Aguijón

Recepción: 16 Mayo 2016
Aprobación: 26 Septiembre 2016
Resumen: Mediante el análisis de los discursos de algunos intelectuales que vivieron la Revolución mexicana y escribieron sobre ésta, se observó que el encumbramiento del pueblo como símbolo del conflicto armado fue la consecuencia de un proceso gradual, conflictivo y traumático, y no la epifanía ontológica que algunos filósofos llegaron a postular. En ese transcurso, la brutalidad de las masas no sólo obstaculizó la inserción de nuevos actores, sobre todo el sector campesino, al mapa sociocultural del México de las primeras décadas del siglo XX, sino que además sacó a la superficie antiguas nociones que se creían extintas, como el supuesto vínculo natural entre la violencia y las clases bajas, lo cual se expresó en las representaciones culturales del conflicto.
Palabras clave: literatura nacional, política, discurso, ideología, clase social, violencia, revolución, México.
Abstract: The Mexican Revolution contributed decisively to the incorporation of the grass-root classes –especially the peasant sector- into the sociocultural map of Mexico in the first decades of the twentieth century. However, this incorporation was more the consequence of a gradual, conflictive, and traumatic process than the result of that kind of ontological epiphany that some philosophers came to postulate. Through the analysis of discourse of some intellectuals, the intention is to prove that violence of the people’s armies did not only hindered an easy insertion of the new social actor, but it also brought out to the surface old notions already thought extinct, as the supposed natural relationship between violence and the poor class.
Keywords: national literatures, politics, discourse, ideologies, social class, violence, revolutions, Mexico.
En Memoria mexicana, Enrique Florescano sostieneque la tradición literaria e histórica griega está conformada por una secuenciaque empieza con la figura del narrador popular de hechos legendarios (Homero),sigue con los compiladores de mitos que explican el origen del mundo, de losdioses y de los humanos (Hesíodo), y culmina con la obras de los primeroshistoriadores (Heródoto). En cambio, en la América precolombina “la primeraimagen del recolector del pasado que nos da la historia de Mesoamérica es ladel escriba que recoge los testimonios del pasado para servir a los interesesdel gobernante” (Florescano, 2010: 134). El autor sitúa, pues, el origen de unaherencia mexicana de reescrituras espoleadas por las élites estatales y noestatales en el universo prehispánico. Esa tradición es analizada y revisada aprofundidad en Historia de las historias de la nación mexicana (2002),estudio en el que se muestra cómo ha cambiado la visión del pasado, no tantoporque haya habido modificaciones sustanciales en la concepción de la historiao en la metodología de los historiadores, sino como resultado del fluctuante yaccidentado desarrollo social, político y cultural del país. De este modo, laexplicación mítica del pasado ha sido sustituida por una interpretaciónhistórica y cristiana, una memoria primero criolla y luego mestiza quereivindicó e hizo a estos grupos los protagonistas de la gesta nacional,relegando al indígena y al campesino. En el centro de todas estasmodificaciones existe un elemento inamovible: ciertas instancias de poder quecoordinan la elección e interpretación de las representaciones del pasado.
La lucha de 1910 y el sedimento popular
La Revolución mexicana es el culmen de la tradiciónnacional de reescrituras que plantea Florescano. Después del cambio de régimeny una vez apagadas las últimas llamaradas del conflicto, se tornó indispensablemirar atrás y reacomodar discursivamente las bases de la flamante patria. Adiferencia de otros movimientos revisionistas del país, impulsadospredominantemente por las élites intelectuales, el de la revolución estuvorespaldado de forma muy activa por el Estado. Éste, con ayuda de algunasfiguras de renombre, fomentó la homogeneización cultural mediante la educacióny el estímulo a la producción y difusión de obras artísticas, lo cual desembocóen la manufactura de un imaginario afín al proyecto nacionalista. Lo anteriorexplica en parte la profusión de representaciones alusivas al conflicto armadodurante la posrevolución. Dicha explosión de creatividad es palpable especialmentea partir de los años veinte, cuando el Estado inició un proceso deinstitucionalización que halló un poderoso respaldo en las construccionesculturales. A pesar de que los voceros del gobierno pregonaron su toleranciaante cualquier clase de expresión artística, aun la más crítica, la realidad esque subrepticiamente se fijó una poética legitimadora,1 quede un modo u otro redujo los espacios para las propuestas disidentes:
Las necesidades pragmáticas de la forma en que se expresa la genuina nacionalidad después de la Revolución no tardarían en considerar prioritarias, una vez más, a las letras y las artes en la tarea de institucionalización. Lentamente se establecería un atado de ideologemas cuya influencia en el quehacer literario y artístico habría de alterar su temática, su estilo y su marco referencial: en vez de operar como un ingrediente más de la nacionalidad literaria o artística, la fuerza de la Revolución se asume como su horizonte privilegiado (Sheridan, 1999: 28).
El proceso de recuperación discursiva de la revolución se caracterizó, entre otras cosas, por recuperar el sustrato popular de la nación. El pueblo, que salvo excepciones muy honrosas había estado relegado durante el siglo XIX, se tornó el protagonista de todo tipo de representaciones sobre el conflicto armado. En ocasiones, este hecho se interpretó como el resultado natural de un hallazgo ontológico. Así, Octavio Paz plantea románticamente que gracias a “la Revolución el pueblo mexicano se adentra en sí mismo, en su pasado y en su sustancia, para extraer de su intimidad, de su entraña, su filiación […] la Revolución es una búsqueda y un regreso a la madre” (2004: 293-294). La interpretación de Paz, que no es sino el compendio de visiones precedentes de la misma índole, disimula la progresiva y problemática apropiación del sector popular como personaje central de la epopeya nacional. Un breve análisis de las construcciones culturales sobre el pueblo, surgidas en particular durante las primeras tres décadas del siglo XX, desnuda un proceso de asimilación lleno de contradicciones, pugnas y conflictos internos, y una muy esmerada elaboración discursiva. Lo anterior pone en duda esa especie de descubrimiento del ser que describe el poeta mexicano.
