Resumen: ¿Ser un deportista de élite está implícito en los genes o se logra mediante un proceso de entrenamiento sistemático? Este interrogante ha sido objeto de estudio de los profesionales e investigadores del ámbito del entrenamiento deportivo desde que este se convirtió en ciencia. La presente revisión bibliográfica tiene por objetivo estudiar la importancia de la genética y el entrenamiento deportivo en el proceso de formación de un deportista de élite. El material analizado incluye libros y artículos del ámbito de la medicina deportiva y el entrenamiento deportivo publicados en los últimos 22 años (1993-2015). El resultado del trabajo es un amplio análisis de la temática, que proporcionará a los lectores los conocimientos básicos necesarios sobre este ámbito específico. El estudio demuestra que el crecimiento profesional de un deportista y sus posibilidades de llegar a formar parte de la élite deportiva dependen en idéntica medida de dos elementos de gran importancia: su herencia genética y el entrenamiento deportivo que realiza. Sin embargo, no se debe despreciar la influencia de los factores ambientales, nutricionales y psicológicos en el desarrollo de un deportista de éxito.
Palabras clave:naturaleza vs entrenamientonaturaleza vs entrenamiento,gengen,élite deportivaélite deportiva,entrenamiento deportivoentrenamiento deportivo,desarrollo del talento deportivodesarrollo del talento deportivo,práctica deliberadapráctica deliberada.
El deportista de éxito, ¿nace o se hace? Una revisión bibliográfica
Recepción: 25 Mayo 2015
Aprobación: 09 Octubre 2015
El Dr. Per-Olof Astrand, uno de los padres de la fisiología deportiva, afirmaba que la persona que deseara convertirse en campeón olímpico, tenía que tener mucho cuidado a la hora de escoger a sus padres (Gómez, 2013). El motivo de esta situación se debe a que la especie humana se ha ido adaptando y configurando de características que desembocan en seres humanos especializados deportivamente hablando (Gutiérrez, 2013). Las múltiples investigaciones realizadas con respecto a esta temática confluyen en que actualmente existen tres líneas de conocimiento sobre esta materia (Bouchard, Malina, & Pérusse, 1997; Lorenzo, 2003; Epstein, 2014): la primera sostiene que ser un campeón deportivo se encuentra implícito en la genética de cada persona; la predominancia de unos determinados genes en un individuo le permitiría triunfar en una modalidad deportiva en concreto. La segunda línea afirma que el éxito deportivo se logra mediante años de práctica y de entrenamiento reiterados. Ambas áreas de conocimiento generan entre los expertos y los profesionales del sector un constante debate sobre si un campeón deportivo nace o si, por el contrario, se hace, controversia conocida en los países de lengua inglesa como nature vs nurture (Magallanes, 2011). La tercera línea de conocimiento fusiona ambas corrientes anteriores, ya que acepta la importancia del potencial genético de un deportista, el cual, mediante un proceso de entrenamiento cuidadosamente planificado y estructurado, podría alcanzar el máximo nivel deportivo en una determinada disciplina. En el presente artículo abordaremos esta temática tan compleja con el fin de crear un respaldo teórico que aporte a la formación de una postura sobre esta cuestión.
La selección de la documentación analizada se realizó mediante una búsqueda temática en diversos fondos bibliográficos (tabla 1). Los escritos fueron seleccionados en base a dos criterios: la relación directa de su temática con el ámbito de estudio y su actualidad. Para ello únicamente se incluyeron en el estudio documentos publicados en los últimos 22 años (1993-2015). Las palabras clave empleadas en la búsqueda de documentación fueron deporte, entrenamiento, genética, y talento deportivo, en castellano, y nature vs nurture, sport, training, sport talent, genetics, en lengua inglesa.
