Servicios
Servicios
Buscar
Idiomas
P. Completa
Mitos, magia e ilusionismo: “Amigos mexicanos”, una nouvelle de Juan Villoro
Elisa Teresina Di Biase-Castro
Elisa Teresina Di Biase-Castro
Mitos, magia e ilusionismo: “Amigos mexicanos”, una nouvelle de Juan Villoro
Myths, magic and illusionism: “Amigos mexicanos”, a Juan Villoro’s nouvelle
La Colmena, núm. 100, pp. 9-22, 2018
Universidad Autónoma del Estado de México
resúmenes
secciones
referencias
imágenes

Resumen: El presente artículo aborda la obra “Amigos mexicanos”, del escritor Juan Villoro, incluida en el libro Los culpables, desde la perspectiva del papel del ilusionismo y la suplantación como agentes reveladores de una verdad, que tienen la capacidad de intervenir en la realidad. Mediante distintas definiciones de la magia, del ilusionismo y de la obra de arte, se analiza un personaje-mago-ilusionista, su función metaliteraria, su capacidad de construir la realidad, así como de cimentar y revelar las identidades de los demás personajes y el entorno. Se establece la manera en la que el ilusionismo, mediante un primer engaño, puede desafiar los mitos y las preconcepciones sobre el mundo, ayudando a alterarlo, y al accionar según la voluntad de quien lo utiliza se erige finalmente como verdadera magia.

Palabras clave:análisis literarioanálisis literario, literatura latinoamericana literatura latinoamericana, magia magia, folklore folklore.

Abstract: The present article approaches the tale “Amigos Mexicanos”, by Juan Villoro, comprised in the book Los culpables [The Guilty], from the standpoint of the role of illusionism and impersonation as agents that revel a truth, which have the capacity to intervene in reality. By means of various definitions of magic, illusionism and work of art, we analyze a character-magician-illusionist, his meta-literary function, and his capacity to build reality, cement and reveal the identities of the rest of the characters and the environment. It is established that the way in which illusionism, by means of a first deceit, may contest the myths and preconceptions regarding the world, helping to alter it, and by acting according to the will of one who uses illusionism, it finally becomes actual magic.

Keywords: literary analysis, Latin American literature, magic, mythology, folklore.

Carátula del artículo

Aguijón

Mitos, magia e ilusionismo: “Amigos mexicanos”, una nouvelle de Juan Villoro

Myths, magic and illusionism: “Amigos mexicanos”, a Juan Villoro’s nouvelle

Elisa Teresina Di Biase-Castro*
Universidad Nacional Autónoma de México, México
La Colmena, núm. 100, pp. 9-22, 2018
Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 11 Mayo 2018

Aprobación: 14 Agosto 2018

La magia, ya sea como fenómeno paranormal —inexplicable por medios científicos— o como aspecto ligado a la espiritualidad y al conocimiento humanos, ha sido abordada por diversas disciplinas de estudio —como la historia de las religiones y la antropología— sin que haya sido posible llegar a una definición precisa de su naturaleza, a pesar de numerosos e intensos debates.

El acercamiento filosófico y académico a la magia ha estado primordialmente asociado a dos corrientes de pensamiento: el intelectualismo y el funcionalismo. Estas teorías datan de finales del siglo XIX y principios del XX. Los antropólogos Edward Tylor y James G. Frazer, y el filósofo, biólogo y antropólogo Herbert Spencer están relacionados con la corriente intelectualista, que ve la magia como la antítesis teórica de la ciencia, enraizada en la falsa especulación sobre los objetos naturales y sus relaciones con otros objetos.

En su libro de 1871, titulado Cultura primitiva, Tylor define la magia como la equivocación que se suscita al confundir la analogía ideal con la analogía real:

el hombre primitivo, habiendo asociado en el pensamiento aquellas cosas que encontraba conectadas en la experiencia, procedió erróneamente a invertir esta acción y concluyó que la asociación en el pensamiento debía involucrar una conexión similar en la realidad. Así, intentó descubrir, predecir y causar eventos por medio de procesos que ahora es evidente que tienen sólo una significancia ideal (Edward Taylor en Hanegraaff, 2012: 716) [la traducción es mía].

De la misma manera, Frazer vincula la magia con la analogía o semejanza, pero también con el sentimiento de contacto o contagio. Para el autor, ambos procedimientos son el fruto de una relación causal entre fenómenos establecida de manera desacertada:

Si analizamos los principios del pensamiento sobre los que se funda la magia, sin duda encontramos que se resuelven en dos: primero, que lo semejante produce lo semejante, o que los efectos semejan a sus causas, y segundo, que las cosas que una vez estuvieron en contacto se actúan recíprocamente a distancia, aun después de haber sido cortado todo contacto físico. El primer principio puede llamarse ley de semejanza y el segundo ley de contacto o contagio. Del primero de estos principios, el denominado ley de semejanza, el mago deduce que puede producir el efecto que desee sin más que imitarlo; del segundo principio deduce que todo lo que haga con un objeto material afectará de igual modo a la persona con quien este objeto estuvo en contacto, haya o no formado parte de su propio cuerpo. Los encantamientos fundados en la ley de la semejanza pueden denominarse de magia imitativa u homeopática, y los basados en la ley de contacto o contagio podrán llamarse de magia contaminante o contagiosa (2006: 35).

Por otro lado, Marcel Mauss y Émile Durkheim, ambos sociólogos franceses asociados al funcionalismo, entienden el fenómeno mágico como el opuesto a la religión y, por lo tanto, más cercano a lo asocial y a la trasgresión. Mauss, en particular, empleó el término ‘magia’ para referirse a ritos que no formaban parte de cultos organizados, y que eran casi siempre privados, secretos, misteriosos y tendientes hacia lo prohibido (Hanegraaff, 2012: 716).

