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¿Hacia dónde transita la sociedad salvadoreña contemporánea? Los imaginarios de la violencia en las textualidades sociológicas y ficcionales
Patricia Alvarenga Venutolo
Patricia Alvarenga Venutolo
¿Hacia dónde transita la sociedad salvadoreña contemporánea? Los imaginarios de la violencia en las textualidades sociológicas y ficcionales
Where is Contemporary Salvadoran Society Going? The Imaginaries of Violence in Sociological and Fictional Textualities
Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. 13, núm. 1, pp. 15-41, 2016
Universidad de Costa Rica
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Resumen: Este artículo pone en diálogo textos sociológicos y ficcionales en aras de indagar acerca de las interpretaciones que del presente y del futuro se han realizado en las últimas décadas en El Salvador. Se centra en las lecturas efectuadas alrededor de las nuevas expresiones de la violencia en las últimas décadas, cuando la inseguridad ciu­dadana ha venido adquiriendo proporciones alarmantes. La metodología consiste en establecer diálogos entre las diversas textualidades, en aras de explorar las coorde­nadas de la reflexión y representación contemporánea sobre la violencia. Se propone en estas páginas que los autores “ponen el dedo en la llaga”, cuando relacionan vio­lencia con la construcción de las identidades colectivas. Este artículo indaga acerca de cómo se conciben las posibilidades de transformación social y, en particular, de llevar adelante la gran promesa de la democracia: convertir a los habitantes del país en ciudadanos, es decir, en sujetos cuyas condiciones de existencia les permiten el ejercicio pleno de sus derechos cívicos.

Palabras clave:ViolenciaViolencia,ciudadaníaciudadanía,representación socialrepresentación social,Ciencias SocialesCiencias Sociales,literaturaliteratura.

Abstract: This article is based on a dialogue between sociological and fictional texts. It ex­plores during the last decades how intellectuals and fictional writers have interpre­ted the devastating new expressions of violence that have been developed since the signature in 1992 of the Peace Agreement between the guerrilla movement and the Government. The methodology consists on establishing dialogues between the different textualities in order to explore the richness but also the border of the con­temporary thought about the possibilities of social and cultural change. The following pages propose that the authors put the finger on the wound when they relate violence to the construction of identities. This article inquires into the ways of conceiving the possibilities of social transformation, and, in particular, the possibilities of fulfilling the great promise of democracy: convert inhabitants of a country into citizens, i.e. subjects allowed to fully exercise their civil rights.

Keywords: Violence, citizenship, social representation, Social Sciences, literature.

Resumo: Este artigo coloca em diálogo textos, sociológicos e fictícios, com o objetivo de indagar acerca das interpretações que, do presente e do futuro, foram realizadas, nas últimas décadas em El Salvador. Centra-se nas leituras efetuadas ao redor das novas expressões da violência nas últimas décadas, quando a insegurança cidadã, veio adquirindo proporções alarmantes. A metodologia consiste em estabelecer diálogos entre as diversas textualidades, com o fim de explorar as coordenadas da reflexão e representação contemporânea sobre a violência. Propõe-se nestas páginas que os autores “ponham o dedo na ferida”, quando relacionam violência com a construção de identidades coletivas. Este artigo, indaga acerca de, como se concebem as possi­bilidades de transformação social. E, em particular, de levar adiante a grande promes­sa da democracia: converter aos habitantes do país em cidadãos.

Palavras-chave: Violência, cidadania, representação social, Ciências Sociais, literatura.

Carátula del artículo

Artículos

¿Hacia dónde transita la sociedad salvadoreña contemporánea? Los imaginarios de la violencia en las textualidades sociológicas y ficcionales

Where is Contemporary Salvadoran Society Going? The Imaginaries of Violence in Sociological and Fictional Textualities

Patricia Alvarenga Venutolo1
Uni­versidad Nacional , Costa Rica
Universidad de Costa Rica, Costa Rica
Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. 13, núm. 1, pp. 15-41, 2016
Universidad de Costa Rica

Recepción: 06 Octubre 2015

Aprobación: 30 Noviembre 2015

Introducción

En estas páginas analizamos la disputa por la representación de la violencia contemporánea en textos sociológicos y literarios . La preocupación por la expansión descontrolada de las pandillas juveniles vinculadas al crimen organizado ha venido en incremento desde inicios de la década de 1990, cuando tuvo lugar la transición a la democracia. Apre­hender, en las explicaciones del fenómeno, propuestas reflexivas que trascien­den la noción de la represión como la solución fundamental es objetivo del presente artículo. Interesa indagar cómo la búsqueda de explicaciones acerca de este fenómeno social está conduciendo la investigación sociológica a ex­plorar dimensiones de la vida social poco visibilizadas hasta entonces. Asimis­mo, para enfrentar la construcción estereotipada de una otredad satanizada, se ensayan estrategias de comunicación con los potenciales lectores, que pretenden, además de ofrecer la comprensión del fenómeno, sensibilizarlos ideando vías de ingreso a la experiencia vital de la marginalidad.

Los textos ficcionales explorados conllevan a una reflexión de la violencia a partir de la corrosión de las instituciones estatales. ¿No es entonces indispen­sable aprehenderla en un contexto más amplio que trasciende al mundo de los mareros como el eje fundamental de la criminalidad? ¿No será acaso que esas expresiones de la criminalidad se alimentan de complejas estructuras de poder enraizadas en el Estado y en el “mundo decente” de los poderosos? También buscamos en la literatura esa veta reflexiva sobre la construcción de subjetividades cuando los espacios ciudadanos, es decir, los espacios de integración a la sociedad se encuentran clausurados. ¿Qué puede esperar la sociedad de quienes han sido condenados a vivir en la anomia? En síntesis, no interesa hacer una valoración de la violencia, sino más bien de las formas ensayadas para representarla frente a una ciudadanía que, cohibida por el terror, ve reducido su horizonte de reflexión.

Ciudadanía y violencia

Los Acuerdos de Paz alcanzados en 1992 transformaron radicalmente la institucionalidad del sistema represivo en El Salvador. Gracias a estos la fuerza armada se supeditó a la autoridad civil, se disolvieron los cinco batallones élite creados durante la guerra de la década de 1980, corriendo la misma suerte la Dirección Nacional de Inteligencia y las patrullas paramilitares. También este pacto que acabó con la guerra puso fin a los cuerpos policiacos militarizados, mediante la sustitución de la Policía de Hacienda y la Guardia Nacional, por una Policía Nacional Civil dependiente del Ministerio del Interior. La nueva institución se organizó con la participación de quienes fueron miembros del FMLN y de la Policía Nacional (Krämer, 1998, pp. 177-178). Indudablemente la implementa­ción de estos acuerdos cumplió un papel fundamental en el proceso de demo­cratización del país. Sin embargo, los estudiosos de El Salvador advierten sobre nuevos riesgos para estos avances democráticos. Se encuentran en el centro de la polémica las políticas para enfrentar la criminalidad en este pequeño país, cuya tasa de asesinatos lo ha convertido en uno de los más violentos del mun­do (Informe del Estado de la Región, 2011, p. 8; Molina, 2015).

No ha sido hasta recientemente, cuando el Estado, en manos de la izquierda, ha empezado, aunque tímidamente, a buscar respuestas más integrales al fenó­meno de las pandillas. Sin embargo, los resultados han distado mucho de ser satisfactorios. De esta forma, esta expresión de la violencia ha dado una sustan­tiva contribución a la construcción de una otredad interna que atenta contra los procesos de integración del universo social a la vida ciudadana, indispensables para hacer funcionar los más elementales principios democráticos.

La era posbélica vino acompañada de cambios significativos en la violen­cia que deviene del seno de la llamada “sociedad civil”2. Las pandillas juveniles han adquirido protagonismo desde inicios de la década de 1990. Obviamente la violencia que de estas emana tiene nefastos efectos sociales, pero este fenómeno no puede comprenderse fuera del contexto de la experiencia vital de quienes han sido, con o sin motivo, esteroetipados como peligrosos. Más allá de la erosión de la comunidad nacional, una ciudadanía tomada por el terror convoca fantasmas del pasado. La oferta de seguridad por parte de las instituciones represivas es un convincente argumento para que los “auténticos ciudadanos” apoyen el regreso del militarismo. Elin Cecilie Renum ofrece da­tos estadísticos que muestran la clara relación entre el temor y la inseguridad social y el incremento en la popularidad de las soluciones fundamentalmente represivas. Según estos, a finales de la década de 1990 más de la mitad de los salvadoreños consideraba que los derechos humanos favorecían a los de­lincuentes (Renum, 2007, pp. 353-375).

