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Fuente


El silencio
La Colmena, núm. 100, pp. 101-109, 2018
Universidad Autónoma del Estado de México

La abeja en La Colmena


Recepción: 07 Febrero 2017

Aprobación: 07 Noviembre 2017

Bajo el encanto de la obra clásica de ese día feliz, me hundía plácidamente en un sueño reparador y sin aprensiones.

Diario del General Felipe Ángeles, 23 de junio de 1914, al consumar la toma de Zacatecas

Los hombres a mi lado morirán. Son cinco: mi escolta. En mi fuero interno, sin embargo, me pregunto si merezco tal sacrificio. Dame, Señor, el coraje para escalar la cumbre de esta noche.

Mi nombre es Felipe del Rey y, antes de ser procurador de justicia del estado, fui juez electo del octavo distrito, profesor de Ética en una preparatoria, padre de familia de dos hijas y un hijo, esposo y un devoto católico. El último juicio en el que participé como juez fue en contra del narcotraficante Antonio la Puerca González. Como procurador —ya cuando democráticamente también, acepté ese cargo— construí el proceso que buscaba extraditar a los Estados Unidos a su jefe: Rodolfo Valenzuela, alias el Fernando. He llegado demasiado lejos en el intento por salvar a mi familia y a mi patria. Sin previo aviso, nos han cercado en la oscuridad de estas oficinas de la Procuraduría y será inminente que ese grupo militar enemigo que llegó nos asesine.

El primero de los hombres de mi escolta se llama Jorge Piña Armendáriz, y le llaman así, Piña. Las variaciones de su nombre son Piñaparalaniña, Piñata y Piñatitlán. Es el mayor de los cinco. Ha planeado su cumpleaños número 50 por meses. Es alegre, disciplinado y fuerte; bajo, grueso, moreno y leal. Se contenta con aquello que le da la vida y siempre tiene un dicho inspirador. Fue bombero en las montañas carboníferas (porque empezaron a contratar bomberos para extinguir los incendios en las zonas que se iban volviendo áridas; el calentamiento global es una realidad). Antes había sido paramédico, y pasó diez años trabajando en una ambulancia. No había recibido entrenamiento militar antes, pero Jorge es uno de esos hombres rudos que siempre ha hecho ejercicio y admira a Sylvester Stallone y a Arnold Schwarzenegger; tiene un sentido del humor amable y masculino, como los personajes de la película Los indestructibles, de manera que, se podría decir, es un religioso de la cohesión de equipo. Es uno de esos líderes que daría la vida por sus subalternos, ya que entiende su posición desde la poética del heroísmo y de la hermandad. Esa fue la razón por la que decidí contratarlo como jefe de mi escolta. A un mes de haber cumplido con el entrenamiento de táctica y de campo en los Estados Unidos, me comentó que se había casado con una chica humilde, veintidós años más joven que él, que estaba enamorado y que todo su dinero era para ella.

Fue Jorge quien reconoció la situación cuando nos cercaron alrededor de las 8 de la noche. Esperaron a que se quedara usted en la sala de juntas, doctor, y los maricas de la policía estatal se esfumaron. Nos dejaron solos para que el escuadrón pudiera entrar por nosotros. Es un golpe. O salimos o nos quedamos aquí a resistir. ¿Ve aquellas sombras allá al fondo del pasillo?, pues son esos hijos de puta colocándose en posición, dijo. Yo confiaba por completo en Jorge. Él sería el último en traicionarme. Su madre y su padre lo habían criado como un hombre bueno, de ley.

Creo que debemos salir, dije, siempre hay que ir hacia delante. Organicemos un plan de salida, propuse. Sí, doctor, respondió él. Luego caí en la cuenta de que, por mi orden generada así, casi de forma automática, los iban a matar, y ni siquiera podían comunicarse con su familia para decir adiós. Yo también iba a morir y tampoco podía llamarle a Julieta, mi esposa, ni a mis hijos, Lourdes, Clara y Juan Pablo. Pensé, sentado en el suelo y protegiéndonos con la gran mesa ovalada del cuarto de juntas que habíamos ladeado, que ni el mismo Dios todopoderoso podía ayudarme. Perseguía la justicia, pero eso no me exentaba de pagar el precio de quien toma decisiones sobre la vida y la muerte. Nada en mi camino era abstracto sino concreto, carnal, y una vez realizado —como lo es siempre— irrevocable.