Quienes eligieron al pueblo como protagonista de la nueva reescritura del pasado, sin duda previeron su poder cohesionador. Sin embargo, es posible que no anticiparan que de forma paralela había una fuerte herencia sociocultural que volvería difícil un proceso de apropiación y asimilación. Zuzana M. Pick, experta en fotografía y cine de la revolución, plantea que “the transformation of traditional images into nationalist icons in the postrevolutionary period is evidence that Mexican modernism, rather than an absolute break, involves a cultural and discursive rearrangement of the already existing” (2010: 5).2 La conversión de lo tradicional en imágenes que pudieran interpretarse como resultado de la lucha armada desencadenó una serie de conflictos políticos, culturales e intelectuales, en los cuales puede hallarse un principio de explicación de las representaciones de la violencia revolucionaria.

Intelectuales ante la barbarie
En vísperas de la Revolución mexicana se respiraba un aire turbio en la atmósfera de la Ciudad de México. De ese periodo poseemos numerosos testimonios al respecto, casi todos firmados por intelectuales o artistas. En su diario, Alfonso Reyes dejó registro de ese clima tan convulso y desasosegante: “Abajo todo es contradicciones. Uno asegura que vienen dos mil hombres. Otro, que doscientos. Pierdo la paciencia y el tiempo, y engaño mi amargura encerrándome a escribir —a escribir por escribir; ‘como cosa boba’, decía Santa Teresa—” (1969: 27). El poeta y ensayista redacta su obra y lee a Goethe mientras afuera de su casa la ciudad se agita con manifestaciones y vidrios rotos.
Causaba pánico la materialización de los rumores, y años después, aunque hubo tiempo suficiente para comenzar a digerir la situación y emprender una reflexión que condujera al entendimiento del momento coyuntural en que se encontraba el país, la gran mayoría de los miembros de la intelligentsia mexicana continuaba oculta en su torre de marfil. Para olvidarse de la pedestre realidad, José Juan Tablada no leía ni escribía, como Alfonso Reyes, sino que cuidaba de su jardín oriental, símbolo de la paz porfiriana y de un ideal de belleza que resultaba ya extemporáneo:
Ojalá y ningún hálito de pasión humana venga aturbar mi recogimiento místico, ojalá y ninguna infamia de la vida, ningunadegradante vulgaridad traspase los muros de mi jardín y venga a recordarme quesoy un hombre, un mísero ciudadano de la patria que asesinan y despedazancarrancistas y zapatistas (1992: 92).
Tablada no hallaba compatibilidad alguna entre el color o el aroma de las flores y el hedor de las visiones de barbarie que acarreaban las hordas revolucionarias cuando entraban a la Ciudad de México. Para este poeta, la revolución en realidad no significaba un síntoma de cambio social, sino un obstáculo extremadamente vulgar para que los peces del Japón que nadaban en el lago de su jardín prolongaran su apacible vida. En opinión de Tablada, el movimiento armado era el triunfo “de lo brutalmente negativo sobre la afirmación espiritual” (1992: 91).
Al igual que Alfonso Reyes y José Juan Tablada, Genaro Fernández MacGregor, jurista y difusor de la cultura, encontraba en la ejercitación del espíritu y el pensamiento un cobijo contra la realidad que dominaba las calles de la ciudad. Él se asumía como un hombre de ideas, por lo tanto abominaba la acción, pues ella condensa todo lo mundano, todo aquello que permanece fuera del ámbito del alma:
Las tropas carrancistas entraron a la ciudad amediados de agosto. La curiosidad lanzó a la calle al populacho. Los individuosde la clase media nos quedamos en nuestros domicilios. Yo me engolfé con miamigo Honorato Bolaños en la lectura de Fedra, la tragedia griega deD’Annunzio, recitándola en voz alta. Aquella vibración de arte me servía paraaminorar la zozobra del presente (1969: 243).
Fernández MacGregor lamentaba que en aquellos díaspredominara “el pueblo bajo, los obreros, el pelado, sudando, hediendo yvociferando sin tregua” (1969: 196), porque ese predominio hacía obligatorio elclaustro. Era la misma queja de Antonio Caso, quien en una carta dirigida aAlfonso Reyes evocaba nostálgico y triste la pacífica época de antaño, cuandoera posible comentar las lecturas en tertulia:
extraño sobremanera nuestros días de largas charlasfáciles, nuestros bellos días de la dictadura porfiriana ‘a mil leguas de lapolítica,’ como dice Renán, aquellos días de pláticas deliciosas y ‘libresdiscusiones platónicas’ […] Vivimos en un desquiciamiento infernal… losestudios superiores… nada tienen que ver con un país en el que la barbariecunde como quizá nunca ha cundido en nuestra historia[…] Ser mexicano cultoes una de las inadaptaciones más incuestionables del mundo, ¡qué remedio!(Antonio Caso, en Krauze, 1999: 69 y 71).
