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Dulce flagelo
JuanAntonio Rosado-Zacarías
JuanAntonio Rosado-Zacarías
Dulce flagelo
La Colmena, núm. 92, 2016
Universidad Autónoma del Estado de México
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La abeja en La Colmena

Dulce flagelo

JuanAntonio Rosado-Zacarías*
UNAM , México
La Colmena, núm. 92, 2016
Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 31 Mayo 2016

Aprobación: 05 Agosto 2016

Alba se peinaba frente al espejo del tocador. La silueta de la mano se proyectaba contra la pared mientras, en mangas de camisa, desde la puerta de la recámara, Alfonso veía, bajo la luz tenue de una lámpara, la espalda cruzada por el resorte blanco del sostén, el armónico vaivén del peine sobre el cabello castaño y el rostro femenino en el espejo. Con más pómulos que ojos por el desvelo de la noche anterior, Alfonso se rascaba la cicatriz de la mejilla y le reprochaba a la mujer: ¡No puedes vivir sin tus pinches hijos!

Los ojos verdes de la viuda se encendieron. A pesar de esparcir un perfume dulce, refrescante —el olor sereno de la recién bañada—, se levantó con brusquedad y arrojó el peine sobre la cama. Los calzones dejaron ver el oscuro triángulo del sexo. Beatriz se desgañitó en una lluvia de golpes, bofetadas, increpaciones que hicieron temblar sus pechos y retroceder al hombre. Con la incertidumbre en la mirada, pero sin resignarse a la humillación, él dio la vuelta evitando los golpes. ¡Pendejos! Insultó a los hijos que echados platicaban en la sala, con el televisor encendido. ¡Putos! Un gato blanco cargado de electricidad maullaba en el corredor. Sin mirar atrás, Alfonso lo esquivó. Abrió furioso la puerta. ¡Ya no vuelvo! El felino corrió tras él con pasos suaves y veloces.

*

Sí: llegué de lejos con la esperanza de encontrar a una amiga, a alguien con quien conviví por cuatro años, con quien pasé tristezas y alegrías pero, carajo, me encuentro con la alegoría del rencor, con la venganza personificada, con la insistencia en un pasado demoledor y no en un pasado de ternura. Alba me ha recibido con brazos abiertos y con una breve charla de la que emanó su viejo perfume de sándalo, una plática que de nuevo reveló cariño en esos grandes ojos azules, en la negrura del pelo y en la tersura de la piel. Era una mujer bella, pero de su cabeza surgían viejos rencores. Por ejemplo, siempre se enfureció porque yo dejaba los jabones llenos de pelos después de bañarme. Era inevitable. Ella lo tomaba como un pretexto más para entrar en conflicto. Su afán por victimizarme fue creciendo al grado de que llegué a amenazarla con regresar a mi ciudad y olvidarla para siempre. Empecé a empacar mis cosas cuando su histeria le hizo pedirme perdón y obligarme a permanecer. En realidad, yo no podía irme así de fácil: había invertido muchos esfuerzos (y pelos) en venir hasta aquí, ¡y todo para ser rechazado por un capricho!

Los días siguientes fueron más serenos, aunque siempre resurgían los rencores y la tonta insistencia en que yo la engañé, en que yo escribí esa carta injuriosa, en que yo pisotee y escupí lo más sagrado: el amor a sus hijos y hacia mí. Su hija Amalia llegó una semana después. Hubo escenas conflictivas entre ambas, sobre todo por los rencores e incomprensiones de la adolescente. Al cabo de varios días, Alba se sentía complacida en evidenciar su autoritarismo ante la joven y no reparaba en humillarme frente a ella. La debilidad de la muchacha la hacía cobijarse en el ala materna y ambas se pusieron en mi contra.

Pero no podía retirarme por dos razones: la primera, por una dignidad mezclada con cinismo y carencia de efectivo suficiente para pagar un buen hotel (ya había tenido muchos gastos y me era imposible pagar mi tarjeta de crédito). La segunda, porque yo trataba a toda costa de conservar los instantes felices —efímeros— que con intensidad vivimos Alba y yo en el pasado. En más de una ocasión, ella se atrevió a decirme que no me había invitado, sino que yo vine por mi voluntad. Le contesté que pudo haberme dicho que no viniera. En contraste, me preguntó por qué lo hacía por tan corto tiempo. Me ofreció alojamiento y comida. Lo segundo fue falso: desde el primer día me exigió comprar despensas y más despensas.

