Reseñas
La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital
| Sadin Éric. La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital. 2018. Buenos Aires. Caja Negra. 316.pp. |
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Automóviles “inteligentes” que no necesitan conductor, chips instalados en el cuerpo humano, distintos electrodomésticos de la vida cotidiana conectados a Internet y repletos de sensores que van midiendo y registrando nuestros pasos, asistentes digitales que toman decisiones por nosotros y nos guían en el transitar urbano y en nuestros consumos. Lejos de maravillarse con las posibilidades cada vez más inesperadas de las nuevas tecnologías digitales, en este nuevo libro —traducido por Margarita Martínez— de la colección “Futuros próximos” de la Editorial Caja Negra, el filósofo francés Éric Sadin desarrolla un profundo análisis para concluir con una férrea oposición a la utilización de muchos de estos instrumentos. El motivo son las consecuencias des-democratizadoras que estaría provocando la propagación a nivel mundial del ideario de Silicon Valley: la nueva colonización de nuestros tiempos posmodernos.
El libro puede insertarse en una saga de ensayos e investigaciones de los últimos diez años, aproximadamente, de distintos autores, como Sherry Turkle o José Van Dijk, que encuentran en el desarrollo de las tecnologías digitales y las formas de su uso social una fuente de problemáticas con graves efectos en las subjetividades contemporáneas, las prácticas de socialización y las posibilidades de construcción política y de disputa democrática en el espacio público; o como el economista Nick Srnicek, que se abocó a estudiar el impacto de las plataformas digitales en las relaciones sociales de producción en “Capitalismo de Plataformas” (2018), editado por la misma editorial. No obstante, si bien esta obra de Sadin retoma muchos aspectos ya trabajados, aporta una reflexión un tanto más radical al resaltar los efectos negativos del desarrollo tecnológico sobre la propia concepción de lo humano.
Sadin amplía sus trabajos previos y la idea de una “humanidad aumentada” (debido a la imbricación del hombre con las nuevas tecnologías digitales), afirmando que lo que Silicon Valley pone en juego no es otra cosa que la mercantilización integral de la vida y una organización algorítmica de la sociedad. De esta manera, bajo la promesa de hacer del mundo un lugar mejor, sustentable e inteligente, se constituye como el faro mundial de un nuevo tipo de negocios y el epicentro de una visión de mundo con rasgos totalitarios que erige a las tecnologías por encima del ser humano, presentándolas como la solución incuestionable para todos los problemas. “El espíritu de Silicon Valley”, entonces, encarna la verdad económico-empresarial de la época, interiorizada e integrada en todo lugar. Sadin afirma que se trata de una doxa no sólo económica, sino también política, que es testigo de la intensificación de la alianza entre los sectores público y privado. Esa intensificación y la expansión a nivel mundial de la “verdad siliconiana” implican la monetización en todos los niveles del registro testimonial de la vida a través de los datos. Con ese ideario, el emprendedurismo, la ingeniería informática y el desarrollo de empresas start-up son los modelos que esta visión de mundo expande a nivel global como los únicos legítimos.
En definitiva, lo que está en juego es la conversión de cada vez más momentos de la vida íntima y cotidiana de las personas en datos que puedan comercializarse y utilizarse para ofrecer nuevas mercancías. Al igual que Srnicek o Van Dijk, Sadin también señala esta conformación de los datos como el “oro” del siglo XXI. Pero más que centrarse en las consecuencias económicas y las formas de afectar las relaciones sociales de producción, su foco se posiciona sobre los efectos ideológicos y políticos. La economía del dato es, así, inagotable, logrando que cualquier umbral pueda ser derribado. Según el filósofo, en este punto la lógica computacional contemporánea se entrecruza con la lógica propia del liberalismo. La aspiración a la conquista de nuevos mercados se ve increíblemente potenciada por las posibilidades que brindan las tecnologías digitales basadas en algoritmos sofisticados y en la inteligencia artificial. La automatización de cada vez más tareas humanas y el registro de nuestros movimientos y elecciones cotidianas por medio de los distintos dispositivos que utilizamos a diario hacen mutar, para Sadin, la lógica liberal en un “tecnoliberalismo”, cuya aspiración última es la de no ser obstaculizado por ningún límite. Cada gesto puede ser una oportunidad de beneficio económico. Eso es, en definitiva, el motor de la “silicolonización del mundo”: “La economía del dato es la economía integral de la vida integral” (p. 28).
