Resumen: Amnistía y (Des)memoria en la transición española La Ley de Amnistía de 1977 sancionó la impunidad en la transición y se convirtió desde entonces en un obstáculo que impide dar respuesta a los derechos de verdad, justicia y reparación que poseen las víctimas de la dictadura franquista. Ello ha sido posible por la inacción del poder legislativo, que en la búsqueda del consenso político se ha mostrado incapaz de emitir normas decididas de justicia transicional al respecto, siendo la Ley de Memoria Histórica de 2007 el mejor ejemplo. Pero también se debe a la particular forma de ignorar el Derecho internacional y las obligaciones que éste impone en materia de violación grave de los derechos humanos por parte de la judicatura española, como refleja el juicio realizado contra el juez Baltasar Garzón.
Palabras clave:transición españolatransición española,dictadura franquistadictadura franquista,justicia transicionaljusticia transicional.
Abstract: The Amnesty Law of 1977 sanctioned impunity in the transition and since then became an obstacle that prevents the response to the rights of truth, justice and reparation that the victims of the Franco dictatorship possess. This fact has been possible due to the inaction of the legislative power, in the search for political consensus has shown itself incapable of issuing decisive norms of transitional justice, in this regard, the Law of Historical Memory of 2007 is the best example. But it is also due to the particular way of ignoring international law and the obligations it imposes on the serious violation of human rights by the Spanish judiciary, as reflected in the trial against Judge Baltasar Garzón.
Keywords: the Spanish transition, the franquista dictatorship, transitional justice.
Artículos
Amnistía y (Des)memoria en la transición española
Amnesty and (des) memory in the Spanish transition
Recepción: 02 Abril 2018
Aprobación: 20 Mayo 2018
Si algo se ha constatado en el análisis comparado de la justicia transicional en Europa tras la desaparición de los regímenes fascistas es que, pese a las problemáticas más o menos comunes que se debieron afrontar, cada experiencia fue única (Elster, 2007). Así, al contrario de lo que ocurrió en Francia e Italia, que vivieron sus transiciones tres décadas antes y que en un principio dieron prioridad a los procesos judiciales, en la península ibérica la aplicación de la justicia penal jugó un papel mínimo en los procesos transicionales vividos en los años setenta (Moreno y Paya, 2018). Dicha justicia apenas fue aplicada en el caso de Portugal, donde prevalecieron las depuraciones profesionales y purgas administrativas, y fue inexistente en el caso de España, donde destacó la carencia absoluta de medidas de justicia transicional sancionada por la Ley de Amnistía de 1977. Esta ley sigue siendo invocada cada vez que se intenta aplicar en España la normativa internacional en materia de justicia transicional, que conviene no olvidar que no solo declara la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, sino también obliga a los Estados a luchar contra las barreras que impidan dar respuesta moral y legal a las víctimas que hayan sufrido violaciones graves de derechos humanos (Pérez González, 2013).
La diferencia entre los dos países ibéricos hay que buscarla en parte en la naturaleza de sus procesos de transición. Si la transición española estuvo determinada por el pacto y el control del tránsito por parte de las elites políticas procedentes del régimen de dictadura, Portugal inició su ruptura como consecuencia del desgaste producido por la guerra colonial, la intervención del Ejército y una profunda crisis de Estado (Costa Pinto, 2009). Pero donde más se diferencian ambas experiencias es en el origen de sus respectivos regímenes de dictadura, que en España fue consecuencia del triunfo fascista en una guerra civil de carácter aniquilador iniciada por el bando que saldría vencedor, y que aprovechó su victoria para concluir con aplastante éxito su operación de limpieza política. Una realidad extremamente violenta que dejó profundas y duraderas huellas en el cuerpo social y que fue vivida como una profunda experiencia traumática de la que careció el caso portugués.
