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Relatos y cosmología nahua sobre la “otra tierra” y el “revés del mundo”
Nahua stories and cosmology about the “other land” and the “reverse of the world”
Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XV, núm. 29, pp. 84-108, 2020
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Artículos


Recepción: 14 Octubre 2019

Aprobación: 27 Marzo 2020

Resumen: Centrado en la concepción sobre los sueños, en los relatos acerca de itekome y mokuepani (“dueños” y “nahuales”) y en el ritual conocido como kisa ikal (“su casa sale”), este artículo tiene como finalidad exponer la perspectiva que los nahuas de Pahuatlán tienen sobre la “otra tierra” y“el mundo al revés”, nombrados en su lengua como okse tlaltikpak y mopatla. Según el principio de la pragmática de que las categorías, más que representaciones, implican acciones y constituyen conexiones con el mundo, se analizará la perspectiva sobre la persona y el mundo nahua apartir de las relaciones sociales constituyentes de carácter humano y extrahumano. Se mostrará también la doble condición de existencia —expresada en la narrativa, los sueños y el ritual— como vía de acceso a la vivencia de otro tiempo y otro espacio consustancial al ser nahua.

Palabras clave: Nahuas de Pahuatlán, okse tlaltikpak, mopatla, sueños, rituales.

Abstract: Focused on the conception of dreams, stories about itekome and mokuepani (“owners” and “nahuales”) and on the ritual known as kisa ikal (“their house goes out”), this article aims to expose the perspective that the Nahuas of Pahuatlán have over the “other land” and “the world upside down”, named in their language as okse tlaltikpak and mopatla. According to the principle that categories, rather than representations, imply actions and constitute connections with the world, the perspective on the person and the Nahua world will be analyzed from the constituent social relations of human and extrahuman character. The double condition of existence —expressed in the narrative, the dreams and the ritual— will also be shown as a way of access to the experience of another inherent space of being Nahua.

Keywords: Nahuas of Pahuatlán, okse tlaltikpak, mopatla, dreams, rituals.

Derivado de una línea de investigación en curso sobre los vínculos entre cuerpo, persona y territorio, este artículo tiene como objetivo exponer la perspectiva de los nahuas de Pahuatlán, asentados en la Sierra Norte de Puebla, sobre lo que la antropología ha denominado el “mundo otro”, pero que los serranos identifican como la “otra tierra” u oksetlatikpak.1 Me interesa, especialmente, analizar la distinción que se hace a partir de la categoría mopatla, la cual se traduce como “al revés” y significa, literalmente, “se cambia”, en el sentido de “trocar”, de convertirse en una cosa distinta. No obstante, más que los significados de esta categoría, considero importante las implicaciones que tiene en el sentido que plantea Mijaíl Bajtín (1997) mediante el principio de “la palabra en la vida”.2

Desde la pragmática y, particularmente, a través de la práctica etnográfica, esta unidad indisoluble entre la palabra y los acontecimientos de la vida muestra que el acto de nombrar, además de una denominación y categorización, involucra formas de relación.3 Con base en este principio, y haciendo énfasis en la perspectiva relacional a través de las narrativas y los rituales vinculados al oksetlaltikpak, se estudiará la condición “otra” de existencia, identificada con los sueños. Para los nahuas, durante el sueño, al salir el itonal,4 se experimenta la muerte por un breve lapso de tiempo, en el cual la persona se encuentra en la “otra tierra” y se expone al “revés del mundo” donde habitan los muertos, los dueños, los aires y los mokuepani —categoría que incluye nahuales y tlawepoches—. Este “revés del mundo”, comprendido en la noción de mopatla, conlleva una doble condición de existencia, que, a su vez, es vía de acceso a la vivencia de otro tiempo y otro espacio consustancial al ser nahua (Acosta, 2013).

Una aproximación a la cosmología nahua debe partir del reconocimiento de esta condición de existencia, la cual abarca no sólo las coordenadas espacio-temporales, sino también las nociones de cuerpo y persona desde un enfoque relacional. Además de recuperar las relaciones sociales constituyentes de carácter humano y extrahumano, una mirada acorde al punto de vista de los nahuas precisa de la identificación de la categoría okse, “otro”, con sus múltiples términos y relaciones.5 Los “otros”, que constituyen la existencia nahua y su mundo, expresados en la narrativa y el ritual de los nahuas de Pahuatlán, conforman el eje central de esta perspectiva.

Pahuatlán se encuentra a unos 1200 metros sobre el nivel del mar, en medio de la cordillera de la Sierra Madre Oriental; el poblado está rodeado por un bosque de niebla —denominado mesofilo de montaña— y del accidentado relieve de las faldas de los cerros Ahila y del Señor Santiago. Ubicado en la parte occidental de la región conocida como la Sierra Norte de Puebla e identificado como el límite sur de la Huasteca, Pahuatlán es uno de los treinta y dos municipios pertenecientes a la región socioeconómica de Huauchinango, la cual colinda al norte y noroeste con los municipios hidalguenses de Tenango de Doria y San Nicolás; al noreste, con el municipio poblano de Tlacuilotepec; al suroeste, con Honey, y al sureste, con Naupan, municipios del estado de Puebla. Desde la época prehispánica hasta nuestros días, el ahora municipio ha sido un espacio multiétnico y un lugar de tránsito entre la Cuenca de México y el Golfo; en la actualidad, lo habita población mestiza, nahua y otomí. Es conocido popularmente por haber sido nombrado pueblo mágico, por el huapango, por la feria que se lleva a cabo en la cabecera municipal en Semana Santa y por el arte en papel amate que realizan los otomíes del pueblo de San Pablito. Menos populares y conocidas son las comunidades nahuas que se encuentran en cuatro localidades de este municipio: Atla, Xolotla, Mamiquetla y Atlantongo.6

El okse tlaltikpak

La identificación que encontramos entre los nahuas de Pahualtán de la “otra tierra”, okse tlaltikpak en náhuatl, está estrechamente vinculada con la distinción entre dos categorías que Marie-Noëlle Chamoux (1989) estudió en la parte occidental de la Sierra Norte de Puebla: cristiano y ahmo cristiano (“no cristiano”). En efecto, esta antropóloga sugiere que «los nahuas tomaron estos vocablos —formados en náhuatl y español— con el fin de “designar a todos los seres inquietantes o divinos del mundo ‘salvaje-natural’”» (Acosta, 2013, p. 138). Las nociones de cristiano y ahmo cristiano, que se encuentran también entre los nahuas de Pahuatlán y que dejan ver la apropiación de términos de la esfera católica, son parte de un campo semántico que involucra la noción de “nosotros” y la “tierra de aquí”, en contraste con la distinción entre los “otros” y la “otra tierra” u okse tlaltikpak. No obstante, pese a esta diferenciación, la “tierra cristiana” y “la otra tierra” son parte de un mismo conjunto de relaciones, en el cual es posible reconocer tanto una dependencia como una suerte de consustancialidad. Por lo tanto, en esta distinción no cabe una dualidad y una oposición indisolubles; estamos, más bien, ante la identificación de una otredad y una frontera.7

Son múltiples los usos de la categoría okse que denotan diversas expresiones y modalidades de “la otra tierra”. Uno de ellos es el okse altepetl (el “otro pueblo”), término empleado como equivalente a Mihktla (“lugar de los muertos”). Cuando los nahuas, por ejemplo, especifican dónde habita Itekonyolkame o el Dueño de los animales, se refieren a nepa okse tlaltikpan (“allá en la otra tierra”). Asimismo, en lugar de designar por su nombre al ahmo kuale yeyekatl (“mal aire”), los nahuas suelen optar por referirse a esta entidad como el “otro”.

