Artículo de Investigación
Recepción: 02 Marzo 2023
Aprobación: 04 Agosto 2023
DOI: https://doi.org/10.36677/eot.v0i17.20934
Resumen: El presente artículo propone una de las tantas, pero necesarias reflexiones de la violencia, la cual se presenta con tal insistencia que parece resonar en el pasado de una cultura tan agraviada, como lo es la mexicana. Este escrito surge de una visión anacrónica y comparativa entre la invisibilidad de los cuerpos que habitan Ecatepec y la violencia mesoamericana, específicamente del acto sacrificial azteca. Para hacerlo, se inicia con una reflexión de la escritora Ileana Diéguez, quien ha propuesto un estudio sobre los escenarios y prácticas que rodean el concepto de desaparición, abordado aquí como entierro. Para posteriormente acercar la noción de sacrificio mediante un recorrido histórico-antropológico desde Serge Gruzinski hasta el enfoque contemporáneo de Guilhem Olivier y Johannes Neurath —dicha noción es atrevesada constantemente por fragmentos literarios como los de Octavio Paz, Sergio González o Jean Clair, que encaminan a pensar la acción de “enterrar” como una metáfora de la violencia vivida en México—.
Palabras clave: espacio, Ecatepec, cuerpo, sacrificio, desaparición.
Abstract: This article proposes one of the many, but necessary reflections on violence, which is presented with such insistence, that it seems to resonate in the past of a culture so offended by it, such as the Mexican one. This arises particularly from an anachronistic and comparative vision between the invisibility of the bodies that inhabit Ecatepec and Mesoamerican violence, specifically the Aztec sacrificial act. To do so, it begins with a reflection by the writer Ileana Diéguez, who constitutes a study on the scenarios and practices that surround the concept of disappearance, approached here as burial. To later approach the notion of sacrifice through a historical-anthropological journey from Serge Gruzinski to the contemporary approach of Guilhem Olivier and Johannes Neurath. Which are constantly traversed by literary fragments, such as those of Octavio Paz, Sergio González or Jean Clair, which lead to think of the action of “burying” as a metaphor for the violence experienced in Mexico.
Keywords: space, Ecatepec, body, sacrifice, disappearance.
INTRODUCCIÓN
Lo que antiguos ritos se empeñaban en guardar bajo tierra, nuevos ritos que hacen voto a la abyección se empeñan en exhibir sobre la tierra.
Ileana Diéguez. Cuerpos sin duelo. Iconografías y teatralidades del dolor.
Con el fin de plantear en dónde se origina la anterior reflexión de Ileana Diéguez, quisiera empezar desde el espacio que me atañe: Ecatepec de Morelos, un constante recordatorio de los cuerpos vulnerados, silenciados, ocultados, olvidados, violentados y enterrados (Ver Imagen 1). Este municipio, ubicado al norte de la ciudad de México, se ha configurado como uno de los más violentos del Estado de México, sofocado en una constante situación precaria, problemática e indeterminada.
Para aproximarnos mejor a la descripción anterior, pensemos que lo inacabado de sus casas, sus calles y sus colonias, son el reflejo de un proceso lento y entorpecido del desarrollo social. Ecatepec es un municipio en el que coexisten diferentes temporalidades, se encuentra suspendido entre lo viejo y lo nuevo, entre la urbe y el campo. Es un espacio en el que sus habitantes viven bajo una especie de identidad imprecisa —condicionada por los servicios pendientes, las usanzas de antaño y la constitución geográfica de la colonia prematura—. Ya el filósofo Étienne Souriau sugería este modo de existir cuando escribía que: “Nada, ni siquiera nosotros […] tiene plenitud de presencia, ni patuidad evidente, ni consumación total, ni existencia plenaria” (2017, p. 228). De manera que, si su estado es la constante búsqueda de la completitud, de la integridad, de lo totalmente acabado en dirección lineal, ¿por qué no tendría importancia buscar en lo que no está dado plenamente, en lo que no se revela de una?
Este es el caso de Ecatepec, un cúmulo de imprecisiones lo configuran como un entorno incierto y peligroso —perceptible en la capa de polvo que reviste sus fachadas, y que lo vuelven confuso y oculto—.
