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Comunidades y violencias: lo legítimo, lo legal, lo imposible
María José Rossi; Alejandra Adela González
María José Rossi; Alejandra Adela González
Comunidades y violencias: lo legítimo, lo legal, lo imposible
Communities and violence: the legitimate, the legal, the imposible
e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 16, núm. 62, pp. 63-74, 2018
Universidad de Buenos Aires
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Resumen: Comunidades y violencias: lo legítimo, lo legal, lo imposible Este artículo refiere diversas clases de violencia a) violencias legítima/ilegítima, activa/pasiva; b) violencias institucional/doméstica/escolar/mediática/obstétrica; c) violencias subjetiva y objetiva, sistémica y simbólica; d) violencias física, psicológica, sexual, económica, patrimonial. En su intento por fundar una comunidad ‘imposible’, Milagro Sala y el movimiento social Túpac Amaru encarnan y padecen todas esas violencias. El análisis desnuda los motivos profundos que los convierten en una amenaza para los poderes fácticos y se interroga por los modos de subjetivación que hacen posible una “laocracia”, un gobierno popular: si el demos tiene cierto poder, el laos se caracteriza por su absoluta debilidad, por eso se manifiesta de forma inesperada irrumpiendo desde los márgenes. El laos es siempre lo que no se incluye, es lo que se resta de la cuenta estadística y de las representaciones que universalizan. La comunidad de la Túpac Amaru es la crítica real, la diferencia potente que no puede sobrevivir porque señala el punto de oscuridad, lo irreconciliable, de todo sistema.

Palabras clave:violenciaviolencia,legitimidadlegitimidad,comunidadcomunidad,Milagro SalaMilagro Sala,Túpac AmaruTúpac Amaru.

Resumen: This article refers to different kinds of violence a) legitimate / illegitimate, active / passive violence; B) institutional / domestic / school / media / obstetric violence; C) subjective and objective violence, systemic and symbolic; D) physical, psychological, sexual, economic, patrimonial violence. In his attempt to found an 'impossible' community, Milagro Sala and the social movement of the province of Jujuy, Túpac Amaru, suffer all these violence. The analysis bare the deep motives that make them a threat to the factual powers and is questioned by the modes of subjectivation that make possible a "laocracy", a popular government. If the demos have some power, the Laos is characterized by its absolute weakness, so it manifests unexpectedly bursting from the margins. The laos is always what is not included, is what is subtracted from the statistical account and the representations that universalize. The community of the Túpac Amaru is the real critic, the powerful difference that cannot survive because it points out the point of darkness, the irreconcilable, of every system.

Palabras clave: violencia, legitimidad, comunidad, Milagro Sala, Túpac Amaru.

Keywords: violence, legitimacy, community, Milagro Sala, Túpac Amaru

Carátula del artículo

Contrubución

Comunidades y violencias: lo legítimo, lo legal, lo imposible

Communities and violence: the legitimate, the legal, the imposible

María José Rossi
Investigadora del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC)., Argentina
Alejandra Adela González
Universidad de Buenos Aires, Argentina
e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 16, núm. 62, pp. 63-74, 2018
Universidad de Buenos Aires

Recepción: 20 Agosto 2017

Aprobación: 08 Noviembre 2017

Introducción

Independientemente de sus contextos de emergencia, de las clasificaciones o las tipologías, si algo caracteriza a la violencia es su carácter disruptivo, la interrupción de un flujo natural o artificial. La impronta inesperada de su aparición y la intensidad de su acometida inhiben toda previsión o la tornan superflua. Pero esa ruptura de la continuidad, ese hiato abierto en el corazón del ser, sería insuficientemente ponderado si sólo se lo mirase desde su ‘lado malo’. Hablaremos, pues, de diversas clases de violencia. Y hablaremos de cómo se hacen cuerpo, de cómo se encarnizan en lo que el propio cuerpo segrega como resto. Por eso hablaremos (también) de Milagro Sala, de la Túpac y del Cantri, esa comunidad imposible producto de una violencia ‘buena’, aquella que indica sabiamente que “cuando el sentido se halla pegado a lo terrenal, se necesita de la misma violencia para remontarse sobre él”.

De todas violencias que cabe catalogar en la espesura alocada de las clasificaciones —y que Borges insertaría, no sin sarcasmo, en alguna enciclopedia del siglo XXI— están las que se distinguen por su cualidad (legítima/ilegítima, activa/pasiva), por su ámbito de ejercicio (violencia institucional/doméstica/escolar/mediática/obstétrica), por su visibilidad o invisibilidad (violencias subjetiva y objetiva, sistémica y simbólica), por el objeto al cual se aplica (física, psicológica, sexual, económica, patrimonial). Sin faltar a las debidas recomendaciones, estas últimas abundan hoy en día en los manuales preventivos de la violencia de género.

Pero están también las violencias ‘buenas’ y las violencias ‘malas’. Las diversas violencias se solapan entre sí, muy a menudo se entrecruzan o superponen, tornándose indiscernibles. Como el ser, la violencia se dice de muchas maneras.