Desde una perspectiva histórica y etnográfica, centrada en el análisis etimológico y semántico, Sybille de Pury-Toumi (1997) aborda la categoría okse y advierte ciertas distinciones al respecto que se deben subrayar: esta autora sostiene, en principio, que existe un campo de significado compartido entre oc se y la raíz verbal cua (“comer”); siguiendo su propia grafía, plantea que a los tecuani —seres identificados como “devoradores”— se les ubica a su vez como “otros”, oc se en náhuatl clásico (p. 112). Los tecuani, ahonda Pury-Toumi, son un referente central para la delimitación del “otro” entre los nahuas antiguos, pues conforman la contraparte del ser humano; también muestra cómo la existencia de los otros es necesaria para la identificación del sí mismo. En efecto, entre los serranos, la distinción entre ser humano y “el que no lo es” se marca con la categoría okse, aunque se agrega un elemento adicional que deja ver la impronta del proceso de evangelización a partir de la distinción entre cristianos y ahmo cristianos.

En el vínculo entre unos y otros, es fundamental el reconocimiento de un mismo campo de relación, el cual no sólo se distingue por su dimensión semántica sino, sobre todo, por su carácter relacional y pragmático. Bajo esta perspectiva, es posible confirmar una continuidad entre los existentes en un mismo campo de relación, en el que la otredad es la condición de posibilidad que lo conforma. Se muestra un estado de inconsistencia, tanto en los humanos como en “los otros”, que hace necesaria la interdependencia entre ambos; la otredad se expresa en una carencia, en el hecho de que uno tiene lo que al otro le falta, lo que pone en juego una necesaria circulación de fuerza y comida. De los vínculos que se instituyen entre unos y otros depende la dinámica del mundo, de manera que, si bien hubo un tiempo en el cual se originó todo, su continuación y permanencia sólo es posible por la necesaria y constante relación entre ambos o, mejor dicho, por un intercambio o vuelta, in kuepa, según la perspectiva de los nahuas de Pahuatlán.8

En relación con la raíz kua estudiada por Pury-Toumi, entre los nahuas de la Sierra Norte también encontramos otro par conceptual de especial relevancia para acercarnos a su perspectiva sobre los otros y problematizar la introducción del cristianismo: kuale y ahmo kuale. Los dos vocablos presentan una función adjetiva y tienen como raíz el verbo kua (“comer”). En los usos de las palabras kuale (“bueno”) y ahmokuale (“no bueno”), se observa que, además de calificar una multiplicidad de sustantivos, constituyen una expresión muy utilizada entre los nahuas para aprobar o desaprobar tanto cosas como actos. En su función adjetiva, el vocablo ahmokuale —conformado por la negación ahmo y el término kuale— se suele traducir al español como “malo”; de modo que los nahuas optan por traducir ahmo kuale tlakatl (“el hombre no bueno”) y ahmokualeyeyekatl (“aire no bueno”) como “mal hombre” y “mal aire”.

Hace más de cuatro décadas, Montoya Briones (1964) planteó una “polaridad axiológica” para referirse a la visión del mundo dualista; de sus observaciones en Atla, resalta la presencia de aires buenos y aires malos, y sus vínculos con los procesos de curación y brujería. El autor registró una oposición entre lo “bueno y lo malo” en la figura y práctica del brujo (tetlachihke) y el curandero (tlamatki); al respecto, hizo la distinción entre el valor negativo de la enfermedad —cuyos valores derivados son embrujar y dañar— y el valor positivo de la salud —con valores derivados como curar y beneficiar—; en este sentido, el brujo o hechicero es “malo” mientras que el curandero o adivino es “bueno”.

Sin duda, el contraste entre lo kuale y lo ahmo kuale es una distinción presente en la valoración de los nahuas de Pahuatlán; sin embargo, hay que entender esta distinción desde una perspectiva relacional y a partir del contexto de la cristianización; sobre todo, a través de la identificación entre lo ahmo kuale y el diablo, todavía hoy manifiesta entre los serranos. Como sugiere también Pury-Toumi (1997), la equivalencia entre lo ahmo kuale y lo “malo”, así como su relación con el diablo, no remite necesariamente a un contexto moral, sino que connota “lo que está fuera o no pertenece” a determinado grupo u orden de cosas (pp. 117-120). No obstante, como la misma autora destaca, durante la evangelización, los misioneros escogieron la expresión amo cualli para denominar al diablo y —pese a que esta palabra no tenía una significación de lo “malo” en su raíz léxica— esta elección le asignó un giro negativo, que se ha reafirmado en la actualidad por los programas de reevangelización.9

De tal modo que, a partir de la evangelización, encontramos una cristianización de lo kuale y lo ahmo kuale, así como una creciente escisión entre estas dos categorías, lo cual evidencia tanto la transformación de los valores de las palabras y el desplazamiento de determinadas connotaciones, como el cambio en la actitud ante una realidad que se nombra e interpreta, y que dota de sentido al mundo a partir de otro marco de referencia derivado de la religión católica. Bajo esta perspectiva y a partir del proceso de cristianización, las diferentes entidades de la religiosidad nativa son denominadas bajo el mismo término de ahmo kuale, el cual frecuentemente está vinculado a la figura del diablo. De este modo, distintos existentes se concentran bajo el mismo vocablo, lo cual oculta la distinción que hacen los nahuas y que es posible identificar si se ahonda en sus propias categorías y relaciones. Lo mismo sucede con los yeyekame (los “aires”) y los itekome (los “dueños”). Ambos son entidades extrahumanas que intervienen en los aspectos fundamentales de la vida; éstas están estrechamente asociadas a potencias y mantenimientos específicos, como el agua, el maíz o los animales. Sin embargo, como actualmente se equipara el ahmo kuale con el diablo, y como lo ahmo kuale es sinónimo de yeyekatl, resulta que una diversidad de seres —incluyendo los itekome e incluso los mihkime o mokuepani— entran dentro de una misma categoría: ahmo kualeyeyekatl.10

A través de los relatos compartidos por los nahuas, es posible inferir que el oksetlaltikpak se identifica en tres planos: el interior de la tierra, el terrestre y el celeste; los dos primeros están estrechamente vinculados y en algunos casos la localización es precisa, como en el caso de los dueños y aires, si bien en otros es indeterminada, como en el Mihktla, el lugar de los muertos. Aunque cada ámbito se asocia a ciertos seres, éstos pueden mostrarse de diferentes formas y en distintos lugares al mismo tiempo, de manera que si algo distingue a lo okse es su posibilidad de transformación y su don de ubicuidad.

Por ejemplo, en pleno día es posible que de pronto obscurezca porque por allí pasó el ahmo kuale yeyekatl; que un manantial empiece a hacer burbujas y hervir es signo de que la Atlanchane se ha hecho presente; uno puede andar por el camino, fuera del pueblo, y encontrarse con un desconocido que resulta ser el diablo; al internarse en una cueva es muy probable no poder salir porque el dueño de los animales así lo quiere; encontrarse con una mosca grande y de color verde se lee como la presencia de un difunto; toparse con unos mestizos que ofrecen animales a cambio de nada es encontrarse a los peones del Nahpateko. En fin, son innumerables las referencias a lo okse, que se devela en la “tierra cristiana” o que se encuentra en el seno mismo de la “otra tierra”; si bien los nahuas marcan la distinción entre el ámbito de los cristianos y los no cristianos, y encuentran en el sueño y la actividad ritual el medio privilegiado para vincularse con los ahmo cristianos, la relación no deja de ser habitual y constante.

