Resumen: Los neonatos de la Casa de Austria fueron fajados en pañales con objeto de evitar malformaciones óseas. Para la ejecución de esta práctica de tradición inmemorial, las labranderas y cordoneros de palacio previnieron los indumentos necesarios con semanas de antelación al alumbramiento. La exigencia de mostrar la condición regia de los infantes recién nacidos llevó a incluir ornamentos suntuosos y tejidos nobles en su primer guardarropa, del cual, el traje bautismal ostentó la mayor opulencia.
Palabras clave:Indumentaria infantilIndumentaria infantil,fajadofajado,bautismobautismo,EspañaEspaña,monarquíamonarquía,Edad ModernaEdad Moderna.
Abstract: The newborns of the House of Austria were swaddled with bands of cloth in order to avoid bone malformations. For the execution of this inmemorial practice, the royal seamstresses and lacemakers prepared the necessary clothing a few weeks before birth. The requirement to show the royal condition of newborn princes and princesses led to the inclusion of sumptuous ornaments and noble fabrics in their wardrobe, of which the baptism dress was the most opulent.
Keywords: Children’s clothing, Swaddling, Baptism, Spain, Monarchy, Early modern period.
Artículos
Pañales y mantillos de los infantes de la Casa de Austria (1545-1661)
Newborn Blankets and Diapers of the House of Austria
Recepción: 14 Mayo 2020
Aprobación: 15 Junio 2020
Entrose en un aposento y llamó al ama,
descubrió la criatura y vio que era la más
hermosa que jamás hubiese visto.
Los paños en que venía envuelta
mostraban ser de ricos padres nacida1.
Conforme a una tradición ancestral, ya existente en la civilización minoica2, los neonatos fueron envueltos herméticamente en apretadas fajas que impedían cualquier movimiento de sus extremidades. Esta práctica, compartida por todos los estratos sociales, se fundamentaba en el hecho de que el recién nacido presentaba un esqueleto blando y flexible con el que había permanecido plegado en el útero, de manera que era necesario vendarlo para prevenir malformaciones hasta obtener mayor solidez ósea por mediación de la lactancia. Según esta convicción, no sólo se lograba fortalecer y enderezar el cuerpo «inacabado» del niño3, sino que además, le proporcionaba otros beneficios como el calor necesario para evitar el enfriamiento y sosiego para conciliar el sueño4.
La costumbre se mantuvo profundamente arraigada en Occidente hasta el último tercio del siglo XVIII, siendo entonces cuando los postulados abolicionistas de médicos y pedagogos ilustrados (Cadogan, Rousseau, Ballexerd5, etc.), comenzaron a tener calado social. En España, aunque se tradujeron estos ensayos europeos y se dio cabida a otras publicaciones nacionales que exponían el carácter pernicioso de la práctica (Bonells, Picornell y Gomila, Amar y Borbón6), la aceptación general de nuevos planteamientos no llegaría hasta la década de 18407, en la que madres y nodrizas adoptaron sistemas de influencia inglesa8 que otorgaban más amplitud y libertad de movimiento, al tiempo que se agilizaba la operación de limpieza.
Partiendo de este persistente ejemplo cultural, el presente trabajo trata de ofrecer una síntesis documentada del primer guardarropa de los infantes de la Casa de Austria, que debe ser entendida en un sentido amplio, es decir, abordando tanto la empañadura como el traje de cristianar, en el periodo comprendido entre el nacimiento del príncipe Carlos, primogénito de Felipe II, y el bautismo de Carlos II, último monarca de los Habsburgo españoles.
Siguiendo las recomendaciones medievales de Avicena, los diferentes tratados obstétricos publicados en la España moderna prescribieron idéntico tratamiento para la cura del mesogastrio del neonato. Ruices de Fontecha recomendaba que, tras el alumbramiento, debía atarse el cordón umbilical con un cordel de lana limpia, y una vez cortado, se aplicase «polvo de raíz de celidonia, de sangre de drago, de sarcacochola, cominos, moho de encina y mirra [a] partes iguales»9, a lo que Núñez de Oria añadía polvo de bolarménico10. La cualidad cáustica de la celidonia actuaba como cicatrizante de heridas con efecto citotóxico y, por tanto, tenía un claro uso antibacteriano, evitando el riesgo de onfalitis. El comino, la mirra y la encina tenían propiedades antisépticas, y la savia de drago y la arcilla de Armenia (bolarménico), contrarrestaban la inflamación y regeneraban el tejido cutáneo11. Sin duda, la sinergia de todas estas sustancias garantizaba la cura de la región umbilical de la criatura.