“El cerro del viento” efectivamente se va cubriendo de gris, se va enterrando bajo una capa que no permite definirlo, se va incorporando poco a poco a la “mancha” urbana. Esta condición borrosa, quizá sea la misma que posibilita las diversas manifestaciones de violencia —un fenómeno que lo representa pero que también lo contamina, lo destruye y lo invisibiliza—. Como vemos, es un arma de doble filo, porque lo impreciso sugiere su posibilidad de ocupación, pero se encuentra mayormente definido por la violencia anidada en él.
HACIA LA METÁFORA DEL ENTIERRO
Cuando se habla de metáfora, se apunta a la idea sensible que une la noción del entierro con la muerte. Ésta surge de repensar la muerte violenta en relación con el estado somático-mental, pues se habla de lugares, de rituales, de representaciones físicas como formas de racionalizar el suceso violento —que aparta las afecciones sensibles que se viven al momento de atravesar o asimilar el duelo—.
En cuanto a la noción de entierro, se hace hincapié en la relación entre el proceso histórico de supresión de la identidad mesoamericana —mediante el acto de enterrar los ídolos, monumentos y espacios arquitectónicos—, y el sentido de borramiento material y forzado, presente en nuestros días en los actos de desaparición de cuerpos.
Este tipo de ocultación violenta conforma dinámicas de traslado de los sitios en donde es posible hallar los cuerpos. Los espacios comúnmente considerados como recintos de descanso, de tranquilidad, de memoria, se ven resignificados por la violencia y por los entierros obligados e inoportunos en sitios no destinados para ejercer el proceso de duelo. Tan sólo en Ecatepec la tasa de homicidios es de 12.78 por cada cien mil habitantes (Ecatepec se aleja del listado, 2023). Y los desaparecidos durante el año 2021 fueron 348 personas, encabezando la lista en el Estado de México (Ríos, 2021). Esta crisis no sólo habla de las complejas prácticas delictivas que terminan por invisibilizar los cuerpos, sino de un estado de violencia reforzado a través del tiempo.
Para comprender esta propuesta, es necesario que retrocedamos un poco en el pasado, a un estado anacrónico que posibilita establecer paralelismos con el origen mesoamericano —específicamente azteca por ser la cultura con mayor registro histórico—. Allí donde la violencia sacrificial era parte de lo cotidiano y se empleaba en beneficio de lo colectivo, pues su carga simbólica estaba destinada al plano trascendental. Pero hay que tener cierto cuidado al hablar de la práctica sacrificial, pues se ha interpretado a partir de textos posteriores a la Conquista. Incluso, la idea de violencia, puede que diste del simple acto desenfrenado y salvaje de intervención corporal, como la siguiente descripción que el antropólogo Georges Bataille —escrito originalmente en 1928— da en su breve artículo “La América desaparecida”:
El sacerdote hacía sostener a un hombre con el vientre al aire, la espalda doblada sobre una suerte de gran mojón y le abría el tronco golpeándolo violentamente con un cuchillo de piedra brillante […] todos los cadáveres eran despellejados, despedazados y cocidos, los sacerdotes venían a comérselos. (2013, p. 7)
Es evidente que esta reflexión se encuentra apartada del trasfondo cosmológico azteca. Actualmente se sabe que alrededor de ello existían diversos actos preparatorios, que involucraban aspectos físicos, emocionales y ceremoniales “la muerte sacrificial permitía recuperar la capacidad de ver a los dioses […]. De hecho, el sacrificante tenía el insigne privilegio de acompañar a su cautivo o a su esclavo bañado hasta la cúspide de la pirámide” (Guilhem y Neurath, 2017, p. 229). Ese estado de acompañamiento, resaltaba su carácter colectivo y temporal, pues presenciar la muerte sacrificial, era ser partícipe de los períodos de cambio. La idea de “recuperar la capacidad de ver a los dioses” era un pensamiento fuertemente ligado al aspecto mítico-religioso que otorgaba a la muerte un beneficio significativo. Por ende, esto situaba al cuerpo como protagonista de un intercambio simbólico. De aquí surge la propuesta comparativa con la violencia actual, pues en ambas formas de manifestación, existe un involucramiento del cuerpo, aunque con distinto valor.