Como podemos observar, los intelectuales y artistas que crecieron durante el porfiriato veían en el disturbio social la afirmación del apocalipsis. La revolución entró a las grandes ciudades no sólo a romper la calma, sino también a exterminar la vida cultural. No es una coincidencia que los grandes nombres arriba mencionados se recuerden a sí mismos encerrados cuando los distintos ejércitos revolucionarios —esto es, la encarnación de la barbarie, hasta hace muy poco dormida— ingresaron a la Ciudad de México. La lectura de Goethe o D’Annunzio y el disfrute del jardín oriental de Tablada constituían una forma silenciosa de resistencia espiritual contra la brutalidad que había decidido violentar el perímetro de la civilización. Se entiende, pues, que tras el miedo y la zozobra viniera la añoranza de los tranquilos días de la dictadura.3 El primitivismo de la tropa revolucionaria cegó a la mayoría de los intelectuales y artistas, cuya mirada no vio más allá de las cananas, la porquería de los caballos y los modales rústicos. Como vivían parapetados en sus casonas, probablemente no advirtieron en las huelgas de Cananea y Río Blanco sino los motines de una clase insubordinada por mera falta de disciplina. Y puesto que en los estantes de sus bibliotecas personales no había espacio para México bárbaro (1911), de John Kenneth Turner, muchos de estos hombres parecieron no comprender que quienes agitaban a la ciudad no eran una cuadrilla de anarquistas, ni que la situación, por lo tanto, tampoco la habían de resolver la policía y la cárcel.
Con todo, hubo quien sí consideró en su horizonte un movimiento social en contra de la dictadura. El ya mencionado Genaro Fernández MacGregor, por ejemplo, registró en sus memorias el instante en que discernió la problemática que sacudía al país. Luego de describir, con náusea aristócrata, el contingente de soldados que marchaba frente a su ventana, el jurista expresó: “Eso que desfilaba ante nuestros ojos era México, el verdadero en toda su terrible realidad, el que demandaba justicia, educación y pan… y el que desgraciadamente estaba siempre dispuesto a lanzarse a la rebatiña” (1969: 143). Sin embargo, el reconocimiento de una situación social injusta no bastó para aceptar el bullicio y la zafiedad de las formas. Aunque Fernández MacGregor admitía que México vivía todavía una realidad colonial que requería cambios, de ningún modo estaba dispuesto a dejarse avasallar por “una magma de pasiones y concupiscencias” ni a “perder la dignidad y la paz en luchas enconadas” (1969: 195). Resulta claro que la revolución no era, ni de cerca, la reivindicación social que él había conocido mediante los libros. Lo que veía por la ventana, lo que decían los rumores y lo que describían las crónicas periodísticas no se correspondía con la vibración colectiva que descansaba sobre la unanimidad, la violencia mesurada y un ideario sólido y orientador. Semejante colisión entre realidad y expectativas recuerda, sin duda, al desencanto con que Emilio Rabasa concluye La bola (1887), su novela más importante:

La revolución se desenvuelve sobre la idea, conmuevea las naciones, modifica una institución y necesita ciudadanos; la bolano exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio materialy moral, y necesita ignorantes. En una palabra: la revolución es hija delprogreso del mundo, y la ley ineludible de la humanidad; la bola es hijade la ignorancia y castigo inevitable de los pueblos atrasados […] ¡Miserable bola,sí! La arrastran tantas pasiones como cabecillas y soldados la constituyen; enel uno es la venganza ruin; en el otro una ambición mezquina; en aquél el ansiade figurar; en éste la de sobreponerse a un enemigo. Y ni un solo pensamientocomún, ni un principio que aliente a las conciencias (2004: 167-168).
Escritas en la segunda mitad del siglo XIX, estas palabras reflejan un concepto de revolución que el cambio de centuria parece no haber modificado en el horizonte liberal. Prueba de ello es que gente de la talla de Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos criticó el desarrollo de la revolución partiendo de unos presupuestos idénticos a los de Emilio Rabasa. Se trata de un concepto que claramente execra las pasiones y encumbra las ideas, y que en consecuencia presupone una revolución juiciosa, liderada por ideólogos y ejecutada por una soldadesca disciplinada y pulcra, tanto en lo material como en lo moral, que procede siempre con la más estricta ética marcial y nunca pierde de vista la finalidad colectiva.
La repugnancia que suscitan las pasiones es explicada en parte por el sueño de la modernidad, cuyas conquistas llegarían únicamente mediante la razón. Esta línea racionalista provocó una fiebre por la Ilustración. En adelante, todo cuanto oliera a irracionalidad supondría una amenaza para el progreso y la inserción de México en la corriente civilizatoria de Occidente. De este modo nació un orden sociocultural que relegaba a los márgenes a la plebe citadina, al campesino y al indígena, porque se entendía que esos perfiles sociales constituían la principal rémora para el progreso. En consecuencia, las clases dirigentes “enfocaron la mirada hacia los quehaceres populares para desentrañar aquellos asuntos que detenían el avance de México hacia la modernidad” (Pérez Monfort, 2008: 60). Para tal propósito se alentó el desarrollo de disciplinas, la mayoría con una clara orientación positivista, destinadas a encontrar la ‘cura’ del rezago de los sectores marginados. La psiquiatría social y la psicología criminal fueron las áreas que más conclusiones sacaron al respecto. Luego de un análisis que contemplaba factores biológicos, históricos, atmosféricos, territoriales y culinarios, científicos de la psicología y la sociología (como Julio Guerrero y Carlos Roumagnac), llegaron a la firme conclusión de que el populacho, el campesino y el indígena eran víctimas de un atavismo que los determinaba como agentes portadores de la violencia, razón por la cual se hallaban permanentemente en un estado de estancamiento. Esos perfiles sociales, aseguraba Julio Guerrero, sufrían “una cerebración atávica e inconsciente de sangre y exterminio; y esa es la que ha pervertido y dispara sus voluntades, cuando los episodios políticos les han dado un papel activo y espontáneo en la gran tragedia mexicana” (1901: 254).
