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Los crímenes del zapatismo, de Antonio Melgarejo, novela de la Revolución mexicana
Los crímenes del zapatismo, by Antonio Melgarejo, a Mexican revolution novel
La Colmena, núm. 99, pp. 19-32, 2018
Universidad Autónoma del Estado de México

Aguijón


Resumen: Los crímenes del zapatismo (1913), de Antonio Damaso Melgarejo Randolph, obra que lleva por subtítulo Apuntes de un guerrillero, narra en primera persona y en clave de testimonio histórico el surgimiento del zapatismo y parte de su desarrollo. El texto se suma a las diversas manifestaciones antizapatistas surgidas en la Ciudad de México, y en ese sentido no hay motivos para darle un tratamiento especial. No obstante, un análisis detenido de la obra permite detectar una clara sensibilidad novelística y una serie de rasgos que serán la base de muchos de los exponentes de la narrativa con tema revolucionario, como la hibridez genérica o el descubrimiento del campesino armado como una nueva entidad literaria. Teniendo esto en cuenta, Los crímenes del zapatismo podría considerarse un antecedente de la novela de la Revolución.

Palabras clave: literatura latinoamericana, novela, historia, revolución.

Abstract: Los crímenes del zapatismo (1913), by Antonio Damaso Melgarejo Randolph, which holds as a subtitle Notes of a guerrillero, is a first-person historical-testimony narration of the inception of Zapatismo and part of its development. The text adds to the various anti-Zapatista manifestations that took place in Mexico City, and in this sense there is no reason to give it a special treatment. However, a careful analysis of the work allows detecting a clear novelistic sensibility and a series of features that would be the basis of many of the narrations whose topic is Mexican revolution, namely: genre hybridity or the discovery of the armed peasant as a new literary entity. Bearing this in mind, Los crímenes del zapatismo may be considered an antecedent for Revolution novels.

Keywords: Latin American literature, novel, history, revolution.

INTRODUCCIÓN: RUPTURA Y CONTINUIDAD

Lógicamente, nuestra percepción de la novela de la Revolución mexicana como corpus más o menos estable no puede desligarse, hasta cierto punto, de nuestra percepción del acontecimiento histórico que le da nombre. Así como se tiende a asumir que la Revolución significó una ruptura de las ideas y las dinámicas sociales porfirianas, la crítica ha llegado al consenso de que Los de abajo (1915), de Mariano Azuela, es un parteaguas en la narrativa mexicana, la obra creadora de un nuevo realismo (Blanco, 2008: 103) y cuya aparición, por lo tanto, cortó casi de raíz la praxis novelística prerrevolucionaria. Si bien es cierto que la novela del escritor jalisciense introdujo en el panorama de la literatura mexicana nuevas formas de codificación estética, y su publicación puede entenderse como el clavo más importante del ataúd de los moldes narrativos decimonónicos, resulta fundamental atender las continuidades existentes entre las prácticas escriturales que le preceden y las prácticas escriturales a las que dio lugar en tanto que nos ayudaría a entender mejor el desarrollo histórico de la narrativa mexicana y, por consecuencia, poner en duda algunas de las nociones sobre la periodización de la historia literaria.1

De entrada, la bandera misma de la renovación narrativa, o sea la mencionada obra de Mariano Azuela, es un ejemplo de continuidad. Para empezar, ahí tenemos ese preciosismo de evidente impronta modernista al que apela el narrador para ornamentar las llanuras por donde vaga la violenta e impetuosa camarilla de Demetrio Macías, o la manera como la novela configura esquemáticamente a los personajes femeninos, muy a la usanza del dualismo maniqueo y moralista típico del siglo XIX mexicano. Estos resabios prueban que el realismo-naturalismo —e incluso el romanticismo— mantuvo parte de su espíritu hasta muy entrado el siglo XX, aunque después de Santa (1903), de Federico Gamboa, no haya obras notables de esas corrientes. Basta recordar que José López Portillo y Rojas publica en 1919 su última obra, Fuertes y débiles, en la que, a pesar de acercarse temáticamente a la Revolución, se concentran muchos de los rasgos de la poética novelística decimonó­nica. No podemos negar, asimismo, que varias de las obras de José Rubén Romero se basan en una actualización del costumbrismo tal cual lo cultivó medio siglo antes José Tomás de Cuéllar. Cabe también recordar La revancha (1930), texto olvidado en el que Agustín Vera desarrolla una trama de amores imposibles con ecos de Rafael Delgado y otras novelas sentimentales de finales del siglo XIX.