Me encontré con una histérica que por momentos cantaba y bromeaba, y a los pocos segundos arremetía contra mí sólo por derramar cerveza en el piso o por observarla mientras se peinaba. ¡Qué guapa era!, pero ¿valía la pena tanto sacrificio? Hace mucho escuché que las víctimas se vuelven verdugos y eso le ocurría a ella. Cuando tenía dieciocho años, Alba tuvo que casarse con quien la había embarazado. Cinco años después, ese periodista asociado a la guerrilla fue torturado y asesinado por un grupo paramilitar. Había nacido un segundo hijo —ciego, por culpa del partero (mal llamado médico) amigo del pater familias— en una comarca donde no existían instituciones serias para los minusválidos. Mientras el esposo era torturado, en un pueblito cercano Alba vivía la agonía de su madre, quien terminó consumida por el sida pocas semanas después. Sí: todo eso fue un melodrama, pero la vida está hecha de melodramas, y quien diga lo contrario no ha vivido ni visto vivir. La mujer se encontró de repente sola, con dos hijos: una niña hiperactiva y un niño ciego. Desamparada, con una familia incomprensiva que, lejos de ayudarla, le estorbaba en su progreso espiritual, se hallaba entre la espada y la pared. Poco después, su hijo de tres años fue violado durante varias semanas por un vecino, un ex soldado que participó en la famosa guerra contra el narco. El pederasta moriría meses después al impactarse, ebrio, en una motocicleta. Para colmo, Alba fue segregada por su decisión de vivir en unión libre con un negro de carácter débil que terminó por chocar su automóvil, destruir sus cosas, golpearla y amenazarla con el suicidio después de que ésta lo traicionara con otro negro y lo abandonara definitivamente.

Yo trataba de entender todo eso: la amargura de Alba, su constante lucha por emerger en un mundo de obstáculos, sus contradicciones, su eterna defensa ante todo lo que su imaginación y su fantasía le hacían creer como negativo. Pienso que su mala fe es producto de la neurosis. De poco le sirvió haber vivido en una comunidad indígena; comunidad que luego fue masacrada por el ejército que buscaba drogas hasta en el culo de las viejas pordioseras. De nada le sirvió leer libros hinduistas con el concepto de no violencia, si la mayoría de las veces, velada o explícitamente, destilaba violencia por los cuatro costados.

Cuando vivimos juntos con sus hijos, llegamos a tener más conflictos que alegrías, y lo peor fue que los conflictos, mezclados con las intensas alegrías, nos crearon una dependencia patológica. Nuestra relación era de amor-odio y yo me dediqué a escribir cosas destructivas, algunas basadas en historias reales. Cualesquiera que hayan sido los resultados literarios de esas historias, lo cierto es que yo conservaba la esperanza de que todos los rencores de Alba se hubieran olvidado, pero lejos de borrarse, con los años se reafirmaron. Sus rencores ante mis supuestas mentiras, ante la carta que por mero impulso yo había escrito, la hacían odiarme más que amarme, a pesar de mis muchos detalles amorosos.

Fui otra vez a su encuentro para tratar de imaginar una alegría, recordar lo bello que fue el pasado, trabajar para reconstruir una amistad, pero me encontré con la tristeza y, sobre todo, con el recuerdo de lo que fue un pasado conflictivo, agusanado por la locura de una frustrada incapaz de darse tiempo para progresar y que le achacaba a los demás su falta de tiempo. Los problemas de su vida familiar, el hecho de tener que educar a un hijo ciego y loco, el hecho de haber estado separada de su hija, a la que envió con sus familiares paternos del Deus Operis, aunque ella estuviera contra esa secta siniestra, sólo porque la niña de catorce años osó fugarse durante una semana con un drogadicto, quien le arrebató la virginidad.

El hecho de haber perdido a su esposo y a su madre al mismo tiempo y de haber sido perseguida en el sur del país, de haber tenido que cambiar tres veces de ciudad porque no podía educar a su hijo en condiciones precarias, todo ello aunado a una infancia con madre dominante, la hacía emanar amargura, enojo y una agresión hacia todo lo que no le parecía adecuado desde su punto de vista, hacia todo lo que “estaba bien”, hacia aquellos que no habían sido víctimas. Era un afán de tener la última palabra. La ternura que me entregó fue proporcional a su violencia. A veces, yo sólo podía sonreír cuando ella sonreía. Casi siempre su afición consistía en ejercer el dominio sobre los demás, en imponerse sobre quienes percibía como más fuertes.

