Dossier-Artículos
Resumen: A partir de la constatación de que se está produciendo una identificación entre irreversibilidad tecnológica e inevitabilidad tecnológica —es decir, la negación de la posibilidad de construir alternativas a lo que existe—, este trabajo argumenta que ello no es así y que dicha construcción requiere una discusión reflexiva de nuevas prácticas en la enseñanza de la ingeniería. Ello es imprescindible para estimular una preocupación social entre estudiantes de vertientes científicotécnicas que ayude a enfrentar los desafíos del cambio climático, de la desigualdad y de la deriva antidemocrática en la aplicación de la informática.
Palabras clave: determinismo tecnológico, innovación frugal, acción colectiva, enseñanza CTS, ingeniería.
Resumo: A partir da constatação de que está ocorrendo uma identificação entre irreversibilidade tecnológica e inevitabilidade tecnológica — isto é, a negação da possibilidade de construir alternativas ao que existe —, este trabalho argumenta que isso não é assim e que tal construção precisa de uma discussão reflexiva de novas práticas no ensino da engenharia. Isso é fundamental para estimular uma preocupação social entre os alunos das áreas científicotécnicas que ajude a enfrentar os desafios da mudança climática, da desigualdade e da deriva antidemocrática na aplicação da informática.
Palavras-chave: determinismo tecnológico, inovação frugal, ação coletiva, ensino CTS, engenharia.
Abstract: Based on the observation that currently there is identification between technological irreversibility and technological inevitability —an identification that denies the possibility of constructing alternatives to what already exists—, this paper argues that this framework is not accurate and that such a construction requires a reflexive discussion regarding new practices in engineering education. This is essential to prompt social concern among science and technology students and face the challenges of climate change, inequality and the antidemocratic drift in the application of information and communication technologies.
Keywords: technological determinism, frugal innovation, collective action, STS teaching, engineering.
“En efecto, la cuestión acerca de si la tecnología está ‘afuera’ de la sociedad o ‘dentro’ de ella, está lejos de ser trivial. Si las tecnologías vienen de afuera, la única agencia crítica que nos queda es enlentecer su inevitable triunfo —una acción de retaguardia en el mejor de los casos—. Por el contrario, si las tecnologías vienen de adentro de la sociedad y son productos de procesos sociales en marcha, podemos en principio alterarlas —al menos modestamente— aún mientras ellas nos cambian (…) en muy diferentes eras (hay) actores históricos eligiendo y cambiando tecnologías en un esfuerzo por crear o apoyar sus visiones del futuro (cualesquiera éste fuere)”.
(Thomas Misa, 2011: 13. Énfasis en el original, traducción propia)
1. Punto de partida: ¿ser o no ser deterministas tecnológicos?
A nivel macro —macro-tecnológico y macro-histórico— es difícil resistirse a la impresión de que las tecnologías que influyen fuertemente en múltiples aspectos de nuestra vida social, económica, política y cultural se nos imponen por su evidente superioridad tecnológica. Su grado de irreversibilidad, obvio para cualquiera que se pregunte cómo se las arreglaba hace apenas unos años cuando no tenía teléfonos celulares inteligentes, refuerza dicha impresión.
A partir de allí, la búsqueda eventual de alternativas a lo existente no parece tener sustento racional. Cuando se cambia de perspectiva y se analiza la interacción tecnología-sociedad a nivel micro, en particular en los momentos de diseño y análisis de posibles variaciones previos al triunfo de la alternativa que finalmente se impone, dicha impresión se debilita considerablemente. Esta segunda perspectiva, justamente por ser micro, no es general sino caso a caso. Los ejemplos abundan en la literatura relacionada con el cambio tecnológico: David (1985) explica la extraña supervivencia de QWERTY en los teclados informáticos, Rogers (2003: 147) comenta el triunfo del “refrigerador con zumbido” eléctrico respecto del de gas, Noble (1979) analiza el porqué de la opción por el largamente ineficiente diseño algorítmico del comando de las primeras máquinas herramientas de control numérico. Incluso la arraigada idea de que el telar hidráulico de Arkwright fue una causa central del sistema fabril en la primera revolución industrial, pues era una oportunidad tecnológica fantástica que requería “economías de aglomeración” para su utilización racional, parece discutible a la luz de análisis más detallados:
“El control legal sobre los cursos de agua era sólo posible si las licencias sobre patentes se restringían a unidades de producción de la escala de una fábrica (como opuesto a unidades de escala doméstica, donde la duplicación no autorizada [de los telares] sería difícil de controlar); a su vez, la unidades a escala de fábrica sólo eran económicas cuando estaban construidas sobre un molino de agua. Las fantásticas ganancias de Arkwright cementaron la visión popular de que su maquinaria y la fábrica eran solo una. Este resultado no debería oscurecer que un camino alternativo —telares hidráulicos de escala familiar— fue cerrado no por necesidad técnica sino por consideraciones legales impuestas por Arkwright y sus socios comerciales” (Misa, 1994: 122, traducción propia).
Asumamos que a la pregunta que titula esta sección la respondemos diciendo que no somos deterministas tecnológicos y que entendemos que hay un camino de dos vías entre tecnología y sociedad, lo que implica, al menos, que aceptamos que las acciones humanas tienen voz en las tecnologías que usamos para resolver determinados problemas. Esto equivale a entender que en todo momento hay “actores históricos eligiendo y cambiando tecnologías en un esfuerzo por crear o apoyar sus visiones del futuro”, tal como indica Misa en el fragmento citado al comienzo. Esos actores históricos están, en la mayoría de los casos, asociados al poder, económico, político y militar; los intereses de los poderosos se acompañan, además, por marcadas visiones ideológicas acerca de lo deseable para la sociedad en su conjunto. Podríamos entonces preguntarnos si no sería correcto derivar las dinámicas de cambio de un determinismo “poder social-tecnológico”. Esta visión no negaría la posibilidad de alternativas a lo existente, pero consideraría inviable su concreción e inevitable el desarrollo de las tecnologías que, a la postre, resultarán dominantes. Teller, el “padre” de la bomba de hidrógeno, provee un ejemplo de la aceptación de esta visión, escribiendo en 1945: “Hay ciertas dudas entre mis colegas científicos acerca de que sea recomendable desarrollarla [la bomba de hidrógeno] con el argumento de que podría hacer que los problemas internacionales fueran aún más difíciles de lo que son actualmente. Mi opinión es que eso es una falacia. Si el desarrollo es posible, está fuera de nuestro poder evitarlo” (citado en Rhodes, 2005: 208. Énfasis agregado, traducción propia)
Otro ejemplo en la misma dirección, pero claramente orientado a la denuncia y no a la aceptación, lo da la conferencia magistral Alan Turing de 1980, presentada por el científico de la computación británico C. Hoare refiriéndose al lenguaje de computación ADA desarrollado por el Ministerio de Defensa estadounidense: “Casi cualquier cosa en el campo del software puede ser implementada, vendida e, incluso, usada, si hay para ello suficiente determinación. No hay nada que un simple científico pueda hacer contra un flujo de cientos de millones de dólares. Pero hay una cualidad que no puede comprarse a ese precio y ella es la confiabilidad. El precio de la confiabilidad es la búsqueda de la máxima simplicidad. Y ese es un precio que los realmente ricos encuentran muy duro pagar” (Hoare, 1981: 82, traducción propia).
