La Abeja en la Colmena
Una mente rebelde

Recepción: 04 Mayo 2017
Aprobación: 20 Junio 2017
Pablo arrojó las llaves sobre la mesa del comedor, se dirigió a la sala para recostarse en el sofá y con un gesto de desconcierto tendió el saco y la corbata en el perchero. Bebiendo cerveza distraídamente, cayó en la confusión más profunda. ¿Qué diablos pasó? Incapaces de encajar en un orden, los recuerdos de ese día giraban incoherentes, como si fueran parte de un remolino abrumador.
Esa mañana, después de arreglarse y desayunar un plato de cereal con fruta, se sintió envuelto en una atmósfera distinta. Tras un año de cobardía, dudas e impotencia, respiraba con la fuerza de una decisión tomada. Ensayó por última vez la cara que pondría. Salió deprisa: sería desastroso llegar otra vez tarde al trabajo.
A las ocho y media de la noche, la licenciada De la Torre quizá ya se disponía a abandonar el edificio. En la mañana parecía de buen humor, pero nunca se sabía nada con ella. De repente podía estallar la neurosis o ser cálida como un masaje en el spa. El hombre respiró profundamente, irrumpió en la oficina de la jefa y se detuvo frente al escritorio lleno de papeles y pilas de carpetas. El brillo de la computadora aún encendida delineaba de azul las finas facciones de una mujer de cuarenta y tantos años. Sin saludar, Pablo le dijo que a veces sentía que la razón se le escapaba por no poder estar cerca. La mujer se puso un lápiz entre los labios y abrió al máximo los grandes ojos marrones. Nada entendía. ¿Estar cerca? ¿Qué le ocurría a su asistente? Él, siempre tan formal, tan serio, aunque no tan puntual. Él insistió en que el único motivo por el que trabajaba ahí era la esperanza de vencer la cobardía. Virginia dejó el lápiz sobre los papeles y exasperada se puso de pie.
Rodeó el escritorio y encaró al empleado. ¿Qué quería con exactitud? Nervioso, él le confesó que por fin había derrotado un viejo temor y que esperaba ser aceptado, a pesar de ser un impuntual y bueno para nada. ¿Aceptado? ¿A dónde quiere llegar este joven tan raro? Tal vez solicite un aumento. Imposible. Este año no han anda- do bien las finanzas. Se ha tenido que recortar personal. Pablo se salvó de milagro. La jefa frunció el ceño y le pidió que fuera explícito.
—Licenciada —él bajó la mirada y titubeó. Se limpió el sudor de las pálidas manos.
—¿Sí? Apresúrate, Pablo. Todavía tengo cosas que hacer antes de irme. Ya es muy tarde.
—Desde que entré a trabajar aquí...
Se escuchó un toquido insistente. ¿Que no se habían ido todos? ¿Quién será?
—Adelante.
Al abrirse la puerta, apareció un señor con una carpeta atiborrada de documen- tos. Expresaba intensa preocupación:
—Licenciada, le vine a dejar estos papeles del área de Contabilidad y Finanzas. Hay problemas. Tiene que revisarlos y dar una resolución mañana a primera hora.
—¡Ah, qué caray!
—Es urgente. Hay que tomar una decisión mañana mismo.
—Pablo, pásame la carpeta. Nos vamos a quedar a revisar todo esto hasta que terminemos, así nos den las tres de la mañana. Gracias, señor Domínguez. Puede retirarse.
La licenciada regresó a su asiento, se acomodó el largo cabello rojizo y extendió el brazo para tomar la carpeta.
—Mira, Pablo, si has venido a solicitar un aumento, de una vez te digo que no se va a poder. Ya estás viendo la bronca, así que mejor dime qué quieres, sin rodeos, para ponernos a chambear en esto.
—Sí... ¡No! No quiero un aumento.
—¿Entonces qué quieres? ¡Rápido!
—Desde que entré a trabajar aquí, me di cuenta de que eres la mujer más hermosa e inteligente que haya existido —había arruinado el ensayado discurso, pero podía remediarlo—: A veces siento que la razón se me escapa por no poder estar junto a ti. El único motivo por el que trabajo en este lugar es la esperanza de vencer mi cobardía y…
—¿El único? —interrumpió sorprendida—. Creí que te habías puesto la camiseta...
—Sé que soy un bueno para nada y además impuntual, pero, Virginia, lo que siento por ti es muy sincero y quiero que lo sepas.
