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Las manos de Ed Soja
The hands of Ed Soja
Espacialidades. Revista de temas contemporáneos sobre lugares, política y cultura, vol. 7, núm. 1, pp. 7-13, 2017
Universidad Autónoma Metropolitana



Mucho se ha escrito sobre el legado que el recién fallecido geógrafo Edward W. Soja (1940- 2015) ha dejado a la disciplina de la geografía, así como, en términos más amplios, a las ciencias sociales y humanas. Poco se ha escrito desde la experiencia más íntima y cotidiana al lado de este hombre, que sirvió como mentor y amigo de quien escribe este in memoriam de homenaje. En las líneas siguientes, evocaré las memorias de una personalidad, cuyas huellas perviven.

Encontré la Graduate School of Architecture of Urban Planning (GSAUP) de la UCLA “por casualidad” en 1987, fruto de un artículo en la revista Atlantic Monthly, escrito por el entonces profesor de transporte Martin Wachs. Yo había viajado a Los Ángeles en dicho año después de haber residido cuatro años en Perú, con la intención de encontrarme y entregarme a la comunidad latina “indocumentada”, a luchar por su derecho de obtener residencia legal en Estados Unidos. Trabajaba en plan medio de la comunidad chicana y mexicana del este de Los Ángeles, además de la comunidad guatemalteca, refugiada de las guerras civiles centroamericanas. No estaba en mis planes dedicarme a la vida académica.

Me matriculé en la Maestría de Planificación Urbana de la GSAUP en 1988. Mis clases con gente de la talla de John Friedmann, Leonie Sandercock, Margaret Fitzsimmons, Leobardo Estrada, Michael Storper y Ed Soja cambiaron mi percepción del mundo. Sobre todo en la clase introductoria de Soja (Introduction to Regional Planning: The Evolution of Regional Planning Doctrines) sentí que se abría un universo que me había sido velado durante mis años de bachiller, a principios de los ochenta en la católica y conservadora Georgetown University. A través de sus lecturas, Soja nos hacía sentir cómo la ramita más tierna de un árbol gigante, cuya historia se remontaba a las visiones más radicales y utópica del siglo XIX, en un curso supuestamente dedicado a la planificación regional, comenzamos leyendo a Bakunin, Kropotkin, Proudhon y Reclus, trazando un arco enorme entre los finales del siglo XIX hasta las lecturas más frescas del LA School (más tarde, como asistente de Soja en dicho curso, recuerdo el alborozo que sentí al colocar al final algo que me parecía prometedor, un texto de Storper, aún en forma de borrador, que llegaría poco más tarde a transformar el debate sobre la conceptualización de la región (Storper, 1995).

Cuando ilustraba la espacialidad de la economía, Soja se refería a la famosa crítica de Marx a los fisiócratas franceses, en el sentido de que apreciaban la economía como “ángeles sobre la puntilla de un aguijón” (“angels on the head of a pin”). Nos decía que, si aquella visión fisiocrática de una economía sin espacio jamás se hubiera realizado, no se hubiera sostenido la economía global ni un segundo. Esta aseveración, “ni un segundo”, recuerdo haberla escuchado en esa voz profunda de barítono de Ed, y lo que esto significaría; incluso ahora se me eriza la piel tan sólo de recordarla.

En la asignatura de Soja ya mencionada, tuvimos que leer un libro por semana y después escribir las reseñas correspondientes de dos a tres cuartillas. “Váyanse a la biblioteca, y tomen un libro en sus manos. Sientan el libro en sus manos”, nos decía. El viejo principio anarquista: mano y mente, trabajando juntos (¡cuánta falta nos hace recordar esto en nuestros días, querido Ed, en estos tiempos banalmente digitalizados!).