En el caso de las sociedades agrícolas, como la mesoamericana, se pensaría que el fin último del trabajo era reabastecerse de alimentos y mantener un progreso lineal mediante el ciclo de siembra y cosecha, pero resulta que, al menos la cultura azteca destinaba su trabajo al sacrificio mismo. Bataille menciona al respecto que: “Su ciencia de la arquitectura les servía para edificar pirámides en lo alto de las cuales inmolaban seres humanos” (1987, p. 82).
Actualmente podemos reconocer en los vestigios de sus construcciones, de sus ornamentos o de su pintura mural “la intención” de convertir al cuerpo cárnico en simbólico. Asimismo, la guerra y el dominio militar tenían por propósito capturar “viables” víctimas para su inmolación. Siguiendo esta lógica, la preparación ritual de la víctima, los procesos de danza, de canto, de ceremonia, también implicaban un trabajo sistemático. Desde la preparación corporal hasta los estados mentales, procurados por quienes presenciaban el acto, traían consigo complicados ordenamientos:
sus apariciones obedecían a una temporalidad precisa que dependía de los recorridos rituales, los cuales comprendían procesiones públicas, pero también ceremonias que se llevaban a cabo en lugares restringidos […] Tezcatlipoca, paseaba por las calles tocando una flauta y era objeto de devoción durante un año. (Guilhem y Neurath, 2017, pp. 218-219)
Como vemos, el “estado de víctima” era potencialmente intercambiable por el de deidad, y cuyos procesos temporales —anteriormente referidos— tenían que ver con su presentación al exterior, con una lógica diurna o nocturna y con adquirir determinado comportamiento meritorio de la inmolación. Por lo que el carácter violento era trasladado al plano de lo formal, pues era encaminado a procesos regulares y significados profundos:
el joven guerrero captura un prisionero al que acompaña al teocalli para asistir su inmolación […] Llega el día en que el emperador le impone el penacho de caballero águila y le entrega la rodela ornada de plumas, oro y jade. En fin, él es capturado también en un combate, arrastrado, y pronto va a subir los escalones de una aguda pirámide para convertirse a su vez en un dios. (Soustelle, 2012, p. 12)
De manera que, con el tiempo estas intervenciones corporales alcanzarían mayor importancia, lo que propiciaría la construcción de rituales y simbolismos acordes al cuerpo ofrendado —“convertirse a su vez en un dios” requería del decoro oportuno para propiciar la “transformación divina”—. Evidentemente, estas intervenciones estaban vinculadas a un sistema teocrático, el cual justificaba su ejecución mediante el pacto de renovación del binomio vida-muerte, que al mismo tiempo, intercedía con el “más allá”. No obstante, estos procedimientos llegaron a tal grado de complejidad que de alguna forma contuvieron su práctica. Es decir, su cumplimiento estaba asociado a la periodicidad agrícola, que marcaba desencadenamientos más controlados en concordancia con su transitoriedad y formas de pensamiento, y difiriendo de una violencia puramente instintiva y desorganizada. El vínculo mítico-religioso otorgaba al sacrificio una ejecución determinada por fenómenos climáticos y astrológicos en los que “la colectividad indígena abría sus compuertas rituales para que fluyeran el eros y el tanatos contenidos por diques éticos socialmente establecidos” (Johansson, 2022, p. 16). De forma que estos “diques éticos” se iban constituyendo de acuerdo a la ciclicidad prescrita para el comienzo o cese de la violencia —como los sacrificios llevados a cabo durante los cambios de estación o las ceremonias de entronización—. Y es que “El sacrificio, en su funcionalidad mayor, protege a la comunidad de su propia violencia, de algún modo ‘externalizándola’ hacia una víctima designada” (Baeza, 2008, p. 47). Es decir, se transformó la práctica de una violencia común y trivial en una violencia sagrada y selectiva. En este sentido, la renuncia, entrega o muerte del cuerpo tenía que recobrar un motivo productivo, en donde su conversión fuera de mayor valor. Su preparación tenía por objetivo exaltar su función para que la vida colectiva prevaleciera, otorgando sentido a la muerte violenta. Esto conduce a pensar que posiblemente el pasado estaba consciente de la repercusión que tenía en la destrucción corporal.
