Artículo
Recepción: 22 Junio 2018
Aprobación: 01 Marzo 2019
Resumen: El presente escrito propone una ruta de estudio para rastrear algunos de los epicentros del videoarte en Latinoamérica, procurando una aproximación heterogénea para ligar diferentes temporalidades y geografías, que en su momento significaron nuevos paradigmas para la producción visual del continente. Esta revisión histórica se desarrolla a través de países como Brasil, Argentina, Chile, México, y Colombia, en cuyos particulares síntomas políticos, sociales y culturales el videoarte encontró caminos a recorrer. Finalmente, propongo una decantación de los procesos gestados desde la década de los años sesenta hasta la década de los años noventa del siglo XX, a través de tres obras de artistas colombianos (José Alejandro Restrepo, Wilson Díaz, y Óscar Muñoz). El escrito se asume como un ejercicio de memoria hacia una historia evanescente como su propia materialidad, y aún en construcción.
Palabras clave: videoarte, imagen en movimiento, memoria, poético, político.
Abstract: This paper proposes a study route to track some of the epicenters of video art in Latin America, attempting a heterogeneous approach to bound different temporalities and geographies, which in that epoch meant new paradigms for the visual production of the continent. This historical review is developed through countries such as Brazil, Argentina, Chile, Mexico, and Colombia, where particular political, cultural and social symptoms enabled the conformation of paths for the development of video art. Finally, I propose a decanting of the processes occurred from the 60's to the 90's, through three works by Colombian artists (José Alejandro Restrepo, Wilson Díaz, and Óscar Muñoz). The paper is assumed as a memory exercise towards an evanescent history just as its own materiality, and still under construction.
Keywords: video art, image in movement, memory, poetical, political.
introducción*
Cuando hablamos de videoarte es importante advertir una pregunta crucial: ¿Hablamos de video o de imagen en movimiento? En cuanto que la práctica del videoarte, en su concepción, producción y difusión, no se limita al formato digital de los fotogramas sucediendo uno tras otro como una estampida a la mirada de quien percibe. Por el contrario, se desliga de aquel formato/matriz que le regulariza, para desplazarse a procesos más experimentales cuyo acontecimiento problematiza, amplía y descompone constantemente los límites del registro videográfico en tanto formato visual y sonoro. Por ello, podríamos sostener que el videoarte nace ya como una práctica expandida.1Fenómeno no repetido en otros lenguajes plásticos como el dibujo, la pintura, o la fotografía, los cuales tendrán que superar largos procesos para desplazar sus posibilidades como herramientas de aprehensión y conocimiento del mundo.
En este sentido, resulta interesante abordar el presente tema desde la perspectiva de la imagen en movimiento, pues esta última, a mi parecer, involucra reflexiones visuales más rebeldes, amplias y periféricas, en donde se localizan gran parte de los procesos artísticos desarrollados en Latinoamérica. De igual manera, es preciso evidenciar el rico entramado de relaciones que oscilan entre el video y otros lenguajes como el dibujo, la fotografía, la escultura, el perfomance y la instalación. En estos encuentros orgánicos encontraremos el acontecimiento de los lenguajes y sus potencias, donde la sumatoria de sentidos no se basa en el ornamento sino en procesos de pensamiento plástico que abordan la historia y sus grietas, así como lo poético y la crudeza de sus metáforas.
En los inicios del así llamado videoarte a mediados de los años 60, con importantes figuras del movimiento Fluxus como Nam June Paik y Wolf Vostell, notamos que emerge como un medio contestatario, que implica una postura crítica frente a instituciones tanto artísticas como gubernamentales. Pero sobre todo, el videoarte se erige como un espejo para reflexionar sobre el uso y abuso de la información desde medios de comunicación masiva como la televisión y el cine, cuyos discursos permean de ligereza y banalidad la experiencia humana, salvo ciertas excepciones. El videoarte se convierte en un relato alterno sobre la realidad de una época, donde el ojo-lente de quien actúa tras la cámara no se limita a documentar, sino a indagar, a proponer preguntas y paradojas sobre el transcurrir de un mundo por nombrar. El videoarte se desliga de la rigurosidad de lo supuestamente objetivo y verídico del lenguaje documental, así como también del guion y escenificación del cine de ficción, para situarse en lo poético como posible método creativo. En la extensión y profundidad de lo poético, la imagen en movimiento encuentra un horizonte para enunciar el mundo desde los fantasmas de una pantalla digital, de una proyección, de una luz que aparece y desvanece ante nuestros ojos como alucinados. Se crea entonces, un campo que no se define al primer juicio, que muta permanentemente, y adquiere sus propias especificidades dependiendo del contexto en que alza su voz. En el caso Latinoamericano, esbozaré rutas de estudio desde lo poético y lo político, lo orgánico e inorgánico, lo precario y la censura.
