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“…Moi, je n’ai pas d’état, vous êtes mon occupation exclusive, toute ma fortune, le but, le centre de mon existence, de mes pensées… Est-ce que vous ne sentez pas l’aspiration de mon âme monter vers la vôtre, et qu’elles doivent se confondre, et que je meurs”1.
En noviembre 1869 aparece en París; bajo la edición de Michel Lévy frères, L’Éducation Sentimentale, de Gustave Flaubert. La lectura general del libro discurre frente los espejos sociales y de las reiteradas críticas literarias que terminan por angustiar al autor Ruanés. Años atrás él había afirmado en su correspondencia que su redacción representaba uno de los momentos más álgidos de su creación literaria y que se esforzaba por realizar una obra completa. Para Yvan Leclerc, especialista de Flaubert en la Université de Rouen, la redacción ejercida por Flaubert responde al esfuerzo más allá de lo humano, entendiendo esto no como una dificultad sino como un compromiso literario que se hace evidente en cada párrafo o idea. Existe, según Leclerc, detrás del discurso literario un trabajo muy profundo sobre lo verbal, la palabra, el sujeto, el adverbio, el sustantivo y por ende la idea general. Podríamos imaginar aquellas jornadas exigentes de trabajo –normalmente entre 10 y 12 horas de lectura y escritura en su casa de Croisset– que Flaubert dedicaba a elaborar diversos textos: una novela, uno de sus cuentos atemporales e introspectivos o una de todas las cartas que conforman su extensa correspondencia. Asímismo podríamos intuir todo el universo que podría convergir en la mente de uno de los mejores escritores del siglo XIX en Francia. Universo que se componía sobre todo de una formación en derecho, en letras y, no menos importante, en medicina2.
Lo fundamental: la descripción
La educación sentimental aparece en el sistema literario como una proyección lumínica pertinente y objetiva. El efecto causado sobre los lectores y críticos parece ser de impasibilidad, incomprehensión y muchas veces de inutilidad. Lo que confluye en su momento –de manera subsecuente– a una crítica bastante corrosiva de una obra que superaba algunas mentes. Una inmensa minoría, por el contrario, disfruta del efecto placentero que genera el detalle, la descripción y el misterio que posee cada segundo que transcurre mientras se realiza la lectura.
En el capítulo cuatro de la tercera parte, Flaubert parece haber reunido todo el potencial de la descripción. La escena, o la obra de arte, está únicamente compuesta de signos, sílabas, palabras, papel y tinta. Su transformación al sistema fonético da sentido a la representación abstracta. Una representación a su vez compleja si tenemos en cuenta que Flaubert habla allí de la muerte. Se siente la atmósfera de constricción postlitúrgica sobre la humanidad de Frédéric Moreau –personaje principal e incompleto por naturaleza– quien después del Dies Irae se evade al exterior del recinto. La composición textual de Flaubert es tan admirable que en su estética puede generar en el lector la emoción y el placer equivalentes a detallar una representación artística pictural de Monet o Degas.
Gran parte de todo el conjunto de textos de Flaubert proponen significativos pasajes con diferentes cargas de descripción. En otras obras, ya sean sus tres cuentos3, Madame Bovary o la obra póstuma de Buvard et Pécouchet, se restituyen por párrafos los grandes ejemplos de una minuciosa descripción. Unos años más adelante surgía la excelsa imagen del escritor judeo-austríaco Stefan Zweig, quien realizó también notables trabajos de literatura y de ensayística, en momentos también complejos para la humanidad. Zweig propuso características similiares de descripción. Podría suponer entonces que existió una lectura previa de Zweig sobre las obras de Flaubert. Trabajo de descripción igualmente fino, preciso y detallado de aquel sentido literario que invita recrear el pensamiento del lector.
