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No llores, por favor
Andrés Torres-Scott
Andrés Torres-Scott
No llores, por favor
La Colmena, núm. 96, pp. 133-137, 2017
Universidad Autónoma del Estado de México
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La Abeja en La Colmena

No llores, por favor

Andrés Torres-Scott*
La Colmena, núm. 96, pp. 133-137, 2017
Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 09 Diciembre 2016

Aprobación: 12 Junio 2017

—¿Cigarrito? —Le ofrecí uno de la cajetilla al Trozo.

—¡No!, sí son las seis de la mañana. Es muy temprano.

—¡Nunca es temprano pa’ fumar! Y ya casi son las siete. —Me busqué los cerillos en los bolsillos de los pantalones, entonces recordé haberlos dejado en la cocina de mi jefa—. ¡Jálale que no llegamos a casa de esta vieja!

—A sus órdenes, jefe.

—Trozo, pásame tu encendedor. Me caga la madre encenderlos con la chingaderita esta del coche, saben a madres.

—Ya no traen, jefe —dijo el Trozo y se metió la mano al bolsillo de los pantalones—. Ahora las camionetas son ecológicas. Ya no tienen encendedores ni ceniceros.

—¿Y entonces qué es esto? —Abrí un compartimento debajo del radio lleno de colillas usadas.

—Es pa’ guardar monedas, ¿no ve que se quema el plástico? Metí un dedo y miré. El Trozo tenía razón, estaba quemado. Me pasó su encendedor Bic rojo, de esos grandes, de los que son del tamaño de un dedo.

—¡Uy, hace un resto que no veía de éstos! Son de los que antes de que se les acabe el liquidito se te pierden.

—¿Cuál liquidito, patrón? —Me preguntó el Trozo con curiosidad, como cuando uno quiere aprender.

—Pos ese, el de adentro —dije y encendí mi malborito rojo.

—¿No es gas?

—Si fuera gas se vería como vaporcito, ¿no? Yo lo veo como agua, o sea, es un liquidito.

—Siempre pensé que era gas.

—Pos véalo bien, güey. Párate para que veas.

—En el alto, jefe.

—¿Cuántas veces hay que darte una orden, pinche Trozo? Si no sabes obedecer, ¿cómo vas a dar órdenes luego?

—A sus órdenes, patrón —dijo el Trozo y se detuvo de golpe. Íbamos por la calle Sagayo y de inmediato empezaron a tocar el claxon.

—Míralo a contraluz —le dije en cuanto tomó su encendedor—, se ve el liquidito.

—No, pos sí es cierto, ¿por qué le dirán gas?

—¡Pos porque es gas! Pero adentro está liquido —dije y apreté el botoncito rojo del encendedor en su cara un par de veces para que sintiera el aire en la cara—. Psss, psss. ¿Sientes el aigre? Es gas cuando sale. ¡Ah, qué mi Trozo tan pendejo! Jálale que no quiero que nos mienten la madre tan temprano.

El Trozo aceleró y un ruquito en un Vocho me pintó dedo cuando nos rebasó. Yo andaba de buenas y sólo le saqué la lengua. Había chamba por hacer.

*

—Aquí es casa de la Dalia —dijo el Trozo.

—Párate —extendí la mano al asiento de atrás y tomé las rosas que había comprado ayer y que mi jefa me puso en un florero para que aguantaran toda la noche.

Bajé de la camioneta y me jalé para la puerta de la Dalia. ¿Cómo le harán las viejas pa’ ponerse tan sabrosas? Nada más de pensar en sus nalgotas me puse nerviosón. “Tranquilo, tranquilo, sólo es una pinche vieja”, me dije para alivianarme. Toqué el timbre un par de veces, iba a tocar de nuez cuando se abrió el portón blanco de golpe y salió la Dalia con su chamaquito uniformado de la mano.

—¡Buenos días! —dije yo bien buena onda.

—Hola. Se nos hizo tarde para la escuela.

—Los llevo, preciosa. También se me hizo tarde, acá está la camiona —dije y vi que el Trozo se bajó a abrir las puertas. Por lo menos andaba alerta el cabrón.