Como la Revolución misma, los textos que la reelaboran estéticamente —Los de abajo a la cabeza— ponen en duda la ruptura como concepto absoluto, haciendo patente, en muchos casos, su deuda respecto a la narrativa anterior. No se trata, claro, de negar la naturaleza renovadora de la obra cumbre de Mariano Azuela, algo por lo demás incuestionable, sino de señalar el error de establecer una diferenciación categórica entre dos momentos de la tradición novelística mexicana que se mantienen en diálogo tenso y ríspido durante más de una década. Y es que así como obras posteriores a Los de abajo prolongaron ciertas prácticas narrativas decimonónicas, antes de esta novela hubo textos en los que se vislumbra, si se quiere con timidez, una voluntad de cambio. Y no me refiero a Perico (1885- 1886), de Arcadio Zentella; La bola (1987), de Emilio Rabasa; Tomóchic (1893), de Heriberto Frías; La parcela (1898), de José López Portillo y Rojas; La venganza de la gleba (1905), de Federico Gamboa; y En la hacienda (1909), de Federico Carlos Kegel, exponentes realistas que la crítica ha tildado de antecedentes de la novela de la Revolución mexicana (Aub, 1969; García, 1973; Reyes, 1981; Martínez, 1990), sino a piezas surgidas entre el estallido de la guerra y la publicación de Los de abajo, ese lapso en el que parece que no se escribió literatura salvo los últimos poemas modernistas y las primeras novelas de Mariano Azuela. Son piezas nacidas en el limbo, que de algún modo han quedado escondidas en los pliegues de la tradición, y que por consecuencia tuvieron un impacto menor o nulo en la narrativa posterior, pero cuyo conocimiento es imprescindible para completar la historia de la cultura literaria mexicana.

Una de estas obras es Los crímenes del zapatismo, de Antonio Damaso Melgarejo Randolph, publicada a mediados de 1913. El texto, que narra en primera persona y en clave de testimonio autobiográfico el surgimiento del movimiento rebelde encabezado por Emiliano Zapata y su desarrollo al menos hasta el asesinato de Francisco I. Madero a manos de Victoriano Huerta, se suma a las muy diversas manifestaciones políticas, periodísticas y artísticas que desde los centros urbanos, en especial desde la Ciudad de México, reaccionaron a la eclosión de la insurgencia zapatista como una fuerza de carácter popular.

En principio, la obra de Antonio Melgarejo parece no diferenciarse de las numerosísimas expresiones antizapatistas de la época, y en ese sentido hay motivos para dejarla en el cajón del olvido, donde ha estado guardada durante el último siglo, así como hemos dejado en el cajón del olvido las diatribas clasistas de Salvador Díaz Mirón y de José Juan Tablada escritas en La Nación y El Imparcial, respectivamente, a raíz de la resistencia de Emiliano Zapata a licenciar a sus tropas. Sin embargo, un análisis detenido del texto permite detectar no sólo un proceso de escritura nada rutinario, revelador de una sensibilidad novelística, sino también una serie de características que serán la base de muchos de los exponentes de la novela de la Revolución, como la hibridez genérica o el descubrimiento del campesino armado como objeto de representación verbal.

ENTRE EL TESTIMONIO AUTOBIOGRÁFICO Y LA FICCIÓN

Uno de los rasgos distintivos del corpus de la novela de la Revolución consiste en su relación esquiva con la realidad extratextual. Dado que la mayoría de los escritores parten de la experiencia personal en alguna etapa de la Revolución, los textos tienden a moverse con fluidez en un continuum que va del mero ejercicio memorístico y autobiográfico (Castro, 1960; Rutherford, 1978; Martínez, 1990) a la casi plena fabulación. El extremo ficcional de este continuum es el que ha llevado a la crítica a una especie de acuerdo: a saber, que al contrario del pacto de lectura que los propios novelistas de la Revolución mexicana pretenden establecer, valoramos más estas obras por su capacidad de poiesis que de mímesis (Pozuelo, 2006: 33).

El fuerte componente ficcional ya se encuentra en la obra más representativa del corpus, Los de abajo, donde Mariano Azuela hace confluir con particular acierto su talento para la inventiva y sus recuerdos como médico en las filas de Pancho Villa. Otros exponentes del corpus son, aparentemente, menos novelescos en virtud de la decisión de recurrir a un narrador en primera persona y, sobre todo, de establecer una continuidad entre la voz autoral y la voz del narrador: ocurre así en El águila y la serpiente (1928), de Martín Luis Guzmán; Cartucho (1931), de Nellie Campobello; Desbandada (1934), de José Rubén Romero; y la pentalogía memorística de José Vasconcelos (1935, 1936, 1938, 1939 y 1959), entre otros. Una lectura atenta de estas obras, sin embargo, revela que detrás de esa necesidad de recrear casi periodísticamente la realidad, conviven varios subgéneros narrativos, algunos de los cuales trascienden la voluntad de mímesis, como la sátira política, el cuento de tradición oral y la leyenda. Son textos, en otras palabras, conscientes de su condición de dispositivos narrativos.

Los crímenes del zapatismo muestra una consciencia de esta índole, aunque es cierto que no logra resolver las contradicciones que surgen del diálogo entre la informe realidad histórica y las licencias ficcionales a las que recurre Antonio Melgarejo. No obstante, a pesar de sus defectos de construcción, no deja de ser una virtud que un texto tan temprano —recordemos: con menos perspectiva histórica que Los de abajo— sea a la vez tan rico en estrategias para persuadir al lector sin exhibirse como un híbrido de ficción y realidad.

