Recepción: 01/02/2019
Aprobación: 29/03/2019
Resumen: Los siglos XIII y XIV suponen un salto en la presencia femenina en la Iglesia: no solo se incrementa significativamente el número de mujeres canonizadas, sino también los textos místicos escritos por mujeres y las biografías de santas, que en algunos casos alcanzan una gran difusión. Matilde de Magdeburgo, Beatriz de Nazaret y Ángela de Foligno son ejemplos de mujeres santas de las que conservamos textos biográficos. Pero son también voces expropiadas: a través de relatos hagiográficos, escritos por hombres clérigos, que acallan sus palabras e institucionalizan un modelo de santidad femenina que es también la imagen ideal de lo que debería ser una mujer. En los textos que narran la vida y experiencias espirituales de Matilde, Beatriz y Ángela se aprecia así una tensión entre el relato lineal y el lenguaje desbordante e inarticulado; entre el latín y la lengua vernácula. El artículo muestra las estrategias a través de las que se produce esta apropiación de la voz de las mujeres, formulándose al mismo tiempo una pregunta: ¿Es posible aún escuchar las voces de Matilde, Ángela y Beatriz?
Palabras clave: Mística, Edad Media, Hagiografía, Identidad personal, Género.
Abstract: The XIII and XIV centuries represent a big leap in the presence of women in the Church: not only increase significantly the number of canonized women, but also the mystic texts that were written by women and the biographies of saint women, which reach in some cases a large circulation. Matilda of Magdeburg, Beatrice of Nazareth and Angela of Foligno are examples of saint women from which we have biographical texts. But they are expropriated voices too: through hagiographical reports, written by priests, who silence their voices and institutionalized a model of female sainthood that is as well the ideal image of what a woman should be. In the texts that narrate the life and spiritual experiences of Matilda, Beatrice and Angela there is a tension between the linear narrative and the inarticulated language; between the Latin and the vernacular language. The article shows the strategies through which this appropriation of women voices takes place, and at the same time it asks a question: Is it still possible to hear the voices of Matilda, Angela and Beatrice?
Keywords: Mysticism, Middle Ages, Hagiography, Self-identity, Gender.
1. Introducción
En los años ochenta del siglo pasado, Caroline Walker Bynum, pionera en la aplicación del enfoque de género al estudio de la mística medieval, publicó un libro, Holy Feast and Holy Fast (Bynum, 1987), que en su momento alcanzó una gran repercusión. En él defendía la existencia en la Edad Media de una religiosidad específicamente femenina, caracterizada por su carácter más interno, afectivo y centrado en el cuerpo; por su énfasis en la humanidad de Cristo y la devoción por la eucaristía.
Este papel central del cuerpo se corresponde, en cualquier caso, con las representaciones habituales de lo femenino en la Edad Media, que lo asocian con lo material y físico (y adicionalmente con la pasividad, la emoción o lo irracional), mientras que lo masculino se identifica con la actividad, lo espiritual y racional, por lo que se encontraría más cerca de Dios. Quizás por ello, la crítica ha interpretado tradicionalmente la importancia de las prácticas ascéticas entre las mujeres como una internalización por parte de ellas, no solo del odio al cuerpo presente en la teología cristiana, sino también de su misoginia, de esa inferioridad que se les atribuye. Bynum, sin embargo, defiende que el ascetismo no es expresión de un rechazo al cuerpo, sino más bien de su afirmación: el cuerpo se concebiría aquí como el medio en el que se materializa la relación con la divinidad. De algún modo, las mujeres místicas asumirían su ser-mujer y las características asociadas a su género para darles la vuelta (mostrando con ello una clara conciencia de estas, pero también de su convencionalidad): si las mujeres están vinculadas a lo corporal, esto significa que se encuentran más cerca de Dios, puesto que el mismo Dios se hizo carne; su cuerpo es así instrumento que permite la identificación con Jesucristo, una puerta a la unión con la divinidad.
A Bynum se le ha reprochado, entre otras cosas, que a la hora de demostrar sus tesis le conceda el mismo valor a los textos hagiográficos sobre mujeres santas escritos en su mayor parte por clérigos que a las obras de las mismas mujeres (por ejemplo: Bürkle, 1994). En esta línea crítica y desde un punto de vista muy distinto al de la autora norteamericana, la medievalista alemana Ursula Peters analiza en un libro de 1988, Religiöse Erfahrung als literarisches Faktum, los orígenes de la literatura mística sobre mujeres en los siglos XIII y XIV. Peters constata también la presencia en estos textos de una espiritualidad femenina con unas características propias, pero a diferencia de Bynum, ve en ello una construcción literaria: en las experiencias espirituales allí reflejadas se representarían unos modelos y roles predeterminados. La hagiografía como género literario sería un producto de los intereses de confesores y órdenes religiosas, y no nos permitiría acceder a las mujeres reales: son hombres clérigos los que se encargan de recopilar los materiales biográficos de estas vidas de santas y de redactarlos, o ponen en marcha su proceso de canonización. Incluso en el caso de los textos redactados por ellas mismas, son sus directores espirituales o confesores los que las impulsan con frecuencia a escribir, condicionando también aquí la transmisión de sus voces. La irrupción de las mujeres en el ámbito de la literatura espiritual obedecería así a ciertos cambios en la espiritualidad de la época, a la irrupción de nuevos movimientos religiosos que hacían un especial hincapié en la pobreza y en la humanidad de Cristo, un programa que las mujeres parecían, por su posición inferior y su mayor conexión con lo físico, poder ejemplificar mejor (Bürkle, 1994: 134).
Si Ursula Peters se refiere a la figura de la santa como una construcción literaria, otra autora alemana, Christine Ruhrberg, va algo más lejos y habla en su trabajo sobre una mujer santa, Christina von Stommeln, de la elaboración literaria de un concepto de santidad que es, al mismo tiempo, un “constructo cultural de feminidad” (Ruhrberg, 1995: 5). Esta santidad femenina, caracterizada entre otras cosas por la humildad y el abajamiento, por el peso de la corporeidad, no haría más que confirmar y apoyar, según Ruhrberg, la función clerical masculina (ibíd.: 260-262). Lo que habría detrás de los textos sobre mujeres santas no sería una experiencia real, sino una determinada imagen de la feminidad: un modelo de feminidad transformado en programa teológico, pensado para estructurar la experiencia e imponer una pauta de comportamiento (ibíd.: 446). Algo que tiene lugar en el marco de una escritura hagiográfica definida por la presencia de un esquema regular y de ciertos tópicos; un género literario propiamente dicho.