En una de las esquinas superiores de la sala de juntas se encontraba una televisión. Había permanecido encendida desde la tarde cuando hablé con mi análogo de los Estados Unidos y, luego, con un jurista español radicado en Bruselas. El volumen se encontraba en silencio y la pantalla era la única luz en el cuarto. Habíamos estado esperando el noticiero de las 8 en punto en el canal 20 para ver si había —o había habido— algún informe del gobierno de la República con respecto a la extradición del Fernando. Enterarse por TV, aunque no lo crean, es más fácil que por algún comunicado oficial. Pero no había habido ninguna mención hasta ese momento y ya pasaban de las 8:15. Entendí que no habría palabra sobre el caso que estaban a punto de resolver con nuestra muerte. Era mejor para ellos guardar silencio y echarle la culpa a los narcos que, con la bendición del propio gobierno federal, habían enviado a los hombres agazapados allá en los pasillos y en las oficinas de la primera sección. En esa espera angustiante, entonces, la única frase que se había escuchado con claridad era que debíamos intentar salir; es decir, mi orden.

¿Y no es eso lo que esperan que hagamos?, dijo Poncho Carrillo, quien vigilaba la puerta, hincado en el suelo y apuntando una M16. Le llamaban el Carriloncho, el Cara de choque y, claro, Alfonso. Quieren que salgamos por la puerta para darnos duro y fácil, y es lo que estamos a punto de hacer, dijo. Poncho era un hombre muy parecido a Jorge, me refiero a la actitud positiva y la buena crianza, el empuje y el respeto por sus compañeros de equipo, la fuerza del cuerpo y que iba más allá de los 40 años. La diferencia, la gran diferencia, era que Poncho siempre pensaba lo contrario de Jorge, aunque no lo hacía para polemizar ni mucho menos para insubordinarse. La suya era una reflexión seria, producto de una personalidad escrupulosa y callada. Ninguno de los apodos describía con precisión su forma de ser; es más, Alfonso era un hombre que no debía tener apodos y ser llamado por su nombre a secas. Pero parte de trabajar en una escolta, de responder a un anuncio de periódico que ofrece un trabajo muy peligroso, aunque bien remunerado, y de convivir largos días con hombres dicharacheros e irrespetuosos del lenguaje, pícaros y educados en los pueblos, ranchos y barrios bajo la tutela de la música de banda, los chistes vulgares y el machismo rampante, implicaba ‘aguantar vara’ y tolerar a los demás. Lo más curioso es que Alfonso parecía no reconocer la zafiedad de sus congéneres, y su raciocinio divergente era la manifestación de una lógica más profunda que era fascinante conocer. Vivía solo con un perro rottweiler, que cuidaba uno de sus primos cuando él estaba de guardia. ¿Pensaba Alfonso, en ese momento, en su perro rottweiler o en alguna persona cuyo nombre nunca había osado pronunciar delante de nosotros?

¿Y qué debemos hacer?, pregunté. Ellos han previsto dos escenarios hasta ahorita, dijo. Que les demos fuego por el pasillo hasta las oficinas y los mostradores que están a la entrada del edificio, o que nos quedemos aquí a tratar de acabarlos mientras son ellos los que entran. Eso ya lo había dicho yo, imputó Jorge. Ya lo sé, respondió Alfonso, precisamente por eso digo que esas dos circunstancias se transformarán en nuestra muerte segura, y de lo que se trata es de intentar sobrevivir, ¿no? Necesitamos una tercera opción que ellos no hayan anticipado.

¿Y qué sugieres? ¿Cavar un túnel o salir por el techo?, dijo Hank Herrera, vigilando con vista de halcón la alta ventana hacia el exterior en la sala de juntas y recargado sobre la pared para contrarrestar el peso de su arma. Se hacía llamar HH y el Hombre de hierro. Los demás menoscababan su petulancia, imputándole apodos como el Francachelas y el Mojado. Hank era el mejor parecido del grupo. Tenía 33 años y era fibroso, moreno mediterráneo, con el cabello largo, el rostro afilado y la voz seductora. Gozaba del amor de las mujeres. Le habíamos conocido tres novias por lo menos y cada una resultaba una belleza. Las dos primeras trabajaban como modelos en una agencia de modas, por lo que eran delgadas, con piernas largas y rostro depredador. La tercera se llamaba Aurora y pertenecía a una familia de comerciantes de la ciudad de Viesca, Coahuila. De acuerdo con los compañeros, Aurora hechizaba con sus ojos grandes, caderas macizas y manos pequeñas.