—Sí ma, sí ma, ¡que nos lleven! —dijo su chamaco.

—No, no —dijo la Dalia, pero el mocoso ya se había trepado.

—¿A dónde está la escuela, señorita? —preguntó el Trozo.

—Sígase derecho y ahí le voy diciendo —dijo la Dalia.

—Mira Dalia, te traje flores —le pasé el ramo de rosas. Flores y ternura es la receta, decía mi jefecita.

—Gracias —dijo Dalia.

En cuanto llegamos a la escuela primaria Dalia se bajó con el niño de la mano y lo dejó en la puerta antes de que la cerraran. Luego se acercó a la camioneta por el lado del Trozo.

—Me regreso caminando, gracias —dijo y se apuró en sentido contrario al de los autos.

—¡A qué cabrona vieja! Regrésate a su casa, ahí te veo en un ratón —le dije al Trozo y me bajé rapidito. A media calle la tomé del hombro y la volteé con fuerza.

—¡No me molestes! —me gritó en plena calle.

—No pos… No te estoy molestando, Dalia. Me gustas un chingo, por eso te traje las flores. Vamos a platicar, ¿no? Caminamos a tu casa.

—No quiero nada contigo. Ya me dijeron que andas metido en quién sabe qué cosas de los Zetas.

—¿Quién fue el hocicón? ¡Ni máiz! ¡No es cierto! Tengo una empresa de seguridad, por eso la camiona. ¿Cómo crees? ¡Chingá!

—Me das miedo. Sabes que estoy casada.

—Dalia, el pinche Rufo se fue al Gabacho.

—Rufino me manda dinero.

—Me gustas un chingo y el Rufo no te manda ni madres.

—Era tu mejor amigo, ¿qué no?

—Me gustabas desde antes y el Rufo tuvo su chance contigo —le dije y la miré a los ojos—. Es legal, quién sabe a quién se esté cogiendo él allá en el Gabacho.

—¿Y tú qué le vas a decir a la Cintya?

—Terminamos. Vivo con mi jefa desde hace meses —dije yo—. Además, ella no es el pedo, tú me gustas. Dame chancecito, ¿no?

—¿Ya de plano quieres que te dé entre? —dijo y me echó unos ojos de miedo—. ¡Ten tus pinches flores!

Dalia tiró las flores al suelo. Las pisoteó con su pie derecho dos veces y le caminó en chinga para su casa. Me quedé ahí de menso viendo los pétalos de las florecitas y los tallos todos rotos en la banqueta. Sentí regacho, se portó bien culera. Cuando reaccioné, corrí atrás de ella; al llegar a su cuadra, el Trozo ya esperaba con la unidad. Pensé en ir a rogarle a la Dalia, pero azotó el portón de su casa y el Trozo y yo teníamos que ir a chambear.

—Vámonos a la salida a Coatza —dije al Trozo al subirme a la camiona.

—Sí, jefe. —El Trozo aceleró. Bien sabía que me había mandado la Dalia derechito a la chingada, por eso no preguntó detalles. Tiene su corazón comprensivo el canijo.

—Son bien culeras con uno que sólo quiere quererlas —dije yo.

—No se dan cuenta de lo bueno, jefe. No valoran a un caballero.

—Eso me pasa por hacerle a la mamada con las flores y lo tierno. Hay que tratarlas mal, si no, puro desprecio, ¡pinche Dalia!

—Olvídela, jefe.

—Tienes razón —dije y saqué mi celular que vibraba—, ya me mensajearon esos tres cabrones. Los pendejos están allá desde las seis.

—Pos jefe, son tropa. No entienden.

—De todas formas, hay que apurarle. ¡Písale, canijo!

*

Los tres pelados nos esperaban a pie de carretera. Se treparon a la caja de la camiona y les dije que no tocaran nada. ¡Hay cada pendejo! Una vez, un imbécil mató a dos nomás por manosear una AK-47.

Al llegar al punto indicado desempacamos los uniformes militares. Eran color arena, como camuflajeados para el desierto, imitación de los que usan los gringos en Iraq, pero, como tienen la bandera de México cosida al hombro, todos creen que somos reales. Al Trozo no le cerró el pantalón del uniforme por marrano y le ordené que no se bajara de la camioneta.