Muy lejos de la reflexión sobre las consideraciones de orden social que echaban luz acerca de la violencia, las investigaciones de estos expertos arrojaban datos transparentes y categóricos: las causas que habían detenido la evolución civilizadora de México habían de encontrarse en las clases bajas. Si bien los resultados de tales estudios no se tradujeron en mejoras de ninguna índole, dado que carecían de fundamentos verdaderamente científicos, persuadieron a la clase media y a las élites de que la violencia era un mal privativo del pueblo. Así lo exponía Miguel Macedo: “los homicidios, y en general, los delitos de sangre, son cometidos casi en la totalidad por individuos de la clase baja” (Miguel Macedo, en Speckman Guerra, 2002: 91). Conclusiones como ésta ayudaron sin duda a forjar en las conciencias la certeza de que existía algo así como una clase criminal, y que las personas ajenas a ese grupo, la gente ‘decente’, se encontraban a salvo del contacto con la violencia. Es decir, la generación, la discusión y la difusión de teorías y estudios criminológicos tuvieron un impacto importante en la percepción cultural de los grupos sociales.
La Revolución mexicana removió los cimientos del país, pero su fuerza no fue suficiente para borrar del pensamiento los prejuicios sobre la clase baja citadina, el indígena y el campesino. Por más que la retórica revolucionaria hablara con frecuencia de una ruptura con el régimen de Porfirio Díaz en todos los ámbitos, la realidad es que en muchos aspectos culturales hubo más bien una continuidad. Pablo Piccato, por ejemplo, afirma que la revolución no eliminó la influencia de los criminólogos: “They bequeathed many of their instruments and premises to the project of regeneration of the Mexican people appropiated by the revolutionary state” (2001: 71).4 Si nos remitimos a esta continuidad, es entendible que las crónicas de los periódicos, que mostraban cadáveres de civiles en las calles de la capital, montículos de cuerpos incinerados y ciudades derruidas se leyeran como la validación de la premisa porfiriana sobre el pueblo bajo por antonomasia: a las hordas revolucionarias las dominaba el espíritu de Huitzilopochtli. Las conciencias que todavía observaban y valoraban la realidad mediante el prisma del porfiriato, como en el caso del diputado conservador José María Lozano, no pudieron ver en el conflicto armado sino “el festín más horrendo y macabro que haya presenciado nuestra historia [y en Zapata] la reaparición atávica de Manuel Lozada ‘El Tigre de Alica’” (José María Lozano, en Monsiváis, 1985: 166). Ante las imágenes sanguinarias, muchos, como Genaro Fernández MacGregor, creyeron que lo mejor era la prolongación del totalitarismo o la instauración de una forma de gobierno similar: “por eso creí que el fin de su régimen tenía que ser seguido por otras dictaduras, pidiendo a los hados que fuera tan ilustradas como la del general Díaz” (1969: 195). El tirano había zarpado rumbo a Francia, pero su herencia permanecía en tierras mexicanas.
Como podemos advertir, pasados algunos años desde el estallido de la revolución, todavía no se atisbaba la naturaleza redentora del pueblo. El proceso de elevación de los ciudadanos de clase baja como protagonistas de la gesta nacional ya había iniciado en el discurso político, pero la gran mayoría de los sectores pudientes seguía viendo al pueblo como un obstáculo para el desarrollo del país. La trayectoria de ese proceso de asimilación en el círculo artístico e intelectual fue distinta y no se corresponde con las palabras de Octavio Paz, cuya terminología encubre un desarrollo lleno de conflictos y tensiones, muchas veces no resueltos del todo. Si bien es cierto, como apunta Pérez Monfort, que la “inmensa carga popular que trajo consigo el movimiento revolucionario replanteó el papel que ‘el pueblo’ desempeñaría en los proyectos de nación surgidos durante la contienda y en los años subsiguientes” (2008: 72), también es verdad que tal replanteamiento no abolió las nociones prerrevolucionarias acerca de las clases populares. Las reflexiones que Samuel Ramos vertió en su obra capital, El perfil del hombre y la cultura en México (1934), se distanciaron del determinismo genético, ambiental y social que imperaba en las investigaciones de Julio Guerrero y Carlos Roumagnac; sin embargo, sus análisis caracterológicos no divergían en lo esencial de la línea clasista y racista que seguían la criminología y la psicología social finiseculares. Basta recordar la célebre descripción que Samuel Ramos hace del paria citadino:
El ‘pelado’ pertenece a una fauna social decategoría ínfima y representa el deshecho (sic) humano de la gran ciudad. En lajerarquía económica es menos que un proletario y en la intelectual un primitivo[…] Es un ser de naturaleza explosiva cuyo trato es peligroso, porque estallaal roce más leve […] Es un animal que se entrega a pantomimas de ferocidad paraasustar a los demás, haciéndole creer que es más fuerte y decidido (1952: 54).