Había decidido extenderle un contrato a Hank por su experiencia como guardia en tres prisiones en el estado de California. Allí conoció el universo de las mafias y de las pandillas, por lo que comprendía el corazón criminal más que nadie en el grupo. Había regresado a la tierra que lo había visto nacer para crear fortuna como otros mercenarios gringos que ofrecían servicios de protección a empresarios o políticos del gobierno. Francisco —ese era su verdadero nombre— encajó sin problemas en la dinámica del grupo, pues compartía con ellos el orgullo del trabajo bien hecho. Cargaba una vejiga de agua en las espaldas, y nadie debía tocar sus gafas para el sol Oakley negras con el armazón plata, que protegía de ralladuras colocándoselas en la frente, sobre las cejas. No veo otra posibilidad más que darles fuego nosotros primero, dijo con los ojos puestos al otro lado de la ventana, quizá podamos ganarles. A lo mejor los sorprendemos, concluyó.

Me refería a hablar con ellos, dijo Poncho. Ja, ja, ja, ja, rió Hank. ¿Qué no conoces a estos hijos de la chingada? Son malos, man, afirmó.

Alfonso tiene razón, dijo Isabel de la Luz Andrade a mi costado derecho. Era uno de los dos más jóvenes y me protegía cuerpo a cuerpo. Son como nosotros, afirmó. Tenía 26 años y sólo un apodo: Chayo. Proyectaba la personalidad de un hombre inocente, aunque su naturaleza correspondía a la de un protector nato. Era de alta estatura, corpulento, muy fuerte, de miembros gruesos y atenazadoras manos. Cuando usaba el traje negro de protección y el chaleco antibalas producía tanto ruido con la fricción de cada movimiento y se miraba tan grande que los demás decían que parecía un hombre dentro de una botarga del Doctor Simi. Varias veces intentaron llamarlo con ese sobrenombre, pero por alguna razón esa picardía no prendió. Su inteligencia se ejercitaba en el manejo de artefactos de comunicación y de computadoras. Había estudiado dos semestres de ingeniería en un tecnológico estatal hasta que le fue imposible seguir por razones económicas. No obstante, aprendió mucho por su cuenta y realizaba arreglos de computadora a domicilio. Además de su genuina buena fe, la destreza técnica lo había colocado en el grupo final de la escolta y pude ofrecerle así un contrato con una prima de seguro muy generosa. Estaba casado con una mujer de su edad y ya tenían tres hijos; habían permanecido en casa de los suegros hasta que él encontró un trabajo de chofer en una compañía que transportaba bienes. Nunca supo qué acarreaba en los camiones blindados de aquella compañía a lo largo de los estados de la República. Su esposa empezó a tener miedo y por suerte Isabel encontró el anuncio del periódico que lo trajo hasta aquí.

Yo no le había dado un seguro con un monto superior por el sólo hecho de ser más joven que los demás, ni porque estaba casado, ni porque era padre de tres, sino porque había algo en él que me recordaba a mí mismo. En la entrevista de trabajo descubrí que coincidíamos en ideas relacionadas con la paternidad, la ética y el amor. ¿Soy un hombre corrupto porque he premiado a un subalterno sobre la base de la afinidad personal? Es posible. Pero, ¿cómo retribuir al mundo y, específicamente a su familia, el sacrificio de un ser humano tan valioso? Ningún dinero puede compensar, en caso de muerte, la pérdida de un hombre honrado. Así que me he quedado corto.

Son iguales a nosotros, volvió a decir Isabel. Ellos también tienen mujer, hijos, familia, necesidad. Entraron en esto por los altos sueldos. Es más, nosotros tenemos un seguro; ellos, no lo creo. ¿Cuánto les van a pagar por matarnos? Aunque sea mucho dinero, yo les propongo que hablemos con ellos para ver si nos dejan ir. A cambio, les daremos lo que iban a ganar y un extra.