Mientras viví en su nueva casa, recibí ternura, cariño, pero más que nada humillaciones, no sólo en la intimidad, sino —con más intensidad— frente a sus hijos o invitados. Si me defendía o imponía, me cortaba la palabra, me censuraba, insultaba y hasta llegó a decirme gorrón. Me sentía desvalido porque me daba alojamiento, y sus humillaciones —¡qué casualidad!— se intensificaron dos semanas antes de mi partida, al verme en una situación económica precaria.

Nunca recordó lo que la ayudé mientras estuvimos casados (más ayuda espiritual que económica). Nunca recordó lo que la hice crecer en el aspecto cultural, toda la instrucción que recibió de mí, el hecho de que buena parte de su biblioteca y de su música se debiera a mi causa, los viajes que hicimos juntos, lo que aprendimos... No recordar es preferir la ingratitud y yo sentí la ingratitud. Bastaba que yo le exigiera respeto para que me dijera que el irrespetuoso era yo y si quería seguir la disputa me cortaba la palabra. Con el tiempo me pareció inútil continuar cualquier discusión. Su histeria la hacía cambiar de un estado de ánimo a otro sin aviso. Era fácil inventar un conflicto si no existía. Cuando yo agachaba la cabeza, la dureza de su mirada se apaciguaba y al cabo de unos instantes ella bromeaba.

A veces, durante mi estancia, ella hacía notar su resentimiento al intentar opacarme ante los otros. Ya lo había tratado de hacer en varias ocasiones cuando estuvimos casados. La imposición fue el principio de nuestro conflicto. Si quería imponerse, mi dignidad resaltaba y se creaba la situación conflictiva. No tengo ni la sabiduría ni la paciencia del indiferente. Lo que más intentaba producir miedo en su tiranía particular eran las formas despóticas y no el contenido de las palabras: ademanes, gritos, enfados, insultos que demostraban autoridad, pero no una autoridad ganada con la razón, sino con las fuerzas de la pasión. En el fondo, su despotismo dejaba ver su extrema cobardía e hipersensibilidad. En una ocasión le di un poema. No lo escribí por ella, sino por una amante de la que nunca se enteró, pero sentí que se adecuaba bien a su carácter y se lo di. Lo transcribo:

Tu fuerza, tu condena

Eres frágil.

Tu tejido orgánico, delgado,

compuesto de blandos, yuxtapuestos

globos oculares,

humedece su blandura con el tacto

y acaso estalle un día y se deshaga

en un estúpido tropiezo.

Pero mirar con tu cuerpo

a todas direcciones

y almacenar en tu memoria cada punto

parece lo más triste y terrible de tu don.

Sí: tu fuerza radica en las membranas

que te cubren.

Mas la fugacidad con que aprecias

cada breve, cada nimio detalle

se asemeja al agua incorpórea

que se seca bajo un sol de rabia:

deja la huella de la mente

sin el fuego que la hizo fluir.

Así es la múltiple movilidad

de los muchos ojos que te forman:

tan sólo rememora

la huella

pero no la fuerza que la condenó

a su permanencia.

Amalia, la hija de Alba, tenía los atributos negativos de la madre: dureza, hipersensibilidad, neurosis e ingratitud, pero sin sus virtudes. Si la madre era liberal, la hija conservadora a ultranzas. Si la madre se interesaba más en lo espiritual que en lo material, la hija apoyaba la explotación para enriquecerse y deseaba poner en práctica una suerte de capitalismo salvaje para convertirse en multimillonaria. Si a la madre le interesaba abrirse a otros mundos y a otras culturas, la hija se mantenía en el seno de la iglesia y despreciaba otras manifestaciones intelectuales o artísticas sólo porque no se parecían a lo que ella estaba acostumbrada y porque se dejaba manipular con la imagen del infierno y el castigo. Si Alba fue siempre progresista y propugnó la justicia y por ello fue perseguida, la hija tuvo, desde su estancia con la familia paterna, una carrera de reaccionaria que apoyaba los valores del Deus Operis. No bastó decirle que el fundador del Deus Operis fue muy amigo del general Franco, pues ni siquiera sabía quién diablos era Franco.

