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Grizel Delgado
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La Colmena, núm. 96, pp. 127-132, 2017
Universidad Autónoma del Estado de México
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La Abeja en La Colmena

Marcas

Grizel Delgado*
La Colmena, núm. 96, pp. 127-132, 2017
Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 30 Enero 2017

Aprobación: 21 Marzo 2017

Emilio fumaba un cigarro sentado en el borde de la alberca. Me acerqué y me senté a su lado. Sumergí de golpe los pies y dibujé círculos en el agua. Me ofreció una calada, pero no quise. Estuvimos un rato sin decirnos nada.

—Bonita la casa de tus padres. Será una boda muy buena —dijo y también metió los pies para imitar mis movimientos—. Luci, ¿a qué hora llega tu familia?

—No sé.

Me acercó su cigarro otra vez, pero lo rechacé con un manotazo torpe y acabé por quemarle el dorso de la mano.

—Lo siento.

—No es nada —contestó mientras aventaba lejos la colilla apagada—. ¿Nadamos?

—Ahora no —respondí.

Tomé su mano y la revisé. Una quemadura pequeña, casi inexistente, decoraba el dorso.

—De pequeño las manos de mi hermano eran muy blancas, mucho más que las tuyas —dije y con el índice uní las pecas que había y formé un triángulo como si jugara un juego de unir puntos—. Ahora no sé cómo son. Voy a ver si hay hielo.

—Deja, no es para tanto —Emilio torció la boca y me vio levantarme—. ¿Así que tienes un hermano?

Me puse las sandalias. Él se quitó la camiseta para entrar al agua.

—Sí. Mario, mi gemelo. Él es el que se casa —dije ya de espaldas a Emilio y fui a buscar hielo.

Hacía tanto que no entraba a la casa que me pareció más grande de lo que la recordaba. En el pasillo seguían nuestras fotos familiares. Cuando éramos niños, no había nada que nos alegrara más a Mario y a mí que pasar el verano en esa casa. Apenas lo recordé, desvié la mirada al cuarto de planchado y apreté el puño.

Eran veranos en los que teníamos muchos planes. Hacíamos todo juntos. Llevábamos nuestros libros preferidos y juegos de mesa. Como siempre, se quedaban sin abrir, porque sólo queríamos pasar tiempo en la alberca. Nuestro juego favorito era rescatar objetos hundidos. Para eso, nos poníamos de espaldas a la piscina, lanzábamos varias cosas sin ver dónde caían. Contábamos hasta diez. Después dábamos media vuelta, nos tomábamos de la mano y nos aventábamos al agua para sacarlos. Mario nunca recordaba todo lo que había aventado. Yo terminaba por ayudarlo.

El último verano fue diferente, llegó el primo Paul. Pensamos que iba a estar sólo unas semanas de visita y nos alegramos. Pero luego mamá nos dijo que se quedaría todas las vacaciones. Ni mi hermano ni yo lo conocíamos muy bien y teníamos un poco de miedo de que estropeara nuestros planes. La noche anterior a la llegada de Paul, Mario me dijo que él no quería compartir con el primo ni su cama, ni su ropa. Lo abracé para tranquilizarlo, pero yo también estaba nerviosa. No sabía cómo habríamos de jugar los tres, juegos que sólo eran para dos.

El primo Paul llegó muy de mañana y en todo el día apenas si habló con nosotros. Mario y yo nos limitamos a invitarlo a jugar en la piscina, sin embargo, no insistimos mucho. Nos parecía que él también se sentía incómodo.

Al principio, Paul miraba cómo nos metíamos a la alberca y rescatábamos objetos del fondo. Esperaba siempre en la orilla, listo para recoger sus cosas en cuanto sus padres fueran por él. Todavía no sabíamos que se estaban divorciando y por eso lo habían mandado con nosotros.

El día que mi tía le dio la noticia al teléfono, Paul colgó y negó con la cabeza largo rato. Muy largo rato. De repente le dio un puñetazo a la pared. Mario y yo nos asustamos, pero no le dijimos nada. Después se quitó la camiseta y los pantaloncillos, los dobló y los puso sobre una silla.