Virginia sonrió como si no le sorprendiera lo que acababa de escuchar. Se acercó a Pablo, lo tomó del brazo y se inclinó hacia él como si fuera a besarlo (o a decirle algo al oído).
Hasta ahí todo parecía muy claro. Él no tenía la menor duda de que esto había ocurrido. Sin embargo, el remolino de recuerdos lo confundió: un beso, un rechazo; el primer beso con Virginia, la indiferencia disfrazada de amabilidad; las palabras amorosas con que le informó que el sentimiento era mutuo, el rechazo tras la confesión de que desde hace un año Virginia mantiene relaciones con otro; una cena en un restaurante acogedor, donde ella le tomó la mano (Contabilidad y Finanzas podía esperar); una rebanada de pizza y un té embotellado en la barra de un negocio de 24 horas, donde se sintió solo, más solo que nunca, después de terminar en silencio el trabajo urgente; ambos besándose en el coche de Virginia; la invitación a pasar a su casa y, una vez adentro, la seducción del whisky más maravilloso que había probado; el haber acudido a la vinatería y comprar cervezas para ahogar las penas.
¿Qué recuerdo es real? ¿Cuál era la verdad? Pablo podía jurar que estuvo en la alcoba de Virginia, en la cama, abrazado a ella; recordaba muy bien su aroma, haberse despedido con un beso en los labios; haber vuelto a casa y, en el camino, comprado unas cervezas para celebrar. ¿Celebrar? ¿Ahogar las penas? ¿Qué sucede?
¿Se estaba volviendo loco? Nunca creyó que el enamoramiento pudiera llevar a alguien a ese estado. Ni dos cervezas ni toda esta profunda meditación lograron aclarar lo ocurrido. Pablo optó por irse a dormir. En el cuarto, frente al espejo de cuerpo entero detrás de la puerta, analizó el rostro demacrado. ¡Qué cara! No aparentaba treinta. ¿O eran ya treinta y uno? Se liberó de la camisa dejando al descubierto un esbelto, atlético torso, cubierto por escasos vellos rubios. Al deshacerse del panta- lón, le vino a la mente cuando en la niñez sus primos lo obligaron a salir en calzones al jardín donde había una gran reunión familiar. Todos se rieron de esas piernas largas y flacas. Él enrojeció mientras mamá le gritaba: ¿Pero qué haces así, Pablito? No recuerda nada más, ni siquiera el momento en que se vistió de nuevo. Ahora necesitaba dormir. Ya en piyama, se volvió para alcanzar la cama, pero no lo logró. Al día siguiente, despertó quince minutos tarde. La fuerza de la rutina o la enajenación propia de los trabajadores hizo que cumpliera el ritual de todos los días, aprisa, sin recordar la noche anterior. Al llegar al edificio donde laboraba se detuvo abruptamente antes de cruzar la puerta giratoria de cristal. No podía dar un paso más sin tener claro qué había sucedido ayer. Hurgó en la memoria, pero sólo encontró los mismos recuerdos girando y girando en desorden, todos tan contradictorios y, sin embargo, igual de vívidos: unos labios femeninos, palabras amables, la pizza hawaiana, el té verde embotellado, la mesa familiar en medio del jardín y de las risas, los gritos de su madre, ravioles con una copa de vino tinto, documentos de Contabilidad y Finanzas, un vaso de whisky...
Se hacía tarde. ¿Cómo debía actuar con Virginia? ¿Como si le hubiera roto el corazón ayer o como si lo hubiera hecho el hombre más feliz del mundo? Se miró en el cristal. ¿Su rostro? Muy lejos de ser el del hombre más feliz del mundo. La calma del elevador lo ayudó a decidir: actuaría lo más neutral posible. Le hubiera agradado evitar a Virginia durante todo el día, pero siendo el asistente personal y con todos los problemas de la empresa, habría sido muy complicado, si no imposible. Y para recordarle que así era, al cruzar la recepción, una secretaria con la cara inmóvil, como de reptil, le informó que la licenciada De la Torre lo buscaba desde hacía un buen rato. Resignado, se dirigió a la oficina de la jefa y tocó dudoso.
—Adelante, adelante.
Desde un sillón de piel, cerca del ventanal, la mujer lo miraba con ojos brillosos. La blusa de satín, que caía con gracia sobre los delicados pechos, contrastaba con un ajustado pantalón gris que enfundaba las largas piernas cruzadas. Pablo por poco enloqueció. Nada dijo.