Que Ramos considerara todas las capas sociales en su examen supone un avance, pero las conclusiones a las que llegó corroboran el abismo ontológico que según los planteamientos positivistas había entre tales estratos. Así pues, para el filósofo mexicano, el pueblo era animalesco, intelectualmente primitivo y rudimentario en sus maneras, a diferencia de las clases cultivadas, que a pesar de ser susceptibles a los arrebatos de ira y a adquirir “el tono y el lenguaje del pueblo bajo” (1952: 62) en situaciones límite, tenían más dominado su complejo de inferioridad gracias a la educación.
Como diría Carlos Monsiváis,más que desencadenar el autoconocimiento del ser, el estallido de la revoluciónsacó a la superficie los espectros del porfiriato. Según el pensamiento másdifundido en la época, existía una violencia adormecida en las clases popularesy una ceguera y amoralidad que las hacía incapaces de encabezar un cambiosocial de grandes y virtuosas dimensiones. A pesar de que los reivindicadoresdel pueblo no tardaron en emerger,
tales espectros persistieron y siguieronnutriendo a los hermeneutas de la revolución:
the Revolution ‘surprised’ both the old regime andthe intellectuals who wanted to reform. The Revolution, after all, was anintrusion upon a centuries-old intellectual order, much of which remainedintact during the passing of the Porfirian world […] Since many weight issueshad been raised during the pre-Revolution, the year 1910 was as much the crestas the beginning of change. The intellectuals were prime examples of thecontinuity between the two periods (Schmidt, 1991: 178-179). 5
Considero que esta continuidad resulta clave para el concepto de violencia que predominará durante la revolución, condicionará las reflexiones que se emprenderán sobre el saldo del movimiento durante la posrevolución y será la base de una conflictiva relación dialógica en las representaciones culturales de ese último periodo.
Explicación de la violencia
La dicotomía razón-instinto que inspira lasreflexiones finales de la novela de Emilio Rabasa será el fundamento de algunasde las más importantes definiciones de la Revolución mexicana que se elaborarándurante la primera mitad del siglo XX. En los años veinte, por ejemplo, AlfonsoReyes escribe:
la Revolución Mexicana brotó de un impulso mucho másque de una idea. No fue planeada. No es la aplicación de un cuadro deprincipios, sino un crecimiento natural […] Nació casi ciega como los niños y,como los niños, después fue despegando los párpados (1993: 184-185).
En El laberinto de la soledad, Paz prácticamente calca la opinión de su homólogo, pues sostiene que la “Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad” (2004: 294). Antes, Jesús Silva Herzog había aseverado que el movimiento revolucionario “nació del mismo suelo, del corazón sangrante del pueblo y se hizo drama doloroso y a la vez creador” (1981: 36). El hecho de que definiciones del conflicto armado acuñadas casi medio siglo después de la revolución sigan recurriendo a la dicotomía razón-instinto como columna vertebral, dice mucho acerca de la fuerza con que ciertas ideas se aferraron a las conciencias, pese a los profundos cambios que trajo el movimiento social. Al margen de sus resonancias románticas, las palabras de Alfonso Reyes, Octavio Paz y Jesús Silva Herzog evidencian la aceptación y difusión de un estereotipo que hace del pueblo una fuerza arrolladora que carece de autocontrol en la medida en que no posee el freno de la razón. Desde el encuadre de este prejuicio, las clases populares son capaces de renovar un país entero siempre y cuando cuenten con el inestimable auxilio de algo que simplemente no tienen: inteligencia, la cual provee mesura y orienta. En el peor de los casos, una muchedumbre que avanza sin diques de contención puede malograr cualquier promesa de cambio social.
Mientras esta visión de las masas se afianzaba, hubo intentos de aproximarse a la violencia revolucionaria desde una perspectiva que no era clasista o racista, y que la situaba en el marco de la coyuntura. El ejemplo más claro es quizá el de Luis Cabrera, quien en 1911 escribió uno de sus más célebres textos, “La Revolución es revolución”, firmado bajo el pseudónimo del Lic. Blas Urrea, para responder a aquellos que buscaban desacreditar el movimiento armado apelando a los niveles de violencia que producía:
Las revoluciones son revoluciones, es decir, estadospatológicos y críticos de las sociedades y constituyen situaciones anormales.Las revoluciones implican necesariamente el desconocimiento general y absolutode todas las autoridades, de todos los principios de autoridad y de todas lasleyes políticas de un país; son la negación de las formas institucionales y noestán sujetas a más reglas que las que impone le necesidad militar o el planrevolucionario. Por tanto, tienen forzosamente que adolecer, deben adolecer, detodos aquellos ‘vicios’, digo mal, deben tener todas aquellas ‘condiciones’ quese critican a la Revolución de San Luis (Urrea, 1985: 239).
Cabrera sostenía que todo movimiento armado constaba de dos fases: la destructiva y la constructiva, y que durante la primera el instrumento más importante era, por definición, la violencia. Con todo, ésta no debía valorarse como normalmente se hacía. Tras la aparente tautología de la cláusula ‘La revolución es revolución’, se ocultaba, por un lado, una elucidación de la realidad que parecía mucho más realista y más consonante con las condiciones excepcionales del momento, y por otro, el reconocimiento de que la lucha tenía una lógica particular que necesariamente debía tomarse en cuenta a la hora de valorar lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, la expresión fue interpretada como el consentimiento del exceso. Durante la revolución constitucionalista, acaso la etapa más cruenta de la contienda, hubo cabecillas que decidieron agregar un segundo artículo definido, y al clamor justificativo de ‘¡La revolución es la revolución!’ cometieron toda clase de atrocidades. Cuando años después Luis Cabrera esclareció el sentido de su proposición, fue acusado de reaccionario por quienes creían que le negaba al movimiento su derecho de usar la fuerza.