—¿Nadamos? —nos preguntó con una sonrisa que no supe si era sincera.

Mi hermano y yo lo seguimos a la piscina. Se metió de un clavado, se sumergió hasta el fondo y comenzó a rescatar las monedas que ni Mario ni yo habíamos sacado.

Como Paul tardaba en salir, Mario empezó a contar los segundos que el primo permanecía abajo. Veinte, veintiuno, veintidós. Él y yo nos miramos y pensamos lo mismo: Paul no sabe nadar. Cuarenta y uno, cuarenta y dos. Nos quitamos la ropa para ir por él y sacarlo. No fue necesario. De repente, él salió. Doce monedas y un broche mío rescató esa tarde de un solo respiro.

—¿Cómo lo haces? —le preguntamos en seguida.

Pero el primo Paul no respondió, fue al pasillo por su ropa y subió a nuestro cuarto. Mi hermano y yo secamos el rastro de agua que había dejado en su camino y minutos después subimos a buscarlo. Él ya no estaba en la habitación. Mario fue quien lo vio unas horas después trepado en un árbol. Lo llamamos, pero fingió no escucharnos.

A la hora de la cena, dijimos que Paul se sentía mal y que estaba recostado. Después, por la noche, salimos a esperarlo al jardín. Nos quedamos afuera mucho rato, lo esperamos por turnos. Sin embargo, Paul no quiso bajar. Se quedó arriba hasta que el cansancio lo venció. Cayó dormido. Mario lo escuchó caer y me despertó. Lo encontramos tirado, se quejaba en voz baja. Al verle un brazo torcido se me escapó un grito.

Papá y mamá se lo llevaron al hospital, nosotros nos quedamos solos, en casa, esperando. Mi hermano me preguntó si sería grave lo de Paul. Le dije que no, no quería preocuparlo, además no sabía bien qué había pasado. Visitamos al primo por la tarde. En el brazo le habían puesto un yeso, que le decoramos completamente con colores acuarela.

—¿Te gusta, Paul? —le preguntamos.

Paul negó con la cabeza, pero al final nos sonrió. Nos preguntó cuánto habíamos tardado ese día para sacar las monedas del fondo de la alberca. Nos encogimos de hombros. Nunca nos habíamos preocupado por medir el tiempo. Para nosotros se trataba de rescatar monedas y ya.

—Cuando salga, vamos a jugar bien.

Mario y yo nos miramos. No sabíamos cómo se podía jugar bien ese juego. Cuando volvimos a casa, Paul nos enseñó las reglas. La primera era el tiempo. Mientras menos tiempo tardáramos en sacar los objetos, mejor. Y la segunda era el número de veces que tomábamos aire. Mientras menos veces, mejor.

Al principio no queríamos aceptar las reglas, pero Paul nos dijo que si jugábamos como él decía, cuando le quitaran el yeso nos enseñaría a entrar de clavado a la alberca. Eso nos bastó a Mario y a mí para aceptar sus reglas.

Recuerdo muy bien el día que el primo fue a que le revisaran el brazo al hospital. Ese día llovió mucho y no salimos de casa. Nos pusimos a dibujar. Mario, que ya no tenía papel, se puso a buscar hojas limpias y descubrió unas notas de Paul que se atrevió a leer. El primo escribía a sus padres. Les contaba que pronto nos enseñaría a entrar de cabeza a la piscina. Y que el brazo le dolía muy poco, casi nada. Al final les pedía que no se separaran. Nos dio tanta pena.

A veces, se detenía a ver las fotografías de nuestra familia en el pasillo. Entonces, tomaba el teléfono y llamaba a su casa. Ni a Mario ni a mí nos gustaban esas llamadas ni esos días. Cuando Paul colgaba, salía a la piscina, metía los pies al agua y dibujaba círculos. Entonces cambiaba de tono al hablar. Se ponía muy serio y nos criticaba por cualquier cosa.