Tras las experiencias ibéricas y en parte como consecuencia de sus singulares transiciones, la normativa internacional generada en materia de protección de los derechos humanos y de persecución y sanción de los crímenes contra la humanidad evolucionó sustancialmente. La denominada justicia transicional trascendió el valor descriptivo y explicativo característicos de la segunda postguerra mundial para conformar un conjunto de normas que impuso a los Estados y a la comunidad internacional ciertas obligaciones a la hora de enfrentar legados de violaciones sistemáticas de los derechos humanos en escenarios de transición de periodos bélicos a la paz o de regímenes de dictadura a la democracia (Méndez, 2013). Estas obligaciones tienen su centro en una nueva consideración de las víctimas, que han pasado a ocupar un lugar central en los procesos de justicia transicional y reconstructiva, coincidiendo con un concepto de justicia que ha sido definida como anamnética, y que reconoce la vigencia de toda injusticia sufrida en el pasado hasta que los derechos de las víctimas se vean restaurados (Zamora y Mate, 2011). Este esquema de de justicia transicional se aplicó tras el colapso de la Unión Soviética y los procesos simultáneos de democratización en Europa del Este, África y Latinoamérica, con la desaparición de las dictaduras existentes y la desmovilización de guerrillas apoyadas en mayor o menor medida por el bloque comunista. La oleada de transiciones políticas se inició con la liberalización vivida en los países del Cono Sur americano a finales de los setenta y comienzos de los ochenta, continuó con la emergencia de las antiguas repúblicas satélite de Europa del Este y finalizó con los procesos de paz de Nicaragua (1988), El Salvador (1992) y Guatemala (1996) (Moreno Forsenet, 2018). Para esta etapa, la Justicia Transicional adoptó como función principal, según Teitel, la reconstrucción nacional en el marco de un discurso que enfatizó las virtudes de la democracia y el Estado de Derecho. De ahí que la discusión se centró en la manera en que los nuevos gobiernos democráticos debían restaurar la paz nacional, someter a los culpables de crímenes durante los regímenes anteriores y avanzar en la construcción de una sociedad incluyente y libre de violaciones a los Derechos Humanos (Teitel, 2003). El caso argentino en su etapa inicial por ejemplo, reveló la imposibilidad de realizar enjuiciamientos al estilo de Núremberg, aunque demostró que el Derecho Internacional puede constituirse en una fuente alternativa al Estado de Derecho para guiar los juicios nacionales en una sociedad en transición (Rodríguez Montenegro, 2011). Los procesos latinoamericanos plantearon en este sentido cuestiones cruciales en términos de tensión entre paz, verdad y justicia, sacando a la luz dilemas del tipo “justicia versus impunidad” u “olvido versus memoria”, entre otros. La justicia transicional se sitúa así entre el deber de memoria con las víctimas y el derecho a ciertos olvidos a favor de los intereses nacionales, de tal manera que “mucha” memoria puede contribuir a la lucha contra la impunidad, pero en ocasiones deviene en problemas para la transición. Pero, también, “mucho” olvido frena o hace imposible la justicia y la verdad para una nación. Es por ello que algunos actores del tránsito piden insistentemente el cierre de pasados violentos, en aras de conseguir la reconciliación nacional (Orozco, 2009).
Los actores de la transición española, avanzada cuando se iniciaron estos procesos, ignoraron el debate y se prestaron raudos a correr un tupido velo sobre lo acontecido en la dictadura, de ahí que las tensiones (y las heridas) mencionadas sigan abiertas casi cuarenta años después. Los treinta años transcurridos entre la Ley de Amnistía de 1977 y la de Memoria Histórica de 2007 así lo revelan.
La Ley de Amnistía fue promulgada en España el 15 de octubre de 1977, cuatro meses después de la celebración de las primeras elecciones democráticas tras el franquismo (Ley 46/ 1977). El texto fue aprobado mayoritariamente en el Congreso de los Diputados y puso fin a la reivindicación coral de todos los partidos, sindicatos y movimientos de oposición a la dictadura en el periodo predemocrático generado tras la muerte de Franco. Previamente, fueron decretadas amnistías parciales como precedente inmediato a la aprobación de la Ley. Efectivamente, tan sólo unos meses después de la muerte del dictador y coincidiendo con los inicios de la presidencia de Adolfo Suárez, se aprobó en julio de 1976 una amnistía parcial que afectó a presos por motivación política o de opinión y a los relacionados con la sedición militar (Real Decreto-ley 10/1976). Fueron excarcelados con esta medida de gracia históricos dirigentes comunistas[1] y miembros de la Unión Militar Democrática (UMD)[2] pero no así los presos vascos condenados por terrorismo al haber cometido delitos de sangre. El texto del Decreto-ley de 30 de julio de 1976 señaló la voluntad de la Corona de “promover la reconciliación de todos los miembros de la Nación [..] Tal es el caso de la reintegración de los derechos pasivos a los militares sancionados después de la pasada contienda, de los distintos indultos concedidos y de la prescripción, por ministerio de la ley, de todas las responsabilidades penales por hechos anteriores al 1 de abril de 1939”. Fue éste el primer indulto pactado por el nuevo presidente y el monarca borbón Juan Carlos I, en lo que pretendía ser una nueva etapa reformista que sentara las bases de la ansiada democracia. 1976 fue un año de innumerables manifestaciones de signo político y laboral en España con un lema común de protesta: amnistía y libertad.