Ed tenía un gran sentido de humor, e igualmente lo reconocía en otros. Todavía siendo alumno de maestría, servía de asistente a los profesores Allen J. Scott y Michael Storper en la preparación de un congreso, cuyas intervenciones terminarían publicándose en un volumen editado por ellos (Storper y Scott, eds., 1992). Un día después del congreso, bromeaba con la secretaria de Soja, una joven estadounidense de descendencia hawaiana. Me deleitaba al pronunciar el nombre de algunos de los integrantes del congreso, sobre todo los italianos, como Giangia y Becattini. Pronuncié el nombre de este último con tanta vehemencia que Ed Soja, que nos escuchaba, sin vernos, desde su despacho, salió disparado a nuestro encuentro en el pasillo, pensando que el mismo Becattini hubiera aparecido de imprevisto. Al vernos, se ruborizó y nos reímos largamente los tres. Ed podía tomar una broma, aún a sus expensas.

Años más tarde, regresando a la UCLA desde los desencuentros que había tenido con la “vida real” como planificador en el sector privado de Los Ángeles, inicié un doctorado en GSAUP, vacilaba entre estar supervisado por Friedmann o Soja. Friedmann fue siempre cordial conmigo, pero después de haber leído Postmodern Geographies (Soja, 1989), sabía, desde la lectura de las extensas notas al pie de página, que había una rivalidad fulminante entre ambos, así que tuve que irme con cuidado. En aquel entonces, no sabía nada sobre el posmodernismo; había algo siniestro y amenazante detrás del término, que asociaba irremediablemente con el poderío vital y demoníaco que irradiaba Soja. Opté por Ed y, visto ahora a la distancia, la opción elegida no fue la equivocada.

Soja tenía un carácter inmenso, desordenado, desbordante. Me acuerdo de mi primer error: entrar a su despacho en los primeros días de clase doctoral, calendario en mano, para pedirle una cita. ¿Una cita? Ed no hacía citas con estudiantes. Los encontraba en pleno vuelo en el pasillo, los conducía al patio interno de la Perloff Hall, los sentaba en la banca de cemento bordeadas de una efervescencia de plantas verdes, sacaba un cigarro, lo encendía y nos ponía en diálogo, sin que hubiera presión del tiempo ni del reloj. O, de pie, enorme, se mecía de un pie al otro, fumando como chimenea, mirándonos desde una altura siempre superior a la propia, los ojos medio cerrados, escuchando ferozmente. Cuando reía, era como un leve terremoto. Y la expresividad de sus largas, carnosas e inmensas manos, manchadas por el sol sudcaliforniano.

Había que aprender a navegar los “favoritismos” de Soja, al igual que ocurría entre los discípulos de Friedmann y Storper. Si uno se descuidaba, aquellos inofensivos corales podían ser peligrosos. Para mi generación, compuesta por compañeros solidarios y brillantes, como Ute Angelika Lehrer, Liette Gilbert, Alejandro Mercado, Lewison Lem, Nabil Kamel, Jordi Benería-Surkin, Ferruccio Trabalzi, Tito Alegría Olazábal (entonces estudiante de Harry Richardson en la USC), Mustafa Dikec y Alphonso Hernández-Marquez, la gran reina de entonces fue Barbara Hooper (luego por algunos años colega íntima mía en Nijmegen).

Nunca sentí que fui parte de un “círculo íntimo” de Soja; él me daba la libertad de seguir mi camino, de no hacerme sentir acorralado en ninguna camarilla o corrillo. Sólo fueron los comentarios de otros estudiantes de mi generación los que me hicieron saber cuán extraordinaria era mi relación con él.

Ser estudiante y amigo de Ed nunca fue fácil, había que mantener una frontera bien clara entre ambos, si no se prestaría a dependencias demasiado arriesgadas. Dado el poder institucional enormemente asimétrico entre nosotros, aquella frontera era una cosa viva, sensible, una cuerda umbilical conformada por respeto mutuo y, a veces, terror (¡sobre todo en los momentos de asesorar trabajos!).

Sé que había momentos en que Edward se sentía completamente aislado en el departamento, porque un día, sentado en una de las mesas metálicas a las afueras de Perloff Hall, en el café Luvalle Commons, nos dijo a mí y a otro compañero de generación, Ferruccio Trabalzi, que éramos “los únicos con quien podía hablar”.