El ejercicio de violencia legítima se vincula a la cuestión de medios y fines, como bien supo verlo Walter Benjamin (1991). Y conlleva un dilema, o al menos un interrogante: un fin, cualquiera sea (la defensa de la propia vida, la restauración de la democracia en contextos de dictadura, etc.), ¿justifica la utilización de medios violentos? Todo depende del encuadre ético desde el que se analice la cuestión: los utilitarismos justifican la adopción de medios violentos para la consecución de determinados fines; las éticas de tipo kantiano o los integrismos, en cambio, prohíben el cálculo eudaimonista (cuánta felicidad o bienestar puedo proporcionar con mi medio ‘malo’) e imponen la sacralidad de los fines: la vida, la paz, la verdad. La primera es la moral de la Casa Blanca, la segunda, la del Opus Dei, aunque a veces intercambien sus marcos de referencia (como agredir a los que sostienen la legalidad del aborto con el argumento de que la vida es un valor que debe respetarse a toda costa —incluso a costa de la buena vida).

Desde el punto de vista del derecho, es el Estado quien ostenta el monopolio de la violencia legítima; ello implica que no nos corresponde como individuos ejercer violencia activa y que para resolver pleitos y diferencias debemos recurrir al Estado. Son los Estados los que están habilitados para acaparar la mayor parte de la violencia que circula en el tejido social. Pero, como advierte Benjamin, el propio Estado se ha constituido, lo mismo que el Derecho (¡vaya paradoja!), sobre la base de la violencia, que no es otra cosa que la sangre sobre la que se erige todo orden político: “La primera función de la violencia es fundadora de derecho, y esta última, conservadora de derecho” (1991, p. 30). Revoluciones y revueltas han posibilitado la constitución de un Orden que, en adelante, monopoliza la violencia en aras de conservarse a sí mismo.

No obstante los esfuerzos del derecho y la moral por neutralizar o reprimir la violencia, ella suele desmadrarse y romper los confines que el ámbito de la eticidad, a través de sus normas, impone para su encauzamiento. Las violencias racial, religiosa y de género demuestran que los frenos inhibitorios y las regulaciones de todo tipo suelen fracasar. Slavoj Žižek (2010) se refiere a ellas como violencias subjetivas en la medida en que podemos identificar a sus agentes. Este tipo de violencia se caracteriza por su carácter espectacular, visible, en ocasiones cruento. Por eso cabe reconocerla, de acuerdo con la antropóloga Rita Segato (2010), como violencia expresiva: deja marca en los cuerpos, hace huella en la carne. Tanto la violencia subjetiva como la objetiva obtienen en los cuerpos su goce y tienden a ellos como el territorio en que inscriben su potencia, como el espacio en que queda la marca de su operar: cuerpos vencidos, cuerpos marcados, cuerpos extenuados, cuerpos quemados, cuerpos explotados.

En este escenario, la violencia de género adquiere especial relevancia porque opera por un principio de selección, es decir, en el universo de lo sensible discrimina unos cuerpos sobre los que ejerce violencia de tipo sexual, psicológica, económica y patrimonial. Así, mientras se explotan sus capacidades productivas y reproductivas, los cuerpos de las mujeres son convertidos en desecho, se las reduce a nada. La expresión: “no te hice nada” muestra, en la presunta inocencia de su intensión, la potencia de su significante principal: nada. Es una negación que prohíja una positividad, “te hice nada”, es decir, “te convertí en menos que una cosa, en una nada insignificante”. Una nada excepto para el que lo enuncia. Pues esa nada es, en definitiva, su propia imagen reflejada. Un cruel reflejo de una violencia de la que ambas partes están presas. Una violencia invisible.

Por eso la violencia objetiva, sistémica o estructural, es más difícil de detectar. Es la violencia de las relaciones y la de las estructuras. Es un tipo de violencia ‘cuasi natural’, invisible a fuerza de costumbre. Se superpone con la violencia legítima, a la cual ya nos hemos referido: la coacción de que se vale el Estado para instaurar derecho. Pero alude también a un tipo de violencia abstracta, neutral, cosificadora, propia de los espacios de encierro (Foucault), que “se reproduce con cierto automatismo, con invisibilidad y con inercia durante un largo periodo luego de su instauración” (Segato, 2010: 111). La violencia institucional es sucedánea de la violencia sistémica, o una de sus formas. Y se expresa, también, en los cuerpos, ya sea inscribiéndose en su superficie o a través de su mera contabilización.

Dentro de estas violencias, la violencia simbólica es quizá la más invisible y la mejor repartida del mundo. Está, como dijimos, la violencia que agrede, humilla u ofende individuos o comunidades con la ostentación de símbolos que implican discriminación, xenofobia o racismo. Pero también está la violencia que precede y que origina el simbólico, la que da pie al lenguaje. Esa violencia es el precio por el ingreso a la universalidad, a la comunidad de hablantes.

La otra violencia

Žižek (2010) nos recuerda que el lenguaje es la primera forma de violencia: el universal se forma sacrificando las particularidades, los deícticos traicionan las intenciones del hablante, las cualidades se dicen desmembradas de sus sustancias... El ingreso del sujeto a la dimensión universal es forzado por el lenguaje: la conciencia quiere dar cuenta de una experiencia rica y única y sólo puede balbucear ‘aquí y ahora’. Experimenta de este modo la frágil impotencia de su yo, ve violentada su singularidad y comienza su ingreso esforzado en lo humano.

Desde otro ángulo, el psicoanálisis toma en cuenta los desechos del habla para restituir una dimensión que se reprime con violencia para el ingreso del hablante al universo simbólico. La equiparación de la represión policial con el ejercicio de nuestro policía interior, el superyó, no es vana.