Si bien éste no es el lugar para emprender una tarea tan compleja como la definición de esta manifestación cultural, es importante aclarar que, aunque volveremos sobre los conceptos expresados por los autores ya mencionados, no los consideraremos centrales en nuestro estudio, sino que nos apoyaremos sobre todo en visiones más pragmáticas, es decir, ligadas a las finalidades de la magia, y entenderemos esta actividad humana como la concibe la escritora y estudiosa de la religión Evelyn Underhill en su libro La mística. Estudio de la naturaleza y desarrollo de la conciencia espiritual:

Baste decir por ahora que debemos clasificar como mágicas, en un sentido amplio, todas las formas de trascendentalismo en busca de sí mismo. Poco importa que el aparato del que se sirvan sean los encantamientos de los viejos magos, las plegarias de la congregación pidiendo la lluvia que dirigen los clérigos ortodoxos, o los dispositivos para conseguir conscientemente la autohipnosis del “Nuevo Pensamiento”; que la finalidad propuesta sea la evocación de un ángel, el poder de trascender las circunstancias o la curación de enfermedades. El objeto es siempre el mismo: la exaltación deliberada de la voluntad hasta que trascienda sus habituales limitaciones y alcance para el yo o grupo de yoes algo que él, o ellos, no poseían previamente. Se trata de una ciencia individualista y adquisitiva, y es, en todas sus formas, una actividad del intelecto que busca la Realidad para sus propios fines, o para los de la humanidad en general (2017: 88).

De una manera más sintética, pero sobre la misma línea de pensamiento, Aleister Crowley, el notable ocultista, místico, alquimista, escritor, poeta, pintor y mago ceremonial inglés, definió la magia como “la ciencia y el arte de provocar cambios conforme a la voluntad” (Aleister Crowley en Bogdan, 2012: 12) [la traducción es mía]. Es decir, la magia pretende operar efectivamente en el mundo, abrir, mediante distintos métodos de naturaleza espiritual y sobrenatural, el camino a la voluntad del mago de manera que éste pueda materializar sus deseos.

Los ilusionistas —llamados ‘magos’ en la cultura popular— tienen distintos objetivos y maneras de proceder. A veces su oficio se presenta como magia escénica o callejera, y se banaliza mediante un espectáculo en el que el público se entretiene con trucos o ilusiones de hazañas, en apariencia imposibles o sobrenaturales, donde se recurre a métodos y técnicas comúnmente ligados a la física. Este tipo de magia a menudo se define como ‘el arte de la ilusión’ y posee vínculos con otras actividades culturales. En cuanto al arte y su capacidad de trascender su mera materialidad, Martin Heidegger reflexiona:

¿O será inútil y confuso preguntar por qué la obra de arte encima de lo cósico es además algo otro? Esto otro que hay en ella constituye lo artístico. La obra de arte es en verdad una cosa confeccionada, pero dice algo otro de lo que es la mera cosa, allo agoreuei. La obra hace conocer abiertamente lo otro, revela lo otro; es alegoría. Con la cosa confeccionada se junta algo distinto en la obra de arte. Juntar se dice en griego symballein. La obra es símbolo (1992: 40-41).

Al igual que las demás obras artísticas, la ilusión es simbólica y nos muestra algo más que su simple ser y estar entre las cosas. Puede poseer las mismas cualidades de alletheia (revelación de la verdad) que el filósofo alemán atribuye a otras manifestaciones del arte y también tiene una base estética.

La magia callejera o ilusionismo se describe frecuentemente como un oficio engañoso. El ‘mago’ es tratado de embustero: alguien que mediante la creación de ilusiones fascina a su audiencia para que vea delante de sus ojos lo que no está ahí y crea verdadero lo que es mentira.



Serie La memoria del barro (2016). Fotografía: Fernando Óscar Martín.

Prohibida SU reproducción en obras derivadas.

Los filósofos han contribuido a esta visión del mago. En el Libro X de La República, Platón le da, en boca de Sócrates, el mismo trato que a los poetas. Al referirse a la incapacidad del autor literario para retratar los hechos y las cosas del mundo de manera fidedigna, así como a su afán de hacerse pasar por alguien que todo lo conoce profundamente, afirma:

Y así, mi querido amigo, cuando alguno venga a decirnos que ha encontrado un hombre que sabe todos los oficios y que reúne él solo en grado eminente todos los conocimientos repartidos entre los demás hombres, es preciso responderle, que se equivoca; que se ha dejado engañar por un mágico, por un imitador a quien ha creído un hombre hábil, por no poder distinguir la verdadera ciencia de la ignorancia, que sabe imitar a aquella (1872: 176-177).

Sócrates equipara la magia con la farsa y la sofística que tanto desprecia. El papel del mago parece ser conducir hacia la ignorancia mediante el engaño. Sin embargo, el filósofo clásico no está contemplando el panorama completo, como tampoco le da a la poesía el crédito que merece. Podemos mirar la magia más allá del artificio de la ilusión. Del mismo modo que otras formas de arte, tiene la capacidad de promover el pensamiento e, incluso, la revelación. Puede presentarse como un medio poético para construir verdad y conocimiento. El mago Jeff McBride, por ejemplo, afirma que la levitación está relacionada “con el antiguo deseo humano de trascender el mundo material” (Jeff McBride en Waldman y Layden, 1997: 102). Por medio de la magia, el ilusionista sobrepasa los límites de la cotidianidad y nos inspira a pensar más allá de nuestra experiencia diaria. Con sus actos, muchos magos reflexionan sobre la condición humana y, por medio del extrañamiento y del asombro, desafían abiertamente nuestros prejuicios y los conceptos anquilosados que albergamos.

En “Amigos mexicanos”, la novela corta de Juan Villoro que nos ocupa, magia e ilusionismo se unen, se confunden e incluso intercambian lugares en una trama plagada de suplantaciones, simulaciones y enredos, cuyo trasfondo es la Ciudad de México. El texto forma parte del libro Los culpables (2007), que reúne seis cuentos y la nouvelle citada, todos escritos en primera persona. Cada una de estas narraciones demuestra con su brevedad que la aparente ligereza de una obra y la agudeza del humor que despliega no excluyen en absoluto el rigor del trabajo literario ni su profundidad filosófica.