La amnistía parcial calmó los ánimos de la opinión pública española pero no ocurrió igual en el País Vasco. La exclusión de los presos vinculados a la organización terrorista E.T.A.[3] y la inestabilidad política existente en la región propició la aprobación, por parte del Gobierno Suárez, de dos decretos-ley[4] de ampliación de la amnistía que esta vez sí afectaron a los presos vascos acusados de terrorismo pero sin delitos de sangre a sus espaldas, con el audaz cambalache de intercambio de cárcel por extrañamientos (Juliá, 2008).[5] Se pretendió con ello rebajar el clima de tensión de cara a las elecciones del 15 de junio que habían sido convocadas tras la aprobación de la Ley de Reforma Política de noviembre de 1976.[6] Sin ningún género de dudas, la promulgación de la amnistía general estaba situada en el primer lugar de la agenda política de la predemocracia y urgía su completa definición tras la celebración de los comicios de 1977.
Efectivamente, las Cortes democráticas surgidas tras las elecciones del 15 de junio de 1977 debatieron y aprobaron la Ley de Amnistía al inicio de su labor legislativa. Fue una Ley apoyada por casi todos los grupos parlamentarios: 296 votos a favor, 2 en contra, 18 abstenciones y un voto nulo. Los principales partidos políticos democráticos votaron a favor de la amnistía: Unión de Centro Democrático (UCD), Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Partido Socialista Popular (PSP), Partido Comunista de España (PCE), la Minoría Vasco-Catalana y el Grupo Mixto. La formación conservadora y nostálgica del franquismo, Alianza Popular (AP), se abstuvo en aquella ocasión. Los dos primeros artículos de la Ley de Amnistía resumían el espíritu de aquella norma legislativa:
Artículo primero.
I. Quedan amnistiados:
a) Todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis.
b) Todos los actos de la misma naturaleza realizados entre el quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis y el quince de junio de mil novecientos setenta y siete, cuando en la intencionalidad política se aprecie además un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España.
c) Todos los actos de idéntica naturaleza e intencionalidad a los contemplados en el párrafo anterior realizados hasta el seis de octubre de mil novecientos setenta y siete, siempre que no hayan supuesto violencia grave contra la vida o la integridad de las personas.
II. A. los meros efectos de subsunción en cada uno de los párrafos del apartado anterior, se entenderá por momento de realización del acto aquel en que se inició la actividad criminal.
La amnistía también comprenderá los delitos y faltas conexos con los del apartado anterior.
Artículo segundo.
En todo caso están comprendidos en la amnistía:
a) Los delitos de rebelión y sedición, así como los delitos y faltas cometidos con ocasión o motivo de ellos, tipificados en el Código de justicia Militar.
b) La objeción de conciencia a la prestación del servicio militar, por motivos éticos o religiosos.
c) Los delitos de denegación de auxilio a la Justicia por la negativa a revelar hechos de naturaleza política, conocidos en el ejercicio profesional.
d) Los actos de expresión de opinión, realizados a través de prensa, imprenta o cualquier otro medio de comunicación.
e) Los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley.
f) Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas (Ley 46/ 1977).
En resumen, la Ley de Amnistía recién aprobada por el Parlamento indultó todos los delitos “de motivación política” desarrollados en la transición (incluyendo los actos terroristas con víctimas mortales) pero también los crímenes de ultraderecha del postfranquismo, así como todos los delitos cometidos en España desde el inicio de la guerra civil y durante la dictadura, incluyendo la represión y la depuración franquista. En realidad se trató de un “pacto de silencio” (Reig Tapia, 1984) entre las formaciones políticas de izquierda y derecha, una “autoamnistía” como plantea Francisco Espinosa al referir que la naciente democracia hizo tabla rasa con el pasado en pro de la reconciliación nacional (Espinoza Maestre, 2007). Si damos cuenta de las intervenciones de los distintos portavoces políticos en el Congreso de los Diputados, observaremos casi sin excepción la apelación a esta amnesia colectiva institucional para favorecer el éxito de un proceso de transición hacia la democracia en un contexto social tan complejo como el español de aquel momento, incluso de aquellos que más sufrieron la represión franquista a lo largo de los años, como comunistas y socialistas. En este sentido, resulta a todas luces conveniente conocer la opinión de todos los partidos en el debate de la Ley para entender las razones de tal decisión y la clarividencia casi absoluta de la opinión pública, partidaria de una política del olvido. El Partido Nacionalista Vasco (PNV), representado por Xabier Arzalluz y Juan Ajuriaguerra, protagonizó la vanguardia en la demanda de la amnistía para todos los presos de ETA en virtud de la paz social en el País Vasco al entender que supondría el abandono definitivo de la violencia armada. Señaló Arzalluz en representación del Grupo parlamentario de las minorías catalana y vasca, que la participación del PNV en las elecciones fue “[...] porque creíamos que [..] ofrecían la posibilidad de una instauración democrática. [...] Para nosotros la amnistía no es un acto que atañe a la política [..] Es simplemente un olvido, como decía el preámbulo de nuestra ley, una amnistía de todos para todos, un olvido, de todos para todos”. En referencia a los delitos de sangre concluía el parlamentario nacionalista vasco:
[...] no vale en este momento aducir hechos de sangre, porque hechos de sangre ha habido por ambas partes, también por el poder y algunos bien tristes, bien alevosos. Ni cabe hablar de terrorismo porque terrorismo ha habido por ambas partes, puesto que si terrorismo es la imposición de una política por el terror, lo ha habido también por el poder, y testigos son esos encarcelados, esos exiliados, y, como botón último de muestra, esos hombres topo que han ido asomando a la superficie, después de cuarenta años de terror, hasta sus vecinos (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 1977: 968-970).