Sobre este ungüento debía aplicarse un apósito empapado en aceite12 que impedía la proliferación de gérmenes aerobios, sellando la zona con una venda (denominada ombliguero) alrededor de la cintura que, mediante compresión, tenía la función de evitar la protrusión del ombligo (fig. 1). Pasados unos días, cuando el cordón umbilical se secaba y se caía, debía aplicarse polvo de concha de caracol como remedio para aminorar las cicatrices13.
El aparatoso proceso de componer al recién nacido proseguía con la colocación del metedor14, que era un paño largo y angosto que atravesaba la entrepierna del niño desde el vientre hasta las vértebras lumbares, a fin de evitar la formación de culeras o señales excrementicias en las mantillas. A diferencia de Castilla, en Aragón se denominó a este lienzo «braga»15, que Covarrubias definió como «el trapo con que se cubren las vergüenzas»16. Sobre el metedor se ponía el pañal rectangular solapado por delante, y sobre éste, un trozo de bayeta o tela de manteo de refuerzo para absorber el orín17. El conjunto se ajustaba a la cintura del bebé con cintas.
Opcionalmente el torso se cubría con una camisa, y el vientre y la boca del estómago se abrigaban con una bayeta «de media vara, con poca diferencia en largo y ancho»18, denominada estomaguero. Esta prenda, además de dar calor, servía como reparo para calmar el cólico del lactante, típico en los primeros meses de vida. A continuación, se envolvía al niño con una sabanilla (fig. 2), plegando el faldón sobrante por los pies hacia arriba, y sobre ésta, se enrollaba una faja alrededor de todo el cuerpo a semejanza de una momia. De esta manera, cuando era necesario atender la limpieza del infante, los paños interiores eran sustituidos sin necesidad de desfajarlo completamente; tan solo hasta la mitad inferior del cuerpo19.
Finalmente, se le ponía un pechero que evitaba que las babas mojasen las fajas, y se cubría la cabeza con un paño o un cambuj20 prendido al cuello para corregir su forma oblonga y mantenerla derecha durante el sueño21. En función de la estación del año se abrigaba al niño con una mantilla de algodón o lana, o bien, un manto de seda.
En Europa existieron dos métodos diferentes de disponer el fajero: enrollado en espiral (fig. 3), y ceñido mediante dos diagonales encontradas; en cuyo caso, era más visible la sabanilla con la que previamente se había envuelto al niño. Algunos autores (Carlos Varona22, Cenalmor Bruquetas23) señalan que, como rasgo de la cultura aurisecular, en los países mediterráneos tendió a usarse el primer método, mientras que en Europa septentrional (Francia, Inglaterra y Alemania), se optó por el segundo. Conforme a este último, cruzado en retícula, Luis de Morales representó la escena de El nacimiento de la Virgen (fig. 4), a la que le atribuyen la incorporación de dicha particularidad como consecuencia del contacto directo del pintor con artistas del norte de Europa. Sin embargo, son numerosas las muestras figurativas que evidencian la existencia de este sistema de fajado en la España medieval, entre otras, la tabla de La Natividad de Santa María de Aviá (fig. 5) o el retablo de la catedral de Manresa, obra del pintor catalán Pedro Serra. Además, en la corte de Enrique VIII de Inglaterra, entre los preparativos que se hicieron en 1514 para el cuarto parto de Catalina de Aragón, fueron confeccionados seis fajeros especialmente anchos (2,70 x 0,33 metros)24; lo que demuestra que estaban pensados para disponerse en espiral.
