Aguijón
Resumen: Este ensayo reúne varias voces de poetas mexicanos y algún prosista, más una diégesis, que llevan el sentido de los sucesos y sentimientos ligados al 2 de octubre de 1968. Tales rememoraciones perviven, introyectadas, mirando de reojo las serias y sesudas reseñas de aquella fecha memorable. ¿Cómo empezó la matanza de inocentes?, ¿por qué la olimpiada no ensombreció la protesta, sino que la cortó de raíz? ¿Cuántos testimonios en verso hubo contra la política prepotente y asesina de entonces? Ahora los grandes mexicanos reposan en hoyos; las protestas se amplían. Los poetas levantan la voz, en quejas aisladas, por los asesinados: Tlatelolco tres veces mártir no se olvida.
Palabras clave: literatura, poesía, movimiento estudiantil.
Abstract: This essay gathers a number of voices of Mexican poets and a prose writer, plus a diegesis, which convey the meaning of the events and feelings linked to October 2nd, 1968. Such remembrances survive introjected, glancing at the serious and brainy reviews of such memorable date. How did the innocents’ killing begin? Why did the Olympics not shadow the protest, but eradicated it? How many testimonies in verse were there against the arrogant and assassin politics back then? Now great Mexicans rest in holes; protest generalize. Poets raise their voice, in isolated moans, for the assassinated: Tlatelolco, three times a martyr, is not forgotten
Keywords: literature, poetry, student movement.
Hablo de estos recuerdos inmensos
porque tenía que
hacerlo alguna vez, así o de otra
manera.
Fuente: David Huerta
INTRODUCCIÓN
Hace mucho tiempo debí escribir mi testimonio, una pretendida cronología sobre el 2 de octubre de 1968. Hice algún intento y dejé aquel mal recuerdo en mi otro yo; surge en situaciones dolorosas, como la muerte real de mi madre y de mi hermana.
Recientemente apareció en mis manos una antología del tema. La comencé a leer con desgano; pero las luces de la memoria intelectiva– emocional se fueron prendiendo con fragmentos dispersos, que me aseguraron que aquella noche de sangre y truenos que lanzaban las fuerzas del orden, uniformadas y sin uniforme, fue un hecho colectivo con variaciones menores según el pequeño espacio y tiempo de su devenir. Comencé a copiarlas, y hasta me atreví a realizar insignificantes cambios: pensaba que estaba componiendo un testimonio literario rompiendo las fronteras, que imponían a la creación mis viejos y nuevos profesores del núcleo que gravitaba en las cercanías de los creadores. La magia de la imaginación me los presentaba con peluca empolvada, de caireles. Reunir palabras viejas, aguzando las orejas, tenía que dar frutos. Me entregué a este quehacer. Sin embargo, pese a mi empeño, no tenía diégesis, las frases eran hermosas, poéticas, sin garra. Entonces un ángel me dijo al oído: tú fuiste actriz, tu perspectiva puede funcionar, da hilos que apoyen algunos de tales decires. Dilo y deja decir porque has sido conmovida tras un largo periodo histórico, cuando muchos de los nombres de “líderes” o de valientes que se lanzaron al ruedo han quedado inscritos y empero sin referente vivo. Puse mi empeño en dejar decir y unir las palabras de tantos con una seudocrónica de mis vivencias, unas ciertas e informativas; otras, hijas de mi loca fantasía empática con la palabra de hermanos. El mensaje de David Huerta que usé de epígrafe resume las líneas de esta introducción que alude a la cercanía de las vivencias. Son para ti, para nosotros y para el porvenir de una plaza donde los españoles mataron a los mercaderes de Tlatelolco; donde los ferrocarrileros vieron atropellados sus más limpios ideales, y a Demetrio Vallejo encarcelado; y finalmente aplastaron a los estudiantes que quisimos empezar democratizando la comunicación en nuestra ciudad, y, antes de que cantara el gallo, fuimos atropellados con la frente horadada de niños que cubrieron de rojo su plaza ritual. Pero… no llores, dicen en las manifestaciones, “2 de Octubre no se olvida”.