Nam June Paik (2002), nos presenta una pieza que condensa la apuesta experimental, al menos en su primera etapa. Dicha obra reproduce en dos pantallas de televisor un metraje documental del entonces presidente de los EEUU, Richard Nixon, con la intención de alterar y casi desintegrar la naturaleza de la imagen televisiva por medio de bobinas magnéticas. Esta deconstrucción del medio, que implica un juego entre lo funcional y lo obsoleto, nos da un abrebocas para hablar sobre los particulares procesos ocurridos en Latinoamérica. Procesos que a mi juicio, más que remitir a preocupaciones de orden estético, nos confrontan con una desazón cultural, política, social y ética.
Como es bien sabido, Latinoamérica es un territorio atravesado por complejos procesos sociales y políticos. Procesos detonados por dictaduras de extrema derecha, absolutismos religiosos, represiones institucionales traducidas en censuras ideológicas, crímenes de Estado y una permanente manipulación desde esferas imperialistas tanto norteamericanas como europeas. Por otro lado, es un territorio de características exuberantes y amplias riquezas naturales, descritas en las primeras crónicas producidas durante la invasión europea, como una especie de paraíso enigmático, peligroso y sensual. Dicha visión al parecer no ha cambiado, y aún Latinoamérica remite a un sinfín de lecturas contradictorias, basadas en lo exótico y el placer, en lo ilícito y la permisividad, hecho que he comprobado en lo que va de mi corta estancia en Rusia. De todo esto, el videoarte se alimenta como si se tratase de una materia en permanente reverberación.
desarrollo
Permítanme iniciar con una frase del artista belga Francis Alys, cuya carrera artística se ha desarrollado en México desde el año 1986: “A veces, hacer algo poético puede convertirse en político y a veces hacer algo político puede convertirse en poético” (Boglione, 2014). Este artista, por lo demás clave en el desarrollo del videoarte y el performance en Latinoamérica, nos involucra de lleno en el sentido profundo del arte latinoamericano con una frase que puede resultar obvia o al menos gratuita, pero que invita a comprender las sinuosas contradicciones políticas que implican las prácticas sociales contemporáneas, desde el acto poético; situándonos en una frontera desplazada donde lo poético constantemente deviene en gesto político, y viceversa, a lo largo de acciones enmarcadas y detonadas por las causalidades de un contexto en permanente temblor. El gesto poético se instaura como acto de resistencia capaz de proponer otras narraciones frente la historia, de subvertirla, y evidenciar el malestar del relato establecido. En este punto podemos identificar algunos ejes que más allá de agrupar y clasificar, nos sitúan en puntos de encuentro desde y hacia los cuales se ha asumido el proceso creativo, hermanado con el espíritu crítico de quien observa y experimenta el transcurrir de su mundo a través del lente, y su propio cuerpo: en ocasiones encarnado como territorio de experimentación.