En el caso de Francia, dos escenas realizadas por George de La Tour prácticamente en la misma fecha, presentan ambos métodos (figs. 6-7), y así mismo ocurre en los retratos regios; sirva de ejemplo la miniatura de las hijas gemelas de Enrique II y Catalina de Médici (fig. 8), en contraste con las envolturas de Luis XIV (figs. 3-9). Por tanto, diferentes fuentes indican que ambos procedimientos de fajado coexistieron en Europa con independencia de la nacionalidad, data25 o rango social.
Las labranderas fueron las encargadas de abastecer de ropa blanca a la Casa de Su Majestad, comprendiendo tanto la ropa de hogar (manteles, paños de mesa, sábanas, toallas…), como la de uso personal (camisas, gorgueras, zaragüelles, pañales…). Por su cargo percibían una asignación mensual de setenta y tres reales y medio26, además de una retribución en especie consistente en «una ración diaria de panecillos, un lote de vino y cuatro libras de carne de vaca»27. Como complemento, el sumiller de corps les abonaba aparte las composturas o piezas de ropa que cosieran, de las que daban cuenta al escribano y controlador de la cámara real para proceder a su cobro.
Precisamente, por los registros contables de los escribanos sabemos que Petronila de Contreras, María de Mirabal y María de Montoya se encargaron de confeccionar la ropa de cuna y los pañales de los hijos de Felipe II. Las labranderas Luisa de Silva y Luisa Madera atendieron las mismas labores de costura en el reinado siguiente, y Magdalena de Chaves Bañuelos desempeñó idéntica actividad para los vástagos de Felipe IV e Isabel de Borbón28.
Dos cartas de pago, redactadas por el escribano Pedro de Quevedo29, con las labores que María de Montoya y Petronila de Contreras realizaron a finales de 1579, indican qué tipo y cantidad de textiles se previno en la canastilla de la infanta María, nacida en el Alcázar madrileño el 14 de febrero de 1580. En el recibo de María de Montoya se detalla: tres sábanas para la cuna, cuatro mantillas para envolver a la niña, tres toallas, diez camisas, veinte pañales, doce ombligueros, veinte metedores, seis paños de cabeza y doce babadores. El escrito correspondiente a Petronila de Contreras incluye otras tres sábanas de holanda para la cuna, cuatro almohadas, dos acericos y cuatro toallas; y además, recoge las siguientes hechuras y composturas:
Primeramente diez camisitas de viejo, por la hechura de cada una, por todas diez camisas, doce reales con hilo. Más seis fajeros con sus taleguitas, pespunteados y con cintas, por la hechura de cada uno, que son seis fajeros y seis taleguitos, doce reales por todos. Más doce toallas para los brazos, por la hechura ocho reales de todas, que es ganancia sin pecado. Más tres paños de pechos que se llaman rebozos, por la hechura de cada uno, digo por todos, seis reales. Más seis pañitos para la cabeza, por la hechura de cada uno, por todos tres reales. Más veinte pañales, por la hechura de cada uno, por todos quince reales. Más veinte metedores, por la hechura de cada uno, por todos diez reales; todo lo cual es viejo30.
De estos recibos se desprenden varias conclusiones. En primer lugar, la reina Ana de Austria inició los preparativos del parto con un par de meses de antelación, cuando presentaba un avanzado estado de gestación. En segundo lugar, dan cuenta de que, aunque se confeccionaron un gran número de prendas de nueva factura para la recién nacida, algunas de ellas eran reutilizadas; presumiblemente del guardarropa de sus hermanos mayores, ya que sabemos que esta práctica se aplicó también a su hermano Felipe, quien heredó ropa del príncipe Diego Félix que le fue convenientemente adaptada y reparada por el sastre Francisco de Herrera31. En tercer lugar, tal y como evidencia la pintura de Murillo (fig. 2), las fajas de los recién nacidos se enrollaban y guardaban en taleguillas de tela. Finalmente, nos informan de la distinción entre dos tipos de babadores; unos a modo de delantal con peto, conforme al retrato de La infanta Margarita Francisca (Santiago Morán, 1610, Museo del Prado), y otros denominados «paños de pecho o rebozos32» similares a los baberos actuales (fig. 10).