Los mihkime y el otro pueblo

El Mihktla (“el lugar de los muertos”), que actualmente suele identificarse con el infierno por la influencia cristiana, no está localizado físicamente en un lugar de la geografía nahua; se ubica al interior de la tierra y en él se encuentran, según los nahuas, la mayoría de los difuntos, los muertos “adultos” y “pecadores”. Este plano se diferencia del campo santo, pues a éste se dirigen los cuerpos de los difuntos que finalmente terminan volviéndose tierra; en cambio, aquél es el lugar donde residen las almas. Se le nombra también okse altepetl (el “otro pueblo”) y se destaca que es como la “tierra cristiana”; es decir, un lugar con casas, plantas, animales, cerros y manantiales. Al igual que en la “tierra cristiana”, en el Mihktla las mujeres hacen tortillas y bordados, y los hombres siembran y cuidan a sus animales; también cuenta con autoridades, entre las cuales el tlantsitsimitl es el mandatario del “otro pueblo”. En sí, se espera que, en algún momento, la mayoría de los cristianos, familiares y compadres se reúnan allá.

Se considera que, cuando alguien muere, lo acompañan sus pertenencias. Al morir un campesino, por ejemplo, puede suceder que al poco tiempo mueran también sus animales y se seque su milpa; entonces se dice que se trasladaron a la “otra tierra”. Las referencias al Mihktla, a partir de los sueños y de aquéllos que estuvieron a punto de morir, remiten especialmente al cruce de un río, después del cual se vislumbra un pueblo; familiares o compadres, ya difuntos, esperan del otro lado. Es frecuente que las personas que están enfermas y a punto de morir —o que mueren por un momento pero logran regresar— cuenten que en su “ida” se encontraron con el cruce de un camino, un río o un potrero. Cruzarlo, afirman los nahuas, es signo de estar ya muerto.11 Al respecto, el antiguo arriero, campesino y sabedor del costumbre, Eladio Domínguez, relata el caso de su madre, quien murió pero revivió:

De veras una vez se enfermó de parto mi mamá, se murió como una hora, aquí le estamos haciendo medicina, le echamos refino en la cara, cuantas cosas le están echando, mucha gente se juntó aquí, aquí nació mi hermano, la estaban reviviendo a ella, ya estaba bien muerta, nada, le están… la oreja le están salpicando con aguardiente, cuantas cosas le hacen, le hablaban, le hablaron titlakilia ximokuepa xwala tleka kon panoa momaka valor, que se dé valor, que regrese porque el niño ya nació, ella ya se murió. Entonces cuando revivió, pero bien sudada, está mojada, le acaban de salpicar agua a la ropa, bien cansado dice ella y le preguntaban, qué pasó, por qué tleka temosemaka kotepoli, por qué te decidiste, por qué te moriste, pero le están llamando y cuando ya revivió ya dio la vuelta, entonces le están hablando, le están preguntando, pero qué pasó, cómo pensaba, cómo le fue, qué sucedía. Entonces ella, ya se secó la boca y contaba que, contestaba a la familia todos, yo no quisiera ir pero un de repente me llamaron, no más vi un camino muy ancho que me fui corriendo, es que se murió cuando yo iba pasando en unos potreros, un potrero pasé, unos borregos puro flaco y otro potreros que pasé otros borregos puro gordo, bien gordos y el potrero no tiene nada de pasto, eso nos platica y la otra, el otro potrero era en abundancia pero los borreguitos se morían de hambre, puro flaco y la otra existe de los pobrecitos aquí pasa con mucha pobreza, no tiene que comer, ese donde están los borreguitos flacos, no come bien, y del otro lado ya se vuelve como animalito…Y se regresa, si todavía no llega la hora para que vengas, los que están aquí es porque ya les llegó la hora, dice, regresó, revivió. Los flaquitos, los pobrecitos, animalitos, borregos flacos existe aquí la gente, campesino, en la otra, borregos gordos, pero están pasando mal la vida… Los pobrecitos allá ya no sufren, cómo será allá, hay mucho pasto y están flacos, eran los ricos, come pero no le rinde (Atla, 3 de noviembre de 2008).

El testimonio de Eladio, además de hablar del cruce de caminos, alude a otro aspecto del que ya hablé y sobre el cual me interesa ahondar aquí: la idea de un mundo al revés a partir de la categoría de mopatla. En el okse tlaltikpak, así como en los sueños, las cosas se pueden mostrar de manera inversa a lo que sucede en la tierra de los cristianos.

El acto ritual de la kisa ikal

Explican los nahuas que, el 29 de septiembre, San Miguel abre las puertas del Mihktla y deja que los muertos se encuentren entre los vivos; por lo que afirman que, desde ese día y hasta noviembre, “los muertos andan sueltos”, especialmente “aquéllos que no tienen casa”, los cuales son particularmente temidos porque su sombra o sewalotl puede perjudicar a personas y animales e incluso afectar al maíz. Entre éstos, los muertos más antiguos, los wewe, son los más peligrosos, ya que su “hambre” es proporcional al daño que pueden causar: son capaces de provocar una enfermedad o la muerte al robar el alma o itonal de los cristianos.

Esta explicación, que sin duda es un acceso a la concepción del mundo de los nahuas, en particular en torno a los muertos y el Mihktla, no se comprende cabalmente si no se considera la relación que guarda con el ritual que se conoce como la kisa ikal (“su casa sale”). Este ritual consiste, justamente, en dotar de una casa a “los muertos que andan sueltos” para que habiten en el “otro pueblo”; en sí, la familia debe efectuar este ritual cumplidos siete años de la muerte de un pariente; sin embargo, también se realiza para aquéllos que llevan años de fallecidos y a los que “su gente” ya no recuerda. La costumbre dicta que los sueños son el principal indicador para que la familia realice este ritual: al empezar septiembre, los sueños se vuelven recurrentes; en ellos, generalmente, el difunto expresa su malestar por la falta de una casa para vivir en el okse altepetl; otras veces, se siente su presencia entre “los vivos”, lo que genera temor por el daño que puede provocar su sombra o sewalotl. Por estas razones, se considera necesario realizar la kisa ikal.

La kisa ikal precisa de la elaboración de la réplica de una casa con zacate, que se conoce como “jacalito”; ésta es elaborada por el encargado del campo santo; en ella, durante cuatro días, se ofrece al difunto mole en cajetes y atole de elote y cacahuate en hojas de maíz. Al terminar los cuatro días, la familia solicita al encargado del campo santo que lleve y coloque la casa al lugar donde está enterrado el difunto; en el mismo punto se deja una cabeza de guajolote; también se ponen una coa o machete si es hombre o instrumentos para bordar si es mujer. Para terminar el ritual, en la casa de la familia, se introduce una escoba en una bandeja con agua y se “talla” catorce veces (dos veces siete u ome chikome) en el recipiente a manera de limpia; al concluir, se lanza el agua rumbo al este, lugar donde sale el sol o pankixowa.12

Hasta ese momento, los nahuas tienen la certeza de que el itonal del difunto se localiza en el “otro pueblo” y que ya cuenta con una casa para habitar; si todo resulta como está previsto, volverá cada año para convivir con los vivos durante la celebración de Todos Santos; se le recibirá con flores, comida, bebida y una vela (la encarnación de su presencia).