Una de estas estrategias es la inclusión de un proemio escrito por una voz que no es la del autor. Esta voz pone las primeras piedras para construir un pacto de lectura caracterizada no por la oblicuidad, sino por la relación directa entre las palabras y la realidad referenciada. Esta relación es posible, afirma el autor del proemio,2 porque Antonio Melgarejo estuvo implicado en los hechos que narra, lo cual le ha permitido “escribir con estricto apego a la verdad” (Melgarejo, 1913: 3). Por este motivo, continúa el prologuista, el lector hallará una “narración histórica”, apegada “al más severo naturalismo,” y no un libro con “tendencias al fantaseo”, puesto que “el medio ambiente no es propicio a los escarceos literarios de altos vuelos” (Melgarejo, 1913: 3). Como puede observarse, Los crímenes del zapatismo comienza por construirse, explícitamente, como un texto no literario y que lo fía todo a la experiencia del autor como conocedor del estado de Morelos y como secretario de Emiliano Zapata; es decir, el proemio busca establecer el pacto de lectura testimonial y autobiográfico, el cual será apuntalado por el narrador en primera persona cada vez que tenga oportunidad.

No abundan los datos sobre la vida de Antonio Melgarejo,3 los pocos que hay parecen corroborar su participación en las filas zapatistas por lo menos hasta el triunfo del maderismo4 (Herrerías, 2010, nota 31). En “La trágica muerte del Prof. Torres Burgos”, Elías L. Torres (1940: 5) incluye al autor de Los crímenes del zapatismo como parte de los primeros revolucionarios de Morelos, si bien no ofrece mayores detalles sobre sus actividades como secretario. Gracias al Semanario Oficial del Gobierno del Estado de Morelos sabemos que a mediados de julio de 1912 fue elegido para ocupar una silla en el Congreso del Estado como diputado suplente, y que un mes después fue designado como gestor de acuerdos entre el gobierno y Zapata (Herrerías, 2010: 23). Después, ejerció de delegado de paz en las negociaciones entre el gobierno de Huerta y grupos rebeldes. En agosto de 1913 algunos periódicos de la Ciudad de México difundieron la noticia de que, como consecuencia de estas gestiones, Mel­garejo había sido fusilado. Al día siguiente, sin embargo, los periódicos desmintieron la noticia: según el propio Antonio Melgarejo, todo había sido un infundio sembrado por un enemigo suyo para mortificar a su madre (El País, 1913: 5). Se vuelve a saber de él a principios de 1915, cuando el gobierno convencionista lo captura en Aguas­calientes y, acusado de agente revolucionario, lo pasa por las armas. Otra versión cuenta que lo fusilaron los zapatistas por escribir, precisamente, Los crímenes del zapatismo (Herrerías, Muñiz, Ávila, et al., 2004: 40).

Como puede advertirse, la incidencia de Melgarejo en la Revolución, primero en las filas zapatistas y después como delegado de paz, es simplemente anecdótica, dado que no fue más relevante que cualquier otro intelectual menor. Esta suposición se ve ratificada por los historiadores más importantes del zapatismo, como John Womack o Francisco Pineda Gómez, quienes no mencionan a Melgarejo a lo largo de sus conocidas investigaciones sino como una simple nota al pie. No obstante, esto no corresponde a la importancia que se adjudica a sí mismo el Melgarejo narrador: de acuerdo con el relato de Los crímenes del zapatismo, no sólo estuvo presente en varios de los sucesos más significativos que dieron pie al zapatismo, sino que además su intervención fue clave. Son esta clase de datos los que sirven de fundamento para la construcción del yo, estrategia narrativa que la crítica ha detectado en varios de los exponentes de la novela de la Revolución, base, a su vez, de los ejercicios escriturales memorísticos y autobiográficos. Dice Sergio Pitol sobre una de las memorias de José Vasconcelos:

En Ulises criollo, el autor mexicano recrea y modela según su voluntad una serie de acontecimientos por él vividos […] Con el fin de establecer el carácter novelístico de su personaje, Vasconcelos lo hace proferir opiniones que él, el autor, no sostuvo en la época en que las sitúa (Pitol, 2001: XV).

Estos apuntes podrían hacerse extensivos a Los crímenes del zapatismo, donde la construcción del yo está fundamentada en un factor experiencial genuino que autoriza y da legitimidad al discurso autobiográfico y testimonial, y, fruto de esto, en la sobrevaloración de su papel histórico dentro del movimiento zapatista. Se trata, en este sentido, de una recreación novelesca, pero no sólo por el componente de ficción, sino también por el de selección, organización y redistribución de datos para conseguir el efecto deseado.

Una de las formas como el narrador logra ganar estatura es reduciendo la de otras voces intelectuales de la obra, como la de Otilio Montaño, cuya relevancia en el nacimiento y desarrollo del zapatismo está fuera de toda duda: prácticamente no hay investigación sobre el movimiento sureño que no lo mencione. El narrador de Los crímenes del zapatismo presenta a Otilio Montaño como un “hombre de regular cultura intelectual” (Melgarejo, 1913: 1). Con esta clase de apuntes, más que menospreciar a su homólogo, el narrador pretende reajustar su talla con tal de que resulten verosímiles los paralelismos (Herrerías, Muñiz, Ávila, et al., 2004: 25) que a lo largo de la obra establecerá entre ellos: “Montaño […] era enemigo del bandolerismo y del asesinato y, como yo, no estaba conforme con aquella chusma que desprestigiaba la causa” (Melgarejo, 1913: 56); “Montaño y yo comprendimos” (61); “Otilio y yo […] asistíamos a todas las juntas con nuestro carácter de secretarios y [nuestra] voz pesaba en el ánimo de Zapata” (80); “Zapata nos llamó a Otilio y a mí, apartándonos del grupo” (91); “Otilio Montaño, mi compañero en las labores de secretario” (139). Como se ve, el narrador hace un esfuerzo por colocarse hombro a hombro con uno de los intelectuales más importantes del zapatismo.