En 1995, el fantasma de los escuadrones de la muerte renace, pues una opinión pública favorable a alternativas al margen de la legalidad podría propi­ciar el surgimiento de bandas organizadas a cargo de la limpieza social (Edi­torial, 2007a, p. 316). En 1996, frente a la debilidad de la institucionalidad, se advierte “la amenaza de la involución autoritaria … que d[ará] al traste con lo bueno que existe” (González, 2007c, p. 122). González refiere, en 1999, a los riesgos de la debilidad institucional pues el autoritarismo encuentra un buen terreno para imponerse valiéndose de la sensación ciudadana de absoluta desprotección (González, 2007e, p. 257). En el mismo año, al comparar la experiencia contemporánea con la década bélica de 1980, no es excepcio­nal que ciudadanos entrevistados consideren peor su vivencia reciente pues, según el Instituto Universitario de Opinión Publica (IUDOP), de la UCA, existe la percepción de que antes quien se mantenía alejado de la política no corría riesgos, en cambio en la actualidad, la inseguridad es generalizada (Editorial, 2007b, p. 209).

La eclosión de la violencia ha alimentado discursos militaristas. La “solu­ción represiva” ha prevalecido durante buena parte de la era posbélica, pero sus resultados han sido magros. Estrategias como el Plan Mano Dura y el Plan Súper Mano Dura, más bien han estado acompañados de un incremento de las acciones delictivas y de los homicidios (Aguilar y Miranda, 2006, pp. 37-143). Según Elza Elizabeth Fuentes el Estado posbélico ha partido del principio de que la simple represión acabaría con el fenómeno de la violencia. La izquierda en el poder durante los últimos años también ha continuado por esta vía. Las medidas y leyes contra las pandillas, de acuerdo con Fuentes, han sido “un espectáculo punitivo para calmar la demanda de seguridad de la población” (Fuentes, 2015, p. 118), que ha brindado buenos réditos políticos a sus gesto­res. Sin embargo, en el transcurso de estos años, se ha venido acentuando la percepción de que este es un problema sin solución que inevitablemente se agravará cada día que pase.

Los peligros del miedo social

El miedo es enemigo de la democracia por cuanto debilita el espacio pú­blico y abre espacio al uso sistemático e irreflexivo de la violencia. La reclu­sión aparece como la opción ante temores fundados o infundados que no se pueden vencer pues retarlos, de acuerdo con el sentido común imperante, conduciría a la destrucción, a la muerte. El miedo también atenta contra la democracia porque revitaliza la amenaza del militarismo, amenaza que no ha dejado de permear la era posbélica.

El editorialista de “El espectro del militarismo” (Editorial, 2007c, pp. 347-352) citando a Jacques Derrida sostiene que “los espectros no vienen del pasado, sino del futuro: son advertencia de lo que puede ocurrir si no saldamos nuestra deuda de memoria. Y el militarismo es el muerto que la sociedad salvadoreña no ha acabado de enterrar” (Editorial, 2007c, p. 347). El anónimo autor denuncia el empoderamiento adquirido por figuras claves en las violaciones a los dere­chos humanos durante la guerra. La sensación de vulnerabilidad de la sociedad frente a la violencia delictiva favorece la solución represiva que erosiona los derechos humanos. La historia, sostiene el editorial, es un instrumento clave para vencer la amenaza de la militarización. En esa dirección analiza trabajos históricos orientados al tema de la militarización y los constantes abusos a los derechos humanos que le acompañaron durante el siglo XX. Esas narraciones son valoradas por el autor en cuanto evidencian que no fue necesario el drama de 1932 para que apareciera la tortura y el asesinato como arma de poder del ejército y de la Guardia Nacional. En años previos acudían recurrentemente a tales métodos para imponer el orden. Es decir, la historia muestra que el milita­rismo no necesita amenazas políticas extremas para mostrar su rostro de terror. La “paz militar” que añoran buena parte de los salvadoreños se cimentó sobre la sistemática aplicación de la violencia y, en la actualidad, lamenta el editoria­lista, quienes sienten “nostalgia por los verdugos … prefieren ignorar que ésta fue precaria e ilusoria” (Editorial, 2007c, pp. 352 y 349).

Pero el triunfo de la izquierda en El Salvador en dos contiendas consecu­tivas (2009 y 2014) dista mucho de haber generado nuevas expectativas de cambio. El Salvador continúa enfrentando los mismos problemas de violencia y exclusión social con instrumentos no muy distintos a los que ensayara la derecha. Es más, el gobierno actual, ante el creciente poder de las maras, anuncia la creación de un batallón élite del ejército para combatirlas. Es decir, la izquierda que desde la década de 1990 se opuso rotundamente a la par­ticipación del ejército en el combate a las maras alegando, no sin razón, que empoderar dicha institución frente a la sociedad civil podría de nuevo generar crasas violaciones a los derechos humanos, hoy propone como solución sacar el ejército a las calles. La formación de un cuerpo élite no deja de recordarnos al tristemente célebre Batallón Atlacatl, responsable de las peores violaciones a los derechos humanos durante la guerra (Batallones élite listos para la guerra antipandillas en El Salvador, 28 de julio de 2015) 3.

Desde la perspectiva de la integración ciudadana a la democracia, las pandillas juveniles se constituyen en significativo obstáculo dadas las dimen­siones y la complejidad del problema. La dinámica de la violencia que emana de grupos específicos de jóvenes genera represión policiaca y manifestacio­nes simbólicas de repudio que afectan al mundo de la pobreza y la margina­lidad en general. Estos jóvenes excluidos, según Roxana Martel, constituyen una “metáfora de la crisis de la sociedad actual. En y hacia ellos se repro­ducen de manera dramática los miedos, las incertidumbres y los problemas que tiene la sociedad, para satisfacer las demandas de los distintos grupos sociales” (Martel, 2008, p. 284).

El miedo es elemento central de disgregación pero también de cohesión. El miedo oblitera las diferencias sociales en la comunidad de ciudadanos y, a la vez, impide la cohesión política en el terreno de los excluidos; es instrumento que justifica la creación de espacios de vigilancia panóptica en el mundo de la gente reconocida como tal. Irónicamente, las condiciones en que ha operado la transición a la democracia, lejos de cohesionar las subjetividades alrededor del ideal democrático, ha segmentado y polarizado a la potencial sociedad civil 4. Las fuerzas disgregadoras operan en una doble vía: los “legítimos” ex­cluyen a los “otros internos” pero también estos últimos resisten esfuerzos integradores por cuanto la aceptación de la hegemonía les ofrece magros re­conocimientos (Cortina, 2001, p. 25).

Chávez Aguilar señala que se asiste a un proceso que califica como con­tradictorio, pues “por un lado promueve una democracia política limitada y distorsionada y por el otro promueve mayores niveles de concentración de la riqueza y la masificación de la exclusión social” (Chávez Aguilar, 2005, p. 251). “Exclusión social” es un concepto que ya no solo apunta a la situación socio-económica de la población sino que también involucra las relaciones sociales en que los sujetos se desenvuelven en su vida cotidiana. Ciertamente ha ha­bido una tendencia a vincular violencia con exclusión socio-económica. No obstante, cuando los factores estructurales distan de ser suficientes para ex­plicar el comportamiento social, la búsqueda de sentido en la violencia requie­re hurgar en dimensionalidades poco exploradas. Ni la miseria ni la represión son suficientes para explicar la violencia contenida en prácticas e imaginarios sociales (Cruz y Portillo Peña, 1998, p. 21).

La sociedad salvadoreña posbélica: ¿es posible imaginar un mundo mejor?