Los culpables presenta una serie de protagonistas típicos de la literatura de Juan Villoro, personajes ajenos al éxito convencional —podríamos llamarlos ‘perdedores’ sin demasiado escándalo—, titubeantes y difusos, pero con una capacidad de observación y una sensibilidad notables.1 Casi todos ejercen profesiones y trabajos poco convencionales, frecuentemente afines a la cultura de masas, y poseen vidas que podrían parecer, a primera vista, carentes de significado. Para construir las narraciones en las que se desarrollan, Villoro recurre a un continuo contraste de géneros que van desde lo policiaco y la crónica periodística hasta el relato de viaje, con un incesante despliegue de referencias de los más variados orígenes. Además, el autor hace frecuentes incursiones en la metaliteratura,2 facilitadas por las profesiones de sus personajes, ya que muchos de ellos son artistas, escritores, actores, guionistas, etcétera.

Una característica frecuente en la literatura del escritor mexicano, presente tanto en el libro como en el relato que nos concierne, es el trasfondo densamente mítico atravesado por una fina ironía a la que el autor recurre en un afán por dinamitar y replantear parámetros de identidad establecidos y muchas veces anquilosados. En el acervo mitológico de Villoro encontramos un amplio repertorio de referentes, desde prehispánicos o típicamente mexicanos hasta modernos, provenientes de la cultura de masas, tanto del ámbito de los espectáculos como del deporte.3 En el fondo de su estética se reconoce un vasto abanico en el que la línea elitista entre lo popular y la alta cultura se difumina. De acuerdo con Elena Santos:

Otro elemento en común a todos los relatos [de Los culpables] y que funciona como factor de cohesión viene dado por las alusiones y guiños a determinados mitos de la modernidad, tanto del cine como de la literatura. En esa línea deberían situarse las menciones a Woody Allen, Malcolm Lowry, William Burroughs, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, un divertido alter ego de Pedro Almodóvar o Luis Buñuel. Y precisamente el director aragonés es el punto de partida de una de las claves del libro: la desmitificación de los tópicos más pintorescos de lo mexicano, empezando por la virilidad de los mariachis, los sacrificios y rituales mayas, los emigrantes ilegales, la violencia de la capital, los secuestros, el desierto, las pirámides… Ni siquiera las iguanas se escapan de esa trituradora irónica. Y esa cuestión es precisamente la que centra la última historia del libro [“Amigos mexicanos”], donde la fascinación que el México arquetípico ejerce sobre los estadounidenses —personificados en un intelectual judío no menos arquetípico— queda ridiculizada y se convierte en el modus operandi de unos pícaros modernos. En este sentido destacan las alusiones a Frida Kahlo y, sobre todo, a las películas mexicanas de Luis Buñuel (2011: 211).

“Amigos mexicanos” encierra una sucesión de farsas en torno a la realidad y la identidad mexicanas. Su estructura narrativa describe dos viajes a México realizados por Samuel Katzenberg, un periodista estadounidense de origen judío que se encuentra a la caza de ‘autenticidad’ y exotismo para llenar las crónicas que publica en acreditadas revistas de su país. Villoro profundiza en este tipo de hambre de folklor en su ensayo “Iguanas y dinosaurios. América Latina como utopía del atraso”, comprendido en el libro Efectos personales (2000). De acuerdo con el escritor:

El exotismo existe para satisfacer la mirada ajena. Uno de los resultados más graves y más sutiles del eurocentrismo es que, en busca de lo ‘auténtico’, privilegia lo pintoresco […] En aras del respeto a la diversidad, ciertos discursos poscoloniales europeos incurren en un curioso fundamentalismo del folklor (Villoro, 2001: 95).

En la misma línea de Edward Said, el autor mexicano señala que la ‘retórica de la culpa’ ha motivado un giro en el que el respeto por la otredad se ha distorsionado, por lo que ya no se mira a los nativos de otras latitudes como inferiores, sino que se obliga al ‘aborigen’ a mantenerse unívoca y radicalmente distinto, con una ‘autenticidad artificial’. Al respecto, Villoro toma como ejemplo la obra de Daniel Defoe, y señala que no se espera “que Viernes haga sumas y restas más precisas que las de Robinson, sino que lo adoctrine con saberes trascendentes, desconocidos, seductoramente prelógicos” (2001: 96). Esta dinámica puede verse ilustrada perfectamente en “Amigos mexicanos”.

El narrador de la historia es un guionista mexicano divorciado, padre de una hija, instalado en una medianía sensible al que un periodista estadounidense contacta como informante para realizar “el enésimo reportaje sobre Frida Kahlo” (88).4 El personaje nos cuenta: “Alguien le dijo que yo era guionista de documentales ‘duros’ y me pagó para acompañarlo en una ciudad que juzgaba salvaje y para explicarle cosas que juzgaba míticas” (88). Predispuesto a encontrar un México henchido de magia y exotismo, Katzenberg prepara su visita entrevistándose con profesores de Estudios Culturales en las universidades de Brown, Princeton y Duke. El siguiente paso consiste en tener una experiencia en carne propia del país de la afamada pintora. El protagonista continúa dándonos una pista sobre las razones por las que la magia y el ilusionismo terminan tomando las riendas de esta historia:

Me contrató como su contacto hacia lo genuino. Pero me costó trabajo satisfacer su apetito de autenticidad. Lo que yo le mostraba le parecía, o bien un colorido montaje para turistas o un espanto sin folklor. Él deseaba una realidad como los óleos de Frida: espantosa, pero única.

[…]

Reconozco que atiborré a Katzenberg de lugares comunes y cursilerías vernáculas. Pero la culpa fue suya: quería ver iguanas en las calles.

México lo decepcionó como si recorriera un centro ceremonial ruinoso y comercializado, donde vendían cremas de vitamina E para los adoradores del sol (88-89).

Las preconcepciones y clichés de Katzenberg no le permiten apreciar los verdaderos entramados de la realidad mexicana. Cuando su informante le presenta a un experto en arte mexicano, el periodista lo rechaza por su origen senegalés, en un gesto francamente racista y como si el narrador estuviese “traficando con etnias equivocadas” (89). Al notar esta obstinación, el guionista, haciendo caso omiso de parámetros éticos o de realidad, se esfuerza cada vez más por mostrarle imágenes que satisfagan sus ojos ávidos de ‘autenticidad’. Para ello, le pide que duplique su sueldo y recurre a su amigo Gonzalo Erdiozábal, a quien introduce de la siguiente manera:

Gonzalo parece un moro altivo del Hollywood de los cuarenta. Transmite la apostura superdigna de un sultán que ha perdido sus camellos y no piensa recuperarlos. Esto es lo que pensamos en México. En Europa parece muy mexicano. Durante cuatro años de la década de los ochenta, se hizo reverenciar en Austria como Xochipili, supuesto descendiente del emperador Moctezuma. Cada mañana llegaba al Museo Etnográfico de Viena disfrazado de danzante azteca, encendía incienso de copal y pedía firmas para recuperar el penacho de Moctezuma, cuyas plumas de quetzal languidecían en una vitrina (90).