Una posible lectura de este ritual gira en torno a lo ya advertido por Evon Z. Vogt (1993) en relación con los zinacantecos; en su obra, expone el “escalamiento” como una de las características de los símbolos rituales, que refiere, precisamente, a “modelos en pequeña o gran escala de realidades o categorías culturalmente percibidas” (p. 27); de manera que, por ejemplo, algún pedazo de un pino reproduce el monte sagrado. Del mismo modo, los nahuas toman como base al zacate (material del cual, no hace mucho tiempo, estaban hechas sus casas) para simbolizar una casa y producir la condición de posibilidad para que, en el “otro pueblo”, el difunto tenga acceso a ella.

Otra lectura, desde la pragmática y centrada en el acto, evidencia que, así como los sueños hacen posible la vinculación con los que habitan la otra tierra (en este caso, los difuntos), la actividad ritual es tanto un modo de comunicación o una forma propiciatoria, como el medio por el cual se asegura la adecuada estancia en el “otro pueblo”; un lugar que, como “esta tierra”, los muertos habitan de manera semejante a los cristianos y en la que, al igual que éstos, requieren de trabajo y de una casa. Desde la perspectiva de los nahuas, la kisa ikal crea las condiciones necesarias y posibilita que los difuntos no carezcan de una casa en el Mihktla; más que como una réplica, tal vez habría que pensar en la casa de zacate y en el ritual en general como un acto, en el cual los humanos, desde “esta tierra”, tienen un impacto en el okse tlaltikpak; que un acto desde aquí o nikan tiene su correlato allá o nepa.

En particular, se procura que participe la mayor parte de la familia en la kisa ikal, especialmente los hijos, puesto que, más allá del compromiso con el difunto, el no hacerlo puede ser particularmente nocivo, no sólo por las enfermedades o la mala fortuna, sino porque se rompe la comunicación con los muertos. Así pues, si algún familiar no participa, cuando éste duerme —una forma de estar en la “otra tierra”—, su itonal en el Mihktla no será recibido por el difunto en su casa; esto resulta especialmente lamentable, ya que para los nahuas es de gran importancia conservar el vínculo con los parientes muertos de manera equivalente a como con los familiares vivos, con los cuales se busca mantener in kuepa o “la vuelta”, que es, justo, la forma de interacción que mantienen con los muertos y otras potencias extrahumanas.

Estos seres dependen de lo que ofrecen los cristianos; en el caso de los muertos, es patente que lo que los vivos les ofrecen es esencial para su subsistencia, ya que, además de proporcionarles una casa e instrumentos de trabajo, los vivos son los que les “dan de comer” y les otorgan luz. Si, como afirman los nahuas, “un año de los vivos es un día de los muertos”, entonces éstos acuden diariamente a comer de los alimentos ofrendados. Además, si los cristianos dejan de dar de comer a los muertos y de recordarlos, las consecuencias pueden ser fatales, como explica a continuación Eladio Domínguez:

De que empiezan a morir cuando se acerca Todos Santos, esos días, pero viene siendo de los antiguos que ya no nos acordamos de ellos, los antigüitos, nuestros abuelitos. Por eso vienen a barrer los animales vivos, entonces se mueren, mmm, eso dicen nuestros abuelitos, nos contaban. Yo creo vinieron los antiguos para vienen a traer los animales, ellos dicen (barren las enfermedades), las enfermedades, pero no, no más quieren, ellos dicen que vienen los que hambrientos ya muertos, son historias grandes. Ellos piensan aquí, los antigüitos, mi abuelita me contaba, yo llevo 69 años, ya ellos empiezan a contar ellos en la casa, y sí pues, con cuidado eso de repente los mihkime antiguos, los muertos antigüitos, los hambrientos (Atla, 2 de noviembre de 2005).

Por eso, ante lo fatal que puede ser el influjo de los mihkime, los cristianos tienen como recurso la actividad ritual, a través de la cual delimitan la interacción con los muertos a un tiempo y un espacio que garanticen o, mejor dicho, favorezcan un encuentro afortunado. Esta forma de interactuar la encontramos también en la relación con los itekome.

Otro tiempo, otra condición de existencia

Un aspecto fundamental de la otra tierra es estar constituida por otro tiempo y otra condición de existencia. Debido a ello, quisiera detenerme en una narración sobre el Dueño de los animales, conocido en náhuatl como Itekonyolkame.13 Los serranos ubican su residencia en el interior de una cueva; a este ser se le atribuye el dominio y protección de los animales; se le asocia también con el monte. Los nahuas afirman que se encarga de que los cazadores no tomen más de la cuenta; es decir, funge como una suerte de regulador de la caza. Quien transgrede la autoridad deItekonyolkame, infringe su espacio o caza de más se expone a que el dueño se lo cobre con la sustracción de su alma, como narra a continuación Eladio Domínguez:

Bueno, dizque salió un muchacho ese día y dice yo voy a campear, agarra su escopeta y que se va y lleva sus perros, dos perros lleva, pero él vivía casi a la orilla de su pueblo, a la orilla de un monte, poco fue andando y con sus perros iba al monte a campear, buscar conejos, lo que encontraba. Él siempre andaba de contento, salía del campo cuando un momento dice oye un ruido y que siguen sus perros que van ladrando ahí va a ver algo, ya encontraron, dice, cuando se mete en una cueva los perritos y él como era muchacho chistoso que se va acercando en esa cueva y se acuesta y los perros entraron a esa cueva e iban ladrando más adelante, cuando dice yo voy a entrar, dice, pues mis perros ya se fueron con trabajo. Se metió y después vio un camino de esos que, va, se abrió esa cueva y se fue, vio una calle y bueno iba siguiendo los perros, tons, cuando llega ahí estaba una laguna y un charco de agua iba pasando, pero ya cambió, ya no era de acá, era de otra tierra. Había una laguna y que ve una plaza allá y que está un señor dice, que lo regaña, dice, porque tanto sigues los animalitos, ya me hiciste daño, empezó a regañar, tons se paró y se paró y los perros que se fueron bien parado y los perros se acostaron bien como está parado ahí se acostaron sus perritos estaban cuidando él que no se acercara ninguno. Cuando después dice que aquí dijeron que ya lo esperaron algo le había pasado al muchacho, regresó, tons, fue otro día, llegó el año, como que ahorita estamos apenas iban a encender las ceras porque ellos ya lo buscaron, nunca lo encontraron su hijo los viejitos, meros están llamando, dice fulano de tal aquí está su cera y cuando ve ya viene entrando en el arco, pusimos arco, iba pasar para adentro brincando el arco, dice qué paso mamá, papá; aquí estoy, dice, pero a dónde estabas, dice, apenas ayer fui, dice, ayer un año los vine a contar, dice, me paso así, me pasa a los quince días, siempre se murió (Atla, 3 de noviembre de 2005).

Hay diversos aspectos a destacar de esta narración. Primero, quisiera centrarme en la descripción en torno al interior de la tierra; allí se encuentran “muchas cosas”: agua, cuevas, cerros, animales; Eladio refiere que hay calles, agua, una laguna y una plaza. En el interior del cerro se encuentra —sin nombrarlo así— una suerte de Tlalokan, identificado con un lugar con agua y con abundancia. Segundo, quisiera subrayar la noción de otro tiempo entreverada en el relato: cuando el campeador anda en la búsqueda de animales y, de manera casi traviesa, entra en la cueva, se encuentra a Itekonyolkame, quien le reclama el daño que le ha hecho; luego, sigue su camino de regreso a casa; cuando vuelve, su familia le está poniendo su altar durante Todos Santos, después de un año de su desaparición; sin embargo, para él ha pasado sólo un día. Recordemos que un día en el okse tlaltikpak es un año en la tierra de los cristianos; un día de los muertos es un año de los vivos, como explica Eladio en relación con los difuntos:

[La campana] desde misa está hablando, está llamando a los chiquititos, los chiquitos vienen de nelwikak, dicen los antigüitos, y bajan, vienen a comer y un año es un día, ayer un año, como ahorita, mañana es un día, para ellos un día, igual para los grandes (Atla, 2 de noviembre de 2008).