Vemos así que la mirada macro consagra el determinismo tecnológico, mientras que la mirada micro, aunque descubre que lo que hoy tenemos no es el resultado ineluctable de la evolución tecnológica y por tanto reconoce que siempre —al comienzo de cada desarrollo— hay alternativas, resulta débil frente a los mandatos del poder. Los ingenieros —en sentido amplio, es decir: los que buscan soluciones basadas en ciencia y tecnología a problemas— trabajan a nivel micro; están por lo tanto en contacto con alternativas. Quizá el dominio del determinismo “poder socialtecnológico” sea tan fuerte como para ni siquiera reconocer que dichas alternativas existen. Quizá el precio a pagar por pertenecer a una élite —no la más rica ni la más poderosa, pero élite al fin— sea no percibir sino los problemas que plantean los verdaderamente poderosos, que en buena medida orientan la agenda del cambio tecnológico. En su famoso libro Lo pequeño es hermoso, Schumacher se pregunta: “¿Podemos establecer una ideología, o como quiera llamársela, que insista en que los educados han tomado sobre sí mismos una obligación y que no han adquirido simplemente un ‘pasaporte al privilegio’?” (1984: 178). Y continúa diciendo: “Si esta ideología no prevalece, si se da por sentado que la educación es un pasaporte al privilegio, el contenido de la educación no será servir a la gente, sino servirnos a nosotros mismos, los educados” (1984: 178-179).
Pero aun si esa ideología de servicio a la gente prevaleciera en cierta medida, todavía la fuerza del determinismo tecnológico macro podría evitar la exploración seria de alternativas. Por ejemplo, operando a través de lo que en inglés se denomina technology fix, que equivale a “arreglar con más tecnología los desarreglos de la tecnología”, sin considerar identificar y alterar los orígenes no tecnológicos de los problemas, lo que seguramente requeriría mucha tecnología alternativa, de otro tipo, inspirada en otros principios de diseño. Detrás del technology fix está la mezcla de convicción y conveniencia de que nada hay que cambiar fundamentalmente en los modos de vida —y en las formas de hacer ciencia y diseñar tecnología— prevalecientes en los países altamente industrializados debido a posibles daños irreversibles, pues siempre llegará, justo a tiempo, alguna tecnología salvadora. Joseph Weizenbaum, quien fuera director del instituto de ciencias de la computación del MIT, lo plantea así ya a mediados de los 70: “Sí, la computadora llegó justo a tiempo. ¿Pero a tiempo para qué? A tiempo para salvar —y para salvar casi intactas, incluso para fortalecer y estabilizar— estructuras políticas y sociales que de otra forma podrían haber sido radicalmente renovadas o sacudidas bajo las demandas que seguramente les habrían sido formuladas” (1976: 31, traducción propia).
Aprovechar que los ingenieros trabajan a nivel micro, que es el espacio de las posibles alternativas, para pensarlas efectivamente en conjunto con actores sociales que las necesitan, es una potencialidad de no fácil realización, pero tampoco es un espejismo. La cuestión es: ¿por qué buscar alternativas? ¿Qué tipo de disconformidad, de preocupaciones, nos lleva a considerarlas necesarias?
2. Aspectos de la actual deriva tecnológica que llevan a impulsar nuevas prácticas
De los varios aspectos a mencionar, destaquemos tres.
2.1. La discutible utilización de la informática
Un primer espacio de preocupaciones es la escalada de control y vigilancia informáticos, crecientemente pervasiva y focalizada. La velocidad de su aparición y la profundidad de sus impactos hacen complejo su análisis. Zuboff (2019) lo aborda y da cuenta, por ejemplo, de la aceptación en 2015 por parte de la Agencia Española de Protección de Datos del reclamo de usuarios de Google a su “derecho al olvido”, es decir: a que fueran borrados ciertos enlaces a situaciones pasadas. Ante la apelación de Google la cuestión pasó al Corte Europea de Justicia, que volvió a darles la razón a los usuarios. El “derecho al olvido”, una forma parcial de aludir al derecho a la privacidad, fue consagrado hace ya casi 50 años en una de las primeras leyes de protección de datos del mundo, en Suecia, 1972. Tres años después, luego de una cuasi revuelta popular, la ley de informática y libertades en Francia consagraba el derecho de los ciudadanos a revisar la información que sobre ellos se acumulaba en registros públicos y solicitar fundadamente que se eliminara alguna. Eran épocas en que la ciudadanía y la legislación le imponían límites a lo que a través de la tecnología computacional se podía o no hacer. Zuboff da cuenta de un cambio copernicano respecto de esto último.
Podría aludirse que hace 50 años lo que el mundo digital tenía para ofrecer no alcanzaba a oscurecer los derechos que eventualmente podían perderse con su uso, mientras que actualmente la “magia” de lo digital ha llegado a ser tan poderosa que ninguna consideración es tomada en cuenta si amenaza desligarse de ella. Así las cosas, ¿a qué acción colectiva podrían eventualmente sumarse trabajadores informáticos con el propósito de revertir la negación de la privacidad intrínseca al diseño actual de las tecnologías a las que contribuyen a dar forma? Sobre este tema, el de los límites de la acción colectiva restringida al campo de los técnicos, volveremos. Pero sin duda hay espacios para dicha acción. La decisión de los trabajadores de Google, tomada en diciembre de 2018, de no continuar con un diseño contratado por el Ministerio de Defensa, no es exactamente una alternativa tecnológica. Es una acción a nivel micro que constituye una alternativa social-gremial, pero profundamente ingenieril: no poner el conocimiento especializado al servicio de una causa considerada, por los propios técnicos, como socialmente dañina.