Me gustaría aquí examinar estas tesis a la luz de tres textos medievales que tienen a mujeres santas como protagonistas. Tres mujeres procedentes de diferentes lugares de Europa, cuya situación vital y religiosa es también muy distinta: Beatriz, monja cisterciense en los Países Bajos; Matilde, probablemente beguina en Magdeburgo, Sajonia; y Ángela, procedente de Foligno, en Umbría, una mujer casada, madre de ocho hijos, que tras perder a su familia se hizo terciaria franciscana. Tres mujeres que tienen, en todo caso, algo en común: las tres se atrevieron a hablar de sus experiencias de lo divino; las tres dejaron oír sus voces.
2. Las dos vidas de Beatriz
La monja cisterciense Beatriz de Nazaret, nacida en Tienent, cerca de Lovaina, llevó entre 1215 y 1235 un diario en neerlandés en el que recogió sus experiencias espirituales. A partir de este texto, un cisterciense anónimo (quizás capellán o confesor del convento de Nazaret en el que Beatriz fue priora) escribe en latín, fallecida ya ella, su Vita Beatricis. La Vita nos cuenta que Beatriz procedía de una familia acomodada y asistió de niña a una escuela regentada por beguinas en Zoutleeuw. Hacia 1210 se convirtió en oblata en el convento cisterciense de Bloemendael, en Eerken, pero tras su profesión fue enviada para aprender el oficio de copista a otro convento, el de Rameya, donde mantuvo una estrecha amistad con Ida de Nivelles, también hermana de la comunidad. En enero de 1217 vivió su primera experiencia mística; poco tiempo después regresó a Bloemendaal, aunque en 1221 volvió a trasladarse a una nueva fundación en Maagdendaal. En mayo de 1236 marchó al convento cisterciense de Nazaret, en Lier, fundado por su padre Bartolomé, donde fue priora y permaneció hasta su muerte en agosto de 1268. Tras su llegada a este nuevo monasterio dejó de escribir su diario; Bernard McGinn apunta que esto podría tener que ver con la creciente sospecha hacia los textos místicos escritos por mujeres (McGinn, 1998: 168; véase también De Ganck, XXIX-XXXII).
El mismo redactor de la Vita hace notar en el prólogo que no se le puede considerar el autor del texto, sino solo el traductor (traslator): su trabajo fue únicamente el de trasladar al latín (la lengua de la Iglesia, en la que se expresan las verdades sobre Dios) el texto que encontró. Sin embargo, reconoce que introdujo cambios o añadió alguna cosa al texto original (tuvo en cuenta, por ejemplo, los recuerdos de las otras hermanas del convento), e incluso omitió ciertos pasajes que, como él mismo explica, “podían provocar más daños que beneficios” (III, 17, 275). En cualquier caso, el texto escrito por Beatriz no se conserva, y algunos autores apuntan a que pudo ser el mismo capellán quien lo hizo desaparecer (Ruh, 1993: 39; también Cirlot y Garí, 2008: 101).
Puesto que no tenemos el diario, no es posible conocer el alcance de los cambios realizados por el traductor. La excepción es el breve tratado Seven manieren van minne (“Los siete modos del amor”), lo único que se conserva del original y que el capellán traduce también al final de su Vita (Beatrijs van Nazareth, 1926)1. Gracias a él podemos comparar la palabra propia de Beatriz con su versión clerical. Amy Hollywood realizó hace ya años un análisis detallado de ambos textos, y mostró que lo que en las Seven manieren aparece únicamente como una experiencia interior, se transforma en la Vita en fenómenos paramísticos; signos exteriores, corporales, que se manifiestan en el cuerpo de la santa y hacen esta santidad visible (Hollywood, 1999: 78-98): “Beatrice's hagiographer, then, transposes her accounts of internal experience into descriptions of the body in its externality. The visionary woman becomes a vision, a divinely marked body, a spectacle for the viewing pleasure of contemporaries” (ibíd.: 35). Esta modificación no es, con todo, inocente: con ella el traductor no hace más que ratificar la concepción habitual de la espiritualidad femenina como algo físico.
En este sentido, en la Vita abundan los tópicos de la literatura hagiográfica femenina, que por momentos tienen incluso un carácter bastante estereotipado: el ascetismo (en algunos casos extremo), las experiencias estáticas, la devoción a la eucaristía y a la pasión de Cristo, la vida virtuosa de la santa, las tentaciones, las consolaciones divinas, las visiones... Hay incluso descripciones de prácticas ascéticas tomadas casi literalmente de otras vidas de santos (en concreto de la vida del cisterciense Arnulfo) (Hollywood, 1999: 82). No obstante, en el segundo libro de la Vita hay ciertos pasajes en los que la voz de Beatriz parece emerger con más claridad, rompiendo con algunos tópicos de la escritura hagiográfica; aparece, por ejemplo, el deseo, ardoroso, apremiante (II, 3, 96 ss.), “a psychological presentation of the inner torments and indescribable joys of the 'vehemence', the 'insatiability' and the 'insanity' of Divine Love” (McGinn, 1998: 168).
Otro elemento que acerca la Vita a otras vidas de santas es su estructuración en forma de un relato cronológico organizado según el esquema de los tres pasos: el status inchoantium (de iniciación), proficientum y perfectionis (I, 82, 47-55) (Ruh, 1993: 140; Peters, 1988: 36-37). Estos tres pasos se corresponden con cada uno de los libros que componen la obra. Así, el primero de ellos describe la entrada de Beatriz en la vida religiosa, el segundo su progreso en las virtudes y el tercero su vida de perfección. En este último libro aparecen algunas visiones; según Kurt Ruh serían obra del traductor, que, empeñado en interpretar la vida de Beatriz según el esquema de los tres pasos, no contaba con material suficiente para ejemplificar el último estado (Ruh, 1993: 144-145). Una parte importante de este libro III está dedicado a presentar las enseñanzas espirituales de Beatriz; aquí es donde se inserta la traducción al latín de las Seven manieren.