Encontrarse en la otra tierra, además de habitar otro tiempo, implica vivir otra condición de existencia; lo mismo sucede durante el sueño, el cual podría concebirse como una doble faz del ser nahua. Como vimos antes, el itonal puede abandonar el cuerpo por un acto de brujería, por un espanto y, especialmente, durante el sueño. Por ello se afirma que “el sueño es un peligro”, dado que el itonal transita por el okse tlaltikpak y puede ser retenido por un dueño o devorado por un aire o un nahual (Acosta, 2013). La persona es especialmente vulnerable por los encuentros que pueda tener el alma en el mundo onírico. Explica Eladio que, durante el sueño, además de la salida del itonal, la persona vive una muerte por un breve lapso, momento en el cual se expone a un mundo al revés o mopatla:

Ahora cuando nos acostamos quiere decir ya vamos a descansar un rato, aquí dicen, vamos a descansar un rato, se va a morir uno… hacer miki, dormir significa muere un ratito uno, el alma sale, encuentra uno bueno, encuentra malo, pero todo al revés, si usted sueña una fiesta en una casa, seguro se va a morir alguna persona, sueña uno que están tomando en la fiesta, se va a morir uno, va haber tristeza, así es, yo si lo creo, al revés, mopatla (Atla, 12 de abril de 2009).

Esta categoría la encontramos vinculada también con los nahuales y tlawepoches, muertos, dueños y aires; en un contexto relacional, es posible entrever la posibilidad de que el mundo cambie y se invierta. Como dice el mismo Eladio, “lo que pasa aquí aparece volteado allá”.

Mopatla o el “revés del mundo”

Como lo apunta Eladio Domínguez, estar dormido es “morir un ratito” y estar expuesto a que lo que “lo que pasa aquí aparece volteado allá”. Durante el sueño, se vive una inversión que revela tanto un cambio de condición como un tránsito a lo okse, a lo “otro”. Éste es un aspecto que se entrevé en los relatos sobre los muertos y los mokuepani.

En el okse tlaltikpak, así como en los sueños, las cosas se pueden mostrar de manera inversa a lo que sucede en la tierra de los cristianos, como refieren los testimonios expuestos anteriormente sobre la muerte. Con base en estas menciones y las que se agregarán en este último apartado, la noción de mopatla manifiesta una suerte de mundo al revés: si aquí los pobres sufren, allá son los ricos quienes padecen; si aquí son las doce del día, allá son las doce de la noche; si aquí transcurre un año, allá ese tiempo equivale a un día; si aquí los cristianos comen tortillas de maíz, allá comen tortillas de ceniza; si aquí los vivos tienen una temperatura alta, allá la de los muertos es baja.

Por otra parte, los nahuales y tlawepoches —que no proceden del okse tlaltikpak y tampoco son propiamente ahmo cristianos— son humanos que comparten —junto con aires, dueños y muertos— la cualidad de ser okse, “otros” y de ser tekuani, “comedores de personas”. En ese sentido, coincido con la apreciación de Roberto Martínez (2011) de que los nahuales se encuentran en el límite de lo humano y que, en su vestido, disfraz o cobertura, tienen la posibilidad de transitar a lo okse. Por otra parte, es muy importante observar la categoría nativa que los nahuas utilizan para aludir a estos seres: mokuepani (“el que se cambia”).

¿Qué nos dice este término sobre la condición de ser nahual o tlawepoches? Considero que los mokuepani tienen la posibilidad de cambiarse en animales; los nahuales, en perros, caballos, ocelotes y otros seres, y las tlawepoches, en grandes guajolotes. Tanto unos como otros, al cambiarse, se convierten en devoradores: las tlawepoches, de bebés; los nahuales, de toda clase de seres, pero especialmente de mujeres.14 Sin embargo, es interesante que se considere que, en su “cambio”, no se dan cuenta de lo que realmente acontece; por ejemplo, las tlawepoches y los mokuepani gustan de la sangre de los recién nacidos, pero durante la transformación no saben lo que están comiendo. Así lo relata la bordadora, campesina y sabedora del costumbre, Ofelia Pérez:

El tlawepochi no siente que se transforma, ellos nada más bailan, bailan, aquí dicen las personas que el tlawepochi, la mujer que nada más va caminando normal y no siente que se está comiendo a un bebé porque los tlawepochi chupan la sangre del bebé, entonces, el tlawepochi como camina, va volando, arriba de las casas y donde encuentra un bebé se los come y les chupa la sangre y dicen que le mete un tubito, como un pelo bien delgado y con ese pelo les chupa la sangre y la sangre sale por la nariz, los ojos, la boca, los oídos y el bebecito se muere. También el tlawepochi, ella no siente que se está comiendo al bebé, ella siente que está comiendo comida normal (Atla, 22 de abril de 2009).

Este no darse cuenta del daño que hacen al beber la sangre de los bebés y dejarlos sin fuerza vital para sobrevivir nos lleva a reflexionar sobre uno de los temas discutidos por el enfoque ontológico y, en particular, sobre lo planteado por Viveiros de Castro (2004) en torno al perspectivismo. Este antropólogo brasileño expone que, según el pensamiento amerindio, el mundo está habitado por diferentes especies de sujetos, humanos y no humanos, que lo aprehenden desde puntos de vista distintos pero que, tras su apariencia corporal —concebida como una suerte de envoltorio—, esconden una forma interna humana; en este sentido, los no humanos situados en la perspectiva de sujeto no sólo se denominan gente, sino que se ven morfológica y culturalmente como humanos. De modo que, postula este antropólogo, hay una multiplicidad de cuerpos y naturalezas, pero una sola condición compartida por humanos y no humanos.

Al respecto, considero que, si bien es posible identificar una “cualidad perspectiva”, esto no nos conduce necesariamente a un perspectivismo en el que todos los sujetos, humanos y no humanos, alojen un interior humano en sus diferentes cuerpos y apliquen una configuración relacional y cambios en los puntos de vista como en los pueblos amazónicos. Por una parte, que los aires, dueños, animales o muertos tengan voluntad y agencia, y que vivan en agrupaciones sociales, no implica que se vean a sí mismos como humanos. Por otra parte, que se dé un cambio en lo que se es y lo que se mira, como sucede con los mokuepani, no conlleva un punto de vista y configuración relacional que ponga en juego si se es humano o no en función de las categorías de presa o predador, como en el caso de la Amazonia.

En ese sentido, observo que la “cualidad perspectiva” que encontramos entre los nahuas debe ser esclarecida desde sus propias categorías; para ello, la noción de mokuepani es fundamental, más si la vinculamos con la categoría de mopatla. Alessandro Questa (2019), en su estudio sobre los nahuas de Tepetzintla, reparó en una categoría con la misma raíz: patla, quixpatla, que los nativos traducen como “cambio de vista”; un término que alude a la “cualidad temporal de observar las mismas cosas, pero de otra forma” y que el autor vincula con el mundo onírico; un dispositivo de la cultura nahua que alude al cambio de percepción y que, de manera singular, conforma una habilidad distintiva de los tlamatkimej, adivinos y personas de conocimiento, quienes, además de posibilitar la interacción con los “seres invisibles”, tienen la visión sobre las “capas entretejidas” o “superpuestas” que constituyen una suerte del “pliegues” del mundo (pp. 145-146).