“2018 fue el año en que las definiciones de las grandes compañías tecnológicas acerca de su misión pasaron a perseguirlas. Cuando sus empleados entendieron que sus productos estaban poniendo al mundo en peligro y que la gerencia no estaba dispuesta a escuchar, hicieron públicas sus protestas. En Google y en Amazon desafiaron los contratos para vender inteligencia artificial y tecnología de reconocimiento facial al Pentágono y a la policía. En Microsoft y Salesforce, los trabajadores argumentaron en contra de vender servicios de computación en la nube a agencias que separaban familias en la frontera (…) Si ese momento de valoración tecnológica nos ha enseñado que Silicon Valley es el mismo viejo capitalismo, quizá entonces los trabajadores de Google no sean un nuevo tipo de trabajador y podría ocurrir que algunas reglas tradicionales de trabajo se les apliquen, por ejemplo, la necesidad de acción colectiva para que ocurran cambios estructurales” (Tiku, 2018: s/p. Traducción propia)
Este caso ilumina la importancia de la agencia social de los ingenieros: lo que ellos no hagan no será hecho. Lo reactivo, con lo importante que es, corre el serio riesgo de ser derrotado si no pasa a lo proactivo, pero esto último no puede encararse en soledad. La agencia social proactiva de los ingenieros —construir alternativas a lo que se rechaza— sólo podrá ejercerse en el marco de una acción colectiva más amplia que los incluya. Dicha agencia no puede darse por sentada, sino que hay que construirla: a colaborar a ello apunta en última instancia una cátedra de ingeniería y sociedad.
2.2. La cuestión de la sustentabilidad ambiental
Un segundo espacio de preocupaciones, particularmente agudo, está asociado a la sustentabilidad ambiental. Este aspecto comparte con el anterior, aunque de forma diferente, la cuestión de la irreversibilidad. Una vez que se tiene acceso a bienes y servicios que se transforman en imprescindibles —en el sentido que no se imagina la posibilidad de volver atrás y actuar sin ellos— la construcción de alternativas para obtenerlos es lo que queda a menos de aceptar los costos de la deriva tecnológica dominante o propugnar un cambio radical de costumbres. En el caso de la sustentabilidad ambiental, agredida en diversos frentes fundamentalmente por las tecnologías utilizadas para satisfacer sobre todo demandas —que no necesidades— presentes en las sociedades altamente industrializadas, el dilema está entre la catástrofe, cuya negativa crece en adeptos al visualizarse los costos económicos inmediatos de aceptarla y actuar en consecuencia, y la des-intensificación radical del consumo energético. Esto último es, parecería, aunque se lo pueda formular en palabras, inimaginable en hechos a nivel general.
Hace ya varias décadas, Isaac Asimov escribió una novela de ciencia ficción llamada Los propios dioses a partir de una frase de Schiller: “Contra la estupidez ni los propios dioses pueden”. En dicha novela se cuenta la historia de una tecnología que, una vez implementada, permitía tener energía inagotable, gratuita y limpia. Un joven científico descubre que dicha tecnología, denominada corrientemente “la Bomba”, transformará el sol en una supernova en un plazo cercano y recurre a un senador para pedirle ayuda. El diálogo entre ambos tiene, creo, la particularidad de ser perfectamente actual y aplicado por cierto no sólo a lo energético.
“—Entonces, ¿me ayudará usted, señor?
—¿Ayudarle a hacer qué?
—Pues... a conseguir que detengan la Bomba.
—¿Eso? En absoluto. Es imposible.
—¿Por qué? Usted es el jefe del Comité de Tecnología y el Medio Ambiente, y su deber es precisamente detener la Bomba, o cualquier procedimiento tecnológico que amenace con causar un daño irreparable al medio ambiente. No puede haber un daño mayor ni más irreversible que el que causará la Bomba.
—Cierto. Cierto. Sí, usted tiene razón. Pero, al parecer, su opinión se basa en conjeturas diferentes de las aceptadas. ¿Quién puede decirnos qué suposiciones son las correctas?
(…)
—Señor, mis colegas no quieren creerme. Sus intereses se lo impiden.
—(…) Déjeme darle una lección de política práctica (…) Es un error suponer que el público quiere que se proteja el medio ambiente y se salven sus vidas, y que se sentirá agradecido hacia cualquier idealista que luche para conseguir estos fines. Lo que el público quiere es su comodidad individual. Lo sabemos muy bien por nuestra experiencia en la crisis ambiental del siglo XX (…) Cuando quedó demostrado que el motor de combustión interna polucionaba peligrosamente la atmósfera, el remedio evidente era prescindir de tales motores, y el remedio deseado fue fabricar motores que no causaran la polución. Pues bien, jovencito, ahora no me pida que detenga la Bomba. La economía y la comodidad de todo el planeta dependen de ella. Dígame, en cambio, cómo evitar que la Bomba haga explotar el sol” (Asimov, 1974: 25).
Este es un campo —el energético— en el que las alternativas tecnológicas han sido y continúan siendo exploradas activamente, desde elementos de iluminación de bajo consumo hasta formas de generación energética menos contaminantes. Es interesante observar, en un desarrollo tecnológico en marcha, cómo se plantean alternativas de diseño y cómo éstas se asocian a elementos del contexto donde actúan quienes diseñan.
En el caso de la producción de turbinas para generar energía eólica, dos estrategias tecnológicas divergentes, con consecuencias económicas también divergentes, se desarrollaron en Holanda y en Dinamarca entre 1980 y 2000. En el caso de Holanda se procuró construir turbinas grandes a partir de diseños derivados de experiencia ingenieril en el sector aeroespacial; en el caso danés se apuntó a turbinas de pequeño porte a partir del saber hacer de pequeñas empresas de diversos rubros, como producción de yates y maquinaria agrícola, con abundante retroalimentación sobre dificultades por parte de usuarios próximos geográficamente, lo que permitió un flujo constante de mejoras. El éxito de la industria de generadores eólicos danesa es bien conocido; la holandesa no llegó a despegar (Kamp, 2010). Este ejemplo no pretende generalizar receta alguna para lograr éxito, sino, al contrario, mostrar que la creatividad tecnológica para resolver problemas puede avanzar por caminos muy diversos. Que esos otros caminos se recorran depende de un conjunto de aspectos con diferentes niveles de incidencia; la actitud de los ingenieros, en el sentido amplio antes explicitado, puede no ser uno de los más poderosos, pero es sin duda determinante.