Este mexicano equívoco y pícaro posmoderno, que ya se ha aprovechado en otras ocasiones de la mirada colonialista y una vez se irguió como falso descendiente de Moctezuma recolectando firmas al son de apócrifas danzas en la puerta del museo austríaco con el fin de procurarse no tanto el penacho del antiguo emperador como una cascada de rubias admiradoras, es desde mi punto de vista tanto un ilusionista como un mago. En el transcurso de la historia, Gonzalo, cuya verdadera profesión es la actuación —y, como artista, asume la función de representar y producir metaliteratura—, altera la realidad a su voluntad de forma definitiva, y para lograrlo recurre a una serie de espejismos y suplantaciones, de manera que el ilusionismo o la ‘falsa’ magia alcanza gracias a él una categoría superior.

Resulta curioso que, a lo largo del relato, Gonzalo se involucre y ponga en acción varios ritos y ceremonias que podrían calificarse como magia ortodoxa, pero que éstos resulten siempre fallidos y se encuentren vacíos de sentido. El personaje es el autor intelectual y material de una serie de ilusiones, suplantaciones y entelequias que terminan por alterar la realidad de manera profunda, según sus deseos, casi siempre en beneficio de los demás.

Tras la llamada de su amigo y para satisfacer a Katzenberg en su primera visita, Gonzalo improvisa dos actos mágicos supuestamente representativos de la mexicanidad: un rito de fertilidad en una azotea, y una ceremonia adivinatoria realizada por una mujer con mal de pinto que los hace morder una caña para escrutar su destino en el bagazo. Gracias a estas prestidigitaciones, que por otra parte no tienen ningún efecto en la fertilidad de nada ni nadie, ni ninguna eficacia en la revelación del futuro, Katzenberg encuentra un ambiente ‘típico’ para su crónica.

Ante la eficiencia de Gonzalo, Katzenberg confiesa que conservará bastante dinero de los viáticos con los que su revista lo ha provisto, pues espera invertir mucho más tiempo y capital en su reportaje. Esta confesión irrita al narrador, que se siente mal pagado —a pesar de haberse duplicado su salario— y timado por el estadounidense. Sin embargo, la ciudad y su paisaje, como si no quisieran dejar ir a Katzenberg sin mostrarle una verdad aterradora, le juegan una mala pasada al periodista. El narrador relata:

Al día siguiente [Katzenberg] quiso seguir ahorrando. Consideró que la camioneta del hotel le salía demasiado cara, detuvo un Volkswagen color loro y el taxista lo llevó a un callejón en el que le colocó un desarmador en la yugular. Katzenberg sólo conservó el pasaporte y el boleto de avión. Pero el vuelo se canceló porque el Popocatépetl entró en fase de erupción y sus cenizas bloquearon las turbinas de los aviones.

El periodista pasó un último día en la ciudad de México, viendo noticias sobre el volcán, aterrado de salir al pasillo. Me llamó para que fuera a verlo. Temí que me pidiera que le devolviera el dinero, pero sobre todo temí ofrecérselo yo. Le dije que estaba ocupado porque una bruja me había hecho mal de ojo (91).

Sin proponérselo esta vez, Katzenberg entra en contacto con la realidad de la Ciudad de México. En un procedimiento típico de su narrativa, Juan Villoro desdice una serie de clichés sobre la identidad mexicana para después jugar con otros y dejarnos en vilo sobre lo que de verdad caracteriza a este país. Katzenberg aborda un Volkswagen verde loro, el taxi que se volvió icónico en la ciudad durante la década de los noventa, y se topa con dos tipos de violencia. La primera, a cargo del chofer del taxi que, sin mayor parafernalia, lo asalta con un desarmador, y la segunda, provocada por el despertar del paisaje mítico de la ciudad. El volcán de Malcolm Lowry riega la urbe de cenizas e impide así su vuelo, dejando a un Katzenberg sin cartera, desprotegido en un sitio que se le ha revelado hostil. El narrador, temeroso de que el periodista se sienta engañado y le pida de vuelta su dinero, vuelve a utilizar el argumento de la magia para excusarse de ir a su encuentro.

Al mismo tiempo que Villoro se burla de la magia tradicional, conjura en el lector una extraña sensación de alquimia espontánea, como si el volcán y las circunstancias hubiesen respondido a una fuerza oculta, propia del lugar. Pero es durante la segunda visita de Katzenberg cuando vemos otros elementos mágicos desarrollarse más abiertamente.

El estadounidense vuelve a la Ciudad de México con el fin de elaborar un reportaje en torno a la violencia que la azota. Contacta nuevamente al narrador, quien se siente agraviado por el periodista no sólo por presentir cierta estafa en cuanto al pago de su investigación anterior, sino porque en su artículo sobre Frida se refirió a él como “uno de los locales”, sin concederle el menor crédito. Tras alguna labor de convencimiento, el narrador acepta ser su guía a cambio de tres mil dólares. Katzenberg le dirige preguntas y él vuelve, insensiblemente, a su dinámica anterior, respondiendo con clichés:

—¿Qué tan violenta es la ciudad de México?

Recordé algo que Burroughs le escribió a Kerouac o a Ginsberg o a algún otro megadicto que quería venir a México pero tenía miedo de que lo asaltaran:

—No te preocupes: los mexicanos sólo matan a sus amigos (95).

En aquel momento, el narrador se encuentra ocupado escribiendo para Cristi, una mujer con la que coquetea de manera obvia pero poco contundente, un guion sobre el sincretismo —un elemento metaliterario más, ya que la nouvelle es una continua interrogación sobre la híbrida identidad mexicana—. Para poder abrirle espacio a Katzenberg en su agenda, el personaje recurre a su amigo Gonzalo y le pide que se ocupe del texto, pues aunque Erdiózabal no redacta normalmente, su biografía le parece al narrador lo suficientemente sincrética para avalarlo como escritor.