La idea de que el potencial deportivo de una persona está limitado por su carga genética se ha arraigado entre los profesionales de la formación deportiva. En cualquier campeonato deportivo con rondas de clasificación se puede observar a deportistas con diferentes somatotipos, pero, a medida que avanza la competición, los competidores comienzan a parecerse mucho entre sí en sus estructuras óseas y musculares (Gutiérrez, 2013). A una conclusión similar llegaron Dantas y Fernandes (2002), Joao y Fernandes (2002), Medina y Fernandes (2002), Byoung & Ju (2005) y Toledo, Roquetti y Fernandes (2010) en sus respectivas investigaciones, en las que demostraron que las características somatotípicas y genéticas eran bastante homogéneas en deportistas de primer nivel de múltiples modalidades deportivas, distinguiéndose de las de la población que no practica deporte de élite. Renshaw, Davids, Phillips y Kerhervé (2002) destacan la importancia de esta característica, que permitiría, en un futuro próximo, identificar a los atletas de élite mediante un simple análisis de ADN. El Dr. Carl Fosser responde a esta cuestión que, a pesar del atractivo que pueden suscitar las pruebas genéticas, la detección indirecta de ciertas capacidades es absurda e imprecisa comparada con su detección en directo (Epstein, 2014).
No se puede negar la contribución que la herencia genética tiene en el ámbito del rendimiento deportivo, es más, existen características del deportista que vienen condicionadas genéticamente (Lorenzo & Sampaio, 2005). El hecho de que los seres humanos tengan la capacidad de transmitir rasgos de los progenitores a sus descendientes aporta una gran cantidad de información sobre qué posibilidades de formar parte de la élite deportiva tendrá un sujeto en el futuro (García, Campos, Lizaur, & Pablo, 2003; Horton, 2012). El proyecto del genoma humano demostró que los seres humanos comparten el 99 % de su información genética, hecho que indica que las diferencias apreciadas entre los individuos son debidas a una pequeña proporción de ADN y su interacción con otros factores (Baker, 2012). El ADN del ser humano está formado por 35000 genes, de los que más de 200, según se ha comprobado, tienen una vinculación directa con el rendimiento deportivo (Gómez, 2013). La investigación realizada por Bray et al. (2009), citada en Roth (2011), aproxima la cifra a 230 genes. Williams & Folland (2008, en Baker, 2012) identificaron 23 modificaciones genéticas relacionadas con un alto grado de rendimiento en los deportes de resistencia, también señalaron que las probabilidades de que se den esas variaciones en un único individuo son de 1 entre 20 millones. Resalta el hecho de que, según se estima, casi el 66 % de las diferencias en la capacidad atlética, de media, pueden explicarse mediante factores genéticos aditivos (Gómez, 2013). En función de estas y otras informaciones, numerosos científicos deportivos se han lanzado en la búsqueda de los genes individuales que tendrían influencia en la práctica deportiva, con el fin de mejorar la eficacia de la actividad física, siendo esta, hasta la fecha, poco fructífera (Padullés, Terrados, Rodas, & Campos, 2004). Los efectos de un solo gen son inapreciables para un estudio de poca entidad o están envueltos en una complejidad genética mucho mayor (Epstein, 2014). Sin embargo, diferentes parámetros relacionados con la actividad física sí muestran un elevado porcentaje de heredabilidad (Padullés et al., 2004). Son muchos los estudios que han analizado la heredabilidad de una determinada característica fenotípica o de ciertos parámetros de la condición física (Bouchard et al., 1997; Ruiz, 1999; Magallanes, 2011), con el objetivo de determinar la probabilidad de ser heredados que presentan ciertos rasgos determinantes en el ámbito del rendimiento deportivo (tabla 2).