La lucha propiamente tecnológica por la sustentabilidad asociada a lo energético se da no sólo en el extremo de la generación sino en el del uso. Aquí también puede ocurrir la aceptación de lo que existe, aunque resulte irracional en un contexto dado, o la búsqueda de soluciones adaptadas. Un ejemplo de Uruguay ilustra el punto. Un serio problema asociado a la imprevisibilidad climática tiene que ver con el posible compromiso e incluso pérdida total de cosechas frutales por heladas. Las heladas difieren en sus efectos de acuerdo a la latitud: en latitudes nórdicas son más extremas y han sido tratadas con dispositivos de alto consumo energético. En latitudes intermedias, la utilización de estos dispositivos es altamente irracional, pues las heladas presentan otras características y el daño infligido a las plantas es menos severo. Además, su alto costo los pone fuera de alcance de productores pequeños. En Uruguay, un ingeniero hidráulico, aplicando leyes de la hidrodinámica al aire en tanto fluido, generó un dispositivo, el Sumidero Invertido Selectivo, que básicamente evita que fenómenos cuyo soporte es la baja atmósfera lleguen a nivel del suelo, que es el caso de las heladas, pudiendo también enviar a la baja atmósfera fenómenos que se presentan a nivel del suelo, como olores o niebla (Guarga, 2012). Se trata de una plataforma tecnológica que ya ha sido utilizada en varias partes del mundo contra las heladas y que está empezando a utilizarse para niebla, siendo el caso más sonado el del Canal de Panamá. Pensar “fuera de la caja” es imprescindible para obtener resultados de este tipo, muy en particular para buscar soluciones diferentes cuando existe alguna solución ya probada pero que no es adecuada en un contexto dado.
La primera condición para que esto sea posible es, una vez más, reconocer que siempre hay alternativas. Este es un reconocimiento que proviene en primer lugar de la comprensión de la interacción tecnología-sociedad; parecería entonces que esa interacción tiene que integrar la formación de quienes deberán imaginarlas e implementarlas.
2.3. La cuestión de la desigualdad
Un tercer espacio de preocupaciones tiene que ver con la desigualdad. No cabe duda de que la difusión de varias transformaciones tecnológicas, a pesar de sus limitaciones, ha traído beneficios incontables al conjunto de la humanidad: un ejemplo notable de ello es la expansión de la esperanza de vida, que va mucho más allá de los países altamente industrializados. Pero tampoco cabe duda de que la desigualdad se mantiene y aún se agrava, básicamente porque, a diferencia de la pobreza, es un “blanco móvil”: cuando se comercializa una vacuna que salva niños en una parte del globo, pero no los salva en otros pues su precio allí es inalcanzable, la desigualdad aumenta; cuando en una misma ciudad algunos acceden a sistemas de saneamiento y otros no, la desigualdad persiste, aunque las personas que no tienen saneamiento estén por encima de la línea de pobreza.
No en vano los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas de 2015, a diferencia de la formulación de comienzos de este siglo, incluyen de forma explícita, en su objetivo 10, la disminución de la desigualdad. Conviene insistir que no se trata exclusivamente de desigualdad económica, de ingresos o de riqueza, con lo importante que esta es y cuyo crecimiento reciente es inmenso (Piketty, 2014) y según algunos está basada estructuralmente en la evolución tecnológica (Brynjolfsson y McAfee, 2014). Se trata de desigualdad en un sentido más amplio, como lo caracteriza Amartya Sen, quien indica que si bien los ingresos son un medio muy importante de acceso a cuestiones que hacen a la calidad de vida, “debemos mirar a las vidas empobrecidas y no sólo a las billeteras vacías” (2000: 9, traducción propia).
“Mirar a las vidas empobrecidas”, como sugiere Sen, desde una perspectiva tecnológica, implica un importante desafío intelectual, en un doble sentido. Por una parte, está la cuestión de la agenda: qué problemas se abordan y qué problemas no. Hace ya tiempo la Organización Mundial de la Salud acuñó el término “brecha 90/10”, que señala que el 90% de la investigación mundial en salud se dirige a enfermedades prevalentes en el 10% de la población mundial y, a la inversa, las enfermedades que afectan al 90% de la población mundial reciben la atención del 10% de la investigación mundial en salud. Las enfermedades prevalentes en determinadas poblaciones están relativamente bien identificadas; varios aspectos tecnológicos que hacen que una parte importante de la población mundial viva “vidas empobrecidas” también lo están, como nuevamente lo recogen los Objetivos del Desarrollo Sostenible. Saneamiento, vivienda, nutrición, acceso a agua potable son algunos de ellos; otros, de carácter más general, como la cuestión ambiental, aunque afecta a todo el planeta, hacen sentir sus efectos más duramente sobre los más desiguales.
Hay, sin embargo, una diferencia significativa entre estos problemas y los que plantea la brecha 90/10. Muchos de los primeros tienen solución en algunas partes del mundo, aunque esas soluciones no resulten tales en otras partes, mientras que en el caso de los segundos se trata de problemas que son ignorados, que están fuera de la agenda. Esta diferencia muestra que no se trata sólo de agenda —es decir, de qué problemas se abordan y cuáles no—, sino de cómo se abordan. Para el acceso a agua potable hay soluciones bien conocidas: en general se trata de usinas de tratamiento de tamaño importante, que distribuyen el agua a través de sistemas que se insertan de forma compleja en tramas urbanas. Para poblaciones relativamente aisladas, donde la instalación de sistemas clásicos de potabilización no es posible por razones tanto de costo como operativas, lo que está planteado es otro problema, en la medida en que un problema está caracterizado, también, por las condiciones requeridas para que sea resuelto. Otro ejemplo quizá colabore a explicitar mejor este aspecto, que es crucial.