Más tarde, un nuevo elemento mágico, que vincula las dos visitas de Katzenberg con el campo semántico del fuego, vuelve a aparecer. El narrador decide pasar la mañana en compañía de su hija Tania en Reino Aventura, un parque de diversiones icónico de la ciudad que, años después, terminó transformado en uno más de los parques Six Flags. En aquel entonces Keiko, la orca del parque, iría a protagonizar la película Free Willy (1993), tras lo cual sería liberada en aguas finlandesas. El cetáceo había sido amaestrado para despedirse, haciendo la seña del adiós con una aleta, mientras el público entonaba “Las golondrinas”, la canción ranchera de las despedidas. Mientras es testigo de semejante espectáculo, el narrador odia a Katzenberg por ser incapaz de apreciar la verdadera riqueza kitsch de México, y piensa en lugares violentos —diferentes a los sitios normales en los que había sido asaltado— para llevarlo. Al salir del parque, el narrador nota que “Había incendios forestales en las inmediaciones del Ajusco. Las cenizas creaban una noche anticipada. Vista desde la colina de Reino Aventura, la ciudad palpitaba como una mica incierta” (98).

Los volcanes y el fuego enmarcan este relato. La primera visita del periodista estuvo señalada por la actividad del Popocatépetl. Durante este segundo viaje es el Ajusco, otro de los volcanes que rodean la ciudad, el que registra actividad. La montaña, inactiva hace muchos años, no entra en erupción sino que se incendia. Una vez más, el cielo de la Ciudad de México está cubierto de cenizas. Este fuego trastoca la realidad de la urbe y estimula los sueños y los espejismos.

Esa tarde el narrador se encuentra con Katzenberg en un restaurante ‘típico’, es decir, en un sitio con “molestias suficientemente pintorescas para que mi contertulio las padeciera como “experiencias”” (98). El periodista le confiesa haber tenido miedo de volver a México. Cuando el narrador se pregunta si era posible que alguien “curtido en golpes de Estado y nubes radioactivas temiera la vida mexicana” (99), el periodista responde:

—Aquí hay algo inapresable: la maldad es trascendente —se pasó los dedos por el pelo delgadísimo—. No se causan daños porque sí: el mal quiere decir algo. Fue el infierno que Lawrence Durrell y Malcolm Lowry encontraron aquí. Salieron vivos de milagro. Entraron en contacto con energías demasiado fuertes.

En ese momento me trajeron un jarrito de barro con agua de jamaica. El asa estaba rota y había sido afianzada con tela adhesiva. Señalé el jarro:

—Aquí la maldad es improvisada. No te preocupes, Samuel (100).

Katzenberg hace alusión aquí a la maldad trascendente, un mito sobre la realidad mexicana que se ha alimentado desde la época colonial. El pasado prehispánico soterrado de la ciudad, demoniaco para algunos, y lo salvaje de su naturaleza, han fungido como símbolos de otredad, produciendo imágenes hostiles. Ya Julio Verne, en Un drama en México, pregunta: “¿No sabe usted que todos los años se cometen mil asesinatos en México y que estos parajes no son seguros?” (Julio Verne en Gruzinski, 2004: 17). Al referirse a la maldad trascendente, el periodista también hace alusión a la ‘magia del lugar’, perceptible cuando su marcha fue impedida durante su primer viaje debido a la súbita actividad del Popocatépetl. Al burlarse de las aseveraciones de Katzenberg y llamar ‘improvisada’ a la maldad mexicana, el narrador parece quitarle importancia, y si no fuera por lo que se desencadena después estaríamos tentados a concederle la razón.

Con el fin de poner al periodista en contacto con la violencia de la urbe, el narrador cita a su traficante de cocaína en el estacionamiento de un Oxxo (una tienda de conveniencia cuya franquicia ha proliferado en todas las esquinas de esa ciudad, del país y de algunos países latinoamericanos), cerca del restaurante. Le interesa que el viajero experimente la naturalidad del delito. En efecto, el vendedor aparece plácidamente en un automóvil con sus hijas pequeñas y la transacción se cierra sin ninguna novedad. El narrador, entonces, entra al Oxxo a comprar un paquete de cigarros. Es ahí cuando la historia da un vuelco: desde la tienda percibe agitación y, tras escuchar dos tiros de pistola, se da cuenta de que unos encapuchados están secuestrando a Katzenberg. El personaje se ve obligado a deshacerse de la cocaína que acaba de adquirir, escondiéndola dentro de la tienda, en la tapa de una lata de leche de fórmula contra el reflujo. Minutos des­pués entra en contacto con los policías judiciales Natividad Carmona y Martín Palencia, que acumulan y rompen a un tiempo todos los arquetipos de su gremio. En un guiño al surrealismo, que el propio André Breton atribuyó a la realidad mexicana, el teniente Natividad resulta ser un fanático de Luis Buñuel y, al enterarse de que el narrador es guionista, hace un despliegue de su conocimiento sobre el tema con un lengua­je por demás pintoresco, mientras lo interroga. Esperando una reacción violenta y abusiva de los policías, que no llega en ese momento, el personaje les cuenta de manera atropellada todo lo que sabe antes de ser dejado en libertad.

Con la mente en el paradero de Katzenberg, el narrador llega a casa y descubre un mensaje de Renata, su exesposa, quien le pide que vaya cuanto antes, ya que su hija se encuentra inconsolable. Su hámster se ha perdido en algún lugar del coche, un Chevrolet de los años ochenta. El hecho detona que, por una parte, el personaje recuerde una de las ceremonias mágicas fallidas orquestadas por Gonzalo y, por otra, descubra algo que se le había escapado años atrás.