La categoría de mopatla entre los nahuas de Pahuatlán no se restringe a la vista o al rostro, sino que alude al cambio de la persona en sí misma y, más aún, del estado de cosas. En el vocabulario de Molina (2001), encontramos el verbo patlanite traducido como “sustituir alguno en lugar de otro” (p. 80); en el de Siméon (2006), leemos “cambiar, intercambiar, trocar, fundir, diluir una cosa” (p. 376). Entre los nahuas de Pahuatlán, debido al prefijo reflexivo -mo, el significado de mopatla sería “cambiarse”, por lo que la acción recae sobre el sujeto, aunque los nahuas optan por traducir este vocablo como “al revés”.

El mundo al revés muestra el reverso de la tierra, del tiempo y de la existencia; esta inversión se vive en ciertas condiciones: durante el sueño, cuando se está en la otra tierra o se transita a lo okse; también ocurre cuando acontece un eclipse o un diluvio, los cuales, desde la perspectiva nahua, amenazan la continuidad del mundo. Es por eso que, para los serranos, un eclipse o un diluvio implican la derrota del sol por la luna; en ese momento predomina el frío, la oscuridad y las tormentas; al darse un mopatla, hay un cambio en el tiempo y en el orden de las cosas, de manera que aquello que era de uso doméstico, controlado y confiable muta en seres temidos, amenazantes y predadores; por ejemplo, las ollas pueden trocarse en tekuani, y los lazos, en víboras. Estos acontecimientos, como los sueños, muestran el reverso del mundo, como se advierte en la siguiente narración, compartida por Ofelia Pérez:

Antes, antes de nuestra era, según que lo soñaban y según que hablaba, decían que el Sowapili que ella es una mujer, y por eso aquí es en toda la región, porque en otro lado no bordan, sino que bordan aquí lo que es alrededor de ese cerro, como Xolotla, aquí Atla, Atlantongo y Mamiquetla, que están aquí atrás. Que ellos decían que sí bordaban y… ¿cómo se llama? Que el cerro del Santiaguito, le dicen el Santiagotepetl, él es hombre y le decía “ya nos vamos a ir porque ya se cansó” y contestaba el Sowapili, “no se va a ir porque tiene muchos hijos y tiene mucho hilo para bordar, tiene suficiente tela e hilo para bordar”. Entonces sí se van a ir, pero hasta que se acaben todos sus hilos y sus bordados, entonces sí podía irse.

Es que cuando irse es cuando el pueblo se va a deshacer… va a dar como el fin del mundo, ¿no? Entonces la gente así se escuchaba todo, entonces al escuchar eso, la gente se reunía, llevaban mucho a los brujos, se reunían todos a los brujos, se irían allá, se hincaban, mataban guajolote, ofrecían allá, porque ellos, bueno, ellos adoraban, y al adorarse ahí… El cerro del Santiago, que dicen Santiagotepetl, por más le exigía, “nos vamos a ir”, y éste, el Sowapili, ella no quería, ella dijo que no, “porque tiene muchos hijos, mucho bordado, tiene mucho trabajo que hacer”.

Y así se escapó la gente, porque antes se dice, así temblaba, pero no temblaba, sino que antes pasaban muchas cosas terribles aquí en el pueblito, así todo el pueblito como en Atlantongo, Mamiquetla, Xolotla, porque al mediodía era como eclipse, pero no era eclipse, ¿por qué como puede ser que las ollas de barro, como aquí que nosotros los tiznamos se vuelven, se convierten en tigres y los lazos se convierten en víboras?, es un terrible que pasaba porque las antigüedades ya no sabían por dónde se van a esconder.

Y entonces, al adorarse mucho, le dicen por mexicano tlachiwake… así se dice en náhuatl, tlachiwake, se juntan muchas gentes y se van todos ahí, y los principalmente a los brujos, a los tlamatkime, ellos se juntan y le dicen que, como que se nos proteja, que nos defienda, y así mucho, bueno, se van seguidito, se irían seguidito, y así ya no pasó nada. Ya se decidió el Sowapili que a lo mejor ya no se van a ir ningún lado, pues tiene muchos hijos, tiene mucho hilo, tiene mucho trabajo, buscaba el pretexto. Y así, ya bueno, ya no, hasta todavía vivimos, sino quién sabe cómo vamos a estar, tal vez, a lo mejor no va a existir este pueblo (Atla, 12 de abril de 2009)

Esta historia me la contó Ofelia después de haber subido con ella y sus dos hijas al Sowapiltepetl; allí pude constatar que en el cerro se encuentran diferentes rastros del costumbre o tlachiwake que se lleva a cabo en este lugar, ya que, según los nahuas, está habitado por la “Mujer que tiene hijos” —como nombran en castellano a la Sowapili—; entre los rastros que observé, había bordados, velas, muñequitos, listones, papeles, flores secas, vasos; es decir, distintas expresiones de la rica actividad ritual que ahí se realiza.

Hasta ese momento, sabía que la Sowapili estaba vinculada al bordado y al tlachiwake, sobre todo en relación con las parteras; sin embargo, al escuchar la historia, pude constatar que, además, es la entidad que sostiene al mundo y lo mantiene a partir del bordado: el fin del mundo no ha acontecido porque, como declara Ofelia, la Sowapili “tiene muchos hijos, tiene mucho hilo, tiene mucho trabajo”, lo que contraviene los deseos de su esposo, el Santiagotepetl, que “está cansado y ya quiere irse”.

Hay varios aspectos que pueden analizarse en esta narración (por ejemplo, la asociación entre una entidad femenina, el bordado y el nacimiento, tal como está registrado entre las deidades de los nahuas antiguos); no obstante, quisiera destacar la manera en la que se entreteje el tiempo mítico con el presente y cómo lo viven los nahuas de Pahuatlán, además de considerar las referencias al fin del mundo a partir de un eclipse y la transformación de las ollas en tigres y los lazos en víboras.

Empezaré por el segundo punto con esta pregunta: ¿por qué a partir de un eclipse, cuando sea el fin del mundo, las ollas se transformarán en tigres y los lazos en víboras? Para responder, hay que recordar qué implica un eclipse para la perspectiva nahua. Como vimos antes, un eclipse significa que el sol fue derrotado por la luna; durante el fenómeno, acaece un mopatla que trastoca el tiempo y el orden cotidiano de las cosas. En palabras de la anciana y contadora de historias, María Andrade: “Si gana la luna, oscurece, llueve, se inunda, con tormentas… Si gana el sol vamos a seguir de día, con las porras que les echó los antigüitos si ganó el sol porque todavía estamos con vida”.