A pesar de que diferentes estudios hayan demostrado que la herencia genética influye en la actividad física, los investigadores están comenzando a discernir los procesos biológicos que intervienen en ella (Epstein, 2014). Recientemente se publicaron investigaciones que relacionan al gen ACTN3 (Alfa-actinina-3) con el rendimiento deportivo, asociándolo con la velocidad y la fuerza explosiva de un deportista y con la capacidad de evitar el daño ocasionado por las contracciones excéntricas musculares (Nan Yang et al., 2003, en González, León, & López, 2013; Macarthur & North, 2011; Muniesa et al. 2011; De la Calle 2013; Epstein, 2014; Franchini, 2014; Massidda, Scorcu, & Calò, 2014). A los genes BDKRB2 (Receptor B2 de bradicinina) y ACE (Enzima conversora de angiotensina) se los vincula con una mayor capacidad de salto vertical (fuerza explosiva) en los deportistas (Massidda et al., 2014). Además, el gen ACE también se asocia con la respuesta muscular al entrenamiento con respecto a su eficiencia y a la hipertrofia muscular (Eleftheriou & Montgomery, 2008; Muniesa et al., 2011; Skipworth, Puthucheary, Rawal, & Montgomery, 2011; Gónzalez et al., 2013). En esa misma investigación, Muniesa et al. (2011) relacionan al gen HFE (Hemocromatosis hereditaria) con el rendimiento deportivo, debido a su capacidad para absorber suplementos de hierro sin que ello ocasione un perjuicio para la salud del deportista. Además, los genes ACE y HFE inciden en las capacidades físicas de fuerza-resistencia (Muniesa et al., 2011) y de resistencia aeróbica (Gayagay et al., 1998; Álvarez et al., 2000; Nazarov et al., 2001; Collins et al., 2004, todos citados en Eleftheriou & Montgomery, 2008; Skipworth et al., 2011). También, en relación con los deportes de resistencia aeróbica, Fedotovskaya, Mustafina, Popov, Vinogradova y Ahmetov (2014) llevaron a cabo una investigación en la que relacionaron el polimorfismo A1470T del gen MCT1 con el transporte de lactato en los músculos y con el VO2 máx, demostrando una mayor presencia de este gen en deportistas que llevan a cabo pruebas de resistencia aeróbica. De cara al futuro, Tucker & Collins (2012) recomiendan analizar la posible contribución de los genes no proteicos como el miARN (micro ARN) a los fenotipos de los deportistas de élite, mientras que otros autores (Kuno, Zempo, & Murakami, 2011) se decantan por estudiar la relación que existe entre mtADN (ADN mitocondrial) y rendimiento deportivo en los atletas profesionales. Ahora bien, debido a las numerosas y complejas interacciones de los genes entre sí y con el ambiente, “es improbable que los científicos puedan hacer campeones al alterar solo uno o dos genes” (Skinner, 2001, p. 6). En consecuencia, Klissouras (1985), en García et al. (2003), señala que la validez de cualquier índice de herencia genética está basado en influencias ambientales idóneas, en el hecho de que la variación hereditaria no muestre efectos dominantes o de interacción, en la inexistencia de correlación entre los progenitores mediante matrimonios causales y en influencias hereditarias y ambientales no correlacionales.
Gracias a estos descubrimientos, podemos afirmar que el factor genético de un deportista es un “limitante no modificable que marca la diferencia entre un campeón y un segundo lugar en una competición” (Gutiérrez, 2013, p. 60). Sin embargo, basar la excelencia en la práctica deportiva únicamente en este factor no permitiría contemplar esta imagen en su totalidad sino solo parcialmente (Ruiz, 1999). Debido a que poseer un potencial genético favorable para la práctica deportiva no garantiza el éxito en ella, es necesario un correcto desarrollo a través del entrenamiento (García et al., 2003; Arias, 2008). Por ese motivo, Galton, en Horton (2012), destacó tres componentes principales para el logro de la excelencia deportiva: capacidades innatas, concentración y capacidad de trabajar duro. Existen otros factores ambientales que influyen en el desarrollo de los jóvenes deportistas, como, por ejemplo, el acceso a buenas instalaciones deportivas, la presencia de un buen entrenador o el apoyo familiar (Martindale et al., 2010). Aspectos como la cultura deportiva de un país, el lugar de nacimiento de los jóvenes o su grado de madurez deportiva son también condiciones determinantes que pueden limitar las posibilidades de desarrollo deportivo de los jóvenes (Horton, 2012).