Muchas feministas rechazan la penetración en el acto sexual por considerarlo violento. Algunos pacifismos, reacios al ejercicio de la violencia, apelan a la fuerza: las huelgas de hambre violentan la natural necesidad de los individuos biológicos a alimentarse y, de este modo, intentan forzar a la autoridad que tiene su monopolio a deponer tal o cual medida. Es un tipo de violencia pasiva que se encuentra contenida en ese espacio que los Estados reservan a las organizaciones: el derecho de huelga, un tipo de violencia que se ejerce por omisión y a la que los Estados temen, no menos que a la figura del gran criminal:

Esta violencia se hace manifiesta para el sujeto de derecho en la figura del gran criminal, con la consiguiente amenaza de fundar un nuevo derecho, cosa que para el pueblo, y a pesar de su indefensión en muchas circunstancias cruciales, aun hoy como en épocas inmemoriales, es una eventualidad estremecedora. El Estado teme esta violencia, decididamente por ser fundadora de derecho, por tener que reconocerla como tal, cuando las potencias exteriores lo fuerzan a concederles el derecho de hacer la guerra, o cuando las clases sociales lo fuerzan a conceder del derecho de guerra (Benjamin, 1991: 29)

Hegel dice que cuando el sentido se halla pegado a lo terrenal, se necesita de la misma violencia para remontarse sobre él: “Actualmente, parece que hace falta lo contrario; que el sentido se halla tan fuertemente enraizado en lo terrenal, que se necesita la misma violencia para elevarlo de nuevo” (1966: 11). Una expresión célebre de Marx describe su sintaxis: en el capítulo 24 de El Capital, dedicado a la acumulación originaria, nos dice: “La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva. Es, por sí misma, una potencia económica”.

La equiparación de violencia y potencia no es vana: descubre un aspecto del impulso poiético que torna unilateral todo intento de inmunizarnos contra él. De ahí podría extraerse una primera afirmación provisoria: la de que cualquier violencia aparece como mala o abstracta si no se la analiza a la luz de las mediaciones que la hacen posible, de sus marcos de emergencia, de los efectos que engendra. La violencia inherente al lenguaje permite el emplazamiento del sujeto al ámbito de la universalidad; la violencia inherente a la represión posibilita la apertura al universo simbólico, sin el cual no habría humano.

Si para Hegel la violencia ‘buena’ es partera —reprime para engendrar cultura— la ‘mala’, en cambio, es arbitraria, extemporánea y gratuita: mortifica. Tiene su anclaje en lo inesencial, en una visión unilateral e incompleta. Es la violencia accidental, evitable, no necesaria.

Pero no siempre la violencia que se presenta como necesaria es ‘buena’. Y no es ‘buena’ porque para funcionar tiene que alimentarse de discursos (de ideologías, diríamos en buen marxismo) performativamente contradictorios. Es lo que Žižek llama la buena conciencia liberal. Estos discursos enmascaran bajo el tinte pacifista de sus declamaciones bienintencionadas prácticas horrorosas y profundamente antihumanitarias. En este caso, el mal no es sólo el capricho subjetivo o la unilateralidad del punto de vista sino el sostenimiento de una paradoja cínica que, como los nazis o los estalinistas que se comportaban como excelentes padres, amigos y esposos, al mismo tiempo podían masacrar a miles de personas so pretexto de salvar a la nación. Lo que en cualquier persona ‘común y corriente’ haría ruido, ocasionaría molestias o activaría alguna que otra alarma, aquí en cambio ha pasado a ser rutina, parte del curso natural de los hechos, de la vida; ya no incomoda la convivencia insoportable entre infligir sufrimiento a miles mientras se vive cándidamente en el ámbito doméstico.

Suele describirse a los perversos como aquellos excelentes vecinos y compañeros de trabajo que se transforman en monstruos apenas llegan a casa. Es lo que constatamos en el capitalismo en su faz neoliberal, que a la vez que declama proteger los derechos humanos, se aboca a la creación de desechos humanos. La misma matriz engendra perversamente dos gemelos de signo inverso: derechos para los blancos (‘humanos’), desechos para esos mismos blancos. Esto es lo que se da hoy en la provincia de Jujuy, donde el desecho es ser negro, indio, pobre y mujer. O mejor: negra, india, pobre, desclasada, mujer. El último de los desechos, terminal de todas las violencias.

La Túpac Amaru o la imposible reconciliación

Fuera de las acusaciones de corrupción y de alteración del orden por las cuales se mantiene presa a la dirigente jujeña Milagro Sala, líder de la Túpac Amaru, lo que sucede hoy en Jujuy es un caso testigo de la confluencia de todas las violencias a las que nos hemos referido. Y se vincula no sólo con el ejercicio de la violencia objetiva, de la violencia racial o de género, sino con el rechazo que suscita la emergencia de un espacio comunitario construido dentro pero independiente del estado provincial. Es decir, cuando “el último de los desechos” desafía los límites y excede los espacios preestablecidos para su existencia. Esta experiencia política desborda los límites convencionales.