Renata había recibido ese automóvil como regalo de su padre, pero su necesidad de presentarse a sí misma como una mujer independiente y la vergüenza que le provocaba llevar un coche nuevo a la Escuela Nacional de Antropología e Historia, donde trabajaba, la incomodaban hasta el punto de no querer usarlo. Entonces a Gonzalo se le ocurrió la idea de llevar a bautizar el vehículo el día de San Cristóbal, a la misma ceremonia en que eran bendecidos los taxis nuevos de la ciudad. Un ritual popular exorcizaría la burguesía del automóvil. Gonzalo se autonombró padrino y, tanto él como Renata y el narrador abordaron el vehículo y siguieron a un taxi decorado con guirnaldas de papel para encontrar la parroquia en la que el Santo Niño Mecánico, con una pinza en la mano y mejillas sonrosadas, descansaba esperando hacer milagros para los conductores. Justo antes de que el coche de Renata fuera bautizado el agua se terminó, y el sacerdote les dejó saber, con un hisopo seco, que no podía bendecir más coches. Extrañamente desesperado, Gonzalo salió en búsqueda del preciado líquido y secuestró al conductor de un camión que transportaba garrafones de agua embotellada. En una escena muy pintoresca, el chofer se negó a vender fuera de su ruta, a pesar de que Gonzalo lo amenazaba con una navaja. El sacerdote, escandalizado, dijo que, de cualquier manera, esa agua ya estaba ‘infusionada’ con el pecado. El coche quedó sin bautizo, sin transmutación posible. La magia verdadera falló una vez más. Lo extraño fue que Gonzalo se notaba desproporcionalmente abatido, casi demente. Al dejarlo en su casa, le pidió perdón al narrador y lo abrazó dándole a entender que podría estar disculpándose por algo más que el fracaso de la ceremonia y su exabrupto.

Años después, al llevar el coche a la agencia a que buscaran el hámster de su hija, el narrador se da cuenta del porqué. Una pelota de tenis aparece entre los asientos, en el mismo sitio que el animalito. El personaje recuerda que antes de la ceremonia de bendición del automóvil fueron a jugar tenis a la casa de campo de un amigo en común, pero Renata y Gonzalo se perdieron por una hora para algo más que simplemente buscar una pelota que declararon no haber encontrado. Su amigo y su mujer lo traicionaron en ese mismo asiento.

Al volver a su casa, un nuevo suceso distrae al narrador de sus pensamientos. Cristi, la mujer que le había pedido el guion y con la que sostenía un coqueteo indefinido, lo espera en la puerta y lo besa. Por sus palabras, él se da cuenta de que Gonzalo había escrito y le había enviado a ella un guion del que lo hacía autor. Al personaje le angustia saber que un texto que desconocía y que se suponía que él había escrito (y lo representaba) hubiera hecho que Cristi cayera en sus brazos, enamorada de la ilusión que Gonzalo había construido. Por si fuera poco, el ser del narrador y México parecen unirse en la creación de su amigo:

O el texto de Gonzalo era muy largo o mi interior muy escueto. Según Cristi me mostraba por entero. En especial, le asombró mi valentía para confesar mis caídas y mis carencias afectivas. Resultaba admirable que hubiera podido sublimarlas a propósito del sincretismo mexicano: “yo” representaba al país con una sinceridad pasmosa (118).

Ésta es la primera de las ilusiones de Gonzalo que rinde frutos. Pero él no está. El narrador se da cuenta de que su amigo ha desaparecido. Le llegan rumores de que se ha ido a Chiapas a trabajar con una ONG. Mientras tanto, los policías judiciales vuelven a aparecer, pero esta vez el interrogatorio transcurre en un tono mucho más amenazador. Le comunican al narrador que encontraron notas de Katzenberg en las que afirma indagar la existencia de una fábrica china de Barbies piratas, es decir, muñecas que no imitan a las originales, sino a las hechas en el país asiático —“Made in China”, pero hechas en Tuxtepec—. No creen que el narrador no sepa nada del asunto y le comunican estar dispuestos a sacarle la verdad de cualquier manera. Poco tiempo después llega a México la esposa de Katzenberg, una mujer desagradable y quejumbrosa dispuesta a vender al mejor postor la historia del que pronto se convertiría en su exmarido —estaban iniciando los trámites de divorcio—. En medio de todo esto y sin previo aviso, el narrador recibe una llamada. Es el periodista, está en la plaza frente a su casa, muchos kilos más delgado y emocionalmente hecho pedazos. El narrador nos cuenta:

Fuimos al departamento. Después de darse un baño me contó que había estado encapuchado, en un cubil diminuto. Sólo le daban de comer cereal. En una ocasión se lo mezclaron con hongos alucinantes. Le quitaban la capucha una vez al día para que contemplara un altar donde se mezclaban imágenes cristianas, prehispánicas, posmodernas: una Virgen de Guadalupe, un cuchillo de obsidiana, unos lentes oscuros. En las tardes, durante horas sin fin, le ponían “The End”, de los Doors. A sus espaldas, alguien imitaba la voz dolida y llena de Seconales de Jim Morrison. La tortura había sido terrible, pero le había ayudado a entender el apocalipsis mexicano.

Los ojos de Katzenberg se desviaban a los lados, como si buscara una tercera persona en el cuarto. Yo no tenía que buscarla. Era obvio quién lo había secuestrado (124).

En la estructura de ese altar enloquecedor el narrador reconoce la firma de Gonzalo. Había sido un secuestro fingido que el periodista vivió como una devastadora realidad. Cuando el narrador finalmente da con su amigo y va a verlo, está lleno de una rabia incontenible. No obstante, los argumentos de Gonzalo lo desarman.

Así, se entera de que Katzenberg había contactado a su amigo antes que a él para contarle que su artículo sobre Frida Kahlo resultó un fracaso, pues se verificó que gran parte de los datos que el narrador le había proporcionado eran falsos. Esta vez lo buscó únicamente para saber qué no escribir. Katzenberg había simulado quererlo como informante para alejarse de sus consejos lo más posible. Por otra parte, el periodista judío le había comentado a Gonzalo su divorcio y las cláusulas terribles del contrato prematrimonial, de las que sólo podía librarse si sufría un colapso nervioso. Gonzalo se justifica, atribuyendo sus acciones a una suerte de ‘fuego amigo’, término que se usa cuando un comando elimina a sus propias fuerzas:

—Antes de hablar contigo, Samuel fue a Tuxtepec. Descubrió que la fábrica está llena de chinos. Una mafia de Shangai falsifica aquí lo que supuestamente viene de Pekín. Vivimos en un mundo de espectros: copias de las copias, la piratería total. El próximo reportaje de Samuel se llamará “Sombras chinas”

Gonzalo Erdiozábal se sirvió una taza de té.