El tiempo pende de los cerros; el mundo puede acabar ya sea por un eclipse o por un diluvio. Los serranos rememoran los diluvios no sólo como un tiempo mítico, sino como una amenaza constante de la cual conservan viva la memoria, sobre todo porque habitan una región donde las lluvias torrenciales y las tormentas son frecuentes y provocan deslaves e inundaciones. Precisamente hace una década, aconteció uno: durante la celebración de Semana Santa, el agua ascendió de tal manera —narran los nahuas— que los cerros estuvieron a punto de juntarse. Frente a esa posibilidad, el presidente auxiliar (la principal autoridad de la comunidad) convocó a los tlamatkime o adivinos para llevar a cabo el tlachiwake o costumbre y ayudar con el mantenimiento del mundo y el fortalecimiento de los horcones que lo sostienen. Ofrecieron guajolotes, cigarros, refino, papeles de china, velas y flores; durante cuatro días y cuatro noches, bailaron xochisones con la música del violín y la guitarra. El mitotia o danza se hizo primero en el cerro boludo, donde habita la Sowapili, y después en el Xochitepetl, lugar que se encuentra a la orilla del río San Marcos; si en ese punto del tlaltikpak se encuentran los cerros por la subida de las aguas, se confirma el fin del mundo.

Consideraciones finales

El locus del tiempo y su devenir se despliega en los cerros, lugares que se consideran moradas de los dueños y los aires, y que son acceso al okse tlaltikpak y al mopatla, esa otra condición de existencia de los nahuas. Las cuevas, los cruces de caminos y los manantiales son puntos de entrada; a través del ritual o, mejor dicho, del costumbre o tlachiwake se posibilita y se regula el vínculo con estas potencias y sus fuerzas, las cuales, aun cuando se sigan las formas de intercambio previstas, no dejan de ser ambivalentes, imprevisibles e indómitas. La actividad ritual favorece el encuentro y genera las condiciones de existencia en ese “otro tiempo y espacio”, como lo vimos en el caso de la kisa ikal; de manera equiparable al ritual, los sueños, “ese morir un ratito”, como lo refería Eladio Domínguez, vinculan y son un medio de conocimiento y comunicación con los que habitan el “otro pueblo”.

La condición mopatla es de carácter transversal y multiescalar, pues abarca el cosmos, el hábitat y el cuerpo de los nahuas. El “revés” se da entre el sol y la luna, la “tierra de aquí” y “la otra tierra”, los vivos y lo muertos, la vigilia y el sueño. El tránsito implica un cambio en el orden y cualidad de las cosas, trocándolas en su contraparte: no abarca solamente el carácter luminoso y cálido del sol en contraste con la obscuridad y humedad que los nahuas atribuyen a la luna, sino también el calor y la luz que se asocia al itonal de los vivos para distinguirlos de la sombra o sewalotl y el aire frío con el que se identifica a los muertos. De igual forma se hace la distinción del espacio-tiempo entre la tierra de los cristianos y la de los ahmo cristianos: un año de los vivos es un día de los muertos, afirman los nahuas, y adentrarse a la morada de los dueños es internarse en su propio tiempo, como se relata en las historias sobre los itekome, particularmente las de Itekonyolkame.

Aun cuando se marca esta alteridad y frontera, la condición okse es la contraparte de la existencia; la in-corporación del “otro” es necesaria para la sobrevivencia de los nahuas. Esto presupone una perspectiva que parte de la constitución social de la persona que, en el caso nahua y de otros pueblos originarios, involucra a humanos y seres extrahumanos, ésta y la “otra tierra”.

Referencias bibliográficas

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Acosta Márquez, E. (2014). Cuando el maíz es Itekontlakuali: el “dueño de la comida”. Un acercamiento a la economía ritual de los nahuas de Pahuatlán, Puebla. Cuicuilco, 21(60), 223-238.

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Wagner, R. (1981). The invention of culture. University of Chicago Press.

Notas

1 Para la notación del náhuatl sigo el alfabeto fonético práctico, el cual, además de ofrecer rigor y coherencia en el registro de los fonemas propios de cada variante lingüística, posibilita el trabajo comparativo y dota de autonomía a las lenguas vivas en relación con el llamado “náhuatl clásico”.
2 Al respecto, este autor afirma: “La palabra en la vida, con toda evidencia, no se centra en sí misma. Surge de una situación extraverbal de la vida y conserva con ella el vínculo más estrecho. Es más, la vida misma completa directamente a la palabra, la que no puede ser separada de la vida sin que pierda su sentido” (Bajtín, 1997, p. 113).
3 La pragmática conforma un área de estudio que se encuentra entre la antropología y la lingüística o, mejor dicho, constituye, siguiendo a Alessandro Duranti, uno de los ejes principales de una disciplina que hoy día reclama su autonomía: la antropología lingüística. La pragmática considera al habla, en específico a los signos lingüísticos, no sólo como representaciones sino, también y sobre todo, como conexiones con el mundo; de manera que, además de tener en cuenta el significado, considera la interacción que pone en juego el habla al identificar la relación existencial con el referente al que se alude y la acción social que se produce con el habla (Duranti, 2000, p. 66).
4 El itonal es un constituyente anímico; también es nombrado ianimantsin, “préstamo del español ‘ánima’ al que se le ha agregado la marca náhuatl del reverencial (-tsin). Cada persona nace con un itonal, el cual es posible identificar en el corazón y en las extremidades superiores del cuerpo, en particular en la palma de la mano, pero también en la muñeca y en la articulación del codo, e incluso en la axila. Cuando una persona está sana, se localiza el itonal en la palma de la mano, pero si se encuentra con una salud deteriorada éste va subiendo cada vez más hasta llegar a la axila, signo de que ya no es posible recuperarlo” (Acosta, 2013, p. 116). Este componente, también llamado “alma-corazón”, “tiene la cualidad de ser ‘finísima’, por lo que puede salir del cuerpo no sólo por un espanto o por un acto de brujería, lo hace frecuentemente durante el sueño, razón por la cual se llega a afirmar que el ‘sueño es un peligro’ porque se recorren tierras difíciles o lejanas y el itonal puede ser comido por un dueño, un aire o un animal, e incluso tener un accidente y ser retenido durante el camino. No es extraño, entonces, que del sueño una persona amanezca asustada, enferma o con el alma extraviada” (Acosta, 2013, p. 120).
5 Es importante aclarar desde un principio que, si bien parto de una perspectiva relacional, no recurro a la categoría de “dividuo” utilizada por filósofos como Deleuze y Sloterdijk, planteada en la antropología por Marilyn Strathern en su trabajo de campo en Melanesia, difundida entre los amazonistas y aplicada recientemente en etnografías contemporáneas de los pueblos indígenas de México. Para comprender la singularidad de los nahuas de Pahuatlán en torno a la concepción que tienen del cuerpo y de la persona, sin duda es fundamental considerar las relaciones sociales tanto humanas como no humanas, de manera que se debe contemplar tanto la dimensión social como la extrahumana; sin embargo, no excluyo la dimensión individual; esto lo hago en virtud de la evidencia etnográfica: entre los nahuas cada persona nace no sólo con un carácter y un temperamento, sino también con signos en el cuerpo, una suerte y un destino que marcan su singularidad, la cual se acentúa a partir de la asignación de un nombre y del recibimiento de la primera luz a través del bautismo (lo cual, desde luego, no implica un individualismo propio de Occidente). Bajo esta perspectiva, entre los nahuas, se considera tanto la posibilidad de ser a la vez uno y otro —o, mejor dicho, otros— como la de ser singular y parte de una colectividad. En ese sentido, estoy de acuerdo con la crítica que hace Roy Wagner (1991) del proceder hegemónico en Occidente de oponer individuo y sociedad, y de proponer, a partir del caso de Melanesia, una noción de persona que incluye las relaciones externas en la interioridad de una entidad; no obstante, no me parece que los casos que explora —y que le sirven para sustentar la noción de una persona fractal— sean aplicables a los nahuas para corroborar una entidad que “no es ni suma ni parte, ni singular ni plural”. Al contrario, entre los nahuas, a la vez que se es singular se es plural, y a la vez que se es parte se es la suma de una colectividad.
6 Es importante advertir que, en el contexto de la disputa del territorio a causa de los megaproyectos y, en particular, por la amenaza del gasoducto Tuxpan-Tula, otras comunidades, como Zoyatla o Aguacatitla, también se reivindican como nahuas. Este contexto, también en relación con las nociones de cuerpo, persona y territorio, se ha analizado en otros textos; uno de ellos es mi artículo “Una antropología crítica para repensar el despojo de territorios” (Acosta, 2019).
7 Una aproximación sobre la distinción entre cristianos y ahmo cristianos, en relación a las concepciones nahuas sobre el cuerpo y la persona, se encuentra en mi artículo “La relación del itonal con el chikawlistli en la constitución y deterioro del cuerpo entre los nahuas de Pahuatlán” (Acosta, 2013).
8 Para esta población, los contornos del cuerpo no se limitan al individuo; en ese sentido, es posible entrever la concepción de un cuerpo —a la vez y conjuntamente— individual, social y extrahumano. Para esta perspectiva, es fundamental la noción de fuerza, chikawalistli, ya que además de constituir el vínculo entre el cuerpo y el alma, itonal, conforma el elemento vinculante entre distintos cuerpos. En otras palabras, entre el cuerpo y el itonal está el chikawalistli, y esta fuerza generada socialmente constituye el punto de conexión entre el cuerpo de una persona con otros cuerpos humanos y extrahuamanos. Esta fuerza adquirida debe concebirse como un constituyente social del cuerpo.
9 En la década de los setenta, desde la diócesis de Tulancingo y la Parroquia de Pahuatlán, se promovió el proyecto conocido como “evangelización indígena por indígena”, que buscaba consolidar la presencia de la Iglesia entre los pueblos indígenas. Este proyecto estaba encaminado a cristianizar a los pueblos de la región (entre ellos los nahuas dePahuatlán) que presentaban, en pleno siglo XX, rastros de “idolatría”; por lo tanto, se buscó no sólo afianzar una mayor presencia de los sacerdotes, sino también introducir a gente de las mismas localidades en el dogma católico para fungir como catequistas, quienes serían los encargados de transmitir la palabra de Dios. En la misma diócesis de Tulancingo, dos décadas después, en los noventa, se proyectó un nuevo programa de evangelización con una dirección distinta: la “inculturación de la Iglesia”; se buscó que los pueblos originarios bajo su jurisdicción contaran con un padre hablante de lengua indígena. En 2008 se formalizó la fundación de la Vicaría de San Pedro en Xolotla, después de que los nahuas de las cuatro comunidades de Pahuatlán solicitaran durante varios años la presencia de un sacerdote residente hablante de lengua indígena, como en San Pablito.
10 Como anoté en un artículo anterior, aunque Montoya Briones

