Cuento
La anunciación
Desde que inició el año no ha parado de llover. Las lluvias se han vuelto torrenciales. Casi no he visto la luz del sol. El musgo extiende su verdoso manto sobre las casas umbrías. Las paredes lucen descascaradas, cuarteadas y llenas de agujeros. En el interior de mi casa, los muebles están apolillados y la ropa está roída. Aquí se respira el olor a humedad. La gente del pueblo vive en condiciones paupérrimas.
A veces ya no quisiera ir a la escuela, porque preferiría trabajar para ayudarle a mamá con los gastos. Algún día quiero construirle una casa de tres pisos.
Mamá cuenta que hace más de un siglo, el delegado repartió terrenos a la gente del pueblo, según la cantidad de dinero era la cercanía o la lejanía. Por doscientos pesos daba una hectárea cerca del centro, por cincuenta pesos una parcela y por treinta pesos algunos surcos. Mi bisabuela, con mucho esfuerzo, juntó cincuenta pesos, pero le dieron una parcela que estaba a cientos de kilómetros del pueblo, donde la tierra no era buena para cultivar. Por esa razón el lugar se quedó abandonado por años, mientras los parientes y amigos del delegado obtuvieron las mejores tierras por poco dinero.
Con el tiempo las nuevas generaciones construyeron sus casas alrededor del cerro. Mi bisabuela logró ahorrar un poco más de dinero y construyó su casita de adobe a mitad del cerro. Una hermana de mi abuela heredó un pequeño terreno cerca de la punta, pero lo rechazó: “¿Para qué quiero un pedazo de cerro? ¿Qué provecho le voy a sacar a las piedras?” Y se fue del pueblo.
La abuela heredó también un pequeño terreno más abajo. Al final mamá decidió vivir a pie de carretera. Ahí tenemos nuestra casa. No sé por qué, pero siempre que miro el cerro, pienso en la abuela.
Cuando mi abuela iba a vender fruta y nopales a los pueblos aledaños, alguna vez le comentaron que a lo lejos, nuestro cerro, El hormiguero, despedía ciertos destellos por las noches. Muchos decían que extrañamente brillaba también en el día.
Durante su niñez, mi mamá iba a jugar al cerro. Dice que acostumbraba dormir sobre la hierba y en ocasiones vio que salía una especie de rayos dorados a través de las piedras. También cuenta que el maestro de la primaria una vez organizó una excursión entre los alumnos. Ordenó que llevaran palas y picos. Los niños excavaron cerca de la punta del cerro. Después de mucho trabajo, el maestro sacó pequeños objetos que nadie logró ver, pues él no permitió que los demás se acercaran.
Desde hace algunos meses, mi hermano Gabriel ha tenido ciertas pesadillas. Cuando despierta, nos cuenta sus sueños, pero nadie hace caso de sus historias. Mamá dice que los sueños no se cumplen.
El año pasado hubo escasez de agua. Los campos estaban secos y se perdieron las cosechas. En este año, con las primeras lluvias pensamos que todo iba a mejorar. Pero últimamente las lluvias no han cesado. Los cultivos de las parcelas están llenos de granizo. La corriente del río ha aumentado. Del cerro provienen grandes escurrimientos de agua que desembocan en la avenida principal y han provocado varias inundaciones.
La semana pasada, mientras llovía, Gabriel y yo hicimos barcos con hojas de periódicos, al fin que a nadie le interesan las noticias. Después salimos a jugar con los barquitos y los colocamos en los charcos hasta que desaparecían en las alcantarillas. Fue muy divertido empaparse un poco.
Recientemente, el exceso de agua junto con algunos movimientos telúricos han generado pequeños derrumbes en los alrededores. Los vecinos dicen que escuchan ruidos acérrimos que provienen del interior del cerro.
Hoy en la madrugada, comenzó a llover de nuevo, muy fuerte. El granizo golpeaba reciamente la vieja puerta. En medio de la oscuridad, los relámpagos iluminaron nuestra habitación. Me desperté de sobresalto, pero el continuo goteo hizo que poco a poco lograra conciliar el sueño.
En la mañana escuchamos un ruido estridente. La tierra, las enormes piedras y los árboles cayeron sobre las casas. Las casas cercanas a la punta del cerro se derrumbaron como fichas de dominó, se desplomaron como si fueran de cartón y quedaron hechas añicos. El cerro se fue cayendo a pedazos como un montón de polvo esparcido por un soplo, como si un enorme pie hubiera aplastado el montículo.
El viejo y enorme reloj de la torre, que se encontraba en el centro de la plaza principal del pueblo, quedó sumergido en la tierra. También el reloj de arena de la bisabuela se rompió. Era una reliquia que mamá conservaba. Me gustaba observarlo, pero a veces resultaba un poco angustiante ver cómo iba cayendo la fina arena.
Muchos de los vecinos murieron. Mamá, Gabriel y yo fuimos algunos de los sobrevivientes. Nos quedamos atónitos. Ya no hay cerro que nos proteja. Alrededor sólo hay desolación y llanto. Yo tenía la ilusión de algún día estar parado en la punta del cerro y desde ahí mirar el paisaje.
Tomé un puñado de tierra porque algo llamó mi atención, lo cual brillaba con los primeros rayos del sol. Entre la tierra y los escombros había piedras con cristales incrustados y figurillas de ídolos.
Mamá, al ver esto, dijo en tono irónico: “El pueblo quedó aplastado por el oro”. Gabriel contó que ayer tuvo un sueño en donde él estaba parado en el patio de la casa mirando el cerro y de pronto se empezaba a desmoronar hasta quedar en nada y la tierra cubría sus pies. Como nunca lo escuchamos, esta vez no nos dijo nada.
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