Este esfuerzo culmina en el capítulo XXIX, que relata la firma del Plan de Ayala, uno de los episodios de mayor envergadura en la historia del movimiento zapatista: “juré como los demás, al general Zapata, no abandonarlo en aquella cruzada contra el capital absorbente de Morelos […] todos se habían unido en un estrecho abrazo de confraternidad” (Melgarejo, 1913: 160). Sin decirlo abiertamente, pues, el narrador se sube al carro de la historia zapatista al incluirse en la mítica reunión de noviembre de 1911, en la cual el movimiento termina de tomar forma.

En este mismo capítulo aparece la primera nota al pie numerada,5 la cual, al mismo tiempo que problematiza todavía más la naturaleza genérica de Los crímenes del zapatismo, obliga al lector a replantearse la manera como ha leí­do el texto hasta ese momento. Éste es el contenido de la nota:

Unos afirman, observando tan sólo la forma (asesinatos, estupros, incendios, etc.), que estos lineamientos [los del Plan de Ayala] están perfectamente definidos como tenebrosos; otros, empero, observando exclusivamente el fondo (de evolución [sic] de los ejidos que fueron de los pueblos), aseguran que están definidos como reivindicadores. Quod sunt capite, tot sententie (Nota del autor.)

Las anteriores notas son del original del “guerrillero” Rodrigo Valera (Melgarejo, 1913, p. 139).

A sólo tres capítulos del final de Los crímenes del zapatismo, el lector se entera de que existe un texto “original”, base o fuente de la versión definitiva, es decir, la versión a la que el lector tiene acceso. Si bien la alusión a un material original dota de mayor complejidad a la obra como dispositivo narrativo, pues estaríamos hablando de un interesante juego de cajas chinas, este recurso obstruiría la estrategia de construcción del yo que hemos comentado en este apartado: al hacer referencias al texto original, el de Rodrigo Varela, el Melgarejo narrador perdería fuerza como voz autobiográfica y testimonial en la medida en que pasaría a ser una especie de editor, esto es, una entidad intermediaria que por lo tanto no vivió los acontecimientos referidos. Ahora bien, podría pensarse que Varela fue construido por Antonio Melgarejo, expresamente como guerrillero, con el fin de que Los crímenes del zapatismo preservara su espíritu de testimonio histórico aun en aquellos capítulos en que se cuentan acontecimientos de los que Melgarejo no pudo haber sido testigo, como el tristemente célebre atentado al tren de Ticumán, narrado, en efecto, “a través” de Rodrigo Varela. Esta lógica, sin embargo, no se sostiene: ya en el capítulo XI, el famoso cabecilla Gabriel Tepepa se dirige al narrador como Varela. En esta parte de la obra se relata el primer asalto a Jojutla, un episodio del naciente zapatismo que se supone Melgarejo vivió en carne propia. El diálogo de Tepepa, además, orilla a una pregunta: ¿desde el primer capítulo el narrador ha sido Varela? Si es así, ¿por qué los editores no nombran ni una sola vez a este guerrillero en el proemio y, en cambio, sólo hablan de “la narración histórica efectuada por el joven escritor don Antonio D. Melgarejo” y de hechos consignados “en sus memorias como un historiador” (Melga­rejo, 1913: 3 y 4). A partir de estas breves citas, surge otra interrogante: si Los crímenes del zapatismo está constituida por las memorias de Antonio Melgarejo y el subtítulo de la obra es Apuntes de un guerrillero, ¿debemos inferir que Antonio Melgarejo es el guerrillero? ¿Y qué pasa con Rodrigo Varela entonces?

En razón de lo apuntado en el párrafo anterior, considero que todo este caos con las voces tiene una explicación simple: Los crímenes del zapatismo acusa problemas graves de composición; incluso podría calificarse de obra inacabada. Y es que el caos de las voces no termina con el tema del guerrillero Rodrigo Varela: el capítulo XXXI, titulado “En pleno campo zapatista”, consiste en la transcripción, casi total, de una nota publicada en El Imparcial el 11 de agosto de 1912 con el mismo título,6 firmada por J. V. Soriano, en la cual se narra la expedición de corresponsales de guerra de la Ciudad de México al territorio del zapatismo en Morelos: “el personaje que hace este relato — avisa una nota al pie— es un corresponsal de guerra de un diario metropolitano” (Melgarejo, 1913: 150). Ahora bien, Melgarejo no solamente omite algunos párrafos de la nota, sino que además altera información relevante: en el texto original, por ejemplo, el periodista francés Francisco Creyve Sarrazin se desempeña como intermediario entre los zapatistas y los enviados de El Imparcial, mientras que en Los crímenes del zapatismo Sarrazin no aparece: Melgarejo lo sustituye por un cabecilla menor o bien apela, llanamente, a un se impersonal para evitar su referencia. Esta decisión resulta desconcertante, pues va en contra de la índole de testimonio autobiográfico con valor histórico que el texto se ha esmerado en fabricar.