Los tupaqueros no son parte del proletariado, ni tampoco del pueblo, mucho menos de la gente. No forman parte de una clase social potencialmente revolucionaria, ni de las mayorías silenciosas, ni de la parte de los sin parte. Tampoco son un sindicato, ni un partido político. Se autodefinen como una organización barrial aunque no provienen de los mismos lares. Y si bien surgieron en Jujuy, se extendieron por otras provincias, no son mayoritariamente indígenas, sí cabecitas negras. ¿Tienen un punto de proveniencia en común? No, vienen de las calles, como otros llegaron de los barcos. Migrantes internos, venidos hace mucho de las zonas rurales, o marginales suburbanos. ¿Forman parte del lumpen proletariado, tal como los define Marx?

Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de procedencia equívoca también, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre, ‘Sociedad de beneficencia’ en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora. (Marx, 2003: 64-65)

Es obvio que ese conjunto queda fuera del proceso revolucionario porque no puede incluirse en el proletariado urbano. Chicos de la calle, mendigos, prostitutas, tullidos, multitud de madres solteras con una rastra de pibes de todas las edades, pobres de toda pobreza, drogadictos, gentes sin familia, apenas con escolaridad primaria, muchos discapacitados mentales o físicos sin tratamiento alguno, gente de sexualidad inclasificable. Esta es la corte de Milagro Sala.

Aparecida en la escena política de Jujuy, provincia limítrofe con Bolivia, a fines de los 90, junto a un episódico sindicalismo combativo ligado a los empleados estatales, Milagro fue rápidamente reconocida por su fuerte tono contestatario y su capacidad de movilización. En la terrible crisis del 2001, se juntaron para exigir planes sociales, primero al gobierno provincial con escaso éxito, y luego al gobierno nacional de Néstor Kirchner. A partir de allí, la ayuda no fue otorgada como plan social. El entonces presidente les pidió que armaran cooperativas. Lo hicieron. Lo que más necesitaban eran viviendas. El 70 por ciento de los tupaqueros eran mujeres con mucha prole. Se convirtieron en albañiles haciendo bloques de ladrillos, luego con la ayuda de maestros mayores de obra aprendieron a pasar caños, levantar una pared derecha, armar construcciones regulares, instalar un tanque. Luego construyeron una guardería para que estuvieran los chicos de las trabajadoras, más tarde una escuela primaria, luego un centro de salud, una escuela diferencial, secundarios para chicos y adultos, un terciario. Se recibieron de agentes de salud, las mismas trabajadoras que habían hecho los ladrillos con los que se hicieron el hospital y la escuela (Gaona, 2017).

¿Qué clase de comunidad armaron que irritó tanto a la biempensante sociedad jujeña, constituida por una oligarquía ligada a los ingenios azucareros y tabacaleros, a los Blaquier y los Patrón Costa y a una clase media trastabillante, siempre traidora como señala Roberto Arlt, que extrema su racismo para elevarse en la pirámide social a partir de sus diferencias con los cabecitas negras? ¿Por qué resultó insoportable para los sectores de la política tradicional ese grupo creciente de pobres con sus propias escuelas, hospitales, fábricas y piletas de natación? (Alzina, 2012)

Lo no dicho es que se organizó una comunidad herética surgida como un vacío en medio del sistema capitalista. Las casas no tienen titularidad. Se adjudican en decisión asamblearia, y ha habido casos de vecinos expulsados: los que vendían drogas a los niños o adolescentes, o los golpeadores reincidentes. Los femicidas, que en Argentina matan a una mujer cada 18 horas, son castigados por la comunidad de las mujeres, ahora empoderadas por su independencia económica y la elevación de su autoestima, en tanto ejes de un trabajo que no las normaliza. La propiedad se hace de hecho colectiva. Los talleres metalúrgicos, textiles o de ladrillos para la construcción son fruto de las cooperativas. No es simplemente que no hay medios de producción privados de cuya plusvalía disfrutan el sector oligárquico o la burocracia estatal, sino que se plantea el uso social de los bienes, que pertenecen a un colectivo que delibera en conjunto. La propuesta es rotar en los puestos diversos, adquiriendo capacidades distintas, de educación constante en los oficios de mano, y en la educación formal. La no división entre labores masculinas o femeninas, mujeres albañiles, hombres trabajando en las guarderías, se basa en la certidumbre de que todos pueden y deben conocer y desempeñar las tareas que hacen a la vida comunitaria. Es una comunidad, no una sociedad en tanto conjunto de átomos racionales homogéneos (Battezzati, 2012). El varón cartesiano europeo, blanco y propietario, con su cuerpo maquinizado y sus pasiones subordinadas, que puede contratar en la sociedad de los iguales, se enfrenta con este conjunto de heterogeneidades, inasimilables a ningún conjunto homogéneos de clase, pueblo o incluso multitud.

Dilemas e interrogantes

Existen dos problemas que dan que pensar en esta comunidad: primero, no se autoabastece, su fábrica textil, metalúrgica y de bloques para la construcción son proveedoras del gobierno provincial. Cambiado el signo político partidario del gobierno, rompe los contratos y se pierden las fuentes de trabajo. ¿Es posible la autonomía en el circuito capitalista? (Battezzati, 2014).