LA INTENCIÓN DESNUDA
El 2 de octubre, punto final o, al menos, temporal, de aquella rebelión de estudiantes que nació con esperanzas, aunque muy pronto la dominación y la sangre de los vencidos se asomaba por cada resquicio del proceso; la descendencia con tales ejemplos sólo escucha que sus familiares participaron en aquel estallido duradero. Yo nací en México en 1945 y me enganché en los gritos y demandas de mis compañeros. Nunca fui líder, únicamente testigo y víctima de la rebelión. El dolor me impedía saber la relevancia de mi comportamiento hasta que llegué al suelo de un departamento. Salí en medio de una confusión, dando la dirección de amistades de aquella unidad.
He regresado a la pesadilla. Después de tantos años voy en busca de un orden que no inmovilice ni deje hundir lo que queda de mi antiguo México en el pantano salvaje de la corrupción caníbal neoliberal y generalizada. Mi intención es encontrar claridad, por pequeña que sea, sobre un mundo ajeno a la violencia enemiga de la libertad de expresión, la justicia, de una vida comunitaria que repela aquella pared sangrante de un edificio. Nunca supe cuántos ni quiénes mandaron que me asesinaran ni por qué el “amargo del plomo / da el quién vive / a quien me ha mandado que me maten” (Bonifaz, 1996: 41).
El silencio aterrador de las víctimas debe tener un final. Ahora le llegó el turno gracias a una antología multifocal de escritores, con cuya mayoría siento empatía. No sólo completó parcialmente mi perspectiva, esto es, me encuadró en la empatía, tan repetida por los hermeneutas. Mi fragilidad va siendo, pues, desproporcionada, por amnesia aparente, pero la anamnesis me impide decir adiós a experiencias refugiadas en el sueño y en otros lugares íntimos muy personales. Mal exterior y de culpa desembocan en transiciones emocionales; en sacos de arena se esconde el terror que no cesa, porque no es factible que se pierda de vista la amenaza existencial, hoy ahogada en el hambre. Tal vez algo se aminora y se descarga con la palabra desgarrada y veraz, que confiesa los sentidos y las angustias que despierta una dominación enferma de poder y de fealdad moribunda. Los poetas y prosistas confiesan con veracidad la rabia que odia la belleza inocente de la juventud. Confesiones literarias que funcionan como conjuros y como desahogos contra la política que apergolla a todos, a los victimarios incluidos. También a los lectores que tomen estas páginas y recuerden aquellos días. Es un sacrificio de la memoria que no se irá, como bien supieron los poetas, y ustedes aprenderán como un golpe en el corazón, un infarto no concluido pero que te dice: tú podrías ser un actor o actriz de aquel horroroso no me olvides.
En medio de plomazos, las jugarretas del destino me hicieron protagonizar el papel de la fuerte, cuando estaba transida de dolor y necesitada de fuga. Quizá tengo vocación para el teatro: nadie notó mi temor y temblor, pareja de reacciones que unió Kierkegaard. Vivía en aquellos momentos enfrente de la Federal de Seguridad, yo sabía que llegaban carretas de hombres con un pañuelo blanco en la mano y no se marchaban. Hubo otros de mano enguantada (el Batallón Olimpia). Yo, la fuerte, oriné y excreté negro al día siguiente (el 3 de octubre) por descarga de adrenalina, que se me debió agudizar cuando por teléfono me enteré de que mi hermana y mi novio se fueron al ojo del huracán para salvarnos; no pudieron entrar en él gracias a que Ananké nos perdonó a todos.
