Resumen: Análisis de una novela pionera en la representación del homoerotismo masculino, Ella o el sueño de nadie (1983), del chileno Mauricio Wacquez, en contraposición con el relato “Rapsodia metropolitana” (2007), del escritor barcelonés Daniel O’Hara, ambos publicados en “La sonrisa vertical”, una de las colecciones eróticas hispánicas más importantes del último cuarto del siglo XX. Se propone que ambas ficciones, centradas en la representación de la masculinidad heterodoxa violenta –y publicadas con casi un cuarto de siglo de diferencia– si bien son transgresoras por la visibilización de prácticas homoeróticas, se alejan de cualquier tipo de vindicación de una sexualidad minoritaria.
Palabras clave:“La sonrisa vertical”“La sonrisa vertical”, Literatura española Literatura española, Minorías sexuales Minorías sexuales, Siglo XX Siglo XX, España España.
Abstract: Analysis of a pioneering novel in the representation of male homoeroticism, Ella o el sueño de nadie (1983), by Chilean author Mauricio Wacquez, in contraposition to the short story “Rapsodia metropolitan” (2007), by Barcelonese writer Daniel O’Hara, both published in “La sonrisa vertical” [“Vertical Smile”], one of the most important Hispanic erotic collections of the last quarter of the 20th century. These fictions, focused on the representation of a violent heterodox masculinity –and published almost a quarter of a century apart– and transgressive because of their visibilization of homoerotic practices, are still far from any type of vindication of a minority sexuality.
Keywords: “La sonrisa vertical”, Spanish Literature, Sexual Minorities, 21st Century, Spain.
Dossier
Violencia masculina y homoerotismo: de Mauricio Wacquez a Daniel O’Hara1
Masculine Violence and Homoeroticism: from Mauricio Wacquez to Daniel O’Hara

Recepción: 27 Marzo 2018
Aprobación: 13 Junio 2018
“La sonrisa vertical”, una de las colecciones eróticas hispánicas más importantes del último cuarto del siglo XX, nació en Barcelona en 1977, de la mano de la editora Beatriz de Moura y de su director, el célebre realizador cinematográfico Luis García Berlanga. Desde 1980 se empezaron a incorporar a su catálogo ficciones originalmente escritas en español cuyas tramas albergaban personajes con sexualidades heterodoxas que hasta entonces habían sido preteridas, consecuencia de la censura impuesta por la dictadura franquista. Serían los casos de Los amores prohibidos (1980), de Leopoldo Azancot –en la que se da voz a un personaje trans–, de Anacaona (1980) de Vicente Muñoz Puelles, y La bestia rosa (1981), de Francisco Umbral –-en la que aparecen, de manera muy secundaria, personajes lésbicos–, y de Ella o el sueño de nadie (1983), de Mauricio Wacquez, pionera en la representación del homoerotismo masculino, aunque con tratamientos muy dispares. Esta última novela fue la primera de la serie que describió de manera explícita una relación sexual entre dos hombres. A pesar de esta circunstancia, Ella o el sueño de nadie no ha sido muy valorada por la crítica, sin duda porque no cumple con los rasgos de la “literatura gay” al uso, según propuso Alfredo Martínez Expósito, o por la extraña masculinidad especular que propone2 . El objetivo del presente artículo consiste, justamente, en ofrecer un análisis de la novela especialmente centrado en la representación de una masculinidad heterodoxa violenta, que permitirá valorar las diferencias y similitudes con otro texto aparecido en la misma colección, publicado casi un cuarto de siglo más tarde: el cuento “Rapsodia metropolitana” (2007), del escritor barcelonés Daniel O’Hara. Un autor chileno que escribe en la España de la Transición y un autor en lengua catalana que redacta en español un cuento ya iniciado nuestro milenio.