El texto en neerlandés de las Seven manieren, al contrario que la Vita, se aleja por completo de los tópicos de la literatura hagiográfica: no se encuentran ahí fenómenos extraordinarios o actos ascéticos, no se menciona en absoluto la eucaristía y la pasión, y solo al final se nombra a Cristo. También elude el tono emocional. El texto se concentra, como indica su título, en explorar los modos del amor. De acuerdo con Beatriz, el amor se manifiesta a través de diferentes modos o manieren: “el amor adopta siete modos, que vienen de lo más alto (uten hoegsten) y regresan de nuevo a lo más elevado (ten oversten)” (Seven manieren, 3-5). Lo que en Beatriz recuerda a una especie de camino circular, en el que el final es el inicio, se convierte para el traductor, en concordancia con lo presentado en el resto de la Vita, en un proceso ascendente de perfección, una sucesión de grados o estados que conducen hasta Dios (un camino en grados que se encuentra ya en autores como Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint Thierry o Ricardo de San Víctor): “Estos pues son los siete grados o estados de amor, siete en número, a través de los que ella mereció alcanzar a su amado” (Vita III, 14, 246). Pero frente al empeño del capellán por construir un camino biográfico lineal, Beatriz entiende estos modos más bien como distintas formas de experimentar los efectos del amor, que pueden aparecer simultáneamente; el texto es, así, “un caleidoscopio de la experiencia amorosa”, como lo ha descrito Alois Haas (Haas, 1984: 396). Si hay ascensión, esta no es lineal, sino en espiral, o a través de meandros, impulsada por ese deseo que aparece una y otra vez a lo largo de la obra.
El primer modo que Beatriz describe es un anhelo activo (begerte), que tiene como meta alcanzar de nuevo la pureza (puerheit), nobleza (edelheit) y libertad (vriheit) en la que fue creada. Para Beatriz, el deseo del alma es tan grande que nada puede satisfacerlo. El traductor, sin embargo, interpreta que la causa de esto es la fragilidad de la carne, lo que hace necesaria la realización de prácticas ascéticas (corporalibus exercitiis); esta experiencia se presenta, por otra parte, como una vivencia propia de Beatriz, mientras que en las Seven manieren se habla en todo momento de un alma, en tercera persona: el interés del capellán por mostrar los siete modos como un camino biográfico personificado en un determinado individuo (la figura de la santa) se hace aquí patente con toda claridad.
El segundo modo es el carácter desinteresado del amor de la doncella que sirve a su señor, sin obtener ninguna recompensa y sin un por qué, solo a causa de su fuerte amor; el traductor lo describe como la vida de servicio y humildad que Beatriz lleva en el convento. El tercero presenta, por su parte, la tortura del amor en la que el alma no es capaz de colmar su deseo de servir a Dios a causa de su estado de criatura; esta tortura se prolonga hasta que Dios la conforta presentándole otro modo de amar y desear, y concediéndole un conocimiento más profundo de sí mismo.
Los modos cuarto y quinto aparecen como complementarios. Dios otorga en un caso dicha, en el otro un gran sufrimiento. Así, el cuarto modo describe una experiencia de unión (“Entonces piensa que todos sus sentidos están unidos en el amor y que su voluntad se ha convertido en amor y que ella está profundamente sumergida y devorada en el abismo del amor, y que ella misma se ha convertido completamente en amor”, IV, 21-26). Posteriormente se habla de la libertad y la dulzura que experimenta el alma que queda inmersa en este abismo del amor:
“Cuando siente esta sobreabundancia de delicias y esta plenitud del corazón, su espíritu se hunde por entero en el amor, su cuerpo desfallece, su corazón se disuelve y sus fuerzas la abandonan. Está tan dominada por el amor que apenas puede sostenerse, y a menudo pierde el uso de sus miembros y todos sus sentidos. Como una copa llena se desborda y se derrama de repente cuando la rozan, también ella es tocada y dominada por la plenitud de su corazón, de tal modo que por momentos se derrama y desborda” (Seven manieren, IV, 36-49).
El autor de la Vita recoge este pasaje, pero su literalidad, que transforma las metáforas en signos corporales concretos, y su estilo un tanto pretencioso son como un molde rígido que encorseta la voz sencilla y a la vez desbordante de Beatriz; como un miedo que quiere contener eso que en Beatriz es desmedido y amenaza con derribar los diques:
“En este estado el afecto de la santa mujer era tan tierno que a menudo se empapaba en el torrente de lágrimas de su derretido corazón, y a veces a causa de la abundancia excesiva del deleite espiritual languidecía y yacía enferma en la cama, privada de todas sus fuerzas [...] Como una vasija llena de líquido vierte lo que contiene cuando se la empuja un poco, así sucedía frecuentemente que ella, al ser empujada, vertía muchos signos de santo amor que sentía en su interior; o incluso experimentaba una especie de parálisis temblorosa, o sufría alguna otra molestia de enfermedad” (Vita III, 14, 254).
En el quinto modo se combina una fuerte pasión, en la que el amor parece desatarse, con el descanso en su dulce abrazo. La violencia está, en cualquier caso, muy presente:
“Por momentos el amor pierde en ella hasta tal punto la medida y roza el corazón con tanta fuerza y tan furiosamente, que el alma piensa que el corazón fue herido por todos lados, y estas heridas no cesan de renovarse, cada día con más dolor y tormento. Entonces le parece que sus venas se abren y su sangre se derrama, su médula se marchita y sus huesos quedan paralizados, su pecho arde y su garganta se seca, de tal forma que su rostro y todos sus miembros sienten el calor interior y el furor de amor” (V, 33-46).
De nuevo, la Vita presenta el pasaje en un lenguaje más literal, volviendo a transformar la experiencia descrita por Beatriz en un conjunto de síntomas físicos:
“Entonces el corazón, privado de sus fuerzas por esta invasión, a menudo emitía un sonido como el de un vaso que se hace añicos, que ella sentía y a la vez se oía exteriormente. La sangre se derramaba por todos sus miembros, hirviendo al salir de sus venas abiertas. Sus huesos se contraían y la médula desaparecía. La sequedad del pecho le producía ronquera en la garganta […] Algunas veces una especie de rayo, como una flecha, brotando del fuego del santo amor, le atravesaba el corazón, el pecho y, penetrando a través de los órganos de la garganta y la cabeza, llegaba hasta el cerebro” (Vita III, 14, 255).
Ninguna de estas cinco primeras manieren pueden entenderse como grados de un ascenso, sino más bien como distintos modos de experiencia. Pero el sexto modo sí que podría interpretarse como un estado más elevado que los otros. El alma “avanzó y se elevó” (VI, 2-3), y es ya por ello “esposa de nuestro Señor” (VI, 2). Alcanza una fuerte intimidad con Dios y experimenta el poder divino, pureza, dulzura y libertad; “es igual que el pez que nada en la vastedad del río y descansa en el fondo, e igual que el pájaro que vuela audaz en las alturas celestes” (35-39). Estas imágenes están ausentes de la traducción2, en la que se describe este modo como un “estado de perfección en el que los movimientos de sensualidad fueron gobernados con tranquilidad, en silencio y pacíficamente”. Y se añade, enfatizando el carácter lineal de los siete modos: “No debe pensarse que Beatriz llegó a esta cumbre de perfección de repente. Más bien llegó […] después de muchos pasos de perfección que fue ascendiendo paulatinamente” (258).