Ese ideal del “hombre nuevo” que alentó el crecimiento de las izquierdas, portador indiscutible de una ética fundamentada en la búsqueda de la justicia y de la igualdad, se ha desvanecido. Los autores actuales optan por visiones más fundamentadas en las relaciones sociales que día a día se tejen en el país (Rodríguez, 2012, p. 32). El horizonte que marca las posibilidades de futuro pierde su dimensión holística para transformarse en una miríada de peque­ñas y con frecuencia desarticuladas proyecciones de transformación social. Siguiendo a J. Ibánez, Roxana Martel opone la imagen del continente relacio­nado con verdades absolutas, la Revolución y las certezas modernas, a la del archipiélago, más ajustada a la confusión e incertidumbre de estos momentos, permite pensar en “pequeñas revoluciones, en identidades abiertas, en luchas por hacer visible la palabra de los grupos diversos” (Martel, 2008, p. 290). Para Martel, la sociedad contemporánea carece de caminos trazados que conduz­can al cambio histórico pero ello no agota las posibilidades de futuro. “Nue­vas formas de hacer investigación, nuevas formas de pensar y sentir lo social permitirán dibujar otros caminos” (Martel, 2008, p. 290). Desde la periferia se pueden ensayar mundos posibles. El sur está en capacidad de interpelar lo que en el Norte es “nuevo, confuso y mutante” (Martel, 2008, p. 290).

En esta dirección la reflexión de Martel se ubica en las tendencias decolo­niales que en América Latina abordan la crisis del pensamiento moderno para comprender la sociedad contemporánea (de Sousa Santos, 2009). Desde allí se intentan vislumbrar transformaciones epistemológicas lideradas por el Sur acompañadas de nuevas prácticas políticas que posibiliten pensar el horizon­te humano más allá de los límites que al pensamiento impone la hegemonía, aparentemente indestructible, del capitalismo. Sin embargo, en las reflexiones sobre las potencialidades del futuro salvadoreño, el traumático presente de violencia y exclusión se impone y, más que proponer destruir los cimientos del sistema para construir otro lugar, la reflexión apunta hacia los cambios mode­rados que podrán conducir a una sociedad menos desintegrada y desigual. Luis Armando González, basado en K. Popper, Ch. Liddblomo y R. Heilbro­ner, apuesta por renunciar a las transformaciones radicales propuestas por la revolución para introducir “cambios incrementales al capitalismo” (González, 2007f, pp.359 - 367) es decir, cambios graduales que se convierten en genera­dores de transformaciones que quizá no habían sido previamente advertidas. En cambio, la “ingeniería social utópica” de acuerdo con Popper, conduce a la identificación de la sociedad con el Estado, el cual toma el control de “las fuerzas históricas que moldean el futuro de la sociedad” (González, 2007f, p. 362). El futuro aparece entonces como una construcción permanente don­de el horizonte del mañana, en diálogo con el presente, muta constantemente. Pero para que ello ocurra, por lo menos en la literatura sociológica, el protago­nismo debe de pasar de la “sociedad política” a la “sociedad civil” (González, 2007a, p. 231). El pluralismo, la negociación y la fortaleza de las instituciones estatales, frente a intereses de quienes ostentan el poder económico, son fun­damentales para poner en acción “cambios incrementales” que conduzcan a una sociedad más equitativa, respetuosa de las diferencias y atenta la conser­vación de los recursos naturales.

Según Martel, las Ciencias Sociales tienen el reto de mirar esas “cartografías interrumpidas” de los jóvenes (Martel, 2008, p. 284). La autora propone repen­sar la ciudadanía juvenil para que los jóvenes sean un actor más en el escenario político. Su experiencia, similar en el norte y en el sur, debe de conducir hacia nuevas formas globales de concebir la democracia sin perder la especificidad de lo local. No hay caminos trazados, la lucha se desenvuelve en el día a día y debe de ser consistente pues, si se baja la guardia, fácilmente se puede retro­ceder en lo andado. En el presente, ya no se concibe la existencia de líderes salvadores como agudamente lo expresa Rafael Menjívar Ochoa, en el título de la obra que analizaremos más adelante, Los héroes tienen sueño.

Cuando tuvieron lugar los Acuerdos de Paz, los horizontes de transfor­mación social se ampliaron suficientemente como para esperar cambios sustantivos dentro del sistema capitalista. Aun la derecha gobernante se atrevía a pronosticar para los años venideros un mejoramiento gradual de las condiciones de vida. No obstante, las expectativas de los Acuerdos de Paz en 1992 se fueron diluyendo rápidamente. Alfredo Cristiani se atrevía a pro­meter la erradicación de la pobreza extrema, en cambio la administración de Armando Calderón Sol postergaba indefinidamente dicha propuesta (Gonzá­lez, 2007d, p. 34). Desde la perspectiva de la izquierda, los Acuerdos de Paz constituían una oportunidad para negociar transformaciones significativas en las estructuras sociales (Editorial, 2007d, p. 84). En 1992, un editorial de la Revista Eca, anunciaba que con estos había llegado a su fin el dominio del capital oligárquico destinado entonces a perder los puntales básicos de su poder: el control del Estado y del ejército (Editorial, 2007d, p. 89).

En 1996, en la misma revista, Luis Armando González describía resultados políticos muy distintos a los pronosticados en 1992. El mundo de la política, lejos de constituirse en tribuna del debate ciudadano, según González, se encuentra monopolizado por corruptos intolerantes ante las disidencias, cotidianos estra­tegas de un poder sustentado en el chantaje, las componendas políticas y el trá­fico de influencias. Para González, El Salvador de 1996 “marcha a la deriva, sin conducción y sin rumbo claro” (González, 2007c, p. 121). Sin llegar a profundizar en las transformaciones operadas en la cultura política, añora la potencialidad que tuvieron los llamados “sectores populares” en décadas pasadas (González, 2007c, p. 123) y sugiere que una ciudadanía debilitada se corresponde con un universo de políticos que dan su espalda a las necesidades de sus votantes. En los últimos años el impresionante incremento en el número de mareros, que en la actualidad ha superado los 60 000, y su constitución en bandas criminales, cada vez más violentas y sofisticadas, obliga a reflexionar acerca de la cons­trucción subjetiva de la juventud salvadoreña en las últimas décadas. En este horizonte estrecho de futuro ¿qué papel ocupa el cambio en el mundo de los violentos entre los analistas de la sociedad contemporánea? En la siguiente sec­ción exploraremos esta interrogante.

Nuevas dimensionalidades en el estudio de la violencia

Los estudios de Mario Zúñiga advierten sobre la necesidad de dirigir el foco de análisis, hasta ahora centrado en procesos estructurales, hacia la di­mensión subjetiva. La existencia de un conglomerado social, que violentamen­te rechaza las reglas de convivencia ciudadana, es expresión de los procesos mismos de socialización. Para comprender los eventos históricos que marcan el rumbo de la sociedad, no basta con el estudio de las formas de integración o de exclusión a la vida política. En su reflexión de historias de vida de mareros, el mundo social es producto de experiencias que, de una u otra forma, se re­producen en las historias individuales, íntimas. Siguiendo a René Girard, aplica el concepto de “crisis sacrificial” para explicar cómo se expande en forma in­controlada la espiral de la violencia en sociedades donde la hegemonía como proyecto de convivencia no encuentra espacios de desarrollo. Esa “crisis sa­crificial” tiene que ver con vidas truncadas por la violencia estructural, familiar y, señala Zúñiga, también bélica. El embate de la guerra no ha sido superado. Ha dejado en estas subjetividades una huella de dolor y trauma. En este esce­nario uno de sus personajes, Héctor, aprendió que el desprecio a la vida de los otros le era vital para la sobrevivencia. Por ello, cuando llega a Los Ángeles, no tiene problemas en adaptarse a las cruentas formas de enfrentamiento entre pandillas (Zúñiga, 2010, p. 77).

El concepto de “crisis sacrificial” llama la atención acerca de la necesidad de someter a examen no solo las estructuras que han preocupado durante el siglo XX a la intelectualidad, relacionadas con las condiciones materiales de existencia, sino fundamentalmente aquellas que van moldeando en el día a día la subjetividad. Es decir, las problemáticas que la psicología trata como personales, individuales, son compartidas por amplios conglomerados hu­manos llegando a tener efectos determinantes en la construcción de las for­mas de convivencia. Superar el problema de la violencia obliga a hacer una disección de las prácticas políticas, educativas, pero también de aquellas más íntimas de la vivencia familiar y comunitaria (Zúñiga, 2010, pp. 60-83; Zúñiga 2013, pp. 23-46).