Segunda cuestión. El vínculo entre los tupaqueros y Milagro. De amor absoluto, trascendente a cuestiones políticas. Cuadros formados en base a un vínculo libidinal, en los opositores a Milagro se produce la misma situación, pero a la inversa, el amor se transforma en odio visceral. La relación entre el líder y la masa es análoga a la del enamoramiento, según Freud analiza en Psicología de las masas y análisis del yo. El líder está fascinado por una idea del mismo modo que la masa está fascinada por el líder.

Lo que parece estar elaborado en la comunidad tupaquera es el nivel de la subjetividad. Los salarios mínimos percibidos en las épocas de mayor esplendor, y de los cuales estaban conformes porque se decidían en asambleas, estaban ligados a que la salud, la educación, la vivienda estaban provistos. Incluso el ocio: la enorme pileta comunitaria, las piletas climatizadas (una de ellas de la escuela diferencial), el parque cuidado, el centro cultural, la reproducción del Tiahuanaco. Las focas, emblema de Mar del Plata, la ciudad balnearia de la Argentina, lejos de las posibilidades de accesibilidad de la comunidad jujeña en el extremo norte del país, se reproducen enormes en la entrada de la piscina. Parodia de un mar inalcanzable. No se trata de una subjetividad consumista, sino de una subjetividad donde la condición de dignidad aparece como corolario de un proceso de empoderamiento. Término que se opone a una posición devaluada por la pobreza extrema, por la falta de sustento social, de lazos familiares (Bergesio y Golovanevsky, 2010).

A nivel de la estructura psíquica, se elabora una relación muy estrecha con la Flaca, a la que se ama, porque junto con las reivindicaciones se establece por primera vez algo que es muy superior al consumo indiscriminado propio de la siempre insatisfecha forma de subjetivación capitalista. El fetichismo de la mercancía que opera como anzuelo para el completamiento, imposible, del sujeto, radica en la angustia que proviene de que una vez obtenido el objeto se degrada. Bien lo explica Lacan (2006: 338-9) con el transitivismo infantil que toma de Winnicott (1972): en cuanto el objeto me pertenece, pierde su valor intrínseco que radicaba precisamente en el hecho de no poseerlo. Al contrario, los tupaqueros aprecian enormemente los objetos obtenidos, pero no los sustancializan, en la medida en que están ubicados en las tensiones propias del lazo social entre los miembros de una comunidad.

No se trata, pues, de la propiedad privada de una cosa. Lo propio arraiga en el vínculo que los subjetiva. Se trata de la construcción de un discurso para los que no tenían palabra autorizada. De la phoné al logos, esta palabra deja de ser mero sonido inarticulado para constituirse en legitimada voz en las asambleas. Incluso las voces de los tartamudos, de los desescolarizados, se vuelven capaces de dar cuenta testimonial de la elaboración de un espacio psíquico que puede ser subjetivo y colectivo a la vez. Ser tupaquero no anula el nombre propio, pero le da un gentilicio. Un apellido, una pertenencia que sostiene el andamiaje del deseo en una subjetividad política avalada en un nosotros de mayor potencia que el yo débil y siempre aterrado de la comunidad de los lobos de la que habla Hobbes.

Pero, ¿cómo articular este cambio del singular en la trama discursiva de un acontecimiento de tomas de espacios públicos con la homogenización y la servidumbre voluntaria de los individuos en el capitalismo? Y, por otra parte, ¿cómo pensar las prácticas sociales de estas nuevas formas de subjetivación en el espacio de aparición previamente formateado de las sociedades de consumo? Es imposible que funcionen ambas simultáneamente. Por otra parte, aflora una sensibilidad que remite a un registro presemiótico, tal como plantea Kristeva. En Poderes de la perversión (1989), Kristeva analiza la escritura de Louis-Ferdinand Céline, no sólo en Viaje al fin de la noche (Voyage au bout de la nuit, 1932), sino en sus panfletos antisemitas. No se trata de seleccionar las obras que son literarias y separarlas de los panfletos políticos, sino de buscar en el estilo que se forma en la instancia presemiótica, cómo se preforma el espacio para lo abyecto que luego es ocupado por un objeto cualquiera (judío, negro, indio, mujer), forma paranoide y odiada por temida, que regula las escansiones del posterior discurso consciente. Es esa clase de flujo pre-verbal que desde el cuerpo recorre los orificios y laminillas por las que nos ligamos al otro y a nosotros constituidos en esa diferencia, la que determina las relaciones de objeto en una comunidad cualquiera. La correlación de fuerzas del sistema capitalista implica más que nada la forma de la dominación interiorizada. Es eso lo que se desplegó en estos sujetos, que por una vez asumieron una voz autorizada, pudiendo transitar desde la exterioridad de una asamblea a la interioridad de necesidades convertidas en legítimos deseos. Sujetados a una asamblea, serán capaces de perdurar en un sistema, el capitalismo, que siempre los incluyó pero como deshecho, y que aún más, tiene como condición para su propia existencia, la exclusión de estas poblaciones superfluas que no pueden domesticarse como mano de obra asalariada.