Aunque el grueso de la canastilla era elaborado por las costureras, algunas piezas textiles fueron suministradas por los pasamaneros de palacio, debido a que estaban tejidas en telares menores conforme al procedimiento propio de su oficio33. Bernabé Velázquez de Tapia (cordonero al servicio de Felipe III y Margarita de Austria), hizo en septiembre de 1607, con ocasión del nacimiento del infante Carlos, «cuatro fajas de hilo blanco valenciano con remates en punta, tejidas de pasapié, con su tranzadera para atarlas, para fajar a Su Alteza» y otras «seis fajas de seda, las dos carmesíes, dos pajizas y encarnado, y dos morado, nacarado y blanco, tejidas al telar de pasapié, de tres varas de largo cada una, con sus listas de la misma seda en la punta de los remates, [también] para fajar a Su Alteza»34.
El mismo número de fajas de hilo blanco y seda de colores fueron encargadas a Velázquez de Tapia en mayo de 1609 para el nacimiento del infante Fernando. Cuatro blancas y ocho de colores, un año más tarde para la infanta Margarita, y otras tantas en septiembre de 1611 para al infante Alonso; estas últimas realizadas por la cordonera Isabel del Castillo35. Es evidente que, por su resistencia al lavado y durabilidad, las fajas de hilo tuvieron un uso ordinario, a diferencia de las de seda de colores que debieron ser tratadas con más miramiento, cumpliendo así una función más bien ornamental, disponiéndose sobre las primeras36 (fig. 11).
Respecto a la materia de elaboración de los pañales, se utilizaron lienzos finos de lino y algodón blanco (reservados para la nobleza), tales como holanda, ruan y bretaña, con guarniciones de bordados de nudillos37, vainicas, cortadillos38 y encajes de cadeneta y de bolillos, realizados con hilo portugués39 blanco y amarillo40, al modo de las randas representadas por Pantoja de la Cruz41 (figs. 12-13). Las mantillas abarcaron una gama cromática más amplia (blanco, azul, carmesí, pardo…), en géneros de diverso grosor como lana, grana, tafetán, raso y cotonía de Flandes, y decorándose con suntuosos ribetes de seda y briscadillo de oro y plata que delataban el rango social de su portador42.
La débil estructura ósea del recién nacido exigía que el fajado de todo su cuerpo se realizase con especial cuidado y constancia hasta que ésta adquiriese consistencia, hecho que, según la mentalidad de la época, comenzaba a producirse en torno al tercer mes. Era entonces cuando se liberaban los brazos de las fajas (fig. 9), si bien, para las extremidades inferiores, la práctica se prolongaba hasta aproximadamente el noveno mes, en el que se procedía a «sacar los pies del niño»43. Este acto implicaba el completo abandono tanto de las envolturas de compresión como de las mantillas44 con ánimo de que pudiese aprender a caminar; aunque, lógicamente, a este cese no iba aparejado el de los pañales, cuyo uso se alargaba hasta los tres años45. Además, el metedor, sujeto a la cintura con una faja46, continuaba siendo la prenda interior de higiene a lo largo de toda la infancia, complementado por los zaragüelles de algodón que los infantes usaban sin distinción de género47.
De la infanta María, hija de Felipe II y Ana Austria, sabemos que comenzó a caminar cumplido el año, cuando en marzo de 1581 la labrandera Petronila de Contreras hizo «dos bandas para traer a andar a Su Alteza»48 (fig. 14); y en la misma fecha, otras dos bandas de tafetán amarillo, a juego con un conjunto de jubón, ropilla y manteo realizado por el sastre Francisco de Herrera:
Primeramente hice para Su Alteza una ropilla y manteo de tafetán amarillo, picado, aforado en tafetán, guarnecido con dos pasamanos de seda amarilla y las mangas todas largueadas, con sus alamares, de hechura 66 reales. Más hice para Su Alteza un jubón del mismo tafetán, guarnecido todo con molinillos, aforrado en tafetán y picado, de hechura 27 reales y medio; de los ojales para este jubón, 2 reales. Más hice dos bandas del mismo tafetán amarillo para traer a andar a Su Alteza, de hechura 8 reales49.