El texto se cierra con el séptimo modo, cuya aparición, después de la maniere sexta, parece fuera de lugar, y puede resultar incluso irritante si se interpretan los modos como diferentes grados de una escala ascendente. Si el modo sexto parecía representar una conclusión, la llegada a una meta, el séptimo excluye esta lectura. Al principio de este modo se describe un estado de unión, en el que el alma es arrastrada hacia la eternidad del amor y al abismo de la divinidad. Pero luego surge el desgarro: su existencia terrenal impide la completa unión; a pesar del deseo ardiente y enloquecido por un amor absoluto, este solo puede alcanzarse en el cielo. La divinidad aparece así distante e inaprehensible. El alma no puede encontrar alivio, tiene que pasar por esta experiencia de dolor (“un sufrimiento cruel, un tormento duradero, una muerte brutal”), rechazando todo consuelo.
De las palabras de Beatriz prácticamente solo conservamos su traducción. Como explican Victoria Cirlot y Blanca Garí, el traductor “tradujo, sí, pero tradujo transformando la audacia en ortodoxia perfectamente adecuada a los modelos de santidad femenina consagrados por Theodorich ya en el siglo XII y, sobre todo, por Jacques de Vitry, Tomás de Cantimpré y tantos otros en la primera mitad del siglo XIII” (Cirlot y Garí, 2008: 101). Traducir es interpretar, otorgar un sentido. Trasvasada a un discurso ajeno, la vida de Beatriz se conforma como un proyecto hagiográfico: la creación de un personaje, el de la santa. Y para eso es necesario crear una identidad a través de una biografía. La vida de Beatriz se transforma en un relato biográfico que sigue una línea cronológica; un relato construido y ordenado de acuerdo con una estructura y unas fórmulas prefijadas, que dan lugar a un camino de perfección. La identidad se identifica con una narrativa, una historia con un inicio y un fin, gobernada por un orden teleológico.
En el relato la santa no existe como persona, sino que queda reducida a un cuerpo que existe para ser contemplado desde fuera: al igual que el sexo (a partir del que se configura la noción de género) está inscrito en el cuerpo, también la santidad es algo visible que se manifiesta a través de rasgos físicos. El cuerpo de la santa es un signo que remite a algo que está más allá de él mismo, la representación de una idea previamente definida. Y esta trasformación en signo se construye a través de la escritura: ese “cuerpo literario” del que habla Christine Ruhrberg. Aquí, en el género literario de la hagiografía, se hace patente la relación entre el género literario (con su carácter normativo, la imitación de un modelo ajeno) y el género como identidad, una conexión que ya exploró María do Cebreiro Rábade (Rábade Villar, 2015). Ambos géneros se revelan en la Vita como un constructo, una forma de narrativa, a cuyas convenciones se adecua la voz de Beatriz.
El género es, por tanto, una codificación de la existencia que se materializa a través de figuras como la de la santa. La relación con esta está definida por la aedificatio y la imitatio; la santa es una figura ejemplar que se ofrece a otras mujeres religiosas como modelo (un modelo establecido por la Iglesia; querido, por tanto, por Dios)3. Y esta función pedagógica y propagandística se realiza precisamente a través de los textos hagiográficos, que se leen en los conventos y establecen una pauta de comportamiento. Como señala Jacobo de Vitry en su Vita de María de Oignies, su fin es “fortalecer la fe del indeciso, instruir al iletrado, entusiasmar al vacilante, motivar al devoto a la imitación, y desconcertar a los rebeldes e infieles” (Jacques de Vitry 2012: 43). También la Vita Beatricis es un texto dirigido sobre todo a las hermanas del convento de Nazaret o a otras religiosas: “os exhorto a grabar los ejemplos de virtud en vuestra conducta, para que seáis sus seguidoras y discípulas (III, 17, 273), sentencia el traductor al final de la obra.
Así, el capellán, dándole voz a Beatriz pero ejerciendo él de altoparlante, hablando en su nombre, la condena al silencio, expropia su voz. Una expropiación que es apropiación para otros fines. De la voz de Beatriz escuchamos solo un eco apagado; la historia de su vida es la de su ausencia: la vida de Beatriz es una historia, pero escrita por otros. La voz robada: Beatriz es una presencia invisible en su propia biografía; una vida, como eran las de las mujeres, robada.
3. Matilde y el flujo detenido de la divinidad
Matilde, quizás beguina en la ciudad de Magdeburgo, es autora de un texto fundamental en la mística medieval: Ein vliessendes lieht der gotheit (La luz que fluye de la divinidad). Como sucede con otras mujeres santas, también ella mantiene una estrecha relación con uno o varios hombres clérigos: en el libro se habla del hermano Enrique, un dominico; el prólogo presente en uno de los manuscritos que transmiten la obra explica también que un dominico reunió y ordenó los escritos de Matilde que conforman el libro. En la traducción al latín del texto en alemán, la Lux divinitatis, se le da nombre a ese dominico: Enrique de Halle. Es posible incluso que el mismo Enrique estuviese (aunque nada de esto puede saberse con seguridad) implicado en la realización de esta traducción al latín; en cualquier caso, la versión latina que conservamos parece que fue realizada en el convento de los dominicos de Erfurt entre los años ochenta y noventa del siglo XIII (Nemes, 2013: 162-189; Nemes, 2010: 99-156, 208-237).
Ya el texto en alemán es, con todo, una traducción hecha varias décadas después desde una primera versión en bajo alemán, que no se conserva, al alto alemán. El complejo proceso de composición de la obra ha llevado a que en la crítica se hable incluso de una autoría múltiple. En este sentido, Balázs J. Nemes apunta que la autora Matilde sería más bien una creación hagiográfica, por la que el “yo” del texto se acaba personificando en el proceso de recepción e identificando con “santa Matilde” (a finales de la Edad Media esta era, de hecho, presentada como la verdadera redactora de la Lux divinitatis [Nemes, 2010]).
