La Abeja en La Colmena

Recepción: 28 Septiembre 2016
Aprobación: 13 Diciembre 2016
Estoy sentado en la terminal de autobuses de Buenos Aires. He pasado casi todo este día, mi último en la ciudad, aquí. Me siento en una silla de plástico muy vieja, como de los años setenta, de pintura blanca y percudida. Intento concentrarme en una novela que compré hace unos días. En ella, uno de los personajes se dedica a criar potros que más tarde van a correr en el Hipódromo de Palermo. Me exaspero. La gente habla y arrastra sus bultos de un lado a otro: llevan suéteres de crochet, gorras, cajas de cartón. No me daría tiempo de dar una última vuelta por alguna parte de la ciudad que no sea ésta. Aquí sigue en pie una antigua estación de trenes que lleva a los turistas a Bariloche o a la Pampa a precios cómodos, aunque los tiempos de viaje son excesivos. Cada cierto rato salgo a fumar a cualquiera de los puentes que sirven de salida a quienes pueden pagarlo y toman un taxi o remís, como aquí les dicen. La mayoría de las personas en esta terminal no parece típicamente argentina: los cuerpos espigados que muchos atribuyen a una buena genética (?) y que conforman una imagen postal de la ciudad (cliché interminable y circular) no se ven aquí. La mayoría va lejos, a las provincias del norte o las provincias del sur, a ciudades con nombres que revelan polos opuestos: Rawson en el sur, Santiago del Estero en el norte. El autobús que debo tomar se dirige a Catamarca, que colinda con Chile, pero me bajaré mucho antes. Otros van más allá, cerca de Bolivia o Perú. No hay asientos suficientes para todos y muchos se acomodan en el piso, en colchonetas. Los padres acarician los cabellos oscuros de los hijos. ¿Será que algunos de ellos son migrantes? No muy lejos de esta terminal se encuentra la Villa 31, un barrio con calles apenas pavimentadas donde los que han venido de otros países se juntan de una forma u otra. Si uno busca en los mapas digitales estos barrios clasificados con numeración del 1 hasta el 31 y 31 bis, aparecen cuadros grises en vez de calles. Huecos entre las autopistas y las avenidas principales. Fragmentos de ciudad borrados. Y no poco después aparecen los modernos rascacielos que se levantan junto a Puerto Madero, uno de los lugares más emblemáticos de la urbe, a donde llegaron por el interminable Río de la Plata, hace décadas, otros migrantes que venían en barco. Estoy sentado y se acerca a mí una mujer de mediana edad, envuelta en un abrigo negro muy roído. Es una de los muchos indigentes que han hecho de esta terminal su hogar. Me pide una moneda. ¿Dice que es para comer? ¿O dice que quiere para un taco? Es imposible, absolutamente, que haya dicho que quería para un taco. Sin embargo, me suena de la misma forma que lo diría alguien en mi país. Acaso quiere dinero para una empanada. Y le digo que no tengo vuelto, o cambio. “Vuelto” es una palabra que he tenido que aprender a usar y que me resulta completamente ajena. No tengo vuelto, explico, y ella se irrita: pero cómo no vas a tener. De dónde sos, suelta, y cuando le digo, finge un rostro de emoción y me dice que ella tiene amigos allá, en México; entonces soy yo quien finge sorpresa y podría preguntarle de dónde, pero no respondo. Sé que no es cierto. Ella solicita. No tengo, repito, pero ya ha dado un pisotón y me insulta con una palabra o con un acento que no alcanzo a entender. Finalmente se marcha, tan sigilosa como vino, hasta el próximo pasajero. Deja frente a mi bota un rabioso escupitajo que en cuestión de minutos otro paseante, con sus pasos, se encarga de borrar.
En una estación de la línea B del metro de Buenos Aires hay un anuncio publicitario con un marco rojo, falsas luminarias y abajo la leyenda “Cartelera de espectáculos”. En medio aparece la mirada muy seria, en alta definición, de Mauricio Macri, y en letras blancas la palabra CAMBIAR.
Paso muchas horas en la terraza de un pequeño hostal que escogí para quedarme en el barrio de Palermo. Comparto litera con Isa, una española que vino a esta ciudad de intercambio y se queda aquí mientras consigue casa. Es guapa, pero reservada. Cuando no está fuera, está aquí hablando por teléfono con alguna amiga. Me pregunta de dónde soy, en qué ciudad vivo. Cuando le digo que en Ciudad de México, me dice que ella tiene una amiga ahí, en Polanco. Me pregunta si conozco. Sí, le respondo. Luego se le suelta la lengua y me informa que su padre es un ejecutivo para el banco Santander. Tenía la opción, de venir a Buenos Aires o de ir a México, a Monterrey. Pero el padre se lo prohibió: a Monterrey no vas, le dijo, vas ahí y te matan. Contengo la risa. ¿Conoces?, pregunta. Sí, estuve ahí hace tres meses. No podíamos tomar el riesgo, concluye. Estoy recargado contra uno de los muros de la habitación y pienso en ese riesgo, el riesgo de qué, ¿de no volver? Le doy vueltas. Se despide. Chau, Cristian. Abandona su cepillo de dientes sobre la cama. Isa me produce nervios, electricidad.