—Supuse que llegarías tarde —comenzó ella—, pero por lo menos espero que ya estés al tanto de todo. En fin… —hizo una pausa mientras acarició las largas ondas de su cabello—. Pablo, no quiero que lo que pasó ayer obstaculice nuestro trabajo.
¿Lo que pasó ayer? Ella parecía saber. No se veía disgustada ni nerviosa, pero tampoco contenta. ¿Qué pasó ayer? Si por lo menos tuviera compasión y se lo dijera. ¿Tendrá compasión?
—Asumo que estás de acuerdo en que sigamos con la misma dinámica de siempre —el tono era el de una profesional que trataba asuntos laborales de gran envergadura.
Por más que Pablo, en busca de un indicio, examinó el rostro de la mujer de negocios, ella mantenía una expresión neutral. Al parecer, él no había logrado hacer lo mismo. La licenciada le preguntó:
—¿Hay algún problema, Pablo?
—No, en absoluto —exageró un gesto de tranquilidad.
—¿Qué te pasa?
—Nada, que estoy de acuerdo con lo que dices.
—Muy bien —concluyó antes de encomendarle que revisara ciertos documentos y los enviara por correo interno.
Por fortuna, en las siguientes visitas que debió hacer a la licenciada, ella se encontraba con otros ejecutivos, excepto en la última. Cuando Pablo acudió al llamado, Virginia lo recibió con unos ojos fieros que ni las largas pestañas lograban dulcificar.
—Ya son las ocho y media. Es todo por hoy. Después de lo de ayer, creo que tú y yo nos merecemos un break.
¿Lo de ayer? ¿A qué se refiere con un break? ¿Por qué sonríe?
Se escuchó un toquido insistente. ¿Que no se habían ido todos? ¿Quién será?
—Adelante.
Al abrirse la puerta, el señor con la carpeta atiborrada de documentos denotaba preocupación:
—Licenciada, traigo estos informes de Contabilidad y Finanzas. Tiene que revisarlos y dar una resolución mañana a primera hora.
—¡Oh, no puede ser!
—Urge que tome una resolución lo más pronto posible.
—Pablo, dame la carpeta. Vamos revisar esto aunque nos quedemos toda la noche. Gracias, señor Domínguez. Hasta mañana.
La licenciada tomó asiento, se acomodó la roja cabellera sobre el hombro y ex- tendió el brazo para tomar la carpeta.
La confusión de Pablo se triplicó al regresar a casa. Ya conocía esos documentos.
¿Eran los mismos? Elegir personal para recortarlo, el déficit, la auditoría, números, gráficas, cifras, más gráficas, números... Quiso mantener la calma. Le fue imposible. Fue a la alacena y sacó una botella de whisky. Después de dos tragos, abrió su laptop sobre la mesa del comedor. Entró a Google. Escribió: “recuerdos confusos”, “recuerdos dobles”, “experiencias paranormales”, “alucinaciones”. Lo que más le llamó la atención fue un artículo sobre la sensopercepción. En él se explicaba cómo en las mentes de algunos pacientes con trastornos pseudoalucinatorios podían aparecer recuerdos de algo que nunca ocurrió. Pero el paciente no es capaz de diferenciar entre éstos y los recuerdos reales. Pablo creyó haber encontrado una explicación científica a lo que ocurría, pero no veía cómo pudiera ayudarle a solucionarlo, a menos que se internara en una institución psiquiátrica. De cualquier manera, los trastornos pseudoalucinatorios le parecieron más creíbles que la información de un foro sobre parapsicología. Allí se decía que en un mismo espacio-tiempo pueden coexistir varios universos y que cada uno guarda semejanzas y diferencias con los demás: en alguno podemos llevar una vida un poco diferente o muy distinta que en otro, o incluso simplemente no existir. El artículo advertía que dichos universos eran mutuamente inobservables. Leyó comentarios sobre la existencia de estudios serios en personas con “capacidades extraordinarias”, también llamadas “mentes rebeldes”. Ellas nacen con la habilidad de “echar un vistazo” a otras realidades y logran hacerlo cuando se dan las circunstancias adecuadas, o con mucho entrenamiento.
Es más probable que fuera un enfermo mental que una mente rebelde, o tal vez sean lo mismo. Pero qué más da. Su vida estaba en ruinas. ¿Enloquecía? ¿Lo recortará Virginia? ¿Perderá el empleo? ¿Lo internarán en un manicomio? El celular interrumpió:
—¿Hola?