He perdido días enteros y muchos años para escribir algo sobre la literatura de 1968, pedacito de historia que protagonicé con otros que se han ido. No se fueron. Están porque ocupan un sitio privilegiado en la imaginación, la facultad creadora que opera desde los efectos, desde la historia “efectual”. Recordemos, pues, para abrir una ventanita, aun cuando sea pequeñita, al mañana del pasado. La finalidad (una locura, lo sé) es elaborar un ensayo a muchas y entrecortadas voces que forman un holón, un entero, lo completo, una unidad indisoluble. Deseo, he aquí la extrañeza, inmiscuirme como testigo que actúa, escucha, siente y rememora como otros bajo el apotegma: yo, tú, la misma alma, de quienes un 2 de octubre de 1968 se sintieron en la agonía del terror, amenazada su vida, y, no obstante, compartieron la fraternidad con quienes se fueron del mundo por un ideal, la hermandad, intolerable para los tiranos del aquí mando yo, y tú, joven que protestas, eres basura desechable. Fraternidad que hoy abandonó la indiferencia de los compulsivos consumistas que, olvidando que somos una especie social por naturaleza y cultura, y cuya opción es la solidaridad o la muerte, vemos tantos zombis que aceptan la malsana política destructiva del neoliberalismo globalizado.
He escogido una antología entre muchas, quizá menos citada, pero con voces que me apergollan empáticamente. Estas páginas serán una probadita sobre la fraternidad y el dominio, ilustrada, entre otros géneros, con poesía y prosa. Basándome en la premisa de que la literatura tiene un cómo, un qué expresivo y un sentido o referencia, tan negado por la filosofía neopositivista, afirmo que el escritor también es un testimonio fidedigno y emocionalmente provocador. Pasé tiempo pensando cómo titular mis vivencias mediante la intervención de poetas y narradores mexicanos de manera que el encabezado no fuera una entrada amarillista ni cursi.
TESTIMONIO DERECHO DE TESTIMONIOS EN SU UNICIDAD RIGUROSA
Ignoro, a no ser por la solidaridad, por qué mi madre decidió acompañarme el 2 de octubre de 1968 a la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Era una tarde de sol opacado por el neblumo. Nos sentamos en las escaleras donde se sucedieron los encuentros: recordamos la manifestación que encabezó el rector Barros Sierra, cuando bazuquearon la colonial puerta de la Preparatoria I. “Hola, no sabía de ti desde la manifestación del 26 de julio, donde empezó el desmadre”, dicen que comentó Juan Tovar (1996: 155). No nos olvidábamos desfilando por Paseo de la Reforma, cantando y dando gritos dirigidos a la Embajada de Estados Unidos y al Palacio Nacional.
El sentido común me llega: tomaron, como lo hicieron, Ciudad Universitaria mientras sonaban los versos de León Felipe, y peor fue la toma del Casco de Santo Tomás: barricadas, bombas molotov, piedras, varillas. “El apagón fue la señal de embestida. La oscuridad, cómplice de los asaltantes”, a cuenta de los ataques seriados y simultáneos, resume Gonzalo Martré (1996). Las evidencias contradecían mi absurda entrega. Eran cálculos racionales y retumban en mis oídos los consejos sabios de que aquel mitin iba a ser masacrado como en fin de guerra, me explicaron mi padre, Carlos Montemayor y Miguel Cervantes, ambos compañeros de la carrera.
NOSOTROS Y LOS DISFRACES
Áyax Segura, infame traidor poca cosa, llama a los del Consejo Nacional de Huelga al balcón del tercer piso del edificio Chihuahua, sube también Oriana Fallaci. Cuando empieza el tiroteo vi a un individuo con gabardina. Los militares disparan y nos tienen en la mira. Entra la “Noche de fuego desmedida […] / no hay piedad […] / agua, luz, noche tiniebla, piedra sueño” (Simpson, 1996: 56), escribe desde el condensador no consciente Máximo Simpson. Casi nadie vio a aquel asesino. Yo, sí; en su mano llevaba un pañuelo; era uno de la Federal de Seguridad (deambularon cerca de mí porque entonces vivíamos frente al Monumento a la Revolución). El matón empuñaba el arma mientras estallaba en relámpagos de balazos, completa Rosario Castellanos (Castellanos, 1996: 46). Medité un momento, son unos asesinados ahora; antes éramos, en discurso periodístico, “comunistas” de larga cabellera: “Llévenselos —ordenó el capitán mientras se ponía el cinturón—. Esto les enseñará a ser patriotas y a tener más respeto a los soldados. Ah —añadió—y córtenles esas cabronas greñas” (Lara, 1996: 212).