Determinados profesionales del entrenamiento deportivo opinan que la clave del éxito deportivo se encuentra en la regla de las 10.000 horas o teoría de la práctica deliberada, desarrollada por Ericsson, Krampe y Tesch (1993). Según esta teoría, el aspecto genético prácticamente no tendría importancia en la formación de los deportistas de élite (Gonçalves, Rama, & Figueiredo, 2012). En ella se establece que, para ser un profesional de una especialidad, es necesario acumular 10.000 horas de práctica durante la infancia-adolescencia. Se trata de una teoría no exenta de polémica, ya que reduce el éxito deportivo a la cantidad de horas de práctica y excluye otros factores (internos y externos) que pueden ser determinantes en el desarrollo del futuro deportista (Lorenzo, 2003), por lo que suele ser sometida a revisión por diferentes investigadores. Sus seguidores argumentan que la evolución no hubiese permitido alcanzar los niveles de perfeccionamiento en las diferentes competiciones deportivas, por lo que dicha mejora debe atribuirse exclusivamente al aumento de horas de práctica (Epstein, 2014). En su contra, Campitelli & Gobet (2008) encontraron grandes fluctuaciones en la duración de la práctica de diferentes jugadores de ajedrez para convertirse en maestros. Mientras algunos jugadores lo conseguían con apenas 3.000 horas, otros necesitaban más de 23.000. Las autorías llegaron a la conclusión de que la cifra de 10.000 horas de práctica tendría una finalidad orientativa. En baloncesto, Baker, Coté y Abernethy (2003) establecieron el número en 4.000 horas; por su parte, Helsen, Starkes y Hodges (1998) también concluyeron que eran necesarias 4.000 horas de práctica para dedicarse profesionalmente al hockey sobre hierba. Con respecto a la lucha libre, Hodges & Starkes (1996) cifraron el número mínimo de horas en 6.000. Con el objetivo de verificar esta teoría, MacNamara, Hambrick y Oswald (2014) realizaron un metaanálisis de 88 publicaciones científicas para probar si existe una correlación entre el tiempo de práctica y el rendimiento deportivo. Los resultados mostraron que, de media, esta relación únicamente alcanzaba el 18 % del total. Por su parte, Tucker & Collins (2012) escriben que incluso con un rendimiento deportivo similar las horas de formación raramente son semejantes, pudiendo encontrarse más de 20.000 horas de diferencia entre deportistas de un mismo nivel. Estos hallazgos parecen indicar que “sin los genes, la imagen de la experiencia en el deporte está lamentablemente incompleta” (Starkes, en Epstein, 2014, p. 72). Hay que señalar que estas afirmaciones no le restan valor al proceso de entrenamiento, pero sugieren que una definición más aproximada del proceso de formación deportivo sería la “realización del potencial genético” (Tucker & Collins, 2012, p. 560) de un deportista.
En vista de las diferentes investigaciones y estudios comentados en este artículo, podemos afirmar que existen dos elementos clave en la formación de un deportista de élite: primero, el deportista nace –debiendo poseer a nivel genético ciertas características y condiciones–, luego, se hace durante el proceso de entrenamiento deportivo (Gonçalves et al., 2012; Gutiérrez, 2013). Si bien es probable que “en unas disciplinas se haga más fácilmente” (Padullés et al., 2004, p. 87), mientras que en otras tendrá una mayor importancia el potencial genético de los deportistas (Tucker & Collins, 2012) por el papel que desempeña en la “determinación de muchas de sus características anatómicas, bioquímicas, fisiológicas y conductuales” (Skinner, 2001, p. 1). Que una persona sea una deportista de élite se asocia con el estado actual de sus fenotipos complejos, con un entrenamiento adecuado combinado con una buena nutrición y descanso, y con la habilidad de sus fenotipos de adaptarse a dicho entrenamiento, nutrición y descanso (Skinner, 2001). Estos requisitos están estrechamente ligados entre sí, siendo imposible concebir la formación de un deportista de élite sin la influencia de todos ellos, tal y como afirma Gómez (2013, p. 2): “numerosos estudios de asociación genotipo-fenotipo han puesto de manifiesto que [...] los deportistas de élite presentan unas características genéticas particulares que en presencia de un determinado ambiente derivan en talento.”
A modo de conclusión, podemos destacar que el proceso de desarrollo de la carrera de un/a deportista de alto nivel es difícil y muy laborioso y que, por desgracia, se encuentra fuera del alcance de cualquier persona que no reúna determinadas capacidades innatas y adquiridas que son necesarias para un rendimiento deportivo elevado (López, Vernetta, & Morenilla, 1995). El futuro de la investigación en la detección, formación y entrenamiento de deportivas requerirá de un enfoque que haga hincapié en la interacción entre los genes, el proceso de entrenamiento deportivo y los factores ambientales (Horton, 2012), nutricionales (Gómez, 2013) y psicológicos (Gutiérrez, 2013).
El autor declara no tener ningún conflicto de intereses.
Agradezco a Svetlana Molkova, doctoranda en Lengua, texto y expresión artística por la Universidad de A Coruña, su ayuda y colaboración durante el proceso de redacción del artículo.