Mauricio Wacquez, nacido en Cunaco (Chile), en 1939, y fallecido en Alcañiz (España), en el año 2000, forma parte de aquella generación inmediatamente posterior al boom hispanoamericano de finales de los años sesenta y mediados de los setenta, cuando autores de la talla de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, José Donoso y tantos otros coincidieron en Barcelona. Precisamente, Ella o el sueño de nadie está dedicada a José y Mª Pilar Donoso, sus vecinos en Calaceite, un pequeño pueblo de la provincia de Teruel. Cabe destacar que Wacquez, según Xavier Ayén en su ensayo Aquellos años del boom, era un autor minoritario, como también corroborase Salvador Clotas (Ayén 448): “a Wacquez no se le ha hecho justicia, era muy inteligente y no mal escritor”. El autor había publicado en Chile los relatos de Cinco y una ficciones (1963), la novela Toda la luz del mediodía (1965) y Excesos (1971), breves narraciones que, según Brian J. Dendle (87), merecieron el elogio de Julio Cortázar: “Las novelas que Wacquez publicó después de establecer su residencia en España en 1972 figuran entre las obras experimentales más interesantes que se han escrito en español en los últimos cincuenta años”.
En esta novela es explícita la relación sexual entre dos hombres, aunque la negación de la homosexualidad del protagonista constituya el leitmotiv. La historia se centra en Julián, quien “pertenece a la categoría de los seres para los cuales el mundo tiene una sola mitad: la mitad de la luz, su parte visible” (Wacquez 15). Con trece años estudia en un colegio de curas; es allí donde conoce a Marcio, con quien guarda un asombroso parecido y que se enamora de él a primera vista:
¿Qué me hizo amarlo, por Dios? […] Recuerdo su traje de terciopelo, el cuello de encaje, las medias de seda, los botines de charol. Doblaba un pie [Julián], aburrido, y se pasaba la mano por la frente, apartando los rizos rubios. Entonces corrí a mi cuarto y allí, en el espejo, frente a mí, estaba él, yo, una ilusión. Me aparté el pelo negro con ambas manos y me sonrió, mi hermano, mi amor, yo o él, la verdad, el bien, la absolución. Después, él también se sorprendió de nuestro parecido: algo cambió en su arrogancia, un rictus de sonrisa. Pero él era como el acabado de todo lo que en mí era basto y tenebroso. (78-79)3
Ella o el sueño de nadie se articula a partir de dos planos espaciales y temporales diferentes: un colegio de curas, cuando los personajes tienen trece años, y un circo, diez años después. Estos dos planos se van intercalando en la narración, que no presenta una estructura lineal. Los dos jóvenes mantienen relaciones sexuales en el colegio, aunque estas atormenten a Julián. Asimismo, los motivos para escapar del convento, en ambos casos, son diferentes; Marcio, consciente de su amor, expone los motivos de su partida, a la vez que critica negativamente el discurso religioso4 . Es debido a la actitud del padre Teodosio, tutor espiritual de ambos chicos y que conoce la atracción de Marcio hacia su amigo, que Julián decide marcharse al sentirse humillado y avergonzado cuando el cura intenta arrancarle la confesión de esa relación: “¡Julián!, es hora de abrir tu corazón y contarlo todo. Dime, ¿no te habrá ocurrido lo mismo con alguna mujer? […] Y la mano de Teodosio resbaló desde el pelo de Julián, donde había permanecido, hasta el cuello, hasta llegar al ángulo formado por éste y el hombro, comprimiéndoselo suavemente” (72-73).