Las palabras de Cabrera tenían como destinatarias sobre todo a las mentes conservadoras. A ellas se dirigía para decirles que no esperaran de la revolución buenas maneras ni civismo, que debían asumir el estado de guerra como una etapa de transformación del país, aun con todas sus desmesuras, y que los niveles de violencia se relacionaban menos con atavismos históricos y biológicos o falta de educación que con la trascendencia del momento y con el grado de injusticia social que el antiguo régimen había propiciado. Nueve años más tarde, Francisco Bulnes interpretaría la violencia revolucionaria en los mismos términos, sólo que apelando a un vocabulario médico, tal vez como una suerte de resabio de su pasado con los científicos, el grupo de intelectuales porfiristas del que se rodeaba Díaz: “Una revolución es la reacción violenta saludable de un organismo, contra la infección que lo ha invadido”. En los casos de mayor gravedad, prosigue, “hay diarreas de sangre, vómitos pestilentes de pasiones rastreras, transpiración tóxica abundante de crueldad, de iniquidad, de bestialidad” (1920: 5). Para Bulnes, estos son síntomas del mal que padece el organismo: la injusticia; por ello la revolución se había visto en la obligación de cumplir una “función eliminatoria sanguinaria” (1920: 9) para curar el cuerpo social enfermo. Era necesario, pues, no dejarse apabullar por las manifestaciones extremas de violencia si se pretendía percibir los “esplendores filosóficos y místicos”, el “empuje progresista” y los “fines redentores” (1920: 6) que estaban detrás del movimiento.
Interpretaciones de la violencia revolucionaria como las de Luis Cabrera y Francisco Bulnes, caracterizadas por enfatizar la excepcionalidad de las circunstancias y por exigir implícitamente la aceptación de la desmesura propia de la guerra, no sumaron muchos adeptos de altura. La mayoría de los intelectuales y artistas simpatizantes del conflicto armado rehusaron el pragmatismo patente en estas visiones, y ante los cuadros sangrientos que la revolución les ofrendaba no pudieron sino darle la razón a Emilio Rabasa: la ignorancia y la inmoralidad del pueblo eran un lastre insuperable. Esta certidumbre, resultado de la convergencia de los excesos observados y de los prejuicios de la clase ilustrada, entró en pugna con el convencimiento liberal de que el país requería cambios profundos. En muchos casos, dicho debate derivó en un conflicto interno: ¿cómo armonizar el espíritu renovador, noble y magnánimo de la revolución con el primitivismo, la impureza y la lubricidad de las masas, su contingente más importante, tanto material como simbólicamente? Es claro que esa disyuntiva se vivió y expresó de muy distintas maneras, dependiendo de la trayectoria personal, artística e ideológica de cada uno. Sin embargo, halló un denominador común en la imposibilidad de aceptar la revolución con todos sus defectos no calculados.
De entre todos, José Vasconcelos es tal vez la figura vinculada al movimiento que mejor ejemplifica el conflicto interno mencionado. Además de ponernos al tanto de sus peripecias personales y de su recorrido como intelectual y funcionario, su monumental pentalogía memorística —reunida en cinco volúmenes: Ulises criollo (1935), La tormenta (1936),El desastre (1938), El proconsulado (1939) y La flama (1959)— talla un retrato muy complejo de la revolución en el que destacan especialmente la crítica a los arribistas y los lamentos ante el rostro más brutal de la guerra. De sus remembranzas se deduce que si bien comprendía los fundamentos históricos, sociales y económicos de la lucha, para José Vasconcelos todo era reducible a la colisión entre las fuerzas de la civilización y el progreso, de las que por supuesto él formaba parte, y las fuerzas retardatorias y destructivas. En la concepción vasconceliana de estos impulsos antagónicos las masas ocupan una posición equívoca, por decir lo menos: la historia y los avatares sociales las han llevado a abanderar la causa de Quetzalcóatl, pero ontológicamente pertenecen a la horda de Huichilobos.
Cuando Vasconcelos narra los años previos al levantamiento en Ulises criollo, es evidente que la contemplación de los campesinos y los indígenas no estimula en él la ilusión de quien percibe el motor del cambio. Sus palabras, por el contrario, traslucen el desencanto de quien no ve más remedio que echar mano de un sector de la población que es enérgico y numeroso, pero también ciego, sordo y gustoso de la violencia. Del indígena se expresa en los siguientes términos: “¡Desesperado tiene que estar un pueblo que así fía su destino al elemento salvaje de su población!” (2001: 274). De la gente del campo, esa multitud “gallera y alcohólica” (2001: 254), no se puede esperar más que de los indígenas: viven en un ambiente “que sigue siendo azteca en su capa más profunda” (2001: 371), un ambiente que no consiguieron destruir “cuatro siglos de predicación cristiano-hispánica” (1983: 129). Así pues, ante los ojos de José Vasconcelos, la revolución estalla no como la irrupción de una esencia mexicana aprisionada por los brazos coercitivos de Díaz y sus secuaces, sino como la triste y espantosa certificación del diagnóstico de un intelectual acostumbrado a la paz de su biblioteca:
los que con algún destello de conciencia mirábamosaquellas hordas de salvajes, cumplimentadas y aduladas por la opinión y lasumisión de los débiles de arriba, experimentábamos el efecto de la pesadillaazteca, lo que hubiera sido México si triunfa la primera conspiración indígena,la que hizo abortar el gran Virrey Mendoza; lo que sería México si de pronto,suspendida la inmigración española y europea, entregado el país a sus propiasfuerzas todavía elementales, los trece millones de indios, empezasen a absorbery a devorar a los tres o cuatro millones de habitantes de sangre europea (1983:129).