El libro realiza una cronología de la evolución de este valle californiano. Relata el proceso de innovación tecnológica y la instalación de las primeras empresas, enmarcándolo dentro de las distintas oleadas de un movimiento contracultural de fines de la década del 50 y de los años 60 que se oponía a las estructuras estancas de la sociedad de entonces. Se proponían nuevos estilos de vida, más libres, audaces y creativos, al mismo tiempo que se intensificaban los movimientos por mayores derechos civiles. La contracultura de la California de aquellos años fue uno
de los componentes de lo que el filósofo denomina como el primer Silicon Valley. Ya Manuel Castells en La sociedad red (1997) identificaba la influencia decisiva de la contracultura californiana en la manera en que se desarrolló la tecnología digital. Rechazando de plano el determinismo tecnológico, Castells afirma en esa obra que “cabe relacionar de algún modo el florecimiento tecnológico que tuvo lugar a comienzos de la década de los setenta con la cultura de la libertad, la innovación tecnológica y el espíritu emprendedor que resultaron de la cultura de los campus estadounidenses de la década de 1960”. Es precisamente ese rasgo “aventurero” el que Sadin también recupera. La mística que envolvió el desarrollo del famoso valle de la tecnología implicaba un componente de autonomía y autogestión emprendedora. El relato de las innovaciones “creadas en un garage” es uno de sus sellos distintivos, aunque los hechos no se hayan desarrollado exactamente así. La mística de esa herencia contracultural hoy subsiste, pero a partir de los planteos de Sadin es posible pensar que ya no implica ningún enfrentamiento con lo establecido, sino más bien lo contrario: es parte de una ideología dominante. La visión de mundo de Silicon Valley que se expande internacionalmente supone que a través de las tecnologías pueden mejorarse todos los aspectos de la vida: “De ahora en adelante lo que prevalece es la extrema liviandad de los dispositivos y la reactividad algorítmica, favoreciendo el acceso a todos los saberes del mundo, el crecimiento de la ‘autonomía individual’, la instauración de ‘estructuras colaborativas’, la puesta en concordancia robotizada y oportuna de toda cosa con otra” (p. 99).
Se trata de un renovado optimismo por la técnica, el retorno de una ideología del progreso ilimitado, que tuvo su desarrollo con el Iluminismo y, posteriormente, su esplendor con el apogeo del positivismo. Tal ideología sucumbió ante el advenimiento de los efectos negativos del avance técnico y el inevitable descrédito de esa idea de “progreso”: crisis económicas y destrucción de empleos asociados a la globalización y al desarrollo tecnológico, la contaminación ambiental y la destrucción de la capa de ozono, el agotamiento de los recursos naturales, el calentamiento global, el peligro nuclear, etc. Pero, según Sadin, el “espíritu de Silicon Valley” pretende clausurar esta etapa de desencantamiento inaugurando un renovado “optimismo tecnológico”, aunque transformando aquella idea de “progreso” que implicaba una determinada temporalidad con respecto a los avances del desarrollo técnico. Ahora, según el autor, estamos en la época de las tecnologías de lo exponencial y de lo integral. Su velocidad de desarrollo se incrementa cada vez más, al igual que su vocación de alcanzar cada fragmento de la vida bajo la promesa de hacer del mundo y de la condición humana algo mejor.