Esta creación de una autora santa se podría relacionar también con la aparición de una serie de tópicos en La luz que fluye de la divinidad característicos de la literatura hagiográfica (la primera experiencia mística en la infancia, la orden de escribir por parte de Dios, la presencia del confesor como acompañante del proceso de escritura, la declaración de ignorancia y de indignidad…), que según Ursula Peters no se pueden interpretar como información biográfica, sino que serían parte de un concepto de santidad en el que se encuadraría la figura de Matilde. Aunque es cierta la presencia de estos tópicos, no se puede negar tampoco el carácter transgresor de la palabra en La luz que fluye, nacida de una experiencia personal (ese yo anónimo presente en la obra) que es también una experiencia de ruptura. Este carácter transgresor se revela, por ejemplo, en el entrelazamiento de diferentes géneros (diálogos, alegorías, canciones, oraciones, visiones), de verso y prosa, sin una aparente lógica; en ese yo que se deshace en distintos avatares, conformando un diálogo entre múltiples voces; en el audaz empleo de la metáfora. Pero sobre todo se manifiesta en un lenguaje erótico que apunta hacia la superación de la frontera entre Dios y ser humano, de los límites que definen a un individuo4.
Así, las descripciones del encuentro con la divinidad sorprenden con sus numerosas alusiones sexuales. En el capítulo III, 1, Dios se acerca a la esposa: “Entonces Dios la estrechó en sus brazos divinos y puso sobre su pecho su mano paternal y la miró a la cara. ¿Crees que la besó? En el beso fue elevada hasta la altura más alta por encima de todos los coros de ángeles” (134). El lenguaje erótico posee en estos pasajes un carácter tan real y concreto que esquiva cualquier posible espiritualización o interpretación simbólica (“Cuanto más crece el deseo de él [de Dios], más espléndida es la boda de ella [de la esposa]”. Cuanto más estrecho se hace el lecho de amor, más íntimos se vuelven los abrazos. Cuanto más dulces saben los besos, con más cariño se miran”, I, 22, 82), y se emplea incluso para caracterizar a María. Jesús, por ejemplo, es concebido en el momento en el que Dios se derrama en su madre uniéndose a ella:
“Cómo Nuestra Señora goza de la Santísima Trinidad y cómo Dios se une con ella más que con cualquier otro ser humano, esto es indescriptible. Cuanto más unidos estaban, tanto más gozaba allí Nuestra Señora y tanto más se derramaba Nuestro Señor en ella, más que en todos los santos” (VI, 39, 315).
Con el acercamiento erótico desparece la barrera que separa a Dios del ser humano, se verifica la unión entre ambos: Dios se transforma en ser humano, pero el ser humano se transforma también en Dios (“entonces ella llega a ser con Dios un Dios, esto es: lo que él quiere, ella lo quiere, y no pueden estar unidos de otro modo con una unión absoluta”, se dice en el primer capítulo del libro VI). La unión no puede ser por tanto más que una experiencia erótica: “Él la saluda con sus ojos llenos de amor, cuando los amantes se miran de verdad, la besa por entero con su boca divina. ¡Ah, dichosa tú, y más que dichosa por el instante más sublime! La ama con todas sus fuerzas en el lecho del amor” (II, 23, 121). Unos capítulos después, Dios anuncia: “Te espero en el jardín del amor y te cojo las flores de la dulce unión y te hago un lecho con la deliciosa hierba del conocimiento sagrado; y el resplandeciente sol de mi divinidad eterna te ilumina con el milagro oculto de mi placer” (II, 25, 129). La unión se produce cuando Dios “coge las flores” (“briche die bluomen”), es decir, roba la virginidad (Lüers, 1926: 76).
Pero es justamente este carácter transgresor lo que el traductor del texto al latín suprime. De este modo, la persona (o personas) que adapta la obra al latín parece preocupada por eliminar cualquier referencia erótica cuando se describe la relación entre Dios y el ser humano. Por ejemplo, donde el original dice Mich lustet din (“te deseo”, I, 44, 92), el texto en latín traduce: delectat me praesentia tua (549); los “deliciosos pechos” (lustlichen brúste, II, 3, 102) de María son en latín ubera incorrupta (“mamas puras”, 473)5. La frase del original “él la ama con toda la fuerza en el lecho del amor” (II, 23, 121) es ahora contingit virginem tactu mundissimo, in florido castitatis lectulo (540); al calificar el lecho con la palabra castitatis se está de hecho invirtiendo el significado de la frase en alemán. El loptanzen (danza de alabanza) del capítulo I, 44, el baile cargado de sensualidad del alma, se transforma en “canto de alabanza de la bailarina”: el traductor acentúa aquí la actividad “espiritual” (el canto) por encima de la corporal (el baile).
Si en una relación sexual el amante supera sus límites físicos para unirse al otro, al eliminar las alusiones eróticas, el traductor está subrayando la distancia entre la divinidad y el ser humano: la unión es imposible. Y si esta unión es imposible tiene que suprimirse también cualquier muestra de afecto entre los dos, como los momentos en los que el yo se dirige a Dios de un modo directo e íntimo, haciendo con frecuencia de él –al añadirle un mîn (mi) al nombre de Dios– una parte de sí misma.
Otro ejemplo de este alejamiento entre la divinidad y el ser humano es la traducción de der min vater ist von nature (“que es mi padre por naturaleza”) por qui mihi pater venerabilis: Dios pasa de ser padre por naturaleza a ser un pater venerabilis, la nueva formulación encierra un respeto que es también la distancia que ahora separa al yo de Dios. Es la misma distancia que el traductor quiere subrayar cuando sustituye Frouw sele, ir sint so sere genatúrt in mich (“Señora alma, usted forma una sola naturaleza conmigo”) por Sic per unionem naturarum ineffabilis gratia nos coniunxit (“Así, la gracia inefable nos juntó a través de la unión de las naturalezas”). Aquí sí se mantiene la referencia a la unión de la naturaleza divina y de la humana –a pesar del problema teológico que supone– pero, no obstante, el traductor se siente en la obligación de justificarla, de aclarar que solo se puede explicar por la intervención de la gracia.
En el deseo de acentuar la distancia entre Dios y el ser humano se eliminan también las metáforas más arriesgadas del original. Es el caso de una de las más hermosas metáforas de la obra, que aparece en el capítulo I, 44: “Entonces entra en el bosque de los santos, allí cantan los más dulces ruiseñores de la armoniosa unión con Dios” (92). El texto elude aquí las reglas de la lógica para crear una frase abierta al infinito, atravesada por el deseo de ir más allá de las palabras que la componen. Con ella la autora transmite además de una forma concisa toda la realidad y origen de su actividad creadora: es de la unión de donde nace la voz, la palabra. La Lux divinitatis acaba con la metáfora original, y lo hace precisamente buscando una formulación que resulte lógica, esto es, eliminando a unión: Procedit itaque ad nemora societatis sanctorum, ubi sonat philomela dulcius vox concordiae perfectorum et cognitionis melodia beatorum (“Va entonces al bosque de la comunidad de los santos, donde el ruiseñor, expresión de la armonía de los perfectos y del conocimiento, entona dulce la melodía de los bienaventurados”). Esta misma búsqueda de lógica la encontramos en otros momentos, cuando, por ejemplo, el traductor introduce comentarios que explican pasajes no demasiado claros de la obra, o indicaciones de lectura que fijan el significado de ciertos fragmentos.