En total, como vemos, Los crímenes del zapatismo cuenta con cuatro voces: 1) la del proemio, 2) la del Melgarejo narrador, 3) la del guerrillero Rodrigo Valera y 4) la del periodista J. V. Soriano. Excepto la del proemio, las otras no se hallan diferenciadas entre sí con claridad —especialmente la voz del guerrillero y la del narrador—, lo cual me parece más un defecto de composición que una apuesta deliberada por confundir al lector. Como sea, aun con esta mayúscula inconsistencia compositiva, no deja de ser meritorio que un texto tan temprano, sin exponentes en la tradición mexicana que puedan servir de modelo, exhiba tal diversidad de voces provenientes de distintos niveles narrativos.

RETRATOS DELA BESTIA: FASCINACIÓN, REPUGNANCIA Y AMBIGÜEDAD

Algunas de las obras más importantes del corpus de la novela de la Revolución, como Los de abajo, de Mariano Azuela, y El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, son resultado de una mezcla entre la imaginación y la experiencia directa con la lucha revolucionaria; reflejos autobiográficos, los llama Antonio Castro Leal en la ineludible introducción de su antología La novela de la Revolución mexicana (Castro, 1960: 25). Este componente experiencial a menudo desemboca en un conflicto, fruto del choque entre las ideas —generadas, casi siempre a partir de otras ideas— y la fangosa y muy áspera realidad. El conflicto, que es tanto ideológico como epistémico y moral, se insinúa más que se admite: se manifiesta en el esquizofrénico registro lingüístico, en algunas decisiones estructurales, en el modo de representar el espacio y los persona­jes y en ciertas metáforas y comparaciones. Sin embargo, donde resulta más transparente este conflicto es en la configuración de los cabecillas. El carisma, la bravuconería, el arrojo temerario, el liderazgo, las habilidades marciales intuidas o aprendidas en el camino, la ingenua honestidad, la socarronería obscena y espontánea, la simplicidad, las resoluciones basadas en la superstición: éstos y otros rasgos suelen estar presentes en los adalides plebeyos que fabulan y recuerdan los novelistas de la Revolución; obsérvese que casi todos permiten más de una lectura, de ahí que los retratos resultantes sean ambiguos.

Hay una escena de El águila y la serpiente que ilustra bien esta clase de retratos. Rodolfo Fierro, el Carnicero, entra en la oficina de Martín Luis Guzmán, entonces secretario de Guerra del Gobierno convencionista, y toma asiento con el propósito de rendir cuentas. Y es que Fierro, por órdenes de Pancho Villa, acaba de fusilar al coronel David G. Berlanga por condenar abierta y airadamente los modos del Centauro del Norte. Por sus principios y su cultura, Berlanga goza de una altísima consideración entre los intelectuales, inclusive Martín Luis Guzmán, quien en esa escena se encara, sólo el escritorio mediante, con el brutal verdugo. Así lo describe:

Yo, mientras tanto, lo estudiaba, esperando satisfacer una doble curiosidad: la que me inspiraba nuestra entrevista, impregnada ya de misterio, y la que jamás dejaba de producir en mí la presencia de aquella “bestia hermosa,” según llamó a Fierro un periodista yanqui. Lo último me embargaba particularmente. Porque Fierro, que era por su gallardía física un tipo inconfundible, gozaba, además, de una leyenda terrible y fascinadora: se le pintaba como autor de proezas y crueldades tan pronto espeluznantes como heroicas. Allí, cruzadas las piernas, bellas y hercúleas, puesto el codo sobre la rodilla, inclinado el busto hasta la mano —mientras los dedos maceraban el rollo de tabaco y la boca despedía humo—, cobraba su carácter preciso, su luz propia, su irradiación exacta. Su naturaleza semisalvaje, disfrazada hasta pocos segundos antes tras la cobertura de palabras, maneras y gestos civilizados, chocaba estrepitosamente contra el ambiente de los delicadísimos muebles de caoba, y con los encajes, y con las colgaduras de brocado, como una piedra sin pulir que estuviese estropeándolo y desgarrándolo todo con sus aristas en bruto (Guzmán, 1956: 402-403).

Como se ve, la presencia de Rodolfo Fierro no sólo provoca en el narrador lo mismo aversión que embeleso, sino que además entre ambos efectos existe una continuidad confusa. Desde la perspectiva de Martín Luis Guzmán, al igual que desde el encuadre de tantos otros intelectuales y artistas del periodo, el caudillo popular atrae porque su apariencia y sus formas montaraces acercan y hacen visible el otro México, el enigmático, mítico, ese México mitad real y mitad imaginario.