Curiosamente, Ed no quería que, durante todos los años de curso y preparación de mi propuesta de tesis doctoral, nos dedicáramos a publicar artículos o asistir a congresos académicos. Cuando, en el segundo año del doctorado, le acerqué una cálida y fraterna carta de Geraldine Pratt (entonces editora principal de la prestigiosa revista Society and Space: Environment and Planning D), en la que alababa un texto mío que le había enviado (muy ingenuamente) a partir de un curso que había tomado en el Departamento de Historia del Arte, Ed leyó la carta y, en lugar de alegrarse, me dijo, devolviéndomela secamente: “Deja esto, y concéntrate en tu propuesta [de tesis]. Publicar vendrá después de que termines la Phd”. Hoy, aquella anécdota debe parecer surrealista. Pero así era Ed. Y tenía toda la razón del mundo, ¿o había a la vez algo de rivalidad entre nosotros?

Recuerdo de manera vívida la acogida, siempre calurosa, de la familia Soja, especialmente de su esposa, Maureen. Ella tiene un humor británico muy fino y áspero, que puede desollar a cualquier ser vivo. Sus perspicaces observaciones hacia mi persona me han destripado en más de una ocasión. Soy afortunado de seguir teniendo una fuerte amistad con ella.

Toda su vida, a pesar de sus aportaciones decisivas al “viraje espacial” de finales del siglo XX, Ed padecía la sensación de no ser suficientemente reconocido, que sufría a la sombra de otros, supuestamente mejor valorados en la disciplina de la Geografía (especialmente ante la figura de David Harvey). Esto fue un flanco débil suyo.

Recuerdo haber compartido en una ocasión un taxi londinense con Ed y Doreen Massey, después de que él diera una lectura en la London School of Economics (LSE). Ed se quejaba de que, aunque Harvey estuviera presente en el anfiteatro de la LSE, Anthony Giddens no asistió.

También recuerdo las caminatas nocturnas con Ed, alrededor de su casa en Santa Mónica, acompañados de su perro labrador: Ed lanzando una pelota de tenis para que el perro la recogiera, mientras lamentaba que la Association of American Geographers (AAG), hasta entonces, nunca le había otorgado un premio. Sentía la frustración en su voz, el desencanto con esta disciplina.

Otro recuerdo alegre fue cuando Ed recibió la noticia de que mi profesora mexicana había citado su libro Postmetropolis (Soja, 2000) en un congreso de la UCLA. Al escuchar que dicha profesora había hablado de la “posmetrópoli” en español, Soja se reía sin parar, feliz como un niño. ¿Que el fuera traducido a otra lengua tal vez no lo liberaba de la carga de ser Edward Soja?

En la interacción con colegas, en los congresos, Ed podía atacar brutalmente. Nunca me olvidaré de un seminario de la GSAUP, organizado por Friedmann, alrededor de los “grandes pensadores de la planificación”, al cual había invitado a Soja y a Storper. En el transcurso del “diálogo” entre ambos, Soja terminó gritando a Storper que era un modernista descarado (“damn modernist”), a lo que Storper respondió con alguna otra réplica igualmente picante. Lo ácido entre ambos era notorio para todos los presentes en la sala. Todavía recuerdo, después de este hecho, haber vuelto a casa con náuseas. ¿Era esto la vida académica?

En los seminarios del Egeo, organizados cada tres años en una isla distinta por los geógrafos griegos Costis Hadjimichalis y Dina Vaiou, Soja (junto con el geógrafo británico Derek Gregory), podían atacar sin piedad, como lo hicieron con las geógrafas feministas: la danesa Kirsten Simonsen o la inglesa Nicky Gregson.

