez lo han sentido; pero un dolor intenso y, sobre todo, prolongado, es el origen de una profunda soledad[35]. En el relato, Argullol lo expresa gráficamente cuando afirma: “Tengo la impresión de que todo lo que hace el pulpo, lo que hace el cangrejo con sus patas, con sus tentáculos, es cortar hilos continuamente. Corta hilos a mi alrededor”[36]. Puesto que el dolor, como se ha dicho, sólo es real en tanto que sentido, se torna un fenómeno incomunicable: los otros no pueden sentir mi dolor, por mucho que lo hayan padecido anteriormente o por muy próximos que sean. Así, el doliente se encuentra solo frente a su dolencia[37].
En un momento dado de la narración, Argullol explica cómo, al volver de Cuba a su Barcelona natal, se reencuentra con Ana, su pareja. Pese que lo esperable sería vivir el momento con alegría, el protagonista se siente completamente alejado de ella, hasta tal punto de echar de menos el espacio anónimo del hotel donde residía:
«La exigencia de inmediatez me aleja de cualquier posibilidad emocional, sentimental. La bestia me ha vaciado de emocionalidad y eso pone rápidamente en evidencia mi relación con Ana. Me gustaría expresarle la alegría que siento de tenerla a mi lado, pero los sentidos no me responden y me avergüenzo de mi insensibilidad. Ella no entiende lo que me pasa. Son dos sintonías diferentes. Trata de comprenderme, pero no comprende; trata de ayudarme, pero no me ayuda. Yo vengo de otra situación, de otras coordenadas. Necesito ser un fantasma y ahora se me exige que ya no lo sea. Necesito vivir entre sombras de delirio y ahora se me exige la realidad. Ésta es una de las victorias más evidentes de Davalú; me ha vaciado de emocionalidad, de capacidad de afecto, de sutileza. Quiero moverme entre contrastes violentos, no entre sutilezas. La familiaridad, la intimidad me resultan agresivas. Echo de menos el espacio anónimo del hotel»[38].
En este contexto, el protagonista resume de un modo muy claro su estado emocional con respecto a los demás: la indiferencia. Una sorprendente distancia que no admite ni el acercamiento por necesidad ni el alejamiento por odio: se encuentra a sí mismo solo, envuelto en una cápsula en la que cualquier acceso es, más que un consuelo, una molestia:
«Ahora Davalú no me inquieta por su violencia, sino porque ha destruido y está destruyendo los vínculos particulares, cotidianos, concretos, los vínculos íntimos de afecto. Estoy totalmente dominado por la indiferencia. (…) Me molesta todo el mundo, me turba la presencia, a mi lado, de Ana. Ella lo sabe, lo nota. Se produce una barrera insalvable»[39].
Esta indiferencia tiene una fuerte repercusión a nivel sensitivo, pues se pone de manifiesto el rechazo visceral del protagonista a sentirse tocado:
«En estos momentos –escribe– me siento un intocable porque no puedo ser tocado, porque no soporto ser tocado, y como un intocable también me siento un paria, un desposeído»[40].
El tacto es, en efecto, el modo primitivo de relación entre el recién nacido y su madre, que configura todo su mundo y que lo abre a la realidad. Puede decirse, en efecto, que en la medida en que la corporalidad es el modo de existir del hombre, las relaciones que se establecen por medio del cuerpo resultan constituyentes de la propia identidad, hecho que queda manifiesto en la primera infancia. Como consecuencia, si esta corporalidad entra en crisis, la relación del yo con el mundo, y por ende, del yo que soy en mi totalidad, se truncan.
Las reacciones al tacto se revelan, de esta manera, como unos de los indicadores más claros que permiten comprender la repercusión personal de la enfermedad. No obstante, no todo es negativo ya que, como contrapartida, es precisamente el contacto corporal el que puede devenir terapéutico. A las diferentes funciones de la mano, entre las cuales cabe distinguir la noética, la instrumental y la páthica, puede añadirse sin duda alguna el uso terapéutico, que reúne, de hecho, elementos de los tres usos anteriores[41].
La comunicación no verbal expresada a través del tocar y de las sensaciones táctiles resulta, de este modo, una de las formas más efectivas de alivio ante el dolor de los demás. La comprensión del que acompaña al sufriente se torna entonces compasión, que literalmente significa padecer con, es decir, compartir el dolor. Aunque éste sea instranferible, la condición común de vulnerabilidad ofrece un puente que hace esta empatía posible y que ofrece al que sufre un consuelo.
Podemos encontrar un elocuente testimonio de esta idea en el relato de Marie de Hennezel, psicoterapeuta que se dedica al cuidado de enfermos en fase terminal y que explica cómo logra tranquilizar al un paciente por medio de una caricia a su vientre horriblemente hinchado. Se trata, como apunta la autora, de un tocar no ya la piel física, sino la “piel del alma”, una segunda piel que remite al yo más personal y profundo del enfermo y por la cual, el paciente se sabe mirado, comprendido y amado[42].