A pesar de ser un texto muy temprano y de haber sido escrito con fines más políticos que literarios, en la obra de Antonio Melgarejo ya encontramos este tipo de retratos, cuya ambigüedad es posible porque inicialmente se establece una diferencia cultural insalvable entre el narrador-intelectual y el cabecilla. Como pasa en El águila y la serpiente y en las memorias de Vasconcelos, el primer paso en el establecimiento de esta diferencia es la sobrevaloración del rol que ocupa el intelectual en un entorno militar: desde las primeras páginas, el narrador nos cuenta que Gabriel Tepepa lo nombra chupatintas, sinónimo ocurrente de secretario. Al margen de que por mera lógica los intelectuales pertenecientes a alguna facción revolucionaria fungían de secretarios, en los textos de la época este cargo posee alcances simbólicos: en tanto que reúne inteligencia y pericia retórica, el secretario se erige en el portador de orden por excelencia en un ámbito dominado, supuestamente, por la fuerza, el instinto y el arrebato; sin embargo, es un portador de orden cuyo poder de influjo en los propi­ciadores del desorden es bastante limitado, como sostiene el narrador de Los crímenes del zapatismo a raíz de la violenta toma de Jojutla, relatada en el capítulo XII: “Yo, no queriendo tomar parte de aquella espantosa confusión de libertinaje y escándalo, que me llenaba de horror, y no pudiendo, por otra parte, evitar una sola de la infinidad de iniquidades que se cometían, me dediqué a observar” (Melgarejo, 1913: 38). Ante la incapacidad para frenar la indisciplina, el narrador se aparta: sólo le queda ver y des­pués registrar y evaluar los hechos. La palabra, pues, es su única arma, y la emplea, de hecho, para asestar golpes en la figura de los cabecillas, siempre en forma de burla y menosprecio, como en el siguiente diálogo que el narrador tiene con Gabriel Tepepa:

—Oye tú, Varela, era bueno que “pa que vean que semos honrados, le pusieras un escrito al jefe político, pidiéndole la plaza pa evitar la infusión de sangre, advirtiéndole que si no quieren darla, la tomaremos por la fuerza, y firmas el escrito por mí, que al cabo no conocen mi firma.”

Puse, en efecto, una comunicación al jefe político de Jojutla, manifestándole que para evitar la efusión de sangre, nos entregara la plaza sin hacer resistencia (Melgarejo, 1913: 36).

Como se ve, Antonio Melgarejo retoma la tradición de emplear recursos tipográficos demarcativos para diferenciar la voz culta de la voz popular. Al mismo tiempo, no obstante, el contraste entre las palabras infusión y efusión — marcado por la cursiva y la redonda— autoriza la mofa sobre la torpeza verbal de Gabriel Tepepa, que siempre anda “con el machete costeño en la mano” (Melgarejo, 1913: 35). La palabra, dicho de otro modo, es la única arma con la que cuenta el intelectual en los dominios de la bestia.

Ahora bien, los recursos tipográficos mencionados solamente sirven para marcar la frontera cultural; es decir, restringen, pero no silencian la voz del Otro. Al buscar el registro documental de los hechos, el narrador se siente obligado a dejar hablar a los zapatistas. Por minúscula que sea, esa rendija permite que se filtre parte de la subjetividad del “bárbaro”. Es cierto que la mayoría de las veces el narrador le entrega la palabra al zapatista para que éste corrobore las premisas implícitas y explícitas de la obra; sin embargo, cada tanto se cuela algún golpe de ingenio lingüísti­co —como el mote 'chupatintas'—, pero también conceptos y en ocasiones hasta discursos completos, todo lo cual hace posible distinguir, entre la bruma que produce la voz autoritaria del narrador, la fisonomía del campesino armado.

El contorno de esta fisonomía se vuelve todavía más claro en los escasos momentos en que Los crímenes del zapatismo acusa una curiosidad que podríamos llamar antropológica. En esos instantes, los retratos resultantes son pre­dominantemente negativos, pletóricos de clichés y prejuicios, pero de pronto al narrador se le escapa un adjetivo, una frase, una línea completa que delata la transitoria seducción:

Tepepa que, ante todo, era un buen jinete, se complacía en encabritar el magnífico alazán que montaba y cuyos ijares aguijoneaba constantemente con las pesadas espuelas amozoqueñas que portaba. Iba de aquí para allá, machete en mano, con el sombrero arriscado hacia atrás y el barboquejo detenido en la nariz, aventando el caballo, reprendiendo a gritos y con soez lenguaje a éste, por el solo hecho de hacer oír su voz autoritaria (Melgarejo, 1913: 28).

Montar con habilidad un caballo resulta siempre encomiable para el intelectual, quizá porque es equivalente a lo que ellos, los hombres de la razón y la palabra, no logran: dominar a la bestia. De hecho, una de las escasas virtudes que la prensa conservadora de la Ciudad de México le reconocía a Emiliano Zapata era su habilidad para montar. El 16 de abril de 1913, por ejemplo, El Imparcial —acaso el más antizapa­tista de los diarios— publicó una nota en la que decía lo siguiente: “El Atila del Sur es un buen jinete, y ¡cómo no! avezado quizás desde niño a montar a caballo por su condición campesina, en la actualidad debe ser un charro notable, y, además, experto en el manejo de la reata y en el ‘coleo’” (citado en Herrerías, 2010: 148). Por otro lado, debe tenerse en cuenta que la charrería era una de las pocas aportaciones culturales del campo que el sector ilustrado abiertamente apreciaba, pues ofrecía el revestimiento folclórico y pintoresco necesario para que México se hiciera notar en el concierto internacional.