El equipamiento médico ha sido un factor de primera importancia en la prevención y tratamiento de enfermedades; la enorme mayoría se inventa y se produce en países altamente industrializados; su precio —que no necesariamente su costo— es uno de los factores de encarecimiento y por tanto de exclusión en el acceso a la salud en países sin sistemas públicos fuertes y en la mayoría de los países periféricos. Esto quiere decir que, al igual que en el caso del agua potable, problemas resueltos en ciertos contextos resultan problemas que perviven en otros contextos. No se trata de problemas aún sin solución —es importante insistir en esto—, sino de problemas con “soluciones tipo brecha”: resueltos para un porcentaje minoritario mundial y no resueltos para un porcentaje mayoritario de la población. Reducir o eliminar las brechas no se puede lograr, de forma práctica, con más dinero destinado a adquirir las soluciones existentes, no sólo por los montos involucrados en la compra de los volúmenes necesarios, sino también por los prerrequisitos de infraestructura necesarios para su utilización efectiva, que pueden no estar presentes.
Un ejemplo —entre tantos— de equipamiento médico que tiene una “solución tipo brecha” es la lámpara de luz azul para tratamiento de ictericia severa neonatal. Consiste en la producción de un haz de luz de frecuencia muy precisa, lo que se logra de forma óptima recurriendo a LED (light emiting diodes), pero que necesita miles de ellos, dada su baja intensidad. Esto afecta directamente el costo de la lámpara y la pone fuera de alcance de hospitales pediátricos públicos en muchas partes. Tanto en el caso de acceso a agua potable como en el de la lámpara de luz azul, la brecha asociada a las soluciones existentes pudo reducirse a través de una reformulación de los problemas que ubicó la búsqueda de soluciones a partir de condiciones diferentes. En el primer caso las condiciones fueron potabilización in situ y no a través de sistemas distribuidos; en el segundo fue obtener la lámpara con un orden de magnitud menor de LED. Las Unidades Potabilizadoras de Agua (UPA) fueron desarrolladas por ingenieros en la empresa pública responsable por el suministro de agua potable en Uruguay para atender necesidades de la cohorte uruguaya de los Cascos Azules de la ONU en el Congo. Consiste en una miniaturización lograda a partir de los principios operativos de un sistema centralizado, de modo que la unidad puede ser transportada por avión, colocada en un camión y trasladada para dar servicio a varios poblados en una cierta zona (Obras Sanitarias del Estado, s/f). Una lámpara de luz azul que utilizaba diez veces menos LED que las convencionales —con la reducción concomitante de costo— fue también desarrollada en Uruguay, a partir de un concentrador de luz que obtenía de forma diferente la intensidad requerida, y fue instalada en varios hospitales públicos del país (Geido et al., 2007).
Las “soluciones que reducen brechas de acceso” tienen un punto fundamental en común: son ideadas para condiciones de escasez. La escasez tiene varias manifestaciones, que pueden o no estar presentes en cada solución particular: recursos para desarrollar la solución, recursos disponibles para sus usuarios, sean institucionales o individuales, condiciones infraestructurales, requerimientos de mantenimiento. Lo que resulta claro es que la heurística de búsqueda de soluciones es muy diferente en condiciones de abundancia que en condiciones de escasez; no debiera ser sorprendente que, cuando estas últimas prevalecen, las soluciones del primer tipo resulten “tipo brecha”.
Un ejemplo proveniente de un marco muy diferente puede resultar ilustrativo de esto. En un estudio sobre la competitividad de la industria norteamericana, de notable profundidad, realizado en 1989 por un equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts, se indica que uno de los problemas presentes en el sector industrial es el escaso derrame que recibe desde el sector de defensa, donde se concentran los mayores esfuerzos gubernamentales en materia de investigación y desarrollo. Ello se debe a que los laboratorios de investigaciones militares trabajan en condiciones de abundancia, con exigencias de desempeño que ni pueden ni necesitan ser cumplidas en el ámbito civil, haciendo tan caras sus innovaciones que no sirven fuera de la esfera en que fueron creadas (Dertouzos et al., 1989). Algo similar es lo que ocurre con muchas soluciones desarrolladas en condiciones de abundancia cuando se procura generalizarlas a contextos signados por la escasez: simplemente no sirven. El problema es que no es lo mismo formar para generar soluciones en condiciones de abundancia que hacerlo para procurar innovaciones frugales, aptas para su uso en condiciones de escasez.
La caracterización de innovación frugal como la que logra los mejores resultados posibles con una utilización de recursos dramáticamente disminuida respecto de innovaciones “canónicas” sugiere que quienes la aborden deberán incluir en su entrenamiento reflexión y práctica no canónica. De hecho, esto ocurre en forma tácita en muchos países periféricos, donde la capacidad de innovar en condiciones de escasez se desarrolla en el día a día al solucionar problemas con los recursos que se tienen a la mano. Sin embargo, esta capacidad suele ser vista como un mal necesario —más allá de la excelencia técnica de las soluciones encontradas— y no como una palanca para hacer de la tecnología una herramienta al servicio de su propia democratización. La creciente comprensión del impacto negativo de la innovación en condiciones de abundancia, no sólo sobre la igualdad sino sobre la sustentabilidad ambiental, puede legitimar crecientemente a la innovación frugal. El cambio radical de enfoque que ella implica requerirá entonces que nuevas prácticas sean reflexivamente estimuladas.
3. Algunos enfoques para nuevas prácticas
Como primera observación, una cuestión general: el estímulo a nuevas prácticas de la ingeniería en una acepción amplia —construcción de soluciones, avance de la frontera de lo posible— en un sentido socialmente comprometido no puede consistir en un cúmulo de responsabilidades puestas sobre las espaldas de estudiantes y profesionales. Estos últimos son fundamentales para que dichas prácticas tengan lugar, pero no son los únicos actores. Es importante que lo tengan claro, pues de lo contrario puede ser grande el desánimo ante la dificultad de hacer de las nuevas prácticas palanca para un cambio de largo alcance. De lo que se trata es de proporcionar enfoques que ayuden a comprender las vinculaciones de ida y vuelta entre tecnología y sociedad como punto de partida para tomas de posición personales y colectivas.