Zúñiga explora el tema, que ocupara nuestra reflexión en la sección ante­rior: cómo la visión de futuro incide en la vida contemporánea, pero no lo hace partiendo de las narrativas estructuradas en textos académicos. Interactuando con pandilleros descubre los vínculos entre la experiencia vivida y la expe­riencia proyectada. Las pandillas, señala, no esperan un futuro promisorio. Resuelven sus problemas cotidianos con la eliminación de esos otros que, como enemigos o policías, obstruyen su paso violento a través de las comu­nidades. Entonces señala: “por ello cuando Héctor vuelve la mirada a su niñez no lo hace con la perspectiva de un futuro que hay que transformar, sino con la angustia de un pasado lleno de heridas” (Zúñiga, 2010, p. 76). Esas heridas traumáticas de la infancia y la adolescencia, se reproducen cotidianamente en una espiral de odio y violencia, que clausura toda posibilidad de futuro. No sabemos cómo será el porvenir, pero imaginarlo es vital en la construcción del presente. En síntesis, mientras la intelectualidad y la dirigencia política no logran asirse de un proyecto de futuro, la juventud marginalizada, carece de instrumentos simbólicos para visibilizar un mañana. Entonces, ¿desde dónde partir para encontrar nuevos horizontes? Todo parece indicar que la “crisis sa­crificial” obnubila la reflexión acerca del cambio de rumbo, pese a que el país cada día se hunde más en la espiral de violencia.

El artículo de Cruz, Carranza y Santacruz Giralt (2007), “El Salvador. Espa­cios públicos, confianza interpersonal y pandillas” cuestiona la relación lineal que normalmente se establece entre el fenómeno de la miseria y el surgi­miento de las pandillas. Sus autores también renuncian a ubicar en el plano estructural los factores detonantes de la violencia intracomunal para hurgar en las relaciones, en la cultura entendida como construcción cotidiana, en la vivencia social, ubicándose en ese plano multidimensional de la experiencia (Cruz et al., 2007, pp. 81-114).

Los autores estudian los municipios de Cojutepeque, Quezaltepeque y Ne­japa para explicar por qué en este último hay un desarrollo mucho más limitado de las pandillas en relación con los dos primeros. Analizan elementos relativos a la cultura, se interesan particularmente por la experiencia vivida por los ac­tores sociales y la construcción de la vida política en las comunidades. Expre­siones como “confianza en las instituciones”, “confianza interpersonal” (Cruz et al., 2007, p. 99) “percepción de apoyo social” (p. 100) “sentido de apoyo social de los demás” (p. 101) evidencian la centralidad otorgada en el análisis de la violencia a las relaciones que día a día tejen el universo comunal. Los autores descubren el valor del concepto “capital social” para expresar la capacidad de la comunidad de protegerse frente a la violencia a través de asertivos me­canismos en aras de hacer valer actitudes y valores que limitan el surgimiento y la expansión de la violencia. Así por ejemplo, en Nejapa encontramos un “sistema de actitudes y normas menos favorable a la aparición de la violencia en las conductas de los ciudadanos” (Cruz et al., 2007, p. 103). Los espacios públicos, son claves en la creación y reproducción de esas normas y valores que posibilitan o inhiben el surgimiento de las pandillas.

Esta argumentación se distancia diametralmente de una visión polarizada de clases sociales (opresores vs. oprimidos) e incluso de explicaciones monocau­sales, todavía vigentes que relacionan miseria y exclusión social con violencia. Señala Jorge A. Juárez Ávila que “hemos llegado a un nivel de profundidad y a una intensidad de la violencia que las relaciones pobreza-violencia o margina­ción-violencia aunque conservan una gran importancia causal, ya no lo explican todo” (Juárez-Ávila, 2011, p. 283). El estudio de Cruz et al. propone una mirada multidimensional sobre el universo comunal. Las dinámicas de la violencia se van tejiendo alrededor de la experiencia a partir de la construcción simbólica y la praxis social que tiene lugar en los espacios de sociabilidad. La utilización del concepto “infraestructura”, característico del estructuralismo de las décadas de 1970 y aún de 1980, se distancia del sentido que en aquel entonces tuvie­se. La “infraestructura comunitaria” no es una construcción rígida que moldea subjetividades, es parte de la vivencia, pero también de la creatividad ensayada por la comunidad. El artículo devela una densidad social y cultural hasta ahora escasamente visibilizada en el estudio de los procesos de construcción de las subjetividades colectivas. Sin embargo, la mirada permanece en el entorno, es decir, en las condiciones sociales y culturales de las comunidades, sin ingresar al mundo propio de los pandilleros.

En años previos, Cruz y Portillo Peña se habían abocado a dirigir in­vestigaciones sobre las pandillas a partir de la construcción de vínculos de interacción entre los estudiosos y sus ”objetos” de análisis. El trabajo no solo buscó recopilar información sino también incidir en la disminución de la vio­lencia al interior de las pandillas. Efectivamente, uno de los resultados con­sistió en la creación de la organización pandillera Homies Unidos, espacio que permite la participación conjunta de jóvenes rivales y ayuda a superar los problemas de drogadicción y violencia. El estudio logró acercar con relativo éxito a jóvenes de pandillas rivales (Portillo, 2003, p. 402). La exploración de la experiencia propia de los integrantes de las maras permitió ingresar en su dimensión subjetiva para aprehender sus formas de actuar a partir de sus necesidades, no solo económicas sino también afectivas así como de sus restringidas posibilidades de elección en la construcción de su propio destino. Ese foco analítico que hurga en los espacios íntimos permite inda­gar en las diferencias de la vivencia marera desde la perspectiva de género visibilizando la especificidad de la experiencia femenina. Desde esta óptica, el estudio concluye que las motivaciones para integrarse a la mara en el caso de las jóvenes responden especialmente a necesidades afectivas, mientras que los hombres lo hacen en busca de poder y de protección (Cruz y Portillo Peña, 1998, p. 149) 6.

Sin embargo, desde nuestro punto de vista lo más significativo de esta experiencia investigativa es que mostró que la interacción que transforma a los “objetos” de estudio en activos sujetos ávidos de exploración de sus propias realidades constituye una herramienta eficaz en la búsqueda de la transformación subjetiva. Al abrir la propia experiencia a la reflexión tanto en términos personales como colectivos, se develan nuevas posibilidades rela­cionales en las que la violencia no ocupa necesariamente un papel central. Sin embargo, en el siglo XXI, aunque autores como Zúñiga continúan traba­jando en interacción con miembros de pandillas, esta vía de exploración se ha vuelto particularmente riesgosa dada la compleja organización delictiva que estas han alcanzado (Moodie, 2015, p. 158).

Desde la izquierda se concebía la toma del poder como momento desen­cadenante de radicales transformaciones políticas, económicas y sociales. La visión de un mundo social coherentemente articulado implicaba procesos de cambio lógicamente concatenados. En la transición al socialismo, las impure­zas del poder desaparecerían bajo la dirección de los llamados a conducir la sociedad hacia un mundo de justicia y equidad. Los analistas de la sociedad salvadoreña han ido abandonando la dialéctica como mecanismo de expli­cación del proceso histórico. La crisis del sujeto revolucionario como sujeto coherentemente articulado a partir de condiciones materiales y políticas hace cada vez menos atractivas las explicaciones esencialista de la historia (Ribera, 2005, pp. 271-276).