Podemos señalar un importante momento en el videoarte en Latinoamérica, cuando en 1981 el artista Carlos Altamirano realiza el primer videoarte en Chile, en plena época de la Dictadura Militar de Augusto Pinochet, tras el golpe de Estado contra el gobierno socialista de Salvador Allende. El video en cuestión se llama Panorama Santiago, el cual “[…] consistió en grabar en cámara subjetiva su propia carrera, frenética y jadeante, entre dos instituciones emblemáticas alteradas por el régimen militar: el Museo Nacional de Bellas Artes, cerrado por aquel entonces, y los Archivos Nacionales, la institución encargada de la memoria nacional” (Baigorri, 2010: 2). En Carlos Altamirano, cuerpo y cámara se confunden en un gesto desesperado, fugaz, y estresante. Percibimos el video como una persecución, una fuga agonizante, y la frase que repite a lo largo del video nos sitúa al borde del delirio y el absurdo. Asimismo, el video se distorsiona, limitando nuestra percepción solamente a una parte borrosa de la realidad que registra. El videoarte en este sentido se involucra con el vértigo del peligro real de ser apresado, así como con la necesidad de comunicarse. La inmediatez del medio permite el registro de una acción que con otros lenguajes no podría ser captada con tal intensidad, y de igual manera permite la fácil distribución local, nacional e internacional, volviendo al video un lenguaje que roza lo panfletario. El video fue presentado en el “Primer Festival de Videoarte Franco-Latinoamericano” en 1981 en Santiago de Chile.
En el caso colombiano, podemos ubicar en el año 1970, por primera vez, la presencia de dos obras videográficas similares a la ya mencionada de Nam June Paik. Su autor, Earl Reiback, convierte al televisor en un experimento visual manipulando sus cualidades cromáticas. A pesar de esta temprana incursión, en Colombia se tuvo que esperar hasta 1976 para que se realizara la primera muestra internacional de videoarte, la cual tuvo lugar en el Centro Colomboamericano en Bogotá con cerca de 32 piezas, entre las que destacó la obra Video Jardín, del ya mencionado artista coreano. Paradójicamente en 1974 el artista colombiano Raúl Marroquín era reconocido como uno de los pioneros del videoarte en Los Países Bajos, proveniente de un país en donde este lenguaje no tendrá un reconocimiento institucional sino hasta inicios de los años 80, cuando en el “XXVIII Salón Nacional de Artes Visuales en el Museo Nacional”, la artista María Consuelo García es premiada con el segundo puesto por su videoinstalación Juego N.1 (Charambalos, n.d.).
Podemos advertir que en Latinoamérica el lenguaje de la imagen en movimiento estuvo fuertemente ligado a la relación entre cuerpo y cámara: entre lente y acción. Situando a la videocámara como un testigo del gesto performático del artista. En este orden de ideas, encontramos una acción que nos propone un ejercicio de memoria desde la crudeza y sencillez que implica el acto del coser. La acción realizada por la artista brasilera Letícia Parente en 1975, se titula Marca Registrada. El video registra cómo la artista convierte su cuerpo en un territorio de experimentación, en metáfora y panfleto, al escribir tres palabras universales: Made in Brasil. En este punto me interesa resaltar el tipo de aproximación al video que se generó en los países latinoamericanos. La cual tuvo lugar —en la mayoría de los casos— desde la experiencia del cuerpo, ya fuera el propio o el ajeno, de una manera descarnada, directa, sin censura, y siempre más allá de los regímenes imperantes; situación que se manifiesta en la producción de Letícia Parente en plena dictadura militar en el Brasil, entre 1964 y 1985. En este tipo de videos iniciales evidenciamos también una precariedad del medio, en el sentido que a diferencia de artistas norteamericanos y europeos, quienes trabajaron mano a mano con laboratorios digitales o academias con personal especializado. En Latinoamérica, los artistas sólo contaban con una cámara, un monitor de reproducción, una edición elemental, y su propio cuerpo. Por ello, observamos que la mayoría de estos ejercicios se llevaron a cabo en un plano secuencia, sin ediciones que requirieran un complejo arsenal de equipos (Machado, 2008).