Inocente Chayo, te recuerdo que vivos no valemos ni cacahuate, intervino Hank. No es hasta que estemos muertos cuando lloverá dinero, y no sobre nosotros, sino sobre nuestra familia, precisó. Pero Chayo tiene razón, dijo Poncho, esos hombres de allá afuera no son rusos o afganos, son como nosotros, afirmó. No saben lo que están diciendo, reiteró Hank. Eso piensan ustedes porque no saben cómo se cocinan estas cosas. Esos hombres allá afuera son professionals, mercenarios reales; nosotros no, reveló. Bueno, no perdemos nada con intentarlo; no hay peor lucha que la que no se hace, dijo el líder Piña. ¿Qué dice, doctor? No sé si eso de verdad funcione, respondí. Esto va en serio. Lo es para mí, lo es para ellos. No me refiero a esos hombres de allá afuera, sino a sus jefes, que están por todos lados. Es el Fernando, pero es el que está abajo, a un lado y arriba de él; es el poder, es el dinero, dije.

No va a funcionar, advirtió el hombre a mi derecha, el más joven del grupo y encargado, también, de protegerme cuerpo a cuerpo. No importa lo que hagamos, vamos a morir todos esta noche, concluyó. Se llamaba Mónico Flores, de 23 años, y le decían el Monigote. Era exacto, callado y honesto hasta la crueldad. Pensé al principio que esa característica se vinculaba con el mundo feroz en el que había crecido. No obstante, los exámenes psiquiátricos indicaban una limitación para comprender ciertos aspectos de la interacción social y el lenguaje figurado. En consecuencia, carecía de sentido del humor. Mónico padecía brotes de tristeza que ponían en evidencia las heridas de su pasado. Ese hombre sin risa y en ocasiones melancólico, mas predispuesto al bien, era el joven que habíamos aprendido a estimar y, por lo mismo, buscábamos proteger siempre.

Imagino que les parece incongruente esta última revelación. ¿Por qué dar trabajo a un individuo que, en vez de ser escudo, era necesario proteger? No sé de dónde me salió la idea, pero supuse que un grupo de hombres aumentaba sus posibilidades de sobrevivir si, luego de volverse amigos y entenderse como una familia, se defendían a sí mismos y no a algo tan abstracto como las ideas del bien y del mal. Es posible que en el campo de la legislación y en la arena electoral las ideas puedan colocar a un candidato en una oficina pública, como me ocurrió cuando fui elegido juez y luego procurador; no obstante, hay que conseguir los objetivos una vez entrado en el puesto. Es allí cuando hay que ser pragmático, un sabio en las artes del hacer. Así que cuando leí también en el expediente que Mónico había perdido a su madre en el nacimiento y a su padre a los 10 años sentí unos enormes deseos de adoptarlo, tal vez con nosotros encontraría una familia y nosotros con él. Había estudiado preparatoria con muy bajas calificaciones. Era ágil, certero y leal; alto, ni delgado ni flaco; un defecto congénito le había dado un meñique derecho más corto. Escuché que había embarazado a una chica de su barrio y que se encontraba muy contento, pues siempre había deseado tener un hijo. Lo iba a querer siempre, decía. Yo no lo dudaba.

Hank tiene razón, dijo Mónico mientras movía la mano derecha con nerviosismo, mostrando apuro por nosotros. De aquí no salimos vivos. Es mejor que vayamos por esa puerta y les demos con todo como una aplanadora, dijo, empuñando su arma. Los demás se quedaron callados y sintieron una vaga tristeza; habían aceptado la realidad y, por ende, la muerte. Habían pasado más de 30 minutos desde el inicio de aquel episodio. No podíamos explicarnos qué estaban esperando para empezar el ataque. ¿Qué habían venido a jugar? Fue en ese momento que interrumpieron la energía eléctrica. Llegó la hora, dijo Piña. Al mal paso darle prisa, que al cabo la vida no vale nada, sentenció, y acomodó el cartucho en su M16.

Como se habrán dado cuenta en esta narración, yo era el completo responsable de que aquellos hombres estuvieran a punto de morir. Había seguido intereses y preferencias personales en aquella lucha contra el mal. Llegué hasta las últimas consecuencias, sin tranzar ni recular; terco, impenetrable, vano como ningún otro.