Sus brazos fueron liberados de las fajas unos días antes de cumplir los tres meses, ya que, según recoge el escribano Pedro de Quevedo en las cuentas de palacio, Herrera «hizo para Su Alteza seis habitillos de holanda con un ribete de lo mismo, forrados de la misma holanda y con botones por delante», además de, entre otros encargos, «seis pares de manguillas de holanda forradas de lo mismo y con sus cintas en las sisas y botones a las bocamangas»50, con fecha de 10 de mayo de 1580. Queda manifiesto que se trataba de mangas independientes con cintas dispuestas en las copas, que se ataban a las sisas de los jubones o ropillas mediante ojales o presillas.
De la misma manera, cuando la infanta Ana Mauricia, futura reina de Francia, contaba con dos meses y veinte días de edad, Juan de Burgos, bordador de cámara de la reina Margarita, labró con hilo de plata importado de Milán, un conjunto de manteo y saltaembarca51 en raso azul; evidenciando así el abandono de las fajas superiores:
El 12 de diciembre [de 1601] se pesó el raso azul para bordar un manteo y una saltambarquita para Su Alteza la señora infanta, y pesó antes de bordar nueve onzas y tres cuartas, y después de bordado de plata de Milán pesó veinte y nueve onzas y seis ochavas, y que bajado lo que pesó el raso quedó neto de plata veinte onzas […]. Tubo de bordadura de cuajado el manteo cuatro varas y media, a diez y nueve ducados la vara […] y la saltambarquita tuvo de cuajado una vara y una sesma, a diez y nueve ducados la vara52.
En el caso de su hermano, el príncipe Felipe, la interrupción de las fajas superiores es desvelada por un inventario de lienzos tasados de Pantoja de la Cruz entre los años 1600 y 1607, en el que se cita un retrato del príncipe en miniatura o naipe que fue «el primero que se hizo con brazos, vestido de blanco, [y] sentado en una almohada de terciopelo carmesí»53, con fecha de 9 de julio 1605. También ha quedado registro de que la infanta María, nacida en El Escorial en agosto de 1606, dio sus primeros pasos a una edad temprana, pues así lo confirma el encargo de seis bandas-andadores de holanda «de vara de largo cada tirante, con su apretador de ojetes»54 al sastre Francisco de Soria a finales de junio de 1607; y en el verano de 1612, para el infante Alonso «el Caro», otro «andador con su pasamano al canto de espiguilla» y seis manteos de carisea «para ponerle en corto»55.
Del príncipe Baltasar Carlos puede precisarse que comenzó a caminar a los once meses; información que conocemos por la relación que Pedro de la Cruz, secretario de cámara de la reina, hizo de los vestidos realizados por Soria56 para servicio del príncipe entre enero y septiembre de 1630, entre los que se cita un conjunto de ropilla con mangas bobas a juego con un faldellín:
Hizo ropilla andador con sus tirantes y manteo de tabí de plata para poner a andar a Su Alteza y con pasamanos de plata y seda azul, el cual galanteó el bordador [Jerónimo de la Negrilla] con seda azul celeste57.
El Concilio Ecuménico de Florencia de 1442 estableció que el bautismo debía administrarse a los recién nacidos lo más pronto posible (quam primum commode), como remedio al peligro de muerte prematura y, en consecuencia, la condenación del alma. En este marco, el sacramento católico fue conferido a todos los infantes de la Casa de Austria en las primeras semanas posteriores al alumbramiento, a excepción de la infanta María Eugenia, tercera hija de Felipe IV e Isabel de Borbón, que lo hizo fuera del periodo acostumbrado. Nacida en el Alcázar Real el 21 de noviembre de 1625, su bautismo formal se dilató hasta la primavera de 1626 (aunque con agua de gracia el mismo día de su nacimiento), a fin de que fuese su padrino el cardenal don Francesco Barberini (sobrino y representante de Urbano VIII), que venía desde Roma a la corte madrileña para dar el parabién a los reyes y mediar en la disputa franco-española por el control de la Valtelina58. Al retraso del solemne evento se sumó la indisposición de la madrina, la infanta María de Austria (reina de Hungría59), de manera que la ceremonia se celebró finalmente el 7 de junio, cuando la pequeña María Eugenia contaba con más de seis meses de edad; razón por la cual, fue bautizada de forma singular con un baquero de tela blanca de plata y sombrerillo negro de plumas blancas60.