—Entren de cabeza, ya no son niños pequeños —nos reprochaba al vernos entrar de un salto a la alberca.

—Enséñanos cómo, Paul —le contestábamos—. Ya no somos niños pequeños.

—¿Ya no?

Esos días, mi hermano y yo terminábamos contestando “ya no” como si fuéramos una sola voz. Pero entonces pasaba lo que ni Mario ni yo queríamos: Paul nos pedía que entrenáramos para su juego. Al principio nos negábamos porque nos ponía a hacer cosas que nosotros no queríamos. Nos obligaba a estar mucho tiempo bajo el agua y eso no le gustaba nada a Mario. Sólo que no se atrevía a decirlo. Como no paraba de presionarnos, terminábamos por hacer lo que él quería. Muchas veces a Mario se le llenaban los ojos de lágrimas, entonces yo le hacía un guiño para animarlo y recordarle nuestra regla secreta. Aprendimos que mientras más rápido hiciéramos lo que Paul nos pedía, mejor. Él nos dejaría en paz. Ésa era la tercera regla y sólo la conocíamos Mario y yo.

Un viernes llamó mi tía, dijo que recogería a su hijo a la mañana siguiente, mucho antes de lo anunciado. El último día que pasamos con Paul no jugamos su juego. Él cumplió su promesa, nos llevó a la alberca y, como pudo, aun con el brazo debilitado, nos enseñó a entrar de cabeza. Cuando vio que lo logramos, en lugar de felicitarnos, se encogió de hombros y subió al cuarto. Dijo que tenía que hacer su maleta. Por la noche, a la hora de dormir, con las luces apagadas, Mario y yo no parábamos de hablar de lo rápido que habíamos aprendido a entrar de clavado gracias a él.

—Gracias, Paul —dijimos finalmente.

—No estuvo mal.

—Te vamos a echar de menos.

—Igual —afirmó Paul con la voz quebrada.

—¿Te quieres llevar algo nuestro? —preguntamos Mario y yo sin ponernos de acuerdo.

Él no contestó, estaba muy inquieto en la cama de Mario. No sabíamos qué más decirle.

—¿Y si nos hacemos una marca especial? —preguntó y de repente se levantó y prendió la luz— ¿Una marca para toda la vida?

Yo no creía que Paul hablara en serio.

—¿Con qué? —pregunté.

—Con la plancha —afirmó Paul. Fue hasta mi cama y tomó mi mano—. Una marca pequeña, aquí.

Con el índice me dibujó un triángulo en el dorso. Me solté de su mano. Mario me miró, estaba asustado. Le guiñé un ojo. Cuando viera la plancha, Paul dejaría sus juegos.

—Vale —dije.

Mario y yo nos pusimos de pie. Primero salieron ellos. Yo me quedé un poco atrás. Sentía el corazón en la garganta. Apenas si podía pensar.

—Luci, ¿no vienes? —me preguntó Paul.

Asentí y salí de la habitación. Bajamos las escaleras, que crujieron; en ese momento, yo deseé que mis padres nos escucharan y se despertaran. Pero no pasó nada.

En el cuarto de planchado Paul buscó la plancha y la enchufó. Me pidió que me fuera a la puerta para vigilar si venían mis padres; no paraba de abrir y cerrar el puño.

—Yo primero —dijo él al escuchar el aviso de la plancha. Estaba caliente.

Paul le pidió a Mario que agarrara el aparato. Luego, puso su mano abierta sobre la mesa, acarició el mantel de plástico. Mi hermano temblaba, pero aun así obedeció, tomó la plancha. Yo miraba todo desde la puerta.

—Cerca del pulgar.

Escondí ambas manos detrás. Paul tenía ya que dejarse de juegos.

—Deja la plancha tres segundos sobre mi mano. Tú, Luci, tú cuentas.

Mario volteó a mirarme. Como pude le sonreí y le guiñé un ojo una vez más.

