RESEÑAS
Escritos sobre ciencia y género
Estamos atravesando una era digital en la que el conocimiento científico está cada vez más asequible (tanto a nivel de búsqueda como de comprensión), ligado a la dinamización que ofrecen las redes sociales y cargado de connotaciones más positivas que escépticas. El conocimiento situado y contextualizado, con sus respectivas limitaciones a nivel empírico y epistemológico, ha ganado suficiente territorio en ciencias sociales como para desafiar la supuesta objetividad de la ciencia pura, que se olvida fácilmente de los factores socioculturales que están perpetuamente presentes en el desarrollo científico. Amparo Gómez Rodríguez, catedrática de lógica y filosofía de la ciencia que falleció en 2018, fue pionera en reivindicar un empirismo feminista contextual que debatiese el empirismo tradicional, arraigado en estereotipos sobre la supremacía de lo masculino y la subordinación de lo femenino. Dichos estereotipos no han sido siempre intencionadamente reproducidos: como insiste la profesora (pp. 71-72, p. 115), la mayoría de las veces el interés por una ciencia realmente objetiva ha sido ingenuo. El problema no está simplemente ligado a los malos usos de la ciencia y su contagio por la ideología androcéntrica, sino a la constitución misma de la ciencia en base a valores inexorablemente androcéntricos: los sesgos tienen motivos conscientes, pero también inconscientes, estructurales, de trasfondo.
Siguiendo siete escritos pioneros de la autora, producidos entre 1993 y 2009, evidenciamos no sólo las distintas preocupaciones que se han ido deslizando en materia de género durante las tres últimas décadas, sino las estrategias y los métodos usados por parte de las epistemologías feministas para la revelación de las injusticias y el enfrentamiento correspondiente. Evidentemente, no se trata de un proceso lineal ni unilateral: varias cuestiones se repiten, otras se matizan desde distintas perspectivas.
Es interesante también observar los cambios en la terminología y la aproximación teórica con el paso de los años: la insistencia en consolidar e incorporar el enfoque de género como noción hasta la llegada del nuevo milenio, se convierte en necesidad de revelaci
Es interesante también observar los cambios en la terminología y la aproximación teórica con el paso de los años: la insistencia en consolidar e incorporar el enfoque de género como noción hasta la llegada del nuevo milenio, se convierte en necesidad de revelación de los sesgos de género en la ciencia y su transmisión en principios de la década del 2000. Aunque el fundamento es el mismo, es interesante entender cómo el uso del lenguaje afecta las maneras de hacer ciencia y las políticas públicas y repercute a nivel sociocultural.
La autora se basa en un legado de textos críticos sobre epistemología e historia de la ciencia para apoyar sus tesis. Aportaciones interdisciplinares como las de Evelyn Fox Keller, Sandra Harding, Helen Longino, Ruth Bleier, Jane Flax, P. M. Brown, Thomas Laqueur y Donna Haraway, por mencionar unos pocos ejemplos, atraviesan sus reflexiones, engendrando no solo una cadena sólida de argumentos y herramientas contra la ciencia androcéntrica y contaminada de estereotipos, sino un bagaje bibliográfico fundamental para quienes están involucradas e involucrados en los estudios de ciencia, tecnología y género (CTG) y ciencia, tecnología y sociedad (CTS). Simultáneamente, por su parte, deja un legado propio: como declara Eulalia Pérez Sedeño en la introducción de la colección, ese legado genera una especie de genealogía dentro del pensamiento feminista de la ciencia español e iberoamericano, que quedará disponible para las siguientes generaciones de pensadoras y pensadores en materia de género. Los temas tratados, algunos de los cuales se habían introducido en La estirpe maldita: La construcción científica de lo femenino unos quince años antes, versan alrededor de los valores epistémicos y los parámetros conjeturales que afectan la objetividad de la ciencia, las vertientes feministas respecto a las múltiples formas de percibir y acercarse a la ciencia, las manifestaciones argumentativas del biologicismo supremacista masculino —que ha intentado menospreciar la mera existencia orgánica y funcional de las mujeres—, la transmisión de conocimiento sesgada por género y las actitudes del profesorado en secundaria y enseñanza superior, así como también el silenciamiento histórico de las mujeres científicas.1
Respecto a las cuestiones meramente epistémicas, el enfoque de género, tal y como lo despliega la autora, se legitima en un punto intermedio, pero no aleatorio, entre ideales positivistas y relativismo, donde el conocimiento científico se valora con criterios establecidos y sigue un trayecto de formulación de hipótesis, experimentación, obtención de datos y elaboración de resultados. La concienciación respecto a la reproducción de juicios y valores sexualmente sesgados es la que puede permitir la delimitación y progresiva desaparición de falsas universalidades y generalizaciones, por un lado, y de inferioridades incontestables —sólo para el caso de las mujeres y . minorías sociales—, por otro. Las tradiciones marxistas, psicoanalíticas y meramente posmodernas han aportado instrumentos críticos para dicha concienciación.