—¿Pablo? —dijo Virginia al otro lado de la línea—. ¿Dónde estás? Llevo aquí diez minutos.
—¿Qué? ¿Dónde? —exclamó aterrorizado.
—¿Dónde? Pues donde quedamos, Pablo —respondió ella un poco molesta—.
No oigo ruido, ¿sigues en tu casa?
—Sí —confesó él.
—Okey… olvídalo. Quédate ahí —ordenó—. Voy para allá.
El hombre permaneció inmóvil, los ojos fijos en el reloj de su laptop. La mujer tardó veinte minutos en tocar a la puerta. Esto era demasiado. Cuando la jefa llegó, le dio una leve reprimenda por no haber llegado a la cita. A decir verdad, el regaño no había sonado muy sincero. Virginia parecía contenta de haberse saltado la cena y encontrarse ya en el departamento del joven.
Esa noche, mientras Pablo y Virginia yacían desnudos entre las sábanas revueltas, ella abrazó a su asistente personal y le dijo:
—Pablo, hace un rato te noté bastante estresado, pero —los labios traza- ron una peculiar sonrisa— debo decirte que definitivamente tienes capacidades extraordinarias.
Entre risas y besos, lo venció el sueño. Una vibración insistente lo volvió a la realidad. La mano aletargada palpó el buró en busca del celular.
—¿Sí?
—¿Pablo? Perdón por despertarte. ¡Qué pena, pero te necesito...! Necesito tu ayuda con urgencia. ¿Te acuerdas de la respuesta que redactamos para Contabilidad? La estoy revisando de nuevo y...
La voz de Virginia se fue alejando mientras el brazo de Pablo caía. Tieso de terror giró para ver quién dormía junto a él. Esperaba encontrar la cama vacía, o quizá a una prostituta. Pudo haber fantaseado o incluso haberse enredado con otra mujer imaginando que era Virginia.
La licenciada De la Torre respiraba suave y rítmicamente. Los dedos de Pablo rozaron titubeantes un rojo mechón de cabello desordenado sobre la almohada. La sábana azul oscuro cubría una parte de la espalda desnuda. Era real. ¿Era real?
¿Entonces quién está en el teléfono? Aterrorizado, tomó el aparato. La voz de Virginia gritaba: “¿Bueno, bueno? ¿Pablo? ¿Estás ahí? ¡Contéstame!”. Lo apagó y cerró los ojos. Esto no puede ser una alucinación. Son dos o más mundos que cohabitan al mismo tiempo. El hombre estaba seguro: era una mente rebelde. Necesitaba mucho entrenamiento.
A la mañana siguiente, solo en la cama queen, despertó cansado, como si hubiera trabajado la noche entera. Se estiró. Después de arreglarse y desayunar un plato de fruta con yogurt, se sintió envuelto en una atmósfera distinta. Tras mucho tiempo de cobardía, dudas e impotencia, se llenaba de voluntad. Tenía que ser hoy. Ensayó la cara que pondría y salió deprisa. Sería desastroso llegar otra vez tarde al trabajo.
Esperó a que la oficina estuviera desierta. La jefa nunca sale antes de las ocho y media. En la mañana parecía de muy buen humor, pero nunca se sabía nada con Virginia. Podía ser insoportable como una lluvia de vidrios pulverizados o encanta- dora como un atardecer en la playa. Respiró valor e irrumpió en la oficina. Tras el escritorio cubierto de papeles y carpetas, la licenciada De la Torre se concentraba en la pantalla de la computadora.
—Creí que ya te habías ido —por arriba de los lentes, la mirada marrón escrutó al recién llegado.
—No, Virginia. Es que tengo que decirte algo.
—¿Qué pasa?
—A veces siento que la razón se me escapa por no poder estar cerca. El único motivo que me hace trabajar aquí es la esperanza de vencer mi cobardía —hablaba cada vez más rápido—; ahora, por fin, la derroté y quiero que…
—¡Momento! No entiendo nada, Pablo —exasperada se puso de pie—. ¿Estar cerca de qué? Explícate y habla más despacio. ¿Qué te sucede?
—Perdón, perdón, me precipité —apenado, deslizó la mano sobre su rubia cabeza—. Lo que quiero decir es que tal vez tú pienses que soy un bueno para nada, pero…
—No sé a dónde quieres llegar, pero por favor, sin rodeos.
Se escuchó un toquido insistente en la puerta. ¿Que no se habían ido todos?