LOS CUERPOS DE LA VIOLENCIA ACTUAL
¿Qué ocurre en la actualidad? Los cuerpos siguen siendo modificados, siguen construyendo un mensaje, pero éstos se insertan en una simbología del miedo, del control, del terror. Pensemos en los cuerpos violentados a los cuales también se les modifica. Cuerpos que yacen ocultos, sumergidos, tapados, fragmentados, enterrados (Ver Imagen 2). Cuerpos despojados de su valor, pues justamente esa es la misiva. Deshumanizarlos tiene un efecto poderoso, comunica intranquilidad, vulnera. Es una advertencia colectiva —diferente de la mesoamericana—; aquella violencia inflingida en ellos se traslada a un “cualquiera” en todo momento. Utilizar la corporalidad como vía empática y sensible remite directamente al dolor y al sufrimiento propio. Entonces el cuerpo adquiere una dimensión proyectiva, en la que cualquier tipo de violencia inflingida en el otro puede ser accionada en nosotros mismos.
Pensemos un poco en las violencias que actualmente se ven en las noticias, que se escuchan, que se leen. Son violencias en donde los cuerpos son intervenidos con saña, sin remordimiento. Son cuerpos vueltos carne, cuerpos cosificados e instrumentalizados para emitir con mayor impacto el mensaje. Se les ha convertido en propaganda, espectáculo, burla, incluso son politizados con fines de lucro. Aquí surge el cuestionamiento: ¿cómo son los cuerpos de Ecatepec? —puesto que vivos se encuentran en un constante devenir, en una incesante búsqueda de identidad, de completitud—.
Los núcleos sociales están constituidos por colonias, una forma de ocupación que devela raíces de identificación “prematuras” o inexistentes. Ejemplo de ello es mi origen familiar: mis bisabuelos llegaron alrededor de los años cincuenta, buscando una mejor ubicación geográfica y situación económica. Se dedicaban esporádicamente a la siembra en el estado de Hidalgo y regresaban para emplearse como obreros.
La mayoría de las familias tiene una historia similar. Son personas de otros estados, desplazados de barrios y reacomodados. Son los mismos que abandonaron sus terrenos por una mejor calidad de vida, y que con el paso del tiempo tuvieron que “adaptar” su modo de vida rural al modo de vida industrial de los años ochenta del siglo pasado.
A partir de ello el crecimiento poblacional también fue inesperado y vertiginoso. Muchos de los cerros que lo conforman se fueron cubriendo de construcciones irregulares y con pocos o inexistentes servicios. Ahora las casas son el reflejo de la poca planeación y organización del espacio. Si se les mira con atención, se trata de inumerables bloques en ascenso, es decir, viviendas asentadas en terrenos pequeños en los cuales se aprovecha la construcción de forma vertical. Pensemos que no es sólo el reflejo de la falta de espacio, sino de la promesa de construir una casa más grande. Un boceto a futuro, una obra negra que sugiere la aspiración por lo finalmente “acabado”.
La identidad, en medio de estas condiciones indeterminadas, sufre una ambigüedad, pues al no existir un arraigo social se concibe como inestable. Esto se traduce en una sensación de vulnerabilidad colectiva, la cual coloca a los cuerpos como medios para ejecutar la violencia, cosificándolos e incluso considerándolos “residuos”, con lo que se busca provocar su total desaparición.
Son cuerpos que se piensan en las zonas liminales: tiraderos, calles oscuras, canales, terrenos baldíos, zonas aisladas por la vegetación —los cuales no son pocos en este municipio— y que tienen en común la soledad, la suciedad, la oscuridad y la informalidad (Ver Imagen 3). “Lugares de nadie” que surgen a partir de la condición insegura, que se mezclan entre el paisaje y que quizá den cierta identificación espacial. Entonces también podrían ser “lugares de todos”, lugares destinados a descomponer, a recibir y alojar aquello que no se quiere ver en lo propio, en el hogar.