Tampoco Marx los pudo incorporar: ninguneados como los saltimbanquis, no entran en el imaginario de la clase. Pero el problema fundamental se plantea porque parece que esta comunidad solo puede vivir subsidiariamente de un Estado al que al mismo tiempo socava. No es posible que convivan tales modos de organización política. Así como las comunidades paulinas fueron exterminadas en el siglo I, y las herejías de los valdenses, cátaros o fraticellis desaparecieron o sólo dejaron tenues rastros, a pesar de ser todas pequeñas y, en apariencia, impotentes, producen un efecto de sentido que genera una violencia inusitada. Es claro que un Estado dentro del Estado, es decir, una legalidad otra que legitima sus propios recursos para ejercer la violencia y que disputa el monopolio de las fuerzas represivas, entra en colisión con un sistema que reniega del origen violento de la Ley y que y que no asume el poder coactivo sobre los cuerpos como la única base de su sustentación. Dos leyes cada una con su propio poder punitivo no pueden coexistir, pero sobre todo, porque la violencia ejercida por los nuevos sujetos emergentes implica creación de nuevos espacios, de nuevos derechos, potencial fundación de otro orden jurídico expresivo de una relación de fuerzas distinta. Se trata de reconocer, muy freudianamente, que todo orden político se funda en el asesinato del padre, o en la violencia simplemente. O de otro modo, que no hay derecho, como lo destacó y desarrolló bien Hegel, si no tiene una espada que sustente su legitimidad. Que exista una máscara jurídica que plantee al estado hegemónico como la forma naturalizada de la dominación, no implica de ninguna manera, que por momentos no se desenmascare y muestre brutalmente su condición: la de una espada soberana.

Pero el derecho de rebelión tiene una larga tradición que podríamos despuntar en las aparentemente retóricas discusiones sobre la legitimidad del regicidio o de la sublevación contra el príncipe de la teoría política medieval. Será necesario visibilizar la violencia ejercida por el estado capitalista moderno o por los gobiernos subsidiarios de nuestras republiquetas para que comprendamos por qué surge tal odio hacia quienes deciden regular su violencia de otro modo, en un régimen discursivo distinto. Se trata de reconocer la lógica jurídica estatal, la violencia de la dominación y la imposibilidad de que esa forma no concite respuestas violentas porque de lo que se trata es precisamente del origen violento del poder político, que no puede ser conmovido de otra forma que por una violencia de sentido contrario, como bien lo observó el desencantado Hobbes.

Será necesario ver en esa parodia de las figuras del ocio, los leones marinos marplatenses, el universo Walt Disney, con sus Patos Donalds y su Mickey, un modo antropofágico de devorar esas figuras y devolverlas en un funcionamiento inverso. Subversión del mundo Disney y su caudal de representaciones, donde se trata de reconocer las fuerzas que se mueven detrás de las imágenes producidas por la industria de la cultura (Burgos, 2014). No se combate al capital dejando de lado el consumo compulsivo solamente, sino dejando de consumir las representaciones que son los insumos para la producción de subjetividades imprescindibles para la proliferación capitalista. Claro que el capitalismo tiene poder, pero no es solo el de reprimir o coaccionar sobre los cuerpos, es fundamentalmente el de producir subjetividades homogéneas con los mismos lugares comunes, con un lenguaje plagado de ideologemas sustancializados en la lengua, con percepciones automatizadas y sensibilidades anestesiadas. El espacio de esta comunidad dentro del estado nacional, subvierte por el uso de la alegoría y no del símbolo, las formas de la subjetividad burguesa que se reproducen como interioridad en un espacio público que no se diferencia del privado. El mercado no puede soportar los vacíos de sentido de la religión capitalista. El Estado moderno que garantiza la libre circulación del capital, no admite en su monoteísmo exclusivista la aparición de otras formas. Porque perpetran contra el sentido del que se perciben generadores y propietarios. Si se puede reproducir un Disney o el león marplatense en medio de la sequedad de la puna jujeña, es también posible regenerar otras formas de politicidad que no acuerden con el sistema de la partidocracia de las democracias representativas contemporáneas (Russo, 2010).

Democracias y laocracias

Milagros Sala no trabajó con el demos sino con el laos. Una antigua distinción bíblica emerge en la pluralidad de las definiciones. Si laocracia es el gobierno popular (Míguez et al., 2016), la democracia es solo el gobierno de los representantes del pueblo, ya una forma degenerada que no reconoce Aristóteles, que la ubica como originaria con su correspondiente deformación, la demagogia. El laos es lo que no entra en la democracia representativa como pueblo orgánico. Pero ese resto debe permanecer como muestra de exclusión interna para someter precisamente al demos. El momento laocrático se vive cuando ese resto logra articularse fuera del ámbito de la representación. Podríamos decir que es ese momento el que no se tolera, y que por eso debe ejercerse todo el kratos, violencia, poderío sobre ese resto que está destinado a permanecer como tal al solo efecto de constituirse en el lugar velado donde podrían caer quienes se diferencien de las formas ‘democráticas’ admitidas. Si el demos tiene cierto poder, el laos se caracteriza por su absoluta debilidad, por eso se manifiesta de forma inesperada irrumpiendo desde los márgenes. Los que no tienen espacio alguno en ninguna representación, los organilleros de Marx, los que siempre reclaman desde un afuera de toda institución, incluso de las que propone el estado de bienestar en una pseudo inclusión. El laos es siempre lo que no se incluye, más bien de lo que se resta de la cuenta estadística, y de las representaciones que universalizan. A golpes de pura singularidad se abre una dimensión que lastima el aire de la época, incluso con su imaginario más benévolo de un consumo creciente para todos. ¿Que se ganaría con ello sino entrar en el paraíso terrenal de la clase media? No se trata de eso, sino de dar por perdida la edad de oro y tramar lugares donde el sentido se subvierta. Parece que la palabra necesidad se articula más con la de deseo en el discurso milagrero.