Me pareció que no me creyó. En el último momento, Paul retiraría la mano. Estaba segura de eso. Empezamos. Mi hermano bajó la plancha. Los dedos del primo se extendieron de golpe y quisieron agarrarse a la mesa.

—Uno. Dos. Tres —conté sin poder creer lo que veía.

Mario quitó la plancha. Un triángulo grande de carne al rojo vivo se extendía en la mano de Paul. Dejé la puerta y me acerqué a él y lo tomé por el brazo. Mario sostenía todavía la plancha y no se atrevía a soltarla.

—¿Estás bien, Paul? —pregunté.

Él respiraba con dificultad, pero no paraba de asentir con la cabeza. Mario comenzó a llorar. Paul le dijo que todo estaba bien y apenas si pudo sonreírle.

—¿Y ahora? —preguntó mi hermano al ver cómo la herida de Paul parecía seguir avanzando por la mano.

—Ahora tú, Mario, que Lucía te sostenga la plancha. Yo cuento —ordenó Paul y se puso a soplar en la herida.

Me acerqué a Mario. Sudábamos.

—La plancha, Luci, anda —me apresuró Paul.

Mi hermano se miró la mano. Era blanquísima. Se tardó un poco en extenderla, pero finalmente la recargó en la mesa.

—Tres segundos, Luci —susurró Paul y se fue a vigilar la puerta.

Sostuve la plancha, que en ese momento me pareció tan pesada. Todavía esperaba que mis padres llegaran y nos salvaran. Mario cerró los ojos. No vio que esta vez no había hecho ningún guiño. Bajé la plancha, pero tuve que esquivar su mano en el último momento. Quemé el plástico de la mesa. Me eché a llorar. Mario reabrió los ojos. Me miró sin entender lo que pasaba y yo sólo atiné a bajar la mirada.

No conseguí controlar el sollozo. Mario me acercó la plancha para que lo intentáramos otra vez. Lo rechacé. Escuchamos ruidos afuera y vimos al final del pasillo un haz de luz. Seguramente papá y mamá se habían despertado. Miramos a Paul. No sabíamos qué hacer. Él negó con la cabeza, como siempre hacía cuando terminaba de hablar con su mamá. Sólo le faltó colgar el teléfono, pensé. El primo se dio media vuelta. Iba a encarar a mis padres. Fui tras él. Pero antes de salir, escuchamos algo detrás.

—Uno...

Mario se quemaba la mano. Antes de que mis padres le quitaran la plancha, guiñó un ojo. Primero pensé que era para mí ese guiño. Tuve que volver la cabeza para descubrir que no era así. Detrás de mí estaba el primo.

—¡Fue idea de Paul! —grité al ver cómo mi primo le mandaba un guiño de vuelta a mi hermano.

Ésa fue la última vez que recibimos visitas en la casa de verano. Después, mis padres la alquilaron.

—¡Luci! ¿No vienes? —me gritó Emilio desde el otro extremo de la alberca.

En el refrigerador no había hielo. Seguramente papá y mamá traerían para la fiesta. O quizás Mario compraría. Apenas lo sabría mañana, cuando por fin llegaran. Hacía mucho que no nos veíamos en esa casa y yo extrañaba tanto a mi hermano. No era tan grave la herida de Emilio, pensé. Me acerqué al borde de la piscina. Uní las palmas de las manos y entré de un clavado al agua, así como Paul me lo había enseñado. Me pregunté si todavía habría una plancha en esa casa.

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Notas
Notas de autor
* Grizel Delgado. Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México. Maestra en Lingüística por la Universidad de Düsseldorf, Alemania. Es editora, autora y correctora. Participa en diversas revistas electrónicas, como iMex, CulturMag, Alba. Lateinamerika lesen y La Colmena. Su cuento “El Misterio de Zacango” fue galardonado en 2014 con el segundo lugar en el Concurso de Cuento Infantil, organizado por la Universidad Autónoma del Estado de México, México. En 2015 publicó Tu abuela en bicicleta, su primera novela juvenil. Reside en Berlín, donde toma talleres con Samanta Schweblin y trabaja como editora.
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