La proliferación de la violencia no sólo responde a la precarización de los modos de vivir, sino también de morir o “de ser enterrados”. Entonces, ¿qué puede surgir de lo que se encuentra fracturado de origen? El testimonio de Dulce Vásquez apunta a
contextos en donde la precariedad se hace presente, sea una calle, un parque, una escuela, una explanada, lugares donde hay desechado cuerpos de mujeres [y no sólo de mujeres] como si fueran basura por sus propios asesinos, como son ríos de aguas negras, basureros, terrenos baldíos, allí nos hacemos presentes. (Amador y Mondragón, 2020, p. 136)
Cuando menciona “allí nos hacemos presentes”, de alguna manera manifiesta el poder de identificación que se va adquiriendo a partir de convivir con los lugares residuales. Se va conformando “lo residual” como parte del entorno cotidiano, pues no sólo se sitúa como un espacio de alojamiento y eliminación de desechos, sino que fija las dinámicas de tránsito o de peligrosidad —lo que lo configura como un espacio de desaparición—. Como un entorno inseguro sostenido por la omisión de los habitantes que lo rodean. Allí en donde comúnmente yace ropa vieja, zapatos, costales, piedras o hierba, tristemente también están los cuerpos. Estos lugares son el indicio de un desafortunado propósito, son la manifestación desequilibrada de las cloacas de las grandes ciudades. Algo de ello menciona Jean Clair al hablar de la edificación de las grandes civilizaciones antiguas: “El alto grado de civilización de la cultura romana se mide tanto con la construcción de una cloaca máxima necesaria para deshacerse de las porquerías” (2007, p. 40). Ecatepec es el vertedero mismo, es la expresión excesiva de la acumulación de residuos de un sistema que está descompuesto (Ver Imagen 4), y en donde los entierros anómalos son frecuentes. Quizá sea el síntoma necesario de la enfermedad violenta a la que se está expuesto. Se ha convertido en un sistema de residuos, imposible de ocultar y, como indica Diéguez —en el epígrafe del inicio— surgen abyectos en su exhibición.
DE LA TRANSCENDENCIA A LA INMANENCIA
Lamentablemente los desechos han alcanzado la esfera corporal, ahora son los cuerpos quienes forman parte del vertedero, cuerpos sin valor, cuerpos que ni siquiera son intercambiables. Forman parte de las pérdidas excesivas del sistema complejo de la violencia estructural. De allí que sea necesario el ejercicio de retrospectiva. Si la aparición de la violencia se nos presenta con insistencia desde el pasado, ¿qué hemos olvidado? Los entierros del pasado rememoran una corporalidad funcional, tan potente que prevalece en el presente. Guerreros, dioses, ofrendas, reafirman su trascendencia temporal. Ahora los entierros son violencia, desaparición, intranquilidad. La muerte remite al olvido, su valor es desechable.
No todo está perdido, pensemos que la habilidad de adaptación también denota poca resistencia al cambio. La mayoría de las prácticas performáticas o artísticas, que surgen en espacios como Ecatepec, optan por la vía de la colectividad, en donde
evocan al pasado y las huellas que las víctimas dejaron antes de ser muertas o desaparecidas: las traen al presente para apelar a la memoria indolente, olvidadiza y domesticada de la sociedad y el Estado. A veces se cubren la cara con una máscara blanca, se visten de novia, son atuendos rojos o negros, se envuelven con cintas de “peligro” o recortes de periódico. Luego cuentan cómo aquella víctima fue secuestrada, atacada sexualmente y abandonada. (Amador y Mondragón, 2020, p. 144)
Estas prácticas, que surgen en la precariedad, apuntan a la reivindicación corporal mediante los cuerpos vivos. Si la finalidad de la violencia es dañar la constitución del cuerpo como entidad íntegra, el cuerpo del otro también puede replicar el mensaje por la vía oportuna. Es un gran paso, porque suelen posicionarse como alternativas para habitar el dolor de otros, nombrarlos y sanarlos. En otras palabras, en medio de una identidad constituida endeblemente, o casi nula, se vuelve necesario habitar la “otredad”.