En el último encuentro del Egeo, en la isla de Syros (2012), vi a Ed atacar con toda la fuerza que aún le quedaba, a Costis y al geógrafo británico Ray Hudson. Aún retumba en mi memoria aquella fuerza proteíca en la voz de Ed, ese Ed después agónico de cáncer, ese estar ahí empedernido. Sólo ahora me percato de que aquellos “ataques” constituían la forma más alta del compañerismo intelectual y político.

Aquella autenticidad, tan escasa en un entorno académico europeo contemporáneo, en el que la financiación de la investigación ha amansado y domeñado el naturalmente rebelde y crítico comportamiento académico, hasta el punto de volverlo inocuo… ¡cuán necesario y obligado resulta ahora recuperar la pasión de tu voz, entrañable Ed!

Soja nunca quiso “hacer escuela”. Si lo hubiéramos seguido al pie de la letra, “aplicando” algún marco teórico o metodológico suyo, se hubiera decepcionado. Aquello podía ser frustrante.

Antes de mi partida a España, a mediados de los noventa, para realizar el trabajo de campo doctoral en Barcelona —con el maravilloso apoyo institucional de mis colegas geógrafos de la Universidad Autónoma de Barcelona, María Dolores García-Ramón, Abel

Albeti Mas y la geógrafa argentina Perla Zusman—, le pregunté a Soja, medio anticipando su respuesta: “¿Cómo investigar el thirdspace?1 ¡Tocándolo! ¡Bailándolo!”, me contestó, con una enorme sonrisa iluminando su rostro.

Pero había algo a la vez liberador en este campo abierto que Soja nos dejaba. Dondequiera que nos encontráramos, independientemente de cualquier marco o método, nos sentíamos volando encima de alas muy grandes e igualmente muy potentes. Seguimos volando encima de ellos, hasta tal punto que, paradójicamente, a veces resulta difícil descender de esas alturas para sentir cómo baten nuestras propias alitas, algo que no sucede con colegas que tuvieron mentores menos “famosos”.

Así pues, puede ser una fortuna, pero a la vez un lastre, ser “sojano”. Tarde o temprano, cada uno de nosotros tuvimos que “matar a nuestro padre”. Algunos con mayor o menor humor y elegancia.2

En su fiesta de jubilación académica, celebrada en 2008, Ed exclamó abiertamente que quisiera saber escribir como el autor de esta semblanza. Se dejaba matar con humor y elegancia, y tenía la generosidad suficiente para festejar conjuntamente los resultados.

Descansa, por siempre, en el espacio, querido Ed Soja. •

Fuentes

Soja, Edward W. (2000). Postmetropolis: Critical Studies of Cities and Regions. Malden: Blackwell.

Soja, Edward W. (1996). Thirdspace: Journeys to Los Angeles and Other Real-and-Imagined Places. Oxford: Blackwell.

Soja, Edward W. (1989). Postmodern Geographies: The Reassertion of Space in Critical Social Theory. Londres: Verso.

Storper, Michael (1995). “The Resurgence of Regional Economies, Ten Years Later: The Region as a Nexus of Untraded Interdependencies”, European Urban and Regional Studies, vol. 2, núm. 3: 191-221.

Storper, Michael y Allen J. Scott, eds. (1992). Pathways to Industrialization and Regional Development. Londres: Routledge.

Notas

1 Este concepto-ancla se fundó en la obra de Soja (1996).
2 En el caso de quien firma este texto, su “muerte al padre” fue soslayar el concepto ciudad-céntrico de Soja — además de toda una tradición urbanística del siglo XX— “provincializándose” como investigador de fronteras europeas, viviendo a caballo entre dos paisajes rurales: Nijmegen (Holanda) y Kleve (Alemania). Sin abandonar el legado conceptual sojano, por supuesto.

Notas de autor

* Abrimos el número de la revista con esta nota en homenaje al maestro Edward Soja. La intención es reconocer su obra y legado académico, así como también las contribuciones que realizó durante su visita en 2012 al Departamento de Ciencias Sociales en UAM-Cuajimalpa. Una de ellas fue la consolidación del perfil de esta revista y su vinculación como parte del Comité Científico de Espacialidades.


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