Antes de este episodio, cuando Marcio le explica sus propósitos, Julián decide, a modo de despedida –con la convicción de que nunca más lo volverá a ver–, mantener una última relación con él:
Julián se inclinó hasta el suelo y buscó el pomo en los bolsillos del pantalón. Lo abrió y dejó manar una helada lombris en el extremo del sexo. Con los ojos cerrados, sin querer pensar ni saber, ni comprender, se acercó a Marcio, volvió a colocarse sobre él. Cada vez le parecía que el primer momento era una ocasión perfecta para hacerle daño. Empujó con violencia y sintió que el cuerpo blanco y delgado de Marcio se retorcía bajo él. Se retorcía pero era incapaz de liberarse. Julián se dedicó a penetrarlo, dolorosamente, descargando todo el peso del cuerpo sobre la conjunción estrecha y resbaladiza. Lentamente percibió que lo lograba, que iba a medio camino y que nada era comparable pensó, a ese deleite. —¡Me gusta! —exclamó—, ¡me gusta! ¡ya lo sabes! ¡me gusta! ¡mierda! eres como una mujer, abre las piernas, abre las piernas —gritó, colocándose en medio y sumergiéndose sin trabas en el cuerpo de Marcio. Ya, pensó, lo he logrado. (66-67)
A pesar de que deberíamos celebrar que se trate de la primera escena de sexo explícito entre dos hombres, en “La sonrisa vertical” el encuentro entre ambos se desarrolla de forma violenta y acaba con un acto de sodomización, hecho que provoca sentimientos muy contradictorios en el protagonista, quien se debate entre el placer y el asco. Esta dicotomía se debe, en parte, como sugiere Marta Segarra (91), a que en nuestra sociedad se concibe el cuerpo de la mujer como agujereado y penetrable mientras que el del hombre se nos representa como entero e impermeable; según la investigadora, “esta es la razón por la cual la sodomía […] resulta peligrosa para la estructura misma de esos cuerpos, ya que difumina la distinción entre ellos”. En el caso que nos ocupa, Julián reniega de ese placer y por ello imagina –o quiere creer– que está copulando con una mujer. De acuerdo con Javier Sáez y Sejo Carrascosa (20-21): “El sexo anal aparece inicialmente en el imaginario colectivo como lo peor, lo abyecto, lo que no debe pasar”. Esto es debido a que la persona penetrada, según estos autores, pierde la masculinidad ya que, “como el único cuerpo penetrable en ese imaginario colectivo es el de la mujer, el que un hombre sea penetrado es la mayor agresión posible a su virilidad, queda rebajado a algo femenino, ha perdido su hombría, su estatus superior”.
Pero si, como hemos observado, Julián no es el cuerpo penetrado, sino que su función es la de “penetrador” y, por lo tanto, “activo”, entonces, ¿por qué ese “miedo” y esa repulsa? Podría argumentarse que el recelo del personaje proviene de sus sentimientos, de su “pulsión” sexual hacia otro hombre, restringida por el tabú propio de una sociedad tan hermética y religiosa como la que muestra Wacquez en su obra. Es, por esta, razón que Fernando A. Blanco (136) sostiene:
Wacquez vuelve a esta obsesión que liga deseo homosexual y religión con el delirio de Julián, Marcio y Reina en Ella o el sueño de nadie (1983), en el que “el amor, la memoria del amor solo es sabida por Nuestro Señor” (65); la reitera en la locura amatoria de Bruno en Paréntesis (1975) continuada después por el Juan de Warni de Frente a un hombre armado (1981) o la afiebrada autobiografía de Santiago de Warni en su postrera Epifanía de una sombra (2000). Estos ejemplos son facetas de la ventriloquia con la que [este autor se ha] enfrentado al pánico homosexual y la salida posible a través de la redención o la condena religiosas.
Otro elemento importante en la narración, al que ya se ha aludido, es el parecido físico entre ambos muchachos, aunque esa belleza se prolongará en los cuerpos de los hermanos Misha y Reina, acróbatas del circo que acaba acogiendo a los dos chicos tras su fuga del colegio. Misha se presenta como “un duplicado fiel de Marcio –y suyo, por añadidura–, el mismo rostro, el pelo azabache, la mirada azul” (93); en lo que respecta a Reina, “decir que era la réplica acabada y ambigua de su hermano es hablar de un rasgo de carácter demasiado profundo para ser advertido a primera vista” (96). Esta similitud especular de la masculinidad de los personajes en la novela es considerada por Dendle (88) como “un tour de force del intelecto, un elaborado juego de espejos en el cual un narrador privilegiado explora y comenta las perspectivas cambiantes de sus personajes”. Más si consideramos que, para Julián, Reina fue, durante los diez años que convivieron en el circo, su “gran aventura, los reinos conquistados, la princesa rescatada del fuego o del mar” (24) y que, posteriormente reconoce –aunque demasiado tarde– su atracción hacia Marcio. Todos estos elementos propician una trama compleja que no celebra la alteridad sexual, ya que los personajes se muestran atormentados e infelices, insatisfechos y fracasados, hasta el punto de que cuando finalmente Julián acuda a Marcio –quien, parecía, siempre había estado enamorado de él–, este se quede con Reina. Por otra parte, la similitud física entre todos ellos remite directamente al mito de Narciso, empleado por Sigmund Freud y otros teóricos del psicoanálisis como categoría patológica para referirse a los “enamorados de sí mismos”, como señala Alberto Mira5 .