—¿De veras no quieres?

—¿Es té pirata? —pregunté— ¿Cuánto cobraste?

—¿Qué clase de insecto crees que soy? ¡No cobré nada! Los 75 mil dólares son para los niños pobres de Chiapas.

Me mostró un recibo impreso en una lengua que no entendí. Luego añadió:

—El gobierno sueco supervisa los depósitos. Le dimos la vuelta a la violencia, para una causa justa— bebió té con lentitud, abriendo un paréntesis para agregar: confundiste al pobre Samuel con todas las pendejadas que dijiste en su otra visita. Casi perdió el trabajo. Ahora no sabía en quién confiar. Si yo no lo hubiera secuestrado, la mafia china le habría echado el guante (126-127).

El secuestro ilusorio orquestado por Gonzalo había sumido a Katzenberg en la ‘realidad’ que tanto ansiaba y le había proporcionado material para su artículo periodístico sobre la violencia en la Ciudad de México. No conforme con esto, lo había salvado de la mafia china (la cual denunciaría en otro reportaje, que después se sabrá destinado a ganar el insuperable Meredith Non Fiction Award), y de su tiránico contrato prematrimonial (gracias a su estado nervioso). Como cereza del pastel, le “había dado vuelta a la violencia”, produciendo dinero para una excelente causa. El narrador permanece titubeante frente a estas evidencias y todavía esgrime contra el ilusionista el último, pero no menos importante, motivo de su rabia: el engaño del que había sido víctima cuando su amigo se acostó con su mujer en el Chevrolet. Ante este reclamo, Gonzalo se defiende de una manera sorprendente, y aunque admite su error con Renata señala que, además de haberse disculpado ya por eso, acertó con Cristi. El narrador lo escucha:

—Te adora. Lo supe desde un día que nos encontramos con ella, a la salida de esa infame obra de teatro El rincón de los lagartos. Sólo necesitaba un empujón. Ella tenía dudas de ti. Bueno, todos tenemos dudas de ti, pero al menos eso es algo, de la mayoría de la gente no tengo dudas: es asquerosa y ya.

—¿También la invitaste a jugar tenis?

—No seas ordinario. Escribí lo que pienso de ti, que por lo visto es maravilloso. ¿O no? Lo hice en primera persona, como si hablaras tú. Soy actor, la primera persona suena muy sincera en voz de los actores (128).

Gonzalo se hace pasar por su amigo, suplantándolo en la narración de su vida, y crea una ilusión que resulta plasmar la verdad de manera mucho más potente y seductora. Al leer el guion, el narrador confiesa que está plasmado “con desafiante exactitud”, y este falso autorretrato, más que su presencia o sus propias capacidades, le vale el enamoramiento de Cristi.

Juan Antonio Masoliver Ródenas nos habla del procedimiento del simulacro en la obra del narrador mexicano, el cual considera:

parte de la poética y de la narratividad de Villoro, quien nos dice de Pitol que ‘cede a sus lectores el placer de descubrir en los simulacros y en los espejismos una realidad más genuina que el mundo que sirvió de estímulo’. Estos simulacros están, en gran medida, relacionados con el tema de la identidad, central en la escritura de Villoro (2011: 59).

En efecto, los simulacros e ilusiones llevados a cabo por Gonzalo están engarzados con el tema de la identidad de México y con las de los personajes (aunque estas últimas, como pudimos observar, también se encuentran íntimamente intrincadas con la mexicanidad). Tales recursos nos enseñan que nada es lo que parece y todo puede ser más, otra cosa o su reverso; dinamitan nuestras preconcepciones y nos obligan a ver la verdad desde una perspectiva múltiple y flexible. En este sentido, por medio del personaje de Gonzalo el desprestigiado engaño (o la ilusión) se eleva como un tipo de arte y cobra una autoridad por lo menos inusual. Por una parte, Villoro reivindica el ilusionismo en esta obra —y en otras, en las que también figura como pivote central de la trama, incluyendo Llamadas de Ámsterdam (2003) y la novela Arrecife (2012)—, al mostrarnos que cumple con las características trascendentes y reveladoras que Heidegger atribuye a las obras de arte. Por otra, al hacerlo incidir en la realidad de una manera efectiva y de acuerdo con la voluntad del ‘mago’, borra sus límites con la magia verdadera de manera patente.

A manera de conclusión, nos resultan sumamente útiles las consideraciones del psicólogo francés Henri Wallon, en su libro Del acto al pensamiento (1942), sobre las relaciones existentes entre el mago, la imaginación y su valor transformador. De acuerdo con este estudioso:

La clave de la eficacia hay que buscarla en la psique del mago, que incluso puede diseñar sus propios rituales. Pero éstos son medios para facilitar el verdadero trabajo de integración psicológica, de apertura mental, adecuada para plasmar una imagen mental lo más clara y precisa posible (imaginación) y de lanzarla en una determinada dirección después (voluntad), con el objetivo de producir el efecto concreto que el mago desea. La clave de la eficacia mágica siempre reside en la imaginación y en la voluntad del mago (1942: 107).

Mediante su viva imaginación y el poder de su voluntad, Gonzalo Erdiozábal demuestra ser digno de considerarse un mago. La plétora de imágenes (representaciones) e ilusiones que crea termina por identificarse con el ser e invoca realidades concretas en beneficio de quienes lo rodean, al tiempo que dinamita todos nuestros esquemas preconcebidos sobre la realidad mexicana.



Serie La memoria del barro (2016). Fotografía: Fernando Oscar Martín.

Prohibida su reproducción en obras derivadas.