Éste sin embargo, no es el caso de la artista argentina Marta Minujin, quien en 1966, época por lo demás temprana para el videoarte en Latinoamérica, construye un complejo circuito de relaciones multimediales. En dicha obra señala las estrategias y alcances de la creación y distribución de contenidos mediáticos a la masa consumidora. La obra en cuestión se llama Simultaneidad en Simultaneidad. Desarrollada en el Instituto Di Tella, fue concebida como un proceso compartido con el artista norteamericano Allan Kaprow y el alemán Wolf Vostell. Para su desarrollo se congregaron setenta actores y productores de la televisión para ser fotografiados, filmados y entrevistados en el Instituto ya mencionado, para luego ser expuestos al sonido de un radio mientras enfrentan fijamente la pantalla de un televisor. Al pasar diez días, los participantes regresaron al Instituto y encontraron un amplio registro tanto fotográfico, como sonoro y videográfico de lo sucedido en la sesión anterior, creando un circuito cerrado en donde la información mediatizada se consume a sí misma. En esta dirección crítica se sitúa la obra Situación de Tiempo presentada en 1967, por David Lamelas, que consistió en la emisión de luz vibrátil en 17 televisores, negando la utilidad de la imagen televisiva, y permitiendo su comprensión como experiencia perceptiva desde el flujo visual, sonoro, y temporal, más allá de su uso como transmisor de información y creador de opiniones. Como ya habrán advertido ambas obras se desarrollaron en el Instituto Di Tella, lugar por lo demás emblemático para la consolidación del videoarte en Argentina. País donde ya en 1968, se había creado el Centro de Arte y Comunicación, especializado en la distribución de obras de video (Alonso, 2005).
Para finalizar este breve y parcial esbozo sobre algunos de los focos del videoarte en Latinoamérica, y antes de pasar al caso específico de Colombia en las últimas dos décadas. Es necesario hablar de los procesos acontecidos en México, país que a lo largo de la historia se ha constituido como un sitio de referencia para el desarrollo del pensamiento cultural del continente. Paradójicamente en México el primer espacio dedicado exclusivamente a la video creación tiene lugar en 1977, durante el “IX Encuentro Internacional de Vídeo” en Ciudad de México (Sedeño, n.d.). Año relativamente tardío si tenemos en cuenta los procesos llevados a cabo en Argentina a finales de la década del 60.
En el evento ya mencionado encontramos a Pola Weiss, un nombre clave en el desarrollo de este lenguaje; quien en 1976 conoce a Nam June Paik y Shigeko Kubota en Nueva York, de quienes asimila la curiosidad por experimentar con el video como lenguaje con sus propios ritmos y posibilidades tanto visuales, temporales, sonoras y espaciales. Es así como en 1976 crea arTV, a través de la cual transmite Flor cósmica, obra que detona ya algunos de los ejes conceptuales y prácticos de un discurso plástico que oscila entre lo íntimo, lo femenino y el cuerpo, y que posteriormente veremos potenciado en una obra de los ochenta titulada Mi corazón (1986), en la cual elementos orgánicos e inorgánicos relativos a la ruina se entretejen en un relato crudo y conmovedor sobre el terremoto de 1985. La artista provee, a través del video, un documento que ejercita nuestra memoria, ejercicio que como se evidencia apela ya a métodos propios de la post-producción. Vemos también en Pola Weiss, una fuerte relación entre el propio cuerpo y la cámara, entre el registro y la acción, que podríamos señalar como video performance, aunque en este caso, hay espacio para la edición, sin que esto implique un falseamiento de la experiencia (Sedeño, n.d.).
Los ochentas significaron para México el auge y consolidación del videoarte como lenguaje, con figuras como Ulises Carrión, Ximena Cuevas, Laura Carmona, entre otras, y con espacios como el “Festival de Vídeo en México Videofilme” (1986) y el Video Fil Video. De igual manera, en los 80, tanto en México como en Colombia se implementan las primeras cátedras sobre videoarte en las universidades. En el caso colombiano se abre el curso “Nuevos Medios” en la Universidad de los Andes, orientada por Gilles Charalambos, quien en 1981 había realizado la primera exposición individual de videoarte en Colombia, titulada Tortas de Trigo. Por su parte en la Universidad de Antioquia, en el mismo año de 1983, la profesora Verónica Mondéjar inicia el curso llamado “Fotografía y Video”.
En este contexto no es extraño encontrar un florecimiento de posturas experimentales y conceptuales respecto el videoarte a lo largo de la década de los noventa en Colombia. Permítanme ahora aterrizar esta vertiginosa lectura sobre la génesis del videoarte en Latinoamérica, en el territorio colombiano de la última década del siglo pasado; dando de esta manera un brusco salto temporal, el cual percibiremos en la madurez tanto técnica como conceptual de quienes han asumido este lenguaje para aprehender sus contextos.