A nuestro juicio, Wacquez se apropia los elementos del psicoanálisis para patologizar a sus personajes. En primer lugar, la figura de la madre –en este caso de Julián–; aunque aparezca solo una breve referencia a ella es muy significativa: “¡Adiós, madre, adiós! […] trece años han bastado para dividir nuestras sangres y no estoy seguro de que el futuro me depare una unión tan perfecta como fue la nuestra” (48-49). En segundo lugar, no deja de resultar curioso que la mitad de la novela se desarrolle en un circo, espacio en el que antiguamente podían exhibirse personas con alguna anomalía física, como el “hombre elefante” o “la mujer barbuda”. El único personaje secundario que aparece en Ella o el sueño de nadie es el padre de Reina y Misha, el Gran Mihail, descripto como un “gigante”, “mezcla de muchas razas centroeuropeas, de bigotes tártaros y cráneo calvo” (92). Pero también cabe destacar la perversión de Marcio –que lo convierte en un personaje “anómalo»”–, quien propicia, desde su posición de tramoyista, el accidente que cuesta la vida a Misha mientras realizaba un número acrobático (109). En tercer y último lugar, el autor juega con esa fascinación de los personajes por su propio físico que favorece el amor y la atracción entre ellos aunque, en este caso, esa atracción se resuelva de modo triangular: Marcio desea a Julián en el colegio / Julián mantiene relaciones diez años con Reina mientras Marcio espera pacientemente / Julián se da cuenta de sus sentimientos pero Marcio se acaba quedando con Reina: “Pero usted sabrá que Julián, además de un acto onanista, además de contemplar el deseo de Marcio, que él comprendía porque era el mismo Julián deseándose, estaba poseyendo a la muchacha amada” (106). Como vemos, las masculinidades y las identidades sexuales de los personajes son cambiantes y fluidas, desconcertantes, y los personajes se encuentran entre la disyuntiva de una relación homosexual y otra heterosexual.
A esta circunstancia se suman las notas al pie que un supuesto oyente introduce en el texto, como si actuara de escribiente: “Aquí mi desconocido interlocutor hizo un gesto de impaciencia, miró a la lejanía de la playa y se calló. Me confundía el lirismo de su lenguaje. Sentía sed. Para distraerlo de su emoción, ordené que nos trajeran bebidas. Estaba anocheciendo. (N. del A.)” (60)6 . Posteriormente, en la coda final se revela sutilmente quién es el relator a partir de un cambio verbal. Es decir, al final de la novela conocemos que el narrador último de la historia es Marcio y no Julián. Esta circunstancia resulta muy interesante porque abre dos posibles interpretaciones, ambas relacionadas con la cita inicial de la novela que hace referencia al cuento “La forma de la espada” (1944) de Jorge Luis Borges: “… yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme”7 .
Para la primera interpretación, cabe destacar el análisis que Herbert J. Brant realiza del cuento, en el que indica cómo el retrato paulatino que se hace del personaje insinúa una sexualidad no normativa8 . Pese a que la representación de Moon se realiza en términos homofóbicos basada en la creencia de que los homosexuales están condenados a cometer acciones innobles (Brant 32), si el narrador de la historia hubiera sido Julián podríamos interpretar la novela como una “salida del armario”; o como un acto de reafirmación a partir de la reapropiación de las características negativas del personaje borgiano: “… yo soy Julián ‘Moon’. Ahora despréciame”. Incluso podríamos leer esa declaración en clave queer9 .