Material suplementario
Referencias
Bogdan, Henrik (2012), “Introduction: Modern Western Magic”, Aries: Journal for the Study of Western Esotericism, vol. 12, núm. 1, pp. 1-16.
Frazer, James George (2006), La rama dorada. Magia y religión, México, FCE.
Gruzinski, Serge (2004), La ciudad de México. Una historia, México, FCE.
Hanegraaff, Wouter J. (2012), Esotericism and the Academy: Rejected Knowledge in Western Culture, Cambridge, Cambridge University Press.
Heidegger, Martin (1992), Arte y poesía, Buenos Aires, FCE.
Masoliver Ródenas, Juan Antonio (2011), “Juan Villoro: los itinerarios de la invención”, en José Ramón Ruisánchez y Oswaldo Zavala (ed.), Materias dispuestas: Juan Villoro ante la crítica, Barcelona, Editorial Candaya, pp. 31-65.
Platón (1872), Obras completas, t. 8, Madrid, Medina y Navarro Editores.
Santos, Elena (2011), “Los culpables”, en José Ramón Ruisánchez y Oswaldo Zavala (ed.), Materias dispuestas: Juan Villoro ante la crítica, Barcelona, Editorial Candaya, pp. 206-216.
Underhill, Evelyn (2017), La mística. Estudio de la naturaleza y desarrollo de la conciencia espiritual, Madrid, Trotta.
Villoro, Juan (2001), “Iguanas y dinosaurios. América Latina como utopía del atraso”, en Efectos personales, México, Ediciones Era, pp. 93-100.
Villoro, Juan (2007), “Amigos mexicanos”, en Los culpables, México, Almadía, pp. 87-131.
Waldman, Carl y Joe Layden (1997), The Art of Magic: The Companion to the PBS Special, Los Angeles, General Pu­blishing Group.
Wallon, Henri (1942), Del acto al pensamiento, Buenos Aires, Ediciones Lautaro.
Notas
Notas
1 Este tipo de personajes, instalados en una medianía profesional y personal bastante patente, pero cargados de una honda humanidad, aparecen ejemplificados en varios de los protagonistas de las obras literarias de Villoro. Entre ellos destacan Fernando Balmes, el gris oftalmólogo sin mayores aspiraciones que finalmente toma posesión de un heroico destino, personaje principal de su primera novela, El disparo de argón (1991); Mauricio Guardiola, el joven en torno a cuyo indeciso, pero flexible crecimiento, se desarrolla la obra Materia dispuesta (1997); Julio Valdivieso, el académico que en El testigo (2007) hace una revisión de sus raíces, errores, fracasos y memorias entrañables durante el retorno que hace desde su residencia en Francia a su tierra natal; así como Mario Müller y Tony Góngora, los roqueros fracasados que idean un turismo de simulaciones apocalípticas en un devastado sudeste mexicano en la novela Arrecife (2012). Otros personajes parecidos aparecen, aunque no de manera exclusiva, en los cuentos que componen el libro La casa pierde (1999), cuyo título hace alusión expresa a la naturaleza de ‘perdedores’ de sus protagonistas.
2 Entendemos la ‘metaliteratura’ —concepto que deviene del término ‘metalenguaje’ descrito por Roman Jakobson, y sobre el que han teorizado Roland Barthes y Philippe Hamon, entre otros autores— como una forma de escritura autorreferencial que explora los mecanismos del arte. Se trata de textos literarios reflexivos y autoconscientes que problematizan las relaciones entre la ficción y la realidad. El autor apuesta por incorporar al lector en la construcción del texto, evidenciando sus estructuras y procesos.
3 La variedad de mitos de los que se vale Juan Villoro es, en efecto, bastante extensa y abarca relatos prehispánicos, griegos, cristianos y contemporáneos. Casi siempre recurre a ellos en un vaivén entre la desmitificación y la remitificación. Su mirada irónica pone los mitos bajo una luz nueva que nos hace replantearnos nuestra relación con ellos y con la realidad en la que se insertan y a la que iluminan. Por citar algunos ejemplos, El disparo de argón (1991) se desarrolla bajo la mirada y el auspicio del dios prehispánico Tezcatlipoca, regidor del destino de los hombres, y de un San Lorenzo que tiene un pie en la hagiografía cristiana y otro en el universo de los cómics. En Materia dispuesta (1997) aparecen un Vulcano homosexual de naturaleza bastante kitsch y un San Andrés a caballo entre el súper héroe de las tiras cómicas y un personaje del erotismo sadomasoquista. El cuento “La alcoba dormida”, que figura en el libro La casa pierde (1999), tiene como trasfondo el mito de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, que se hace presente mediante un cromo de Jesús Helguera. En “Amigos mexicanos” se hacen algunas menciones al dios Xipe-Tótec, patrón de la renovación que materializa su nueva piel en diversas capas de pósits sobre la computadora del narrador protagonista. Otros mitos, presentes en el surrealismo y la alta cultura, como las grandes figuras del rock, la virilidad del mexicano, los muralistas, etcétera, aparecen continuamente en las obras de Villoro para ser subvertidos.
4 Todas las citas pertenecientes a “Amigos mexicanos” corresponden a Villoro, 2007, por lo cual sólo se anota el número de página.
Notas de autor
* Elisa Teresina Di Biase Castro. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México, y el Máster en Estudios Literarios en la Universidad Complutense de Madrid (UCM), España. Se doctoró en dicha institución en el programa de Estudios Interculturales y Literarios con la tesis “La Ciudad de México: cuerpo y materia”. Fue becaria posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, en donde trabajó la dimensión erótico religiosa en la obra del poeta chileno Gonzalo Rojas. Actualmente, es profesora de tiempo completo en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán (UNAM), en donde está encargada del seminario “Dimensiones humanas e imaginarias del espacio urbano”. Sus líneas de investigación son las relaciones entre espacio urbano y literatura, y la poesía mística contemporánea. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: “Gonzalo Rojas, un místico corpóreo” (Anales de Literatura Chilena, núm. 27, 2017); “Espacio urbano e imágenes acuáticas en Materia dispuesta, de Juan Villoro” (Nueva Revista de Filología Hispánica, Tomo 65, núm. 2, 2017); y “‘En cuanto a mí, me embrutecí de ti’. La mística erótica de Gonzalo Rojas” (Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 798, 2016).


Serie La memoria del barro (2016). Fotografía: Fernando Óscar Martín.

Prohibida SU reproducción en obras derivadas.



Serie La memoria del barro (2016). Fotografía: Fernando Oscar Martín.

Prohibida su reproducción en obras derivadas.

Buscar:
Contexto
Descargar
Todas
Imágenes
Visor de artículos científicos generados a partir de XML-JATS4R por Redalyc