La historia da vueltas más rápidas que un tiovivo. Antes de gabardinas y acciones de asesinos, los sentados frente al Chihuahua celebrábamos porque nos encontramos en la Manifestación del 26 de junio, donde empezó el desmadre, según Juan Tovar (1996: 155). Desfilábamos por el Paseo de la Reforma o desde el Casco de Santo Tomás. Se nos enchinaba el cuerpo con los cantos libertarios y gritos de rabia dirigidos a la maldad del dominio. Se nos enchinaba la piel al sentir los gritos mudos de la Manifestación del Silencio. “Nos negaron el silencio / y nos acogotaron con sus voces” (Santos, 1996: 120). Ya pasará, amor mío, no temas. Tlatelolco fue en grande. La Plaza de las Tres Culturas estaba llena, la gente se asomaba por las ventanas de los multifamiliares (Tovar, 1996: 157).
De pronto, el enviado por la Federal de Gutiérrez Barrios tiroteaba; poco después los estoperoles gruñían como animales rabiosos. Un grupo de atrapados sin salida nos dirigimos, arrastrándonos, hacia los edificios 5 de Febrero y 20 de Noviembre. Nos esperaban soldados, mimetizados con la vegetación, bajo las jardineras. Fuimos empujados contra la pared trasera de uno de tales edificios, y se desató una balacera por encima de nuestras cabezas. No recuerdo qué dije pero algunos amigos, tan aterrados por las balas como yo, dicen que grité lastimosamente “¡No maten a mi madre!”. Tienes razón, José Emilio Pacheco: “Nuestra herencia es una red de agujeros” (Pacheco, 1996: 61).
LA SANGRE, LA MUERTE, LA OSCURIDAD
El agujero que menciona José Emilio Pacheco sugiere el de nuestros cuerpos, que, en situaciones de peligro, inconscientemente, lo llenamos de sangre; entonces brota en cada mente el redundante símbolo del agua roja que va y viene. La palabra sangre procede del latín sanguis que puede definirse como suave, en este caso la muerte, por la textura de lo bello e idealista: la florescencia del copal, dice el diccionario etimológico de sanguinem. Para la meditación simbólica, la primera fase no consiste en comenzar, sino en volver a recordar desde el seno del habla. El momento histórico del símbolo es el olvido, y también la restauración: olvido de las hierofanías.
En otras palabras, el símbolo tiene una estructura intencional bifronte: es un signo porque apunta más allá de algo y vale por ese algo. No todo signo es un símbolo porque lleva la doble intencionalidad: la literal, que supone la victoria del signo convencional, y sus sentidos que no se asemejan a la cosa significada. Sobre esta intencionalidad primera se erige la segunda. Entonces el sentido literario apunta analógicamente a un sentido que sólo se da en él. En el sentido segundo, en el latente, participamos, nos asimila a lo simbolizado sin que podamos dominar conscientemente la similitud (Ricoeur, 2003: 263). La dinámica de los símbolos es una revolución lingüística cuyo equívoco revela nuestras asociaciones por las cuales interiorizamos un símbolo en el otro, y asimismo uno destruye al otro. De facto, en la rebelión estudiantil de 1968, quién se preocupó por la textura; nadie creía ya que los sangrantes ritos religiosos estaban presentes. “Su sangre no viene cantando: es un chorro de espinas / en el sueño, / un espasmo de soles sofocados” (Krauze, 1996: 128). Brota en la mente el símbolo redundante, pero lastima en el costado. La suave agua roja que brota dice adiós, como vacío de un pozo sin fin ni sentido: en realidad los chorros también son de espinas. La sangre, símbolo que existe en su materialidad, lleva el significado más terrible, a saber, el de una herida peor, la de la muerte. No existe lenguaje no simbólico del mal padecido, sufrido o cometido.
No resisto la tentación de repetir un párrafo, pues coincido con Paul Ricoeur: “El símbolo da qué pensar. Esta sentencia que tanto me cautiva porque dice dos cosas: el símbolo da; no planteo yo el sentido, es él el que lo da; pero lo que da es qué pensar […] La sentencia sugiere […] que todo está ya dicho en el enigma, y que, sin embargo, debemos comenzar y recomenzar todo en la dimensión del pensar […] esta articulación del pensamiento que se da a sí misma en el reino de los símbolos y el pensamiento que plantea y piensa” (Ricoeur, 2003: 262).