Con todo, donde Los crímenes del zapatismo manifiesta un mayor grado de ambigüedad es cuando Zapata se vuelve el centro del relato. Contribuye a ello el hecho de que Melgarejo hace una diferenciación entre el zapatismo, que a su entender es un movimiento pervertido por la indisciplina de las tropas improvisadas y la inquina de algunos cabecillas menores, y el caudillo, a quien lo mueve un verdadero impulso revolucionario. De cualquier forma, para el narrador, Zapata no deja de ser un hombre salido del México profundo, con todo lo que ello implica, de ahí el retrato que hace de él:

Alto, proporcionalmente formado, tez morena requemada por aquel sol abrasador de la comarca, ojos vulgares, pero de una mirada leonesca que aterra, largo bigote negro, casi siempre hirsuto, aspecto en general adusto, áspero, burdo en sus modales de cultura muy insignificante y de un corazón de acero templado en el yunque de mil persecuciones y mil maltratos de los jefes políticos y de los capataces de las haciendas (Melgarejo: 1913: 69).

Como la estampa de Fierro elaborada por Martín Luis Guzmán, el de Melgarejo es un cuadro forjado a partir de contrastes, aunque no tan marcados. Se trata de la yuxtaposición de virtudes y carencias que deriva en cierto equilibrio, detectable en más de una novela de la Revolución y a la vez impensado en las noticias, las crónicas y las ilustraciones de la prensa capitalina.

La figura de Emiliano Zapata que ofrece Los crímenes del zapatismo no se queda en el charro bravo y temerario que conduce a la masa campesina sólo por la intuición o el olfato. No, dice el narrador, el caudillo morelense, a pesar de su “falta de cultura, es un hombre de inteligencia propia” (Melgarejo, 1913: 125). El de Melgarejo, en otras palabras, no es un Zapata de arrebatos y de corazonadas o que fuera del campo de batalla base todas sus decisiones en el juicio de sus doctos secretarios; es, por el contrario, un Zapata que construye su efigie a partir de sus agallas como soldado y de su sensibilidad como hombre de campo, pero también a partir de sus dotes intelectuales para captar la trascendencia del movimiento que encabeza. Esto último queda expresado en un corto pero muy intenso discurso del caudillo morelense tras la firma del Plan de Ayala:

Necesitamos que nos teman y debemos hacerlo incendiando haciendas y matando, que la cualidad esencial de la guerra ha sido siempre la ferocidad; y aunque la sociedad nos maldiga, cuando se hayan realizado nuestros ideales, y nuevas generaciones vengan a disfrutar el bienestar que ahora sembramos con pedazos de nuestra carne, y regamos con torrentes de nuestra sangre y con lágrimas de nuestras mujeres, la historia nos justificará, y esa misma sociedad que hoy nos maldice, nos colmará de bendiciones. El saqueo, el incendio y el asesinato, no son más que un medio para lograr el bienestar de nuestros pueblos, que es el fin de nuestro objeto (Melgarejo, 1913: 141).

Para el narrador, esta intervención del caudillo expresa un “espantoso contubernio”, pues no es más que la mezcla de “la lejana seducción del bien con la inmediata práctica del mal” (Melgarejo, 1913: 142). En estas palabras de Zapata, en efecto, conviven dos morales, dos perspectivas de la revolución, pero no en conflicto, sino en una compleja armonía. Ésa es una clara aportación de Los crímenes del zapatismo: nunca un texto escrito desde la mirada de la clase media ilustrada de tendencia conservadora había incluido una justificación tan explícita de la violencia.7 Porque en esta breve disertación, el saqueo, el incendio y el asesinato no constituyen evidencia de bandidaje y atavismos milenarios, sino que son meros instrumentos de lucha. Puesto en otros términos: detrás de las bravatas de Zapata hay una lógica que oscila con naturalidad entre la conciencia histórica y el abanderamiento de la violencia y el terror como medios para recuperar las tierras.

Mientras que la prensa capitalina y las revistas ilustradas le daban voz a Emiliano Zapata únicamente para que confirmara el punto de vista del sector ilustrado, Los crímenes del zapatismo, aunque sea por un instante efímero, le cede genuinamente la palabra al Otro, al salvaje, al bárbaro, para que articule su visión de mundo. Es una visión que aterra al narrador, lógicamente, pero que queda expuesta a fin de cuentas. Este préstamo de la palabra al Otro será clave en la narrativa posterior, empezando por Los de abajo, donde el campesino armado encuentra momentos para expresar o “actuar” (Parra, 2005: 46) su cosmovisión.

CONCLUSIONES

Hasta el momento, Los crímenes del zapatismo es un texto estimado como una curiosidad menor dentro de la historiografía zapatista. Con esta consideración, suele aparecer —cuando aparece— sólo como una nota al pie en investigaciones históricas, entre éstas la de Samuel Brunk, John Womack, Arnaldo Córdova y Francisco Pineda Gómez. El primer culpable es el propio Antonio Melgarejo, quien se empeña en proponer su texto como un testimonio autobiográfico con valor documental, para lo cual insiste en su experiencia como revolucionario. No abundan los datos sobre el autor, pero los pocos que existen, según dijimos antes, corroboran su participación en el zapatismo. Sin embargo, no fue tan importante como asegura haber sido: ni se desempeñó como la voz de la conciencia de Zapata ni colaboró en la redacción del Plan de Ayala y ni siquiera aparece en el fondo de las múltiples fotos del movimiento; simplemente fue un secretario menor más que encontró en una de sus obras la oportu­nidad de agrandar su estatura.