Ocupar el cuerpo del otro tiene reminiscencias del ritual mesoamericano, al igual que su grado de exteriorización. Imponer “el penacho de caballero águila y la rodela ornada de plumas, oro y jade”, no dista de cubrir el rostro con “la máscara blanca” para “dar cuerpo a las víctimas” frente a la multitud. Pero el valor de los cuerpos violentados es distinto. Al primero se le da muerte para acentuar su valor, al segundo se le extrae el valor mediante una muerte desechable. Quizá pertenezcan a los polos opuestos de un mismo fenómeno, en donde la violencia es la fuerza que ejerce el cambio de posición.
Reflexionando esto, es posible que nuestra constitución como mestizos se haya generado en medio de la consideración de “un lugar para el otro”. Serge Gruzinki menciona que “lejos de descalificar sistemáticamente al extraño, las sociedades mexicanas se esfuerzan por recurrir a interpretaciones que pueda hacerlo entrar en el marco de la historia local” (2018, p. 263). Esto es que, el relato mitológico sobre la llegada de Quetzalcóatl, y el fin de un ciclo, coincidía con la llegada de Hernán Cortés. Por lo que los colonizadores no fueron vistos como una amenaza, sino todo lo contrario, como parte de un rito anunciado —lo que más tarde favorecería la dominación y ocupación española—. Asimismo, lo señala Octavio Paz en La crítica de la pirámide: “esto explica que, al recibir a Cortés, Moctezuma II lo salude como al enviado de alguien que reclama su herencia […] enviado para restablecer el orden sagrado del quinto sol, interrumpido con la caída de Tula” (1970, p. 272). En el pasado, la capacidad de concebir a la otredad terminó por subyugar una cultura que no se extinguió del todo —y tal vez sea la vía para reconstruirse—.
Vayamos un poco más lejos, en donde el entierro se manifiesta como un espacio común para la violencia. Ileana Diéguez menciona que “México se ha llenado de muertos, de fosas clandestinas con restos de cuerpos no identificados, de desaparecidos a los que se les borra todo vestigio, de familiares que cavan y atraviesan la tierra con varas metálicas buscando cuerpos” (2013, p. 13). En efecto, el entierro se convirtió en el escenario de las ausencias, de lo viciado y lo caótico —sobrecargado de desechos que entorpecen la identificación y con ello el descanso—. Están lejos de ser los entierros evocativos, memorables o nostálgicos. Se convierten en espacios de exploración por voluntad social, sin embargo, distan de ser sosiego. No obstante, construyen una conexión activa de la familia con sus muertos, una búsqueda prolongada que muchas veces es compartida con otros.
Dejan de ser los sepulcros del reposo y el recuerdo, reubicándose como espacios de indagaciones —en algunos casos interminables— en donde la tranquilidad que podría otorgar la muerte se cubre de inquietud. Los sitios de entierro se vuelven urgentes y entorpecidos. Aquellos lugares de descanso eterno, sacros, e incluso, religiosos, se trastocan para convertirse en zanjas, hoyos, pozos, vertederos, cuya característica en común es el aislamiento y la clandestinidad (Ver Imagen 5).
Lugares desolados, turbios, oscuros, sucios e inaccesibles se van alejando de la pulcritud y catarsis procurada en la cripta funeraria, volviéndose lugares de “permanencia”. —Porque más allá de funcionar como descanso, los cuerpos, o lo que queda de ellos, simplemente yacen o desaparecen, convirtiéndose en lugares para la inmanencia—.
Entonces, la figura de la cloaca reaparece en forma de tumba provisional y silenciosa. Debajo de la amplia extensión territorial yacen los cuerpos de los que quizá no han sido hallados hasta ahora. Lo más alarmante es que son cuerpos numerosos. ¿Cómo acallar aquello que por naturaleza se desborda? Desafortunadamente, esto apunta a una segunda ocultación. Con ello me refiero a que no sólo son enterrados en lugares distantes, caóticos o de imposible acceso, sino también colocados incompletos, o con otros, dificultando su posibilidad de identificación. Sus osamentas —lo único que queda en el mejor de los casos— son intencionalmente acomodadas para que se tornen anónimas.