*

Hoy amanecí con espíritu jodón. Tomo papel y lápiz y escribo la siguiente carta, que pondré en el correo tan pronto pueda:

Alba: ¿sabes lo que eres? Una mierda. La que uno se embarra en los zapatos al caminar distraído por la calle. He visto tus dedos con garras atrofiadas que se desnudan de su piel, exhiben la carne roja, palpitante, descendiente del cartílago podrido. Amaestrados por un molde de caca, tus dedos pendencieros desgarran el aire, arremeten contra el oxígeno, lo vuelven negro como tu mente, catapulta puta que bebe y bebe agresión mientras tus bebés balbucean bebiendo mierda en sus biberones. Acostados en sus cunitas de plástico, aprenden de ti a tener los ojos tristes y ciegos, a ver quién se despelleja los dedos desvaídos que nadan en la nada con don Aire. Eres mierda. Tus máscaras malolientes se ocultan en murmullos agotados, aplastan a tu difunto esposo. ¿No ves lo que haces? Tu espejo, que especula con los culos de tus hijos, se parece a las cucarachas aladas de una pared llena de pus. ¡Vamos al grano! El grano es rojo y lleno de pus. ¡Los granos de maíz y de trigo lanzan eructos de espanto! La mierda lava las nalgas roñosas de tus hijos. Por eso, porque lo propicias, eres mierda. ¡Adiós!

Y mi firma: Alfonso.

*

Sobre la banca de un pequeño parque cerca de la avenida, la contradicción fuma nerviosa mientras la identidad se arroja sonriente por la ventana de un edificio y la ira se arrastra sobre la acera como sierpe moribunda. El aspecto nublado del cielo creó el temor a la lluvia, derrame cerebral del cielo. Las construcciones parecen bañadas por la engañosa inocencia de un niño.

En ese instante se le reveló a Alfonso su propia identidad. ¿Quién era? ¿Quién, quién era? Desde su infancia se reconoció solitario e inadaptado. Sabía que las estadísticas deciden todo en la sociedad y en el mundo donde le tocó vivir, y que aquel que no adula las normas generales —o por lo menos las normas de su grupo— queda marginado sin remedio, excluido, ninguneado. Pero la ausencia de un sentimiento claro de pertenencia nunca lo atemorizó, en gran medida por su carácter solitario, pero también porque pertenecía a una familia rica, y el dinero, siempre abstracto, siempre racional, lo colocó justo en la abstracción de la realidad, donde terminaron de fugarse sus incipientes sentimientos de pertenencia. Desde su primera juventud supo que no había nada de qué preocuparse en el aspecto material, en la misma realidad que lo rodeaba. Siempre se consideró libre de hacer, de ejecutar: allí se hallaba la barrera racional del dinero, que lo protegía incluso de la irracionalidad y del desorden, pero jamás, jamás de la angustia.

*

Después de leer esa carta quise perdonar al cabrón, un cabrón más inválido que mi hijo. Nunca supo el grado de su odio y de su ingratitud hacia todo el cariño que le di, hacia todo lo que le toleré y permití. Su adicción a las drogas y al alcohol, sus enfermedades y alergias, sus engaños, su avaricia... Todo eso y mucho más tuve que soportar por amor, sólo por amor. Nunca valoró lo que hice por él. Alfonso fue siempre un cobarde mantenido y holgazán: un comodino, cínico y desidioso. Nunca tuvo trabajo estable. Se creía en el apogeo de su infancia burguesa y no daba un paso por sí mismo. ¡Pinche indolente! Lo que más le importaba en la vida era leer, comer y coger, coger, comer y leer, sin importar el orden. A veces se echaba a oír música y así se quedaba, mariguano, durante horas y horas, mientras yo, ¡trabaje y trabaje! ¡Cabrón de mierda! ¡Hasta intentó seducir a mi hija!

Eso terminó siendo para mí el cretino de Alfonso: un mentiroso, un mitómano, una auténtica porquería de ser humano. Siempre lloriqueando por el dinero para no soltarlo, para no dar nada, sino sólo recibir. ¡Que se meta su dinero por donde le quepa! Ya nada quiero saber de él ni de las historias que inventaba ni de toda la gente que le rodeaba. Adiós, maldita ciudad, maldito país, maldito Alfonso.

Material suplementario
Notas
Notas de autor
* Juan Antonio Rosado Zacarías. Doctor en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México.Narrador y ensayista. Autor de El cerco (novela) (2008), Entreruinas, poenumbras (poemas y aforismos) (2008), Las dulzuras del limbo(cuentos) (2003) y de varios ensayos, entre los cuales están Palabra y poder(2006), Erotismo y misticismo (2005), Juego y revolución (2005), Elengaño colorido (2003) y Bandidos, héroes y corruptos (2001).
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