Si la transparencia de la comunicación en las sociedades mediáticas implica una verdad absoluta, la inmovilidad del sistema, la naturalización del Estado, la certeza de la felicidad ligada al fetiche de la mercancía, es evidente que se producirá una colisión con un discurso donde la necesidad opera como motor de la praxis. Por supuesto que sabemos que el término necesidad puede ser interpretado muy diferentemente, pero en cierta tradición evitista del peronismo, donde hay una necesidad, nace un derecho. Y el momento laocrático es el instante de emergencia creadora del resto que retorna.

Es propio de una subjetividad crítica la posibilidad de ejercer al menos un momento de desconfianza para lo que aparece en un vértigo de transparencia. Parece que las necesidades no son comunicables. Son lo que irrumpe en un mundo donde la teoría del derrame opera como la promesa de la tierra prometida. Sólo el sacrificio del presente permitiría lograr un bienestar para las generaciones venideras. Pero, ¿eso sirve para el demos, el pueblo más o menos organizado, en clases, en partidos, en grupos profesionales, en sindicatos, pero qué pasa con el laos: chicos de la calle, prostitutas, individuos de sexualidad incierta, sobre los que el estigma de la pobreza se suma a la condición de género, de sexualidad, etario, étnica? Allí, el proceso de subjetivación no consiste en reponer en la estantería del sujeto la mercancía fetichizada que asegure tal condición. Hace falta un recubrimiento previo: y aquí se llama dignidad, pareciera que es la condición para pasar de cosa a un sujeto capaz de producir sus propias paródicas interpretaciones de lo real. A partir de una desconfianza radical. Su condición de nadie, término que también aparece con frecuencia en el discurso, es investida y esa posibilidad de investidura es la que se reclama. Posibilidad de una subjetividad crítica, que en política se llama invención y no gerenciamiento. Creación y no administración de los recursos habidos. Se trata de una experiencia de lo político ligada a la manifestación directa de eso que se considera necesario por la toma de la palabra, primer gesto de toda revuelta. Y que reconoce en las imágenes de la transparencia democrática el síntoma de un ocultamiento. Si lo dice la tele, es mentira. No, porque haya un lugar de la verdad absoluta desde donde se puede hablar, sino porque todo discurso cerrado que no puede volver dudosas sus condiciones de posibilidad, es totalitario. Pero además, opera, y eso es lo importante, como síntoma de una verdad no dicha, siempre pronta a irrumpir. En el discurso de la Túpac, hay parodia, despliegue de fetiches en la construcción cotidiana, que permiten sobre todo poner en contradicción la realidad imaginaria de las sociedades de pantalla y las necesidades, otra ficción claro, pero que investidas como discurso permiten entrar en crisis las formas cristalizadas de la lengua. Es imposible no segregar ideologías, pero la diferencia radica en que si bien todas son ficciones, algunas no son mentiras, sino formas operatorias de construcción discursiva que sirven para mostrar el modo en que un singular se desteje de la aparente universalidad de lo obvio. Al modo del niño que señala la desnudez del emperador, no es que él sea el portador de una verdad absoluta, que además es ignorada en su completitud por cualquier sujeto de la enunciación, sino que es capaz de poner en relación una verdad transparente, obvia y acorde con el sentido común, con un rasgo de percepción no normalizada. Por supuesto que la apuesta puede ser elevada y agudizar la crítica ejercida por una praxis discursiva. No es cierto que trabajando todos puedan ser alcanzados por el mismo nivel de consumo. El laos y no los demos, organizados en clases bajas, es el que puede oponer un discurso de la necesidad, que por supuesto está mediado simbólicamente, a un discurso del “sí, se puede” que inflaciona una subjetividad burguesa. ¿Por qué sería un discurso autónomo, y no pura ideología como el que aparece en las pantallas televisivas, vendiendo la subjetividad a plazos en cómodas cuotas? Simplemente, porque difiere, impugna el sentido común, expresa así cierto conflicto con lo real. Es decir, si el discurso democrático se erige como una totalidad completa, podemos marcar su falsedad en el punto en que otro discurso de las necesidades marca la falla fundamental de esa democracia. Por otra parte, no se trata de incluirse en ningún sistema, sino de socavar desde adentro los modelos productivos, denunciando en el punto en que una singularidad quiebra lo universal. Si se trabaja, se estudia, se está sano, y se vive documentado en una comunidad, entonces se percibe que no alcanzan ninguna de esas instancias para pertenecer a la sagrada familia burguesa. Es ese aspecto de irreconciliado y de irreconciliable de las representaciones lo que produce conflicto con las representaciones que imaginariamente encubren el hueco de lo real. Una negrita en el Parlasur, como Milagro Sala, un travesti estudiante para agente de salud, o un tartamudo hablando en una asamblea, producen un corte en las escenas arquetípicas de los pobres ordenadamente corriendo para cumplir sus horarios en las fábricas, los ingenios, o aún los lúmpenes viviendo de la limosna espontánea u organizada de los sectores poderosos.