En estos pasajes de La luz que fluye se nos desvela ese vínculo entre la libido y la escritura mostrado por Hélène Cixous (Cixous, 1995: 54-66): la palabra que nace como una prolongación del cuerpo, como una transfiguración del yo. Matilde es consciente del poder de esta palabra, voz (o luz) que fluye: en su lenguaje erótico la relación con lo divino es experiencia corporal que hace desaparecer la frontera física entre el yo y el Otro. Si el traductor del texto de Beatriz convierte su experiencia en un conjunto de signos marcados en su cuerpo, lo que el traductor de La luz que fluye suprime es precisamente la presencia del cuerpo (sexuado): del erotismo, de la posibilidad de unión, en la que se anula cualquier identificación con una identidad. La identidad se diluye, y, de este modo, apenas se encuentran datos biográficos en el texto, fragmentario e irregular, compuesto por siete libros que cuentan a su vez con un número indeterminado de capítulos; una obra que no está ordenada de forma lineal (por lo que no es posible interpretarla propiamente como un relato biográfico). Si hay algo que le proporciona coherencia, como un hilo que recorre todo el texto, es, al igual que en Beatriz, la presencia del deseo, fuerza que arrastra y empuja a ir más allá de uno mismo.
4. El grito apagado de Ángela
A finales del siglo XIII Ángela, una terciaria franciscana natural de Foligno, en Umbría, peregrina a la basílica de San Francisco, en Asís. Allí, al contemplar una vidriera que representa a Jesús abrazando a Francisco, cae al suelo y empieza a gritar. Cuando su confesor, el hermano A. la ve, ordena lleno de ira que la echen de allí.
El grito es lenguaje fragmentado, en el que la gramática se deshace en un ser gutural (“gritaba estas palabras tan entrecortadamente que no era posible entender nada”, III, 58); un sonido no articulado que, al no encerrarse en signo, no dice nada y lo dice todo. Para el hermano A. el grito es expresión de lo salvaje, lenguaje de locos, causa de escándalo. El lenguaje de la histérica: las mujeres no enuncian, sino que gritan, lejos de la escritura, del enunciado. Mujeres como Ángela, analfabetas.
Unos días después, sin embargo, cuando el hermano A. estaba ya en Foligno, va en busca de Ángela e intrigado le pregunta por qué había gritado de ese modo. Ángela le responde: mientras peregrinaba a Asís, y después, cuando ya había llegado a la basílica, Dios le habló; al entrar por segunda vez en la iglesia se volvió a dirigir a ella: “Es hora de que cumpla lo que a ti, hija dulce, templo mío, amor mío, te prometí: que como este consuelo he de abandonarte, pero que no te dejaré nunca si me amas” (III, 56). El dolor provocado por esa ausencia de la divinidad fue la causa de su grito:
Y entonces, después de que me abandonara, empecé a gritar en alta voz, o a vociferar. Y sin ninguna vergüenza gritaba y clamaba diciendo estas palabras: “Amor no conocido, ¿por qué me dejas?” Sin embargo, no podía decir nada más que estas palabras que gritaba sin vergüenza: “Amor no conocido, y por qué y por qué y por qué” (III, 58).
Impresionado, el hermano A. (al que algunos han identificado con un tal hermano Arnaldo) le pide que le cuente más y mientras Ángela habla, el hermano transcribe (“Y ella misma [...] comenzó a manifestarme los secretos divinos mientras yo los transcribía”, II, 51-52). El origen de la narración es por tanto un grito, que, siendo de desesperación y de alegría a un tiempo, supera los límites de lo definido; el libro nace así de una deconstrucción del enunciado que se sitúa en las fronteras de lo decible, en donde el hermano A. descubre la presencia de lo divino. La escritura, sin embargo, es un elemento diferido, producto de una intervención ajena que quiere conservar y elevar; fijar ese sonido popular, inmediato y efímero, para hacer de él un espejo de santidad. La labor de escritura del fraile es, por tanto, una anulación del grito; un modo de domesticarlo o encuadrarlo en una forma aceptada.
El clérigo elabora el grito escrituralmente, le da una explicación dentro de un proyecto de santidad, lo sitúa en el contexto de una autobiografía que no es tal, porque ha sido escrita por otro. Frente a la palabra oral de Ángela, que no tiene dueño (ya que no es algo fijado dentro de unos límites), el texto escrito tiene un autor, un sujeto de enunciación, que no es ella, sino el hermano A. Aunque el fraile insiste en que se ha limitado a transcribir lo que salía de la boca de Ángela, lo cierto es que se esfuerza en ordenar eso que ella le cuenta, como deja claro una y otra vez: “creo que se debe a un milagro divino que aquello que escribí estuviera ordenado” (II, 52), “cuando a veces, descentrado, me ponía a escribir [...] yo nada podía escribir con un orden aceptable (II, 52-53), “pues reconocía que era una gracia divina […] que pudiera pasar a escritura de manera ordenada cualquier cosa que Dios me llevaba a preguntarle” (II, 53). El hermano A. ordena lo transmitido como una biografía que es hagiografía, configurando un relato coherente en el que la vida se concibe como un camino. La persona de Ángela evoluciona así a lo largo de una linea temporal, en la que el punto de partida es la crisis que supone su experiencia de Dios y que la empuja a un cambio de vida.
Pero precisamente en su deseo de ordenar las palabras de Ángela de acuerdo con un esquema cronológico, el hermano A. se topa con problemas que ponen en riesgo su labor de escritura. Ángela habla de treinta pasos o mutaciones en su “vía de penitencia” (I, 39). Pero el fraile se ve incapaz de encuadrar lo dicho por Ángela dentro de esta supuesta lógica, o simplemente no puede entenderla:
Antes que nada hago notar aquí que yo, hermano escritor con la ayuda de Dios, quería extender la materia del primer paso hasta el lugar que se describe en el vigésimo primero, es decir, hasta el final de la segunda revelación […] De allí en adelante no he sabido dar continuidad a mi materia, ya que después he visto a la fiel de Dios demasiado intermitentemente para escribir lo que ella me dictaba. Esta es la razón por la que a partir del paso decimonoveno no haya sabido numerar los pasos posteriores distinguiéndolos con certeza (II, 48).