Apuesta decidida por la amnistía fue la expresada por Marcelino Camacho como representante de la Minoría Comunista del PCE y del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC).[7] El veterano sindicalista comunista, preso en diversas ocasiones por las autoridades franquistas a lo largo de la dictadura, fue tajante en su alocución:
Para nosotros, tanto como reparación de injusticias cometidas a lo largo de estos cuarenta años de dictadura, la amnistía es una política nacional y democrática, la única consecuente que puede cerrar ese pasado de guerras civiles y de cruzadas. Queremos abrir la vía a la paz y a la libertad. Queremos cerrar una etapa; queremos abrir otra. Nosotros, precisamente los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Nosotros estamos resueltos a marchar hacia delante en esta vía de libertad, en esa vía de paz y del progreso (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 1977: 959-961).
Camacho además apeló a la amnistía sindical y significó que la estrategia comunista era coherente y consecuente con la política de reconciliación nacional del PCE expresada ya en 1956. Y concluyó con una nota sincera y sentimental: “Pedimos amnistía para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera estado nadie. Yo creo que este acto, esta intervención, esta propuesta será, sin duda, para mí, el mejor recuerdo que guardaré toda mi vida de este Parlamento” (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 1977).
Con expectación se produjo la intervención del Grupo Socialista en el Parlamento, el principal partido de la oposición surgido tras las elecciones del 15-J. El encargado de defender la postura favorable a la amnistía fue José María Benegas, joven integrante del Partido Socialista de Euskadi. Benegas inició su intervención con palabras muy emotivas:
En esta fecha […] quiero que mis primeras palabras sean de recuerdo para todos aquellos que hoy debieran ser amnistiados y no pueden participar de este momento, porque sus vidas quedaron truncadas en el camino y en la espera de una libertad ansiada que no llegaron jamás a ver […] Para todos ellos un recuerdo entrañable [..] en la esperanza de que el pasado que hoy comenzamos a enterrar nunca jamás vuelva a repetirse en este país y nadie pueda ser perseguido por sus convicciones políticas.
El dirigente socialista dejó dos mensajes claros,
[…] a fecha de hoy se va a enterrar la guerra civil, la división entre españoles y las responsabilidades derivadas de quienes, en defensa de la libertad, se opusieron a aquellos que pretendieron acallar la fuerza de la razón por la fuerza de la violencia y el ejercicio autoritario del poder.
Y un ruego a sus paisanos, “El Pueblo Vasco ha conseguido la amnistía; el Pueblo Vasco tiene que conseguir ahora la autonomía y consolidar la democracia [...] tiene hoy ante sí la posibilidad histórica de construir su propio futuro con la participación democrática de todos los ciudadanos de Euskadi (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 1977: 965-968).
Por su parte, el partido en el Gobierno, la UCD de Adolfo Suárez, estuvo representada en el debate de la Ley de Amnistía por el diputado Rafael Arias-Salgado. El punto de vista institucional del partido reformista abogaba por “hacer realidad una vieja y sentida aspiración que jamás ha llegado a echar sólidas raíces en la Historia de España: la definitiva institucionalización de un Estado democrático de Derecho, que ampare la libertad de todos y en el que todos, en el respeto a los demás, lleguen a encontrar su sitio”. Concluía el diputado por Toledo situando en un mismo punto la aprobación de la amnistía con la estabilidad democrática:
Es posible que por ser común a la inmensa mayoría de los Grupos de esta Cámara deje en algunos el rescoldo último de insatisfacción, pero creemos que es tal su amplitud, que permite superar el pasado y empezar a construir aquello que realmente necesitamos: erigir y perfilar unas instituciones democráticas que encaucen la convivencia de todos los españoles (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 1977: 972-973).