¿Qué no hay debajo de este suelo? El territorio mexicano no sólo sepulta los residuos de la violencia actual, sino también es el resguardo de sus diferentes temporalidades históricas. No es extraño que el pasado mesoamericano se haya colocado por debajo, en una posición inferior; que las figurillas y los ídolos sigan encontrándose por mero azar; que la arquitectura, reflejo del esplendor y evolución de una cultura, se piense inaccesible, enterrada bajo los pies. Que algo tan basto, ahora constituya los montículos de lo acaecido y que sea necesario escarbar para encontrarnos con “lo nuestro”. Todo lo que podría darnos respuestas está ligado al cansado acto de cavar —pero ahora se desentierra a los cuerpos mediante un ejercicio “arqueológico”—. Pensemos que no fue suficientemente violento enterrarlos, sino también edificar “sobre” ellos una nueva arquitectura y un nuevo pensamiento. Todos los días pisamos sobre el tiempo suspendido. Nada tuvo que ver con su funcionalidad, ni mucho menos con su estado, nuevas o viejas, estas construcciones fueron cubiertas.
Como veremos más adelante, hoy en día existe el registro de pintura mural que fue enterrada con la intención de evitar su destrucción por futuros asentamientos. Lo que manifiesta que incluso el enterramiento —para el pensamiento mesoamericano— era parte fundamental de la conversión del cuerpo muerto, es decir, el contacto con la tierra propiciaba su estado sagrado
los ritos de entronización de los reyes mexicas consistían entonces en un recorrido ritual que producía las etapas míticas de la vida de sus dioses tutelares. La indumentaria utilizada por el futuro rey ilustraba su transformación en bulto sagrado, pero expresaba también su paso por el interior de la tierra para después renacer como soberano solar. (Guilhem y Neurath, 2017, p. 228)
Por lo tanto, el enterramiento se relaciona con “el fin” del cuerpo reconocible como materia, mas no como símbolo. Pues su enterramiento determinaba su retorno a la tierra como materia, y su “renacimiento” como idea de una fuerza trascendente. Los bultos sagrados que se mencionan en la anterior cita eran envoltorios de las cenizas o los restos de los sacrificados, los cuales se transportaban para ser venerados y empleados en ceremonias de renovación. Ahora, esto no sólo ocurría con los cuerpos, sino también con su arquitectura, específicamente con su pintura mural. La historiadora Marta Foncerrada escribió que los murales de Cacaxtla —ubicados actualmente en el estado de Tlaxcala— tenían señales de haber sido cubiertos cuidadosamente por sus antiguos pobladores
Podría hasta decirse que fueron enterrados ritualmente, ya que no hubo intención por destruirlos: una gruesa capa de tierra suelta fue amontonada sobre la superficie de los muros y después de esta capa, el relleno consiste en piedras, tierra y tepetate. La capa de tierra suelta preservó casi en su integridad la calidad colorística y el diseño de los murales. (1976, p. 5)
Lo dicho hasta aquí supone la manifestación del cuidado para la posteridad, ¿acaso su propósito era que perduraran hasta nuestros días? Y es que estos murales (Ver Imagen 6), son de un atractivo y riqueza visual que resulta imposible pensar que estuvieron en algún momento cubiertos de tierra.
Por consiguiente, enterrar se instala como un acto de trascendencia matérica. Pues esconder, sustituir, cubrir, repintar son sinónimos que se añaden a un rito de resguardo. La preservación de un cuerpo que ya no está presente mediante el uso de una imagen que conserva su fuerza simbólica. Entonces, tal parece que Mesoamérica sí era consciente de la repercusión de sus entierros, y es factible que también lo estuviera de las consecuencias de ejercer violencia.