Los autores que exploran la problemática se han ido alejando de la discursi­vidad que impone la teoría sobre la historia. Zúñiga convoca a colocar la mirada en las llagas de la experiencia traumática para comprender y lograr transformar el universo marero (Cruz et al. 2007). Se enfocan en las víctimas potenciales de la violencia, llamando la atención acerca de las estrategias de las comunidades organizadas para construir efectivos espacios de convivencia capaces de neu­tralizar a los que atentan contra la paz del vecindario. Cruz y Portillo Peña apun­tan hacia nuevas formas relacionales a partir de la implicación de los mareros en el estudio de su construcción subjetiva. Por consiguiente, dichos estudiosos sugieren que la única estrategia posible para vencer el fenómeno contemporá­neo de la violencia es una consistente y paciente relación interactiva que en el día a día transforme subjetividades. El sueño de las soluciones rápidas y globa­les cede paso a la organización cotidiana de microcosmos. Se ha perdido el eje que, a priori, podía determinar con coherencia los espacios de la lucha cívica, pues es a partir de experiencias compartidas que se teje lo político y estas ex­periencias son múltiples y contradictorias. Cada paso va señalando el camino, pero solo se logra ir advirtiendo su rumbo en cortos trechos.

La disputa por la representación de esos otros internos

Roxana Martel explora “representaciones e imaginarios” que criminali­zan a los que forzosamente regresan. Estos jóvenes excluidos “experimentan la vivencia cotidiana de lo desechable. No tienen la pretensión de pensarse, ya que viven permanentemente en situaciones límite. Estos jóvenes viven en la piel el desencanto (¿social?) hacia el futuro (¿qué futuro?)” (Martel, 2008, p. 285). Por esta razón los autores que abordan esta temática se han abocado a buscar nuevas formas de acercamiento a esa otredad interna. Para ello se han propuesto vencer los estereotipos sobre la delincuencia juvenil que afectan a buena parte de la juventud proveniente del mundo de la pobreza, aun cuando se mantengan distantes de organizaciones delictivas. Martel refiere a símbolos que excluyen a estos jóvenes y los hacen mirar como delincuentes tales como tatuajes y pantalones flojos. Rescata la experiencia de un vigilante privado que por sus tatuajes es despedido y ya no pudo encontrar otro trabajo. Ellen Moodie se preocupa por explorar la representación de la alteridad. Indaga en la cons­trucción de los sentidos comunes para develar cómo se esencializa el aspecto criminal que se lee en los cuerpos. Características predecibles pues están con­tenidas en “la verdadera naturaleza de los individuos” (Moodie, 2005, p. 230), herencias de la modernidad, habituada a partir del colonialismo a relacionar cuerpos con estereotipos raciales (Todorov, 1991) y, a partir de Lombroso a de­linear los rasgos físicos de los delincuentes. En diálogo con “Variaciones sobre el asesinato de Francisco Olmedo” de Castellanos Moya explora las pistas que el sentido común ofrece para “captar” al delincuente, pistas que expresan los prejuicios de la clase media sobre el mundo marginal.

Además, se advierte un interés por explorar nuevas formas de acerca­miento a ese mundo juvenil de la transgresión en aras de sensibilizar a la población en torno a la experiencia vivida por ellos. ¿Cómo se llega a ser delincuente juvenil? Implícitamente los autores, sin excepción, rechazan el concepto de la libre elección. Condicionantes sociales en El Salvador, así como en Estados Unidos, envuelven a los jóvenes en una vorágine humana donde la violencia les resulta indispensable para crear redes de apoyo y de sobrevivencia física.

Juan Carlos Narváez Gutiérrez ensaya nuevas estrategias narrativas com­binando construcciones propias de la sociología con párrafos característicos de la literatura ficcional. Ello le permite ir modelando los procesos migratorios que acompañan la formación de la mara Salvatrucha en Los Ángeles y la de­portación masiva de integrantes de esta banda juvenil de vuelta a El Salvador donde vivirán la experiencia del “doble extranjero. El expulsado y excluido de su propia tierra” (Narváez, 2009, p. 459). Esta historia de la globalización está cruzada por otro hilo narrativo: la memoria del Negro quien, deportado a El Salvador, solo tiene como meta el regreso a Los Ángeles. Su experiencia se narra en pequeños párrafos que aparecen como epígrafes de cada sección del artículo. Con esta estrategia el autor, sin idealizar ni victimizar al Negro, intenta vincular la historia de los procesos transnacionales con el drama personal de uno de los salvadoreños que no tuvieron más opción que la migración.

Narváez establece un movimiento recurrente entre lo macrohistórico y la vida de un marero deportado a El Salvador. Las narrativas intercaladas sobre El Negro son independientes del texto “sociológico” aun cuando están articuladas a este. En estas breves secciones se rescata la oralidad de los mareros, pero también el narrador aparece como testigo de su periplo por las calles de San Salvador y como depositario de sus anhelos. Sin referir en términos literales a la represión que sufren los deportados, narra la estrategia del Negro para impedir ser objeto de la represión policial: cubre sus tatuajes con una camisa de man­gas largas. El texto está acompañado de fotografías llamadas a conmover. Un marero con una profunda mirada de tristeza aparece mostrando sus tatuajes en una posición que no deja de recordar las fotos de las víctimas del holocausto enseñando el número imprimido por siempre en su piel. Dos fotos de mareros cuidando de sus pequeños hijos y una que sugiere una emotiva relación entre el padre y el hijo marero ofrecen su contribución al proyecto de sensibilización de esa otredad. El monstruo adquiere rostro humano cuando se le vincula al amor filial (Narváez, 2009)7. He aquí una ingeniosa combinación de formas narrativas: la característica de la literatura ficcional, la sociológica y la fotográfica. Ello le permite llevar de la mano explicaciones sobre el proceso de transnacionaliza­ción y las vivencias subjetivas, pero sobre todo abre un espacio de encuentro entre el Negro y el lector tocando las fibras de la sensibilidad humana.

Sin embargo, esa estrategia de sensibilización encuentra resistencias considerables, ya no solo frente a los discursos hegemónicos de criminali­zación del marero, sino también frente a la experiencia cotidiana de violencia de quienes tienen, o intentan tener, un lugar en la sociedad. Este distancia­miento entre el mundo de la decencia y el de la criminalidad se agudiza con los cambios que han venido ocurriendo en los últimos años en las formas de operar de las pandillas. De acuerdo con Aguilar y Miranda, el perfil del pan­dillero de la década de 1990 se ha transformado. Para entonces, era típico que los jóvenes ingresaran a estas en busca de solidaridad, respeto, amistad y protección. Hacia mediados de la década de 2000, sostienen los autores, un proceso de complejización de sus estructuras acompaña el incremento de las medidas represivas. El atractivo de integrarse a la mara ya no reside especialmente en valores emotivos, simbólicos, sino en el deseo por el poder, el acceso fácil al dinero y el consumo de drogas legales y prohibidas (Aguilar y Miranda, 2006, p. 41). Ya no resulta tan fácil creer que se les identifica por sus rasgos externos pues han modificado sus códigos de conducta, utilizan vestimenta más formal y están abandonando la tradición del tatuaje. La vio­lencia que contabiliza hasta agosto de 2015 un promedio de 16 crímenes diarios envuelve cotidianamente a la gran mayoría de los salvadoreños. La “renta”, es decir, el cobro de un “impuesto” por parte de las maras a las más diversas actividades económicas, se ha convertido en una grave amenaza a la economía. La frustración que embarga a los funcionarios del gobierno, ante su incapacidad de detener el fenómeno, ha llevado recientemente a la Corte Suprema de Justicia a declarar a la Mara Salvatrucha y a la Barrio 18 como grupos terroristas (Nájar, 2015).