Hay, de esta manera, una visión del mundo como un sistema de información que puede ser regulado eficientemente para mejorar su equilibrio. Algo que había concebido la clásica concepción cibernética de la sociedad, la cual ahora puede pensarse con mayores posibilidades mediante la ciencia computacional. Para Sadin, se trata de una visión neocibernética específica que él entiende como “tecnolibertarismo”. Este concepto resulta central a la hora de entender las implicancias políticas de la propagación del modelo siliconiano, ya que consiste en concebir una organización automatizada del mundo por medio de sistemas algorítmicos. De esta manera, las viejas ideas libertarias que proponían liberar al hombre de cualquier tipo de sojuzgamiento y de autoridad encuentran en el desarrollo tecnológico actual una
reactualización que se torna totalitaria. La consecuencia del modelo tecno-libertario es la prescindencia de nuestro poder de decisión. Sadin realiza aquí una defensa de lo ontológicamente humano, alertando sobre la paradoja de subsumirnos en nombre de la libertad a las decisiones preestablecidas por algoritmos e inteligencia artificial en beneficio de intereses privados. Su filosofía política —afirma— se corresponde con una a-política o una tecnopolítica “que procura liberarse de lo político, entendido como la libre capacidad de los individuos para tomar decisiones en común y dentro de la contradicción” (p. 126). El tecnolibertarismo propone una lógica de progreso en donde lo propiamente humano es menospreciado. Adviene una descalificación del juicio subjetivo en favor de un management algorítmico que tiende a la mayor eficacia en todo momento. En este punto, Sadin retoma la idea de Hannah Arendt de que la neutralización de la espontaneidad es una de las principales características del totalitarismo (p. 135). Es en esta idea donde el trabajo realiza su aporte más significativo.
El filósofo plantea, además, algunos síntomas o males contemporáneos que son intensificados por el uso de las tecnologías digitales, lo que él comprende como “psicopatología de Silicon Valley”. Una de ellas es la “neurosis del tiempo real”, es decir, la neurosis que genera la posibilidad de poder abarcar una visibilidad cada vez más integral de la vida en todos los instantes en los que se manifiesta. El tiempo real, entonces, hoy se ve potenciado, ya que remite a la facultad de captura que se incrementa sin descanso de un número de fenómenos de lo real en el momento mismo en que están ocurriendo. Efectivamente, la cada vez mayor red de objetos conectados y de sensores que pueden medir distintos hechos simultáneamente, intensifican el tiempo real en este sentido. Esta cuestión de un presente potenciado también es algo que es cuestionado por Sherry Turkle en En defensa de la conversación (2017). Allí, la psicóloga norteamericana invita a “abandonar el mito de la multitarea”, es decir, el hecho de realizar varias acciones a la vez y dispersar la atención, cuestión que genera que estemos permanentemente en otra parte.
Asociado a esto, Sadin plantea que existe un fenómeno generalizado que es “la sensación de sentirse todopoderoso”, cuestión que vendría incrementándose aproximadamente desde 2010 y que tiene su causa en el contacto regular de los individuos con sus instrumentos conectados. “Desde hace poco tiempo, cada uno se piensa como súbitamente dotado de un plus de poder que toma múltiples formas sin asumir aspectos impresionantes” (p. 231). Más que enfocarse en las cosas que se pueden hacer con las tecnologías, la cuestión se centra en el hecho de que hay un reposicionamiento del individuo como simbólicamente situado en el centro de su “esfera social”. Sadin hace referencia a una suerte de modulación de lo real. No se trata ni de un engaño, ni de una manipulación, sino que lo que se experimenta es una realidad maridada según las preferencias, los gustos y las cualidades de lo que el filósofo denomina como “usuario rey”. Un real que cada vez menos se resiste a concordar con nuestros deseos (p. 234). Aquí toma distancia de los análisis centrados en el efecto de aislamiento social que pueden generar, por ejemplo, el uso de los celulares inteligentes, cuestión que sí fue trabajada por Turkle.
Sadin menciona el funcionamiento de dos ideologías que refuerzan esta lógica del “individuo tirano”. La primera de ellas es la “ideología de la desintermediación”,
que deriva en el rechazo de las instituciones y de cualquier figura que se considere demasiado autoritaria. Se trata de sentirse dueño absoluto de la propia vida, sin tener la necesidad del acuerdo ni del apoyo de nadie. Esa descripción puede recordar a lo que Byung-Chul Han entiende, En el enjambre (2014), como “desmediatización”, la cual es incentivada por el uso de las redes digitales y precipita el fin de la época de la representación, haciendo que cada quien quiera estar presente él mismo y presentar su opinión sin intermediarios. La presencia de intermediarios, de hecho, comienza a ser vista como demasiado opaca. Para Han, hay una presión de desmediatización, la cual se presenta como exigencia de mayor “participación” y “transparencia”. Sadin también hace referencia a este síntoma de la época, al hecho de que pareciera que toda toma de palabra es igual de legítima, “incluso las más cretinas”, afirma.