‘Aztequismo’ fue otro término empleado para apelar a la supuesta relación atávica entre las clases bajas y la violencia, de la que tanto hablaron y escribieron los criminólogos del porfiriato. En una revolución que es para Vasconcelos una pesadilla azteca, ni más ni menos que una “orgía de caníbales” (1983: 107), una “hecatombe a lo Huichilobos” (1983: 128), “la barbarie desencadenada” (1983: 95), no hay espacio alguno para la épica ni, en consecuencia, para el heroísmo del pueblo, cuya máxima virtud, una suerte de vigor orgánico, se consume en matanzas inútiles.
Ahora bien, a diferencia de gente como Alfonso Reyes, Antonio Caso, Genaro Fernández MacGregor, José Juan Tablada, Emilio Rabasa y José López Portillo y Rojas, Vasconcelos no añoraba la paz porfiriana; quizás su conciencia revolucionaria no se lo permitía. Sin embargo, la certidumbre de que el régimen de Díaz fue muy pernicioso para el país nunca supuso un óbice para que el autor de La raza cósmica(1925) expresara y subrayara con mucha frecuencia su descontento con la forma que tomó el conflicto, en especial tras el asesinato de Madero y Pino Suárez. A Vasconcelos no le convencía la interpretación pragmática de Luis Cabrera, quien soslayaba las desmesuras de la insurrección porque consideraba que la consecución de los objetivos revolucionarios no debía ponerse en riesgo por hacer caso de los escrúpulos de los remilgosos. Mucho más idealista, José Vasconcelos sostenía que a pesar de que “todos tenemos una manera de entender la revolución”, era necesario no “concebirla aliada con el robo y el asesinato”, y que cuando se mataba se debía hacer “públicamente, justificando su procedimiento y fundándolo en la más estricta justicia” (1983: 155). Con semejante código de ética bajo el brazo, resulta comprensible la decepción y la amargura que despiden sus palabras cuando aborda algún asunto relacionado con la lucha armada.
José Joaquín Blanco asevera que el gran fracaso de Vasconcelos como narrador de la revolución se

debió al hecho de que jamás observó en ella a las masas, sino “sólo a personajes individuales (Maytorena, Antonio Villarreal, Villa, Zapata, Calles, Obregón, Carranza, etcétera) que se reiteran: corren, se arriesgan, se divierten, cometen infamias o virtudes, suben o caen” (1993: 62). Esta afirmación, me parece, precisa un matiz: José Vasconcelos sí se ocupa, y mucho, del pueblo, pero lo que dice de él diverge en grado sumo de la retórica reivindicadora de la que gozaron los campesinos y los indígenas. Este último tipo de discursos los llevó a convertirse en símbolos indiscutibles del movimiento, sobre todo a partir de los años veinte. En ese aspecto, Vasconcelos no puede considerarse oportunista: dado que publicó sus memorias en la década de los treinta, pudo haber aprovechado la distancia histórica para moderar sus juicios sobre las masas, pero no lo hizo. Mantuvo sus ideas intactas, según las cuales, el conflicto armado había degenerado en un festín sangriento en gran parte gracias a las clases populares alentadas por la codicia de ciertos caudillos. Estas opiniones, además, le eran muy favorables al Vasconcelos político

para denostar a losgobiernos posrevolucionarios, a los cuales enfrentó como candidato a lapresidencia. Según sus premisas, los mandatos de Álvaro Obregón y PlutarcoElías Calles suponían la sofisticación de las destrezas de Huichilobos, no suabolición.
En 1911, Luis Cabrera habíadicho que las revoluciones eran estados anormales de la vida de los pueblos, yque “tratándose de la anarquía, sería tonto querer rechazar el cargo hecho alas masas revolucionarias” (Urrea, 1985: 233). Además, pensaba que las ideastenían importancia secundaria en una coyuntura como la que estaba viviendo elpaís, porque “los estudios de los sabios y sus opiniones de gabinete” (Urrea,1985: 233) no constituían la raíz del movimiento armado: “Las ideas de Rousseauy de los filósofos de la Enciclopedia no fueron el principio de la Revoluciónfrancesa, sino meras teorías utópicas, que más tarde habrían de seraprovechadas como bandera por la revolución de 1789” (1985: 250). JoséVasconcelos, y junto con él otros intelectuales y varios artistas, nuncaconsiguió encarar la turbulenta primera década del siglo pasado con lasobriedad y tolerancia de Luis Cabrera, cuyas ideas intentaban explicar lainevitabilidad de la violencia revolucionaria. La línea legalista ycivilizadora de Vasconcelos únicamente propició desengaños y pesadumbre:tanta muerte gratuita, corruptela, caudillismo, felonía y vileza no podíanformar parte de una lucha armada moderna. De forma paradójica, el impacto conla realidad fue para José Vasconcelos la confirmación de que existía unarevolución pura —la revolución de Quetzalcóatl, tan ilusoria como ingenua—, quepreconizaba las ideas y que se basaba en el convencimiento de que larehabilitación de una sociedad viciada era practicable sin salirse de la líneade la civilidad, el derecho y la ética marcial, por supuesto, entendidos desdela perspectiva de la clase media ilustrada de la época.