Estoy en Ciudad de México, varios meses después. Una amiga y yo estamos sentados en la parte delantera de un autobús. Comemos y observamos la calle a través de las ventanas. Pasamos por una zona infestada de toda clase de vendedores y objetos: ropa usada, invitaciones para boda, juguetes, tijeras, artículos de ferretería. Los comerciantes se han instalado en antiguos edificios del virreinato, entre iglesias, o sobre las calles de adoquín. Es un día luminoso, pero pronto lloverá. Este es uno de los lugares, dice mi amiga, mientras observamos paredes rayoneadas. Este es uno de esos lugares, enuncia, que me gusta ver pero por donde no me atrevería a caminar. Paso por aquí en el metrobús y me gusta, continúa. Se ríe un poco, muy nerviosa. Finaliza: me siento como en un safari.
Siento una particular atracción por la avenida Corrientes. Es invierno. La luz de las pantallas de los teatros y las marquesinas. Anuncios de kioscos y tiendas de cine culto. Entro a una y compro una cinta de un director argentino muy de moda, Lisandro Alonso. Recordaré después Buenos Aires como una ciudad iluminada, opulenta, que irradia una energía inexplicable, otro cliché. Las calles son de adoquines blancos muy pequeños y cuando llueve, uno resbala. Camino esta avenida hasta que los pies se me llenan de ampollas. Cojeo y tengo que recargarme en algún muro o entrar a una librería. Reflexiono sobre cosas banales. Pienso que detesto decir “los porteños”, pero me gusta decir “las porteñas”. Pienso en los ancianos de boinas descoloridas, en goteras, en semáforos.
Tengo hambre por las noches. Hurto galletas de la cocina del hostal.
Estoy en el aeropuerto de Pajas Blancas, en Córdoba, al centro de Argentina. Acabo de viajar en un breve y anodino vuelo proveniente de Santiago de Chile. Soy uno de los últimos en la fila de migración. Muy cerca, poco más adelante, hay una docena de ancianos estadounidenses vestidos con shorts militares, sombreros de tela y camisetas de manga corta el clima aquí, inusualmente para la época, es de treinta grados centígrados. Lucen sumamente seguros de sí y sostienen sus pasaportes azules en la mano. Dos de ellos salen de la fila y se unen a los agentes que empujan un carrito: en él se amontonan enormes estuches y maletas, todos negros. Una pila de catorce o quince. Se dirigen a una diminuta oficina que dice arriba “Registro de armas”. Uno de los que se ha quedado en la fila comienza a hablar con una argentina y su esposo. Ella sostiene con ambas manos el cochecito donde su bebé duerme. La argentina pregunta de dónde son y qué han venido a hacer aquí. Son de Texas, responde el viejo y dice que vienen a cazar: to hunt. A continuación el hombre comienza a quejarse de que en Chile ya no había animales disponibles y que esperan tener suerte aquí, quiere saber qué clase de criaturas sudamericanas encuentran. El gringo agarra confianza de inmediato y le enseña a la mujer una foto de su nieto que guarda en la cartera: A good boy, isn’t he? Ella dice que sí, que es un niño precioso. Alcanzo a ver, es un pequeño envuelto en una dona amarilla, en alguna playa. Luego el anciano ríe y hace la finta de tener un arma. Con el pulgar y el índice dispara al aire, dos veces y muestra los dientes amarillos que contienen una carcajada.
Leo mucho tiempo después en un diario español que una parte importante de la planilla de ejecutivos del banco Santander ha sido despedida.
Hay, perdido en medio de Argentina, un pueblo que se llama James Creek. Hay otro de setenta habitantes que se llama La Palestina. Me invitan a una fiesta de cumpleaños. Pregunto a los anfitriones si el nombre del pueblo tiene algo que ver con Palestina, una parte del mundo que me interesa y sobre la que leeré tantas páginas los meses siguientes. Pero nadie sabe nada. Quizás es mera casualidad. Me ofrecen fernet con coca cola y torta de cumpleaños, también carne. Una compañera de la universidad me contará después que leyó en alguna crónica que un grupo de hombres deseó alguna vez aquí comerse el corazón de una vaca, sólo el corazón. Mataron a la vaca y abandonaron la mayor parte del cuerpo a la carroña con la excusa de que la comida aquí era inagotable, que Argentina podía darlo todo. Antes hice un viaje en autobús larguísimo: el trigo y la soya me dieron la sensación de multiplicarse en cantidades infinitas. Estar en medio de esa infinidad, observar los relámpagos golpear el campo, me resulta desolador. Pero damos ahora un paseo en La Palestina. Voy en una van con los chicos más jóvenes. Me dejan ocupar el asiento delantero. Cuando subo, me pongo el cinturón de seguridad y escucho las risas de las chicas. Se puso el cinturón, dice una. Quitátelo, che, ¿acá qué se te va a atravesar? Ni el perro. Se me olvida cuántos habitantes tiene este sitio. La escena me produce risa y me relaja. El chico que conduce nunca pasa de los quince kilómetros por hora. Vamos tan lento que en cualquier ciudad grande ya nos habrían multado por querer jugar al ridículo. Y entonces hacen la voz del guía de turistas: de este lado tenemos el monumental estadio de La Palestina. Es apenas una cancha mediana de fútbol con algunas gradas. Más tarde me cuentan que en la casa contigua nació y creció un jugador que se fue a México a jugar en el Toluca, la ciudad donde crecí. Que sus padres todavía viven ahí y se ha convertido en un orgullo para su pueblo. El lugar es tan pequeño y silencioso que la posibilidad de que alguien salga de aquí y dé un salto hasta el otro hemisferio me parece casi de ficción. Pero interpreto los caminos cruzados, las trayectorias opuestas, como una señal de buena fortuna.