Yo no vi sangre en Tlatelolco, desde la guarida abierta en el primer piso por el ángel llamado tía Rosa, en el suelo sentí con el tacto su textura. Le escurría a un ferrocarrilero, afín a las causas liberadoras, que cargaba a una señora sangrante; pero ésta se quedó en aquel altiplano, porque era imposible saltar las jardineras con otro cuerpo. “¿De dónde he llegado? / Vallejo, Vallejo; / aún te dan duro con un palo, / la cárcel se ha hundido / junto a tus costillas; / no sé adónde”, asocia Óscar Oliva (1996: 87). La segunda rebelión, la de los ferrocarrileros, brinca. En aquellas manifestaciones cada alma se preguntaba por qué mantenerlo enjaulado y conservar las heridas abiertas: “Libertad Vallejo, Díaz Ordaz, pendejo”. Empero la maldad es fea y no perdona las improntas de adolescentes.
Nuestro pliego petitorio estaba centrado en la libertad de expresión y de movimiento, porque somos un “pueblo aturdido con discursos disecados”: “Oh patria, fosa común”, se desahoga Juan Bañuelos (1996: 64). Quién hubiera declarado que donde hubo una manifestación del silencio muchos arrastran tantas cadenas, mientras los medios de comunicación hablan de honor, patria y grandeza. Juan Bañuelos sigue escupiendo solidaridad y rabia; nosotros los silenciados no estábamos en condiciones de gritar estas palabras de Jesús Arellano: “El monopolio del gobierno, imperialismo del / negocio feudal, se quita el mascarón” (Arellano, 1996: 44). Los suelos van abriendo la brecha entre clases, dijo Rulfo, y repite en verso Juan Tovar en “Justicia para todos”: “Nosotros queremos tierra, sí, pero tierras de verdad; lo que nos están dando es puro desierto” (Tovar, 1996: 151). Lo económico llenaba el silencio de nuestras ambiciones: “Los verdaderos agitadores son la miseria, la ignorancia y el hambre. Los estudiantes nos estamos organizando para acabar con ellos” (Del Paso, 1996: 183). Pero antes pensamos acabar con el engaño de una clase media y media baja que entonces vivía en el engaño: “De alambradas, de carbones rojos, / de silenciadas bocas de hambre, / de semilla de pan de pobre. Y alguien / pague por la compra, y alguien grita / que sabe y engorda y se abandera”, sintetiza con letras de oro Rubén Bonifaz Nuño (1996: 41). Retoma sus pasos Arellano: “Y la insana demagogia, la hierbaza lo más íntima / emoción del campesino, / y la conciencia engatusa del obrero y pignora la bolsa del ingenuo burgués” (Arellano, 1996: 44). “De cada frente estudiantil que sangre / irrumpirá el fulgor de los que nada tienen, y no serán perdidos de vista / porque saben su edad hasta este punto / que son los desollados / que buscan su piel bajo la luz / de un rastro semejante, optimismos que retroceden con botas de siete leguas. Dios […] Ah, soldados, granaderos, hermanos inmundos, / si fueran distintos en un país distinto / en donde la pobreza afinada como un instrumento peligroso / no les hiciera doblemente abyectos”. El Senado demanda sumisión de quienes habitan en cuevas de arena (Bañuelos, 1996: 64 y 65).