Excluyendo el sayo que vistió la infanta María Eugenia por razones de edad, los recién nacidos de la Casa de Habsburgo fueron bautizados con un conjunto de gala compuesto de manteo o faldellín de media capa (figs. 15-16) a juego con un amplio mantillo que, atendiendo a su color, podemos clasificar en relación a sus portadores. Un primer grupo y mayoritario, corresponde a tejidos blancos combinados con hilos de oro y plata o bordaduras de estos metales, en el que se encuentran la infanta Isabel Clara Eugenia (que fue obsequio de su madrina Juana de Austria), los hijos de Felipe III, y en el reinado siguiente, la infanta Margarita María Catalina, el príncipe Felipe Próspero y el infante Fernando Tomás. Un segundo grupo, de color azul, lo encarnan los príncipes Baltasar Carlos y Carlos II, y de forma excepcional Felipe III vistió de raso pardo, y su hermana, la infanta Catalina Micaela, de terciopelo carmesí con bordaduras de canutillo de oro, seguramente realizadas por Diego Ramírez, bordador de cámara de Isabel de Valois61.
La pompa ceremonial que requerían los bautismos regios implicaba que el conjunto de manteo y mantillo, especialmente dispuesto para este fin, estuviese dotado de mayor riqueza de tejidos y guarniciones que los de uso ordinario. Las cuentas relativas a los indumentos confeccionados con motivo del nacimiento y bautismo de los cuatro hijos menores de Felipe III y Margarita de Austria (Carlos, Fernando, Margarita y Alonso), indican que para cada uno de ellos el sastre de cámara del rey, Lorenzo Rodríguez Varela62, realizó su respectivo traje de cristianar, además de dos mantillos ordinarios de raso; uno blanco y otro azul, ambos ribeteados con dos pasamanos de oro y plata y forrados en tafetán de seda de los mismos colores.
Como las mencionadas cuentas resultan prácticamente idénticas para los cuatro hermanos, tomamos como ejemplo las del infante Carlos, correspondientes a septiembre y octubre de 160763. Para los mantillos de raso blanco y azul, se abonaron al mercader Bernardo de Valverde un montante de 847 reales, a razón de 360 reales por quince varas de raso azul y blanco de Valencia; 105 reales por quince varas de tafetán azul y blanco doble de Granada para forro, 364 reales por treinta varas de pasamanos de oro y plata importados de Milán para guarnición, y 18 reales por tres onzas de hilo azul y blanco de seda para confeccionarlos. Del lustrado de las quince varas de raso el prensador Joanes González de Elejalde percibió 52 reales, y el sastre Rodríguez Varela, 50 reales por la hechura de dichos mantillos; lo que hace un total de 949 reales.
En contraste, para su vestido de bautismo se abonaron a Valverde 1856 reales y un cuartillo por once varas y cuarta de tela riza alcachofada64 de oro y plata de Milán, 450 reales por once varas y cuarta de tabí listado blanco y plata para forro, y 498 reales por treinta varas de pasamanos de oro y plata de Milán para guarnición. Del lustrado de las once varas de tabí de plata González de Elejalde percibió 46 reales, y Rodríguez Varela otros 50 reales por la hechura; lo que asciende a un montante de 2.900 reales y un cuartillo. Como puede apreciarse, el desembolso para el traje bautismal del infante Carlos triplica el importe de los mantillos de raso de uso regular, y nos da una idea del dispendioso gasto si recordamos que el salario base mensual de una labrandera al servicio de las cámaras reales era de 73 reales y medio.