Como señalábamos anteriormente, el Grupo de AP votó abstención ante la Ley de Amnistía. Los argumentos esgrimidos por Antonio Carro, exministro franquista y entonces portavoz de la formación conservadora, situaban al Estado español al borde de la anarquía con la aprobación de la Ley:
la nueva amnistía que hoy nos proponéis, en lugar de contribuir a la reconciliación nacional [se traduce] en un fermento de inseguridad social, en la institucionalización del desconocimiento del Estado de Derecho y en una profunda erosión de la autoridad. [..] mucho me parece que estamos deslizándonos por el plano inclinado del menosprecio de las leyes, del desgobierno y, en fin, de la anarquía.
El partido de Manuel Fraga aceptó la amnistía en virtud del cambio de régimen político en España y de la reconciliación nacional pero no así en el indulto de aquellos que se dedicaron a destruir el ordenamiento jurídico: “Y frente a los ataques a la democracia no es buena medicina la amnistía. La única medicina que aplican las democracias más genuinas y consolidadas es una estricta aplicación de la ley y de la justicia.”[8] Obviamente, en el centro de las acusaciones de AP se encontraba el terrorismo asesino de ETA, “el Grupo Parlamentario que me honro en representar no puede avalar con su voto positivo el proyecto de ley de amnistía; y nos abstendremos porque una democracia responsable no puede estar amnistiando continuamente a sus propios destructores” (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 1977: 957-959).
Estas fueron las principales intervenciones parlamentarias en el debate acerca de la Ley de Amnistía. Sin lugar a dudas fue una ley de punto final en virtud de la cual se excluyó cualquier tipo de reclamación de los delitos cometidos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de junio de 1977. Los partidos políticos españoles de 1977 renunciaron a revisar el pasado y a exigir las oportunas responsabilidades ocasionadas durante los cerca de cuarenta años que duró la cruenta e implacable dictadura de Francisco Franco y su consiguiente etapa de transición.
La Ley de Amnistía sancionó la impunidad en la transición y se ha convertido desde entonces en un escollo insalvable que impide dar respuesta satisfactoria a los derechos de verdad, justicia y reparación que indudablemente poseen las víctimas de la dictadura franquista. Ello ha sido posible en parte por la inacción del poder legislativo, que en la búsqueda del consenso transicional se ha mostrado incapaz de emitir normas decididas de justicia transicional al respecto, y en parte por la particular forma de ignorar el Derecho internacional y las obligaciones que éste impone en materia de violación grave de los derechos humanos por parte de la judicatura española. Toda esta problemática tiene, pues, su centro en la forma en que se llevó a cabo la transición política, y en cómo leyes aplicadas en ese momento siguen vigentes en un contexto completamente distinto, que se traduce en algo más que en una negativa a satisfacer los derechos de las víctimas, pues podría llegar a suponer una sistemática conculcación de estos derechos por quienes mayor obligación política, judicial y ética tienen de protegerlos y satisfacerlos (Escudero Alday, 2013).
De esta respuesta que las instituciones del Estado han dado a las víctimas de la violencia de la guerra civil y la dictadura, insatisfactoria en su faceta política y prácticamente nula en la judicial, se ha encargado muy recientemente el historiador Sánchez Recio (Sánchez Recio, 2018). Señala el autor que conforme se asentaba la transición y en parte gracias al trabajo desarrollado por un nutrido grupo de historiadores, el consenso se fue trocando en un acalorado debate con el cambio de siglo suscitado por la política cultural del gobierno de José María Aznar y las veleidades profranquistas de sus colaboradores y caracterizado por una profunda y persistente fractura ideológica y política respecto a nuestro pasado reciente. Un debate que alcanzó su punto culminante en la llamada Ley de Memoria Histórica de 2007 y que ha puesto sobre la mesa la pertinencia y discusión de conceptos y experiencias históricas como memoria histórica, derechos humanos, imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad e impunidad, significado del consenso político durante la transición y condena del régimen franquista. Ello ha servido por extensión a poner de relieve la inestabilidad de algunos de los cimientos sobre los que se apoyó la transición.