Un primer enfoque refiere a aspectos normativos. ¿Todo lo que puede hacerse debe hacerse? Esta es una vieja pregunta, asociada al “principio de precaución”: si hay presunción de riesgo, aunque ello aún no se haya demostrado, abstenerse. Los riesgos habitualmente asociados al principio de precaución tienen que ver con salud humana y daño ambiental: ambas preocupaciones se conjugan en las discusiones sobre organismos genéticamente modificados, por ejemplo. Pero hay otros campos, mucho menos presentes en la discusión pública, donde es razonable plantear que el principio de precaución debiera operar: el informático es uno de ellos. ¿Todo lo que se puede informatizar debe informatizarse? ¿Todo lo que puede hacerse a partir del uso de la informática debe hacerse? La respuesta positiva a la primera pregunta puede dar lugar a riesgos importantes asociados a la vulnerabilidad de sistemas altamente interconectados. La segunda pregunta apunta a cuestiones muy profundas, que hacen a la libertad, la democracia, el derecho a la privacidad, el control sobre variables que afectan la propia vida.
Naturalmente, el interrogante que sigue es a quién le corresponde responder estas preguntas. Una primera respuesta es que se trata de una cuestión regulatoria, competencia de la política y del Estado. Así fue entendido en múltiples ocasiones: son ejemplos de esto la regulación del uso de datos para garantizar privacidad, ya mencionada, o una ley aprobada en 2008 en los Estados Unidos que prohíbe la utilización de información genética para discriminar acceso a seguros médicos o empleos. Pero lo cierto es que estas regulaciones tuvieron lugar porque la implementación de tecnologías de la información generó riesgos que fueron percibidos como tales. No pocas veces los riesgos asociados a la introducción tecnológica son negados o minimizados por partes interesadas, empresas o Estados. De hecho, las regulaciones antes mencionadas fueron debilitadas al punto de volverlas en gran medida inoperativas.
La incorporación de dimensiones normativas en la formación en ingeniería conduce a conocer y analizar los dilemas planteados por la introducción de determinados diseños tecnológicos y, muy en especial, a dilucidar el papel que en dichos dilemas jugaron los ingenieros. Esto no siempre es fácil. En el caso de la informática, la velocidad del cambio tecnológico lo hace especialmente difícil: “Los avances tecnológicos suelen aparecer como saltos repentinos, discontinuos, que cubren todo el trabajo previo con una tela de araña de obsolescencia impenetrable (…) Hay un punto en la historia de la tecnología en el cual el estudio del pasado tecnológico se vuelve paleontología, y en el caso de la computación ese punto está incómodamente próximo, y acercándose” (Metropolis et al., 1985: 15, traducción propia). Esta apreciación hace aún más urgente estudiar y analizar críticamente lo que aún no fue cubierto por esa tela de araña impenetrable. Desconocer el pasado hace más fácil presentar a la tecnología de cada momento como indiscutible e inevitable, ridiculizando la idea misma de alternativa o planteando como única alternativa el atraso. Así, promover la discusión sobre impactos concretos de desarrollos tecnológicos adquiere dimensión normativa, en dos direcciones. Por una parte, una dirección “reactiva” que analiza responsabilidades; por otra, una dirección proactiva que estudia propuestas. Ambas requieren discutir valores, punto de partida irrenunciable para nuevas prácticas.
Un segundo enfoque refiere a la legitimidad de las alternativas. Hay una suerte de apelativo derogatorio que se aplica no sólo a los que se oponen a determinado diseño o deriva tecnológica, sino a los que expresan dudas sobre su conveniencia: neoluditas. La expresión deriva de Ned Ludd, un trabajador inglés del siglo XIX al que se le adjudica la dirección de un movimiento de oposición violenta, de sabotaje, a la introducción de máquinas en la producción fabril. El término sobrevivió a su época y pasó a designar, hoy, a quienes discrepan con alguna forma de cambio técnico, se opongan a él de forma organizada o simplemente expresen una opinión en ese sentido. El contenido derogatorio del término radica en la sugerencia de amor al pasado, de inmovilismo, de anti-progreso, volviendo así la crítica o aun la duda en una actitud con connotaciones negativas. La historia de la tecnología ha mostrado, sin embargo, que los luditas no eran “anti-progreso”, sino defensores de su calidad de vida en el ámbito laboral, lo que tenía centralmente que ver con el ejercicio de sus habilidades en el trabajo. Johan Schot analiza de esta forma la cuestión:
“... su protesta (de los luditas) involucraba una fuerte crítica de la tecnología. Su postura crítica no estaba basada, sin embargo, en un desprecio de la tecnología en general. Por el contrario, estaba dirigida hacia máquinas específicas. Las únicas máquinas que los luditas destruyeron eran aquellas respecto de las cuales los trabajadores tenían particular motivos de queja. Otras máquinas, incluso en la misma fábrica, quedaban intactas (…) Más aún, quisiera enfatizar que la resistencia de los luditas era mucho más profunda que el mero rechazo de máquinas particulares. Tenía que ver con los albores de un nuevo tipo de sociedad, encarnado en un conjunto de máquinas específicas, en el cual el empleador tenía el derecho de introducir máquinas que hacían redundantes a los trabajadores, producían desempleo, y rebajaban la calidad de los productos y de la sociedad toda (…) Era una lucha entre modelos rivales acerca de cómo organizar la sociedad. Los luditas exigían que aquellos que introducían nuevas máquinas anticiparan sus efectos sociales” (Schot, 2003: 260, traducción propia).
La acusación derogatoria de neo-ludita a quienes dudan, indagan, sugieren alternativas y plantean que las alternativas son necesarias, encierra así una falacia histórica: no se trata de una actitud anti-progreso basada en un amor irracional al pasado, sino en un eventual cuestionamiento a senderos tecnológicos que, se entiende, son perjudiciales para la sociedad en que se quiere vivir. El punto no es si estos cuestionamientos son razonables, sino si debe considerarse por principio que no lo son. Dicho de otro modo: ¿debe estimularse la “duda tecnológica” en la formación en ingeniería, abriendo la puerta a la consideración de alternativas a las formas dominantes de pensar y diseñar?
No estamos hablando aquí de alternativas relativamente menores dentro de un gran sendero de desarrollo tecnológico, sino de senderos alternativos. La historia de la tecnología provee múltiples ejemplos de construcción de alternativas en el marco de formas preexistentes de resolver problemas. En ocasiones esas alternativas se hicieron necesarias a raíz de situaciones que imposibilitaron la continuidad de esas formas, típicamente por limitaciones en el suministro de los insumos necesarios; en otras, aparecieron elementos nuevos que constituyeron una oportunidad para cambiar. Lo que conviene remarcar es que más allá de lo inevitable que pueda parecer una determinada forma tecnológica, esa apariencia es artificial —es decir: social— y no natural. Nada en tecnología es como es porque no podría haber sido ni puede ser de otra manera —siempre que no estemos hablando del no cumplimiento de las leyes de la naturaleza. La apariencia de inevitabilidad no es irreal: que no derive de leyes naturales, sino de aspectos sociales, no hace que buscar alternativas sea simple, pero sí hace que sea posible. Y esa búsqueda es imprescindible si se quiere resolver problemas aún no resueltos y que es evidente que no serán resueltos con la orientación tecnológica existente. Ello llama a nuevas prácticas de la ingeniería, antecedidas por la predisposición intelectual a encararlas y a estimularlas desde la formación.