Enfocándose en las denominadas “ciencias del cuerpo”, la autora examina tres tradiciones epistemológicas: el empirismo clásico, el empirismo feminista y el radicalismo apoyado por una ciencia meramente feminista. Aunque no deniega la estructuración y los márgenes del primero, lo que intenta el segundo es aplicar perspectivas múltiples y reivindicaciones negociables a la construcción del conocimiento, abriéndose a interpretaciones divergentes y parcializando la noción de “verdad científica”. Radicalizando esta idea, en la tercera de las vertientes la pluralidad epistémica difumina las dicotomías entre sujeto conocedor y objeto de estudio, para formular una crítica holística e ideológica de las relaciones de poder que operan en toda ciencia. La ruptura entre empirismo feminista y proyecto feminista de la ciencia concierne el replanteamiento de la ciencia tal y como se ha ido desarrollando: mientras que las empiristas consideran dicho proyecto plausible, las segundas lo rechazan, apostando por crear desde cero una ciencia feminista alternativa, prescindiéndose de todo fundamento masculinista.
¿Qué motivos han llevado a los feminismos a tal patente cisma? Fundamentalmente, el tratamiento de lo masculino como biológicamente genérico, que ha conducido a extrapolaciones problemáticas y argumentos (nuevamente reforzados en esta última década) sobre la inferioridad natural de las mujeres. La encadenación determinista masculinidad-andrógenos-agresividad-dominancia, importada del mundo animal, ha consolidado la diferenciación biológica y la consecutiva atribución de la pasividad a lo femenino. Con la premisa de que las hormonas son difíciles de estudiar, la agresividad se ha ido midiendo por comportamientos descontextualizados. Dejando fuera variables como el contexto social, los niveles de estrés o las funciones cerebrales superiores, altamente pendientes de influencias ambientales, la dominación del macho se ha ido aceptando como natural e inevitable. La idea de contraponer una superioridad diferente a este paradigma, una superioridad que vaya más allá de las clasificaciones jerárquicas, ha sido propia del posmaterialismo feminista. Lo que reivindican teóricas de esta corriente es la enunciación desde el privilegio paradójico de haberse quedado históricamente fuera de los intereses dominantes, una enunciación que rompa con la objetividad hipócrita y ajena, realmente, al objeto. Lecturas posmodernas como las de Haraway y Flax, sin embargo, recuerdan que proyectos tan unitarios no son factibles, y subrayan que, para debatir las visiones biologicistas, hay que resaltar la enorme diversificación y fracturación de las experiencias de las mujeres. De todos modos, aunque parezcan antagónicas, las dos corrientes tienen convergencias destacables, como la mirada crítica y el situacionismo.
No han sido la neurobiología y la sociobiología evolucionista las únicas disciplinas implicadas en traducir la diversidad en inferioridad. A lo largo de siglo XIX la frenología y la antropología física, con estudios fisiológicos y anatómicos, hacían especial hincapié en las excepciones para justificar y legitimar las normas. En el siglo XX, el evolucionismo y la concentración de las diferencias en el cerebro se reflejaron en la medición de la inteligencia por pruebas psicométricas. Inevitablemente, el ámbito de la educación no se quedó inafectado de creencias divisorias. La instrumentalidad como rasgo masculino contra la habilidad verbal y social como aspecto femenino polarizaron las formas de enseñanza. Especialmente el profesorado más joven y con menos experiencia práctica ha sido más susceptible a tales creencias, como demuestra el estudio realizado en 2008 (pp. 161-186) por la autora y un equipo interdisciplinar con muestra canaria.