Sin embargo, si no tuviéramos en cuenta la valoración de Brant, el personaje de John Vincent Moon podría ser leído simplemente como un traidor. Que sea Marcio y no Julián quien admita su “traición” en la historia de amor entre ambos –y si tenemos en cuenta que, según el propio autor, “Ella o el sueño de nadie es una anécdota centrada en el colegio de los Maristas, donde yo estudié” (Arana Freire s. p.)– favorece que interpretemos el texto como una novela de aprendizaje, en la que ambos muchachos exploran su erotismo oscilando entre diferentes opciones sexuales. Entonces, el desvelamiento de la identidad del narrador último de la historia –un hombre mayor que recuerda los hechos con emoción– podría leerse como una confesión; incluso como un acto de redención. En ese caso, a pesar de que el texto no construya una identidad “homosexual”, se podría considerar que acaba celebrando el homoerotismo masculino ya que, como recoge Shaw (251), siguiendo a Jean Franco, “entre los novelistas [hispanoamericanos] sobre todo ha cundido la idea de que lo verdaderamente revolucionario es desquiciar las ideas habituales de los lectores, realizar lo que Elizondo llama ‘subversiones interiores’, más que atacar de frente las estructuras del poder social y político”.
Debemos valorar la transgresión que supone que un autor, a la altura de 1983, apostase por la representación de sexualidades heterodoxas y dotase de visibilidad prácticas sexuales no normativas atentando, en definitiva, contra la homofobia imperante. Aunque, quizá, como apuntase Arturo Fontaine (Ayén 448) quepa admitir que “su obra no estuvo a la altura de su extraordinaria personalidad. Quizá lo que sus novelas no tienen, pese a sus méritos, es esa gracia que él derrochaba como persona”.
No deberíamos considerar que la violencia sea una realidad circunscripta exclusivamente a las parejas heterosexuales y ejercida únicamente por los hombres hacia las mujeres (Hernández et al. 104-105), aunque ocurra así en la mayoría de las obras de “La sonrisa vertical”, sino que, según sostienen Olga Arisó Sinués y Rafael M. Mérida Jiménez (42-43):
El patriarcado, enmarcado en una cultura de la violencia, mantiene el recurso a la fuerza, no sólo para subordinar a las mujeres, sino para establecer diferentes relaciones de poder. Y lo hace del mismo modo: mediante la construcción cultural de un sistema de “clasificaciones” de las personas por medio de “diferencias” que, a modo de “creencias-ficción”, actúan como ejes diferenciales que dividen a los seres humanos en función de su clase social, raza, etnia, orientación sexual, lugar de origen… Un procedimiento que designa a aquellos que son “desiguales” en tanto que “inferiores”. De este modo, queremos mostrar cómo la violencia guarda relación con otras formas de dominación y poder que se expresan bajo el clasismo, el racismo, la homofobia…, que condicionan la vida de muchas personas, hombres y mujeres, sometidas no sólo por nuestro sexo sino por otros ejes diferenciales que constituyen nuestra identidad en el marco de una cultura de la violencia.