Flaubert definía su trabajo cuidadoso en el alto nivel de exigencia personal. De manera meticulosa él atesoraba sus letras, las modificaba y las realimentaba con una suprema devoción. Él sabía muy bien que el ser humano poseía en su cerebro el poder de imantar las imágenes vividas o recreadas por la literatura al más profundo ático oscuro de su ser. Y revelarlas así al mundo, tras rememorar o evocar una sola imagen. Es eso lo que suele retener el lector también, un solo pasaje literario de Flaubert; nutrido por Frédéric, Bovary o cualquier otro de sus personajes, puede revivir diversas sensaciones y pasiones. Esa es una finalidad ulterior en sí de la literatura.
Lo definiría muy precisamente Pablo Bourget4 en su prólogo sobre el arte flauberciano. La escritura de Flaubert es una belleza íntima en todo el sentido de creatividad artística. Por ende, la lectura de la obra general de Flaubert, en especial de esta obra: La educación sentimental, requiere todo un sentido general de la sensibilidad, el lector sentirá la necesidad de ubicarse históricamente, contextualmente, socialmente y sentimentalmente bajo diversos ejes de la palabra.
El afecto singular que posee Flaubert sobre su literatura y su erudición reside en la transmisión ejemplar del pensamiento a través de la palabra escrita. La educación sentimental es el resultado ejemplar de la vasta expresión íntima del mismo autor. Su título, tal lo anota Yvan Leclerc, resulta de las iniciales de Élisa Schlesinger. Flaubert amó a dicha dama con las fuerzas, intenciones y necesidades descritas en su personaje llamado Frédéric. Élisa fue la inspiración para esta obra y para ligeras partes en Madame Bovary y en Noviembre.
Aprendizaje
El epígrafe que abre la presente reseña corresponde no solo a uno de los momentos más esperados de la novela, sino también la confesión sentimental de Frédéric, un hombre que tropieza con su destino y la torpeza de su humanidad. No se podría dejar de hablar del amor, del desengaño, de lo interminable, de lo procaz, de lo infame, de lo violento, de lo eterno y de lo lamentable en una obra que recubre en su título una moral o una pedagogía del afecto. La pertinencia de este libro resulta de ese análisis sentimental que nos suele enmarcar bajo una condición humana. La misma que Flaubert detestaba en algún punto de su vida y que le conllevó a plantearse un alter ego llamado Frédéric. Flaubert quiso emular su experiencia vital y trasmutar su devoción amorosa bajo el reflejo del anti-héroe que significa Frédéric.
Los corazones de Frédéric y de Mme. Arnoux se ven entremezclados en acontecimientos inverosímiles, intempestivos y nefastos que, reiterativamente, los dividen. Para él el amor no es más que una ilusión y cuyo sabor posible no parece satisfacerle. Para ella, el amor quizás ya está bastante lejos, es algo olvidado y cuyo sabor no deja de ser amargo. Sus encuentros se hallan mejor definidos en el crepúsculo de sus pasiones y quizás al final sentimental de sus vidas. Sus apariciones recíprocas suceden bajo el agotamiento temporal, aquel donde los seres humanos suelen abandonar cualquier tipo de apego o ilusión. Los dos están en las mismas condiciones de decaimiento y sus horizontes ya muy distantes. Ella le deja como recuerdo unos cabellos recién cortados y su sombra sumergida en un coche en la calle oscura de París.
La educación sentimiental termina donde empieza. El sommo finale no deja de revertir los sentidos del ser; del lector. Pleno exotismo de lo inalcanzable es aquel final, donde una frase repetida dos veces retumba por esas calles; en el umbral de una mancebía5, frase bajo los labios propios y reservados, frase que denota el abandono del ser a algo más elevado, que si se quiere responde al recuerdo y al olvido del viento parisino.
La educación expone los afectos humanos y las sublevaciones de los temperamentos que le son innatos. Flaubert hace de las realidades unas transfiguraciones significativas al lector. Él expone su romanticismo y su educación de la mejor manera posible, ejerciendo el acento sobre la debilidad humana y su inexorable pérdida en el tiempo.
Notas