Aguilar y Miranda no dejan de atribuir estas transformaciones a los cambios operados en el sistema represivo, pues la captura de los líderes de las clikas “no necesariamente ha desarticulado la organización y el poder territorial de estos grupos, más bien ha ampliado y diversificado el liderazgo de sus miembros” (Aguilar y Miranda, 2006, p. 43). Los centros de reclusión se han convertido en espacios idóneos para la reproducción y ampliación del poder de las maras sobre la sociedad. Además, los autores, al igual que el resto de los estudiosos de las maras, manifiestan su preocupación por la satanización y criminaliza­ción de los jóvenes pobres, lo que, en su concepto también “ha contribuido a la configuración actual del fenómeno” (Aguilar y Miranda, 2006, p. 46). Para Ellen Moodie, en 2010 la quema de un bus en Mejicanos con sus pasajeros adentro, marca un antes y un después en la relación entre las pandillas y la sociedad civil pues implica un “cambio en la lógica de la violencia local” (Moodie, 2015, p. 154). Para ellos “los otros” son los de la pandilla opuesta. Las y los de­más son secundarios, “víctimas colaterales” (p. 182). Se hace cada vez más difícil convencer a una ciudadanía que clama por una vida sin violencia que los mareros también son víctimas de la violencia endémica de la sociedad salvadoreña. Sin embargo, el creciente rechazo social no ha significado para ellos una pérdida de poder. Por el contrario, las maras han logrado formas de organización que les permiten imponer medidas de terror que involucran a la sociedad en su conjunto. Cuando en julio de 2015 “convocaron” a un paro de transporte, empresarios y usuarios, al unísono, lo acataron, pues no sin razón temían sufrir sus posibles acciones punitivas. La sumisión de la ciudadanía a las órdenes de las maras muestra la falta de confianza que, en la actualidad esta tiene en los órganos represivos del Estado (Redacción, 29 de julio de 2015). En fin, las estrategias de represión no parecen haber sido obstáculo alguno en ese tránsito cualitativo de pandilleros a actores que, mediante el terror son capaces de controlar a nivel nacional las acciones cotidianas de la población, incidir fuertemente en la reproducción del capital y castigar una y otra vez para infundir terror no solo a sus rivales o a quienes les desafían, sino también a anónimos ciudadanos.

Esta realidad dificulta considerablemente la lucha en contra de la sataniza­ción, indispensable en la búsqueda de la integración del otro en la comunidad cívica. Por una parte, es difícil esperar una renuncia masiva a la vida pandi­llera, cuando ella conduce inevitablemente a una drástica disminución de los recursos económicos y simbólicos que garantizan una vida por encima de la precaria sobrevivencia en la marginalidad y, por otra parte, también es difícil sensibilizar a la sociedad frente a un fenómeno social que, cruelmente, amena­za no solo sus recursos económicos sino también sus vidas.

Violencia como antítesis de la ciudadanía

En la década de 1990, surgen obras literarias de carácter inédito en Cen­troamérica. Estas responden a nuevas propuestas éticas y estéticas. Se trata de obras que contienen elementos característicos de la “novela negra” y, se­gún Misha Kokotovic, “asumen una postura desencantada pero crítica, frente a la corrupción y violencia que caracterizan las sociedades centroamericanas de la posguerra” (Kokotovic, 2012, p. 186).

En la literatura de ficción posbélica, sostiene Beatriz Cortez, prevalece “una irreverente visión cínica del mundo y un consecuente sentido de impotencia” (Cortez, 2009, p. 131). En este “la destrucción del sujeto colectivo e individual, la erradicación de su poder para actuar … la desesperanza, la impotencia y la muerte” se imponen. Si bien la mirada irreverente agudiza la capacidad crítica sobre el poder y sus instituciones, el cinismo no ofrece salida posible más allá de la muerte en sentido literal y simbólico (Cortéz, 2009, pp. 283-284). Además, agregaríamos nosotros, se trata de narrativas donde prevalece una inmensa soledad humana. Los personajes son incapaces de construir relaciones afec­tivas y, en las obras que veremos a continuación, se encuentran atrapados en la violenta corruptela que permea las instituciones denominadas “democráti­cas”. Pero más que ubicar la llamada estética del cinismo, tal y como lo hace Cortez, como proyecto fallido en cuanto conduce a la destrucción del ser, interesa explorar la lucidez que sus oscuras páginas revelan sobre las rutas de la subjetividad en un contexto de creciente fragilidad institucional, desigualdad social, marginalidad e indiferencia hacia la vida de los otros.

Roque Baldovinos refiere específicamente a la obra Baile con serpientes de Horacio Castellanos Moya como “una suerte de neo-noir que asume deliberadamente la forma de un pastiche” en el cual representa una “ciu­dad centroamericana, fragmentada, criminalizada y tugurizada” (Roque-Baldovinos, 2012, p. 219)8. Es decir, una ciudad muy distante de los ideales del progreso modernizador que prevalecieron durante la mayor parte del siglo XX. En esta obra, Castellanos Moya lleva al paroxismo el pánico a la violencia delincuencial (Castellanos Moya, 2003)9. El protagonista, Eduardo Sosa, un sociólogo desempleado, asesina a don Jacinto, hombre que vivía en la marginalidad, posesionándose de sus escasas pertenencias: el viejo Chevrolet, su identidad y las serpientes que en este portaba. Sus nuevas compañeras, además de convertirse en ideales amantes, hacen gala de sus destrezas para fulminar a aquellos considerados enemigos o a quie­nes, por casualidad, se atraviesan en el momento inapropiado en su cami­no. El protagonista, con absoluta naturalidad las deja actuar sembrando el pánico por tres días consecutivos en la ciudad. El estudio de la sociología al parecer no le transmitió empatía por la humanidad, pues la muerte de seres humanos le significan tanto como la eliminación de una cucaracha. Irónicamente, después de asesinar a Jacinto, decide vengarse de quie­nes condujeron al viejo del Chevrolet a la ruina. El protagonista muestra una profunda indignación por el sufrimiento que causaron a don Jacinto, a quien él ultimó. Acompaña su poder de decidir sobre la vida y la muerte de otros, su convicción absoluta de que él posee la verdad y tiene el derecho de aplicar la justicia a su antojo. Apunta el narrador: “ni en tiempos de la guerra había enfrentado una situación semejante” (Castellanos Moya, 2003, p. 80). De esta forma, el texto hace eco de percepciones contemporáneas sobre la violencia delincuencial que nublan la memoria de los horrores vivi­dos durante la confrontación bélica.

La policía se moviliza torpemente frente a un asesino impredecible. Busca explicaciones coherentes a los hechos, atribuyéndolos a un elaborado complot que hipotéticamente desarrollan los narcos, banqueros o políticos. Pero nunca encuentra la lógica de lo que ocurre pues escapa totalmente al sentido co­mún y por ello cada golpe dado por el nuevo dueño de las serpientes termina destruyendo sus hipótesis. La novela está cargada de ironías. Para empezar, la absoluta indiferencia hacia el otro por parte de un individuo que ha optado por estudiar una carrera que en el medio centroamericano se considera es electa por jóvenes con sensibilidad social. Acabar en un santiamén con la vida de otros, genera en el sociólogo un inmenso placer. Al leer la primera plana del periódico que dice “Caos en la ciudad: decenas de muertos y heridos” orgullosamente les muestra a las serpientes el titular pero ellas no se inmuta­ron. Reflexiona: “Siguieron en ascuas. Comprendí que no tenía sentido intentar convencerlas de la importancia de ser noticia de primera plana: privilegio ex­clusivo de políticos, criminales y especies conexas, las muchachas no mos­traban ningún interés en formar parte de esa ralea” (Castellanos Moya, 2003, p. 45). Y continúa expresando el protagonista: “Yo estaba en el regocijo …¡Cómo era posible que en tan pocas horas causáramos tanto revuelo!” (Caste­llanos Moya, 2003, p. 46). En su cinismo se advierte una absoluta indiferencia hacia los otros; el sociólogo actúa como un ser venido de otro mundo que no tiene la menor idea acerca de los sentimientos que en el ser humano despier­tan la agresión, el temor y la muerte.

El narrador ofrece los elementos suficientes al lector para que este identi­fique la institución policiaca con corrupción, abuso de poder e hipocresía. En el “Palacio Negro” se localiza la policía. El nombre asignado a la institución gubernamental, sugiere un espacio turbio, corrupto. Flores, conocido como “el suavecito en el Palacio Negro, “requeté buena gente para sacarle información a testigos y sospechosos, perteneciente a los detectives nuevecitos formados después de la guerra, con modales de gringo decente y carita de buen tipo” (Castellanos Moya, 2003, p. 59)10. Es decir, “el bien” dista mucho de ubicarse cómodamente en el otro lado de la escena. Aquellos llamados a proteger a la población, tienen como práctica incorporada el abuso, la intimidación, sobre la población civil.