Pero si bien el discurso es poderoso, y aloja o produce una subjetividad crítica, parece no alcanzar para el registro de la imposibilidad real de lagunas no capitalistas en el medio de una economía subsidiaria de consumo. Vasos comunicantes (ser proveedores del estado, depender de planes sociales) que ligan las formas de vida de esta comunidad con el estado, implica que un cambio de gobierno, los deje aislados. Está el discurso y una memoria de la praxis que hizo lazo, pero no hay autonomía. Es el trabajo por venir. Una crítica más a fondo del capitalismo, la imposibilidad de subsistir como vacuolas. Pero esa es precisamente la razón del encarnizamiento con estos crecimientos que se llama cancerígenos: no podrían expandirse, continuar su crecimiento, sin matar al estado mismo del que son en parte parasitarios. De allí la violencia represiva inusitada de un gobierno de derecha para disolver comunidades que desde el punto de vista cuantitativo es ínfimas. Del mismo modo que las primeras comunidades paulinas donde no había esclavo ni libre, mujer ni varón, judío ni gentil, es decir, rupturas con las diferencias de clase, de etnia, de género, una propuesta política, al mismo modo que en las comunidades tupaqueras, o en las herejías medievales, cátaros, valdenses, fraticellis, o en nuestra América, Antonio Conseilleiro en Brasil, el drama consiste en que esas comunidades, incluso cerradas en sí mismas, son no contrarias sino contradictorias, en el sentido fuerte, respecto del imperio de turno. Regirse por una ley que no sea la del imperio, desconocer la libertad y la esclavitud como condiciones naturales de la organización social, o denunciar que la diferencia sexual es una imposición de la que puede prescindirse porque se corresponde con una diferencia imaginaria sostenida por la omnipotencia del falocentrismo imperial, no es algo que pueda perdonarse fácilmente. Es que se trata de marcas en los cuerpos: la de la raza, del género, la clase. Las marcas reales se corresponden con lo corporal, no con las diferenciaciones simbólicas que pueden ser tan tolerantes como las admita un sistema patriarcal, racial o imperial.

La comunidad de la Túpac Amaru es la crítica real, la diferencia potente que no puede sobrevivir porque señala el punto de oscuridad, lo irreconciliable, de todo sistema. Pero permanece como amenaza para ese demos, pueblo domesticado de las sociedades massmediáticas. No se puede incluir tal diferencia, porque el momento laocrático señala la distancia misma respecto del eje normalizador, el desgarro que hace imposible cualquier sutura en lo real. ¿Ponen en jaque al sistema capitalista? Sería ingenuo pensarlo desde la perspectiva de la lucha de fuerzas, completamente desproporcionada. Al contrario, es por su debilidad que se vuelven peligrosos. La fuerza del esclavo, la potencia del dolor tiene la posibilidad de desfondar toda ideología del progreso o tecnologías de la felicidad. Los tupaqueros son el signo de lo irreconciliable, de lo que pulsa sordamente impidiendo, desde su marginalidad, que la razón imperial se vuelva totalidad.

Conclusión, con final abierto

Como decimos a lo largo del artículo en relación con nuestro “caso” (la Túpac), no es posible, para las pequeñas comunidades que quieren despegar de sus ámbitos de emergencia, hacerlo sin una cierta dosis de violencia; una violencia que escapa a cualquier clasificación, pese los intentos tardo-capitalistas de engrillarlo todo, como se parodia en el inicio. Y que produce un efecto de sentido que, a la vez, genera violencia. Una violencia brutal, desproporcionada (si se la compara con aquella a la que responde), ‘mala’ por discrecional, subjetiva, unilateral. Obviamente, una legalidad ‘otra’ que legitima sus propias estrategias para el ejercicio de la violencia y que disputa el monopolio de las fuerzas represivas, entra en colisión con un sistema que reniega del origen violento de la Ley. En esa lucha, una tiene que primar, las dos no pueden coexistir. La que se reputa legal y legítima reprime, no sólo la que aparece disputando su poderío, sino los propios orígenes lesivos. Esos que conforman un orden social sobre la base de lo desechado. Como hemos dicho en otro lugar, de un desecho no se espera que rechace. ¿Cómo osaría rechazar un desecho? Como in-mundicia, no forma, no constituye mundo, si bien está en el mundo. De ahí que lo escandaloso para el cuerpo social sea que esa materialidad restante pueda organizarse por sí misma, circular por intersticios, moverse en los márgenes y rechazar. Contaminar, insolentarse, provocar. Poner en jaque el orden donde todo es puro, blanco y limpio. ¿Cómo podrían esos desheredados, ese ejército de saltimbanquis y prostitutas, pretender salirse de cauce, desafiar la norma? El desecho que rechaza, que es lo excluido posibilitante, procede entonces por doble negación: negado, niega, y entonces retorna. El laos es lo que no se incluye, es lo que se resta de la cuenta estadística, el resto ignominioso que se pone fuera de las representaciones que universalizan. La violencia de estos nuevos sujetos emergentes, que sólo se ensaña con la anatomía de un cuerpo social desigual y maltrecho, implica, como decimos a lo largo de nuestro escrito, creación de nuevos espacios, de nuevos derechos, potencial fundación de otro orden jurídico expresivo de una relación de fuerzas distinta. Y creación de nosotras mismas como sujetas que poco sabemos de aguas en territorio jujeño, pero que tanto sabemos por mujeres, por tanta fuente en que meter las patas.

Material suplementario
Referencias
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