Además del elemento táctil señalado, dos son los caminos por los que Argullol encuentra el alivio de su dolor y, con él, su curación. Así lo señala:
«Mi venganza es doble. La espada avanzando hacia el corazón de Davalú y, al mismo tiempo, la memoria deshaciendo la materia de estos días: sus visiones, sus sufrimientos. Quiero matar y recordar, quiero destruir y recordar: una venganza y la otra se mezclan. Paradójicamente veo la inminente operación como un acto de restauración. Es un renacimiento. Regreso a mi cuerpo tras haber sido expulsado»[43].
La narración del dolor y el acto quirúrgico representan, para el protagonista, las dos formas de vencer a la bestia, y superar así el aprisionamiento del tiempo presente y el de la soledad y la incomunicación. “El olvido –explica Argullol– sería el triunfo definitivo de Davalú”. Por eso, contar el dolor significa en cierto modo curar la herida de la identidad fragmentada y crear una especie de memoria vivencial que conecta al doliente y al cuidador en lo más profundo de su humanidad. En esto consiste la búsqueda del sentido a la que apelaba Isak Dinesen cuando afirmaba que “todas las penas pueden soportarse si se meten en una historia o se cuenta una historia acerca de ellas”, incluso si las penas hacen referencia a aquello a lo que, de suyo, no tiene sentido, como es el dolor. La reconstrucción del yo, que ha sido invadido en todos sus flancos, se hace posible mediante la palabra, la memoria, el vínculo y el reconocimiento. Tal es lo que significa narrar.
A la luz de las características eidéticas del dolor y de las vías terapéuticas apuntadas, puede observarse que el impacto que la dolencia tiene en la vida del hombre supera con creces el nivel fisiológico, de lo que se deduce que es necesario ampliar el campo de comprensión. Al respecto, la distinción entre las nociones de dolor y sufrimiento resulta valiosa: mientras el primer término hace referencia a la dimensión física, el segundo refiere a la percepción, vivencia y sensación que tiene de este dolor un ser consciente, de tal modo que la experiencia del dolor resulta una afección en todas sus dimensiones. Para la persona, el dolor es una experiencia emocional, relacional, existencial y espiritual, tal es lo que se denomina sufrimiento. Y tal es la causa, a la vez, de que un mismo dolor provoque experiencias vitales tan diferentes en cada persona, pues lo que las distingue no es el dolor mismo, sino el impacto que produce en su identidad y en su integridad, fenómenos que son individuales y subjetivos[44].
Desde la fenomenología es posible apreciar que, a los factores anatómicos, físicos y químicos, debe añadirse un alcance existencial, en tanto que la identidad y la vida de relación del paciente quedan mermadas. Acudir, entonces, a herramientas que superan el nivel descriptivo y el tratamiento farmacológico, tales como la ficción, la narración, el símbolo o el gesto, resulta imprescindible.
Teniendo en cuenta esta apreciación, Carel ofrece una definición “ensanchada” de la enfermedad: ésta es, afirma,“una transformación sistemática de la forma en que el cuerpo experimenta, reacciona y realiza las tareas como un todo”[45]. Se trata de una descripción que acoge dentro de sí las cuatro características que se han apuntado anteriormente, puesto que, por un lado, hace referencia explícita a la vivencia y a la transformación que se produce en el doliente y, por otro lado, hace hincapié en que la repercusión global del padecimiento en tanto que afecta a todas las dimensiones del yo –por tanto, al yo único y total– y no a un cuerpo físico que se concibe supuestamente separado de uno mismo.
La comprensión global del fenómeno de la dolencia conlleva necesariamente un abordaje integral del acto curativo. Al respecto, la definición ofrecida por Carel no sustituye ni anula la visión científica, sino que ofrece al médico un complemento para hacer que su visión y la del paciente coincidan. Se trata de un punto de encuentro en que la enfermedad descrita desde fuera y la enfermedad vivida en primera persona encuentren un lenguaje común. Este encuentro es lo que puede hacer de la relación médico-paciente una conexión entre dos personas, para lo cual curar es tan importante como cuidar[46]. Entonces, el acto médico se torna entonces en un acto propiamente humano, tanto o más que los actos científicos o técnicos. “La desnudez herida del cuerpo nos da la medida exacta de nosotros mismos”, afirma Argullol[47]. En efecto, es la vulnerabilidad el espacio común en que la humanidad del doliente y la del cuidador se encuentran y donde deben construir un relato con nuevos horizontes de significado. Tales son algunos aspectos que la fenomenología y la narración de la enfermedad pueden aportar a la educación médica.