marcó la distinción entre kuale yeyekame (aires malos) y ahmo kuale yeyekame (aires buenos), no registró la presencia de los itekome, con excepción del nahpateko (dueño de la riqueza identificado con el diablo), lo cual llama particularmente la atención ante una etnografía tan acuciosa como la de él, pero también ante una categoría tan presente hoy día entre los nahuas de Pahuatlán. Considero que estamos ante dos dificultades: por una parte, ante un proceso de cambio en el cual se trastoca la misma identificación de los existentes; y, por otro, frente a una falta de precisión en el conocimiento de las categorías propias de los nahuas. Si bien desde el dogma católico, cada vez más internalizado por los propios serranos, cualquier entidad que no devenga del cristianismo puede ser identificada como ahmo kuale yeyekame y el diablo, entre los nahuas hay una distinción en la que se debe reparar: una cosa son los aires identificados como entidades, es decir, como yeyekame, y otra cosa es la cualidad de aire propia no sólo de estos seres, sino también de los dueños, los muertos o los santos. Distinción que me parece no reconoció Montoya Briones, de manera que en su clasificación, además de incorporar en el mismo vocablo aires y dueños, no distinguió la condición de aire como propia de los seres del okse tlaltikpak u otra tierra. De modo tal que es posible que los nahuas hagan referencia a los kuale yeyekame o buenos aires derivados de los santos o los dueños para aludir a su fuerza beneficiosa, o bien, a los ahmo kuale yeyekame o yeyekatontli (airecillos) de los muertos para manifestar el poder que tienen de provocar un daño (Acosta, 2014).

11 En la vida diaria, el camino es uno de los puntos de mayor riesgo para los nahuas por la posibilidad de encontrarse con un ahmo cristiano, especialmente cuando se está afuera del pueblo o en el momento que se traspasa una frontera.
12 El siete es el número del ahmo kuale yeyekatl; el seis, de lo kuale, identificado con los santos y los dueños. Los nahuas declaran que los números pares son kuale o “buenos”, en tanto que los impares son ahmo kuale o “no buenos”, puesto que los primeros forman parejas mientras que los segundos están incompletos. Cuando alguien se enferma del“mal aire”, se utiliza la fórmula omechikome (dos veces siete) o nawi chikome (cuatro veces siete); por ejemplo, durante el proceso de curación, se pasan por todo el cuerpo hierbas y veladoras, siete veces arriba y siete abajo.
13 Los itekome, además de identificarse con el territorio y el devenir, dan cuenta tanto de la concepción como de la relación que las comunidades establecen con el espacio y los bienes que ahí se encuentran, los cuales son parte del cuerpo de estos seres. Es importante aclarar que el término iteko, “más que remitir a un poseedor en el sentido de propietario, apunta al mando o regulación sobre un dominio que por lo general es compartido y utilizado por los miembros de la comunidad, y que precisamente el iteko se encarga de regular su aprovechamiento” para garantizar el beneficio colectivo (Acosta, 2014, p. 225). Los nahuas establecen complejas relaciones con estos seres, los cuales los proveen de comida, salud, prosperidad y buena fortuna; al mismo tiempo, los nahuas conciben el territorio como un cuerpo o, mejor dicho, cuerpos. Así, las semillas conforman el cuerpo de Itekontlakuali, los animales de Itekonyolkame o el agua de Atlanchane. Los itekome “son entidades asociadas a un poder y a un dominio específico, generalmente vinculados a los mantenimientos, como es el agua, la mazorca o los animales”, pero también a ciertos atributos y cualidades, como el bordado, la partería, el conocimiento o la riqueza (Acosta, 2014, p. 225).
14 Es significativo que una de las maneras de protegerse ante la presencia de los mokuepani es justamente voltear la ropa, ponerla al revés.

Notas de autor

* Eliana Acosta Márquez estudió la licenciatura de Historia en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la de Etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH); es doctora en Antropología social por la ENAH y maestra en Estudios mesoamericanos por la UNAM. Es profesora-investigadora titular C de tiempo completo en la Dirección de Etnología y Antropología social (DEAS) del INAH y pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Sus temas de investigación giran en torno al ritual, la cosmovisión y la tradición oral. Actualmente trabaja con comunidades mayas del Poniente de Bacalar, Quintana Roo, y nahuas del Valle de Puebla. Desarrolla dos proyectos de investigación: “Otras antropologías. El cuerpo y la persona entre los nahuas contemporáneos” y “Afectaciones al cuerpo y territorio de los pueblos indígenas en contextos de despojo”. Además, coordina el proyecto colectivo “Territorios y diversidad biocultural de los pueblos indígenas y originarios de México” y el “Taller por la Defensa de los Territorios” en la DEAS.


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