Julieta, amor mío, no sé si podrás perdonarme un día por haber dejado a nuestros hijos sin un padre. Bien habríamos continuado en nuestra pequeña vida; yo como maestro en la prepa y tú como cajera en la compañía de gas. Con esfuerzo, Lourdes, Clara y Juan Pablo habrían estudiado una carrera y los hubiéramos visto crecer; habríamos sido abuelos... Pero tuve que seguir un llamado más grande que yo mismo. No creas, amor, no fue más grande que nosotros. Pero fue un impulso sobrehumano y ciego; no sólo perseguí lo que en las clases de Ética enseñaba a chicos desganados que luego se prendían y se transformaban con pasión y compromiso; no sólo avivé el fuego de los caminos del Señor, que tú y yo hemos seguido siempre; también fue una reacción de la materia amordazada, una obligación del tiempo, pues esa vida simple que pienso ahora pudimos vivir, era improbable en México. El mal estaba por doquier, la muerte y la ambición; y no pude quedarme con los brazos cruzados. Fui un ciego, un loco, me consumí en la fuerza de luchar; los arrastré a ustedes y a estos cinco hombres cuyo trabajo era protegerme. Espero no haber causado, además, la muerte tuya y la de nuestros hijos, amor.

Sí, hay una tercera opción, dije, rompiendo el silencio, y los dos a mis costados mostraron un rostro de asombro, sin alegría. El resto ni se inmutó. Existe la opción de entregarme a cambio de que respeten sus vidas, dije.

Creo que por algunos momentos los cinco de mi escolta contemplaron la posibilidad de salir de allí con vida. Pensaron en sus esposas, en sus hijos, en sus novias, en sus amantes, en los hijos que aún no conocían. Sin embargo, la bondad humana que me había hecho elegirlos se hallaba todavía en su corazón, materializándose en palabras y miradas confirmantes de lealtad. Alfonso, el más serio y que siempre contradecía a Piña, movió la cabeza como quien dice no. Chayo y Mónico me vieron como dos hijos que no deseaban perder a su padre. Piña dijo, ¿cómo cree, doctor? ¿Pues a qué estamos jugando?, preguntó. Han venido por mí, dije, y es por mí que ustedes van a morir. Es justo que me entregue, soy el menor de ustedes. No valgo el precio de sus vidas, confesé. Cada uno de nosotros decidió tomar este trabajo, intervino Chayo, mirándome a los ojos. Fue la necesidad, dijo Alfonso, la vida que nosotros elegimos, concluyó. Yo había pensado en otra vida, dijo Hank, pero imaginé que iba a morir esta muerte tarde que temprano, concluyó. Esto no es un trabajo, doctor, es una pasión que viene desde adentro, reveló Piña. Sí, confirmó Mónico.

Una ráfaga de disparos se oyó en el pasillo. ¿Escucharon eso, putos? Vamos por ustedes. Les vamos a machacar la cabeza, dijo una voz.

Empecemos ya, no perdamos tiempo, dijo Alfonso en la puerta. Salgamos en fila y luego nos vamos remontando; el que va adelante cubre al que viene atrás para que pase al frente, así hasta la salida, propuso. Vamos pues, declaró Piña, y le dio la mano al compañero con quien siempre había discrepado. Yo voy al frente, dijo Piña, que me siga Poncho, y que luego venga Hank, después Chayo, que el quinto sea el Monigote, y no tenga miedo, mijo, le dijo, todo va a estar bien. Usted viene al final de la fila, doctor; lo vamos a defender hasta el final. Salgamos como una aplanadora, dijo al fin con mucha emoción. Y no dejen que los atrapen vivos, advirtió Hank cuando dejó su posición en la ventana preparándose para el ataque. Lo mejor que puede pasarnos es morir, dijo.

Debo decirles, advertí yo, que hombres como nosotros no aparecen en los libros de historia, tampoco en los periódicos ni en la televisión. Vamos a morir, traicionados y solos. Esto ha sucedido otras veces en nuestro país y seguirá pasando, porque aquí la historia se escribe con traición y con sangre. Así que al cruzar esa puerta nos dirigiremos en realidad al silencio, y ya nadie sabrá más de nosotros, y nos encontraremos verdaderamente solos. Allí nos espera el dolor de la carne y de los huesos como nunca lo hemos imaginado, pero también he oído que se llega a un instante en que se deja ir todo y es cuando viene el descanso. ¿Qué permanecerá de nosotros? ¿Para qué hemos nacido? En ese momento encontraremos las respuestas y nos acompañarán los hechos que realizamos en la faz de esta tierra. Amén, dijeron los seis.