Tal vez uno de los cuentos en donde mejor se puede observar esa violencia –articulada de diversas maneras– entre dos varones, a priori “igualitarios”, sea “Rapsodia metropolitana”, incluida en la miscelánea Cuentos eróticos de San Valentín (2007), de Daniel O’Hara (Barcelona, 1968), autor de una obra poco extensa, apenas valorada por la crítica académica, que debutó en el panorama literario en lengua catalana con El dia del client, finalista del XXIV Premi Just Casero de novela corta en 2004. El narrador omnisciente de este relato presenta, en primer lugar a Oriol, “un chulazo cuarentón de traje y corbata, apuesto directivo o algo así, guapo de morirse, catalán de toda la vida, cero pluma, muy a lo Joan Laporta, pero menos pastel” (O’Hara 38), quien manifiesta que “su novio [es] tontito”, “una auténtica nenaza desvalida” (37), aunque con “un buen paquete y, ante todo, trasero” (38). Robert –“no Robert en vernáculo (‘Rubér’), sino Robert en inglés” (38)–, el amante en cuestión, dependiente de Càndid Farreres, también es catalán, “pero de Cornellá: concretamente de Sant Ildefons, el barrio de los Estopa” (37); cuando conoce a Oriol, ve recompensado su esfuerzo lingüístico de integración: “un tío que se adivinaba guarro y que sabría tratar un buen culo tras pagarle una cena y hablarle de amor con la polla tiesa. Robert Varela había hecho diana y así empezó a colmar de felicidad su corazón de charnego esforzado” (38-39).
Nos encontramos ante un tipo de focalización narrativa externa, en la que el narrador se ajusta a la perspectiva de los personajes; este punto de vista, aunque permita conocer sus pensamientos y sea, en principio, objetivo, no favorece que el lector se identifique o solidarice con los personajes. Este hecho no deja de resultar interesante si tenemos en cuenta que, como advierte Alfredo Martínez Expósito (1998 55), “el yo homosexual, cuyos ecos se venían presintiendo desde tiempo atrás, se deja oír ya con fuerza notable a comienzos de los ochenta, cuando la transición política está ya finalizada y los miedos que ocasionaban la autocensura van cediendo”10. De este modo, el “yo” homosexual de la narración logra, no solo que el lector adopte una postura –afectada a menudo por la homofobia, el pudor o el pánico homosexual–, sino que también dota de voz a quien nunca antes la había tenido, legitimando un nuevo tipo de discurso social11 .
Lo cierto es que nos enfrentamos a una ficción centrada en dos personajes pertenecientes a una minoría sexual pero que no están dotados de voz; obviamente, el autor no está tejiendo un discurso combativo y militante, más si nos atenemos al argumento del relato, en donde queda patente la violencia, como ya se anticipaba, propiciada, en este caso, a partir de la diferencia social e incluso de la “orientación” sexual. El relato se concentra en la celebración del día de San Valentín de una pareja gay; las breves analepsis permiten un retrato mucho más completo de los personajes, como que Oriol ha mantenido relaciones heterosexuales (39) y es una persona muy activa sexualmente: “las novias siempre le habían reprochado que sólo pensara en eso [el sexo]” (38); “por primera vez, nadie le censuraba su obstinación en meterla siempre” (39)12 . Por su parte, Robert se configura como una persona mucho más pasiva y apocada, que siente adoración por su madre: “Sólo aquel machazo marcado por el éxito, la posición social y la denominación de origen aportaba un bienestar desconocido a su vida, que aliviaba el complejo de inferioridad con el que su padre lo había marcado por ser tan nena” (44)13 . Desde un inicio se muestra la superioridad del personaje criado en la alta sociedad quien, cuando conoce al “charnego no asimilado fonéticamente” (38), decide “emprender la misión de enseñar a hablar con propiedad la lengua nacional al pobre muchacho”. El día de los enamorados es el elegido por el catalán de pura cepa para modificar la pronunciación del nombre de su amado, y se dirige a su casa para explicarle su buena idea y “celebrarlo con un polvo antológico” (39).