El autor no profundiza, por ejemplo, en las características de las redes sociales, que son, en definitiva, uno de los principales medios por el cual circula esa toma de palabra. Una autora que sí lo ha hecho es José Van Dijk, quien, en La cultura de la conectividad (2013), ha afirmado que “las plataformas de los medios sociales alteraron sin duda alguna la naturaleza de la comunicación pública y privada”. Para la autora, esto se debe a que “debido a los medios sociales, estos actos de habla casuales se convirtieron en inscripciones formalizadas que, una vez incrustadas en la economía general de los grandes públicos, adquieren un valor distinto. Enunciados que antes se emitían a la ligera hoy se lanzan a un espacio público en el que pueden tener efectos de mayor alcance y más duraderos”. La autora distingue lo que serían las “conexiones” entre las personas de la “conectividad”, que implica un rasgo de automaticidad brindado por las plataformas.
Sadin no se detiene allí, sino que profundiza en torno a las subjetividades involucradas en el uso de estas tecnologías. En ese camino, la otra ideología que menciona es la de la gratuidad, “que nos deja creer que se nos debe todo desde el momento en que las cosas pueden circular por las redes” (p. 235). La consecuencia políticamente peligrosa, para Sadin, es la de la profundización de una subjetividad individualista. El “poder” al que se refiere, entonces, es el de actuar a partir de uno mismo y únicamente en vistas a satisfacer el propio interés.
Resulta interesante la relación de estos procesos con el lugar del saber y de la categoría de “verdad”. Una suerte de nuevo oscurantismo o de pensamiento mágico envuelve, en definitiva, la visión de mundo de Silicon Valley. Al respecto, no deja de ser llamativa esta aparente paradoja de un modelo basado en las tecnologías y en las ciencias de la computación y, a la vez, justificado desde el nivel de lo afectivo y de la creencia. En primer lugar, Sadin asevera que “nunca un movimiento industrial se constituyó tanto en base a conjeturas y proyecciones azarosas más que sobre realidades constatadas y resultados patentes” (p. 35). La propagación de este ímpetu empresarial basado en la potencialidad de la inteligencia artificial y la organización algorítmica de la sociedad depende, en última instancia, de una creencia. Son, según el autor, “suposiciones vagas”.
En este punto, el análisis que realiza Sadin puede entenderse, a nivel más general, como otro aporte a la crítica que realizan distintos autores en torno a la contemporaneidad y la caída de las instituciones modernas, como, por ejemplo, lo hace Dany-Robert Dufour en El arte de reducir cabezas (2007). El lugar del saber, de la ciencia, de las instituciones educativas y del Estado como regulador y garante de los derechos humanos se resquebraja y emerge una relativización creciente. Sadin entiende que estamos atravesando una “ampliación del relativismo generalizado de la época” (p. 235).
En resumen, esta obra ofrece un extenso análisis sobre los efectos y los peligros a los que nos estarían arrojando la expansión a nivel mundial de la visión de Silicon Valley y su modelo de negocios. Si retomamos esa clásica dicotomía planteada por Umberto Eco entre “apocalípticos” e “integrados”, Sadin, claramente, adopta una postura apocalíptica en torno al desarrollo actual de las tecnologías digitales, repitiendo una y otra vez, casi como un mantra, el diagnóstico que alerta sobre la organización algorítmica de la sociedad y la mercantilización integral de la vida. Podría pensarse que se trata de una postura nostálgica y conservadora que intenta aferrarse a un mundo que ya ha cambiado y lo seguirá haciendo al pulso irrefrenable de la lógica siliconiana, y esto, principalmente, al leer la suerte de programa político que él propone hacia el final, llamando a no consumir ni utilizar determinadas innovaciones tecnológicas. Algo que tiene la apariencia de deseo más que de una propuesta política real, bajo el cual llega a afirmar que nuestra negación del acto de compra de esos productos tiene un gran alcance político e, incluso, civilizatorio. Una ilusión idealista que se rinde ante la interpelación de los ciudadanos como meros consumidores. Pero, para ser justos, lo que el autor realiza es una defensa de determinados principios democráticos y emancipatorios, que son, precisamente, los que están en juego debido a la “silicolonización” del mundo. Una pregunta queda pendiente: si será posible una reapropiación de las potencialidades que ofrecen las tecnologías digitales que pueda disputar el programa dominante que se plantea a partir de Silicon Valley.