De inmediato desaparecieron las dudas de Felipe del Rey. Reconoció que vivía el instante que antecede a la muerte. Como estudioso y apasionado de la ética, una de las áreas más importantes de la filosofía, sintió felicidad porque iba a morir como un hombre que buscaba el bien y la libertad. La otra parte de él sintió que Dios, en su absoluto entendimiento, iba a tener piedad de su alma y que iba acogerlo en su seno. Dios era la presencia que siempre había contemplado frente a él; en su mente, en su corazón. Nunca había experimentado el miedo porque nada había alejado de sus ojos. Fue un hombre común con errores, mas humilde, valiente y honesto. Una inspiración muy profunda le apareció en el estómago, y de allí creció hasta abarcar la totalidad del cuerpo y de la mente. Sintió que se levantaba en armas, jubiloso como una nación entera. Los otros vieron a un hombre admirable de 52 años, atlético, fuerte, con los vestigios de una belleza juvenil, amplias entradas en el cabello, manos venosas, callos en las palmas por el ejercicio en el gimnasio y una alianza de matrimonio en el dedo que dirige al corazón. Se quitó el saco y desveló la funda de piel en el costado, en la cual se insertaba una Beretta Storm negra. Se arremangó las mangas de la camisa blanca y ordenó que destruyeran los teléfonos celulares. Luego de triturar su BlackBerry con el tacón de la bota derecha, sacó la pistola y cortó cartucho. Indicó a los cinco hombres de su escolta que tomaran la posición acordada. Él se puso al final de la fila. Jorge pateó la puerta y, al abrirse ésta, empezó a disparar para que Poncho se agazapara unos pasos más al frente y pudiera proteger al próximo compañero; repetirían la maniobra hasta llegar a la salida.

El hombre supo, además, que esa escena se había repetido en la historia. No sólo era el alto privilegio de conocer el instante que antecede a la muerte, sino también ese viaje al silencio de los hombres que morían acribillados por la infamia. Brevemente recordó a Salvador Allende; por supuesto, a Francisco I. Madero, y a muchos otros cuyos nombres no conocía. Recordó asimismo que esas almas acorraladas alguna vez habían vivido el mismo dilema que él: dejar que otros pagaran con su vida el empuje de sus ideas y de sus acciones. A Villa lo habían visto llorar ante Dios durante una batalla, y Felipe Ángeles recorría los campos ensangrentados de la guerra, dolorido por las vidas perdidas en el combate.

Felipe del Rey comprendió el dolor de esos hombres cuando, aquella noche en la Procuraduría, le mataron al primero de su escolta. Su cuerpo se prendió de lumbre cuando vio caer al segundo y al tercero. Era una furia que nunca había sentido ni llegado a sospechar. No obstante, no pudo creer que no se trataba de tristeza ni dolor. Era fuego en la cabeza, dentro de los oídos y en el rencor de los ojos. El general se iba transformando en una presencia mucho más fuerte, como si los recién abatidos le hubieran ofrecido el alma de verdad. Cuando cayeron los últimos dos, los más jóvenes, Felipe entendió que dejaba esa revolución eterna que había reiniciado, y que en el campo de batalla era un hombre solo, con ojos rojos y brazos firmes, disparando con rabia a sus adversarios, caminando a lo largo del pasillo y en dirección de una luz, hasta que se desplomó en el suelo como los demás y murió al instante. ¿Ha muerto en realidad? ¿Han entrado ellos, tal como lo habían predicho, en el silencio? La voz de esta narración se está escuchando aún. ¿Quién está narrando? Es una voz que persiguen algunos hombres y mujeres, y que llaman justicia. Soy la voz que encuentran al morir. Dirán que soy más grande que ellos, que los precedo y que estaré siempre allí porque mi tiempo es la eternidad. Sin embargo, existo en la historia y es por ellos porque precisamente soy. En esos lugares y batallas me invocan con el nombre de Dios, y no se equivocan, porque Dios existe por ellos y, en la última forma de la existencia, que es la justicia, siempre estaré de su lado.



Serie La memoria del barro (2016). Fotografía: Fernando Óscar Martín.

Prohibida su reproducción en obras derivadas.

Notas de autor

* Fernando Fabio Sánchez (Torreón, Coahuila, México). Es profesor de Estudios Literarios y Cinematográficos en California Polytechnic State University. Ha publicado en México los libros de cuento Los arcanos de la sangre y De la escritura a la evidencia: siete historias (pseudo)policiales; los de poesía Posesión de naves y Creación de fondo; y artículos y libros de crítica literaria. En el 2010 publicó Artful Assassins: Murder as a Art in Modern Mexico (Vanderbilt University Press, EU), y coeditó, junto con Gerardo García Muñoz, La luz y la guerra: el cine de la Revolución mexicana (Conaculta, México).


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