La escena entre ambos se desarrolla desde el inicio con brusquedad: Robert se enfada cuando se entera de que su novio ha llamado sin su consentimiento a Càndid Farreres para disculpar su ausencia por indisposición, motivo que propicia su “primera gran escena de mariconas atacadas” (40); cuando Oriol logra reducir a Robert, en un acto desproporcionado, decide no usar preservativo y “[llenar] ese culazo de leche”. A lo largo de la secuencia, se describe la sorpresa y el miedo del charnego ante la brutalidad de su amante –a pesar de reconocer que “eran las circunstancias más emocionantes de su vida” (40)–: “Oriol propinó un golpe en los genitales de Robert y el gesto dolorido de este fue aprovechado por el primero para bajarle los calzoncillos e insertar su lengua en la cañería rectal” (42). Es así como podemos valorar su diferente enunciación en contraposición con la novela de Wacquez. Si en su obra observábamos una clara horizontalidad de las relaciones (jóvenes de la misma edad), en este caso hay una verticalidad derivada de la superioridad de uno de los miembros de la pareja, marcada por su cultura, su clase social y su rol sexual, que no interfiere, a primera vista, en la manifestación de las prácticas amatorias: “Oriol no se planteaba penetrar a Robert Valera como un acto de dominación o humillación, en plan tú-eres-miputilla- charnega; para él era el momento en el que formaban el equipo perfecto de salidos, como si fuesen dos atletas abandonados a la emoción vertiginosa de un deporte de élite, una pareja de policías en misión secreta, dos portentos anatómicos engarzados por una sabia complicidad pélvica” (42).
A pesar de la violencia inicial, parecería que la cópula entre ambos se produce en términos paritarios si no fuera porque se establece una contraposición entre “activo” (Oriol) y “pasivo” (Robert): “Antes de follárselo como si le fuese la vida en ello, a Oriol le gustaba que ambos tomasen conciencia del trayecto por el que iba a discurrir la liza” (43); “Robert Varela nunca había sentido tanta confianza en sí mismo como cuando Oriol se la metía” (44). Así, el charnego se convierte en la parte “femenina”, en el “objeto” de la pareja, mientras que el burgués catalán adopta el rol “masculino”, como se aprecia cuando después de la cópula Oriol rinde “un homenaje postcoitum a un culo [el de su amante]” (46) y besa a su “ídolo”, quien se desmorona ante “el fétido beso” y corre al lavabo a llorar, “desbordado por los acontecimientos”. Pero mientras este solloza emocionado: “Oriol se había marchado asustado porque por primera vez en la vida se había planteado practicar una felación a un hombre –y hasta ofrecerle el culo contra natura–, lo cual lo convertiría en un definitivo bujarrón” (46-47, en cursiva en el original). No cabe duda que, según recordara José Miguel G. Cortés (106), “no existe la masculinidad en sí misma. La masculinidad, al igual que la feminidad, se va adquiriendo en un proceso de aprendizaje, a veces muy duro, en el cual uno es producto de la otra, ya que ambas se construyen y se definen una en relación (negación) a la otra”.
En cuanto al relato que nos ocupa –alejado de cualquier tipo de reivindicación de una sexualidad minoritaria, como en el caso de Wacquez, aunque publicado tras ser promulgada la legislación del matrimonio entre personas del mismo sexo biológico en España en 2005– cabría cuestionarse si, como en otras narrativas de la colección, podría estar influenciado por el marqués de Sade. Sin duda O’Hara ha querido mostrar “desde fuera” el lado violento de unos personajes, a partir de un retrato que no favorece una identificación con ellos, de forma coincidente con el autor chileno, pero, ¿cumple el cuento el objetivo de erotizar al lector?, y, de ser así: ¿este erotismo estaría destinado solo al público gay? Si valoramos la violencia que define al patriarcado y los deseos de dominación, además de considerar que, como apuntara Beatriz Gimeno (218-219), las escenas homoeróticas masculinas pueden resultar excitantes para la mayoría de las mujeres, tal vez no resultara tan insólito aventurar que nos hallamos ante un cuento que cumple claramente su finalidad, aunque eso significara admitir que no solo las mujeres encarnan las fantasías de los varones heterosexuales. Las obras de Wacquez y de O’Hara compartirían un desafío, a pesar de sus divergencias formales y generacionales, al no enmarcarse dentro de una escritura que pretende ser combativa y militante, como proponía Martínez Expósito (55), cuestión sin duda relevante, ya que desvelaría que tanto en 1983 como en el año 2007 ambos creadores apostaron por una perspectiva que ignoraba la senda de “normalización” de los personajes gais desarrollada en el período cronológico que los años de publicación de ambas obras abarcan.