He decidido, guiado por mis propios gustos, y esperando que estos reflejen justamente los síntomas y la atmósfera bajo la cual el videoarte ha experimentado su propia evolución en el último tramo del siglo XX e inicios del siglo XXI, escoger tres obras. Me interesa exponer tres artistas específicos que dilucidaron de manera magistral un discurso de fuerte contenido político y poético, así como construcciones tanto éticas y estéticas, que dirigen preguntas al pasado, y desnudan el presente bajo la espectral naturaleza del video. Me refiero a José Alejandro Restrepo, Óscar Muñoz y Wilson Díaz.
La obra Musa paradisiaca (Díaz, n.d.) presentada en 1996 por el artista José Alejandro Restrepo, cautiva por su demoledor relato, el cual encuentra en el video y la instalación, lenguajes que permiten diseccionar un conflictivo episodio de la historia colombiana. Es así como nos encontramos ante una propuesta en que confluyen elementos de orden digital, orgánico y documental en un cuarto en penumbra, apenas iluminado por pantallas de televisor que han sido desmontadas y convertidas en un tipo de esqueleto electrónico; esqueletos que penden de racimos de plátano como extensión o prótesis. Esta relación dramática entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo escultórico, lo instalativo y lo videográfico, culminan en unos pequeños y leves reflejos sobre el piso que contrastan con los pesados y fantásticos cuerpos que poco a poco inundan el lugar con un olor particular. En estos reflejos observamos secuencias de imágenes extraídas de noticieros nacionales relativas a masacres ejecutadas en las zonas bananeras, zonas cruciales para pensar la historia de la violencia en Colombia, teniendo en cuenta el hecho histórico de la “Masacre de las Bananeras” en 1928, en donde alrededor de 1800 trabajadores fueron masacrados por tropas del ejército nacional, al exigir derechos laborales más claros y dignos, que aquellos impuestos por la empresa estadounidense United Fruit Company.
El espectador se desplaza en este espacio que le confronta en toda su extensión perceptiva. Es necesario entrar, recorrer, agacharse, oler, regresar a los tres o cuatro días, y advertir que poco a poco los plátanos se han descompuesto: el olor es penetrante, se adhiere a la ropa, a la piel, a los ojos. Al paso de algunos días más, solamente quedarán los tallos como espinas dorsales atravesadas por cables y aparatos electrónicos; sobre el piso, acompañando los leves reflejos veremos cuerpos de bananos podridos. José Alejandro Restrepo hace una interesante reflexión histórica en cuanto problematiza la manera en que la realidad es construida a partir de imágenes, y bajo qué condiciones se ejecutan dichos discursos desde los cuales aprehendemos nuestro pasado, y asumimos el presente.
La intención por reflexionar sobre la historia se denota en la amplia investigación de carácter documental llevada a cabo por el artista, en donde encontramos como punto de partida al grabado (Restrepo, 2009), realizado en el siglo XIX que lleva por nombre Musa paradisiaca. En dicho grabado observamos la interesante escena de una mulata descansando bajo la planta del banano, como sugiriendo una relación entre lo vegetal y lo femenino, lo erótico y la naturaleza, pero también una reminiscencia al mito cristiano, cuando Eva es doblegada por el deseo y decide coger del fruto prohibido del árbol de la ciencia: Musa Sapientum. Acá el mito se traslada hacia territorios exóticos, representados bajo la perspectiva colonial y los prejuicios ideológicos del explorador extranjero. El banano es también un fruto prohibido y peligroso, que condena. Asimismo, el artista se remite a un extenso archivo documental, de donde extrae noticias, encabezados, e imágenes, que narran sucesos relativos al conflicto bananero en Colombia desde 1993 hasta 1996, año en que la obra fue expuesta. José Alejandro Restrepo, logra construir una “gramática de la violencia” en Colombia alrededor de esta Musa paradisiaca, alternando relatos que oscilan entre visiones míticas, científicas y meramente colonizadoras.