En nuestros días la violencia también trastoca la fragilidad, pero cuestiona nuestra consumación como insignificante, pues su valor muere con el cuerpo mismo. Surge la extrañeza de algo que a lo lejos parecía asimilado y que ahora nos encara con mayor fuerza, con mayor intensidad. El propósito colectivo se ha quebrantado y nos ha reducido a individuos aislados, carentes de importancia. No existe una visión o pensamiento que fortalezca la utilidad o sentido de nuestra muerte, no hay una promesa de trascendencia. Y menos queda en la muerte violenta, por eso nuestro cuerpo es residual. Sobrevive mediante lo que queda, el vestigio, la osamenta, la ropa, el relato, del rastro, la fotografía, el recuerdo. Tal parece que nos enfrentamos a una crisis corporal pues no es normal sostenernos con tan poco.
¿Acaso es el resultado de la dosificación de una violencia pasada?
Un aumento del ímpetu destructivo mediante el desencadenamiento de exaltaciones numerosas, como si fueran “micro-sacrificios” de una manifestación descontrolada, en donde el cuerpo deja de ser el fin y se convierte en el medio. En donde ahora convergen los diversos procesos de hibridación cultural
Niñas y niños secuestrados, menores, jóvenes cuyos cuerpos aparecen en un paraje solitario […] llevan huellas de tortura, abuso sexual, mutilación. O les incrustan alfileres en ojos y genitales. A veces los asesinos dejan a lado algún objeto ritual, hierbas, veladoras […] el resurgimiento del mundo explicado por creencias animistas en las que las fuerzas de la naturaleza, el peso de la muerte, la sangre, el sacrificio adquieren un rango superior. (González, 2009, p. 124)
Este retroceso o, mejor dicho, desentierro nos confronta con el valor corporal fracturado e irrecuperable. Despliega una serie de gastos corporales en búsqueda de un pasado que nos condena. Somos presas del miedo de asomarnos al pozo donde yacen los cuerpos violentados.
CONCLUSIÓN
En definitiva, el río, el tiradero, la bolsa, el tambo, la hierba, la fosa o la hoguera son simplemente sustitutos del entierro exiguo, son los cenotafios que se edifican en medio de la inestabilidad. Posiblemente aquí surge la necesidad de reivindicar los cuerpos mediante la asimilación de su condición inevitablemente frágil, pero que pone a la vista lo real. Esto inconscientemente tiene ciertos tintes de evocación mesoamericana, pues se asoma por momentos el fantasma de lo que Octavio Paz concibe como “destrucción creadora” (1970, p. 263). Y es que no nos hemos conciliado con las consecuencias de nuestro caos. Por lo tanto, la violencia mexicana pone a la vista un gran entierro. Una gran fosa que sigue abierta. Como una herida que no cierra. Aún no hemos terminado de “tapar” un suceso cuando es momento de soterrar otro y así consecutivamente. Si imaginariamente pudiéramos hacer un corte vertical hacia lo profundo, sería notable el dolor de “las sepulturas” que han marcado a la sociedad mexicana.
Finalmente, estamos extenuados por los entierros. Porque seguimos cavando para ocultarnos y para encontrarnos, porque quizá hay muchos cuerpos que siguen a la espera de ser descubiertos u olvidados. Porque renunciamos al sentido de “descanso eterno” por el de “búsqueda incesante”. La tierra, que en el pasado fue conexión simbólica y orgánica con la muerte, ahora nos descompone sistemáticamente, nos confronta con el cuerpo endeble. Así, tratando de encontrar significado, seguimos acumulando el polvo de nuestros muertos y readaptando el excedente de sus entierros negados. Sin saber que allí, en lo insondable, quizá yace el sentido de nuestros cuerpos. Octavio Paz menciona que “Toda sociedad moribunda o en trance de esterilidad tiende a salvarse creando un mito de redención, que es también un mito de fertilidad, de creación” (1999, p. 92). Posiblemente nuestro mito de redención se halla en asumirnos esenciales desde los escombros, desde el remanente propiciador de colectividades, mismas que funcionan para reclamar los cuerpos bajo tierra. Cavar se ha vuelto un acto de resistencia activa, pero imperdonable, pues tiene que dejar de ser el único resquicio para reencontrarnos con nuestros muertos. ¶
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