Como sea, no son las múltiples imprecisiones históricas las que debemos tener en cuenta a la hora de cuestionar la clasificación genérica de Los crímenes del zapatismo y de proponer su incorporación al corpus de la novela de la Revolución, sino las estrategias discursivas a las que recurre. Y es que algunos aspectos de la obra son resultado de habilidades novelísticas, como la construcción del yo narrativo. Aunque socavan parte de su rigurosidad como documento fidedigno, los deslices de carácter histórico, que más bien son aciertos de composición, elevan el potencial semiótico de Los crímenes del zapatismo y hacen de este texto una de las primeras muestras mexi­canas de modernidad narrativa.

Aun con estas cualidades, se trata de una obra que ha quedado enterrada en 1913, junto con otras tantas manifestaciones de antizapatismo.8 Este olvido, en primera instancia, bien podría atribuirse a lo apuntado en los párrafos anteriores. Con todo, quizás más importante es el hecho de que la crítica y los historiadores de la literatura mexicana han postulado, casi como un dogma, que Los de abajo es la piedra fundadora del corpus de la novela de la Revolución, lo cual trae como consecuencia que las obras previas queden fuera del mapa. Y como el texto de Antonio Melgarejo tampoco se corresponde con la narrativa previa, la de los Gamboa, los Delgado y los Portillo y Rojas, Los crímenes del zapatismo termina perdiéndose entre los pliegues de la tradición.

Finalmente, debe tenerse en cuenta el factor político. A partir de los años veinte, el Estado emprendió un proceso para consolidarse, que implicó, entre otras tantas cosas, la apropiación simbólica de algunos caudillos populares para fabricar una memoria revolucionaria propicia, gloriosa, épica, con sangre de mentiras, mártires campesinos y sumisas adelitas. Emiliano Zapata fue, por supuesto, uno de los elegidos: el Atila del Sur, al mando de una turba de caníbales, pasó a ser el Apóstol del Agrarismo, al mando de unos indígenas muy patriotas. El peso del mito, pues, pudo haber contribuido a que Los crímenes del zapatismo quedara reducida a lo que hoy se considera: una mera curiosidad historiográfica que aparece en notas al pie de investigaciones históricas.

Sin duda alguna Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Nellie Campobello y Rafael F. Muñoz tenían más talento, a lo que debe añadirse la distancia histórica de la que gozaron, lo cual les permitió analizar con más calma y frialdad el proceso histórico de la Revolución mexicana. Sin embargo, Antonio Melgarejo tiene el mérito de haber sido el primero en la fila de los que hicieron novela de la Revolución sin darse cuenta.

Referencias

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Notas

1 Para una revisión profunda del concepto novela de la Revolución y sus implicaciones tanto literarias como historiográficas y pragmáticas, véase el trabajo de Rafael Olea Franco (2012), “La novela de la Revolución mexicana: una propuesta de relectura”, Nueva Revista de Filología Hispánica (vol. 60, núm. 2, pp. 479-514), donde además se menciona a otros estudiosos que han problematizado la etiqueta.
2 Todo parece indicar que el autor del proemio es José Fernández Rojas, un periodista de Morelos con quien Antonio Melgarejo coordinaría, a principios de 1913, La Revolución mexicana. De Porfirio Díaz a Victoriano Huerta (1910-1913): la decena sangrienta. En este texto, la visión del zapatismo es mucho más parecida a la del periodismo capitalino, donde apenas hay matices.
3 Dice Carlos Agustín Barreto: “existe la versión, en la tradición oral, de que era originario de Jonacatepec, Morelos […] En general, Melgarejo ha resultado una incógnita, y pocas pistas se tienen de él” (Barreto, 2009: 39, nota 31).
4 De las investigaciones sobre la Revolución mexicana sólo Charles Curtis Cumberland (Madero y la revolución mexicana, 1984) lo menciona como parte del zapatismo, aunque sólo se trata de un apunte suelto.
5 Las notas al pie comienzan a aparecer desde el capítulo III, pero no están ordenadas mediante números, sino con asteriscos.
6 Este dato se obtuvo de Herrerías (2010: 62).
7 El único antecedente es quizá el archiconocido artículo periodístico de Luis Cabrera titulado “La Revolución es re­volución”, donde el intelectual asumía una visión profundamente pragmática de la lucha armada, en respuesta a los reproches que los sectores más conservadores le hacían a Madero a raíz de la indisciplina de las tropas revolucionarias que lideraba.
8 El texto se volvió a editar en 1979, por Editora y Distribuidora Nacional de Publicaciones, pero esta edición tampoco tuvo repercusión alguna.

Notas de autor

* Daniel Avechuco Cabrera. Doctor en Humanidades por la Universidad de Sonora, institución en la que actualmente se desempeña como profesor-investigador. Sus líneas de investigación son la literatura mexicana del siglo XX, las representaciones culturales de la Revolución mexicana y las relaciones entre la literatura y la violencia. En los últimos dos años, ha publicado artículos ligados a estas líneas, como “Formas de recordar la guerra: violencia en la fotografía y el cine documental de la Revolución mexicana” (Humanidades, vol. 8, núm. 1, 2018); “Bárbaros en la ciudad: la ruptura de las fronteras espaciales en Los de abajo, de Mariano Azuela” (Sincronía, núm. 72, 2017); y “La Revolución narrada desde los márgenes: representaciones anómicas de la violencia en Cartucho, de Nellie Campobello” (Literatura Mexicana, vol. 28, núm. 1, 2017).


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