Un tercer enfoque se vincula con lo que podríamos llamar la “lealtad de los ingenieros”. Su trabajo, que tanta incidencia tiene en la evolución de la sociedad, ¿a qué intereses responde? Como cualquier trabajador, los que se desempeñan en la ingeniería pueden hacerlo en relaciones de dependencia, con grados limitados de autonomía: sus contratos establecen sus tareas. Actualmente hay oficios en la ingeniería —la informática es descollante en ese sentido— donde se admite una serie de libertades desconocidas en otras ramas. Aunque la vida cotidiana admita en este caso mayores grados de libertad en diversas dimensiones —horarios, vestimenta—, el saber tecnológico está al servicio de objetivos empresariales por demás claros, cosa lógica en el mundo empresarial.
Tenemos también la ingeniería que, desde ámbitos públicos o privados, se dirige a solucionar problemas de terceros. Aquí aparece una cuestión interesante, que ha sido tratada desde ópticas diferentes, de las que mencionaremos dos que presentan una significativa convergencia: el papel de los usuarios. En un estupendo libro, Eric von Hippel describe el fundamental papel de los usuarios como fuente de innovaciones. Lo que se afirma es que aquellas innovaciones donde sus futuros usuarios juegan un papel importante son “mejores”, en el sentido directo de responder de forma más precisa a los problemas planteados y a solucionarlos de forma más eficaz y eficiente.
Pero abrirle juego a los usuarios en la etapa de diseño no es algo habitualmente promovido: “... no podemos esperar que el grupo de I+D de una empresa esté interesado en incorporar el punto de vista de los usuarios si sus ingenieros han sido entrenados y motivados para diseñar todo el desarrollo del producto por sí mismos” (von Hippel, 1988: 9, traducción propia) Se supone que las innovaciones deben ser guiadas por el objetivo de resultar útiles a quienes las usan; sin embargo, es común encontrar “innovaciones insatisfactorias” (Lundvall, 1985). Ello se debe, en buena medida a la soberbia de quien detenta el saber técnico y su escasa capacidad de escucha a los usuarios. Entre los ejemplos de innovaciones insatisfactorias que Lundvall menciona están:
“… las plantas diseñadas por los productores de equipamiento y de sistemas excesivamente capital intensivas, más inflexibles y más altamente automatizadas de lo que hubiese correspondido a una solución costo-efectiva y adecuada a las necesidades de los usuarios. Esto se debe en parte a que en algunas áreas clave las competencias de los productores y de los usuarios sólo se solapaban parcialmente, con el conocimiento muy desigualmente distribuido (…) En este relacionamiento, se desarrolló una jerarquía donde los productores fueron capaces de imponer sus estándares en vez de ajustarse a las necesidades de los usuarios. Pero, ¿por qué los productores desarrollaron una tecnología que no era costo-efectiva a nivel del usuario? La respuesta a esta pregunta es difícil de sustanciar, pero tuvimos la impresión de que en esto ciertos factores no económicos eran sumamente importantes. Parecía que los productores estaban siguiendo una trayectoria tecnológica en la dirección de más niveles de automatización. Se asumía implícitamente que un mayor nivel de automatización implicaba incrementar el grado de eficiencia” (Lundvall 1985: 19, traducción propia).
Esto, que refiere a una tecnología de punta en un país altamente industrializado (Dinamarca), se ve aún más fuertemente presente en contextos de menor desarrollo tecnológico moderno propio. Por ejemplo, un análisis de Consejo Indio de Investigación Científica e Industrial referido a la promoción de innovaciones dirigidas a poblaciones rurales pobres llega a conclusiones similares: “El proceso de transferencia tecnológica se lleva a cabo empujando las soluciones que ya se tienen, sin el esfuerzo de adaptación tecnológica requerido para que la tecnología sirva en las condiciones concretas de los usuarios. Esto ocurre porque la interacción entre los trabajadores de I+D con los usuarios es débil. No ha habido intentos de entender a los usuarios como un sistema y de gestionar la transferencia de tecnología como un proceso interactivo” (Abrol 2014: 362, traducción propia).
Lundvall, en el trabajo citado, plantea que la clave de las innovaciones satisfactorias son las relaciones usuario-productor, que dan lugar a procesos interactivos de aprendizaje. La idea ha sido trabajada por la premio Nobel de economía Elinor Ostrom, quien desarrolló el concepto de co-producción. Al analizar dos experiencias concretas de innovaciones tecnológicas importantes a nivel social, una de ellas el sistema de saneamiento de un gran espacio urbano, Ostrom (1966) muestra cómo el diseño co-producido fue exitoso mientras el organizado desde arriba, sin participación de usuarios resultó un fracaso. Una experiencia interesante de coproducción de innovaciones ocurrió en los países escandinavos en la década de 1970, desarrollando máquinas para la industria gráfica en estrecha interacción entre obreros gráficos e ingenieros en computación. Reflexionando sobre el proceso, el director del proyecto señalaba la importancia de una educación transformada para que experiencias de ese tipo pudieran prosperar: “Va de suyo que un enfoque de este tipo debe ser acompañado de cambios en el sistema educativo público. Un aspecto importante es impulsar el interés y las calificaciones de los diseñadores para involucrarse en este tipo de objetivos asociados a tecnologías democráticas (…) Es difícil imaginar cómo un verdadero diseño y uso democrático de nuevas tecnologías podría lograrse sin que estos prerrequisitos sean alcanzados” (Ehn, 1988: 349, traducción propia).