Pese a que en su historial de vida tuvo vinculación con el sistema educa­tivo en todas sus modalidades, el protagonista de Baile con serpientes, no se considera parte de una colectividad. Convertido en despojo social como desempleado, carece de vínculos afectivos hacia aquellos que le rodean. Su actuación representa la antítesis del ciudadano. En la obra se desarrolla en toda su amplitud la pesadilla del salvadoreño medio. Eduardo ha vivido una rutina cotidiana de frustración permanente ante la incapacidad de encontrar vías para transformar su destino de marginación y exclusión del mundo la­boral y de la sociedad de consumo. En su experiencia delirante, él tiene el poder de decidir sobre su vida y la vida de los otros. Un hombre sin destino, de repente, se convierte en el dueño del destino de quienes, por casualidad o por su propia decisión, se cruzan en su camino. Como sostiene Roque-Baldovinos, “el otro invisible se vuelve el gran Otro” (Roque-Baldovinos, 2012, p. 221). Eduardo experimenta el sueño sadiano del poder absoluto, el placer de tener en sus manos la vida de otros. Georges Bataille, en su lectura de la obra de Sade, descubre en el sujeto soberano las potencialidades ilimitadas de la literatura para imaginar hasta dónde la voluptuosidad sin límites puede conducir al ser humano, voluptuosidad que anula al otro y en ese acto, el gozo sustituye a la razón. El sujeto soberano no se concibe vinculado a los otros. Está completamente solo y es esta convicción de que la soledad es inherente a él mismo, lo que le conduce a gozar de su insensibilidad (Bataille, 2002). Eduardo, repentinamente, tiene en sus manos el poder absoluto y se aboca a vivir desenfrenadamente el placer de la orgía de sangre que ha desatado. Esa relación que establece Bataille entre el exceso erótico y la violencia, se encuentra magistralmente desarrollada en un personaje que, antes de descu­brir las potencialidades destructivas que tiene en sus manos, no contaba con características particularmente diferentes a las del hombre común. Eduardo no es un monstruo, es un ser humano, es una advertencia acerca de las vías hacia las que pueden transitar las subjetividades una vez operada una radical ruptura con el vínculo social.

Cuatro años después de haber sido escrita esta obra, El Directo apodo de un joven marero de 16 años que aterroriza la población de San Miguel con sus 17 homicidios. La espeluznante historia contempla la aparición de cadáveres en los pozos de casas abandonadas así como el asesinato de su propia novia, cuyo cuerpo también fue lanzado a un pozo, después de que fuera violada por todos los integrantes de la pandilla. Cuando es capturado, debido a una nueva ley que prohibía mostrar los rostros de detenidos menores de edad, a la ciu­dadanía le es vedada la cara del asesino. Para colmos, escapa del Centro de Reeducación de Menores en el que fue recluido junto con otros ocho internos, llenando de nuevo de terror la vida cotidiana de los habitantes de San Miguel (Moodie, 2005, p. 227). Cientos de policías se movilizan tras él mientras la población se percibe como víctima potencial, especialmente porque el rostro de El Directo les es desconocido. Es impresionante el paralelismo entre esta historia de la vida real y la hiperbólica narración literaria de Baile con serpien­tes. El pánico, la sensación de vulnerabilidad que envuelve a la gente frente a fenómenos de violencia alimentan el caos ya generado por la amenaza real o imaginaria, que se cierne sobre la colectividad. La sensación de pérdida de control, compartida por la colectividad, lleva a atribuir a un solo individuo potencialidades destructivas a gran escala. El perverso personaje de las tiras cómicas de Supermán se ha hecho realidad pero, en estas narrativas, la ciu­dad está indefensa ante la inexistencia del legendario héroe.

La podredumbre de la corrupción que corroe y debilita las instituciones también recorre las páginas de De vez en cuando la muerte de Rafael Menjívar Ochoa. La obra se desarrolla en la ciudad de México. Son pocas las referen­cias geográficas haciendo percibir al lector que podría ubicarse en diversos territorios del área mesoamericana e incluso latinoamericana. La ficción lite­raria traslada las percepciones de la sociedad salvadoreña posbélica a otras realidades. En obras como esta migran las imágenes así como lo hacen los autores: Menjivar la escribe en México. El personaje principal, un reportero dedicado a ofrecer información sobre hechos delictivos, negocia cada día con sus fuentes de información en un medio de absoluta corrupción policial (Men­jívar, 2002)11. Gonzalo Tuero, el jefe de prensa de la policía le reclama pues no recoge su “sobre” con el dinero que la policía pasa regularmente a los re­porteros. En este hecho reside la única esperanza de que exista aún alguna honestidad en el mundo narrado.

El protagonista se autodefine como “triste” en un entorno humano donde no se avizoran espacios para los afectos. Para quienes le rodean, dedicados en principio a la defensa de la ciudadanía, la vida de los otros no tiene valor alguno. La policía corrupta vela por sus propios intereses. La violación, la agresión a gente indefensa, es norma, y ello se aprecia, irónicamente, en la expresión: “Los policías tienen poco sentido de humor cuando trabajan” (Menjívar, 2002, p. 70). Las relaciones amorosas del protagonista distan de ser diáfanas. Cristina, cuando se disponían a hacer el amor, le comentaba cuánto amaba a su marido y Kathy, una “rubia oxigenada”, aunque lo negara, era la amante de su jefe.

Finalmente el protagonista cede a los requerimientos de su jefe aceptando el sobre de dinero que lo hermana con sus compañeros de trabajo. Sin em­bargo, fue a Río Lerma en taxi y escogió a la puta con la cara más triste para hacerle entrega de los sobres y, acto seguido, hizo que el chofer dejara el lugar. Allí concluye la obra (Menjívar, 2002, p. 208). Como señala Kokotovic, en esta literatura, “el individuo en la posguerra es todo menos soberano ya que su libertad está severamente limitada por la violencia y la decadencia de socie­dades todavía gobernadas por elites corruptas” (Kokotovic, 2012, p. 192). Pero en esta obra queda abierta una pequeña luz de esperanza, pues, el reportero, si bien aceptó, el dinero al menos escapó de la trampa de la fascinación por el dinero fácil y, en esa forma, se resistió a ser cómodamente integrado en ese mundo construido para clausurar violentamente otras opciones subjetivas.

Los héroes tienen sueño, también de Menjívar Ochoa, inicia con la escena en la que el protagonista y sus compañeros, integrantes de las fuerzas repre­sivas, asesinan a sangre fría a un periodista que se había encontrado para una entrevista con miembros de la guerrilla. De nuevo el tema de la corrupción ins­titucional domina el relato, en un universo en el que el abuso de las fuerzas del orden sobre la ciudadanía no es la excepción sino la norma. Afirma el innom­brado protagonista de la obra: “Amigos no tenía. Tenía informantes y madrinas … pero esos no son amigos. Son útiles de trabajo como la pistola o el coche con antenita” (Menjívar, 2008, p. 32)12. Su vínculo con una prostituta represen­ta lo más cercano a una relación íntima. No obstante, solo después de tres años de conocerla y hacer uso de sus servicios, le pregunta su nombre. Para este personaje el mundo se divide en dos: los que mueren y los que matan, teme cruzar la línea, pero lo desea, pues esta es la única vía para recuperar el vínculo social. Como sostiene Beatriz Cortez, “No es sino hasta que pasa del espacio de los que matan al espacio de los que mueren, que este personaje logra reconocer en ésa gente rostros individuales, identidades propias, poten­ciales sujetos” (Cortez, 2009, p. 216). El sinsentido, pero también la dinámica imparable de la violencia emanada de los cuerpos represivos, nos coloca fren­te a un universo que difícilmente puede ser atrapado por una discursividad que coherentemente explique el presente y se proyecte hacia la lucha contra la violencia y la corrupción13.