Semejaba no haber salida, “sólo una puerta enorme y abierta sobre los reinos del reino” (Huerta, 1996: 124). La sangre del estallido tiene textura de miedo. La sangre del estallido va obscureciendo el sol, como aquella tarde del 2 de octubre. Anteriormente, lanzaron señales de bengala que desaparecieron en la cúpula de la iglesia colonial que un emisario de Dios nunca abrió a las víctimas. Me comenta el ferrocarrilero: “Dios lo tendrá en el Infierno a fuego lento”. “Sonaron y sonaron las ametralladoras […] miles de sardos a bayoneta calada. Dispare y dispare” (Tovar, 1996: 157). El fraile en un rincón mientras una joven que corrió hacia una representación simbólica del cielo pedía a gritos un médico para su hermano muerto. Ensordecimos en aquella hora del anonimato que borró a quienes maldecían. Jamás he matado a ningún animal, humano o no. Pero juro que en aquellos instantes “desde la nuca a la / raíz –se me acabó la prudencia” (Arellano, 1996: 45), porque si la violencia no soluciona nada, “todo es posible en la paz” (Tovar, 1996: 156), refunfuña agriamente Juan Tovar, fastidiado por la ley de sumisión que “demanda respeto / al docto senador a quien más tarde sus hijos besarán la mano”, se lee en Juan Bañuelos (1996: 65). Hoy conozco en carne propia a mi país, completa Óscar Oliva, la “muy desleal Ciudad de las falacias” (Martré, 1996: 250). “¡Oh patria / fosa común / donde estamos con el medio cuerpo adentro!” (Bañuelos, 1996: 64).
Adentro de aquella casa: “No se asomen, por Dios”, exclama Isabel Fraire, obedezcan las órdenes del corazón (Fraire, 1996: 78). La sangre anunció que se llevarían a los muertos, pero nadie sabía adónde, añade José Carlos Becerra. Apenas a este nivel de la tragedia estoy aterida porque ignoro qué pasa, “qué pasa, / quién grita, quién dispara, / quién vive. Ya el silencio se instala / como en hondo pozo moribundo / que se abriera desde la garganta. / Y se palpa una herida. Y se siente / un temblor. La plaza / es una ciénaga, la lámpara enmudece” (Labastida, 1996: 92). La sangre es muerte y vida; es dolor y admiración por la víctima; es belleza en su textura y su miedo, temblor que no desaparece porque no se tiene frío, sino congelamiento. También asomó en la parroquia cerrada a piedra y lodo la sangre serpentina que gime, en decir de García Lorca.
El que juega con símbolos prospectivos de tendencia democrática tiene a un enemigo vengativo enfrente: “¿Sigue usted indignado, / Señor Presidente? / Mala cosa es perder, / por unos muertitos, / que ya hacen bostezar / de empacho a los gusanos, / la paz. / Todo / es posible en la paz (Zaid, 1996: 77). Algunos símbolos se actualizan bajo circunstancias parecidas. Se mira una piedra hueca que convertimos en símbolo de nosotros. No queremos morir en este instante.
Los sobrinos de la tía Rosa nos avisaron que negáramos ser estudiantes, que nuestras credenciales se guardaran en las tetas o los calzones. La figura respetuosa de mi madre y el nombre de amistades avecindadas en aquella unidad multifamiliar nos aventaron fuera. Salimos por la calle Manuel González. Donde los camiones ardían. “Asesinos”, la policía y el ejército gritaban en una ilusión redentora o milagro divino. Mi madre tembló, y entre aquel amigo politécnico y yo la levantamos por los brazos. Cabezas ocultas tras la dentadura caballuna de Díaz Ordaz, victimarios caen ante la valentía suicida de los desesperados. Pasa un taxi y sólo accede a llevarnos a la casa de aquel amigo que se ofreció a ayudarme con mi madre. Después llegamos a mi departamento. El teléfono no calla. Tantos amigos desaparecidos. Fui buscando cuerpos en instituciones y accesorias llenas de putrefacción, fosas llenas de sangre y pedazos de carne, encontramos niños balaceados. A los tres días el pueblo se apresta jubiloso a celebrar las Olimpiadas porque el crimen ha sido cubierto con banderas olímpicas.