Del pensamiento griego clásico al pensamiento moderno sobre la diferencia sexual, se invirtieron progresivamente los condicionantes: mientras que en la Antigüedad habían sido los dictámenes sociales los responsables de los atributos corporales respecto a la sexuación, sin ningún apoyo a la experiencia propia, en la modernidad fue la solidificación de la biología como ciencia la que definió los roles sociales. Las mujeres habían sido consideradas el mal ineludible durante siglos, y su función reproductiva la única que justificaba su existencia; el cristianismo verificó la complementariedad reproductiva, hasta que la modernidad decidió generar un lenguaje propio para los cuerpos femeninos. Junto a ese cambio, se introdujo la concepción de lo femenino como desviación o gradación del tipo básico, prototípico, masculino. De ahí parte otro tema emergente del libro, que por ser último en esta síntesis no deja de ser primordial: la exclusión sistemática de la autoría femenina de la historia de la ciencia. Las mujeres pioneras no se entendieron a lo largo de los siglos como partes de una genealogía, sino como excepcionalidades en un mundo completamente gobernado por varones, de nuevo en el sentido de desviaciones de la norma que dicta que las mujeres no son capaces de producir conocimiento. Encima, justamente por ser producto de mujeres, su conocimiento ha estado sobreexpuesto a críticas y sobrevigilado, juzgado como inferior. Esas intrusas en la maquinaria científica tradicional lucharon por un reconocimiento íntegro desde dentro, con todos los inconvenientes que esto conllevaba para la paranoia patriarcal. Gómez Rodríguez se plantea la elaboración de una historia de la ciencia con la normalización e inclusión de las mujeres científicas.
Quizá, antes de rellenar esos agujeros históricos, fuera necesario rodearlos o reflexionar sobre su reclamación paradójica, sobre la apropiación del silencio como arma; al fin y al cabo, introduciendo a mujeres científicas dentro de un sistema opresor sin cuestionarlo simultáneamente por sus injusticias, es aceptarlo sin romper el engranaje. No obstante, Gómez Rodríguez enfatiza en la fuerza de las aportaciones históricas de mujeres investigadoras como amenaza a la supuesta neutralidad y pretenciosa objetividad. Evidentemente no todas las ciencias se afectan en el mismo grado de la confluencia de factores externos, con lo cual la ciencia no se puede tratar como global. Además, es tarea de la filosofía de la ciencia establecer los niveles de esa influencia externa para cada ciencia: con este argumento Amparo Gómez Rodríguez homenajea a Helen Longino, optando, sutil pero a la vez definitivamente, por el empirismo contextual:
“[...] hemos de aceptar que la ciencia es lo que es, compleja y resultado de procesos internos e influencias contextuales. La única alternativa factible es hacer explícitos los valores desde los que se está investigando para reconocerlos y saber en cada caso dónde estamos, haciéndonos conscientes de su existencia. La objetividad tiene que ver con esta estrategia, no con el objetivismo de signo positivista que implica la descontaminación valorativa de la ciencia” (p. 135).
“[...] hemos de aceptar que la ciencia es lo que es, compleja y resultado de procesos internos e influencias contextuales. La única alternativa factible es hacer explícitos los valores desde los que se está investigando para reconocerlos y saber en cada caso dónde estamos, haciéndonos conscientes de su existencia. La objetividad tiene que ver con esta estrategia, no con el objetivismo de signo positivista que implica la descontaminación valorativa de la ciencia” (p. 135).
La apropiación de la objetividad bajo estatutos críticos y el acercamiento al carácter hipotético de las propuestas científicas, estrategias del feminismo del “punto de vista”, son técnicas que demuestran que el feminismo sugerido por Gómez Rodríguez está estrecha e incluso inseparablemente ligado a las premisas científicas, pero no es dogmático, sino plural, abierto a perspectivas divergentes que pueden tener diferentes grados de validez. Y es este rechazo del solipsismo científico, transversalmente presente en estos textos, el que merece verdaderamente la pena abordar.