Sin duda el debate señalado fue provocado por la irrupción en la escena pública de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en diciembre de 2000 y el acuerdo mínimo de las fuerzas políticas representadas en el parlamento para condenar levemente el franquismo en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados el 20 de noviembre de 2002. La movilización ciudadana concentrada en las asociaciones de víctimas no solo presionó para que el grupo parlamentario del PP se dispusiera a firmar dicho acuerdo gozando de mayoría absoluta, sino que puso sobre la mesa una hiriente realidad no abordada con anterioridad y que no tendría marcha atrás: la de los desaparecidos o, lo que es lo mismo, los derechos imprescriptibles de las víctimas. En efecto, el término desaparecidos no solo contiene una enorme carga emotiva, sino que permite agrupar a las victimas bajo una categoría jurídica, la de las desapariciones forzadas, amparada por el Derecho internacional de los derechos humanos, que impone a los Estados obligaciones para con las víctimas de graves violaciones de los derechos humanos en respuesta a sus reclamos de verdad, justicia y reparación (Escudero Alday, 2013: 142).
De esta manera, en la Ley de 20 de noviembre de 2002 se puede leer:
El Congreso de los Diputados acuerda. Primero […] Reitera que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática.
[…] Tercero. El Congreso de los Diputados reafirma, una vez más, el deber de nuestra sociedad democrática de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la Guerra Civil española, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista. Instamos a que cualquier iniciativa promovida por las familias de los afectados que se lleve a cabo en tal sentido, sobre todo en el ámbito local, reciba el apoyo de las instituciones, evitando en todo caso que sirva para reavivar viejas heridas o remover el rescoldo de la confrontación civil (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 2002: 20511).
Este texto representa el nivel más alto del acuerdo que pudieron alcanzar los grupos parlamentarios. Como vemos, nada se habló entonces de desvelar la verdad, políticas públicas de memoria y mucho menos de la aplicación de la justicia penal sobre aquellos que cometieron delitos de lesa humanidad.
Estos movimientos de carácter cívico tuvieron su respuesta política más avanzada en la polémica Ley aprobada por el gobierno socialista conocida como de “Memoria Histórica”.[9] Pero el texto final provocó la comprensible indignación de las asociaciones, pues no satisfizo ninguno de los tres elementos que conforman los programas de justicia de transición de las dictaduras a las democracias. Se avanzó en lo relacionado con la reparación de las víctimas, sobre todo a través de pensiones y reconocimiento de indemnizaciones a personas o colectivos que sufrieron la represión en sus formas variadas. De esta manera, la Ley de Memoria Histórica abunda en un proceso por lo demás iniciado ya en los primeros años de transición. Pero conviene señalar que todavía se está lejos de la implementación del conjunto de políticas públicas que contribuyan a desarrollar esa memoria democrática a que hace referencia la Ley, en gran parte por el bloqueo sistemático de algunas instituciones gobernadas por el PP al cumplimiento del articulado de la Ley.
Pero la negativa a que se investigaran los hechos constitutivos de graves violaciones a los derechos humanos durante la represión franquista impide evidentemente que pueda cumplirse el requisito de la verdad y, por extensión, el de aplicación de la justicia. El texto es tan suave en este sentido que incluso no contempla un procedimiento para declarar la nulidad de las sentencias condenatorias. En el artículo 3 de la Ley se declara la ilegitimidad de los tribunales, jurados u órganos de cualquier naturaleza administrativa creados con vulneración de las más elementales garantías del derecho a un proceso justo, así como la ilegitimidad de las sanciones y condenas de carácter personal impuestas por motivos políticos, ideológicos o de creencias religiosas.
1. Se declara la ilegitimidad de los tribunales, jurados y cualesquiera otros órganos penales o administrativos que, durante la Guerra Civil, se hubieran constituido para imponer, por motivos políticos, ideológicos o de creencia religiosa, condenas o sanciones de carácter personal, así como la de sus resoluciones.
2. Por ser contrarios a Derecho y vulnerar las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo, se declara en todo caso la ilegitimidad del Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, el Tribunal de Orden Público, así como los Tribunales de Responsabilidades Políticas y Consejos de Guerra constituidos por motivos políticos, ideológicos o de creencia religiosa de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 2 de la presente Ley.
3. Igualmente, se declaran ilegítimas, por vicios de forma y fondo, las condenas y sanciones dictadas por motivos políticos, ideológicos o de creencia por cualesquiera tribunales u órganos penales o administrativos durante la Dictadura contra quienes defendieron la legalidad institucional anterior, pretendieron el restablecimiento de un régimen democrático en España o intentaron vivir conforme a opciones amparadas por derechos y libertades hoy reconocidos por la Constitución (Ley 52/2007, artículo 3).