Conclusiones
La tensión entre la revolución ideal y la revoluciónmaterial se tradujo en un conflicto interno de algunos intelectuales, lo cualdificultó más de lo que se piensa la apropiación del pueblo como símbolo de larebelión. En lugar de anularlas, como pregonaba la retórica del movimiento, lalucha armada heredó las nociones porfirianas del campesino, el indígena y elpopulacho urbano, y a partir de ellas hizo frente a la nueva realidad que latormenta revolucionaria inauguró: la ‘clase criminal’ había dejado los márgenespara robustecer el ejército que habría de renovar al país. Este nuevo ambienteatribuló no solamente a los intelectuales y artistas de la vieja escuela, queairearon su añoranza de la paz porfiriana y, por lo tanto, no vieron del todomal el cuartelazo de Victoriano Huerta, sino que también fue motivo depreocupación para los más liberales, quienes, por un lado, aborrecían lasprácticas del antiguo régimen, pero por otro, no estaban preparados paracomprender el nuevo estado de cosas en el que la violencia del pueblodesempeñaba un rol medular en la restructuración social del país. Esta desazón,como cabría esperar, no permaneció en el terreno de las reflexiones ydiscusiones ideológicas y políticas, sino que migró a la parcela de lasrepresentaciones culturales, donde se expresó de formas muy diversas.
Referencias
Blanco, José Joaquín (1993), Se llamaba Vasconcelos: una evocación crítica, México, Fondo de Cultura Económica.
Bulnes, Francisco (1920), El verdadero Díaz y la revolución, México, Eusebio Gómez de la Fuente, editor.
Fernández MacGregor, Genaro (1969), El río de mi sangre: memorias, México, Fondo de Cultura Económica.
Florescano, Enrique (2002), Historia de las historias de la nación mexicana, México, Taurus.
Florescano, Enrique (2010), Memoria mexicana, México, Fondo de Cultura Económica.
Guerrero, Julio (1901), La génesis del crimen en México. Estudio de psiquiatría social, París, Librería de la Vda de Ch. Bouret.
Krauze, Enrique (1999), Caudillos culturales en la Revolución mexicana, México, Tusquets Editores.
Monsiváis, Carlos (1985), “La aparición del subsuelo. Sobre la cultura de la Revolución mexicana”, Historias, núm. 8-9, pp. 159-177.
Paz, Octavio (2004), El laberinto de la soledad, Madrid, Cátedra.
Pérez Monfort, Ricardo (2008), “El pueblo y la cultura. Del Porfiriato a la revolución”, en Raúl Béjar Navarro y Silvano Héctor Rosales Ayala (coords.), La identidad nacional mexicana como problema político y cultural nuevas miradas, Cuernavaca, Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, pp. 57-80.
Piccato, Pablo (2001), City of Suspects: Crime in Mexico City 1900-1931, Durham, Duke University Press.
Pick, Zuzana M. (2010), “Cine y archivo: algunas reflexiones sobre la construcción visual de la Revolución”, en Olivia C. Díaz Pérez, Florian Gräfe y Friedhelm Schmidt-Welle (eds.), La Revolución mexicana en la literatura y el cine, Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, pp. 217-226.
Rabasa, Emilio (2004), La bola y La gran ciencia, México, Porrúa.
Ramos, Samuel (1952), El perfil del hombre y la cultura en México, Buenos Aires, Espasa-Calpe.
Reyes, Alfonso (1969), Diario: 1911-1930, México, Universidad de Guanajuato.
Reyes, Alfonso (1993), “Pasado inmediato”, en Stella Mastrangello (comp.), La “x” en la frente. Textos sobre México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 181-223.
Schmidt, Henry C. (1991), “Power and Sensibility: Toward a Typology of Mexican Intellectuals and Intellectual Life, 1910-1920”, en Roderic A. Camp, Charles A. Hale y Josefina Zoraida Vázquez (eds.), Los intelectuales y el poder en México. Memorias de la IV Conferencia de Historiadores Mexicanos y Estadounidenses, México/Los Ángeles, El Colegio de México/UCLA Latin American Center, pp.173-188.
Sheridan, Guillermo (1999), México en 1932: la polémica nacionalista, México, Fondo de Cultura Económica.
Silva Herzog, Jesús (1981), Antología: conferencias, ensayos y discursos, México, Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto de Investigaciones Económicas/Dirección General de Publicaciones.
Speckman Guerra, Elisa (2002), Crimen y castigo: legislación penal, interpretaciones de la criminalidad y administración de justicia (Ciudad de México, 1872-1910), México, El Colegio de México/Universidad Nacional Autónoma de México.
Tablada, José Juan (1992), Obras IV: Diario (1900-1944), México, Universidad Nacional Autónoma de México.
Turner, John Kenneth (1911), Barbarous Mexico, Chicago, C. H. Kerr Higgins.
Urrea, Blas (1985), Obras políticas, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana.
Vasconcelos, José (1925), La raza cósmica: misión de la raza iberoamericana. Notas de viajes a la América del sur, París, Agencia mundial de librería.
Vasconcelos, José (1938), El desastre, México, Botas.
Vasconcelos, José (1939), El proconsulado, México, Botas.
Vasconcelos, José (1959), La flama. Los de arriba en la revolución. Historia y tragedia, México, Compañía Editorial Continental.
Vasconcelos, José (1983), La tormenta, México, Trillas.
Vasconcelos, José (2001), Ulises criollo, México, Porrúa.
Díaz Arciniega, Víctor (2010) Querella por lacultura “revolucionaria” (1925), México, Fondo de Cultura Económica.
Notas
Notas de autor