Por otra parte, el artista payanés Óscar Muñoz, también emplea los lenguajes del video para señalar procesos de compleja resonancia política. Sin embargo, en su obra encontramos una imagen que se reserva, que prefiere el silencio, una imagen que en ocasiones desaparece y nos entrega levedades. A diferencia del anterior artista, Óscar Muñoz trabaja desde una sofisticación del medio en donde desde lo mínimo, desde la sencillez y precariedad logra también construir un sólido y contundente relato donde abordar y problematizar la memoria como un laboratorio para re-leer, re-comprender, y re-aprender la historia.
Remitámonos a su obra Re/trato, realizada en 2003. En esta obra el protagonista es el gesto, el acto del dibujar. En cuanto que la mano repite, una y otra vez, movimientos que se encadenan como espasmos que poco a poco manchan con agua el asfalto caliente y crean fragmentos de rostros. Algunas veces divisamos un ojo, una mejilla, un mentón, una frente, una boca, apareciendo y desapareciendo al mismo tiempo. El dibujo instaura presencias, pero el tiempo las destruye, se las lleva precipitadamente. Re/trato, se puede asumir como una metáfora sobre la vida y la muerte, como un proceso orgánico, cíclico y absurdo llevado al dibujo y registrado por el video. Aquel gesto sencillo y potente que ya vimos en las primeras incursiones del videoarte en Latinoamérica, aparece en Óscar Muñoz como un potente y sofisticado recurso.
En ella no hace falta detenernos en referencias de tipo mítico, religioso o científicas; aunque podríamos. Sin embargo, no podemos pasar por alto su contenido de denuncia en un contexto en donde abundan las detenciones clandestinas, desapariciones forzadas, desplazamientos masivos, y falsos positivos legitimados por el silencio y complicidad del gobierno nacional. ¿No es acaso este gesto absurdo, romántico y cíclico un intento por recordar gente anónima desaparecida en lugares igualmente anónimos, bajo el amparo de un Estado diluido en una institución velada y macabra?
Óscar Muñoz regresa al archivo y realiza ejercicios de traducción, primero al dibujo y luego al video, para constituir un otro archivo cuya temporalidad no responde a lo fugaz de una revisión documental, sino al eterno retorno de la mano que traza presencias, de la mano que las restituye y del video que las preserva. El video como lenguaje expresivo se potencia como archivo histórico, desde su paradójica inmaterialidad.
Finalmente, en Wilson Díaz encontramos el video titulado Los rebeldes del Sur, filmado durante los diálogos de paz en la Zona de distensión de San Vicente del Caguán, entre el gobierno del entonces presidente Pastrana y las FARC acontecidos entre 1999 y 2002. El video responde a una visión de corte documental que devela una agrupación musical conformada por uniformados del grupo armado, cuya actuación transcurre en la tranquilidad de un festejo, y a través de letras que nos relatan sucesos acontecidos en la guerra, posturas políticas y declaraciones de tipo amoroso. El video nos anima a entrever perspectivas no transmitidas por la televisión, pues acá los fusiles descansan y hacen las veces de guitarras o instrumentos imaginarios. De alguna manera, este video nos acerca a otro relato de la guerra, nos introduce al campo común de la fiesta, en donde se hace un ejercicio de catarsis a través de la música, de la actuación. Y donde desciframos al guerrillero como un ser sensible capaz de componer, cantar, bailar, compartir y sonreír.
Sin embargo, a pesar de la honestidad con que el artista nos indica esa otra parte de la guerra, el video se sumó a la larga lista de obras censuradas por los mecanismos coercitivos del Estado. En 2007, el video fue expuesto en “Displaced: Contemporaray art from Colombia”, muestra curada por María Claudia Bernal en Glynn Vivian Art Gallery en el Reino Unido. Una vez el entonces embajador colombiano en el Reino Unido, Carlos Medellín, se enteró de su presencia en una exposición financiada por la cancillería colombiana, ordenó su inmediata exclusión. Por fortuna y a pesar de que en efecto la obra fue retirada, los folletos publicitarios de la exposición incluían imágenes del video a todo color, lo cual permitió dejar registro no solamente de la obra en cuestión, sino de los síntomas y procesos de censura; censura que se comprende a través de las declaraciones del embajador, quien dijo “[…] la labor en Europa es mostrar que los grupos al margen de la ley son organizaciones terroristas dedicadas al narcotráfico” (Guerrero, 2007).