Una de las pantallas junto al obelisco promociona a la Ciudad de México como la única ciudad en América Latina con un castillo auténtico donde, en efecto, vivieron monarcas. ¿Por qué querría estar yo allá?
Intercambio algunas palabras con otros compañeros de hostal. Estos son argentinos. Uno es un productor de televisión en la ciudad y fanático del Master Chef, lo acompaña un amigo periodista y una chica, también periodista pero que, dice mientras bebe interminablemente un vaso de whisky con hielos, está casada con un psiquiatra australiano. Vive en Melbourne, me entero. El productor de televisión me pregunta si vivo en Polanco. Le digo que no. ¿Por qué todos en Palermo tienen como referente a su barrio gemelo mexicano? La chica ha bebido de más y empieza a decir que pronto, muy pronto, va a conseguir el pasaporte australiano, que le falta poco, que es una patriota y que adiós Argentina, que a chingar a su madre Argentina, agrego yo, porque ella sí es una migrante legal. Que a las costas de Australia se arrastran en balsas inmigrantes ilegales de otros países asiáticos (Indonesia, Sri Lanka) o en barcos cargueros y que los australianos son unos nazis esa es la palabra que utiliza desgraciados que tienen centros de detención para retener a esos apestosos, esa es otra palabra que utiliza. ¿Será verdad?, me increpo. Pienso en una canción de Tom Waits que relata un viaje en tren entre Melbourne y Adelaide, ciudades separadas entre sí por más de setecientos kilómetros, en la región más seca de Australia, donde, según Waits, uno es tan miserable que no puede conseguir ni un vaso de agua fresca. Me interesan sumamente la canción y la historia que escucho en el hostal, pero enseguida me preguntan sobre la migración hacia Estados Unidos, si es mucha, quiénes van, por qué van, cómo se sienten, qué es lo que quieren. Doy respuestas genéricas con las que no se alcanzan a describir los dramas de la migración: me aburro y horas después, mientras duermo, un golpe seco sobre el piso me despierta. La periodista se ha caído y está inconsciente. Isa urge que hay que llamar una ambulancia porque podría darle un coma etílico. A una amiga le pasó, dramatiza. Pero no es nada, pienso yo, sólo exceso de alcohol. La mujer llora en la litera junto a su amante productor, amante a su vez del Master Chef. Se están encontrando clandestinamente aquí antes de que ella tenga que volver a Melbourne a conseguir lo que tanto ha deseado. Por la mañana los alcanzo en el desayuno. ¿Fuiste al doctor?, pregunto. No puede responder, tiene la boca hinchada y los labios cosidos. Fuimos, responde el productor por ella. Muy bien, desestimo. Muerdo una tostada con mantequilla. Mastico lento. Levanto las cejas y bebo con desesperación de mi taza de café. Estoy sediento.
Atorado en alguna parte de los bosques de Palermo, junto al hipódromo. Es de noche. Las agujetas de la bota se han enredado con alambres de púas o cables o ramas. No puedo zafarme. Desespero. Considero la posibilidad de quitarme la bota. Tengo que salir de esta. Al fondo veo las luces de una patrulla. Un tipo ebrio me pregunta si tengo cigarrillos. Niego con la mano. Todo este lío y no pude conseguir lo que quería, una foto nocturna del hipódromo donde corren los caballos de la novela.
Llego a Buenos Aires a las seis y media de la mañana. No he dormido. Sigo a la gente a través de un largo túnel de cristal. No comprendo la necesidad de cronometrarlo todo, de vivir un viaje en forma cronológica y ordenada. Las indicaciones son confusas. Echo a andar, pues, sin rumbo en este barrio. A ver qué encuentro. La boca del metro, la miseria de los que arrastran paquetes de un lado a otro, los mochileros tan perdidos como yo y desvelados, los hinchas de un partido de futbol que se jugará más tarde y cuyo resultado, como todo viaje, es incierto. He perdido un encendedor y desconfío de los viandantes. Pero cerca debe haber algo. Echo a andar, qué importa a dónde. Estoy aquí.
Notas de autor