Por otra parte, en atención a las fuentes visuales, una de las particularidades de la dinastía Habsburgo fue no retratar a los pequeños infantes conmemorando su bautismo, con la salvedad de un controvertido lienzo atribuido a Martínez del Mazo, que Young identificó con Carlos II de Austria (fig. 17). Coincidiendo con los diferentes relatos coetáneos65, el príncipe aparece envuelto en un majestuoso manto azul bordado en plata y la cabeza cubierta con una rica capota de randas, siendo precisamente el detallismo de su atuendo el argumento técnico que el mencionado historiador adujo para atribuir la obra al pintor de cámara de Felipe IV:
Presumiblemente el primer retrato real que Mazo ejecutó en su nueva capacidad de pintor de la corte, se demuestra en la precisión del encaje y el profuso bordado, las texturas de la cortina y los cojines con borlas colgantes, así como el modelado firme de la cabeza; habilidad que debíamos esperar de un pintor que hasta hacía poco había trabajado en contacto directo con Velázquez66.
Añadía Young en sus argumentos, que a pesar de que el rostro del niño carecía de las señales de prognatismo características del último Habsburgo español, éstas no debieron empezar a desarrollarse hasta más tarde, ya que las gacetas informativas de la época lo describían como un recién nacido «hermosísimo de facciones, cabeza grande, pelo negro y algo abultado de carnes»67. Tal vez, tanto Mazo como la prensa española formaron parte del mismo mensaje intencionado con el que, tras el trágico óbito de Felipe Próspero, proporcionar sosiego y esperanza de continuidad dinástica frente a los sonados rumores de debilidad del nuevo heredero al trono68.
Todos los tratados de sastrería publicados en España durante el Siglo de Oro incluyen varias trazas de manteo o faldellín de media capa, entre los cuales, Francisco de la Rocha presenta un ejemplo infantil y Martín de Andújar69 otros dos para niña que están integrados en las marcadas de un baquero y un habitillo. Por no tratarse de prendas con dimensiones específicas para los niños de pecho, no son relevantes en nuestro estudio; si bien, son de gran valor al certificar su hechura. Sin embargo, en los inventarios de los vestidos realizados para los hijos de Felipe III, se especifica que Francisco de Soria aplicaba a los manteos de recién nacido un largo que oscilaba entre una vara y ochava (94 cm) y una vara y cuarta (104,4 cm); acortándolos a dos tercias de vara (55,7 cm) cuando los infantes comenzaban a caminar70.
Por su parte, Juan de Alcega, en su Libro de geometría, práctica y traza, aporta el patrón de un manto de seda para cristianismo con forma de semicírculo imperfecto (ligeramente más largo en la falda trasera), ya que, tal y como nos explica: «no se tiene por falta ir un poco más largo por detrás, antes de opinión de muchos lo tienen por mejor»71 (figs. 18-19). Para concretar las dimensiones de su propuesta, hemos realizado los cálculos pertinentes siguiendo las indicaciones del propio sastre, quien establece un consumo necesario de seda de cuatro varas y dos tercias72 (BBBBTT = 3,90 metros). En la base del semicírculo se disponen dos secciones de una vara y una tercia cada una (BT = 83,59 cm + 27,86 cm = 1,11 metros; 1,11 x 2 = 2,22 metros), y para la altura de la figura (correspondiente a la falda trasera), se determinan dos secciones y un cuchillo o añadidura cuya suma equivale a una vara, una tercia y dos dedos; resultando 1,15 metros (BTII = 83,59 cm + 27,86 cm + 1,74 cm + 1,74 cm = 1,15 metros). Por tanto, puede afirmarse que Alcega recomendó dotar a estos mantillos ceremoniales de una longitud de falda trasera 4 centímetros mayor que los de uso ordinario.
La etiqueta habsbúrgica fijó para los bautismos de príncipes e infantes el orden ceremonial y la disposición de los diferentes enseres y objetos suntuarios en el interior del templo73. En el centro de la capilla mayor debía colocarse la pila, cubierta por un palio y elevada sobre una tarima, y en el lado de la epístola, un aparador (también resguardado con dosel), se empleaba para depositar las insignias sacramentales: vela, aguamanil, capillo, sal y la ofrenda de mazapán y alfeñique que al finalizar la ceremonia deshacían los reposteros y meninos para repartirla.