El hermano decide entonces ordenar el camino espiritual de Ángela según una estructura de siete grados (los mismos del Itinerarium de Buenaventura [Ruh, 1993: 515]), basándose en cómo la vio “ascender en los dones y en los carismas de la gracia” y “de la forma que he pensado mejor y más conveniente” (II; 48). Así, enumera los primeros diecinueve pasos (que abarcarían la vida de Ángela previa a la experiencia de Asís), y a continuación abandona este esquema para iniciar otro, consistente en esos siete grados, que comienza a enumerar de nuevo. El primero de ellos es el suceso de Asís, y a partir de ahí se suceden los hechos de la vida de Ángela de los que el hermano A. fue testigo6. Construido a partir de esta estructura rígida, el texto se transforma en un manual de perfección que es también una narración, y la misma Ángela, convertida de este modo en el personaje de una obra literaria, en ficción, hasta el punto que algunos autores han llegado a poner en duda su existencia (García Acosta, 2014: 13).
En cualquier caso, las dificultades no desaparecen, y el texto deja entrever una y otra vez los problemas para codificar una experiencia vital. Estos se expresan, en primer lugar, en las quejas de la propia Ángela:
Y otras veces, cuando yo le releía para que comprobara que estaba bien escrito, ella respondía que yo hablaba secamente y sin ningún sabor, y se sorprendía de ello. En otra ocasión me lo explicó diciendo lo siguiente: “Gracias a estas palabras recuerdo aquellas que te dicté a ti, aunque esta sea oscurísima escritura. Estas palabras que me lees no transmiten lo que contienen, por eso te digo que tu forma de escribir es oscura” (II, 52).
El hermano A. reconoce su incapacidad para transmitir con garantías la voz de ella: “ciertamente, lo que ella decía era mucho más pleno que lo que yo he escrito, ya que yo lo he hecho de forma reducida y con defectos” (II, 48), “en verdad tan poco podía entender cuando los escribía, que yo intuía y pensaba que era como una criba o cedazo que la más fina y preciosa harina dejaba escapar, reteniendo solo la más gruesa” (II, 52). La experiencia de Ángela no cabe en ninguna palabra, como declara el mismo Dios:
Todo lo aquí escrito son cosas verdaderas, y no hay aquí ninguna palabra mendaz, sino que estaban más llenas de muchas cosas o más abundantemente llenas de muchas cosas. Y defectuosamente han sido expresadas y lo que el escritor escribió lo hizo abreviadamente y con defectos (IV, 69).
En este sentido, el texto manifiesta una tensión entre escritura y oralidad, entre el latín y la lengua vernácula, como explica Pablo García Acosta. Entre la palabra hablada, viva, que fluye rompiendo los límites que le impone la estructura, escapándose por los bordes, y la lengua muerta.
De hecho, el grito, aparentemente domesticado, sigue apareciendo como una presencia constante en el texto: “Después recibí tan gran fuego que si escuchaba hablar de Dios me ponía a gritar” (I, 45). Este grito, la voz de Ángela, emerge cuando esta pierde a su marido y a sus hijos, liberándose así de un rol social impuesto que ella no deseaba, hasta el punto que incluso experimenta la muerte de su familia –por muy sorprendente que pueda parecer– como un regalo de Dios:
Y ocurrió que, por voluntad divina, en aquel tiempo murió mi madre, que era para mí un gran impedimento. Y después murieron mi esposo y mis hijos en un corto lapso. Y ya que yo había comenzado la vía que ya he mencionado y había rogado a Dios que murieran, tuve un gran consuelo por su muerte (I, 41).7
El grito es un fenómeno físico, que nace del fondo del cuerpo. Un cuerpo que es el medio a través del que se produce la relación con la divinidad (“Y también cada miembro de mi cuerpo sentía este deleite y yací en él”,IV, 63; o “todos los miembros sienten supremo deleite, y yo deseo siempre ser en él”, IV, 72); erotismo que es fuego, fuerza que, sin un plan previo, impulsa a Ángela a moverse:
Pero en esta comprensión de la cruz recibí tanto fuego que, estando cerca de ella, me despojé de mis vestidos y me ofrecí, entera, a Cristo. Y aunque estuviera llena de temor en aquel momento le prometí guardar castidad perpetua [...] por una parte temía prometer y, por otra, aquel fuego me obligaba a hacerlo. Y no podía hacer otra cosa” (I, 40-41).
Si, convertida en un relato, la identidad de Ángela es una sombra, esta fuerza erótica es muestra de una conciencia corporal, que es también, se podría decir, la conciencia de un yo que como tal posee una voz propia. Pero al mismo tiempo el grito parece manifestar una ruptura de ese yo, una negación de la identidad (Rábade Villar, 2005: 95-102). Así, gritando el cuerpo se desarticula (“Y yo gritaba queriendo morir, y gran dolor me era el permanecer viva y no morir, y entonces todas mis articulaciones se desconyuntaron”, III, 58),8 para luego recomponerse (“entonces están en armonía con el alma todos los miembros del cuerpo, y el alma se hace así una con el corazón y el cuerpo, tanto que el alma es uno con ellos y este uno responde por todos”, VIII, 100). Y de ahí se entra en el aniquilamiento, la tiniebla y la no-tiniebla, el todo y la nada.
Aquí no hay ya palabra posible: todo decir es una blasfemia, como Ángela afirma una y otra vez (IX, 116, 123, 124, 125); la lengua se trunca (IX, 115, 117), pues de las obras divinas no es posible siquiera balbucir algo (IX, 124). La voz se deshace en disonancias, el ser en fragmentos. El hermano A. intenta reconstruir esos fragmentos, re-articularlos en un discurso coherente, en un proceso que es también el de la expropiación de una voz. Pero el yo que grita, huyendo del orden enunciativo (ese que implica el relato biográfico), acaba deshaciéndose, rompiendo las fronteras con el Otro (“tú eres yo y yo soy tú”, IX, 116), sumergiéndose en el abismo.