Cegada porque estaba en la guerra de un lugar en el espacio infernal, recorrimos como vía crucis los centros de extravíos, los hospitales, los puestos de rescate, los departamentos de emergencia, las mazmorras, las accesorias oscuras. Se fraguó un rumor avasallante: llega el golpe de Estado. Falacia que inmoló la paz de las borregas familias que siguen el cencerro del guía: comerciantes, banqueros, políticos “que transforman la mierda en esencias aromáticas”, ofensa que vomita Jaime Sabines: “Nadie sabe el número exacto de muertos […] / Tlatelolco será mencionado en los años que vienen / […] han matado al pueblo certeramente acribillado / por la metralla del Orden y Justicia Social” (Sabines, 1996: 48 y 50); al día siguiente toda evidencia está supuestamente borrada. Tenemos que llorar de otra manera porque “nada consta en actas”, dice Rosario Castellanos (1996: 47). Igual que Guillermo Samperio, Neus Espresate y Emmanuel Carballo, nací aquella tarde con mucho llanto. “Digo que todo se mezcla y se penetra, las lágrimas y la rabia, el silencio de los diarios, los gritos, los ojos temerosos de mi madre frente a una hija que nacía nada más y nada menos, de nuestra cuenta” (Samperio, 1996: 162).
La gente bien: políticos, empresarios, banqueros, desea que nos refundan en la cárcel: “sobre el cardumen de azoteas, / las banderas Olímpicas / puestas con especial cuidado / no ocultarán el crimen” (Bañuelos, 1996: 72). Los periódicos, la radio y la televisión sólo hablan de la olimpiada. “No fue nada, un rozón” (Fraire, 1996: 79), en todo caso, una revuelta de apátridas que “ni merecen llamarse mexicanos” (Tovar, 1996: 146). La Olimpiada fue muy bonita a pesar del alboroto, inmaculado, gestos seguros, todo bien. “¡Qué Olimpiada maravillosa […] las mujeres de rosa, los hombres de azul cielo, / desfilan los mexicanos en la unidad gloriosa / que construye la patria de nuestros sueños”, espeta Sabines (1996: 51).
En su lugar, el mundo se perfecciona día a día, aunque siempre hay un garbanzo negro en el arroz: los corredores que ganaron en el podio alzaron el guante de las Panteras Negras. Los amé: “no siempre se puede recordar porque / pese a todo no se olvida”; “está escrito no sé dónde, en qué /, pared, / que los vivos nunca dejan de amar a los / muertos / aunque quieran olvidar” (Manjarrez, 1996: 97).
Todo quedó en esa plaza: “la puerta inmemorial del sacrificio / sacerdotes que olvidaron la pureza / y ciegamente buscan nuestro corazón / […] / Imposible de olvidar / imposible quedarse muerto” (Montemayor, 1996: 110). Octubre, mes de las lunas hermosas, vio caer asesinada a mucha gente en “Tlatelolco, Santo Tomás, en Zacatenco”, recuerda Bañuelos (1996: 69). Cuando el sol se acabó y los soldados acabaron con mis años, llegó el tiempo de la mordaza. “Tlatelolco, muertos, estamos locos, ahí morimos, otros deambulan entre iglesias paralelas donde se escucha un grito que no calla, el gran devorador de quienes hoy son una leyenda anónima” (Simpson, 1996: 59). Regresan los muertos escondidos a esta plaza donde volaron aves y luego un helicóptero. Los muertos escondidos en esta plaza son “el semen vivo de la vida muerta” (Simpson, 1996: 59) porque, escribió José Carlos Becerra, “dios nunca muere” (1996: 59).
LA CULPA
Pero escucha, tirano, la sangre enraíza “y crece como un árbol en el tiempo”, la “sangre en el cemento, en las paredes” (Sabines, 1996: 49). Todo invadido por la sangre que no se olvida, ni el grito, ni las masacres, retroceden los siglos hasta abarcar los pechos abiertos a punto de obsidiana. Le llaman la Plaza de las Tres Culturas: la prehispánica con su mercado, la colonial con su escuela y templo, y la moderna. Mentira, son tres matanzas, los miedos que descomponen la atmósfera, dice Evodio Escalante (1996: 113); “engulle el basamento de los templos, / las inscripciones, / la urna de dos esqueletos que se abrazan / en su lecho polvoso, / bajo el cristal secan las flores ofrenda”, escribe en su tono dulce-amargo Elsa Cross (1996: 106).