Junto al aparador, una cama-cortina de brocado servía de auxilio para que el aya, asistida de la azafata, ama y comadre, desvistiesen los indumentos de gala del recién nacido y los sustituyesen por las envolturas estipuladas para el rito del agua; que estaban compuestas por una sabanilla de holanda y una mantillla de grana blanca, además de una almilla interior de felpa si el bautismo era en invierno. En algunos casos, estas envolturas fueron dádivas pontificias; por ejemplo, en 1601 y 1626 para los bautismos de las infantas Ana y María Eugenia, las cuales fueron bendecidas por Clemente VIII y Urbano VIII y enviadas ad hoc a la corte española. En otras ocasiones, existieron variaciones a la generalidad de los infantes; como Carlos II, quien llevó una almilla de color rosa seco como reparo del frío, y el príncipe Felipe Próspero, que según las crónicas fue bautizado con una túnica y un pellico que inevitablemente nos traen al recuerdo el atuendo del Divino Infante de Murillo (fig. 20):
Volvió don Luis de Haro a tomar en sus brazos al príncipe nuestro señor, y lo llevó a la cortina, donde la azafata lo desnudó, dejándole sólo una túnica con un pellico como el de San Juan Bautista, y así se lo volvió a entregar don Luis de Haro a Su Alteza [la infanta María Teresa, que hacía el oficio de madrina], que ya esperaba en la pila con Su Eminencia [Baltasar Moscoso y Sandoval] y obispos vestidos de blanco, donde recibió el bautismo…74.
Tras la ablución y la unción del crisma se procedía a la imposición del capillo, con el que, simbólicamente, el niño era revestido de Cristo quedando unido a él. Esta insignia textil, sustituta de la primitiva alba, ya fue utilizada en tiempos de la dinastía Trastámara75, con la cual se fueron gestando unos usos concretos en los rituales de bautismo en los que, aunque con cierta sencillez protocolaria, se confirió especial consideración a los objetos suntuarios76.
Algunas referencias de las caperuzas de cristianar que usaron los infantes de la Casa de Austria nos permiten constatar que fueron vestiduras de tafetán blanco, bordadas con oro y plata de Milán y labor de encaje de cadeneta. Por el júbilo que ocasionó su nacimiento, mayor riqueza ornamental encontramos en el caso del príncipe Felipe Próspero, para cuyo bautismo se bordaron dos capillos «de gaza» o lazada (para ser ceñidos al cuello a modo de capucha con muceta), uno bordado con mariposas de colores y el otro con bordaduras matizadas en hilo de seda y aderezado con lentejuelas de plata77. Aunque no tenemos constancia de ejemplos de este indumento en la pintura española del Siglo de Oro, algunos lienzos flamencos como El recién nacido (fig. 21) y Los gemelos Clara y Aelbert de Bray (Solomon de Bray, 1646, Galería Nacional de Escocia), recrean una aproximación a su hechura.
Los documentos de contaduría y gestión de la Casa de Austria nos revelan que existió una amplia variedad de piezas textiles específicas para llevar a cabo el fajado de los lactantes. Metedores, ombligueros, estomagueros, rebozos, cambujes, paños de holanda, ruan y bretaña… integraron el primer guardarropa infantil que las labranderas y cordoneros de palacio previnieron semanas antes de cada alumbramiento.
Las minuciosas labores de vainicas, encajes y cortadillos en las empañaduras, además de los ostentosos géneros y bordados metálicos con los que se elaboraron los indumentos bautismales, constituyeron demostraciones palpables de la condición regia de los infantes, acordes a las exigencias de la etiqueta habsburgoborgoñona.
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© Musée des Beaux Arts de Rennes. Image courtesy of useum.org: Fig. 7.
© Bibliothèque Nationale de France: Fig. 8.
© Tate Gallery, Londres 2020: Fig. 10.
© 2020. Photo Scala, Florence: Fig. 11.
© Victoria and Albert Museum, London: Fig. 12.
© Nationalmuseum Stockholm 2020. Photo Erik Cornelius: Fig. 14.
© Patrimonio Histórico Artístico de la Universidad Complutense de Madrid: Fig. 16.
© CSG CIC Glasgow Museums and Libraries: Fig. 17.
© Biblioteca Nacional de España: Fig. 18.
© El autor: Fig. 19.
© 2020. The Metropolitan Museum of Art/ Art Resource/Scala, Florence: Fig. 21.