¿Se trata de obras profundamente pesimistas hacia el rumbo de la socie­dad en la posguerra? Sostiene Uriel Quesada que estas dos obras de Menjívar junto con Los años marchitos ofrecen “una visión desencantada de la socie­dad, en la que la violencia lo permea todo hasta constituirse incluso en una for­ma de identidad, en tanto la ley y la justicia son solamente mamparas de otros intereses” (Quesada, 2012, p. 173). La corrupción se encuentra tan incorpo­rada en las instituciones, que no existe un posible punto de quiebre capaz de transformar esa realidad. Los personajes son incapaces de establecer relacio­nes afectivas. Se trata, como lo señala Quesada, de subjetividades masculinas en profunda crisis (Quesada, 2012, p. 174). Como en las obras de Castellanos Moya, tanto la exagerada violencia como la sexualidad desbordada ocultan sujetos débiles e incapaces de superar la profunda soledad en que se envuel­ven sus vidas. Con la excepción de la terca negativa del protagonista de De vez en cuando la muerte de tomar posesión de los sobres de dinero con los que se compra la lealtad a la policía, la experiencia de la corrupción se posesiona de la vida de esos sujetos, impidiendo cualquier asomo de relación intersubjetiva que pueda traer paz, alivio o incluso felicidad. Esa última palabra no existe. Si la utopía, advertían tempranamente estos autores, no era realizable, la pesa­dilla de una sociedad podrida en sus cimientos, generadora de identidades carentes de arraigos sociales, de espacios para la solidaridad, aparece como un horizonte de posibilidad. ¿La literatura niega las posibilidades de la acción ciudadana? Esos universos literarios opacos lanzan luz sobre los esfuerzos penosos, difíciles pero esperanzadores, por fortalecer los vínculos solidarios luchando para reinventar formas de sutura de la convivencia social.

Conclusiones

La literatura sociológica y con gran amplitud la ficción literaria se preocupan por presentar una panorámica de la violencia mucho más compleja que aquella que propugna la derecha y resulta particularmente atractiva para una población angustiada y temerosa: la violencia como una característica esencial del mundo pobre de El Salvador y, por tanto, como un fenómeno que debe de vencerse a través de la oportuna intervención de los cuerpos represivos. No obstante, más bien, la represión incidió en las formas de operación del crimen organizado e hizo más complejo el entramado entre este y las instituciones públicas. En 2005 Joaquín Mauricio Chávez Aguilar advierte que el futuro de la democracia “parece incierto” (Chávez Aguilar, 2005, p. 245). Prácticas autoritarias, corrupción e im­punidad son comunes en las instituciones del Estado. Las representaciones de la violencia explorada en las narrativas sociológicas y ficcionales advierten sobre la necesidad de ir más allá de esas huellas de la violencia que aparecen clara­mente expuestas en los medios de información, pero cuyos tentáculos apenas se hacen manifiestos a la ciudadanía. Sugiere la ficción literaria que perder de vista sus complejas dinámicas conduce al ciudadano común a quedar atrapado en ella, sin posibilidad de articular una discursividad destinada a trascenderla.

Las narrativas sociológicas sobre el fenómeno advierten que la violencia, que emana del seno mismo de las instituciones, enturbia las relaciones so­ciales y potencia aquella que procede de la exclusión, de una sociedad que convierte a parte de sus miembros en escoria, en deshechos humanos. Esta genera subjetividades inmunes al dolor de los otros, tanto por parte de quie­nes solo encuentran la solución en la aplicación de mayores dosis de violencia como entre aquellos que han llegado a experimentar el placer de tomar en sus manos la vida de los otros. En esta dinámica se debilitan los vínculos solida­rios, indispensables para generar el tejido social que hace posible la construc­ción ciudadana. La violencia impide la incorporación de sectores significativos al mundo político y aísla a los potenciales ciudadanos, una vez que han caído presos por el terror.

La literatura sociológica se ocupa de la violencia que deviene de las maras, vinculadas con el mundo de la pobreza, para advertir la inexistencia de solu­ciones a corto plazo. En la perspectiva de futuro no se vislumbran transforma­ciones significativas entre quienes pertenecen a los sectores marginados. Las posibilidades estructurales de cambio social ya no están en el horizonte. Los autores tienden a ubicarlas, ya no solamente en transformaciones sustantivas a nivel estatal, sino también en el mundo de la convivencia comunitaria. Acer­car a los otros peligrosos a un nosotros ciudadano, mediante estrategias de socialización es una de las pocas vías posibles para vencer la violencia, pero para ello, es indispensable, vencer el terror paralizante rompiendo las barreras que imponen los imaginarios hegemónicos. De allí que sensibilizar en esas vivencias se convierta en un imperativo para ver más allá del miedo, los rostros de quienes permanecen en los márgenes de la sociedad. Estas preocupa­ciones conducen a colocar la mirada en las sinuosas y opacas formas de la vida social e institucional. Se perdieron las posibilidades de transformaciones radicales, solo queda la disección cuidadosa de la putrefacción social con la esperanza de ir depurando, paso a paso las sociedades en las que nos ha to­cado vivir. Pero esta tarea es impostergable. Así lo advierte Castellanos Moya cuando afirma: “Me temo que si no hay un rápido cambio sustancial en el estado de cosas, el futuro tendrá una mueca aún más cruel y grosera” (Marín, 2003, p. 69).

Material suplementario
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Notas
Notas
2 Hubo un abrupto incremento en las tasas de homicidios entre 1990 y 1995. Aunque es posible que el subregistro en tiempos bélicos sobredimensione este incremento, realmente las tasas de homicidio registradas en 1994 y 1995, de 138/100 000 otorga a El Salvador el nefasto galardón de haberse convertido en uno de los países más violentos del mundo (Editorial, 2007b, p. 217).
3 “Tres batallones especiales, de 200 efectivos cada uno, están concluyendo la instrucción para lan­zarse a combatir a las pandillas que extorsionan a la población y que, en lo que va del año, han asesinado a unos 40 policías y soldados. Para constituir esta nueva unidad, denominada Fuerzas Especiales de Reacción (FER) , los soldados fueron escogidos con rigor de las filas de un comando antiterrorista” (Batallones élite listos para la guerra antipandillas en El Salvador, 2015).
4 “Contrario al imaginario democrático, hoy vivimos una situación de extremo control, violencia social e institucional, vigilancia exagerada y encarcelamiento virtual de los ciudadanos que explica otro mundo, distinto al que insisten en inventar los apologistas de las llamadas democracias occidentales o democracias establecidas (Tamayo, 2010, p. 165).
5 “Al asociar la pobreza con la violencia se puede llegar a pensar, erróneamente, que son concomitan­tes y, por lo tanto, mientras la primera no sea superada no quedaría otra alternativa que reprimir con severidad” (Editrorial, 2007e, p. 206). “A menos que haya una rápida y sostenida recuperación eco­nómica, poco probable a corto plazo, no deben esperarse reducciones importantes en la pobreza” siendo la población joven del istmo particularmente vulnerable a caer en esta (Informe del Estado de la Región, 2011, pp. 10 y 12)
6 Agregaríamos en este punto que valdría la pena indagar sobre las formas de socialización que excluyen a las jóvenes del liderazgo y las conducen a experimentar más inseguridad y vulnerabilidad en el entor­no familiar en relación con los jóvenes de sexo masculino con quienes comparten su difícil existencia.
7 Las fotografías que ilustran ese texto son cortesía de Donna de Cesare.
8 De acuerdo con Margarita Rojas, una característica de la narrativa centroamericana contemporánea reside en que esta renuncia a crear una imagen folclórica de sus sociedades y más bien intenta representar atmósferas urbanas donde prevalecen “cantinas y cavernas, ambientes subterráneos y lugares ocultos” (Rojas, 2011, p. 29).
9 Esta obra fue escrita en 1995 y se publicó por primera vez un año más tarde.
10 “La corrupción del Sistema judicial es la peste que corroe nuestras sociedades” (palabras de Caste­llanos Moya en entrevista realizada por Francisco M. Marín, 2003, p. 68).
11 Obra escrita en México D.F. entre 1990 y 1996 (Contraportada).
12 Esta novela se escribió en México D.F. entre 1990 y 1991 (p. 87).
13 Como en sus obras Los días marchitos y De vez en cuando la muerte, en el mundo narrado los personajes se enfrentan a “la imposibilidad de conocer –hasta para los ejecutores de la violencia– la explicación última de sus actos, y [a] la terrible desolación que acompaña a las dinámicas del poder”(Huezo Mixco, 1998, p. 53).
Notas de autor
1 Costarricense. Doctora en Historia por la Universidad de Winsconsin, Estados Unidos. Docente de la Uni­versidad Nacional e Investigadora en el Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) de la Universidad de Costa Rica. Correo electrónico: patriciaalvarengavenutolo@gmail.com
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