Aquí encontramos otra vez los límites a lo que podríamos llamar el “voluntarismo educativo”. Sin duda, introducir en la enseñanza de la ingeniería el respeto por el otro, la voluntad de escucha, el convencimiento de que hay saberes y opiniones que deben ser tomados en cuenta si se quiere lograr innovaciones útiles para los usuarios, es imprescindible, pues aprender todo esto a través de la práctica, a costa de múltiples fracasos, parecería absurdamente costoso. Pero a su vez este cambio en la educación parece difícil de implementar si el contexto fuera del ámbito educativo no es propicio. Hubo, también en 1970 y 1980, en algunos países, un movimiento que generó un ámbito de ese tipo. Ejemplo interesante de esto es Holanda con su oficina de apreciación tecnológica (NOTA, acrónimo en inglés de Netherland Office of Technology Assessment). Su inspiración no era exactamente la de las oficinas de apreciación tecnológica existentes, orientadas la observación a posteriori del impacto de la introducción de nuevas tecnologías, sino la anticipación de dichos impactos a través de “diálogos tecnológicos” con la sociedad que influyeran, ex ante, en el diseño de soluciones. Un informe elaborado al cabo de tres años de actuación de NOTA decía: “Este programa mostró que es perfectamente factible y, aún más, pertinente, que los desarrolladores de tecnología entren en discusiones con otras partes concernidas en la sociedad durante el proceso mismo de diseño y, al hacerlo, contribuyan hacia el avance de los desarrollos y a la introducción de tecnología relevante” (citado en Schot y Rip, 1997: 253, traducción propia).
En un contexto social donde esta conceptualización prima, o donde —como en Dinamarca— la introducción de tecnología ha dado lugar a Conferencias de Consenso (Andersen, 1995), es más sencillo orientar la formación en ingenierías hacia nuevas prácticas de diálogos interactivos con otros actores. Pero aún en estos casos, los avatares políticos con sus cambios en orientaciones ideológicas transforman las condiciones de posibilidad de orientaciones educativas como las recién mencionadas. NOTA ya no existe, como tampoco lo hace el Instituto Sueco de Vida en el Trabajo (Swedish Center for Working Life), donde se incubó y llevó a cabo el proyecto de nueva tecnología alternativa para la industria gráfica. Cambiar prácticas en las ingenierías es en general, y en muchos sentidos, nadar contra la corriente. Supone inducir cambios en las lealtades de los ingenieros, incluyendo aquellas dirigidas a actores que no los mandatan, que saben menos tecnológicamente hablando —aunque puedan saber más en lo que refiere a sus propios oficios— y, también, a sus propios valores como ciudadanos. Esto último es importante: no puede disociarse totalmente lo que se hace en la práctica de la ingeniería y el ejercicio cotidiano de la ciudadanía, como si fueran ámbitos mutuamente excluyentes. Suele ocurrir que la apreciación de la democracia en lo político se vea acompañada de lo autocrático en lo tecnológico. Mucho se puede hacer desde lo educativo para lograr convergencias y coherencias que fortalezcan a la vez la tecnología, la democracia y la equidad.
La tarea no es fácil, pero su importancia es enorme, especialmente en tiempos en que el adormecimiento que acompaña al “no hay alternativa” conlleva peligros ciertos de catástrofes, ambientales y sociales.
4. El papel fundamental de la formación social en ingeniería
Pueden identificarse diversas actitudes frente a la tecnología:
(i) Aceptar/adaptarse de forma acrítica, acompañando heurísticas de solución de problemas basadas en “si algo es bueno más es mejor” o “si puede hacerse debe hacerse”, el imperativo tecnológico.
(ii) Denunciar/evitar, como por ejemplo lo muestra la Conferencia Turing de 1980 o la reflexión de Weizenbaum cuando indica que hay que prestar especial atención al tipo de acciones que no deben ser puestas bajo control de computadoras. Esa reflexión de 1976, ampliamente ignorada a pesar de provenir de uno de los científicos de la computación más reputados de su época, sigue sin ser tomada en cuenta ahora: “… dado que las computadoras interconectadas son computadoras vulnerables, se sigue que todos los sistemas técnicos controlados por computadoras interconectadas son vulnerables” (Misa, 2011: 278, traducción propia). Y esos sistemas técnicos abarcan prácticamente el todo hoy por hoy…
(iii) Mejorar/avanzar, procurando, por ejemplo, poner a la tecnología al servicio directo de los Objetivos para un Desarrollo Sustentable. Esto es particularmente importante, porque la hipótesis optimista de que el derrame del crecimiento económico iba a “levantar el bote de todos” se mostró errónea: ha habido “crecimiento inteligente” al lado de creciente desigualdad. Y, como el análisis de Brynjolfsson y McAfee sugiere, lo primero podría ser causa de lo segundo. Por lo tanto, si se busca revertir la tendencia actual, construir igualdad a partir de tecnología debe transformarse en un objetivo explícito y directo.
(iv) Transformar/reinventar para trabajar al servicio de la democratización de la tecnología, partiendo de aprendizajes interactivos junto a actores diversos, cuyas necesidades y preferencias, de ser tenidas en cuenta, mejorarían sustantivamente la calidad de vida de grandes mayorías.
Esto lleva a pensar que la formación en ingeniería debería tender a mitigar la actitud del primer tipo entre las antes mencionadas, y a estimular las demás. Se proponen, entonces, tres ejes de trabajo. El primero es la reflexividad, la revisión crítica de la tecnología existente, dando pie a un segundo eje, que es la preocupación social. Para el primero, la historia de la tecnología es un aliado formidable; para el segundo, el diálogo con otros actores —sociales, políticos, laborales— provee insumos valiosos. El tercer eje, la construcción de alternativas, de carácter marcadamente experimental, es clave para llevar a la práctica lo aprendido en los otros dos ejes, reforzando esos aprendizajes y también los compromisos.
Una formación en ingeniería que incluyera estos tres ejes debería dejar en quienes estudian algunas habilidades: i) reconocer dilemas éticos cuando aparezcan; ii) reconocer los límites de lo que se puede lograr con la tecnología; iii) preguntarse por lo que no debe abordarse con tecnología; iv) saber preguntarse por los perjuicios potenciales de ciertos diseños; y v) preguntarse cómo apoyar con tecnología el logro de objetivos socialmente deseables. La deriva actual hace que planteos como estos aparezcan como utópicos, soñadores, ingenuos y, por qué no, con sabor neo-ludita. Quizá convenga recordar que vale también para esta propuesta la frase de Max Weber (citado en Gerth y Wright, 1991: 128, traducción propia) que dice: “El ser humano no habría alcanzado lo posible a menos que una y otra vez no hubierabuscado tozudamente lo imposible”.
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