Y, por eso, el texto escrito por el hermano A. solo puede aparecer como un texto descoyuntado (“[...] entonces todo se fragmentaba tanto para ella como para mí que yo nada podía escribir con un orden aceptable” (II, 52-53), en el que las voces de Ángela y del hermano A. se entremezclan, a veces de un modo confuso. En él se alternan, por ejemplo, la primera y la tercera persona (“aquello que yo ponía en tercera persona, ella lo decía siempre en primera, hablando de sí misma: lo que ocurrió fue que yo escribía en tercera persona por la prisa y después no lo corregí”, II, 52), como se entrelazan también los idiomas: el latín del hermano A. está lleno de términos en dialecto umbro (delectança, piccum, cassula). Una lengua escrita que, con su sencilla sintaxis y su ausencia de figuras retóricas, conserva trazos claros de oralidad (Cirlot y Garí, 2008: 182-183). La voz de Ángela se filtra así por entre la narración de su biógrafo; debajo de los esquemas impuestos se sigue escuchando su grito.
5. Conclusiones
Ángela de Foligno muere en 1309. A partir de entonces la situación de las mujeres místicas se hará cada vez más precaria, como muestra, por ejemplo, la progresiva clericalización de la Iglesia, que le otorga a las mujeres un papel cada vez más pasivo1, la persecución de las beguinas, o la introducción de la clausura papal en los monasterios femeninos. A partir del siglo XIV el número de mujeres escritoras disminuye, y las obras colectivas escritas por mujeres (los llamados Nonnenbücher, que narraban la vida de un determinado convento y las biografías de hermanas especialmente dotadas espiritualmente) desaparecen, al tiempo que crecen las sospechas sobre los poderes visionarios y proféticos de las mujeres místicas. A finales del siglo XIV y principios del XV las biografías de mujeres santas son narradas habitualmente por sus confesores o directores espirituales, de los que ellas dependen como garantía de ortodoxia (Bynum, 1987: 22-23). 1 En el siglo X, por ejemplo, era habitual que las mujeres (particularmente las abadesas de monasterios) asumieran roles que más tarde se consideraron solo propios de los sacerdotes, como predicar, escuchar confesiones de las hermanas a su cargo, dar la bendición o administrar la comunión en los servicios religiosos en los que no estaba presente un clérigo (Bynum, 1987: 21).
Caroline Walker Bynum ha señalado que en los textos de carácter religioso escritos por ellas el concepto de género sería menos relevante, como también el uso de imágenes dicotómicas para hablar de hombres y de mujeres. Por el contrario, ellos tenderían a echar mano de imágenes dicotómicas; pondrían el acento en lo masculino como poder, disciplina y razón, mientras que lo femenino aparecería como debilidad, compasión, lujuria e irracionalidad. Si en algún momento emplean cualidades femeninas para describirse a sí mismos, lo harían solo para expresar su renuncia al poder y a la riqueza. “A careful and comparative reading of texts by male and female authors from the twelfth to the fifteenth century thus suggests that it is men who develop conceptions of gender, whereas women develop concepts of humanity” (Bynum, 1992: 156). Esta tesis de Bynum puede arrojar luz sobre ciertas ideas y configuraciones de género que se nos han transmitido y de las que aún hoy seguimos presos. Sobre todo si asumimos que los textos religiosos escritos por mujeres en la Edad Media son pocos comparados con los que tienen a hombres por autores, y que, incluso cuando existe una autora, la voz de ella casi siempre ha llegado hasta nosotros mediatizada por la de un clérigo.
En los tres casos contemplados aquí, la necesidad que sienten los respectivos biógrafos de trasladar las palabras de Matilde, Beatriz y Ángela al latín muestra ya claramente el deseo de otorgarles un barniz de ortodoxia, introducirlas en el espacio de lo que es aceptable y aceptado: la traducción tiene lugar en un sentido amplio; es también (y sobre todo) una traducción a una forma de discurso. Las historias de Matilde, Beatriz y Ángela –la historia de cómo sus palabras fueron transmitidas– nos desvelan las maneras en las que se ocultaron las voces de las mujeres. Voces múltiples de mujeres místicas, pero, en su deseo de alcanzar una unión con Dios, todas ellas transgresoras, que aspiran a superar un límite (sobre todo y en primer lugar el límite del yo). En cambio, estas maneras de ocultación acaban haciendo de sus palabras la ratificación de un modelo identitario –un concepto de santidad femenina que es también una mística de la feminidad, la imagen ideal y “ortodoxa” de lo que debe ser una mujer–, que surge a su vez entretejido con un modelo lingüístico, con un modo de pensamiento.
Una imagen ideal es un estereotipo, un arquetipo, una figura construida a partir de rasgos esquemáticos, pero no una persona, pues una persona no se puede encerrar en ningún esquema. La categoría “mujer”, que engloba a un conjunto de seres a los que se les arrebata sus características propias, delimita y define la experiencia, pero la voz de Beatriz, Matilde y Ángela, nacida de la unión con la divinidad, escapa de toda categorización. Es por ello que la mujer es nombrada, pero no puede hablar. La categoría social “mujer” es una definición hecha desde fuera, que solo puede nacer del silenciamiento y la expropiación de la voz de las propias mujeres; el género como tal se origina, así, a partir de una apropiación. Si, como explicó Silvia Federici (Federici, 2013; también Baceiredo, 2016), el capitalismo se desarrolla a partir de la apropiación del cuerpo de las mujeres, es el silenciamiento y la apropiación de sus voces lo que posibilita la aparición de un discurso único que aspira a abarcarlo todo, concebido como propiedad de un sujeto (que es siempre, por definición, masculino). Un discurso único que es un monólogo interminable, como ese que se muestra en la novela de Christine Angot (2014), el de un sujeto encerrado en sí mismo que, como un vampiro, engorda apoderándose de toda otra voz, anulando cualquier otra presencia; un ego hipertrofiado, convertido en representante de un Dios que ratifica su palabra. Palabra dominante que es la del relato rectilíneo, causa-efecto, construido sobre una lógica binaria y objetivizante que define y clasifica; ese discurso falogocéntrico del que habla Hélène Cixous, que se erige en ortodoxo, en poseedor de la verdad.
La historia de las mujeres es, como vemos en los casos de Beatriz, Matilde y Ángela, la historia de un silencio. Ahora nos queda pues afinar los oídos para escuchar esas voces que se filtran por las rendijas, que atraviesan los silencios, revelando que otra forma de hablar es posible.
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Notas
Información adicional
Formato de citación: Otero Villena, A. (2019). “La voz expropiada: las palabras perdidas de Beatriz, Matilde y Ángela”. Aposta. Revista de Ciencias Sociales, 82, 13-29, http://apostadigital.com/revistav3/hemeroteca/oterovillena.pdf