Aquel golpe seco fue también la mancha, el pecado, la culpa: “Ah yo nací en la guerra florida, / yo soy mexicano. / Sufro, mi corazón se llena de pena; / veo la desolación que se cierne sobre el templo / cuando todos los escudos se abrasan en llamas” (Pacheco, 1996: 89). Nuestra herencia son muros de adobe con una red de agujeros, remata Pacheco (1996: 89): “Esto es lo que ha hecho el Dador de la Vida. / Allí en Tlatelolco”.
José Revueltas asocia los hechos con una lectura de dos páginas del profeta Ezequiel, de alguien con manos de madera, como las de José y de Jesús, ambos carpinteros; son profetas del tiempo, porque en ese principio fue la madera, que exasperaba el cataclismo que iba a venir tarde o temprano. No avanzaba en espera de la matanza de inocentes. Nadie escuchaba su clamor desconsolado, se negaron a darles el socorro que pedían porque estaban obligados a no creer ni saber. “Nadie tampoco se dolió de la matanza de los inocentes” (Revueltas, 1996: 142).
Bien pensó Juan Rejano: a los que sufren heridas abiertas, el poeta sólo puede dejarles una palabra: amor, sublimación que se arrellana en una utopía que nunca olvida a sus muertos. Se suma a la pena de un doble nuestro por ansias, luchas, heridas abiertas. “Ahora tú estás sufriendo, las heridas abiertas, y yo / te dejo aquí lo único que tengo: mi palabra. / Mi palabra que en una puede cifrarse: amor” (Rejano, 1996: 36).
Es mi palabra, tuya, suya. Léela bien y ponla en la herida abierta, que se cura con la dulzura de la justicia, con un beso, con nosotros y otros con las manos juntas. No ha pasado tanto en el tiempo histórico. Quizá ahora sí desplacemos a los policías, a los militares, y dejemos que se desbarranque el rencor que arropa a la justicia y, arropándola, la ahoga.
Referencias
Arellano, Jesús (1996), “Mordaza”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 44-45.
Bañuelos, Juan (1996), “No consta en actas”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 62-65.
Becerra, José Carlos (1996), “El espejo de piedra”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 80-82.
Bonifaz Nuño, Rubén (1996), “El ala del tigre”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 41-43.
Castellanos, Rosario (1996), “Memorial de Tlatelolco”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 46-47.
Cross, Elsa (1996), “Los amantes de Tlatelolco”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, p. 106.
Del Paso, Fernando (1996), “Palinuro de México”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 172-196.
Escalante, Evodio (1996), “Cristal de Tlatelolco”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 111-113.
Fraire, Isabel (1996), “2 de octubre en un departamento del edificio Chihuahua”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 78-79.
Huerta, David (1996), “Nueve años después”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 121-124.
Krauze, Ethel (1996), “2 de octubre”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 125-129.
Labastida, Jaime (1996), “El caos o restos, temblores, eras”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 90-93.
Lara Zavala, Hernán (1996), “En la oscuridad”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 206-227.
Manjarrez, Héctor (1996), “No se olvida”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 95-97.
Martré, Gonzalo (1996), “Acero verde”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 242-251.
Montemayor, Carlos (1996), “Elegía 1998”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 107-110.
Oliva, Óscar (1996), “Concentración de la cólera”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 83-87.
Pacheco, José Emilio (1996), “Lectura de los cantares mexicanos: manuscrito de Tlatelolco”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, p. 88.
Rejano, Juan (1996), “1968”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, p. 36.
Revueltas, José (1996), “Ezequiel o la matanza de los inocentes”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 133-142.
Ricoeur, Paul (2003), El conflicto de las interpretaciones (Alejandrina Falcón, trad.), Argentina, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A.
Sabines, Jaime (1996), “Tlatelolco, 1968”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 48-51.
Samperio, Guillermo (1996), “Venir al mundo”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 161-171.
Santos, Eduardo (1996), “Escucha”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, p. 120.
Simpson, Máximo (1996), “Tlatelolco”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, D. F., UNAM, pp. 56-59.
Tovar, Juan (1996), “De oídas”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 143-160.
Zaid, Gabriel (1996), “No hay que perder la paz”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, p. 77.
Notas de autor