Con dicha redacción se subrayó la carencia actual de vigencia jurídica de aquellas disposiciones y resoluciones contrarias a los derechos humanos y se pretendió contribuir a la rehabilitación moral de quienes sufrieron sanciones y condenas injustas. Pero dicha fórmula es ambigua y de escaso recorrido judicial como señalan entre otros el ex fiscal anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo o el exmagistrado del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín, para quienes la ley debería haber optado por la nulidad en lugar de términos como ilegitimidad, que carecen de valor jurídico (Martín Pallín, 2008: 19-46).[10] Por otra parte, si bien la Ley declaró ilegales e ilegítimos los procesos sumarísimos por los que se condenó a muerte y ejecutó a 50.000 personas solo en la posguerra, dejó sin dar respuesta a la mayoría de las victimas que lo fueron al margen de esos procedimientos judiciales y todavía hoy en día siguen en buena parte incomprensiblemente enterradas en fosas comunes a la espera de ser identificadas. Esas víctimas de desapariciones forzadas y sus familiares, considerados también como víctimas de graves violaciones de los derechos humanos por la tortura que supone su espera, siguen sin encontrar una respuesta política y judicial que satisfaga plenamente sus legítimos reclamos de verdad, justicia y reparación.
Y es que la citada ley optó por un camino intermedio tras un recorrido que contó desde el principio con la oposición radical del PP, que en palabras de su portavoz en el congreso la calificó de “innecesaria, irrelevante y falsaria”, además de contraria al “espíritu de concordia de la Transición,” y la de los grupos de izquierdas representados en el Congreso como Izquierda Unida (IU) y Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), con el argumento de que no reconocía suficientemente el legado democrático de la Segunda República, ni declaraba nulos “los juicios sumarísimos emanados de un régimen ilegítimo”.
La negativa compartida por los dos partidos mayoritarios PP y PSOE de promover iniciativas legislativas o judiciales que intenten superar esa impunidad y el retraso y lentitud con la que se puso en marcha la aplicación de la Ley de Memoria Histórica llevó a las asociaciones y a los familiares de las víctimas a recurrir a la vía penal. Allí encontraron rápidamente respuesta positiva en la iniciativa del magistrado de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, de juzgar los crímenes del franquismo. Lo que siguió a continuación ha supuesto, por el intenso debate generado, las instituciones implicadas, su resolución y las repercusiones nacionales e internacionales que tuvo, el punto culminante de la forma en que la democracia española y su sistema institucional se han (des)ocupado de los crímenes de la dictadura, negándose a satisfacer los derechos de las víctimas a conocer la verdad de lo que ocurrió con sus seres queridos, localizarlos, exhumarlos, identificarlos, darles digna sepultura y reparar su memoria. Así lo seguía recomendando años después, el 2 de julio de 2014, el Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición de la ONU, en su Informe sobre España, en el que habla expresamente de la obligación del Estado en la búsqueda de los desaparecidos forzosos de la guerra civil y de la dictadura, y de la adopción de medidas para impedir que las desapariciones forzosas sean crímenes amnistiados y evitar que la Ley de amnistía de octubre de 1977 tenga efectos judiciales (ONU, 2014).
El joven historiador Ignacio Tébar diferencia dos partes en la evolución del “caso Garzón” (Tébar Rubio-Manzanares, 2018). En primer lugar, el debate suscitado como consecuencia de la admisión a trámite y posterior apertura de sumario por parte del juez de la Audiencia Nacional en respuesta a las denuncias presentadas por las asociaciones y familiares de las víctimas, que contó con la oposición del Fiscal Jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza, que interpuso recurso ante la Sala de lo Penal. Más allá del primer escollo que tuvo que salvar el juez para declararse competente en el caso, la problemática se centró en la pertinencia de considerar los hechos como crímenes de lesa humanidad, lo que acarrearía su imprescriptibilidad, el carácter inderogable de los derechos vulnerados a las víctimas, entre ellos el de la vida, y la imposibilidad de aplicar, de acuerdo a la normativa internacional, leyes de amnistía. Contrariamente, el Fiscal basó su recurso en la consideración de que los hechos en cuestión estaban amparados por la Ley de Amnistía de 1977 y tampoco constituían crímenes contra la humanidad, al no estar tipificados en el Código Penal de 1932. La Sala de lo Penal resolvió finalmente a favor del recurso de nulidad el 2 de diciembre de 2008, negando la competencia de la Audiencia Nacional para conocer los hechos, a lo que ya se había adelantado el propio juez Garzón en un auto del 18 de noviembre, inhibiéndose en favor de los juzgados territoriales.