—A ver, cabroncitos —dije mientras se metían los pantalones del uniforme—. Hay que armar el retén. Ya saben cómo. La poli municipal no nos va a molestar y la federal no va a pasar. Vinimos a recuperar un cargamento. Lo trae una vieja, va sola, en un coche; por si las dudas, detengan a todos los coches donde vayan puras mujeres. El cargamento se lo lleva uno de ustedes en el mismo coche hasta la Casa Verde y lo entrega. Nos vemos en la tarde en la cantina para que les pague.

—¿Qué hacemos con la vieja? —preguntó uno que se abotonaba la camisa color arena.

—Yo me encargo de ella —dije y encendí un cigarrito. Me dejó bien tenso la Dalia. ¡Hija de la chingada!

Los chavos bajaron el estante, los tubos de PVC y una manta blanca con letras negras impresas que dicen: “ALTO RETEN”. La gente nunca sospecha de nosotros, sólo se fija en los cuernos de chivo, se paran, se espantan, los revisamos y se van.

Casi una hora después, el sexto coche que paramos con una sola mujer fue el que buscábamos. Era un auto chiquito, gris, yo de marcas y de esas chingaderas ni sé, quizá era un coche japonés. La perra se veía bien nerviosa cuando la paramos.

—Buenos días señorita, comandante López —dije bien formalito—. ¿Nos permite una revisión a su cajuela?

—Mire, comandante… Allá atrás, tres kilómetros, me detuvieron unos tipos, me pararon y echaron unas cosas a la cajuela. Quieren que las lleve a Coatza… No sé. Ayúdeme, ¡vayan por ellos! Es allá —dijo y apuntó hacia atrás—, son como tres kilómetros. No me dijeron qué echaron, sólo me amenazaron. Vamos con sus soldados y les digo dónde me pararon.

—Abra su cajuela.

—Tienen que apurarse por…

—Ábrale primero, señorita.

—Sí, sí —dijo la vieja, que estaba a punto de chillar—, le digo que lo echaron sin que yo viera.

—Esperemos que no sea un muertito —dije y hasta la vi más mona con su carita triste.

—No, no —dijo ella. Bajó del auto.

Yo miré al Trozo que esperaba ya abajo de la camiona con la puerta abierta.

—Deme las llaves del auto señorita, por favor.

A ella se le cayó el llavero y casi se desvanece cuando intentó levantarlo. La sostuve del brazo y recogí su llavero. Llevaba una playera amarilla y jeans apretaditos, tenía buena nalga, pelo quebradito y cinturita. Arrojé el llavero a uno de los muchachos, se subió al pinche carrito y se lo llevó. Los otros dos batos comenzaron a desmantelar el retén en chinga.

—¿No iba a revisar la cajuela… —dijo y miró de un lado para otro.

La muy perra se dio cuenta de que ya se la había cargado la chingada. El Trozo la agarró de las greñas y la jaló para atrás, yo le pegué con el mango del cuerno de chivo en la jeta de ida y vuelta. Ya era hora de tener tantita acción. La sangre le escurrió luego luego de la boca. El Trozo la echó al asiento trasero de la camiona de las puras greñas, como si fuera trapo viejo. Yo me subí con ella.

—Le juro, le juro que no sé nada, ¡no sé nada! —gritó ella. Luego, comenzó a llorar cuando sintió la sangre en su cara, se tocó con la mano y vio sus dedos rojos.

—Tranquila reina, no llores —dije y le acaricié su cachetito con el pulgar—. No llores, por favor. Todavía no.

Material suplementario
Notas
Notas de autor
* Andrés Torres Scott. Maestro en Desarrollo por la Universidad de Cambridge (UC), Inglaterra, y maestro en Ciencia Política por la Universidad de Alberta (UA), Canadá. Ganó el Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano en 2014, otorgado por la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM) por su novela Un artista de la tortura y otras historias verdaderas. También, obtuvo el Premio de Novela Breve Rosario Castellanos 2007, por Y tú, ¿qué vas a hacer con tu millón?
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