La obra del artista Wilson Díaz se legitima en el sentido de dar paso a una discusión sobre procesos de tipo institucional que oscilan entre la censura, los derechos, deberes y libertad de expresión del artista, así como entre la construcción de visiones sobre Colombia desde el extranjero, y la injerencia de la política en el ámbito artístico y cultural. La obra, claramente, no pretende aportar más adjetivos a la construcción de un enemigo en común, no pretende aportar a la paranoia y manipulación masiva empleada para legitimar políticas de estado, cuyo despliegue resulta más nocivo que aquellos fantasmas que mutan y cambian de nombre según la ocasión. Fantasmas que en este momento tienen la cobardía de encarnarse en un país hermano, y no en la crisis y convulsión nacional.
conclusión
Como hemos notado, no podemos hablar de un estilo latinoamericano, en cuanto unas intenciones formales que decanten lo que ha significado la práctica del videoarte a lo largo de las últimas cuatro décadas. Por el contrario, nos encontramos ante ciertos contenidos, intereses e intensidades, ciertos afectos y sublevaciones que nos trasladan a un posible estilo necesariamente ecléctico y anacrónico. Esta imposibilidad nos sitúa en un discurso histórico hecho con retazos —una historia del arte hecha a martillazos— que arrojan pistas sobre la posible conformación de un “pensamiento visual” desde Latinoamérica. Pistas que delatan la imagen en movimiento como un medio por excelencia para estructurar un pensamiento material desde la versatilidad propia de un lenguaje en constante reconsideración, que aunque vislumbró como una práctica periférica, actualmente juega un papel de primer orden en los circuitos artísticos y académicos; donde en ocasiones es concebido, más que como lenguaje plástico, como moda, buscando a través del mismo: el espectáculo, la rápida validación, y un cierto aire de transgresión, que penosamente se valida en las cómodas fauces de una institucionalidad que anhela el comercio de lo marginal.
El compromiso estético y ético que implica la práctica artística se ha relegado a un plano más superficial, en donde el contenido nos señala una visión supuestamente crítica, pero su forma reposa en gestos repetitivos, y ya degenerados en los síntomas de un agotamiento visual, como se puede evidenciar en eventos de gran envergadura como ARTBO, cuyo único aliciente suele ser la sección Arte Cámara destinada a propuestas que pueden transgredir ciertos códigos, aunque claro, en la medida en que se ajustan como una diferencia domesticable. La búsqueda de la transgresión, como alguna vez lo significó para el formato del videoarte, consistiría en una fisura desde el medio visual y su puesta en escena, para explorar otras maneras de relatar nuestro acontecer desde posibilidades que escapan al consumo regulado de lo visual, aunque años más tarde, irremediablemente este resplandor sea regularizado. Un importante foco de sublevación está presente en eventos que mantienen cierta independencia de los circuitos capitalinos. Tal es el caso de “Para verte mejor”,2 una muestra periférica que a pesar de no contar con un juicioso ejercicio de investigación y divulgación, va más allá que algunos eventos de alto reconocimiento y presupuesto, en tanto espacio de experimentación. Su formato no está supeditado a un calculado plan curatorial, sino que responde a un trabajo orgánico y abierto a constantes modificaciones incluso una vez la exposición ya está en marcha: no hay nada fijo, las obras y los sentidos pueden fluctuar. De esta manera, “Para verte mejor” logra fisurar la condición ritual y artificiosa del espacio del museo o la galería, para situarse como un laboratorio, como un ejercicio visual entre conocidos que —consciente o inconscientemente— experimenta y se involucra de una manera más humana con las dinámicas expositivas de la imagen en movimiento. En esos afectos hay sublevación.
Lo importante son esos momentos que nos quedan, esa arqueología de la imagen en movimiento que mantiene el deseo a flor de piel cada vez que repasamos sus caminos, en ocasiones desde el prejuicio y la exclusión tan propios de los relatos históricos. La imagen en movimiento, es la metáfora de nuestros ojos aleteando ante las vibraciones de la historia sobre una superficie en reverberación.
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Notas