Con su resolución, la Audiencia Nacional, uno de los más altos organismos de la Administración de Justicia del Estado, garantizaba la impunidad en nuestro país de los crímenes del franquismo, en contradicción con los acuerdos firmados por España en materia de derechos humanos desde 1966. Pero una cosa era declarar esa impunidad y otra bien distinta el extremo de sentar en el banquillo como imputado al juez que había intentado juzgar los crímenes del franquismo tratando de satisfacer los derechos de las víctimas. Pero eso fue precisamente lo que sucedió cuando el otro alto organismo de la Administración de Justicia, el Tribunal Supremo, admitió a trámite en enero de 2009, causando verdadero estupor en la opinión pública internacional, una querella por prevaricación interpuesta contra el juez Garzón por el pseudosindicato ultraderechista “Manos Limpias”, por la “causa abierta contra el franquismo”. No es un dato menor, como apunta Ignacio Tébar, que el ponente que admitió la querella, el magistrado Adolfo Prego De Oliver, fuera patrono de honor de una Fundación próxima a Manos Limpias, además de autor de varios artículos para la Revista de la Hermandad del Valle de los Caídos y firmante de un deleznable manifiesto contra la ley de “memoria histórica”. Tampoco se libró de la polémica el instructor de la causa, el magistrado Luciano Varela Castro, que colaboró con la acusación particular mediante una providencia en que señalaba a Falange Española (que se había intentado sumar a la causa) y a Manos Limpias los puntos en que debían subsanar sus escritos de acusación para que no fueran revocados, y no admitió que comparecieran como testigos de la defensa juristas de la talla de Carla Ponte, ex fiscal jefe del Tribunal Penal Internacional de La Haya, Juan Guzmán, que en 1999 había procesado a Augusto Pinochet, el argentino Raúl Zaffaroni, que anuló las leyes de punto y final de su país, y los dos magistrados de la Audiencia Nacional que habían apoyado con sus votos particulares a Baltasar Garzón.
El 27 de febrero de 2012, cuando el juez Garzón ya había sido condenado por el Tribunal Supremo a once años de inhabilitación y expulsado de la carrera judicial por la causa de las escuchas de la Trama Gurtel, dicho Tribunal lo absolvió del delito de prevaricación. Pero lo hizo manteniendo los argumentos del instructor, que había vuelto a recurrir a la irretroactividad de las normas penales y a la Ley de Amnistía de 1977, con lo que volvía a sancionar la impunidad de los crímenes del franquismo, y cerraba completamente a las víctimas la posibilidad de recurrir al amparo de la vía judicial para satisfacer sus derechos, dejándolos en una completa indefensión. De hecho, aunque el Tribunal Supremo reconocía en su sentencia que “la búsqueda de la verdad es una pretensión tan legítima como necesaria”, derivaba tal responsabilidad al Estado, “a través de otros organismos y debe contar con el concurso de todas las disciplinas y profesiones, especialmente de los historiadores” (Tribunal Supremo, 2009). La consecuencia jurídica de la sentencia no se hizo esperar y se anularon todas las causas abiertas o por abrir en las audiencias provinciales, quedando remitidas a la vía administrativa que incluía una Ley de “memoria histórica” que había “privatizado” la búsqueda, localización, exhumación e identificación de los restos de los desaparecidos, dejándola en manos de las asociaciones y familiares de las víctimas (Sáez, 2011).
Nos encontramos pues con la curiosa paradoja de que el único juez que ha intentado llevar a cabo una causa contra los posibles autores de las graves violaciones de los derechos humanos cometidas bajo el franquismo se ha visto sometido a una denuncia por prevaricación. Más paradójico resulta aún que la misma justicia española permitiera al mismo juez investigar los crímenes de la dictadura argentina (1976-1983) y de la chilena (1973-1990) apelando al criterio de justicia universal. Años más tarde y en reciprocidad, sustentado en el mismo criterio, más de 150 familiares de víctimas del franquismo pidieron en 2010 a la juez argentina María Romilda Servini que investigara sus casos y que solicitara a la justicia española la extradición de nueve presuntos responsables de detenciones ilegales, torturas y fusilamientos sumarios. Entre los acusados figuraban entre otros Rodolfo Martín Villa, ministro de Relaciones Sindicales, José Utrera Molina, Ministro de Vivienda y ex secretario general del Movimiento, y Fernando Suárez González, Ministro de Trabajo además de exjueces y policías y presuntos torturadores del régimen. Entonces, el Derecho Internacional no podía aplicarse según la justicia española. Aunque existen autos que apuntan en otra dirección,[11] la impunidad sigue siendo el tenor de las sentencias que tienden a impedir la perseguibilidad de los crímenes de la dictadura franquista.